INSTITUCIONES

FUNCIÓN PÚBLICA EN TIEMPOS DE PANDEMIA

pexels-photo-4240610.jpeg

Photo by Ivan Samkov on Pexels.com

“Es importante tener claro que ni el mundo político ni el de la administración se reforman por sí mismos. Sólo una acción externa puede hacerles cambiar” (p. 32)

Thierry Pfister, La république des fonctionnaires, Albin Michel, París, 1988)

Salvo algunos oficios y actividades, el trabajo en la función pública se realiza, por lo común, en lugares cerrados. Y también en espacios donde la densidad de personas y la proximidad es la regla. Hay algunos casos en los que el contacto físico o, al menos, la cercanía (pensemos en servicios de atención o de prestación al público), es evidente. Ello sin contar con que esos empleados públicos realizan desplazamientos al lugar de trabajo en no pocas ocasiones en transporte público, por no mencionar que también toman el café de media mañana, cuando no (aunque ahora se limiten esas actividades) algún día almuerzan con sus colegas o amigos en restaurantes próximos. El final de las vacaciones incrementará ese tránsito y la consiguiente densidad de relaciones, por no hablar de la vuelta a las clases y sus efectos, que serán multiplicadores. Es así en infinidad de actividades profesionales, por lo que la actividad profesional pública no resulta ninguna excepción.

Así las cosas, en lo que ya es la segunda oleada de la etapa Covid19 (cuya magnitud y profundidad aún desconocemos), el regreso a la actividad profesional de centenares de miles de funcionarios (docentes, personal estatutario, policías, burócratas, directivos, operarios y prestadores de servicios públicos de lo más diverso) se antoja muy complicada, más aún en un país en el que el personal toma sus vacaciones casi de forma generalizada en agosto y la Administración se desperezará lentamente a lo largo de un particular septiembre, que no dará tregua. Así, se pasará de la playa o del monte al Dragon Khan. Sin solución de continuidad.

En efecto, en este desconcertante año el escenario ha cambiado radicalmente. Aunque, por lo visto, a veces no lo parezca. Otra cosa es que las mentalidades se adapten. Las pautas y los hábitos, con leves correcciones, siguen siendo los mismos. Los hombres no cambian, ni siquiera en epidemia, tal como reconociera Albert Camus. Tampoco los funcionarios, cuyas conductas están demasiado arraigadas a costumbres inveteradas. Sin embargo, algo deberá mudar. Y no poco. Pensemos en la gestión de las aulas, por ejemplo. O en la relativa (des)atención ciudadana que se ha producido en algunos servicios durante la pandemia. En la vuelta a la “nueva normalidad” tensada por una pandemia que no cesa, se impondrán la distancia de dos metros (¿?), las mascarillas y el lavado de manos (las tres “M”), marcando la existencia de quienes sobrevivan en las dependencias públicas, pues a una parte considerable del funcionariado que no desarrolla “servicios esenciales” (por ejemplo, si tiene menores o dependientes a su cargo o una “edad de riesgo”), se le permitirá aún continuar teletrabajando y quedarse refugiado en su hogar (donde en ciertos casos será simplemente olvidado, salvo cuando haya que girarle la nómina a fin de mes o cuando un alma caritativa de la oficina se acuerde de ellos al observar día sí y día también la silla vacía, el ordenador de mesa apagado y la ausencia de papeles).

A la espera de que el teletrabajo se regule realmente, mientras tanto se sigue improvisando (¡cómo nos gusta conjugar este verbo!), con la fe ciega por parte de algunos de que estar en el domicilio conectado ya implica desarrollar una actividad profesional, algo que, al menos en ciertos casos, es discutible; aunque en otros, en verdad, no lo sea. Tal como expusimos en su día, sin definir objetivos, concretar tareas, supervisar permanentemente el trabajo desarrollado y evaluarlo, el teletrabajo no es más que un pío deseo o una fórmula vacía. Y no digamos si hay personas menores o mayores dependientes a su cargo también en el mismo espacio y a las mismas horas: conciliar, así, no es realmente teletrabajar. Se trata de otra cosa. Una fórmula mixta. A veces necesaria, nadie lo discute. Pero distinta.

Lo cierto es que esta segunda oleada de la pandemia nos vuelve a poner en nuestro sitio: allí donde hay transmisión comunitaria (y comienza a haberla por doquier) los contagios se pueden multiplicar. Lo ha dicho, con su claridad habitual, la Consejera de Salud del Gobierno Vasco, Nekane Murga. Y, por tanto, los riesgos son numerosos e imprevisibles (una “lotería inversa”, como repito por doquier). Y, en ese caso, el contagio puede provenir de cualquier sitio. No solo por estar en el trabajo, que si se adoptan medidas preventivas suficientes no hay mayor problema que en otros lugares (bastante menor, por ejemplo, que acudir al interior de un bar o restaurante, al supermercado, a una reunión o cena de amigos o viajar en un autobús o tren). La trazabilidad de los contactos en el lugar de trabajo es muy precisa. Por tanto, no es oportuno ni procedente demonizar el lugar de trabajo como foco de contagio, pues en ese caso lo que deberíamos hacer es sencillamente no salir nunca de casa y permanecer confinados eternamente hasta que el cielo de la pandemia escampe. Probablemente, habrá que organizar o planificar de forma cabal la prestación de servicios públicos y un sistema adecuado de rotación, pero debe quedar muy claro que una Administración Pública que, por los motivos que fueren, no atiende las necesidades y demandas de la ciudadanía cuando peor lo está pasando, es sencillamente un trasto inservible, que se debería sustituir por otra cosa.

Pero, dicho lo anterior, la actual Administración Pública tiene, además, un problema añadido: la avanzada edad de sus empleados públicos. Y no es un tema menor. Hay administraciones públicas en las que la edad media de sus funcionarios es superior a 55 años. Ciertamente, no son las edades de mayor riesgo de la Covid19, pero se le aproximan. Hoy en día el porcentaje más elevado de ingresos hospitalarios por Covid19 se mueve en la franja de edad entre 40 y 60 años, que es en la que están la inmensa mayoría (entre un 80 y 90 por ciento) de los empleados públicos. La verdad es que mucho más riesgo ha tenido y tiene el personal sanitario y a nadie se le ha ocurrido vaciar las diezmadas y entregadas plantillas con mecanismos de protección de ese tipo, pues conducirían derechamente a la inviabilidad en la prestación del servicio público de salud a la ciudadanía. En ese caso, ¿por qué se adoptan esas medidas ultraprotectoras en algunos ámbitos del sector público, como es el caso de la administración general dónde, paradójicamente, menos riesgo existe (bastante menor, por ejemplo, que en la docencia)?  En cualquier caso, no es un tema sencillo. Nada en la pandemia lo es. Quien tenga certezas en este ámbito, raya en la estupidez.

Hace algún tiempo un profesor universitario de edad próxima a la jubilación reflexionaba certeramente sobre esta cuestión más o menos de la siguiente manera: “La actividad profesional que desarrollo es un servicio público y, por consiguiente, aun admitiendo los riesgos que ello conlleva por mi edad, debo seguir prestándola (esto es, impartiendo docencia presencial cuando se requiera), pues esa obligación va en mi condición de servidor público y también en mi nómina que abonan los ciudadanos con sus impuestos”. La ética de servicio público (algo que el personal sanitario y otros colectivos de la Administración Pública han acreditado sobradamente en la primera oleada de la pandemia) es la que nunca debe perder la institución de función pública salvo que quiera negar su propia existencia. Bien es cierto que siempre se ha de buscar un punto de equilibrio, más cuando están en juego aspectos existenciales de la Administración (servicio a la ciudadanía) con la salvaguarda de la salud de los funcionarios. Pero las circunstancias excepcionales, salvo agravamiento de la situación (que todo es posible), no deben normalizarse. Sería el suicidio de la Administración Pública. Insisto, la negación de su existencia.

El contexto descrito se agrava con la edad avanzada de los funcionarios, más de diez años superior a la edad media de la población española. Ya no son solo las acumulaciones de permisos de fidelización (“canosos”) y de otro carácter, sino en algunos casos el legítimo blindaje inicial frente al primer empuje de la pandemia, mediante la exención de tener que acudir al centro de trabajo. Al menos, con muchas excepciones, esto ha sido así hasta ahora, tendencia que debería corregirse o paliarse con mesura y equilibrio. En todo caso, más temprano que tarde, las Administraciones Públicas deberían tomarse en serio cómo van a sustituir a ese más de un millón de empleados públicos (docentes y sanitarios incluidos) que se jubilarán en los próximos diez años. Y ello solo puede hacerse de dos modos: ordenada o caóticamente. Por lo que vamos viendo en estos últimos tiempos de pandemia, parece imponerse la segunda solución. Es una situación excepcional, en efecto, pero si se consolida hipotecará el futuro. Y, como decía, no podemos vivir siempre refugiados en la excepción, mucho menos la Administración Pública.

Tampoco se ha enfatizado lo suficiente en que el secular retraso de la digitalización que ofrece el sector público también procede en parte de la falta de competencias digitales avanzadas de una buena parte de las plantillas de empleados públicos. Quienes superan determinados umbrales de edad son muy resistentes por naturaleza a la introducción de cambios tecnológicos disruptivos en sus lógicas de trabajo. El retraso de la Administración electrónica se padeció con fuerza en la primera etapa Covid19 (incluso lo reconoce el autocomplaciente Plan España Digital 2025). Y es algo que se debería corregir de inmediato, pues -aparte de retrasar sine die el pleno asentamiento de la digitalización en la Administracióntambién hipoteca fórmulas reales de teletrabajo. Aunque trabajar a domicilio no es sólo estar en el domicilio conectado a Internet o a un sistema remoto en horas de trabajo.

Hay, en efecto, en el teletrabajo una dimensión tecnológica, pero también otra importante organizativa y de gestión, así como una no menor de voluntad y compromiso, aparte de las condiciones de trabajo que son el punto que habitualmente preocupa a los agentes sociales. La entropía en algunas fórmulas mal llamadas de teletrabajo, motivadas por razones de excepcionalidad de un confinamiento severo, debe ser corregida de inmediato. Vendrán momentos duros, sin duda, pero no podemos enfrentarnos a ellos una vez más con la hoja en blanco, pues algo deberíamos haber aprendido (aunque a veces no lo parezca). En la gestión de los espacios de trabajo, ya se están adoptando medidas de distanciamiento físico generalizado, pero ello no debería suponer renunciar a una reordenación racional del trabajo híbrido (o mixto, de combinación inteligente entre trabajo presencial y a distancia).

Si se racionaliza y regula razonablemente, el teletrabajo  prolongará sin duda sus efectos más allá de ese período, y puede ser un modo cabal de organizar el espacio y el tiempo de trabajo (con consecuencias aún por determinar) en el sector público durante este nuevo contexto (que nadie sabe lo que durará ni cómo evolucionará), al menos en aquellas actividades profesionales que lo admitan; pues todo apunta, en efecto, a que las incertidumbres (con vacuna o sin ella) seguirán subsistiendo y esa modalidad real o efectiva (no la simulada) de trabajo no presencial tiene largo recorrido, pero siempre combinado con una presencialidad ordenada. Más aún en el servicio público, donde no pocos ciudadanos (que no son nativos digitales ni tienen en estos momentos recursos ni competencias para ello), todavía hoy, también quieren ver y ser escuchados por una Administración Pública que tenga rostro humano, nombre y apellidos, cara y ojos, así como, en su caso, empatizar con los problemas de una cada vez más sufrida ciudadanía, lejos de la presencia hierática y fría de una pantalla y unos oscuros y alambicados formularios electrónicos que se deben rellenar para entrar en contacto virtual con una Administración Pública (siempre que, como suele ser frecuente, no se bloquee el sistema) que, si no se «humaniza» algo más en esta etapa tan dura, ya nadie sabrá a ciencia cierta dónde está ni (en ciertos casos) para qué sirve.

VISIÓN DE LA PANDEMIA A LA LUZ DE “LA PESTE” DE ALBERT CAMUS

  LA PESTE          

«Aquel olor de muerte que embrutecía a los que no mataba”

                   “No hay una isla en la peste. No, no hay término medio”

                  (Albert Camus)                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                       Aunque en estos cinco últimos meses ha proliferado el recurso a esta impresionante obra de Camus para interpretar la pandemia, tal vez sea oportuno, por su innegable paralelismo y aguda perspectiva volver la mirada a alguna de sus reflexiones (aunque haya  grandes diferencias, más de contexto que morales) desde el ángulo de nuestra triste actualidad.

El libro se abre con una idea clara: a principios de año, nadie esperaba lo que sucedió después. Tampoco lo esperaban los médicos (hoy epidemiólogos), que discrepaban sobre el problema y su alcance. Sin embargo, “la sorpresa de los primeros tiempos se transformó poco a poco en pánico”. Las autoridades, al menos al principio, querían rebajar esa percepción. Y la ciudadanía se agarraba a una idea: “Esto no puede durar”. Declarar la epidemia suponía suprimir el porvenir y los desplazamientos. Había que postergarlo, hasta que fuera inevitable. Sin embargo, la ciudadanía se creía libre, “y nadie será libre mientras haya plagas”. No obstante,  el contagio nunca será absoluto, “se trata de tomar precauciones”. Así se comunicaba. La desinfección era obligatoria, tanto del cuarto del enfermo como del vehículo de transporte.

A pesar de que la situación se agravaba, “los comunicados oficiales seguían optimistas”. Las camas de los pabellones hospitalarios se agotaban. Hubo que improvisar un hospital auxiliar. Y luego abrir más hospitales de campaña. También aparecieron los hoteles de cuarentena. Todo conocido. La percepción ciudadana era paradójica: “Hay los que tienen miedo y los que no lo tienen. Pero los más numerosos son los que todavía no han tenido tiempo de tenerlo. La transmisión de la infección, “si no se la detiene a tiempo”, se producirá “en proporción geométrica”. Como así fue entonces, y ha sido ahora.

Una de las consecuencias más notables  del confinamiento “fue, en efecto, la súbita separación en que quedaron algunos seres que no estaban preparados para ello”. La expresión más utilizada en las comunicaciones fue la siguiente: “Sigo bien, cuídate”. Comenzó, así, una suerte de exilio interior (en sus casas) y en una ciudad cerrada. Las conjeturas iniciales sobre la duración de la epidemia se fueron desvaneciendo, y se mezclaban diferentes sensaciones entre la ciudadanía: “Impacientados por el presente, enemigos del pasado y privados del porvenir”. No es extraño, por tanto, comprender que “a nuestros conciudadanos les costaba trabajo comprender lo que pasaba”. Primaban las preocupaciones personales: al principio, “nadie había aceptado todavía la enfermedad”. Y “la primera reacción fue criticar a la organización”. Sólo “comprobando el aumento de defunciones, la opinión (pública) tuvo conciencia de la verdad”, ya que en los primeros pasos “nadie se sentía cesante, sino de vacaciones”. Conforme la epidemia avanzó, comenzaba a expandirse la sensación de que “nos vamos a volver locos todos”.

