SECTOR PÚBLICO INSTITUCIONAL

LA AUSTERIDAD QUE VIENE 

 

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“Una deuda pública muy abultada implica redistribuir recursos entre las generaciones actuales y las del futuro, que no pueden votar mientras están sufriendo un empobrecimiento. Esto es injusto y debe ser tenido en cuenta por aquellos que parecen abogar por más y más deuda”

(Alesina, Favero y Giavazzi, Austeridad. Cuándo funciona y cuándo no, Deusto, 2020, p. 267)

 

Conforme se consumen los meses de este dificilísimo año 2020, y a pesar de que el marco de incertidumbre es aún muy elevado, los datos disponibles son cada vez más precisos y nos retratan con cierta fidelidad el tamaño del desastre que se avecina. Las estimaciones del impacto económico-financiero de la crisis Covid19 se están agravando conforme el tiempo avanza. Los primeros datos del mes de abril del FMI y del Gobierno de España (“Actualización del Programa de Estabilidad”) sufrieron modificaciones importantes al alza en el Informe de la AIReF (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal) de 6 de mayo, así como en la comparecencia del Gobernador del Banco de España ante la Comisión correspondiente del Congreso de los Diputados (18 mayo).

Según datos del 5 de junio, una vez computado el impacto del IMV, las estimaciones de déficit en 2020, según la AIReF, se moverán en una horquilla entre el 11,1 % y 13,9 % del PIB. Siempre que no carguemos más a los Presupuestos. En 2021, el déficit se moverá entre el 7,5 % y el 9,4 %, también según la AIReF.

Siendo ello preocupante, lo es más que las estimaciones de deuda pública (estimaciones de 6 de mayo) se encuentran entre las siguientes horquillas: en 2020, entre el 115 y 122 % del PIB; en 2021, entre el 117 y 124 %.

No cabe duda, por tanto, que nos encontramos ante un escenario de excepcionalidad fiscal. Tal como sucedió en la crisis de 2008 (aunque ambas sean de muy diferente trazado y factura), en estos primeros momentos estamos en una crisis fiscal expansiva de gasto público para hacer frente al shock (ya sin apenas margen de maniobra) y, más temprano que tarde, vendrá la dura resaca; pues habrá que aprobar un programa de consolidación fiscal o también denominado como plan de reequilibrio de las cuentas públicas. Dicho en términos más llanos; un plan de ajuste o de austeridad. Siempre que no haya que pedir un rescate, que no cabe descartarlo. Pero de eso poco se habla ahora, menos por el Gobierno. En 2010 se esperó dos años, y se puso en marcha de forma tardía (2010-2012). Y con errores de bulto. Los costes económicos y sociales fueron inmensos. En 2020 se siguen aplazando “las malas noticias”, pues ahora solo se quieren comunicar las buenas: estamos saliendo del durísimo período de la emergencia sanitaria. Y hay que sonreír, el que pueda. No se puede airear, sin embargo, que estamos saliendo “más fuertes”, pues precisamente se trata de todo lo contrario. No sólo en el plano sanitario/humanitario, que es evidente; sino también en la dimensión económico y social. Por lo que ahora importa, con un estado de las cuentas públicas deplorable, como no se conocía desde hace muchas décadas (probablemente desde la Guerra Civil, tal como recordó el Gobernador del Banco de España).

El diagnóstico de futuro que hizo la AIReF es sencillamente demoledor: “Para mantener estable en 2030 el nivel de deuda de 2021, sería necesario realizar a lo largo de la próxima década un ejercicio de consolidación fiscal similar al realizado en la década pasada, y alcanzar el equilibrio presupuestario en 2030. Adicionalmente, habría que mantener el equilibrio presupuestario casi otra década para poder digerir enteramente las consecuencias de esta crisis y volver al nivel previo de una ratio del 95 % del PIB en 2038”. Dieciocho años apretándose el cinturón para volver a los porcentajes de deuda pública (por cierto elevadísimos) que tenía España a finales de 2019. Ni más ni menos. El déficit entonces estaba en torno al 3 %. La disciplina fiscal no ha sido nunca nuestro fuerte. Al menos últimamente. Y las debilidades estructurales de la economía española son abundantes. Como expuso de forma certera el Gobernador del Banco de España: “Los impactos a medio plazo obligan a tener en cuenta la sostenibilidad financiera, por exigencias del marco europeo y, asimismo, por la necesidad de acudir a los mercados en demanda de financiación (…) La necesidad de un Plan de reequilibrio es inaplazable, así como la realización de un seguimiento estrecho del cumplimiento de los objetivos de consolidación fiscal”. Más claro, el agua.

Lo que sí parece cierto es que, como también ha expuesto la AIReF, el problema está en identificar cómo se hará ese programa de contención fiscal (si pivotará sobre ajustes de gasto o también sobre mayores impuestos), cómo afectará a los diferentes niveles de gobierno (Administración central, autonómicas y locales), y, en fin, de qué manera incidirá sobre los diferentes capítulos de gasto a ajustar. Así se considera que los gastos sanitarios y sociales se deberán incrementar (al menos en la etapa inicial), con lo que los ajustes deberán proceder de otros ámbitos. Y esta cuestión nos conduce derechamente a tres preguntas concatenadas entre sí: a) ¿qué tipo de plan de ajuste se llevará a cabo?; b) ¿sobre qué capítulos y ámbitos presupuestarios se proyectarán esos ajustes?; y c), en fin, ¿un plan de ajuste es realmente un “suicidio político” para el Gobierno que lo impulsa?

En un extraordinario y oportuno libro (Austeridad. Cuándo funciona y cuándo no, Deusto, 2020), los profesores Alesina, Favero y Giavazzi, llevan a cabo un exhaustivo análisis los programas de ajuste que se han aprobado desde 1970 a 2014 en dieciséis países, entre ellos España.  Se trata de un estudio objetivo (escrito, eso sí, antes de la crisis Covid19) basado en evidencias, que pretende alejarse de un tema, la austeridad, con “mucha ideología y poco análisis de datos”. Algunas de sus lecciones, con las matizaciones derivadas del actual contexto, son importantes. Allí afirman que la austeridad es “la respuesta a la mala previsión fiscal y al desarrollo de un gasto excesivo en relación con los ingresos disponibles”. Ciertamente, que la crisis Covid19 ha sido ajena en su estallido (salvo en la falta de previsión) a la gestión política, pero no en su trazado y desenlace. Tampoco en la situación precedente: las características estructurales de la economía española y la ratio disparada de deuda pública, así como el déficit existente, no nos situaban en buen lugar. Y la salida será mucho más compleja. Vienen tiempos de durísima contención fiscal. No conviene esconderlo. Como se señala gráficamente: “Tarde o temprano la estabilización tendrá que llegar, puesto que la alternativa última será la quiebra. Cuanto más se espere, mayores serán los ajustes requeridos, bien sean subidas de impuestos o reducciones de gasto público”.

La tesis central del libro citado, en la que los autores  insisten una y otra vez con evidencias (datos) contundentes es la siguiente: “Los planes (de ajuste) volcados en bajar gastos arrojan costes pequeños en términos de caída del PIB, pero los ajustes centrados en subir los ingresos públicos están asociados con recesiones profundas y duraderas”. Los planes de reequilibrio que empíricamente han funcionado son los de ajuste del gasto público, o los mixtos con prevalencia de esa variable.

Con esta tajante conclusión, la siguiente pregunta es dónde y en qué se ajusta o se recorta (pues recortes son). No cabe duda que las singularidades de esta crisis, como señalara oportunamente la AIReF, obligan a reforzar el gasto público en sanidad y en servicios sociales, al menos los primeros ejercicios. Ciertamente, como han reconocido los dos premios Nobel de Economía, Banerjee y Duflo, “hay una urgencia de diseñar y financiar adecuadamente políticas sociales eficaces”. También sanitarias, habría que añadir en estos momentos. Por consiguiente, en estos ámbitos, en principio, no se reduciría el gasto, sino que incluso cabría ampliarlo. Lo que derechamente conduce a la cuestión determinante: ¿Y dónde ajustamos, entonces? Los autores resaltan la ineficiencia en el gasto existente en los países del sur de Europa, y citan expresamente España e Italia (también Portugal, que ha corregido esas tendencias). También se hacen eco del despilfarro y de la corrupción, concluyendo que “se puede gastar menos y gastar mejor”. La ética (también pública e institucional), como ha reconocido Carlos Sánchez en un interesante artículo, cobra protagonismo especial en la salida digna a esta crisis. Debería formar parte del programa de reformas institucionales. Como otras muchas reformas del sector público a las que nos referimos en una reciente Declaración suscrita por quince académicos y profesionales. Fortalecer el Estado no es engordarlo artificialmente.

Realmente, si las partidas sanitarias y de servicios sociales no se podrán tocar y, es más, deberán verse incrementadas, por la gravedad del momento vivido y por un fortalecimiento del principio de precaución (hoy en día tan olvidado), habrá que hilar muy fino sobre qué ámbitos se producirá el ajuste. Y no iremos muy desviados si ponemos el foco en el gasto corriente, especialmente en los gastos de personal. Tal como se ha dicho, “la reducción en la masa salarial del sector público también tiene un efecto deprimente en la demanda agregada”, pero dicha caída puede compensarse con su traslado al sector privado, “conteniendo sus remuneraciones y aumentando así la rentabilidad y la inversión”. Aunque en España el empleo público es un “estabilizador” frente al brutal desempleo. Habrá que manejar muy finamente el  bisturí  para que esos ajustes se desplieguen efectivamente sobre las bolsas de ineficiencias, el tejido adiposo o aquellos empleos que no añadan valor añadido. No hay que ser ingenuos, la ortodoxia presupuestaria es bastante soez en sus planteamientos de ajuste, al menos en España, pues reduce o congela indiscriminadamente las retribuciones e impone tasas drásticas de reposición que nada ahorran realmente, puesto que el empleo tiende a transformarse en interino o temporal. Se debilita; así, la función pública, la envejece, la convierte en una institución inadaptada e impide atraer el talento. Y “atraer a personas cualificadas es esencial para que un Gobierno funcione bien” (Buena economía para tiempos difíciles, Taurus, 2020). Un diagnóstico muy conocido. Salvo que la cordura se imponga, eso es lo que vendrá. Pero depende cómo se haga ese proceso de ajuste, podrá acelerar una tendencia imparable, también en el sector público, a la automatización de muchas tareas (esto es, la sustitución de personas por máquinas) o a la externalización de determinadas actividades (esperemos que las superfluas y no las críticas).

Siempre cabe también reducir drásticamente las inversiones, pero entonces el motor de la economía sufrirá más aún. Los autores citados la prefieren, incluso, antes que recurrir a bajadas de impuestos, que son propuestas más depresoras. Y ello además teniendo en cuenta que será un ajuste duro y largo, pues en este caso –como también señalan- cuando “un plan (es) más persistente en el tiempo tiene un impacto más drástico para bien o para mal”. El bien lo sitúan empíricamente en el ajuste de gasto público; el mal, en la subida de impuestos. Como bien concluyen, “la recomendación es clara: rebajar el gasto, en vez de subir los impuestos contribuye decisivamente a romper la espiral de una crisis fiscal y revertir la situación de forma satisfactoria”.