La epidemia golpeó fuerte al personal sanitario. El número de muertos crecía y los hospitales (en nuestro caso, preferentemente las residencias de ancianos) eran su antesala. Las frías estadísticas conducían a “la abstracción del problema”, pero había nombres y apellidos; esto es, personas. La forma de maquillar los letales efectos de la plaga fue muy clara: “en vez de anunciar cifras de defunciones por semana, habían empezado a darlas en el día”. Los “casos dudosos” no computaban. Las farmacias se desabastecieron de algunos productos. Las cifras eran la imagen precisa de la abstracción antes comentada. Las colas en comercios de alimentación se hicieron visibles. En todo caso, “cuando la abstracción se pone a matarle a uno, es preciso que uno se ocupe de la abstracción”. La felicidad se congelaba. O se aplazaba.

Muchos esperaban, además, que la epidemia fuera a detenerse y que quedasen ellos a salvo con toda su familia”, pues “no era para ellos más que una visitante desagradable, que tenía que irse algún día”. La epidemia, asimismo, “era la ruina del turismo”. Con el avance de la enfermedad, los ciudadanos procuraban evitarse: en los transportes, “todos los ocupantes vuelven la espalda, lo más posible, para evitar el contagio mutuo”. Y, fruto de las complejas circunstancia, “el mal humor va haciéndose crónico”. Pero hay un segmento de la población que en buena medida vive al margen del temor: “Todos los días hay un desfile de jóvenes de ambos sexos en los que se puede observar esa pasión por la vida que crece en el seno de las grandes desgracias”. También los restaurantes se llenan, aunque “en ellos existe la angustia del contagio”. Cuando la cosa se pone seria los ciudadanos se acuerdan del placer. También prolifera el consumo de alcohol y las escenas de embriaguez

La enfermedad se transmuta. Al ser pulmonar, el contagio se produce de boca a boca. Pero, en verdad, “como de ordinario, nadie sabía nada”. Ni, en ocasiones, el propio personal sanitario especializado. La miseria y el sufrimiento fueron creciendo conforme la epidemia se  multiplicaba. Pero, aunque la enfermedad se multiplicara, pronto se advirtió que “la miseria era más fuerte que el miedo”.

Frente a todo este complejo cuadro, sólo quedaba una solución: combatir la epidemia. Lo contrario era ponerse de rodillas. Pues, se  mire como se quiera, “toda la cuestión estaba en impedir que el mayor número posible de  hombres muriese”. La espera del fármaco salvador (vacuna)  era la única esperanza. Los materiales escaseaban. Los refuerzos del personal sanitario eran insuficientes. Como dijo  Rieux, el médico cronista: “Aquí no se trata de heroísmo. Se trata solamente de honestidad”, es el único medio de lucha contra la epidemia. “¿Y qué es la honestidad?”, se preguntaba: en mi caso, respondía el doctor, “sé que no es más que hacer bien mi oficio”.  Aún así, el personal sanitario se vio afectado: “Por muchas precauciones que se tomasen el contagio llegaba un día”. Faltaban material y brazos. El durísimo contexto imponía sus reglas: “Los hombres de los equipos sanitarios no lograban ya digerir el cansancio”. Y, como bien añadió el propio médico, “el cansancio es una especie de locura”. El personal sanitario, para su seguridad, “seguía respirando bajo máscaras” (aquí quien las tuviera). En todo caso, “se había sacrificado todo a la eficacia”.

La política primero negó y luego aceptó la evidencia. La burocracia, mientras tanto, vivía encerrada en sus problemas: “No se puede esperar nada de las oficinas. No están hechas para comprender”. Había, además, que afrontar obligaciones aplastantes, con un personal disminuido. La creatividad se impuso.  Pero, “todas las desgracias de los hombres provienen de no hablar claro”. La comunicación no es desinformación o información remozada.

¿Y cómo respondía la ciudadanía ante tan devastador panorama? La única esperanza posible a sus ojos era constatar que “hay quien es todavía más prisionero que yo” (o que había quienes se encontraban en peor condición), en ello se resumía su esperanza. Se impuso “la solidaridad de los sitiados”, pues las relaciones tradicionales se vieron rotas. Y eso desconcertaba. Así, no es de extrañar que comenzaran a prodigarse conductas inapropiadas. En ese contexto, “la única medida que pareció impresionar a todos lo habitantes fue la institución del toque de queda”.  Viendo avanzando el tiempo, la ciudadanía se fue adaptando a la epidemia, “porque no había opción de hacer otra cosa”. Y se introdujo, así, en una monumental “sala de espera”. La confusión fue creciendo, “sin memoria y sin esperanza, vivían instalados en el presente”. La instantaneidad se imponía. El porvenir estaba tapiado por la incertidumbre. Así no cabe extrañarse de que “los hombres que hasta entonces habían demostrado un interés tan vivo por todas las noticias de la peste dejaron de preocuparse de ella por completo”. Las ideas fijas consistían en prometerse unas vacaciones completas después de la epidemia: “después haré esto, después haré lo otro … se envenenan la existencia en vez de estar tranquilos”. Además, la desconfianza aleja a los unos de los otros: “Todo el mundo sabe bien que no se puede tener confianza en su vecino, que es capaz de pasarle la enfermedad sin que lo note y de aprovecharse de su abandono para infeccionarle”. En fin, en un contexto tan duro, “el juego natural de los egoísmos” hizo acto de presencia, agravando “más en el corazón de los hombres el sentimiento de injusticia”. Si bien, no todo era negación, pues hay “algo que se aprende en medio de las plagas: que (también) hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”.

La epidemia se prolongó en el tiempo. Y, frente a la percepción inicial “de que pronto desaparecería (…) empezaron a temer que toda aquella desdicha no tuviera verdaderamente fin”. Las estadísticas se mostraban caprichosas. Los arbitristas que las interpretaban se multiplicaban por doquier. Abundaron así los sermones, desconociendo que no “hay que intentar explicarse el espectáculo de la epidemia, sino intentar aprender de ella lo que se puede aprender,” pues una de sus cualidades era que, por lo común, la peste “se complacía en despistar los diagnósticos”. Los gráficos estadísticos se convirtieron, así, en el mapa diario del tiempo de la muerte o del crecimiento de la enfermedad. Daban malas o buenas noticias: “Es un buen gráfico, es un excelente gráfico”, pues –se añadía- “la enfermedad había alcanzado lo que se llamaba un rellano”. Pero siempre quedaba la duda de los rebrotes: “La historia de las epidemias (siempre) señala imprevistos rebrotes”.

En esa situación de hipotéticos rebrotes, cobraba un papel central el sentido de responsabilidad individual y de empatía hacia los otros. En efecto, “hay que vigilarse a sí mismo sin cesar para no ser arrastrado en un minuto de distracción a respirar junto a la cara de otro y pegarle la infección”. La voluntad era una manifestación de la integridad de las personas: “El hombre íntegro, el que no infecta a nadie es el que tiene el menor número de posibles distracciones. ¡Y hace falta tal voluntad y tal tensión para no distraerse jamás”.

Hasta aquí algunos fragmentos del relato, escogidos en virtud de su paralelismo con la actual pandemia, más aún cuando –a punto de finalizar este agosto también inhábil para (casi) todo, no para la propagación del virus, que no guarda vacaciones- la “nueva normalidad” realmente significa –estúpidos de nosotros- un gradual retorno a cifras cercanas al primer brote de la pandemia.

La peste termina cuando se abren las puertas de la ciudad tras casi un año de cierre. Y surgió la imperiosa necesidad tras meses de aislamiento, pues “hay una cosa que se desea siempre y se obtiene a veces: la ternura humana”. Aquí , en la pandemia, se abrieron “las puertas” a finales de junio de 2020 tras un confinamiento de tres meses y una desordenada “desescalada”, y todo el mundo salió en tropel pretendiendo olvidar lo que era inolvidable y volcado a hacer aquello que no había hecho durante el tiempo de confinamiento. En verdad, como expone Camus al final de su obra, a pesar de lo sucedido, “los hombres eran siempre los mismos”. En realidad,  no habían cambiado nada, salvo tal vez quienes perdieron a sus seres queridos.

Tampoco nada ha cambiado desde el poder. Lo que se hizo mal al principio (falta total de previsión y ausencia de  planificación y de precaución, cambios permanentes de criterio, marco normativo inadecuado y obsoleto, impotencia política, fallos de coordinación, ineficacia administrativa, etc.), se está repitiendo después corregido y aumentado, tanto por una desbordada, preñada de tacticismo y errática política y una (en alguna medida) desaparecida Administración Pública como por una ciudadanía también en parte irresponsable a la que está faltando sensibilidad y voluntad o, como decía Camus, “integridad”, y que, salvo excepciones, solo mira “lo suyo” con escasa (o nula) empatía por lo ajeno. Todo hace presumir que el final de este extraño verano y el inicio de la estación otoñal la situación se agravará muchísimo con una más que previsible multiplicación de los contagios a través de un virus que nunca se fue, a pesar de que prácticamente todo el mundo lo dio por enterrado. Y con sus fatales consecuencias sobre un país ya hoy devastado económica y socialmente.

Por su presencia en las librerías, cabe deducir que la lectura o relectura de La peste de Albert Camus ha sido una de las opciones preferidas de estas vacaciones. En mi caso, leí esta irrepetible obra cuando era estudiante y la he releído recientemente.  A pesar del complejo momento y de sus innegables distancias (entre otras muchas, la digitalización ha atenuado/agravado, según los casos, el problema de “la distancia”), hay en este libro enseñanzas sinfín. No he pretendido extraerlas todas, pues su riqueza está fuera del alcance de estas poco más de tres condensadas páginas.

En cualquier caso, puede ser oportuno  concluir este comentario con las palabras con que el autor cierra su obra, muy necesarias cuando dimos alegremente por finiquitado un problema global que estaba aún muy lejos de desaparecer: “(…) esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás (…) y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”. Y en ella estamos. Cuando todo (aun con graves tensiones) se pretendía (relativamente) en orden y (moderadamente) feliz, llegó la pandemia que nadie supo prever y, por lo que afecta a nuestro país, muy pocos, al parecer, saben gestionar. Luego, tras el duro encierro, vino la “apertura”, el relajo público y privado, hasta la proliferación de los rebrotes. Está claro que, visto donde hemos vuelto a tropezar, apenas hemos aprendido nada en estos cinco meses. Si bien, lo más grave es que la pandemia de momento no tiene final, sino continuación. Y aquí está el problema. No en otro sitio.

LA AUTONOMÍA OLVIDADA: LOS AYUNTAMIENTOS ANTE LA CRISIS 

“La vida política se nutre de las preocupaciones, aspiraciones y tendencias que forman el contenido o materia municipal” (Adolfo Posada, El régimen municipal de la ciudad moderna, FEMP, 2007, p. 204)

Solo la casualidad ha querido que el Real Decreto-Ley 27/2020, de 4 de agosto, de medidas financieras, de carácter extraordinario y urgente, aplicables a las entidades locales, coincida en el número de la disposición con la Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de racionalización y sostenibilidad de la administración local. Ambas disposiciones normativas, la primera una norma excepcional (pendiente de convalidación parlamentaria por el Congreso de los Diputados) y la segunda una Ley ordinaria de carácter básico, dictadas por diferentes Gobiernos y de distintos colores, representan probablemente las dos agresiones normativas más serias que la autonomía local ha recibido en la etapa constitucional. Particularmente dirigidas ambas, contra la autonomía municipal. Pero no es momento de precisiones.

Con la LRSAL fui muy crítico y no lo puedo ser menos con este Decreto-Ley, por razones de coherencia personal e institucional. Quien crea de verdad en la autonomía local, no puede compartir ninguna de ambas normas. Tampoco esta última, se adorne el producto como se quiera. Cuando la leí, ciertamente me quedé perplejo: si las entidades locales -como se afirman- son el único subsector de las cuentas públicas saneado financieramente, se les premia con la indiferencia y el abandono. Que se las apañen solas, las que tengan «ahorros» con lo que les transfiera el Estado una vez se haya hecho con ellos como préstamo, las demás que se queden a su propia suerte. Injusto y discriminatorio. Hasta un alcalde tan prudente y equilibrado como el del Ayuntamiento de Bilbao, Juan Mari Aburto, ha tenido que poner el grito en el cielo ante semejante desatino. Y como él otros muchos, alcaldes y alcaldesas.

La LRSAL supuso un ataque frontal a la autonomía político-institucional de los municipios, así como en algunos aspectos también en su dimensión económico financiera; el reciente Decreto-Ley 27/2020 deja la autonomía económico-financiera y, sobre todo, la suficiencia financiera de los ayuntamientos, así como la necesaria y urgente prestación de los servicios básicos a la ciudadanía en la durísima etapa “post-Covid19” que viene, completamente por los suelos. Es difícil justificar unas medidas tan hirientes, por mucho que se empeñe el legislador excepcional en la exposición de motivos en buscar todo tipo de adornos dialécticos. Al margen ahora de su más que dudosa constitucionalidad tanto formal (por atribuir al Alcalde y no al Pleno una decisión existencial de la Hacienda Municipal) como material (por las innegables desigualdades que genera en el tratamiento de los municipios y a su ciudadanía).

Ambas disposiciones normativas tienen en común, además, que fueron o han sido capaces de aunar en contra de ellas a todos los grupos políticos y alcaldes de todos los colores, salvo entonces los del PP y ahora los del PSOE. Ya en 2013 hubo algunas voces críticas municipales en las filas del PP. En estos momentos, llama la atención que alcaldes socialistas muy activos con la defensa a ultranza de la autonomía local y también con la posibilidad de utilizar los remanentes de tesorería sin tales hipotecas financieras como las dibujadas diabólicamente por esa norma excepcional que salió publicada en el BOE un 5 de agosto, guarden un mutismo absoluto. En política local, quienes ejercen las alcaldías se deben siempre a su ciudad y a sus gentes, antes que al partido. Quien no vea esto, probablemente no ha entendido nada.

Mi primera percepción ante estas medidas es de desconcierto, después de tristeza. Nadie se toma en serio la autonomía local. Ni en nuestra historia contemporánea, ni en la ya larga etapa constitucional de 1978, ni tampoco en estos momentos. En 1985, con todas sus limitaciones, se edificó un primer edificio normativo local (la ley de bases de régimen local), que prometía grandes esperanzas. Pronto se vieron parcialmente arruinadas. Aun así, hubo intentos de despegar el vuelo del mundo local; pero siempre se le bajó a tierra. Que en 2020 el porcentaje del gasto público sobre el conjunto del sector público se mueva en porcentajes parecidos que hace veinte o treinta años nos lo dice todo (por ejemplo, a principios de siglo era el 13 por ciento, mientras que en 2016, tras la crisis, había bajado al 11,2 por ciento; datos extraídos de Juan Echániz Sans, Los gobiernos locales después de la crisis, FDGL, 2019, p. 25). Autonomía pobre  e ignorada.

Me produce también honda decepción que quienes lideraron la transformación de los ayuntamientos hayan olvidado sus esencias y de dónde venían. Al menos durante un período, antes de que la política se transformara en comunicación y los partidos en oligarquías cesaristas cerradas, la defensa de la autonomía local había sido una bandera del socialismo español que supo concitar voluntades, entre otros momentos críticos, cuando se produjo, por ejemplo, la agresión de la mal denominada reforma local. Debe ser que el poder (central) todo lo transforma o que el Covid19 termina nublando hasta los sentidos más básicos del gobernante, también las voluntades de defensa de autogobierno de los mandatarios locales, que se convierten, así, en monaguillos de polémicas e irreconocibles decisiones políticas. También me ha sorprendido desagradablemente que en la FEMP se haya aprobado tal acuerdo con el voto de calidad de quien ocupa su presidencia, alcalde de gran trayectoria y no menor prestigio que en el final de su carrera política ha preferido apostar por el Gobierno que tejer voluntades para obtener un buen acuerdo y sacar los dientes, si fuera preciso, frente al Ministerio del ramo. Votar, cuando una decisión ya está tomada, es apostar por fragmentar una organización y dejar hondas heridas que tardarán en cicatrizar. Un triste bagaje queda en esta coyuntura: la FEMP está herida de muerte, o al menos ha quedado tan tocada como la siempre olvidada autonomía local. Este virus político devastador propio de la pandemia no va a dejar una institución en pie. Y las que queden, colonizadas hasta los tuétanos.

Pero bajo el manto de un silencio sepulcral en un agosto tórrido y extraño, que no augura nada bueno, se esconde malestar e indignación. Los alcaldes han saltado en 2020, como lo hicieron en 2013. La paradoja es que son distintos. Nada hay peor que creer que la autonomía local sólo la defiende la oposición y no el gobierno de turno. El sentido institucional es algo que se perdió en España hace mucho tiempo y que no terminamos de encontrarlo de nuevo. De ahí a considerar que lo local -como apuntara Manuel Zafra- es una materia objeto de transacción como cualquier otro sector o ámbito de gobierno, sólo hay un paso. Los Ayuntamientos son un nivel de gobierno y una institución central en el funcionamiento del Estado. Y hacen más feliz o infeliz la vida y existencia de sus ciudadanos. Son la argamasa en la que se fijan los pilares del Estado constitucional. Mientras eso no lo vean nuestros distantes gobernantes (aquellos de 2013 y estos de 2020), solo habrá ceguera en política. Que, al parecer, abunda.

El marco normativo institucional local está en ruinas. Treinta y cinco años de innumerables y desordenadas reformas a la carta han dejado la vida político-institucional local exhausta, con un traje ceñido  e incómodo que impide la necesaria adaptación y en un terreno (ordenamiento jurídico y tribunales de justicia) siempre plagado de arenas movedizas. La financiación local es un tema peor resuelto aún. Se han hecho estudios e informes, algunos muy importantes, sin que ninguna decisión política se tome al respecto. Siempre se aplazan. Para mejores tiempos, que nunca llegan.

A pesar de ese oscuro cuadro político-normativo general, hay Comunidades Autónomas que llevaron a cabo reformas del gobierno local ciertamente pioneras e innovadoras (Andalucía, Euskadi, y la última de ellas, con gran aplomo, en Extremadura). Las instituciones no se cambian por leyes, sino por la práctica gubernamental y política. También por el actuar de los propios ayuntamientos y de sus alcaldes. Y algunos pasos importantes se están dando, como decía, en determinados territorios, aunque desde Madrid no se vean y muchos menos se entiendan. Convendría que algunos de estos modelos se conocieran realmente, pues para el aprendizaje colectivo, también de la propia política, sería importante.

Son los gobiernos locales, en cuanto estructuras institucionales de proximidad a la ciudadanía, los niveles de gobierno que gozan de mayor legitimidad y reconocimiento ciudadano, mucho más que las omnipresentes Comunidades Autónomas y también mucho más que la aparente fortaleza del (finalmente débil) Estado. Estar en la trinchera de los problemas inmediatos y buscar soluciones a las necesidades reales de la ciudadanía, que muchas veces aparentan no tenerlas, ha encumbrado la gestión de innumerables alcaldes y de sus equipos de gobierno.

Hacer política de regate corto con los ayuntamientos es errar el tiro. Ahogar financieramente más de lo que están a quien no tiene superávit porque tuvo unos gobiernos que dilapidaron los recursos o endeudaron más allá de lo razonable a sus ayuntamientos, no puede castigar a una ciudadanía que lo está pasando igual de mal (o peor) que la de los pueblos o ciudades de al lado. Tampoco se entiende premiar a quien, en algunos casos, no supo ejecutar un presupuesto. En los ayuntamientos se hace política, pero sobre todo gestión, ambas de proximidad. Porque si algo no comprendió el poder central en 2013 y sigue sin comprender ahora en 2020, es que la simbiosis entre ayuntamientos y ciudadanía es muy intensa. El sentido de pertenencia es muy alto. Y las agresiones institucionales o la cuarentena financiera concitarán rechazo. También entre la propia ciudadanía. Los alcaldes lo pueden justificar de forma muy obvia: no nos llegan recursos extraordinarios porque el Gobierno no quiere o no nos dejan disponer plenamente de nuestro superávit (o «ahorros»).

Si lo que se pretende hacer con los ayuntamientos (pues aún falta el trámite de convalidación por el Congreso) se hubiera realizado con las Comunidades Autónomas (aunque estas, por lo común, sólo tienen déficit), ya tendríamos incubada una sublevación institucional de proporciones estratosféricas. El nivel local de gobierno ha sido el gran olvidado del maná público presupuestario, financiado, al fin y a la postre con las (esperadas) ayudas europeas o con deuda pública, pues la caída de ingresos fiscales en 2020 será espectacular.

Sin embargo, la paciencia tiene un límite. También la de los Ayuntamientos. Tengo la impresión de que el Gobierno no ha medido bien sus pasos, la necesidad apremiante de recursos financieros le ha hecho buscar atajos políticos atacando una vez más al más débil y con consecuencias incalculables. Querrá arreglarlo todo mediante una negociación cruzada en la votación de convalidación del Decreto-Ley, como nos tiene acostumbrados: sacar el conejo de la chistera en el último minuto con mil y una concesiones puntuales. No obstante, la estructura del Real Decreto-Ley tiene vicios no sanables de edificación, que lo hacen difícilmente reformable, salvo aplicar medidas de apuntalamiento. La imperiosa necesidad de recursos financieros que asoma a unas arcas vacías y sin expectativa alguna de reponerse a corto plazo, ha precipitado una decisión que, se mire como se quiera, es un auténtico atropello a la autonomía local; además, condena a la ciudadanía española (o a una parte de ella) a tener peores servicios públicos locales y ata de pies y manos a los gobernantes locales frente a la durísima crisis del Covid-19 que no ha hecho sino comenzar. Esta decisión sí que “dejará gente atrás”. Y mucha. De carne y hueso.

Lamento que este nuevo paso en la desescalada del autogobierno local lo hayan liderado precisamente quienes se opusieron en 2013 a aquélla otra afrenta a la autonomía local. La paradoja es que han cambiado las posiciones políticas, pero el problema sigue siendo el mismo. Las crisis enturbian profundamente el sentido de la realidad. Más aún en un contexto tan serio y largo como el que ya estamos viviendo y del que todavía nos queda por transitar (crisis sanitaria, humanitaria, económica, social e institucional). En fin, confiemos en que la razón y el buen juicio se impongan, y se enmiende este grave desacierto inicial que, si bien con muchas dificultades, aún podría tener algún remedio o paliativo (aunque la solución óptima, siempre enemiga de la que saldrá, sería derogar ese Decreto-ley). A la política de verdad, en todo caso, le toca poner la solución. Aunque el negro panorama que se advierte en el horizonte financiero inmediato no augure precisamente salidas fáciles a la situación creada. Los malos tiempos para la autonomía municipal, que ya creíamos olvidados, irrumpen de nuevo. Una pena

Epílogo

En un tono más personal, debo añadir que con este Post he roto el silencio estival que me había propuesto, con la finalidad de dedicarme profesionalmente a mis asuntos más urgentes, realizar innumerables lecturas pendientes (que alguna de ellas estoy reflejando y reflejaré en entradas anteriores y posteriores a esta) y, en particular, con la vana pretensión epicúrea de buscar algo de distancia frente a una inmediatez política, económica y social, también mediática y de las propias redes, claramente atosigadora y asfixiante. Y que sólo trae malas noticias, aunque se edulcoren. La situación, sin embargo, por su innegable importancia, me ha exigido hacer esta excepción, que ya anticipo no será la regla. Vuelvo a mi trabajo (por cierto, en varios frentes con la mirada puesta en lo local), lecturas y, si me es posible, a disfrutar de algún período de descanso.

Hace casi siete años, cuando se aprobó la LRSAL, me llamaron para formar parte de una Comisión técnica redactora del conflicto en defensa de la autonomía local, que promovieron finalmente 2.393 municipios. Me sumé entusiasmado al reto, que tuve que abandonar de inmediato por el deterioro de la salud y ulterior fallecimiento de mi padre. Aún así, a partir de entonces difundí, en diferentes foros académicos y políticos, así como en distintos escritos,  innumerables críticas a una reforma local hecha desde Madrid por quienes ya entonces -denunciaba- desconocían el mundo local (valga como ejemplo puntual el artículo sobre la LRSAL publicado en el Anuario Aragonés del Gobierno Local de 2013, número 5, que dirige el profesor Antonio Embid Irujo). Allí, entre otros muchos trabajos, podrá buscar el lector interesado una defensa a ultranza de la autonomía municipal que, si bien realizada igualmente o en términos académicos con mayor rigor por otros muchos colegas académicos y profesionales, sigue siendo necesaria en nuestros días. Y, al parecer, lo seguirá siendo mucho más a partir de ahora. La crisis que viene es inmensa y superarla razonablemente requerirá mucho tiempo y constancia, también trenzar acuerdos transversales como muchas ciudades están haciendo; pero especialmente será necesario disponer de gobiernos municipales sólidos que trabajen por la transformación y la Gobernanza Pública en un marco de la Agenda 2030, que no conviene olvidar nunca, pues su finalidad, como se expone en todos los documentos, es «no dejar a nadie atrás». Y, por lo que estamos comenzando a ver, tanto personas como algunas instituciones (ayuntamientos, entre otras) se están quedando atrás. Si alguien no lo remedia.

PROFESIONALIZACIÓN DE LA POLÍTICA Y GESTIÓN PÚBLICA

“’Profesionales’ serían aquellos que no han conocido otro oficio que la política, (y) que están comprometidos con la política a largo plazo”

(J. Boelart, Métier député. Enquête sur la professionalisation de la politique en France, 2017, p. 29)

«La política como profesión ocasiona tres anomalías: menor representatividad; mayor oportunismo y mayor dependencia. Las tres desembocan en consolidar las relaciones de subordinación entre representante y su partido. El representante carente de profesión u ocupación a la que volver está obligado a una actitud sumisa y deferente con los dirigentes que deciden su inclusión o no en la candidatura». 

(Manuel Zafra Víctor, La democracia según Sartori, Valencia, 2016, p. 112) 

¿Tenemos los responsables públicos (políticos) con las competencias requeridas para afrontar la compleja situación actual? Es una pregunta que reiteradamente flota en el ambiente. Y nadie sabe responderla. Hay quienes piensan que cada pueblo tiene la clase política que se merece, por eso la hemos votado y sólo cabe resignarse. Los hay que opinan que hemos entrado en esta etapa crítica con la peor clase política de las últimas décadas, si no de siglos. Y, en fin, también existen los que, en los aledaños del poder o magnetizados ideológicamente, creen que disponemos de unos líderes políticos (eso sí, “los suyos”) que hacen cabalmente todo lo que está en su mano. Opiniones diversas para una cuestión polémica, que nos conduce derechamente a un viejo problema, siempre mal tratado, y nunca bien resuelto. El manido problema de la política como “profesión”; esto es, la llegada a la política y a puestos de alta responsabilidad gubernamental o de partido de personas que no tienen oficio conocido al margen de la propia política o que, en su defecto, si lo tienen, apenas lo han ejercido y, una vez transitado por los pasillos del poder, lo abandonan para siempre, salvo que recalen en jugosos puestos de trabajo o consejos de administración de empresas diversas. Pero el problema es de más hondo calado.

Como no es cuestión de reinventarse todos los días, repasando algunos materiales escritos hace casi tres años he vuelto la mirada a dos entradas sucesivas que en su día escribí sobre la política como profesión (aquí y aquí),   y de allí he repescado algunas ideas que, a pesar del tiempo transcurrido, siguen plenamente vigentes, pero he adaptado su contenido al complejo contexto actual y al propio enunciado de esta entrada. En todo caso, la aportación conceptual a mi juicio más valiosa sobre la problemática de la profesionalización de la política en la literatura especializada española de Ciencia Política, se halla en la obra del profesor Manuel Zafra antes citada (especialmente, pp. 109 a 112)

Sobre la inflación política y la ocupación de esferas de la alta Administración   

En estos momentos hay en España decenas de miles de cargos o puestos de trabajo que entran dentro del mercado político de nombramiento y cese (según Joan Navarro y José Antonio Gómez Yáñez, más de ochenta mil: Desprivatizar los partidos, Gedisa, 2019). El problema en España no es tanto que la política se configure como una “profesión”, sino que haya tal multitud de personas que la ejerzan. Aquí la política tiene colonizados amplios espacios de intervención pública que en otros países son patrimonio exclusivo de la dirección pública profesional (senior civil service) o de una función pública profesionalizada. Y esto es algo muy serio, frente a lo cual la política siempre mira cínicamente hacia otro lado. Como si no fuera con ella. La colonización partidista es una enfermedad generalizada de todos los partidos políticos en España. Hay muchos intereses (personales) en juego: entre otros vivir de la política, como decía Weber. Las únicas medidas de corrección, nunca fáciles, sería que la política diera “un paso atrás”: dejar espacios de poder y admitir su cobertura profesional. Esa opción mejoraría su legitimidad social y su rendimiento institucional. De momento, se trata de un sueño.

Y hoy en día aún no hemos despertado de tal sueño. Es más, la situación general va empeorando; con pesadillas cada vez mayores. La política sigue capturando a la dirección pública y estrangulando la gestión, subordinada a una estrecha visión cortoplacista. La política sigue sin captar, cuarenta años después, la importancia de una Administración imparcial (Fukuyama), de la dirección profesional y de la gestión eficiente. La situación oscila entre una política corporativizada o una política clientelar. El péndulo nunca se detiene en la profesionalización.

¿Es la política una “profesión”? ¿Qué competencias debe acreditar?

Si la política fuera una profesión (pues es más bien, una actividad), debería implicar un saber profesional (competencias definidas) legitimado por una formación específica y, por tanto, la introducción de una cultura de gestión pública (eficiencia). Política y gestión pública combinan mal entre nosotros. La primera devora y condiciona a la segunda, con serias consecuencias. Las hemos padecido recientemente con la crisis Covid19: la política española sigue sin comprender, tal como se apuntaba más arriba, el valor añadido que para la propia política tiene dirigir profesionalmente lo público y gestionar eficientemente. Todo descansa en la confianza política.

El envejecimiento repentino de la nueva política. El dualismo “profesional”: quien acredita talento profesional no se siente atraído por la política

Frente a su empuje inicial, se observa un cierto declive gradual en el fervor y espontaneidad que caracterizaron a los “nuevos partidos” en sus primeros pasos o, más concretamente, tales formaciones se han transformado en partidos políticos tradicionales, donde la oligarquía y concentración de poder en unos pocos (camarilla reducida) está siendo la norma de funcionamiento. Como también decía Weber, al final, en toda formación política, se termina imponiendo la ley del pequeño número. Y la “democracia interna” a través de facciones, corrientes o tendencias, termina por declinar y se reproducen los mismos vicios de siempre.