Uno de los capítulos finales trata de un tema también recurrente en nuestro ámbito político: “La sabiduría popular sostiene que tomar medidas de ajuste es algo así como un suicidio político”. Poco más o menos que prepararse para la muerte súbita en política. También introducen el factor de si la gestión del plan de ajuste la lleva a cabo un gobierno de coalición, y si este está o no cohesionado. Su conclusión, basada en análisis empíricos, no va por esa línea: “Nuestros cálculos sugieren que no se puede afirmar que las consolidaciones supongan un ‘suicidio político’, ni mucho menos”. Aunque es cierto, y este es un dato nada menor en nuestro actual contexto político, lo siguiente: “La probabilidad de salir reelegido es mucho mayor si la austeridad se toma con más margen hasta las siguientes elecciones (lo ideal sería una distancia de al menos tres años)”. Asimismo, ponen de relieve otro punto nuclear: “La composición interna de las estructuras públicas (reparto de carteras) es más determinante de lo que podría parecer. Si el jefe de gobierno o el ministro de Hacienda tienen más poder, entonces las resistencias ante los ajustes serán menores”. Un liderazgo aceptado socialmente hace más fácil esa reelección. Las sociedades polarizadas y fracturadas políticamente complican la gestión de cualquier ajuste. Pero también añaden: “Las consolidaciones fiscales son más lentas cuando los gobiernos están conformados por una coalición de varios partidos”.

En cualquier caso, cabe concluir que habrá ajuste y, además, muy duro. Pero tendrá que ser de factura muy distinta al anterior de 2010, donde los errores fueron estrepitosos. Hará falta, sin duda, echar mano de la calculadora; pero también de la empatía política y social. Y no es fácil, “puesto que el PIB solo valora las cosas que tienen un precio y se pueden vender” (Adhijit Banerjee y Esther Duflo). Y esta crisis ha mostrado algo más, mucho más duro, también más humano. La Agenda 2030 y sobre todo el tercer mundo padecerá lo suyo. España, en otra dimensión y “amparada” por la Unión Europea (no lo olvidemos), también. Pero, en este complejo escenario, no se puede tolerar ni un día más que nos invoquen las seculares ineficiencias de nuestro sistema público y, cuando se salga del shock, nuestra falta de disciplina fiscal. El problema es que si esto no comenzamos a resolverlo nosotros, con un realista plan de reequilibrio, así como con reformas estructurales serias y bien planificadas, también del sector público, nos vendrán impuestas desde el exterior (Europa y FMI). Y, en ese caso, demostraremos una vez más la impotencia que este país tiene para resolver sus propios problemas.

EL REINO DE LAS POLTRONAS (Miserias de una Política desconcertada)

 

«POLTRONI

 

«Los partidos han reducido su presencia en la sociedad en general y se han convertido en parte del Estado» (Peter Mair)

GOBERNAR: «Para los políticos es sostenerse en el mando a todo trance, proteger a sus parientes y paniaguados, y perseguir encarnizadamente a sus enemigos. Por eso ha sido siempre tan funesta esa forma de gobernar» (J. Rico y Amat: Diccionario de los Políticos, 1855, p. 213)

El conocido internacionalmente como “Reino de España” lleva camino de convertirse en el reino de las poltronas. No se me escapa que la política siempre ha tenido el objetivo legítimo de conquistar el poder. Y una expresión material del poder es, sin duda, apropiarse de determinados espacios ejecutivos que permitan tomar decisiones, repartir presupuesto y, asimismo, en su faceta patológica, servir de pasto mediante la entrega de cargos y sinecuras a las innumerables clientelas que producen los partidos políticos o pululan por sus aledaños.

Lo realmente patológico de la política actual es que ya no pretende el poder tanto para decidir como para en sí mismo ocuparlo. La tarea de gobernar está pasando a ser hasta molesta (pues nunca llueve a gusto de todos). Cotiza a la baja. Se ha impuesto el no gobierno o el Gobierno marcado por la quietud, aquel que no rompe un plato. Lo de priorizar políticas comienza a convertirse en una pesada losa para unos políticos que solo quieren agradar con medidas benefactoras y (pretenden) esconder aquellos problemas cuya solución requeriría adoptar decisiones impopulares o que puedan llegar a levantar ampollas en ciertos colectivos. El gobierno soft y el político naif se imponen. Los responsables públicos hoy en día solo prometen paraísos. Ninguno está dispuesto a enfrentarse con adversidades. Las malas noticias (aunque vengan anunciadas desde hace tiempo) no existen en la política actual, se edulcoran o tapan, cuando no se aplazan. Procrastinar es el verbo de moda en la política actual. La positividad, como dijera Byung-Chul Han, todo lo impregna. Es el imperio del me gusta o de la política pretendidamente amable.

En ese contexto, lo más visible de la política actual es el reparto grosero de cargos públicos y la distribución de prebendas públicas entre acólitos y adláteres. Max Weber ya lo anticipó, pero se quedaría atónito si visitara este país por estas fechas. Más recientemente, Peter Mair, en esa excelente obra titulada Gobernando el vacío (Alianza, 2013), nos muestra cómo los partidos se adosan a las instituciones como manual de su propia supervivencia: “El clientelismo político –como dijo este autor- resulta ser la única de las funciones clave que los partidos siguen realizando”.

Tras infinitos titubeos y dimes y diretes, ya se han formado la totalidad de los gobiernos autonómicos salidos de las urnas del 26 M. El Gobierno central, aunque con elecciones anteriores (28 A), espera eternamente en funciones, con la amenaza de volver a las urnas, salvo que surja una sorpresa en el último minuto y se distribuyan algunas poltronas que sacien ávidas demandas insatisfechas. Pero el tema, al parecer, tiene más calado: tactismo puro, juego electoral y exterminio de aquellos que molestan.

En cualquier caso, el dato empírico es que donde ha existido cambio de gobierno o se ha debido formar o incrementar gobiernos de coalición, se han multiplicado los departamentos (Consejerías) y, por tanto, los altos cargos; también ha crecido el personal eventual de confianza y asesoramiento especial. Por lo que afecta a este, nadie ha entendido correctamente el nombramiento como personal eventual (responsable de redes sociales) de la hermana de una alcaldesa, pues como dijo un político catalán hace más de quince años cuando en una rueda de prensa le objetaron que había nombrado director general a su hermano: “¿No es un puesto de confianza política? En quien voy a confiar más, sino en mi hermano”. Se acabó la discusión. Los periodistas enmudecieron. No había redes sociales, además entonces la ética y la estética no jugaban fuerte en política. Ahora es otra cosa. O lo parece, más bien.

Cambiado el primer nivel directivo, veremos qué pasa luego con los miles o decenas de miles de puestos de libre designación. El Dedómetro, magnífica iniciativa puesta en marcha por la “Fundación Hay Derecho”, tendrá un trabajo ingente por estas fechas. La penetración de la política en la Administración no solo es vertical, sino que ya engorda su dimensión horizontal. Los gobiernos de coalición se amplían por lo ancho para dar de comer a más bocas amigas. Y, si no, los asesores se multiplican, a pesar de que nada o poco tengan que asesorar. Mientras los presupuestos públicos aguanten y el sufrido ciudadano no se rebele, aunque síntomas ya ha habido, las cosas seguirán igual.

La cooptación ideológica o de partido es el método de selección de tales responsables y directivos públicos o asesores que ocuparán las consabidas poltronas de las Administraciones Públicas, cuando no se empaña el proceso por prácticas más o menos disfrazadas (algunas descaradas) de nepotismo o amiguismo. O, en fin, hay veces que se reparten favores por servicios prestados. Da igual que la persona no ofrezca las mínimas competencias profesionales para el correcto ejercicio de la actividad político-directiva, pues lo que pesa es la metafísica de la confianza, de la que hablara Francisco Longo; incluso se promueve a cargos públicos a quienes saltaron anteriormente de las responsabilidades públicas por falta absoluta de ejemplaridad (el caso del reciente nombramiento como Consejero de Justicia de la Comunidad de Madrid de Enrique López es, bajo el punto de vista ético, un auténtico escándalo: en este país, al parecer, todo vale). La memoria del populacho es frágil, o al menos eso creen. Tal vez algún día despierte. Y si no hay suficiente con repartir el poder administrativo, siempre queda el socorrido recurso del sector público o a las opacas empresas públicas: aquí el reparto adquiere tintes grotescos, pues para hacer hueco los puestos de responsabilidad en algunos casos se multiplican o, incluso, se nombra muchas veces a personas auténticamente incapaces –ejemplos patológicos los hay- para la tarea de dirigir un sector empresarial que, además, desconocen absolutamente.

Lo grave de todo este burdo sistema, plenamente enraizado, no es solo que se colonice la alta Administración, sino sobre todo que, signo de ignorancia supina (o de malas artes de una política pretendidamente maquiavélica), se desprecia la cultura institucional democrática (en sentido pleno de la palabra) y se hace un daño enorme a la legitimidad y al funcionamiento regular de las organizaciones públicas al quebrar la continuidad de sus políticas públicas con un “quita y pon” permanente de responsables públicos basado exclusivamente en criterios alejados de la profesionalidad o del más mínimo rigor.

Sin embargo, ni siquiera así se saturan los apetitos de poder. Siempre se quiere más. La política, sin frenos, es insaciable. Para evitar tales abusos se creó el sacrosanto principio político-constitucional (bastardeado hasta el infinito) de la separación de poderes. El máximo desprecio de tal principio se alcanza cuándo –como viene siendo habitual en nuestro panorama político- también se colonizan los órganos constitucionales, las instituciones de control, los organismos reguladores o las administraciones mal llamadas “independientes”. Con este burdo cambalache –insisto, asentado hasta los tuétanos en nuestro sistema político-institucional- los frenos del poder (que deben ejercer esas instituciones constitucionales, de control, reguladoras o “independientes”) se rompen por completo, al entregarse tales cargos institucionales al reparto impúdico de poltronas entre los diferentes partidos en liza. Se buscan fidelidades amigas, nunca perfiles profesionales que puedan al final resultar incómodos al poder. Estos siempre molestan a una política que solo busca complacencia y aplauso.

Es tremendamente triste que la tan cacareada política de regeneración y renovación democrática, durante tanto tiempo manoseada por la política, no haya dado hasta la fecha resultado alguno a la hora de impedir (o siquiera reducir) ese chalaneo político impresentable, impropio de un país que se califica a sí mismo de democrático. Es igualmente triste que no haya ni un solo político (o líder, estatal o autonómico) en el panorama español que lidere con honestidad, integridad y coraje esa renovación institucional, siempre aplazada. Me parece igualmente insólito que las cúpulas de los partidos no muestren el más mínimo sentido institucional democrático, entendido en su recto sentido: la democracia no es solo votar, es ante todo facilitar el control del poder, limitar o impedir sus abusos.

Y ese manido y continuo reparto político de poltronas se hace tanto en las instituciones centrales como en las territoriales (o autonómicas). Nadie está a salvo. Es una (pésima y patológica) cultura (de mala) política de la que, hoy por hoy, ningún partido se salva. En este punto, las ideologías se difuminan, hasta desaparecer por completo. Si algo enseñó Montesquieu, por mucho que los políticos lo olviden, es que solo mediante un diseño institucional correcto  de arquitectura constitucional de pesos y contrapesos, el poder frenará al poder. Lo demás es una quimera o un engaño. Termina en el abuso o, peor aún, en el despotismo.

Además, cuando la política se fragmenta o se atomiza, como es el caso actual, el reparto de poltronas se vuelve más descarado, incluso obsceno. Hay, ley de vida, más personas o partidos pidiendo ávidamente su cuota de poder, por mínimo que este sea. O su parte de presupuesto. Los partidos, y sobre todo sus clientes, viven cada vez más, enchufados al presupuesto. Pero lo grave no es eso. Lo realmente grave es que la política está empezando a mostrar síntomas evidentes de no saber para qué quieren el poder, si no es para sí misma. Y eso, al menos así, tan crudamente, no pasaba antes. Los endémicos problemas de la sociedad comienzan a pudrirse. Y la clase política, de la que hablara Gaetano Mosca, vive encapsulada en sus miserias, odios recíprocos personales o sectarios y signos evidentes de absoluta impotencia. Hemos reducido el digno oficio de la política a un mundo de pasiones desmedidas o de sectarismo atroz en el peor sentido del término. La denostada casta ha terminado por enmudecer hasta sus críticos más feroces e incorporarlos a ella.