En esa nueva política, cuando toca poder, se han manifestado altas cotas de amateurismo funcional. Como decía Léon Blum, la política requiere experiencia. Y muchos no la tienen. En efecto “una parte nada despreciable del personal político está saliendo de canteras nuevas de reclutamiento político; esto es, de personas (muchas de ellas tituladas) que no han tenido nunca otra experiencia profesional que el aprendizaje precoz de la política” (Michel Offerlé). Más de lo mismo. Se advierte, por tanto, una escasa o nula captación para la actividad política de profesionales cualificados, académicos o investigadores brillantes, de personas provenientes del mundo empresarial o de medios profesionales solventes. Miren los liderazgos de los distintos partidos. Revelador. Nadie tiene profesión conocida en la que se haya desarrollado plenamente.

Se establece, así, una suerte de dualismo profesional. La “profesionalización” de la política convierte a esta en un oficio que lo aleja radicalmente de otras profesiones. Eso no es bueno, ni para la política ni para la sociedad. Quien quiere hacer carrera profesional no puede estar en los dos sitios: u opta por su propia actividad profesional o se inclina por la política. No caben alternativas. Tal vez hemos formulado mal el problema y dificultado, así, las soluciones al mismo.

La singularidad de la actividad política

La actividad de la política no deja de ofrecer singularidades sinfín. En primer lugar, como se ha visto, no hay en verdad una actividad política, sino muchas; aunque no es menos cierto que el político puro salta con facilidad de unas a otras con ese don de la ubicuidad del que parece estar dotado, dejando en no pocas ocasiones al descubierto déficits evidentes para gestionar políticamente con éxito determinadas funciones que asume a lo largo de su “carrera política”. La continuidad en la actividad política es, sin embargo, una constante. Una vez entrado, nadie quiere salir. La “rotación en el poder crea adicción” (Boelaert et alii). Así, el político percibe que vale para todo, para un “roto o un descosido”: concejal, alcalde, parlamentario, ministro, consejero, director general, asesor, etc. Además, en cualquier ramo o especialidad.

Quiénes van a gobernar, dirigirnos o representarnos no deben acreditar, por tanto, ninguna competencia o conocimientos efectivo, tampoco ninguna titulación o formación específica. El principio democrático cubre tales deficiencias; al menos en apariencia. Sin embargo, la actual complejidad de la acción política (especialmente de la acción de gobierno) deja esa premisa a la intemperie: ¿Cómo rendir cuentas de algo que no se conoce ni se sabe hacer? La política no reforzará su credibilidad si se sigue basando en la mediocridad social y no el talento.

Comienza a haber, en efecto, una brecha importante entre una sociedad con profesionales altamente cualificados y una política (aunque con excepciones notables) plagada de diletantes o de personas con trayectorias profesionales inexistentes o limitadas. Ya pasó en la República de Weimar. Y sus resultados fueron letales. Es verdad que, cada vez en mayor porcentaje, los titulados universitarios o incluso altos funcionarios prodigan las nóminas de la política “profesional”. Pero ello no dice nada. Además, según la teoría de las tijeras (Herzog), “cuanto más larga es la carrera política y más alcanza puestos de alto nivel, el político tiende a dejar la profesión originaria en el olvido”. Si pasa mucho tiempo, sencillamente la entierra.

Las cualidades de la actividad política

Max Weber recogía tres cualidades decisivas que debía tener todo político: “pasión, sentido de la responsabilidad y sentido de la distancia (mesura)”. La pasión, como decía este autor, debe frenarse siempre con unas dosis evidentes de mesura: la pasión sin la responsabilidad no convierte a una persona en político. La clave está –concluía Weber- en cómo conjugar la pasión ardiente y el frío sentido de la distancia: “la política se hace con la cabeza, no con otras partes del cuerpo o del alma”, concluía. Ahora, la (falsa) “comunicación” (de baratijas) impera.

La política debe ser asimismo consciente de que –como apuntara Schumpeter- “las cualidades de inteligencia y de carácter que convierten a alguien en un buen candidato no son necesariamente las mismas que le convierten en un buen administrador”. La selección de las urnas no garantiza la buena gestión. Y si al frente de esta se ponen políticos (y no profesionales de la dirección) el fracaso (o la relativización del éxito) está garantizado. Un gestor político amateur puede ser calificado como una suerte de “juez sin carrera de Derecho” (o como un “diplomático sin inglés”), que “arruina a la burocracia y desalienta a los mejores elementos”. De eso sabemos mucho. Y lo hemos comprobado recientemente. Sin más comentarios.

La tiranía de la inmediatez y las paradojas de “un oficio” digno

El político vive atado a “la tiranía de lo inmediato”. Ya no es el mandato, es la instantaneidad. Y eso tiene serias consecuencias, pues con semejante enfoque alicorto la política no es capaz de desarrollar una visión estratégica y es la táctica sola lo que termina por ahogar la buena política. La política está cuestionada frontalmente. Más aún en nuestros días, donde el populismo (sea gubernamental o de la oposición) florece por doquier. Hay riesgos de que se multiplique. La política requiere legitimarse, cada vez más. Está muy debilitada en su imagen pública. Es exageradamente endogámica. Provoca altas cotas de rechazo. Y ello no es bueno.

El intento de dignificar y legitimar la política encuentra, sin embargo, no pocas paradojas. Citaré dos de ellas. La primera es cómo se “ingresa” en la actividad política: el compromiso político (“vocación”) y la precocidad han sido hasta ahora las notas dominantes. Y no ha habido, ni hay, premisas básicas para garantizar que la elección sea correcta en términos de competencia “profesional” para ser buen político. Esta debilidad no es fácil corregirla, aunque hay alternativas. No precisamente las primarias. La política no puede ser un coladero de oportunistas, amiguetes y advenedizos sin escrúpulos. Que proliferan. Así se mata la política.

La segunda es la adquisición y desarrollo de competencias profesionales para ejercer con éxito la carrera política. El sistema se sigue basando (al menos aparentemente) en “la experiencia” como fuente de conocimiento, pero poco o nada se le añade a esa dimensión práctica. Las escuelas de formación de los partidos representan un modelo totalmente agotadoHay que reinventar la formación de cuadros para el desarrollo de competencias políticas e institucionales. Existen muchos programas formativos de políticos dirigidos a ganar elecciones y ninguno que enseñe realmente a gobernar las instituciones.

Final

Concluyo. Hay muchas personas instaladas o recién instaladas en los núcleos, aledaños o en la sala de espera del poder que no quieren modificar el statu quo, pues ello podría significar que -según la terminología weberiana- sean expulsados de esa profesión “de” la que viven, tras haber accedido jóvenes “para hacer política” (y muchos haberse hecho mayores en ella). El perímetro tan amplio de la política no se quiere reducir: viven muchas personas de tales cargos. No se trata tanto de limitar mandatos o regular incompatibilidades muy estrictas, pues ello apenas vale de nada si se puede saltar de una actividad a otra de la política sin solución de continuidad. Puede ser incluso contraproducente, como expuso en su día Juan Linz. La rotación permanente entre la política y la vida social o profesional es la clave del proceso de renovación, pero no en puestos directivos del sector público que deben profesionalizarse. La política requiere renovación periódica. Y deber atraer talento y no mediocridad. Un camino que, al parecer, nadie quiere emprender. Los aparatos de los partidos están generalmente plagados de mediocridad sectaria.

Y en esas estábamos y allí mismo seguimos. Se puede afirmar que la política en estos últimos años no ha mejorado ni en su “material humano” (Schumpeter), ni en su visión estratégica (nula hasta la fecha), tampoco en la “gobernanza anticipatoria” (Innerarity), que está literalmente anulada, y menos aún (salvo excepciones puntuales) en su capacidad de dirección y gestión; pero tampoco se han hecho avances en integridad, transparencia o rendición de cuentas.

La política tiene, hoy día, un monumental problema de legitimidad y de credibilidad, que comporta riesgos evidentes de puesta en cuestión de los postulados democrático-liberales y sociales del Estado Constitucional de Derecho. La miopía política, la polarización y el sectarismo atroz no contribuyen a su reparación, sino que la agravan. Y mientras tanto una ciudadanía atónita y atenazada (o, en su defecto, sectariamente movilizada) observa impertérrita cómo el país se desmorona ante sus ojos. Sin que nadie lo remedie. Tampoco la política, que es la llamada a buscar soluciones y no a generar constantemente nuevos problemas, como está haciendo en los últimos años. Más aun en los últimos tiempos. La política española, por su propio interés y dignidad, debe poner decididamente en valor la gestión pública y la imperiosa necesidad de una dirección pública eficiente y profesional. Esa es su gran asignatura pendiente. La política, por mucho que se empeñe, no puede vivir de espaldas a la buena gestión pública. Sin ella no es nada. Pura charlatanería.

AGENDA URBANA POSTCOVID: RESILIENCIA E INCLUSIÓN

«Las organizaciones resilientes afrontan la realidad con firmeza, consiguen otorgar un significado a las dificultades y, en lugar de gritar desesperadas, improvisan soluciones de la nada. Otras no. Esta es la naturaleza de la resiliencia y su gran misterio» (Diane L. Coutu)

Introducción: Papel de los Ayuntamientos, Agenda 2030 y crisis fiscal.

Los ayuntamientos han tenido poca visibilidad en una agenda política de la situación excepcional derivada por la pandemia, dominada por el omnipresente Gobierno central (mando único) y el papel subalterno que se le ha pretendido otorgar a las Comunidades Autónomas, encargadas, no obstante, de la gestión de buena parte de los asuntos más críticos. El papel de algunos alcaldes comenzó a despuntar y fue literalmente tapado por una comunicación voraz que sacó el foco de lo local para elevarlo a otras instancias. El rol del municipio, sin embargo, ha sido determinante y lo será más aún en determinadas esferas (servicios sociales, cohesión social, espacio público, transporte urbano, seguridad, etc.) en un futuro próximo.

En el marco de un trabajo profesional de acompañamiento a la red de municipios Kaleidos[1], he podido compartir espacios de debate y reflexión sobre la Agenda 2030 en relación con el necesario fortalecimiento institucional de los municipios para hacer frente a los diferentes objetivos de desarrollo sostenible. En el último foro, una sugerente intervención de Julio Andrade, Director del Centro Internacional de Formación de Líderes de ONU-UNITAR en Málaga,  puso correctamente el foco en el nuevo escenario que ahora se vislumbra: hay que volver también la mirada -dijo- al ODS 11, que es el propio de las ciudades. No en vano, un equipo de esa ciudad lleva tiempo liderando un programa de Naciones Unidas sobre Agenda 2030 en el ámbito local.

En efecto, la irrupción de la crisis Covid19 ha marcado un punto de inflexión. Tal vez el cambio más sustantivo es que lo urgente (la respuesta al shock) devora hoy en día a lo importante o, al menos, lo aplaza sine die. Las prioridades se han visto alteradas por completo. La gravedad de la crisis económica y de sus letales impactos sociales, así como fiscales (Hacienda Municipal), aún no ha mostrado su verdadero rostro. Lo que viene será de una dureza extrema, cuando el paréntesis del gasto público eche inevitablemente el freno (pues no podemos endeudarnos eternamente) y comience una prolongada fase de contención presupuestaria (muy visible a partir de 2021), que ya se aventura en el horizonte. Sobre ello ya me ocupé en un Post anterior.

¿Qué papel juega la Agenda 2030 en ese complejo escenario? Lo que estamos viendo en estos primeros meses, tras la emergencia sanitaria, es una (relativa) pérdida de protagonismo (o aplazamiento) de los ODS de contenido medioambiental, pero una irrupción con fuerza de políticas de choque que tienden a paliar los efectos catastróficos de carácter económico y social. Entre los fines de la Agenda 2030 (ahora muy utilizados políticamente) siempre han estado atajar la pobreza y reducir la desigualdad (“no dejar a nadie atrás y responder frente a la vulnerabilidad). Y estos fines se convierten ahora en puntas de lanza de la política inmediata “post-Covid19”, al menos en los primeros pasos. Pero junto a ello, el papel de la resiliencia como cualidad de las instituciones locales debe ser leído en clave de (Buena) Gobernanza Municipal, palanca imprescindible para una correcta asignación de recursos en un contexto de crisis de tal gravedad como la incubada en estos momentos y gestión adecuada de la anticipación o prevención de la situación venidera.

Crisis y contexto europeo

Y esa no es una percepción sólo local, aunque también lo sea, por lo que luego diré. Hasta ahora la visión institucional interna (gobierno central y gobiernos autonómicos) es más bien chata. Algo más de perspectiva se advierte desde Bruselas. La propia Comisión Europea en una reciente Comunicación sobre el semestre 2020 (de 20 de mayo de 2020, COM (500) final), recoge, en efecto, que la UE se ha confrontado como consecuencia de la pandemia a una crisis económica sin precedente, que ha hecho adoptar a los distintos países medidas inmediatas para reactivar la actividad económica, pero la Comisión ha recordado que junto a esta política de impulso resulta necesario relanzar la vía de la transición verde y la digitalización, aunque las instituciones europeas son plenamente conscientes de que para encarar este complejo escenario es imprescindible atajar las desigualdades crecientes que se producirán fruto de la recesión económica. En cualquier caso, como también recoge la citada Comunicación, el papel del sector público es cada vez más importante y debe estar acompañado por una administración pública eficaz y por una decidida lucha contra la corrupción. Por tanto, aunque no se cite a la Agenda 2030 expresamente, su orientación y principios están plenamente latentes en esa política que se impulsará desde Europa, como también se le da la importancia debida al fortalecimiento de la Administración Pública y a la lucha por la integridad. La Gobernanza Pública cobra, por tanto, enorme protagonismo como acelerador de la salida de la crisis, también en las ciudades y en un horizonte estratégico de Agenda Urbana.

Y es en este punto donde las conexiones entre algunos ODS finalistas y otros más transversales cobran pleno sentido, más en el ámbito local de gobierno. Se trata, sin duda, de configurar instituciones sólidas (ODS 16), así como de fomentar la cooperación y las redes (ODS 17), pero ello en el marco de acción del municipio se ha de articular también con dos principios nucleares en un contexto de crisis como son, particularmente, los de resiliencia y de inclusión (ODS 11). La Fundación Kaleidos, una red de ayuntamientos con amplio recorrido en buenas prácticas de gestión local, está trabajando en esta línea y este es el valor que añade (por cierto, nada menor) a un contexto de aplicación de la Agenda 2030 en un marco de crisis derivado del Covid-19. Veamos brevemente ambos planos. El documento que finalmente se apruebe puede marcar un hito no solo en la Gobernanza inteligente como medio para alcanzar los distintos ODS, sino además en el papel que los ayuntamientos deben tener como instituciones de reactivación de la Agenda Urbana en un contexto de crisis fiscal.

Resiliencia

Aunque la Agenda 2030 se refiere en dos ocasiones a la resiliencia, no precisa  que tal atributo se anude a la Gobernanza Pública o a las propias instituciones. En cualquier caso, la interpretación de los ODS y sus respectivas metas ha de hacerse de forma holística, pero también contextual. Y bajo esta segunda premisa, es obvio que la resiliencia que se predica de las ciudades, tras un shock tan profundo como el vivido con la pandemia, no solo tiene que ver con la sostenibilidad (que también), sino que debe aplicarse asimismo a la buena disposición y eficacia de las instituciones locales para conducir cabalmente los desafíos que se abren en este nuevo período.

Efectivamente, en un revelador artículo (proporcionado gentilmente por Mikel Gorriti), Peter Milley y Farzana Jiwani, ponen de relieve cómo en un contexto marcado por la incertidumbre el concepto de resiliencia (en cuanto capacidad para enfrentarse de forma proactiva y reactiva a situaciones de shock  o adversas) tiene el potencial de aportar una importante visión a la propia administración pública, con el objetivo de gobernar cabalmente escenarios de alta complejidad que requieren anticipación y adaptación, así como una combinación entre estabilidad y cambio. Se trata de evitar ciertas “trampas”, como señalan esos autores, y una de ellas es la de que poner excesivamente la mirada en la austeridad o en la eficiencia podría reducir la activación de otras capacidades, tales como la innovación. Y erosionar así la resiliencia. El duro contexto de contención fiscal que se avecina no puede aplicarse exclusivamente en clave de ajuste, sin que las instituciones (también las municipales, por lo que ahora respecta) no apuesten decididamente por procesos profundos de reforma o adaptación. Habiendo fallado (como lo ha hecho) la dimensión preventiva o anticipatoria, no se puede abandonar ahora totalmente la agenda de reformas (o de adaptación y transformación). Sería un suicidio institucional. Una visión cortoplacista hundiría totalmente a los ayuntamientos y erosionaría su legitimidad institucional. Por eso, es tan importante unir la resiliencia (ODS 11) con la necesidad inaplazable de instituciones eficaces (ODS 16), así como con el desarrollo de redes municipales (tal como apuesta Kaleidos, ODS 17)), que promuevan la innovación y las buenas prácticas, más en este escenario de crisis.

Inclusión social

Las políticas de inclusión forman parte del ADN de la Agenda 2030. A partir de la situación descrita, no cabe duda que la inclusión social será el gran reto de los próximos años, también en la actuación de los gobiernos municipales. En efecto, las políticas sociales tienen que plantearse como un reto estratégico de la Agenda Urbana. Y, más aún, en un escenario de contención fiscal. Tal como se ha reconocido, incluso por la propia AIReF, los futuros planes de ajuste no pueden castigar el gasto social de los ayuntamientos. Si algo cualifica a las Administraciones municipales es su inmediatez a los problemas. Es la primera puerta a la que puede llamar una ciudadanía, a veces desesperada y desasistida. Y que la Administración esté «abierta» (no sólo digital, sino  también físicamente), que sea próxima, cercana y atenta, es más necesario que nunca. La ética del cuidado no se puede hacer a distancia. Buena parte de los servicios públicos requieren atención directa y personalizada al público, así como elevadas dosis de empatía. Si algo ha enseñado la pandemia en las ciudades es que los servicios sociales han estado, por lo común, también en la trinchera de la atención directa, suplantando a veces algunas de las carencias de la Administración Pública. La brecha digital ha mostrado toda su crudeza en estos meses pasados, afectando a colectivos muy vulnerables en la tramitación de ayudas, también en el plano educativo o en la tercera edad. Y eso es algo que nunca más debiera volver a suceder.

Evitar que quiebre la cohesión social exigirá inversión decidida sobre este ámbito. Pero también eficacia y eficiencia. La Agenda Urbana debe ser vista como una forma de construir políticas sociales creativas e innovadoras. Se trata de salvaguardar la salud, pero también el bienestar de las personas. Esta es la finalidad última de los ODS. Bajo este punto de vista, resiliencia e inclusión social van de la mano. Quien orille que la eficacia en la gestión y la Buena Gobernanza son presupuestos necesarios para mejorar la calidad de vida de la ciudadanía, olvidará lo esencial. Sin liderazgo político efectivo el fracaso será la tarjeta de salida.  Como expuso el filósofo Massimo Cacciari, ex Alcalde de Venecia durante tres mandatos, lo peor está por venir. Y, si no se hacen bien las cosas, la explosión social puede ser letal, también políticamente. A su juicio, se debe superar ese rancio “centralismo burocrático, ineficiencia en la gestión de la máquina pública y (el papel de) una política que se pliega a esto”. Y para ello solo hay una vía: recuperar el espíritu de la Agenda 2030, apostar por reforzar las instituciones municipales en clave de mayor efectividad y resiliencia, así como volcar la política municipal sobre la inclusión social como reto inmediato, sin olvidar los retos medioambientales. La legitimidad de lo local vuelve al centro del escenario, aunque ni en la capital Madrid ni en sus réplicas autonómicas parece que hasta ahora se hayan dado por enterados. Los ayuntamientos siguen siendo un nivel de gobierno preterido y, por paradójico que parezca, imprescindible en su inmediatez y, hoy por hoy, el mejor valorado. En sus manos también está el cambio gradual de modelo. Que no lo desaprovechen.

[1] La red Kaleidos la conforman actualmente los siguientes ayuntamientos: Alicante, Bilbao, Burgos, Concello Santiago, Getafe, Málaga, Sant Boi Llobregat, Valencia, Vitoria-Gasteiz.

ENTRADAS RELACIONADAS: AGENDA 2030 Y GOBIERNOS LOCALES

https://rafaeljimenezasensio.com/2020/05/20/agenda-2030-y-gobernanza-local-en-un-marco-de-crisis/

https://rafaeljimenezasensio.com/2020/03/24/la-agenda-2030-despues-de-la-pandemia-redefiniendo-estrategias/

https://rafaeljimenezasensio.com/2019/09/22/mas-sobre-la-agenda-2030-desarrollo-sostenible-y-percepcion-ciudadana/

https://rafaeljimenezasensio.com/2019/09/15/agenda-2030-politica-municipal-desarrollo-sostenible-y-fortalecimiento-institucional/

LA AUSTERIDAD QUE VIENE 

 

portada_austeridad_diego-sanchez-de-la-cruz_201911261005

“Una deuda pública muy abultada implica redistribuir recursos entre las generaciones actuales y las del futuro, que no pueden votar mientras están sufriendo un empobrecimiento. Esto es injusto y debe ser tenido en cuenta por aquellos que parecen abogar por más y más deuda”

(Alesina, Favero y Giavazzi, Austeridad. Cuándo funciona y cuándo no, Deusto, 2020, p. 267)

 

Conforme se consumen los meses de este dificilísimo año 2020, y a pesar de que el marco de incertidumbre es aún muy elevado, los datos disponibles son cada vez más precisos y nos retratan con cierta fidelidad el tamaño del desastre que se avecina. Las estimaciones del impacto económico-financiero de la crisis Covid19 se están agravando conforme el tiempo avanza. Los primeros datos del mes de abril del FMI y del Gobierno de España (“Actualización del Programa de Estabilidad”) sufrieron modificaciones importantes al alza en el Informe de la AIReF (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal) de 6 de mayo, así como en la comparecencia del Gobernador del Banco de España ante la Comisión correspondiente del Congreso de los Diputados (18 mayo).

Según datos del 5 de junio, una vez computado el impacto del IMV, las estimaciones de déficit en 2020, según la AIReF, se moverán en una horquilla entre el 11,1 % y 13,9 % del PIB. Siempre que no carguemos más a los Presupuestos. En 2021, el déficit se moverá entre el 7,5 % y el 9,4 %, también según la AIReF.

Siendo ello preocupante, lo es más que las estimaciones de deuda pública (estimaciones de 6 de mayo) se encuentran entre las siguientes horquillas: en 2020, entre el 115 y 122 % del PIB; en 2021, entre el 117 y 124 %.

No cabe duda, por tanto, que nos encontramos ante un escenario de excepcionalidad fiscal. Tal como sucedió en la crisis de 2008 (aunque ambas sean de muy diferente trazado y factura), en estos primeros momentos estamos en una crisis fiscal expansiva de gasto público para hacer frente al shock (ya sin apenas margen de maniobra) y, más temprano que tarde, vendrá la dura resaca; pues habrá que aprobar un programa de consolidación fiscal o también denominado como plan de reequilibrio de las cuentas públicas. Dicho en términos más llanos; un plan de ajuste o de austeridad. Siempre que no haya que pedir un rescate, que no cabe descartarlo. Pero de eso poco se habla ahora, menos por el Gobierno. En 2010 se esperó dos años, y se puso en marcha de forma tardía (2010-2012). Y con errores de bulto. Los costes económicos y sociales fueron inmensos. En 2020 se siguen aplazando “las malas noticias”, pues ahora solo se quieren comunicar las buenas: estamos saliendo del durísimo período de la emergencia sanitaria. Y hay que sonreír, el que pueda. No se puede airear, sin embargo, que estamos saliendo “más fuertes”, pues precisamente se trata de todo lo contrario. No sólo en el plano sanitario/humanitario, que es evidente; sino también en la dimensión económico y social. Por lo que ahora importa, con un estado de las cuentas públicas deplorable, como no se conocía desde hace muchas décadas (probablemente desde la Guerra Civil, tal como recordó el Gobernador del Banco de España).

El diagnóstico de futuro que hizo la AIReF es sencillamente demoledor: “Para mantener estable en 2030 el nivel de deuda de 2021, sería necesario realizar a lo largo de la próxima década un ejercicio de consolidación fiscal similar al realizado en la década pasada, y alcanzar el equilibrio presupuestario en 2030. Adicionalmente, habría que mantener el equilibrio presupuestario casi otra década para poder digerir enteramente las consecuencias de esta crisis y volver al nivel previo de una ratio del 95 % del PIB en 2038”. Dieciocho años apretándose el cinturón para volver a los porcentajes de deuda pública (por cierto elevadísimos) que tenía España a finales de 2019. Ni más ni menos. El déficit entonces estaba en torno al 3 %. La disciplina fiscal no ha sido nunca nuestro fuerte. Al menos últimamente. Y las debilidades estructurales de la economía española son abundantes. Como expuso de forma certera el Gobernador del Banco de España: “Los impactos a medio plazo obligan a tener en cuenta la sostenibilidad financiera, por exigencias del marco europeo y, asimismo, por la necesidad de acudir a los mercados en demanda de financiación (…) La necesidad de un Plan de reequilibrio es inaplazable, así como la realización de un seguimiento estrecho del cumplimiento de los objetivos de consolidación fiscal”. Más claro, el agua.

Lo que sí parece cierto es que, como también ha expuesto la AIReF, el problema está en identificar cómo se hará ese programa de contención fiscal (si pivotará sobre ajustes de gasto o también sobre mayores impuestos), cómo afectará a los diferentes niveles de gobierno (Administración central, autonómicas y locales), y, en fin, de qué manera incidirá sobre los diferentes capítulos de gasto a ajustar. Así se considera que los gastos sanitarios y sociales se deberán incrementar (al menos en la etapa inicial), con lo que los ajustes deberán proceder de otros ámbitos. Y esta cuestión nos conduce derechamente a tres preguntas concatenadas entre sí: a) ¿qué tipo de plan de ajuste se llevará a cabo?; b) ¿sobre qué capítulos y ámbitos presupuestarios se proyectarán esos ajustes?; y c), en fin, ¿un plan de ajuste es realmente un “suicidio político” para el Gobierno que lo impulsa?

En un extraordinario y oportuno libro (Austeridad. Cuándo funciona y cuándo no, Deusto, 2020), los profesores Alesina, Favero y Giavazzi, llevan a cabo un exhaustivo análisis los programas de ajuste que se han aprobado desde 1970 a 2014 en dieciséis países, entre ellos España.  Se trata de un estudio objetivo (escrito, eso sí, antes de la crisis Covid19) basado en evidencias, que pretende alejarse de un tema, la austeridad, con “mucha ideología y poco análisis de datos”. Algunas de sus lecciones, con las matizaciones derivadas del actual contexto, son importantes. Allí afirman que la austeridad es “la respuesta a la mala previsión fiscal y al desarrollo de un gasto excesivo en relación con los ingresos disponibles”. Ciertamente, que la crisis Covid19 ha sido ajena en su estallido (salvo en la falta de previsión) a la gestión política, pero no en su trazado y desenlace. Tampoco en la situación precedente: las características estructurales de la economía española y la ratio disparada de deuda pública, así como el déficit existente, no nos situaban en buen lugar. Y la salida será mucho más compleja. Vienen tiempos de durísima contención fiscal. No conviene esconderlo. Como se señala gráficamente: “Tarde o temprano la estabilización tendrá que llegar, puesto que la alternativa última será la quiebra. Cuanto más se espere, mayores serán los ajustes requeridos, bien sean subidas de impuestos o reducciones de gasto público”.

La tesis central del libro citado, en la que los autores  insisten una y otra vez con evidencias (datos) contundentes es la siguiente: “Los planes (de ajuste) volcados en bajar gastos arrojan costes pequeños en términos de caída del PIB, pero los ajustes centrados en subir los ingresos públicos están asociados con recesiones profundas y duraderas”. Los planes de reequilibrio que empíricamente han funcionado son los de ajuste del gasto público, o los mixtos con prevalencia de esa variable.

Con esta tajante conclusión, la siguiente pregunta es dónde y en qué se ajusta o se recorta (pues recortes son). No cabe duda que las singularidades de esta crisis, como señalara oportunamente la AIReF, obligan a reforzar el gasto público en sanidad y en servicios sociales, al menos los primeros ejercicios. Ciertamente, como han reconocido los dos premios Nobel de Economía, Banerjee y Duflo, “hay una urgencia de diseñar y financiar adecuadamente políticas sociales eficaces”. También sanitarias, habría que añadir en estos momentos. Por consiguiente, en estos ámbitos, en principio, no se reduciría el gasto, sino que incluso cabría ampliarlo. Lo que derechamente conduce a la cuestión determinante: ¿Y dónde ajustamos, entonces? Los autores resaltan la ineficiencia en el gasto existente en los países del sur de Europa, y citan expresamente España e Italia (también Portugal, que ha corregido esas tendencias). También se hacen eco del despilfarro y de la corrupción, concluyendo que “se puede gastar menos y gastar mejor”. La ética (también pública e institucional), como ha reconocido Carlos Sánchez en un interesante artículo, cobra protagonismo especial en la salida digna a esta crisis. Debería formar parte del programa de reformas institucionales. Como otras muchas reformas del sector público a las que nos referimos en una reciente Declaración suscrita por quince académicos y profesionales. Fortalecer el Estado no es engordarlo artificialmente.

Realmente, si las partidas sanitarias y de servicios sociales no se podrán tocar y, es más, deberán verse incrementadas, por la gravedad del momento vivido y por un fortalecimiento del principio de precaución (hoy en día tan olvidado), habrá que hilar muy fino sobre qué ámbitos se producirá el ajuste. Y no iremos muy desviados si ponemos el foco en el gasto corriente, especialmente en los gastos de personal. Tal como se ha dicho, “la reducción en la masa salarial del sector público también tiene un efecto deprimente en la demanda agregada”, pero dicha caída puede compensarse con su traslado al sector privado, “conteniendo sus remuneraciones y aumentando así la rentabilidad y la inversión”. Aunque en España el empleo público es un “estabilizador” frente al brutal desempleo. Habrá que manejar muy finamente el  bisturí  para que esos ajustes se desplieguen efectivamente sobre las bolsas de ineficiencias, el tejido adiposo o aquellos empleos que no añadan valor añadido. No hay que ser ingenuos, la ortodoxia presupuestaria es bastante soez en sus planteamientos de ajuste, al menos en España, pues reduce o congela indiscriminadamente las retribuciones e impone tasas drásticas de reposición que nada ahorran realmente, puesto que el empleo tiende a transformarse en interino o temporal. Se debilita; así, la función pública, la envejece, la convierte en una institución inadaptada e impide atraer el talento. Y “atraer a personas cualificadas es esencial para que un Gobierno funcione bien” (Buena economía para tiempos difíciles, Taurus, 2020). Un diagnóstico muy conocido. Salvo que la cordura se imponga, eso es lo que vendrá. Pero depende cómo se haga ese proceso de ajuste, podrá acelerar una tendencia imparable, también en el sector público, a la automatización de muchas tareas (esto es, la sustitución de personas por máquinas) o a la externalización de determinadas actividades (esperemos que las superfluas y no las críticas).