No se llamen a engaño. Una democracia sin controles (checks and balances) nunca pasará de ser más que un puro remedo. Premonitoriamente, lo expuso Spinoza en su inacabada obra Tratado político: “Las leyes, por si solas, son ineficaces y fácilmente violadas, cuando sus guardianes son los mismos que las pueden infringir”. Y así seguimos, sin querer aprender las cosas más básicas. Cualquier control efectivo, al parecer, incomoda en la política española, sea esta del signo que fuere. También molestaba en las democracias avanzadas, pero esa es una asignatura que tales países resolvieron satisfactoriamente hace mucho tiempo. Entre nosotros, siempre se considera mejor tener amigos que todo lo edulcoren o vaciar las instituciones mediante una política de prórrogas eternas de sus mandatos u optar por la nueva modalidad de “sillas vacías”, como es el caso del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, que pronto hará dos años con la presidencia sin cubrir. ¿Qué más da? Ya llenó titulares cuando se creó como buque insignia de esa política renovada de regeneración democrática que nunca llegó. Al Parlamento y a sus señorías, pronto les invadió la amnesia, lo mismo que a los distintos gobiernos. Esas instituciones de control al final estorban. Al menos para quienes ejercen el poder. Lo de siempre. Ya que «deben estar», más vale tenerlas enmudecidas. Como mera coreografía.

CÓMO ALINEAR POLÍTICA Y GESTIÓN EN LOS AYUNTAMIENTOS

 

POLITICS AND MANAGEMENT

 

Selección de directivos: «Cuando no se sabe dónde se quiere ir, se buscan los más gratos compañeros de viaje, y no los más eficaces»

(Pascual Montañés Duato, Inteligencia política. El poder creador en las organizaciones. Financial Times/Prentice Hall, 2003, p. 98)

 

Ya se han constituido los Ayuntamientos. Alcaldes y alcaldesas han tomado posesión. No obstante, la hora de la política seguirá aún con el reparto de responsabilidades entre los distintos concejales y concejalas; esto es, con la formación de equipos gubernamentales. Tarea aparentemente sencilla cuando se gobierna en solitario, mucho más compleja cuando se hace en coalición. Determinar las áreas políticas de la estructura municipal es una cuestión clave, pero también lo es situar a determinadas personas liderando esas áreas, algo que, por lo que se refiere a responsabilidades políticas, viene siempre hipotecado por la configuración previa de las listas electorales, que rara vez se hacen pensando en qué perfiles son los más competentes para desarrollar determinadas áreas políticas de actuación municipal (por ejemplo, quién se hará cargo de qué). Además, cuartear mucho la estructura política, con la finalidad de contentar en el reparto a todos los socios de un hipotético gobierno de coalición (como tanto ahora abundan), puede tener costes de transacción elevadísimos en un futuro inmediato o mediato. Puede hacer la acción política intransitable. También tendrá costes muy altos configurar una estructura política y directiva al margen de la estructura administrativa, sin una correspondencia razonable entre ambos ámbitos. Poner en marcha decisiones políticas en estructuras cuarteadas y no alineadas es una dificultad adicional a las habituales complejidades que comporta ejecutar cualquier decisión (más si esta es crítica o relevante a escala de ciudad).

Pero, siendo importante lo anterior, mucho más lo es comprender que sin un correcto alineamiento entre Política y Gestión, la actividad política municipal tendrá serias dificultades para ser efectiva. Y este punto, como vengo insistiendo en varias entradas anteriores, para que la política luzca o brille es central que ese alineamiento esté bien articulado, pues en caso contrario el programa de gobierno no se podrá desplegar en toda su intensidad y las ansias de transformación o cambio que impulsan muchas decisiones políticas quedarán bloqueadas o costará mucho sacarlas adelante. El fracaso político será una sombra que planeará sobre todo el mandato.

Ciertamente, en las estructuras ejecutivas de nuestro sistema institucional partimos de un enfoque absolutamente periclitado. En efecto, las relaciones entre gobierno y administración siguen guiadas por el planteamiento dicotómico. Dicho de otro modo, unos (los políticos y también los directivos de designación política) se dedican a “hacer política” y otros (los funcionarios o empleados públicos) a ejecutarla. Este enfoque es propio de épocas pretéritas, sin embargo marca con fuego una relación patológica entre dos espacios o colectivos (políticos y funcionarios) que no pueden vivir aisladamente el uno sin el otro. Y si así fuera, el fracaso de la política o el sin sentido de la administración serían el frustrante resultado de tal patología (algo muy extendido en la esfera de los actuales gobiernos locales): organizaciones que no cumplen ni cumplirán sus importantes misiones que tienen atribuidas, entre ellas principalmente servir de modo eficaz y eficiente las necesidades de la ciudadanía.

Políticos y funcionarios, ciertamente, tienen dos notas singulares que los individualizan como colectivo. La primera es el diferente marco cognitivo derivado de su distante sistema de elección/selección, bien descrito por Manuel Zafra en una entrada editada en este mismo Blog («Política Municipal»): en el ámbito del gobierno local personas inexpertas dirigen a personas expertas, con toda la complejidad que ello comporta. Por tanto, deslindar bien los roles de la política y del personal técnico-directivo o profesional se torna imprescindible. La política no puede entrometerse en el plano técnico ni la función pública puede hipotecar a la política. Pero la cuestión es mucho más compleja. Evidentemente, hay que cumplir el marco normativo vigente. Es también muy importante que se produzca una buena retroalimentación entre política y función pública, pues muchas veces (al menos algunas) los proyectos políticos surgen de la propia estructura profesional, siempre que esta sea cualificada. Y en el empleo público local hay talento. También capacidad de innovar. Simplemente hay que identificarlo. Y si no existe buscarlo. Citando una vez más un título de uno de los libros del profesor Zafra, en el ámbito del gobierno local es muy relevante el respaldo político a las buenas ideas. Y estas hay que estimularlas en la organización. Hacerla partícipe de ellas. No nacen solas.

La segunda nota que diferencia a ambos colectivos (políticos y funcionarios) es la relación con el tiempo. Los políticos padecen lo que Hamilton denominara como tiranía del mandato. Su visión estratégica se estrella (salvando honrosas excepciones) en un horizonte de cuatro años, que siempre se queda en tres (tras seis meses de arranque y seis de cierre). Los funcionarios, al menos los de “carrera”, tienen una relación estable o permanente. La percepción del tiempo es muy distinta. El tiempo corre en contra del político, que lo intenta estirar o multiplicar, mientras que el tiempo para el funcionarios está muy marcado por el proceso (o procedimiento), lo que mal entendido puede desesperar la puesta en marcha de algunas políticas. Por eso es tan importante que trabajen alineados. Si viven de espaldas, nada se conseguirá.

Fruto de ese marco cognitivo diferenciado y de esa concepción del tiempo tan radicalmente distinta, surge con frecuencia una relación entre políticos y funcionarios hartamente compleja. La desconfianza recíproca es común, entre los primeros cuando llegan (no se fían de los funcionarios que han trabajado con el equipo anterior) y por lo que afecta a los segundos (desconfían de los políticos que llegan) porque están acostumbrados al desfile cada cuatro años de cargos representativos. Sin una argamasa que una tan dispares mundos, el fracaso puede ser el resultado. Y en política el fracaso se paga en las urnas.

Es verdad que, a fuerza de ser sincero, no es fácil alinear Política y Gestión, tampoco en la administración local, sin disponer de estructuras directivas profesionales. Y aquí sí que tocamos hueso. Los municipios de gran población han trasladado la estructura de altos cargos de designación política a sus respectivas áreas directivas (al menos, la de Coordinadores Generales y Directores Generales; también al sector público municipal). Por tanto, el planteamiento dicotómico sigue presente: quienes son nombrados para tales funciones tienen el “sello político”. Son vistos como “políticos”, aunque sean directivos. La función pública no los ve como uno de los suyos (aunque muchos o algunos sean funcionarios), ni siquiera como una figura de mediación entre la Política y la Gestión, que es el papel que cumplen los top (o city) managers o los directivos públicos profesionales en el ámbito local. Mientras tanto en los municipios de régimen común, el sistema dicotómico sigue plenamente asentado y el rol de los funcionarios con habilitación de carácter nacional se torna determinante en muchos de ellos: pueden facilitar la acción política o en algunos casos entorpecerla. Sí que es cierto que en algunos ayuntamientos (hasta ahora muy pocos) se ha apostado por la figura de la profesionalización de los directivos municipales a través de su regulación en el ROM. Pero lo corriente sigue siendo que las funciones directivas las ejerzan todavía hoy (de forma hartamente discutible) personal eventual o, en la mayor parte de los casos, que las desplieguen funcionarios públicos (en no pocas ocasiones a través del sistema de provisión de libre designación). El marco normativo vigente en ambos casos está pidiendo a gritos una adecuación a las necesidades objetivas de las estructuras de gobierno municipal. La apuesta por la profesionalización debería ser inaplazable. Pero nada apunta en esa línea: la fragmentación de la política y la entrada de diferentes formaciones en el reparto de prebendas tiende a bastardear más aún el débil modelo institucional hasta ahora existente.

Como también se viene recordando en otros comentarios previos, el Alcalde o Alcaldesa que quiera alinear correctamente Política y Gestión en su Ayuntamiento deberá, al menos, poner en marcha las siguientes medidas:

  1. Si los políticos locales son nuevos, resulta necesario impulsar programas de desarrollo de competencias institucionales con la finalidad de que incorporen rápidamente a su forma de hacer el tipo y naturaleza de la organización a la que dedicarán su actividad en los próximos años. La formación de los políticos y directivos locales es la mejor inversión a medio plazo que puede hacer un equipo de gobierno. Cohesiona a sus miembros y les dota de visión, así como de las competencia básicas para el correcto desarrollo de sus funciones.
  2. Una adecuada distribución de las áreas políticas que se adecue lo más posible a la estructura directiva y/o administrativa facilitará la buena política y la buena administración (evitando o paliando los elevados costes de transacción de una estructura política fragmentada y su proyección sobre estructuras directivas o funcionariales cuarteadas también).
  3. Elegir muy bien a las personas que van a liderar las áreas políticas y/o directivas. La competencia política es capital. No digamos nada de la competencia directiva. La política sin una buena ejecución es un trabajo estéril o de puro marketing (cosmética política, que pronto se diluye). Seleccionar directivos mediante procesos competitivos y abiertos es la mejor opción que puede hacer un gobierno municipal si pretende ser eficiente. Cierto es que aplazará su arranque (la puesta en marcha del proceso), pero no lo es menos que, tal modo de proceder, avalará pronto sus resultados.
  4. Hacer buena política municipal requiere ineludiblemente elaborar un Plan de Mandato, Plan de Gobierno o Ejes Estratégicos de actuación (a cuatro años) y alinearlo con la política presupuestaria. Este transcendental instrumento no lo puede elaborar solo la política, necesita ineludiblemente la contribución del personal directivo o técnico cualificado de la respectiva Administración Municipal. Hacer política en un ayuntamiento no es escribir una hoja en blanco, hay muchos proyectos en marcha, bastantes iniciativas transitadas, que habrá que valorar. Cuando hay cambio político, una buena transferencia de poder se convierte en un medio trascendental para evitar que los Ayuntamientos sean organizaciones estúpidas o sin memoria.
  5. No se puede funcionar razonablemente en una estructura de gobierno municipal sin configurar un Consejo de Dirección o Comisión Ejecutiva, donde el Alcalde o persona en quien delegue coordina e impulsa las políticas municipales con el personal directivo o técnico cualificado, que prepara su diseño, garantiza su correcta ejecución y desarrolla la necesaria evaluación. Este espacio institucional debe ser una de las piezas maestras de cualquier Gobierno municipal, independientemente del tamaño del mismo. Su estructura y composición son, asimismo, decisiones capitales.
  6. Y, en fin, es muy importante la búsqueda de espacios comunes entre políticos, directivos y personal técnico donde se compartan visiones, proyectos, lenguaje o, en fin, dificultades. Esos ámbitos compartidos pueden ser reuniones periódicas, «encierros» para tratar temas monográficos, cursos o programas de formación, o, en fin, la elaboración de proyectos de mejora diseñados e impulsados conjuntamente. Esos espacios facilitan la siempre compleja relación entre políticos, directivos y funcionarios, pero sobre todo pueden articularse como el auténtico aceite que engrase ese imprescindible alineamiento entre Política y Gestión, que de lograrse solo deparará ventajas para ambos mundos: la Política logrará sus objetivos y la Gestión será el instrumento que hará eficiente la organización. La imagen de marca del Ayuntamiento ganará muchos enteros. Y los servicios a la ciudadanía, al fin y a la postre lo más importante, también. Un cierre necesario, pues la política municipal existencialmente no es otra cosa que servir eficaz y eficientemente las necesidades de la ciudadanía.

LAS ADMINISTRACIONES ESPAÑOLAS (Reseña del libro del profesor Miguel Sánchez Morón, Las administraciones españolas, Tecnos, Madrid, 2018, 321 pp.)

las administraciones españolas

“Es obvio que los países en que la sociedad es más abierta, culta, responsable y tiene firmes valores cívicos de respeto a la legalidad y a la igualdad, de honestidad y de solidaridad, suelen contar con administraciones más eficientes que aquellos otros en que está socialmente aceptada la endogamia localista o corporativa, se tolera ampliamente el favoritismo y se disculpa la picaresca o en donde está extendida la pereza y el conformismo como espíritu vital, o bien donde existe una profunda desigualdad social y prima un individualismo a ultranza. De alguna manera, la administración es el reflejo de la sociedad y a la larga tiende a evolucionar en el mismo sentido que esta” (M. Sánchez Morón, p. 262).

“La calidad de la Administración importa tanto como todos los factores propiamente políticos (…) Desde luego, ningún régimen funcionaría bien sin administradores cualificados, pero el hecho de que a ello se añada la lucha permanente de intereses, ideas, hombres y partidos aumenta las deficiencias de la Administración”.

(Raymond Aron, Democracia y Totalitarismo, Página indómita, Barcelona, 2017, pp. 178-179)

La comprensión del complejo y denso sistema orgánico-institucional que se conoce como Administración Pública y las entidades de su sector público, así como de las estructuras administrativas de los órganos constitucionales y estatutarios o de las autoridades independientes, no resulta sencilla para los profesionales no especializados en el sector público y mucho menos aún para la ciudadanía en general. La mera existencia en España de 18.797 entes del sector público ya nos advierte de la dificultad del empeño.

Por ello hay que aplaudir el enorme esfuerzo didáctico que el profesor Miguel Sánchez Morón ha llevado a cabo en la reciente obra que ahora se reseña. No en vano analiza una realidad tan poliédrica como el “sector público” (o, en sentido lato, “las administraciones públicas”) con una destreza y claridad que siempre son de agradecer.

Lo que aquí sigue es un breve comentario de este libro que apareció en el mercado editorial poco antes del verano. Pero también es una invitación a la lectura de este importante trabajo que cubre un vacío en la bibliografía del sector público, pues el autor lleva a cabo la ejecución de un libro singular. Se trata de un ensayo técnico con un lenguaje accesible al público no especializado. Esa finalidad se expresa en el prólogo y la cumple sobradamente en el contenido. Un trabajo, además, bien escrito, ordenado, con buena sistematización y no exento de un amplio fondo bibliográfico y documental que le sirve de apoyo.

La obra de Sánchez Morón se nutre además de su larga experiencia como profesor y especialista atento al devenir de las instituciones públicas tanto en su dimensión jurídico pública como en su faceta de organizaciones y de estructuras de personal. Su bibliografía anterior sobre estas cuestiones es sencillamente inmensa y de calidad contrastada. Además, lideró en su día la denominada “Comisión Sánchez Morón” (2005) que alumbró un Informe que dio pie ulteriormente a la aprobación del Estatuto Básico del Empleado Público (2007). Todo este amplio recorrido profesional, también como Abogado de Derecho Público, se despliega en los distintos pasajes de este libro. Y, sin duda, enriquece su contenido hasta convertirlo en una obra de madurez e imprescindible, como después diré.

Pero este libro tiene también otros atributos que conviene resaltar debidamente. El primero de ellos es la aportación de innumerables datos cuantitativos que facilitan la inteligencia exacta del problema y de su correcto alcance, que se analiza en cada caso. El segundo es que no se trata de un libro descriptivo (algo que sería enormemente aburrido y añadiría poco valor a los Manuales u obras actualmente existentes sobre esta materia), sino que junto al análisis de cada nivel de gobierno y de administración pública, así como del resto de las entidades que componen el sector público, se añade una innegable carga crítica que pone de relieve las fortalezas y debilidades que cada entidad pública ofrece. Dicho en términos más llanos, el autor “se moja” y emite opinión fundada, que en unos casos (los menos) es complaciente con la institución que estudia, pero que en otros muchos incorpora una prudente y motivada carga crítica, que siempre conviene tener presente para saber realmente cuál es el estado actual de esas organizaciones públicas. Y, el tercer atributo, radica en que esas posiciones críticas abren –o cual siempre es de agradecer- un espacio a la deliberación y, por tanto, también al contraste de opiniones, de tal modo que unas veces se podrá estar de acuerdo con las tesis expuestas y en algunas otras discrepar de su contenido. Algo que, en cualquier caso, no puede llevarse a cabo –al menos con la intensidad requerida- en el estrecho margen de espacio que una reseña bibliográfica permite.

El libro está muy bien estructurado. El capítulo I contiene lo que el autor denomina como “Una visión de conjunto”. En mi modesta opinión, es probablemente el mejor capítulo del libro y también el más difícil (aunque el último no está tampoco exento de dificultad). Aparecen en esas primeras páginas algunos de los problemas que luego serán desarrollados al tratar los diferentes niveles de gobierno (Estado, Comunidades Autónomas y entidades locales), así como el resto de entidades del sector público. Por ejemplo, la configuración de la administración como “organización estable profesionalizada, que ha de aplicar la línea política que en cada momento fije el gobierno elegido, pero eso sí, respetando estrictamente la ley, con eficacia y de manera imparcial o neutral, sin discriminaciones ni preferencias personales o favoritismo”. En esta frase está condensada la esencia de la Administración Pública como Administración impersonal y sujeta al principio de legalidad, pero como estructura que requiere legitimarse a través de la eficiencia.

Y es en este punto donde las debilidades tradicionales de nuestra Administración Pública hacen acto de presencia. La confusión entre gobierno y administración, la penetración política en las estructuras administrativas, así como la existencia de un denso y prolijo sistema de controles formales, pero que no funcionan en la práctica, arruinan en gran parte la homologación del sistema administrativo español al existente en otras democracias avanzadas. Como bien expone Sánchez Morón, “la separación entre el nivel político y el administrativo no es del todo clara ni está suficientemente garantizada”, aunque su tesis es que ello se produce sobre todo en el nivel autonómico y local de gobierno, no tanto en el del Estado. Un juicio bastante complaciente con la Administración del Estado que se reitera a lo largo de las páginas del libro, pero que se debería matizar convenientemente.

Las estructuras de personal del sector público son analizadas con excelente criterio, propio de un especialista consagrado en esa materia. Sobresale la presencia relativamente baja del porcentaje de empleados públicos sobre el empleo asalariado total (que en España fluctúa entre el 16 y 17 por ciento), pero más sorprende (sobre todo a aquellos que no conozcan bien el sector público) el siguiente dato: “La masa salarial del empleo público es, sin embargo, porcentualmente superior y alcanza cerca del 23 por 100, ya que en nuestro país la media de los salarios es más alta en el sector público que en el privado”. Las razones son varias, entre ellas la mayor cualificación del empleo público en algunos sectores (por ejemplo, educación y sanidad), “pero también porque la mayoría de las empresas privadas pagan menos por funciones o trabajos equivalentes, salvo en el estrato directivo”.

Pero el autor no detiene su análisis en el dato empírico, sino que relata lo que es una realidad a veces no tan amable como se la pinta: “en muchas oficinas y establecimientos públicos (…) es frecuente encontrar empleados total o parcialmente ociosos. Y eso que los horarios de trabajo en las administraciones públicas suelen ser más reducidos y el número de días de permiso y vacaciones superiores a los de la empresa privada”. Está aún por hacer un estudio exhaustivo que compare las condiciones de trabajo y retributivas entre el sector público y privado. Me temo que los resultados serían escalofriantes. Se vive mejor en la ignorancia y sumergido en los tópicos de siempre.

El foco sobre la descentralización de la Administración Pública tampoco resulta muy amable. Tenemos una Administración Pública fuertemente descentralizada, pero en verdad muy fragmentada (como ya denunció la propia OCDE) y con frágiles sistemas de articulación o integración, pues “para que las relaciones entre gobiernos y administraciones funcionen adecuadamente se precisa ese lubricante que los alemanes denominan la ‘lealtad federal’”, un producto que al parecer no existe por estas tierras.

Pero si algo hay importante en el (mal) funcionamiento de las Administraciones Públicas es “el problema por el que el régimen de control no funciona adecuadamente”. Y el diagnóstico está muy claro, aunque las medidas de corrección nunca se apliquen: a) “el nombramiento de buena parte de los controladores depende de la voluntar de los controlados” (o dicho de otra manera: los partidos políticos sin excepción “se han preocupado y mucho de nombrar para ejercer los controles a personas de su confianza siempre que fuera posible, pactando un reparto de los cargos por cuotas en caso necesario”).

La obra analiza pormenorizadamente los tres niveles territoriales de administración pública (Estado, CCAA y gobiernos locales). El relato histórico de formación de la Administración General del Estado está muy bien hecho. En pocas páginas sintetiza las ideas-fuerza de una compleja evolución. Pues no cabe olvidar que las Administraciones Públicas, en cuanto instituciones, son hijas del proceso de evolución histórica de cada sociedad. Y gran parte de las patologías actualmente existentes encuentran su explicación en ese hilo histórico. La Administración General del Estado “ya no es una administración prestadora de servicios públicos”, su dimensión se ha venido encogiendo paulatinamente hasta estar (casi) ausente en el territorio. Sus efectivos también. Los cuerpos de élite juegan un rol central en la Administración General del Estado, pero también en la política y en la dirección pública. Es una Administración altamente “corporativizada”, que junto con la politización y la sindicalización conforman la tríada de patologías más fuertes, sobre todo que condicionan fuertemente si se quiere reformar algo. Aunque el peso del personal instrumental sigue siendo importante. Destaca, así, “el elevado número de funcionarios del subgrupo C1 o nivel administrativo, que supone casi el 40 por ciento de los efectivos. Porcentaje un tanto llamativo en una administración que no es prestadora de servicios”. Una gran paradoja. Como también paradójico es que a las puertas de la revolución tecnológica, la Administración central siga apostando absurdamente por mantener esos elevados porcentajes de puestos de trabajo de tramitación que está llamados a desaparecer en pocos años. La Administración del Estado es, según el autor, “la más profesionalizada entre las administraciones españolas” (lo cual no es decir mucho), pero más discutible es la afirmación de que lo es no solo por la selección sino también por “los criterios de designación de sus órganos directivos”. Sin embargo, en este punto la diferencia entre los sistemas de alta dirección del Estado y de las CCAA no son de esencia, sino de grado. En la Administración General del Estado rige parcialmente el spoils system de circuito cerrado (Quermonne), en las Administraciones autonómicas y locales el spoils system sin adjetivos.