Siempre cabe también reducir drásticamente las inversiones, pero entonces el motor de la economía sufrirá más aún. Los autores citados la prefieren, incluso, antes que recurrir a bajadas de impuestos, que son propuestas más depresoras. Y ello además teniendo en cuenta que será un ajuste duro y largo, pues en este caso –como también señalan- cuando “un plan (es) más persistente en el tiempo tiene un impacto más drástico para bien o para mal”. El bien lo sitúan empíricamente en el ajuste de gasto público; el mal, en la subida de impuestos. Como bien concluyen, “la recomendación es clara: rebajar el gasto, en vez de subir los impuestos contribuye decisivamente a romper la espiral de una crisis fiscal y revertir la situación de forma satisfactoria”.

Uno de los capítulos finales trata de un tema también recurrente en nuestro ámbito político: “La sabiduría popular sostiene que tomar medidas de ajuste es algo así como un suicidio político”. Poco más o menos que prepararse para la muerte súbita en política. También introducen el factor de si la gestión del plan de ajuste la lleva a cabo un gobierno de coalición, y si este está o no cohesionado. Su conclusión, basada en análisis empíricos, no va por esa línea: “Nuestros cálculos sugieren que no se puede afirmar que las consolidaciones supongan un ‘suicidio político’, ni mucho menos”. Aunque es cierto, y este es un dato nada menor en nuestro actual contexto político, lo siguiente: “La probabilidad de salir reelegido es mucho mayor si la austeridad se toma con más margen hasta las siguientes elecciones (lo ideal sería una distancia de al menos tres años)”. Asimismo, ponen de relieve otro punto nuclear: “La composición interna de las estructuras públicas (reparto de carteras) es más determinante de lo que podría parecer. Si el jefe de gobierno o el ministro de Hacienda tienen más poder, entonces las resistencias ante los ajustes serán menores”. Un liderazgo aceptado socialmente hace más fácil esa reelección. Las sociedades polarizadas y fracturadas políticamente complican la gestión de cualquier ajuste. Pero también añaden: “Las consolidaciones fiscales son más lentas cuando los gobiernos están conformados por una coalición de varios partidos”.

En cualquier caso, cabe concluir que habrá ajuste y, además, muy duro. Pero tendrá que ser de factura muy distinta al anterior de 2010, donde los errores fueron estrepitosos. Hará falta, sin duda, echar mano de la calculadora; pero también de la empatía política y social. Y no es fácil, “puesto que el PIB solo valora las cosas que tienen un precio y se pueden vender” (Adhijit Banerjee y Esther Duflo). Y esta crisis ha mostrado algo más, mucho más duro, también más humano. La Agenda 2030 y sobre todo el tercer mundo padecerá lo suyo. España, en otra dimensión y “amparada” por la Unión Europea (no lo olvidemos), también. Pero, en este complejo escenario, no se puede tolerar ni un día más que nos invoquen las seculares ineficiencias de nuestro sistema público y, cuando se salga del shock, nuestra falta de disciplina fiscal. El problema es que si esto no comenzamos a resolverlo nosotros, con un realista plan de reequilibrio, así como con reformas estructurales serias y bien planificadas, también del sector público, nos vendrán impuestas desde el exterior (Europa y FMI). Y, en ese caso, demostraremos una vez más la impotencia que este país tiene para resolver sus propios problemas.

REFORMAR EL SECTOR PÚBLICO PARA SALIR (MEJOR) DE LA CRISIS 

(Este texto es reproducción del artículo publicado en Vozpópuli el 3 de junio de 2020) 

Quince académicos y profesionales, especialistas en diferentes ámbitos del sector público, hemos suscrito una Declaración que lleva por título Por un sector público capaz de liderar la recuperación . Lo que aquí sigue es una escueta reflexión sobre alguna de las ideas-fuerza allí recogidas, pero siempre desde las propias inquietudes de quien esto escribe.

La Administración Pública se ha puesto frente al espejo del escrutinio público en este duro contexto de la crisis Covid19. No cabe duda que ha sido sometida a un fuerte estrés, al menos por lo que afecta a los denominados “servicios esenciales”. La población ha podido, así, percibir la importancia de lo público; pero también ha sido testigo privilegiado de sus insuficiencias. No han fallado tanto las personas como el sistema, que ha mostrado enormes debilidades. Hemos elevado a determinados profesionales a la categoría de héroes, pero las respuestas político-institucionales y administrativas han sido desiguales y, en algunos casos, marcadamente deficientes. Quizás, casi sin percibirlo, ha quedado una imagen colectiva de que lo público es enormemente importante. Y de que, tal vez, no lo hemos cuidado suficientemente en los últimos años y décadas. También hay una clara percepción de que, a la crisis sanitaria, vendrá anudada una monumental crisis económica y social. De una profundidad desconocida y con una longitud temporal aún por determinar. Esta crisis triangular, si no se gestiona adecuadamente, puede derivar en una crisis político-institucional, cuyas consecuencias podrían ser más devastadoras aún para la convivencia en este país. Hay, por consiguiente, que invertir en lo público y reformar el sistema institucional, del que la Administración Pública es una pieza determinante para que la política funcione de forma cabal y obtenga resultados mínimamente eficiente. Los desafíos a los que se enfrentará el sector público en los próximos años serán mayúsculos. Y de su tino o desatino en la resolución de estos nudos dependerá el futuro de España. Lo afirmó hace más de doscientos años Hamilton: no puede haber buen gobierno donde no hay buena Administración. Algo tan básico, y siempre tan olvidado.

Sin embargo, las reformas de la Administración Pública han estado completamente ausentes de la agenda política española. Son complejas y sus réditos se transfieren tarde. La política dominante, cortoplacista o inmediata, prefiere otros golpes de efecto. Y la niebla o la ceguera estratégica no hace más que acumular los problemas, sin resolverlos realmente. De hecho, se puede afirmar que desde 1978 sólo hubo un intento mínimamente serio de reformar la Administración, emprendido por el entonces Ministro Jordi Sevilla, cesado fulminantemente a mediados de 2007 sin explicación cabal alguna. Antes y después, sobre todo a partir de la crisis de 2008, hubo ajustes fiscales más que reformas. Y desde 2015, la parálisis más absoluta. Nada se ha hecho. Y el tiempo corre. El mundo se acelera. Las transformaciones del entorno son enormes. El desfase entre lo exterior y los muros envejecidos del interior del sector público es cada vez mayor. A todo ello se añaden, nuestro particular contexto como país, particularmente dañado por la gestión de la crisis y por sus futuras secuelas. Sin instituciones fuertes y eficientes afrontar ese complejo escenario se convertirá en un calvario. Por ello se necesita un sistema público que se sitúe en condiciones de liderar la recuperación y ofrezca a este país un futuro esperanzador. Se trata de reforzar, al máximo, las capacidades estatales (de todos y cada uno de los poderes públicos: estatal, autonómicos y locales). Debemos mirar inteligentemente lo que están haciendo las democracias avanzadas que han sabido superar con éxito contextos tan duros como el que nos tocará vivir. Habrá que hacer ajustes, que nadie lo dude. Y serán duros, muy duros. Pero, si no vienen acompañados de reformas profundas y valientes repetiremos los errores del pasado y caeremos en un pozo del que nos costará mucho tiempo salir, con daños colaterales incalculables. Nos jugamos mucho en el empeño.

Tenemos una Administración obsoleta, envejecida, inadaptada, necesitada de una transformación urgente para afrontar los retos inmediatos (particularmente, a la revolución tecnológica). Carecemos de niveles directivos profesionales a diferencia de lo que ocurre en las democracias avanzadas y en nuestro entorno inmediato (por ejemplo, Portugal). Hay que despolitizar urgentemente la alta Administración y proveerla con personas que acrediten previamente competencias profesionales directivas ante órganos independientes de evaluación.  Disponemos de un empleo público sobrecargado de tejido adiposo, con poco músculo y escaso talento. Con perfiles profesionales inadecuados a las exigencias del momento y menos aún del futuro. Necesitamos reforzar la integridad, creer de verdad en la  transparencia y en la rendición de cuentas, así como desarrollar de modo efectivo la digitalización. En fin, nuestras organizaciones públicas necesitan ser repensadas en su conjunto. Y para ello debemos poner el foco en la innovación y en la evaluación. Dos ámbitos también muy olvidados en el quehacer público. Requeriremos captar talento y retenerlo: internalizar la inteligencia y externalizar el trámite (aunque la automatización creciente deje tales tareas reducidas a su mínima expresión). Y para ello se tendrán que cambiar gradual e intensamente los procedimientos de acceso al empleo público, marcados aún por una fuerte impronta decimonónica con escaso o nulo valor predictivo. El empleo público se juega su futuro en cuatro retos y otros tantos frentes. Los retos son las jubilaciones masivas, la renovación generacional, la revolución tecnológica y el contexto de crisis fiscal de los próximos años. Los frentes no son otros que reivindicar los valores públicos, la planificación estratégica, el fortalecimiento del sistema de mérito y la gestión de la diferencia. Quien aborde estos frentes y retos deberá luchar con coraje, y no vale llamarse a engaño, contras cuatro tenazas que dificultan cualquier proceso de cambio: la intensa politización de la alta Administración, el corporativismo endogámico, un sindicalismo del sector público reactivo y defensor a ultranza del statu quo, y un poder judicial (necesitado también de profundas reformas) que no acompaña habitualmente en tales procesos de transformación. Tenemos un empleo público, por si no lo saben, anoréxico en valores y bulímico en derechos. Muy diferente al sector privado, también en sus aspectos retributivos, por no hablar de la estabilidad. Convendría comenzar a equiparar ambos planos. O aproximarlos.

No le den más vueltas. Esa transformación inaplazable requiere como premisa hacer cocina política de tres estrellas. Se requieren maestros del arte político. De los que no abundan. Pero previamente se debe hacer un pacto político transversal que integre la transformación de la Administración Pública dentro de las reformas institucionales que debe promover inexcusablemente este país si quiere tener credibilidad europea e internacional. Hay que dar urgentemente señales a Europa y “a los mercados” de que vamos en serio, y no de farol. El país se juega su futuro. Pero también la política y las instituciones. Si la política sigue sin comprender que su esencia es la buena gestión (o “la acción”, como diría Hanna Arendt), y no tanto el mensaje o la comunicación, nada avanzaremos. España ha de gestionar temas cruciales próximamente y, asimismo, recibirá innumerables cantidades de ayudas o préstamos (que engordarán más aún nuestra abultada deuda pública). Tales retos de gestión y transferencias financieras corren el riesgo de fugarse por las deficientes cañerías de un sector público que está pidiendo a gritos su transformación.  Pongamos urgente remedio.

SOBRE NOMBRAMIENTOS Y CESES POLÍTICOS (METAFÍSICA DE LA CONFIANZA Y REMODELACIÓN DE EQUIPOS)

“El modelo actualmente vigente (en España) de dirección pública es un modelo viejo, sin perspectivas de futuro y con lastres evidentes para el desarrollo institucional, lo que tiene consecuencias directas sobre el plano de la competitividad y del propio desarrollo económico”

(La Dirección Pública Profesional en España, Marcial Pons/IVAP, 2009, p. 62)

Hace algunos años el profesor Francisco Longo acertaba cuando describía la relación entre responsables políticos y directivos públicos en clave de “metafísica de la confianza”. Con ello pretendía resaltar que, en nuestro país, lo importante para ser nombrado cargo público o personal directivo es disponer de algo tan evanescente e impreciso como la confianza (política o personal) de quien tiene la competencia de designar o proponer tales nombramientos o ceses.

El spoils system o sistema de botín (como lo acuñara Weber) nació del impulso político del presidente populista estadounidense Andrew Jackson a partir de 1828. En España, su aplicación castiza se plasmó en el sistema de cesantías (Alejandro Nieto). Junto a esa tendencia, fue emergiendo con el paso del tiempo un spoils system «de circuito cerrado» (Quermonne, 1991), que limita los nombramientos discrecionales a personas que tengan previamente una serie de requisitos (por ejemplo, ser funcionarios públicos del grupo de clasificación A1). Pero en ambas modalidades, la discrecionalidad (sea absoluta o relativa) es determinante. Y el nombramiento, la permanencia o el cese, se basan en «la metafísica de la confianza».

¿Qué hay detrás de una confianza así entendida? No hace falta ser muy incisivos para advertirlo. La confianza se mantiene o se quiebra dependiendo de cómo evolucionen los acontecimientos: en un inicio, se deposita y, en un instante o en una secuencia tenporal, se pierde. El movimiento del dedazo discrecional se convierte en la señal que marca el inicio o el final de una relación de marcada dependencia. En efecto, quien es nombrado discrecionalmente ha de obedecer ciegamente o, al menos, acreditar día a día una lealtad inquebrantable, salvo que quiera correr el riesgo de ser cesado de forma fulminante. La política se rodea, así, de aduladores o palmeros.  O, en su defecto, de personas complacientes con «el que manda». La crítica siempre procede del “enemigo exterior”. La naturaleza humana es muy caprichosa. También la de quienes mandan. Hace muchos años, un cargo público que designó a su hermano para ejercer una responsabilidad pública fue interrogado por un periodista: ¿Qué justifica el nombramiento de su hermano para una responsabilidad pública en la que no se le conoce experiencia previa? La respuesta fue sublime: “Es un cargo de confianza. En quién voy a confiar más que en mi hermano”. Se zanjó el asunto. Eran otros tiempos. Aun así hoy, el periodismo patrio sigue dando por bueno el argumento de la confianza (ya no el del nepotismo). Y ello tiene graves consecuencias.

Pero, junto a la confianza, también se alude con frecuencia a otro «argumento», más físico y recurrente, vinculado estrechamente con el anterior: la necesidad que alega el gobernante de formar o remodelar equipos. Se concibe, así, a la alta Administración como una suerte de equipo que, dependiendo de los avatares, se puede recomponer a cada momento al libre arbitrio del líder. Al inicio de mandato, hay que formar equipos que se configurarán políticamente. Si cambia la persona titular del departamento o entidad, vuelta a empezar. Si hay cambios de gobierno sobrevenidos (por ejemplo, moción de censura), las cabezas directivas ruedan por la plaza pública. La noria de los ceses y nombramientos se pone en circulación. La Administración se configura así como una suerte de permanente página en blanco que se reescribe con nuevas personas y pretendidos nuevos proyectos cada cierto tiempo. A veces, y no es retórica, tales cargos directivos aprenden lo que deben hacer cuando ya el mandato ha declinado o está a punto de hacerlo. Si la penetración de la política en la Administración Pública es tan elevada como en nuestro caso, tales cambios de gobierno o de personas detienen además en seco la máquina gubernamental, que tardará unos meses en arrancar de nuevo. No es broma. La parálisis política y gestora se paga con facturas elevadas.