Las Administraciones autonómicas son objeto de un tratamiento específico en el capítulo III. Bien trabado su proceso de construcción, la obra se adentra en definir qué hacen este tipo de administraciones, pero los apartados más interesantes (y más logrados) son, sin duda, los relativos al análisis de la organización administrativa y del denso y extenso (en algunos casos) sector público autonómico. Así como del relativo al empleo público. Muy interesante es la tesis según la cual “a mayor dispersión de la organización administrativa, mayor facilidad para el clientelismo y mayor riesgo de colusión entre intereses públicos y privados y oportunidades de corrupción”. Así, como confirma este autor, “no es casual tampoco que esas Comunidades Autónomas –Andalucía, Comunidad Valenciana, Cataluña- sean aquellas en las que el mayor número de procedimientos judiciales por corrupción se han abierto en los últimos años, según datos proporcionados por el Consejo General del Poder Judicial”. Afirmaciones interesantes asimismo son aquellas en las que el autor incide en el dato objetivo de que “las distintas administraciones autonómicas han creado un sistema de función pública cerrado sobre sí mismo” o que “la movilidad del personal entre unas y otras administraciones ha quedado, pues, reducida al mínimo”. Ese cuarteamiento de las Administraciones Públicas ha generado otro efecto disfuncional de enorme magnitud y de difícil o imposible reparación: “la influencia que en ellas tienen las organizaciones sindicales de los empleados públicos, bastante superior a la que tienen en la Administración del Estado”. El autor realiza en esas páginas (126-131) una censura impecable de la forma de actuar del sindicalismo en el sector público, que ha terminado por transformarse en parte del problema y no en la solución. Estas son sus palabras: “Los sindicatos presumen que el presupuesto público lo aguanta todo”. Merece la pena leer esas páginas. Asimismo, Sánchez Morón detecta, junto al mal de la fuerte (e injustificada) presencia sindical en la toma de decisiones, el alto grado de politización de las estructuras directivas autonómicas. La Administración Educativa y la Sanitaria, ambas muy preñadas por el doble influjo politización/sindicalización son objeto de análisis en esas páginas. La debilidad de los sistemas de reclutamiento y oposición marcan un empleo público con frágil presencia de la profesionalización o del mérito y muy pegado a las pruebas selectivas de aplantillar de interinos, que solo se salvan en el sector sanitario de facultativos especialistas por la existencia del MIR. No en el resto.

Las administraciones locales se tratan en el capítulo IV. Probablemente es el objeto más difícil del libro, por su enorme variedad y por la dificultad intrínseca de reconducirlo a una unidad. Una vez más el tratamiento histórico y la fragmentación municipal están bien construidos. El autor es muy crítico con el mundo local, donde la política devora a la administración y deja a esta sin espacio efectivo. Pero la realidad local, como decía, es muy compleja. Por tanto, ello es así en buena parte de los casos, pero no siempre. También en el mundo local se están llevando a cabo innovaciones públicas importantes que se adelantan incluso a otros niveles de gobierno. Es cierto que el empleo público local es muy débil como institución, algo que en su día estudió atentamente Javier Cuenca. El autor defiende matizadamente el papel que llevan a cabo los 5.283 funcionarios con habilitación de carácter nacional, como medio de control de la legalidad en el ámbito local. Pero el resto del empleo público local no sale muy bien parado de su análisis. La presencia sindical es, en algunos supuestos, condicionante (el autor habla de “nutrida e influyente”). Y la imagen que, por tanto, se destila en el libro del empleo público local es mala, lo cual no le falta razón en buena parte de los casos, pero no en todos. Sucede, al igual que en las Comunidades Autónomas, que la realidad institucional está ofreciendo ya soluciones muy distintas según los territorios. Hay, en efecto, CCAA con débil profesionalización (muy capturadas por el clientelismo político y sindical) y otras con mejores estándares y más profesionalizadas. Lo mismo sucede con las entidades locales. No es fácil generalizar. Muy crítico se muestra el autor –en línea con otros escritos suyos anteriores- con el escalón provincial, hasta el punto de abogar por la supresión (matizada) de las Diputaciones. Pero en este punto cabe discrepar cuando defiende que las funciones de asistencia técnica y financiera “pueden prestarse perfectamente por las Comunidades Autónomas”, pues de ser así la competencia “local” saltaría de nivel de gobierno rompiendo el principio de subsidiariedad. Una cosa es que se defienda el carácter inservible de las Diputaciones provinciales actuales, así como en su caso su sustitución por otra fórmula institucional alternativa, y otra muy distinta es que la asistencia técnica o financiera para el correcto ejercicio de las competencias municipales que no pueden ser prestadas eficazmente por los gobiernos locales se trasladen a otro nivel de gobierno como es el autonómico, cuya insensibilidad por la autonomía local está hoy en día fuera de cualquier duda. No es precisamente buen ejemplo lo que está sucediendo en las CCAA uniprovinciales.

Y, en fin, el capítulo V trata de las entidades del sector público, enunciado que agrupa genéricamente a todas las soluciones institucionales y organizativas de que se dotan las Administraciones Públicas u otras entidades del sector público. Un capítulo muy bien documentado, de lectura necesaria para comprender el jeroglífico en el que se ha convertido el sector público español en cuanto a entidades y regímenes jurídicos que lo conforman. La Ley se ha mostrado absolutamente impotente de poner orden en tal desconcierto, aunque se advierte una tendencia al retorno del Derecho Administrativo y un (relativo) abandono del Derecho Privado como fórmula de adscripción. Pero esa era una tendencia marcada por el anterior gobierno y cabe dudar que tenga continuidad. Muy interesante y crítico el apartado de las Universidades Públicas. No de menor interés el de las autoridades “independientes”, capturadas normalmente por intereses políticos o empresariales. Y muy relevante, entre otros, el tratamiento que se lleva a cabo de las sociedades mercantiles. La multiplicación abusiva de este tipo de entidades del sector público desvela la fuerte presencia del clientelismo político en España que se vuelca sobre el personal directivo y sobre los empleados de tales entidades (con métodos de selección marcados muchas veces por el favor y la influencia), lo que debería exigir frontalmente un replanteamiento de ese tipo de empresas públicas, donde se han incrementado las exigencias de control, pero que aún mantienen algunos espacios donde la discrecionalidad puede transformarse fácilmente en arbitrariedad, cuando no en pura corrupción o malas prácticas.

En síntesis, la organización administrativa española no se diferencia formalmente de la existente en otros países comparados, aunque ofrece algunos rasgos propios como son la acusada fragmentación, dispone por lo común de elementos de profesionalización innegables, aunque la fuerte presencia de los partidos políticos en la alta administración (con una penetración desconocida en cualquier otra democracia avanzada) y la colonización extensiva de los sindicatos del sector públicos (que son fuerte y justamente criticados por el autor) generan que el modelo funcione con elevadas patologías, esto es, de forma muy imperfecta y con bajos niveles de eficiencia. El autor deja caer estos temas, si bien con un tono no exento de prudencia, pero tampoco de contundencia cuando esta es necesaria.

El profesor Sánchez Morón es Catedrático de Derecho Administrativo, pero también ha hecho en este libro una clara incursión por la sociología de la Administración Pública, tan olvidada en España tras la jubilación del insigne sociólogo Miguel Beltrán. En ese sentido, está en la naturaleza de las cosas, como atentamente estudiaron respectivamente Weber y Aron, que todos los partidos políticos se esfuerzan en permeabilizar la Administración Pública “introduciendo en ella a sus ‘hombres’”. Las instituciones no obstante se deberían regir por normas constitucionales y legales (“el hilo de seda”, del que hablara Aron) que actúen como límites ante la desmedida ambición humana de nombrar siempre a los amigos y correligionarios. Pero también es cierto que, como reconoció ese último autor citado (Raymond Aron), las administraciones cumplen funciones similares en todas las sociedades contemporáneas. Así, “la burocracia, dentro de los regímenes constitucional-pluralistas, debe responder a tres exigencias: ser eficaz, ser neutral, de forma que no se vea arrastrada por la lucha de partidos y, finalmente lograr que los ciudadanos la vean no como una enemiga, sino, por así decirlo, como su intérprete o su representante” (Democracia y totalitarismo, cit., pp. 128-129). Ese apoyo ciudadano a la función pública es clave. Si la ciudadanía observa a los funcionarios como privilegiados y no como servidores públicos, la batalla estará perdida. La burocracia sirve al gobierno, pero sobre todo a los ciudadanos. Pues al fin y a la postre es también un factor de legitimidad del régimen constitucional.

Las Administraciones españolas es un libro, por tanto, de lectura obligada para todos aquellos que se dediquen a lo público (políticos, directivos y empleados públicos), pero también para la ciudadanía en general. Lectura necesaria asimismo para todos aquellos estudiantes universitarios, especialmente de ciencias sociales (Ciencias Políticas, Derecho, Economía, Administración y Dirección de Empresas, Sociología, Ciencias de la Información, etc.) que quieran comprender algo de la realidad institucional que les circunda. Lo mismo cabe decir para los profesionales o incluso los profesores universitarios que tienen relación, mediata o inmediata, con el sector público. Ahora que tan poco se lee, especialmente en el ámbito de la política o en los estudios universitarios, una obra de estas características debería ser recomendada en todos los programas universitarios que trataran el sector público y asimismo en los cursos de formación que se imparten en las Administraciones Públicas. Mejoraría, sin duda, el conocimiento de lo público y también se reforzarían los mensajes de reforma de la Administración Pública, algo de lo que siempre se habla mucho y nunca se hace nada.

El epílogo del libro va dedicado a la necesaria reforma de las Administraciones Públicas, que hoy en día no está en la agenda (real) de ningún nivel de gobierno, simplemente porque la política la ignora. Antes del verano se habló por parte del Gobierno de crear una Comisión de Reforma de la Administración de la que nada se ha vuelto a hablar. Y en este punto no puedo por menor que traer a colación otra “lectura cruzada” (como la que he estado haciendo con el libro de Aron), en este caso de Francis Bacon. Decía este autor algo enormemente inteligente sobre la reforma o lo que él denominaba como las innovaciones (De la sabiduría egoísta, Taurus, 2012, p. 49): “Seguramente, el que no quiera aplicar remedios nuevos tenga que esperar nuevos males, pues el tiempo es el mayor innovador; y, por supuesto, si el tiempo altera las cosas para empeorarlas y la sabiduría y la prudencia no las alteran para mejorarlas, ¿cuál será el final?” Responda el lector.

LA NORIA POLÍTICA: CAMBIO DE GOBIERNO Y ALTA ADMINISTRACIÓN

NORIA

Quítate tú pa ponerme yo

(Canción de salsa, Fania All Stars)

En 1996, tras el cambio de gobierno que se produjo en España, me llamó un periodista de un medio de comunicación madrileño que quería hacer un reportaje sobre los efectos que ese cambio de gobierno estaba teniendo en relación con la cadena de ceses y nuevos nombramientos que se contaban entonces por centenares o incluso miles. Un parlamentario desconocido, llamado Rodríguez Zapatero, había presentado varias preguntas sobre este tema dirigidas al entonces Ministro del ramo, señor Mariano Rajoy, y le había trasladado al periodista en cuestión su perplejidad por esa caza de brujas que estaba teniendo lugar.

Por aquellas fechas acababa de publicar un libro titulado Altos cargos y directivos públicos. Las relaciones entre política y administración en España (IVAP, Oñati, 1996, reeditado y actualizado en 1998). Y, tal vez por eso, el periodista se dirigió a mí para que le diera algún criterio que explicara por qué el Gobierno de Aznar “no estaban dejando títere con cabeza” y se habían producido ceses en cadena en puestos de altos cargos, directivos del sector público y en la alta función pública. Al parecer, tanto el periodista como el parlamentario en cuestión, estaban sorprendidos de que eso se pudiera producir sin ningún tipo de límites: su esquema argumental era que quienes ocupaban esos puestos directivos tenían la condición, generalmente, de altos funcionarios cualificados y que cesarlos era una medida que rayaba lo arbitrario. Es más, incluso una directora de una entidad instrumental de carácter cultural, llamada Elena Salgado, judicializó su cese, llegando incluso en amparo hasta el Tribunal Constitucional, quien cerró de un portazo (Auto de inadmisión) esa pretendida vulneración de su derecho fundamental: en esos puestos la confianza política era el dato determinante, sancionó el Tribunal, y no el mérito y la capacidad. Asunto zanjado.

Al periodista en cuestión le respondí algo que con frecuencia repito desde aquellas fechas: “Dígale al Sr. Rodríguez Zapatero que su partido ha estado catorce años en el poder y no ha cambiado las reglas del juego: esos niveles directivos, para desgracia de todos, son, según el marco normativo entonces y ahora vigente, de provisión política, de libre nombramiento o de libre designación; en consecuencia, de libre cese. Tiempo tuvieron para cambiar esas reglas y no lo hicieron. Así que no se sorprendan tanto”. Ciertamente, en honor a la verdad, hubo dos tímidos intentos de «profesionalizar» algunos niveles de altos cargos en el primer y en el último mandato de Felipe González. Pero esa ·»profesionalización» se entendió como mera reserva de algunos de esos niveles a su provisión entre funcionarios. Nunca se puso en marcha.

Con base en esa última propuesta, poco después (1997), el entonces Ministro de Administraciones Públicas, Sr. Rajoy, sí que introdujo una reforma cosmética y la quiso vender (juego de palabras o de malabares) como “profesionalización de la función directiva”. Reservó algunos de los puestos de altos cargos para su cobertura entre altos funcionarios, pero en el fondo no cambió nada: impuso un sistema de spoils system de circuito cerrado (seguían siendo niveles orgánicos de libre nombramiento y cese) y reservó de facto la cobertura de esos niveles a los cuerpos de élites de la Administración General del Estado. Pero en lo demás las cosas siguieron igual. La penetración de la política siguió su imparable curso y, a pesar de que tanto ese parlamentario (José Luís Rodríguez Zapatero) como el entonces ministro (Mariano Rajoy) terminaron siendo, casualidades de la vida, presidentes del Gobierno desde 2004 hasta 2018, nada han cambiado las cosas desde entonces en este tema. La politización de la alta Administración campa a sus anchas, gobiernen unos u otros. Y si el sistema no ha estallado por los aires ha sido por una cuestión muy elemental: los ciclos políticos de mandatos tanto del PSOE como del PP han sido, hasta este momento, más o menos largos (como mínimo dos mandatos). Esa larga secuencia se trunca esta vez con 6 años y poco más de mandato Rajoy. Sin embargo, esa (relativa) estabilidad, de la mano de la quiebra total del bipartidismo dominante, ha llegado a su fin. Y las consecuencias sobre lo que estoy tratando no serán menores, sino que se multiplicarán en sus letales resultados. Y, si no, al tiempo.

En efecto, siempre que se produce un cambio de Gobierno en España, ya sea en la Administración central, autonómica o local, viene de inmediato una decapitación de la mayor parte, si no la totalidad, de las personas que ocupan los niveles directivos en esas organizaciones y en las entidades de su sector público. El modelo de alta Administración en España tiene una penetración de la política muy superior a la existente en el resto de las democracias avanzadas, en las que, por lo común, la profesionalización y la continuidad (con mayor o menor intensidad) de la dirección pública superior y media de la alta Administración está plenamente garantizada.

Ni que decir tiene que un modelo tan altamente politizado tiene graves consecuencias sobre las políticas públicas y el funcionamiento ordinario de la maquinaria político-administrativa. Renovar radicalmente centenares o miles de puestos de responsabilidad directiva cuando un nuevo Gobierno arranca, sea al final del mandato o a lo largo de la legislatura, supone echar a la basura el conocimiento adquirido, paralizar los proyectos en marcha, rellenar los huecos que se van sustituyéndolos bajo criterios exclusivos de confianza política o personal, reescribir de nuevo una hoja en blanco, en la que la memoria organizativa se ha perdido absolutamente y, en fin, comenzar una vez más la operación de tejer y destejer en la que están inmersas nuestras organizaciones públicas desde hace décadas, si no siglos. El tejido de Penélope es la metáfora más válida. Aprendizaje permanente propio de organizaciones estúpidas en la era de la Administración inteligente.

La situación es altamente preocupante. En las próximas semanas y meses vamos a ver y percibir, una vez más, sus letales efectos. Tras el triunfo de esa nueva modalidad de moción de censura que podríamos calificar como “deconstructiva” (el ingenio de la política española no tiene límites), la noria de ceses y nombramientos se pondrá de nuevo en marcha. Los que se irán, que serán legión, lo serán marcados con su particular cruz en la frente. A los que llegan también los marcarán. Y esa mácula les perseguirá de por vida. En esta política cainita y sectaria que se ha impuesto, colaborar con el enemigo tiene su precio. Los centuriones de quien fuera Vicepresidenta del Gobierno, extraídos de “su” cuerpo de Abogados del Estado, pasarán a estar amortizados y serán sustituidos por fieles a la causa habitualmente procedentes de otro u otros cuerpos de élite de la Administración Pública. La guadaña, sin embargo, no solo se cebará en estos niveles orgánicos de la alta Administración, sino que trabajará intensivamente en todas las entidades del sector público estatal y en la alta función pública del Estado y, cuando toque, afectará asimismo al resto de niveles de gobiernos inmersos en cualquier tipo de cambio político o en la formación de “agregaciones” (que no coaliciones) de lo más diversas.

Así las cosas es obvio que no hemos aprendido nada en estos últimos veinte años. Mientras otros países no solo de la órbita anglosajona o nórdica, sino también de cultura administrativa continental, como Bélgica, Chile o Portugal (algo que pretende hacer también hasta Túnez), han institucionalizado una Alta Dirección Pública Profesional, España (en todos los niveles de gobierno) sigue con el reloj parado. Tal vez nadie se ha detenido a pensar las estrechas relaciones que puede haber entre la politización de la Alta Administración y la ineficiencia del sector público, cuando no a la facilidad de implantación de malas prácticas o inclusive de pura corrupción (ahora que esta última ha cogido tanto protagonismo). Convendría que se le diera una vuelta a este argumento.

Mientras tanto en un país en el que la fragmentación política ya es un hecho y que los gobiernos precarios serán la pauta dominante a partir de ahora, los incentivos políticos perversos para mantener ese statu quo son elevadísimos, pues todos aquellos partidos políticos que están en la oposición (en la “sala de espera”) sueñan con premiar a “los suyos” con la innumerable nómina de cargos directivos en el sector público que existe hoy en día en España y así garantizar que puedan pastar sus respectivas clientelas con cargo al dinero público, aunque su amateurismo salga caro a la ciudadanía española, por la que nadie al parecer se preocupa.

Ya se ha producido el cambio de Gobierno en el ámbito estatal. Pronto vendrán elecciones autonómicas (las andaluzas o antes las catalanas, sino son también adelantadas las vascas, luego las del resto de comunidades autónomas y las municipales, que tienen fecha fija), también las legislativas en España coincidiendo con una de las anteriores. La noria política de la alta Administración va a tomar en los próximos meses velocidades de vértigo. Esa noria se parará infinitas veces para descargar y cargar de nuevo ese personal cesado y el nombrado de nuevo. Y, una vez hecho esto, reanudar su viaje a ninguna parte. Mientras tanto, en las huestes de los partidos, innumerables y nerviosos ojos miran expectantes preguntándose cuándo les tocará a ellos subir en tan preciada y codiciada silla. Y así seguimos cuarenta años después. Si nadie lo arregla continuaremos de ese modo devastando eternamente la alta Administración, que es el lugar estratégico por excelencia para gobernar con resultados eficientes. Pero no sean ingenuos, aquí nadie apenas conjuga el verbo gobernar. Lo importante es ganar elecciones, pero lo realmente sustantivo en un sistema parlamentario de gobierno es hacerse con el poder. Simple y llanamente para subirse y subir a los suyos a la noria que tanto les gusta. La política entre nosotros es todavía hoy un parque temático. Un síntoma evidente de un subdesarrollo institucional del que no se libra ningún nivel de Gobierno en España.

¿Cambiará algún Gobierno este caciquil y clientelar sistema de provisión de puestos en la dirección pública de nuestras Administraciones Públicas? Intuyo que esta pregunta seguirá sin respuesta.

 

PARA SABER MÁS:

Si alguna persona tiene interés por esta temática, le reenvío al Estudio titulado Alta Dirección Pública en España y en otros sistemas comparados. Politización versus Profesionalización, que fue elaborado para una Jornada celebrada en la Escuela de Administración Pública de Castilla y León (ECLAP) el 20 de abril de 2018.

ENLACE PDF:  alta-direccion-publica

PRESUPUESTOS 2018: TASAS “ADICIONALES” EN EL EMPLEO PÚBLICO Y OTRAS LINDEZAS

 

 

PRESUPUESTOS 2018-2

 

Esta entrada tiene como objeto hacer un breve comentario sobre algunas de las novedades que el Proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado para 2018 contiene en materia de personal, especialmente en lo que afecta a la multiplicación de las tasas adicionales de reposición en el empleo público que terminan por borrar la regla y entronizan la excepción.

Bien es cierto que, en este volcán en erupción permanente en el que (mal) vive la política española (y sobre todo la sufrida ciudadanía), nadie a ciencia cierta puede decir que la LPGE-2018 se aprobará finalmente, aunque boletos tiene. Pero mejor dejar los enredos políticos para quienes los excitan o promueven y centrar la atención en una (posible) futura Ley que tiene una importancia nada desdeñable, sobre todo en unas Cortes Generales de encefalograma plano, donde el verbo legislar (una de las esencias de su función) no se conjuga apenas.

Si la LPGE-2017 abría el melón de una larguísima etapa de brutal (e irresponsable) congelación de ofertas de empleo público y marcaba el inicio de un deshielo, la LPGE de 2018 confirma esa tendencia e inclusive la incrementa de forma notable, aunque el proyecto de Ley sigue encadenado a esa institución perversamente inútil que es “la tasa de reposición” de efectivos, cuyos efectos han sido devastadores para las plantillas del sector público. Tras años de cierre a cal y canto de las ofertas de empleo público, viene una gradual apertura, cada vez más firme, pero aún timorata en muchos aspectos. Ejemplo de esto último son algunas tasas “adicionales” de porcentajes ínfimos (5, 8, 10 o 15 por ciento, según los casos) que pretenden taponar ingenuamente la sangría del envejecimiento de plantillas o de la asunción de nuevas funciones por el sector público: ¿cómo se adaptará la Administración Pública a la revolución tecnológica si continúa entendiendo el empleo público bajo estándares sectoriales periclitados?

No es mi intención hablar de esos temas, solo pretendo dar noticia, además telegráfica, de algunas novedades que el proyecto de LPGE-2018 contiene, con particular incidencia en la multiplicación de las tasas “adicionales”, que es tanto como decir que la excepción finalmente se hizo regla. A saber:

Lo primero es lo primero: tener saneadas las cuentas. Si su Administración las tiene (cumple, por tanto, los objetivos de estabilidad presupuestaria, deuda pública y regla de gasto), puede cubrir todas las vacantes que tenga y además, adicionalmente un 8 por ciento más destinado “a aquellos ámbitos o sectores que requieran un refuerzo de efectivos”. Pone el proyecto algunos ejemplos, pero se queda en eso. Mano ancha, aunque de ese porcentaje solo se podrán beneficiar Administraciones Públicas con alto número de personal o mayor número de vacantes en el ejercicio presupuestario anterior.