Como es una materia sobre la que he escrito en exceso y con la finalidad de no repetirme por enésima vez,  me limitaré en esta ocasión a reproducir unos fragmentos de un trabajo publicado en 2009, en una obra colectiva en la que también participaron los profesores Manuel Villoria y Alberto Palomar: La dirección pública en España (Marcial Pons/IVAP). Y de ahí extraeré unas breves conclusiones.  Veamos:

Si queremos caminar hacia un modelo de dirección pública profesional, a quien primero se ha de convencer es a los políticos, pues la primera lectura que lleva a cabo el personal de extracción política es que con la implantación de ese sistema pierde espacio de poder. El político invocará ‘las excelencias’ del sistema vigente: la flexibilidad de nombrar y cesar por criterios  estrictos de confianza, la posibilidad de conformar ‘equipos’ en torno a su proyecto o programa político, la ‘lealtad’ de tales personas (…)”. 

“Dentro de la batería de pretendidas razones que se esgrime como ‘escudo’ por parte de la clase política, hay una en la que quisiera detenerme por su enorme potencial retórico y por su fuerte carácter destructivo. Me refiero al argumento de ‘formar equipos’, que posiblemente es una de las más perversas manifestaciones de esa forma de razonar. En efecto, bajo el manto de ‘formar equipos’ se decapitan constantemente las estructuras directivas de los diferentes gobiernos y, lo que es más grave, se desangra el conocimiento y la continuidad de las diferentes políticas públicas (…) El coste que todos esos cambios tienen sobre el funcionamiento del sector público (dicho de forma más directa sobre la sociedad y el sistema económico) nadie los ha evaluado todavía, pero intuitivamente puedo indicar que son altísimos”.

“El argumento de ‘formar equipos’ esconde, sin embargo, algo más turbio. Sin duda es un buen argumento para fomentar la ‘cohesión ideológica’ del cuadro de mando de una determinada organización, pero también sirve para generar lealtades inquebrantables y mal entendidas, ausencia de cualquier atisbo, por mínimo que sea, de crítica o censura de una determinada decisión política y, en el peor de los casos, un medio espurio para colocar a fieles, amigos o, incluso, parientes más o menos próximos”.

“Pero tal práctica tiene todavía unos efectos más letales para el sistema político, puesto que sirve para diluir o, en su caso, desviar las responsabilidades políticas en las que pueden incurrir los responsables políticos máximos de un gobierno o de un concreto departamento. En no pocas ocasiones nuestros políticos (ministros, consejeros, alcaldes) han huido de asumir responsabilidades políticas directas en asuntos de notable envergadura cesando a ‘mandos intermedios’ (esto es, cargos directivos) de su respectiva entidad o departamento”.

Esas palabras están escritas hace casi doce años. Por lo visto últimamente, no han perdido ni un ápice de vigencia. La política de cualquier signo sigue blindando sus argumentos con los mismos mimbres que antaño. Aunque el número tan elevado de cargos y puestos de trabajo dependientes de la confianza no ha parado de crecer. No tiene parangón en ninguna democracia avanzada. Tampoco existen administraciones comparadas en las que se aluda con tanta persistencia a ese argumento tan grosero y débil de reajustar o remodelar el equipo. Allí donde existen estructuras directivas profesionales (sin ir más lejos, en Portugal), tales responsables directivos deben acreditar competencias profesionales para ser nombrados y gozan de una garantía de continuidad temporal si desarrollan adecuadamente sus objetivos, que no puede ser alterada súbitamente por los cambios de humor del titular de la entidad o departamento ni por supuestas necesidades de remodelar equipos a mitad del partido. No hay ceses discrecionales. Si así se hiciera, la puesta en marcha de las políticas padecería lo suyo al encadenarse al capricho personal y a los ciclos políticos. Algo letal. Y mucho de eso es lo que nos pasa actualmente.

Como dijo Hanna Arendt, la política es mensaje (palabra), pero sobre todo capacidad de acción. La comunicación, por mucho énfasis que se le dé, no puede sustituir a la gestión. Sin capacidad ejecutiva la política se queda sin esencia, sin sangre. Una política intermitente ejercida ejecutivamente por fieles que, directa o indirectamente, están bajo el manto de la propia política, supone apostar descaradamente por una gestión amateur y discontinua, siempre atada a la tiranía del mandato (Hamilton) o, incluso peor aún, dependiente o esclava del arbitrio de quien tiene la capacidad omnipresente de nombrar o cesar políticamente a todas aquellas personas que están llamadas a ejercer funciones o responsabilidades directivas en tales organizaciones públicas. Además, castra el correcto alineamiento entre política y gestión, al situar a la alta Administración en una posición vicarial regida por aficionados o escuderos políticos que, aunque tengan la condición de funcionarios públicos, una vez que asumen tales cargos se pasan “al otro lado” (al de la política), y así son vistos. No hay espacio intermedio entre política y gestión. La (mala) política ha bombardeado en España la creación de un espacio directivo profesional, como ámbito de intersección o de mediación (OCDE) entre ambos mundos (política y gestión). A la vieja política no le gusta este sistema porque no lo entiende, sigue anclada en el clientelismo más atroz y en una concepción patrimonial. Se siente cómoda en ese insólito papel. Y ello en pleno 2020. Con consecuencias muy serias, que son las que estamos padeciendo.

Aparte de todas esas disfunciones institucionales y estructurales, asoma otra más grave: esconderse detrás de la metafísica de la confianza o de la necesidad (subjetiva) de remodelar equipos, en algunas ocasiones representa huir de las responsabilidades que todo gobernante debe asumir. Eso no es rendir cuentas, es despistarlas. Tal conducta no es democrática, pues la auténtica democracia se basa en la transparencia y en el escrutinio ciudadano, así como en la exigencia de responsabilidades. Y tal fallo institucional habría que corregirlo de inmediato. Políticos y directivos deben rendir cuentas por su respectiva gestión.  Al menos, eso ha de garantizarse si algún día pretendemos homologar plenamente a este país con las democracias avanzadas europeas. Una pretensión que, hoy por hoy, al menos en este punto, parece aún lejos de alcanzarse.

GOBERNANZA ÉTICA E INTEGRIDAD INSTITUCIONAL

 

20200527_155924 (1)

“La aprobación de códigos de conducta por las instituciones, si nos van unidos a la construcción de sistemas de integridad institucional, se convierten al fin y a la postre en los peores embajadores de la ética institucional: el cinismo político nunca ha conjugado bien con la moral pública”

(Cómo prevenir la corrupción: Integridad y Transparencia, Catarata/IVAP, 2017, p. 99)

Desde hace tiempo, cuando pretendo poner en valor la ética pública y la integridad de las instituciones recurro a diferentes autores clásicos. Tanto a Séneca, como a Marco Aurelio, también Montesquieu. La tradición del pensamiento filosófico está plagada de referencias a la necesaria probidad del gobernante como espejo de ejemplaridad y refuerzo, así, de su imagen institucional ante la población. Adam Smith, en su Teoría de los sentimientos morales, define al buen estadista como aquel que reúne dos grandes atributos: “Es la mejor cabeza unida al mejor corazón. Es la sabiduría más perfecta combinada con la virtud más cabal (Alianza, 2009, p. 377). Dicho en términos más llanos: buen gobernante o servidor público sería aquel que une competencia política o profesional (en expresión de Léon Blum) junto a integridad de conducta. La reivindicación de los valores públicos es algo muy importante, más aún cuando nos deslizamos hacia una sociedad en la que la pobreza y la desigualdad harán fuerte mella en la población en los próximos meses y años. En este contexto, los servidores públicos (políticos, directivos y funcionarios) deben multiplicar su probidad hasta límites desconocidos. Cualquier esfuerzo será pequeño. La mejora de la confianza de la ciudadanía en las instituciones públicas, hoy en día tan maltrecha, dependerá mucho de ello.

Sin embargo, la integridad institucional y la ética pública han sido las grandes olvidadas de la agenda política española. Tan sólo en el corto período de mandato del Ministro Jordi Sevilla tomaron algo de visibilidad. Pronto olvidada. Ha habido que esperar varios años para que algunos niveles territoriales de gobierno retomaran la iniciativa. El inicio del cambio de paradigma de produjo con la puesta en marcha en 2013 del Código Ético y de Conducta del Gobierno Vasco (altos cargos), que implantó un sistema de integridad parcial que ha sido aplaudido incluso por el GRECO (Consejo de Europa). El liderazgo de quien ha sido presidente de la Comisión de Ética desde su puesta en marcha, Josu Erkoreka, tiene mucho que ver en ese fuerte impulso. Luego han seguido otras instancias territoriales (Comunidades Autónomas, entidades locales, organismos reguladores, etc.), que también han desarrollado modelos de integridad institucional, algunos incluso con pretensiones de transformarse en sistemas holísticos o de carácter integral (como ha sido el caso de la Diputación Foral de Gipuzkoa).

Sorprende, en cualquier caso, la insensibilidad que hacia las cuestiones de ética pública y de integridad institucional ha tenido siempre (hasta la fecha) el nivel central de gobierno. El último informe del GRECO sobre España (publicado en noviembre de 2019) pone de relieve tal déficit. Tras varias tarjetas rojas, el Poder Judicial se dotó de unos denominados Principios de Ética Judicial y, finalmente, bajo la presión del GRECO, puso en marcha una Comisión de Ética Judicial. De las Cámaras parlamentarias, mejor no hablar. Incapaces hasta ahora de construir un sistema de integridad propio de carácter integral. Han aprobado medidas cosméticas y poco más, cuya efectividad es más que dudosa. O de otros órganos constitucionales, que tampoco se han dotado de código de conducta alguno (salvo algún órgano regulador o administración independiente como la CNMC). Y, lo más paradójico, es que hoy día el Gobierno y sus altos cargos carecen de tal sistema de integridad. El Código de Buen Gobierno de 2005 “se derogó” por la Ley 3/2015, reguladora del estatuto del cargo público.  El Gobierno que entonces llevaba la riendas fue absolutamente insensible hacia la problemática de la integridad. Y, mientras tanto, la corrupción carcomía los cimientos de las instituciones y de la sociedad española. Igualmente grave es que el Gobierno que llegó al poder tras una moción de censura por un grave caso de corrupción, dedicara ni entonces ni ahora ni un solo minuto a construir o restablecer un mínimo sistema de integridad institucional. No hay órgano alguno en la Administración General del Estado que asuma tales competencias. El Código de conducta del TREBEP, aplicable a empleados públicos, ha pasado sin pena ni gloria, como un perfecto desconocido. Y si ese es el “ejemplo” del Gobierno central, no cabe extrañarse de que ese “modelo” de escepticismo cínico se haya reproducido en la inmensa mayoría de Comunidades Autónomas y entidades locales. Salvo códigos cosméticos, apenas nada se ha hecho.

Ahora que la Gobernanza, pésimamente entendida, vuelve a primer plano de la actualidad, cabe preguntarse qué es eso de la “Gobernanza Ética y la Integridad Institucional”. Dicho en términos muy sencillos: el comportamiento y las conductas de los gobernantes y de los servidores públicos, así como de aquellas entidades o personas que se relacionan con los poderes públicos, son fuente de legitimación o de deslegitimación de las instituciones y, por tanto, de la mayor o menor confianza que la ciudadanía tenga en ellas. Por tanto, si bien es importante para quien ejerce un cargo público o un empleo público actuar éticamente o de forma íntegra, pues en ello está en juego su propia reputación personal,  mucho más lo es para la institución a la que representa o en la que desarrolla su actividad profesional; pues rota la imagen institucional por una actuación (personal) incorrecta o corrupta, restablecer la confianza en las instituciones es algo muy complejo y laborioso en el tiempo. El daño a la reputación personal (falta de probidad o corrupción) tendrá, en su caso, su sanción penal o administrativa, pero el perjuicio institucional será probablemente irreparable. Y eso es lo que ha sucedido en este país y en su sistema institucional los últimos años. Por tanto, no se entiende tanto descuido, abandono o cinismo hacia el papel que la integridad institucional tiene en el fortalecimiento o debilitamiento de nuestras instituciones.

Así las cosas, en España se sigue fiando todo a la actuación “ex post”, sancionadora o penal; esto es, al castigo de quien infringe las normas. La actuación preventiva se descuida o abandona. Y en no pocas veces, se ignora. Multiplicamos las leyes, que apenas aplicamos. Cargamos a unos tribunales de justicia, por lo demás lentos y escasamente efectivos, de querellas, demandas y litigios vinculados con la corrupción. Creamos instituciones de control que apenas controlan, y nos vanagloriamos de llevar a cabo políticas de Gobierno Abierto, basadas en la transparencia, participación ciudadana y rendición de cuentas, olvidando que la premisa sustantiva de todo gobierno y de las personas que allí desempeñan sus funciones es el comportamiento íntegro y la probidad como guía. Sin ella, lo demás es pura coreografía. Las leyes y las sanciones son necesarias, sin duda; pero cuando se aplican el mal ya está hecho. Y la imagen institucional rota. Restablecerla es tarea compleja.

Por tanto, no se puede hablar de Gobernanza sin construir adecuadamente un Sistema de Integridad Institucional. Y ello requiere impulsar una Política de Integridad, algo que sólo lo puede hacer la propia política; esto es, quien gobierna. Y si la política no cree en ello, no hay nada que hacer (como ahora sucede). Esa política de integridad hay que definirla, impulsarla e interiorizarla. La ética no es cosmética, como dijera Adela Cortina. No basta con aprobar códigos, hay que insertarlos en un sistema de integridad y darles vida. La ética, como expuso el maestro Aranguren, se hace siempre in via. Es cambiar hábitos, mejora continua, al fin y a la postre desarrollo de una nueva cultura organizativa y de gestión. También de un modo diferente de hacer política.

Simplificando mucho, un sistema de integridad institucional debe configurarse de forma holística y disponer, al menos, de una serie de elementos que le dan coherencia y sentido. A saber:

  • Un código o códigos de conducta, como normas de autorregulación o de carácter deontológico que definan valores y principios, así como normas de conducta y de actuación.
  • Un conjunto de mecanismos de prevención y difusión de la cultura de integridad en la organización.
  • Articular canales internos de dilemas éticos, quejas o, en su caso, denuncias (en este último punto desarrollando la Directiva (UE) 2019/1937, de protección del denunciante.
  • Implantar órganos de garantía con autonomía e independencia orgánica y funcional (Comisiones de Integridad o Comisionados de Ética) que tramiten y resuelvan los dilemas, quejas o las denuncias e interpreten y apliquen los principios o normas de conducta. Sirvan de faro u orientación en cada organización.
  • Disponer de un sistema continuo de evaluación y de adaptación permanente de tales códigos como instrumentos vivos (OCDE).

Como expuso la OCDE en 2017 (en un documento enunciado Integridad Pública), tal política de integridad pública tiende a preservar a las instituciones frente a la corrupción, y se debe basar en tres ejes: a) Un sistema de integridad coherente y completo (no basta con exigir sólo la integridad de los políticos); b) Un desarrollo de la cultura de integridad; y c) Un mecanismo eficaz de rendición de cuentas.