Si además es Administración Local (también grande, se presume) y ha hecho los deberes financieros (amortizada su deuda financiera a 31 de diciembre de 2017), tendrá premio adicional de dos puntos porcentuales: hasta el 10 por ciento. Enhorabuena si lo puede disfrutar, aunque sean migajas.

Pero si su Administración Pública es remolona en el cumplimiento de los objetivos de estabilidad presupuestaria, deuda pública y regla de gasto, la LPGE-2018 (es decir, el Ministerio del ramo), le tira de las orejas y le castiga con quedarse en la tasa “sectorial” del 100 por ciento que ya se impuso en la LPGE-2017. Y en los sectores que allí no estén, solo podrá cubrir el 75 por ciento de las vacantes, tasa general que ya no es tal.

Si bien el Ministerio de Hacienda, una de cal y otra de arena, es magnánimo (aunque muy descuidado a la hora de numerar los reenvíos) y, aunque su Administración sea incumplidora le regala otra tasa adicional (la tercera) del 5 por ciento que se suma a ese 75 por ciento para sectores o ámbitos que requieran refuerzos (y vuelve a enumerar las mismas circunstancias, “entre otras”: nuevos servicios, actividad estacional o alto volumen de jubilaciones). Pura calderilla. Mejor hubiese sido poner el 80 por ciento y dejarse de rodeos.

Por si ello fuera poco, aparece en escena la cuarta tasa adicional dirigida también a los municipios, también del 5 por ciento (sigue la calderilla, a ver si así se hace montón). Esta vez solo para aquellos municipios que hayan incrementado población en el período 2013 a 2017 y, como consecuencia de ello, se hayan visto obligados a prestar un mayor número de servicios públicos en aplicación del artículo 26 LBRL.

Y ahora viene la sexta tasa adicional, que es “la buena”: la de estabilización, esperada “como agua de mayo” por la legión de interinos y temporales. Será aplicable para todas aquellas plazas estructurales ocupadas ininterrumpidamente en los tres últimos ejercicios presupuestarios (2015, 2016 y 2017) en determinados ámbitos o sectores. Pretende erradicar la temporalidad en el sector público y sigue la lógica de la anterior tasa adicional de estabilización plasmada en la LPGE-2017, pues se suma a ella incrementando otros sectores y colectivos sobre los que se puede desplegar, que son muy amplios en su interpretación y alcance (aunque alguna puerta se cierra para los profesores universitarios): personal de los servicios de administración y servicios generales, de investigación, de salud pública e inspección médica, así como otros “servicios públicos” (ámbito amplio donde los haya). Pues ahí es nada. Vienen años (2018-2020) de ofertas públicas densas y de pruebas selectivas escalonadas o no, en función de lo que se acuerde con los sindicatos. No obstante, el ambicioso (sindicalmente hablando) II Acuerdo para la Mejora del Empleo Público y de Condiciones de Trabajo ha perdido pelos o mechas por el camino (por ejemplo, el reflejo en la Ley de la valoración de los servicios prestados en la fase de concurso como premisa preceptiva), pero apenas algunos. Lo esencial sobrevive.

La séptima tasa adicional es la que respecta a las fuerzas y cuerpos de seguridad, así como a las policías autonómicas y locales, que alcanza a un 115 por ciento. Una vez más, las estructuras policiales más numerosas tendrán más campo de juego.

Hay, asimismo, una oferta adicional y extraordinaria (los calificativos lo dicen todo) para funcionarios de la Administración Local con habilitación de carácter nacional que puede alcanzar hasta un 30 por ciento de las plazas dotadas que esté vacantes. Viene, por tanto, una oferta generosa, que despertará sin duda innumerables vocaciones y apetitos opositores. También hay otras tantas “tasas adicionales” en las disposiciones adicionales que se ocupan de la contratación de personal en empresas públicas, entidades públicas empresariales, fundaciones y consorcios. Pero no les mareo más. Al lector no avezado esta lectura le habrá parecido tortuosa, pero peor sería que se adentrara en la letra de la Ley, siempre más indigesta.

Se puede afirmar, sin duda, que el proyecto de Ley de PGE para 2018 es el de la multiplicación de la tasa adicional para abrir excepciones a una regla que ya no aguanta más tiempo, lo cual es viva muestra de que esa herramienta es, como ya critiqué en su día (https://bit.ly/2GUhnf5), completamente inútil para contener el gasto público y lo que ha producido todos estos últimos años ha sido “pan (aparente) para hoy y hambre (evidente) para mañana”: el deplorable estado de las plantillas del sector público lo acredita. En fin, algún día alguien se caerá del guindo y reconocerá lo obvio.

También se recogen más novedades, que darán que hablar. Dejo de lado las retributivas. Solo cito dos: la regulación de la jornada laboral establecida (ya se pueden sentar antes de leer) en la Disposición final trigésima tercera, de modificación de la disposición adicional quincuagésima de la Ley 48/2015, de 29 de octubre, de Presupuestos Generales del Estado para el año 2016. Dicho en pocas palabras: no soy capaz de vislumbrar el coste en horas de negociación (y de dinero público) que va a tener mantener (formalmente) la jornada de 37,5 horas semanales y transformarla (por arte de magia), en la mayor parte de los casos, en 35 horas. Los prestidigitadores sindicales (auténticos artistas autodidactas) ya están practicando sus juegos de manos (hay precedentes sonados).

Y la segunda novedad es un tanto sorprendente: se elimina un párrafo de la alambicada disposición adicional vigésimo sexta de la LPGE-2107, aquel que decía: “Al personal referido en los apartados anteriores le serán de aplicación las previsiones sobre sucesión de empresas contenidas en la normativa laboral”. En fin, a ver quién para lo imparable: quiera o no reconocerlo el legislador presupuestario, la sucesión de empresas es un resultado inevitable en tales procesos. Otra cosa es que pretenda con ello que no se transforme ese personal en laboral por tiempo indefinido y que se quede, así, anclado en tierra de nadie con ese horrible epíteto (con el permiso de mi buen colega Joan Mauri) de personal subrogado.

En fin, eso es todo. Si el carnaval político que tenemos montado no se ensaña con este proyecto de LPGE-2018, que todo puede pasar, ya tienen un anticipo de lo que viene. Años de “ofertas” y de “oposiciones”. También, si no se hacen las cosas bien, de innumerables impugnaciones. Vayan, por tanto, engrasando las máquinas de selección de empleados públicos, que algo me dice que están más bien adormecidas y, sobre todo, ancladas en tiempos pretéritos. Iremos viendo lo que sale finalmente de este juego de prestidigitación en materia de recursos humanos en el sector público. ¡Cuánto ingenio! Y cuánto mejor que lo utilizaran para otras cosas …

VISIÓN CRÍTICA DEL II ACUERDO PARA LA MEJORA DEL EMPLEO PÚBLICO

 


 ACUERDO

“Lo difícil, ¿sabe usted?, es ser moderado sin ser débil”

(Alain, El ciudadano contra los poderes, Tecnos, 2016, pp. 122-123 y 127) 

 

El 9 de marzo pasado se suscribió el II Acuerdo para la Mejora del Empleo Público y de condiciones de trabajo, que si sigue la lógica del anterior (el de 2017, atentamente estudiado por Javier Cuenca, RVOP núm. 12) servirá de “fuente de inspiración» al proyecto de Ley de Presupuestos Generales para 2018 que el Gobierno quiere introducir en las Cortes Generales antes de las próximas vacaciones de finales de marzo. Así, de paso, mete presión política al resto de grupos parlamentarios. Son, en efecto, casi tres millones de empleados dependientes del sector público, por tanto una auténtica legión de votos, más aún si se suman sus familias. A ver qué partido político muestra su enemiga a tal Acuerdo.

El oportunismo de la medida es evidente, pues se han juntado el hambre del Gobierno (ante su declive político en los sondeos) con las ganas de comer de los sindicatos, que una vez más (como tantas otras) se han puesto las botas ante la debilidad del empleador público. Cuestión de medida. Quién pague esto, cómo y cuándo, es otra cuestión. Lo cierto es que el Gobierno vende con este Acuerdo que la crisis ha terminado y que se inaugura la salida del túnel. Gracias a su gestión, se acabaron las penurias. Viene la alegría. Ahora toca repartir. Veremos si su optimismo es compartido por los mercados financieros. Más vale que no haya recaída alguna, pues los platos rotos se convertirían entonces en el destrozo de una auténtica vajilla nacional. Pero, en fin, todo se fía a que se apruebe la Ley de Presupuestos Generales del Estado. Y, tal como está el panorama, es mucho fiar. Pero es un elemento más de presión. Política de un Gobierno conservador que va de la mano del mundo sindical. Paradojas.

No es mi intención desgranar en este breve comentario lo que es un denso Acuerdo, plagado de matices y condicionantes, pero también de no pocas concesiones. El momento manda. Ha sido comentado con detalle en alguna otra entrada, por ejemplo la del Blog de José Ramón Chaves (https://delajusticia.com/2018/03/10/cara-y-cruz-del-acuerdo-2018-2020-sobre-empleados-publicos/). En todo caso, llama poderosamente la atención que el Gobierno negocie una serie de ámbitos de «mejora del empleo público» (digámoslo claro: de incrementos retributivos, incrementos de plantilla, estabilización del personal temporal y, entre otras, reducción de la jornada laboral), sin nada a cambio. Es cierto que, algunas medidas, se condicionan a la buena o mala gestión que cada nivel de gobierno haya llevado a cabo de los objetivos de déficit, deuda e, incluso, de la regla de gasto. Quien lo haya hecho mal políticamente, reduce el margen de «mejora» de ese empleo público. Más bien lo enquista. Política de empleo público vestida traje presupuestario. Marca Troika, sigue de moda.

Así, escandaliza que, ante tales concesiones, no se haya demandado ninguna contrapartida. Ni el cumplimiento de una serie de exigencias relacionadas con la productividad, tampoco la evaluación del desempeño o menos aún la acreditación de una mayor profesionalización o, sin ir más lejos, relacionar los incrementos de plantilla (apertura de la oferta de empleo público) con la inevitable y acelerada adaptación de los nuevos perfiles de puestos de trabajo a la Administración digital y a la revolución tecnológica con la robótica y la inteligencia artificial (formación para la adaptación o búsquese usted otro empleo), que están llamando a la puerta del sector público. Nada de esto existe ni se le espera, a ojos de estos negociadores que al parecer no quieren ver la evidencia. Un auténtico regalo. No le den más vueltas. El Gobierno, dada su precaria situación, lo necesitaba de forma urgente, más aún tras la revuelta de los pensionistas. Más les costará al Gobierno explicar cómo a unos se les da tanto (o se les «devuelve» por los “sacrificios realizados durante la crisis», según la filosofía del Acuerdo) y a otros se les niega el pan y la sal.  Lo que es obvio es que no hay para todos. Pero como el dicho afirma, «quien parte y reparte se lleva la mejor parte». No se podía poner también en pie de guerra a 3 millones de empleados, unos públicos y otros menos, una vez que los pensionistas habían desenterrado el hacha de guerra. Cuestión de tamaño y de impacto, me objetarán. Sin duda que pesa. Pero el peso es dispar y la capacidad de influencia también.

Los sindicalistas del sector público (una cosa son las personas y otra los sindicatos) han sacado, fruto de las condiciones del contexto político, un buen Acuerdo para los empleados públicos (y, en particular, para sus clientelas). Más discutible es que ese Acuerdo sea bueno para la institución de función pública o del empleo público o para la ciudadanía (que es quien paga). Pero eso a nadie importa, tampoco a quien gobierna, que mediante una jugada de ajedrez político pretende que este Acuerdo sea una de las palancas que active la aprobación de la Ley de Presupuestos Generales del Estado para 2018 y obtener de ese modo una «prórroga existencial de la Legislatura» que le permita esperar una mejora en los (hoy por hoy) negros pronósticos electorales. Veremos en qué queda. Y, si no, que se retraten los que no quieren pactar los presupuestos, al menos los “aliados” más cercanos y ahora competidores máximos.