En verdad, queda mucho trecho por recorrer para que las instituciones públicas en España apuesten de forma decidida y sincera por una política de integridad. Lo positivo es que se están dando algunos pasos importantes, pero siempre en ámbitos territoriales no estatales. Hay todavía mucho desconocimiento, no pocas actitudes escépticas o cínicas (tanto en la política como en el empleo público o, incluso, en la propia academia), así como una desvalorización permanente de lo que no es exigible por normas coactivas. En esa magnificación del Derecho y correlativo olvido o repulsa de la prevención y de la autorregulación, probablemente  se encuentre la propia impotencia de aquél, así como esa multiplicación de conductas irregulares proliferan en nuestro espacio público que, por cierto muchas de ellas, quedan impunes. Trabajar en gestión y prevención de riesgos (en el ámbito de la contratación pública, gestión de personal,  ámbito económico-financiero, subvenciones, etc.) es la mejor inversión que puede hacer una organización pública. Y ello sólo puede enmarcarse en una política de integridad institucional o de Gobernanza ética. Algo que, por cierto, apenas tiene coste económico alguno y ofrece unos retornos (en términos de legitimación institucional) incalculables. En los duros años que vienen de contención presupuestaria y de prioridades dramáticas de recursos escasos, todavía será más importante su implantación y desarrollo.  Hay que evitar toda mala práctica (favoritismo, clientelismo), como cualquier manifestación de conductas corruptas. La prevención es una de las claves. Pongámosla en funcionamiento. La buena política tiene la última palabra.

ANEXO: POLÍTICA DE INTEGRIDAD INSTITUCIONAL. ELEMENTOS BÁSICOS

Dimensión           Ejes Finalidad Preventiva
Endógena o interna 1. Plan de Integridad

 

 

 

2. Código(s) de Conducta(s)

 

 

3. Canales internos (garantías)

 

 

 

 

4. Órganos de garantía  (Comisión Integridad o Comisionado)

 

5. Sistemas de evaluación y adaptación permanente

 

6. Sistemas de Cumplimiento (Compliance) Empresas Públicas

1.1 Visión estratégica y Valores

2.1. Valores/Normas de conducta

 

3.1. Canales y/o procedimientos  de resolución dilemas o de quejas y denuncias (Directiva 2019/1937)

 

4.1. Tramitación y propuestas de resolución dilemas, quejas y/o denuncias

 

5.1.Escrutinio modelo. Instrumento vivo (OCDE)

 

6.1 Marcos de riesgo. Prevención. Código penal: delitos societarios

Mixta. Gobernanza Ética (Endógena/Exógena) 1. Integridad en la Contratación Pública

 

 

 

 

2. Integridad procesos selectivos y gestión personal

 

 

3. Integridad Subvenciones y ayudas

 

4. Ética pública del cuidado

 

 

 

 

5. Integridad y cultura ciudadana

 

1.1.          LCSP: Prevención: Códigos de conducta. Conflictos de interés.

 

2.1. Códigos de conducta tribunales. Provisión y carrera. Evaluación. Códigos sindicatos.

 

3.1.Códigos de conducta subvenciones

 

4.1. Principios y normas de conducta en sanidad, servicios sociales, atención colectivos vulnerables, etc.

 

5.1. Educación (valores); participación; convivencia y espacio público (respeto)

Exógeno o externo 1. Agencias de prevención y lucha contra la corrupción

 

 

 

2. Otras instituciones

 

 

 

 

3. Fiscalía y Poder Judicial

1.1.    Ámbito autonómico o local (donde existen)

 

 

2.1        Consejos de Transparencia, Defensorías, Tribunales de Cuentas, CNMC, etc.

3.1        Demandas, denuncias y querellas ante tribunales.

PANDEMIA, VULNERABILIDAD SOCIAL Y ADMINISTRACIÓN PÚBLICA

 

pexels-photo-220365.jpeg

Photo by Pixabay on Pexels.com

“Algo se ha quebrado en la gestión de esta pandemia. La solidaridad de las personas jóvenes con las mayores, a las que tanto se ha aludido, ha quedado empañada por la interpretación de que su mayor bien es la mera supervivencia. Y pensamos que no, que nadie quiere la supervivencia a cualquier precio, al precio de la soledad, del miedo, de la falta de cariño de tus seres queridos, del abandono”.

(Grupo de Trabajo de Ética y Covid.: «¿La salud de quien estamos defendiendo? Desigualdades sociales y sanitarias en tiempo de pandemia”)

“La ética del cuidado defiende un mundo donde el cuidado a la gente es lo más importante”

(Helen Kholen, Entrevista al diario El Periódico, 7-X-2019) .

 

NOTA PRELIMINAR: Esta entrada reproduce, con algún cambio puntual, el texto publicado por el Blog «Hay Derecho» el 25 de mayo de 2020. Enlace Blog HD. 

 

La Agenda 2030 tiene, entre sus múltiples objetivos, erradicar la pobreza, también acabar con la desigualdad y la defensa de un trabajo decente. Dentro de las secuelas humanitarias, económicas y sociales de la pandemia está, sin duda, la más que previsible ampliación de la brecha de desigualdad y la multiplicación de la pobreza. Por no hablar del desempleo monumental que la recesión económica producirá.

En esta entrada sólo pretendo poner el foco en algunos déficits que en el ámbito público se han observado de forma clamorosa en estos últimos meses y, asimismo, en cuáles son algunos de los retos o desafíos que los poderes públicos deberán afrontar en los próximos meses y años para atenuar y, en su caso, mejorar, los devastadores efectos que la crisis ha producido y provocará sobe aquellas personas que ofrecen fuerte vulnerabilidad social; cuyo círculo, conforme pasen las semanas y meses, se irá ampliando dramáticamente.

La presente entrada surge tanto por la observación y reflexión personal como sobre todo por la lectura del documento al que se hace referencia en la cita inicial (consultar aquí), suscrito por diferentes profesionales de los ámbitos sanitario y de servicios sociales de distintas instituciones y entidades de Euskadi, y del que tuve conocimiento por medio de una de las personas que lo suscribió (Boni Cantero). Este trabajo se divulgó también en un articulo de opinión editado en los diarios El Correo y El Diario Vasco, que llevaba por título  “Responsabilizarnos del otro”.

No cabe duda que, en lo que afecta a colectivos vulnerables (un concepto que la crisis derivada de la pandemia está ampliando constantemente), el largo período de duro confinamiento (más allá de la clásica “cuarentena”) ha mostrado algunas luces, pero sobre todo enormes sombras. Como bien se expuso por Rafael Bengoa, las medidas adoptadas han evitado el colapso hospitalario, pero dejaron desatendidos otros frentes: por ejemplo, las residencias de tercera edad, en las que los efectos letales de la pandemia han sido devastadores. El descuido público en este punto ha sido evidente. Y no basta, como dice el documento antes citado, enviar al ejército, a voluntarios o la dedicación abnegada de la mayor parte del personadle tales centros, pues las responsabilidades de esta pandemia no son solo individuales, sino también políticas y de gestión. Se requerían adoptar medidas que evitaran contagios masivos. Y, en algunos casos, no se adoptaron. Los análisis de riesgo, la propia gestión y por lo común la escasa atención sanitaria hacia ese problema, han sido muestras muy deficientes de unas políticas que son manifiestamente mejorables. La visión socio-sanitaria se impone, aunque tarde. La atención no preferencial por parte de los poderes públicos hacia esos colectivos de personas vulnerables ha sido la norma. Sabemos que han muerto muchos miles de personas en circunstancias muy poco precisas, la mayor parte de las veces en la soledad más absoluta. Tanto abogar por la muerte digna y las hemos condenado a un mal morir: nadie les ha acompañado en ese duro momento. El duelo oficial llega muy tarde y algo impostado.

Pero, durante el punto álgido del confinamiento, la vulnerabilidad  no se ha quedado ahí. Ha afectado sobre todo a colectivos muy concretos, por lo común olvidados e ignorados socialmente: personas sin techo, mujeres sin recursos y cargas familiares, mujeres maltratadas, menores, estudiantes sin acceso a Internet ni medios tecnológicos, parados, inmigrantes, discapacitados, personas con adicciones crónicas, y un largo etcétera. La crisis Covid-19 es y será una máquina de producir desigualdad. Sus daños colaterales serán terribles.

Ciertamente, como estudió Adela Cortina, la aporofobia ha echado fuertes raíces en nuestras sociedades. Y, probablemente, esa enfermedad social se multiplique (con un  populismo en auge o con la proliferación del egoísmo más vil) si no somos capaces de reforzar los valores de solidaridad, empatía y la propia ética del cuidado hacia esas personas que están padeciendo los efectos más duros de la crisis y todavía los padecerán más en un futuro inmediato.

Pero, desde un punto de vista ético y de arquitectura de valores en la sociedad contemporánea, otra preocupante tendencia viene a añadirse a la anterior: la gerontofobia que ha emergido con fuerza en estos últimos tiempos. El documento citado otorga un particular relieve a esta tendencia y pone de relieve manifestaciones múltiples de discriminación por edad que se están viviendo en esta crisis. Desde un punto de vista retórico, nadie se suma a esa idea, sin embargo los hechos avalan que tal tendencia se ha instalado de forma silente con fuerza en nuestra sociedad y también (más preocupante aún) en la actuación (o inactividad) de los poderes públicos. Directa o indirectamente, algunas medidas públicas han partido de la idea (nunca expresada) de que tales personas son “menos valiosas”. Y ello abre un debate ético que no se ha sabido encauzar en la tormenta de la crisis. En buena medida, las personas mayores (especialmente, aquellas que superan determinadas franjas de edad y ya no están en activo) han comenzado a ser invisibles y en cierta medida molestas: consumen demasiados “recursos” y son vistos como una carga. La actual delimitación de guetos espaciales, horarios o residenciales, les segregará más todavía. El afán regulatorio desmedido no ayuda a la responsabilización individual. Además, en una sociedad altamente envejecida (y con tendencia a serlo mucho más), es este un enfoque gravísimo del problema. Dinamita los fundamentos de cohesión de la sociedad. También en el texto que citaba se contienen interesantísimas reflexiones sobre esta cuestión. Y allí me remito.

La heurística de la dignidad personal (Adela Cortina) adquirirá una fuerza inusitada en los próximos tiempos. También la ética del cuidado. Ambas ideas-fuerza deberán ser la guía de actuación de los poderes públicos en el futuro post-Covid. Pues, en estos primeros pasos, lo que se ha observado de forma muy preocupante es la emergencia de una sociedad marcadamente dual. Hay quien ha sobrellevado razonablemente la primera fase de la pandemia y el confinamiento porque tenía recursos, empleo estable, medios y espacio adecuado para hacerlo, permaneciendo alejado del riesgo y de sus efectos colaterales (sus organizaciones han cerrado o “trabajado a distancia”); mientras que otra parte importante de la sociedad, muy vulnerable en diferentes ámbitos y aspectos, ha sido tapada de la escena pública e invisibilizada (tan solo recogida en algunos reportajes mediáticos que alertaban puntualmente de que el mundo no era el paraíso de los cánticos al “resistiré” de los balcones). Y, en fin, luego están los aplaudidos y los menos aplaudidos, colectivos que han sido enviados al campo de batalla con uniformes desaliñados y sin medios  ni recursos para enfrentarse a tan etéreo enemigo. Han caído como moscas. Y han hecho lo humanamente posible. Pero también es cierto que la sociedad ha abusado de esos colectivos (particularmente, aunque no solo, del sanitario o social) o de la necesidad existencial de trabajar que tenían otras muchas personas para salvaguardar su existencia y la de los suyos. Como expresa el texto comentado:   “No está bien abusar del carácter vocacional y solidario, y permitir que las personas trabajen en condiciones límites y/o de desprotección o sobreexponerlas a la fatiga y al burnout. Tampoco es correcto en virtud de la propia seguridad, negarse a atender necesidades que no pueden ser prestadas a través del teletrabajo”. En efecto, las personas que trabajan en servicios sociales municipales han prestado asistencia profesional en temas tan alejados de su competencia como el asesoramiento o tramitación digital de expedientes de solicitudes de ayudas, porque al “otro lado”, si no eran ellos, a esas personas (colectivos vulnerables, también autónomos y desempleados) nadie les ayudaba realmente o simplemente no sabían dónde acudir. La brecha digital, por mucho que se ignore (también por la Administración), sigue siendo algo real y doloroso. Y no se sabe a ciencia cierta cuántas personas se han quedado fuera de esos circuitos de ayudas al no poder informarse o tramitarlos por cauces telemáticos (por ejemplo, no deja de ser curioso que los locutorios hayan sido uno de los servicios más demandados en esta crisis por tales colectivos). La ética de orientación al servicio de la ciudadanía como premisa de actuación de la Administración Pública en parte ha quebrado durante esta primera fase de la pandemia. El perímetro de determinación de lo que son «servicios esenciales» se sigue moviendo en el sector público con patrones muy clásicos: todo lo que requiere la ciudadanía como demanda urgente y necesaria debiera tener esa condición.

En definitiva, hay muchas lecciones que se pueden aprender de esta complejísima circunstancia vivida. Una de las más importantes es que, de forma imperceptible, hemos “descuidado” públicamente la imprescindible ética del cuidado como complemento al valor ético de la justicia. Se ha practicado con intensidad, aunque con notables limitaciones, en el ámbito hospitalario, y se ha desatendido más en otras esferas y colectivos sociales. Lo expresa con contundencia el citado documento: “La situación vivida en la pandemia por parte de las personas más vulnerables sanitaria y socialmente, pone de manifiesto una crisis muy importante de cuidados y responsabilidad y una evidente ruptura del llamado pacto intergeneracional de cuidados que puede generar riesgos graves de daños y maltrato”.

Son muy interesantes las lecciones que extraen de la crisis el documento elaborado por el Grupo de Trabajo de Ética y Covid. Contiene abundante material para la reflexión y, especialmente, si se quieren adoptar medidas de mejora. La lucha para paliar la desigualdad marcará la agenda política en los próximos tiempos. Y la dignidad de la persona se sitúa en el epicentro del problema. Dentro de los círculos de vulnerabilidad, determinados colectivos (personas mayores, mujeres, desempleados, menores, personas sin techo, dependientes, etc.), deberán ser un punto de especial atención. Hay que huir de políticas de beneficencia y apostar por soluciones estructurales que palien las desigualdades. Por mucho que se desarrolle el teletrabajo en la Administración, el servicio público debe proporcionar siempre y en todo caso proximidad, asistencia personal y asesoramiento, empatía y acompañamiento a quienes sufren desigualdades (también de brecha tecnológica). Si bien la vida acaba siempre con la muerte, no es lo mismo morir dignamente que morir mal. La ética del cuidado deberá ser una de las políticas estrella del futuro. Y ello ineludiblemente exige contacto físico o presencia, no la fría o hierática “distancia digital” (hay situaciones y contextos personales muy duros detrás de la vulnerabilidad). Hay que compatibilizar y equilibrar razonablemente los enfoques epidemiológicos con la ética del cuidado. Para todo ello, los poderes públicos deberán priorizar en los próximos meses y años las políticas sociales, y ello requiere dedicar recursos de todo tipo en la mejora de la gestión. Hay que salvaguardar, como también se expone, ese imprescindible compromiso profesional: “Con reconocimiento social a quien más allá de sus obligaciones legales, presta una atención excelente corriendo riesgos, porque sabe que en la relación asistencial no solo se juega la dignidad de la persona atendida (cuidada, educada, protegida, lavada, alimentada o acariciada), sino el propio proyecto de autorrealización personal”. Esa es la auténtica idea de servicio público, y lo demás maquillaje. Por eso, y no por otras cosas, los servicios de atención a las personas (sanitarios y sociales, entre otros) saldrán revalorizados de esta pandemia y de la tremenda crisis ulterior, pero también  frente a la revolución tecnológica. Nunca podrán ser totalmente sustituidos por máquinas ni por artefactos digitales. Ese será su gran valor y su gran servicio público. Presente y futuro.