Al margen del contexto político, hay un ejercicio de retórica barata en una de las ideas-fuerza que pretende justificar el Acuerdo, pues sin ningún rubor se afirma que «la mejora de las condiciones de trabajo (…) redundará de manera directa en un incremento de la calidad de la prestación de los servicios públicos que reciben la ciudadanía«. Sin duda el incremento retributivo propuesto abre un horizonte para que todos los empleados públicos se sientan moderadamente satisfechos y menos «quemados» de lo que siempre alegan estar, pero de ahí a que ello revierta en la mejora de la calidad de la prestación de los servicios públicos va un largo trecho. De momento, todo apunta a que se trabajarán menos horas, lo que exigirá crear más plantilla, pues las 37,5 horas semanales se considera una jornada «supletoria» siempre que se negocie otra inferior (algo que en todos los casos se hará), lo cual es como decir que se ha transformado en una medida superflua, salvo en aquellos supuestos en que las administraciones públicas no hayan cumplido en el ejercicio anterior los objetivos de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera. El mal gobierno vuelve a revertir en peores condiciones de sus empleados públicos. Un chiste, vamos. Si cumples objetivos, trabajas menos horas; si no los cumples, a trabajar más. Pero eso nada tiene que ver con la productividad ni el desempeño. Tampoco con los empleados público. Solo con la estabilidad presupuestaria y la sostenibilidad financiera. Cosas distintas.

Los incremento retributivos en el empleo público se articulan a través de un marco plurianual que se extiende desde 2018 hasta 2020, con porcentajes anuales fijos y otros variables en función del crecimiento económico y de otros factores, pero incorporando incluso fondos adicionales de la masa salarial en función de determinados criterios, todos ellos dirigidos a pagar más a los empleados públicos sin apenas ninguna exigencia por ello (el total, así, puede superar con creces el 8 por ciento de incremento en tres años). La presión sindical será en estos casos la moneda corriente para «homogeneizar» (aunque se utiliza en el Acuerdo la expresión más suave de «homologar») los diferentes complementos de destino o específicos, cuando no productividades. El ansiado paraíso sindical del «igualitarismo absoluto» (pagar a todos igual hagan lo que hagan, trabajen bien, regular o mal, o no hagan nada) se vislumbra en el horizonte. Se toca con los dedos. Vayan preparándose los negociadores. Les viene una encima de pronóstico.

La tasa de reposición del empleo público también se pretende relajar mucho. En determinados casos puede ser incluso superior al 100 por ciento, lo que supondrá ir dotando plazas nuevas y necesarias en las Administraciones Públicas e ir atenuando gradualmente el envejecimiento de las plantillas, que será en los próximos años la moneda corriente. Hay mucha letra pequeña en este tema, que no puedo comentar ahora. Lean atentamente el Acuerdo, no tiene desperdicio. Está bien sin duda que se abran las ofertas de empleo público y que se vaya abandonando (hasta eliminarla) la maldita y disfuncional tasa de reposición. Pero no nos equivoquemos, la tasa ahí sigue, aunque descafeinada. El Ministerio de Hacienda (y su apéndice de Función Pública) continúa haciendo política de personal exclusivamente a través de los presupuestos, un pésimo instrumento para tales fines. Los sindicatos del sector público siguen anclados (al parecer toda su vida) en la política incremental (más retribuciones, más permisos, más empleados, menos jornada y menos obligaciones o responsabilidades). Y, en esas estamos, aquí nadie hace política de gestión de personas en el sector público. Eso son tonterías.  No se estila, era de la época del EBEP. Producto viejo o tiempo pasado de ensoñadores trasnochados. Ya vendrá más pronto que tarde la pesada factura. Trampear es muy fácil, resolver los auténticos problemas algo más complejo. A procrastinar, que tanto nos gusta. Vean cómo tenemos y el futuro que le espera al sistema de pensiones, pues algo parecido pasará con el empleo público dentro de 5 o 7 años, 10 como máximo. Al tiempo.

No basta con abrir la mano de la Oferta de Empleo Público. El problema reside en qué plazas querrán cubrir las Administraciones Públicas (¿técnicas o instrumentales?) y con qué exigencias. Los servicios de recursos humanos del sector público (menuda también la que se les viene encima), tras años de inactividad en el campo de la selección, están desempolvando los viejos y destartalados procedimientos selectivos, con sus absurdos temarios y la tradicional estructura de pruebas. Con eso poco se resolverá, si es que algo se consigue. El periclitado sistema de selección apenas nada predice. Casi puede ser mejor echar a cara y cruz. El talento joven dará la espalda (ya lo está dando) a la administración pública y está puede convertirse en un océano de mediocridad, como ya lo son algunas señaladas esferas o ámbitos del sector público. Y no digo nada más para no herir susceptibilidades, pero tiempo habrá para hablar de ello.

Sorprende que un Acuerdo sobre la Mejora del Empleo Público suscrito en 2018 no dedique ni una sola reflexión seria al contexto actual del empleo público y a sus retos de futuro, como tampoco se ponga de relieve la trascendencia del mérito, la captación del talento o la exigencia creciente de estándares elevados de profesionalidad, así como la medición de los resultados del trabajo profesional y la articulación de un sistema de carrera profesional que premie a los mejores. Estas calculadas omisiones nos dan una idea de dónde estamos: sumergidos en el barro o en las aguas estancadas de un empleo público que está, pero no progresa. Quieto, cuando su entorno se acelera. Como tantas estas cosas en este país, donde el reloj de la Historia se ha parado, justo cuando más necesario era que se adaptara a los nuevos tiempos. Solo interesan las «mejoras retributivas incrementales», la estabilización no del empleo temporal sino de los «empleados temporales» (cueste lo que cueste) y la reducción de jornada semanal. ¿Esos son exclusivamente los problemas del empleo público?

Vuelve así a llamar la atención un párrafo que los sindicalistas del sector público erre que erre lo incorporan en estos acuerdos, con la esperanza de que el legislador de Presupuestos “muerda el anzuelo” y lo traslade a la Ley. Una operación dudosamente constitucional (por ser suave en el juicio), ya que se dedica a preterir el principio de igualdad, mérito y capacidad, en el acceso a la función pública. Una vez más se recoge, como ya hiciera la LPGE 2017, que «la articulación de estos procesos selectivos (de estabilización del empleo temporal) será objeto de negociación colectiva» (hasta aquí ninguna novedad, salvo que de nuevo se ignora el artículo 37.2 TREBEP). Pero se vuelve a insistir en la siguiente idea, que no se incorporó cabalmente en los Presupuestos del ejercicio anterior: “(…) en cuyo marco podrá ser objeto de valoración en la fase de concurso, entre otros méritos, en su caso, el tiempo de servicios prestados en la Administración Pública«. Dicho en román paladino: aplantillar a todo el personal temporal por encima de cualquier otro candidato que venga “de fuera”. Se avecinan tiempos de impugnaciones múltiples de las convocatorias y procesos selectivos ante los (hasta ahora complacientes) tribunales de justicio. Hay mucho paro, precariedad y frío fuera de la Administración para que el ciudadano “externo” se chupe ingenuamente el dedo. También son titulares de derechos, y algunos fundamentales. Aunque con frecuencia se olvide.

Pero esta vez la cosa va más lejos. Esa tasa adicional de estabilización del empleo público se le dota de un carácter cuasi universal, por lo que, de aprobarse la Ley, el empleo temporal de carácter estructural desaparecerá (o, al menos, eso se pretende) de la faz de la tierra administrativa. Se estabilizarán plazas ahora estructurales y dentro de cinco años superfluas. Si bien la cosa no queda ahí, pues la estabilización también se extiende al sector público institucional, o si prefiere a la “Cueva de Alí Babá” de las empresas públicas y fundaciones, donde se podrán hacer así fijos a miles o decenas de miles de enchufados o afiliados políticos o sindicales que pululan por sus nóminas sin haber acreditado nada para ingresar allí. Nóminas, no se olvide, que paga el ciudadano. Cuando la necesidad aprieta, cuantas tonterías se hacen.

Con este panorama descrito, comprenderán que no me sume al entusiasmo que despiertan tales medidas recogidas en tan aireado Acuerdo. Sancionan y agravan un dualismo insostenible y cada vez más sangrante entre el mercado de trabajo público (con notables ventajas en condiciones de trabajo, no seré más explícito) y privado (marcado de precariedad y bajas retribuciones). Y lo pactado en el Acuerdo no es solo lo aquí explicado. Léanlo porque tiene más miga. Compárenlo con el sector privado. Pero sean conscientes de que la filosofía que anima todo “pacto” en el sector público es siempre la misma: engordar derechos, nunca responsabilidades. Que eso lo promuevan unos sindicalistas del sector público me dirán que está en su ADN (algo que en absoluto comparto, al menos no en lo que debería ser la posición institucional de los sindicatos en el sector público). Que lo sancione, en esos términos y sin nada a cambio, un Gobierno pretendidamente responsable, me parece algo más serio o más preocupante. Y no soy ningún ingenuo, pues esa es la forma de “hacer política” en este país llamado España: aplazar el pago de las facturas. Entre las (malas) conductas de unos y otros, la conclusión que extraigo es lapidaria: la función pública en España, así, nunca tendrá remedio. Salvo que la ciudadanía lo pare. Y me gustaría equivocarme, pero me temo que no. Son ya muchos años, tal vez demasiados, viendo lo mismo.

 

LA DIRECCIÓN PÚBLICA EN ESPAÑA: DE LA POLITIZACIÓN A LA PROFESIONALIZACIÓN. ¿UN PROYECTO IMPOSIBLE?

 

ENA

“Recientemente la OCDE ha recordado a España la necesidad de regular la figura del directivo público en términos que permitan garantizar su profesionalidad e imparcialidad, en la medida en que ‘un estatuto del directivo público permitirá establecer nítidamente la separación entre política y administración, al tiempo que responsabilizaría a los directivos públicos de los resultados de gestión de sus organizaciones’”

(AAVV, Nuevos tiempos para la función pública, INAP, 2017, pp. 194-195)

 

(NOTA PRELIMINAR: El presente texto recoge la introducción a un artículo que, inicialmente difundido por las redes,  ha sido reeelaborado, ampliado y actualizado, y que puede leerse íntegramente en el PDF adjunto. Este trabajo tiene por objeto poner en primer línea del debate los problemas y dificultades de todo orden que se plantean en los diferentes niveles de gobierno del sector público para profesionalizar la Dirección Pública, un objetivo que han ido alcanzando diferentes democracias de los países de nuestro entorno geográfico y cultural, entre los que cabe destacar, preciendiendo ahora de los países anglosajones o nórdicos, algunos que proceden asimismo de la tradición administrativa continental, como es el caso de Bélgica, Chile o Portugal; mientras que otros, como Alemania y Francia tienen asentado un modelo burocrático funcionarial de alta Administración con poca presencia, en cuanto a su número e intensidad, de la politización de tales estructuras. Algo muy distinto a lo que ocurre en España).

 

Introducción

Vuelvo sobre un tema recurrente. Realmente tengo poco que añadir a lo ya expuesto, tal vez durante muchos años, sobre este singular objeto que es la dirección pública profesional. Lo que sí se constata es que la evidente desidia, cuando no impotencia, que los diferentes gobiernos y partidos políticos en España han mostrado para implantarla mínimamente en las estructuras de la alta Administración. En efecto, en los últimos diez años, desde que el Estatuto Básico del Empleado Público (en un lugar completamente inapropiado: véase el epílogo a este artículo) incorporara la figura de los “directivos públicos profesionales”, parecía que las cosas, tras décadas de difusión académica y presentaciones mil de lo que se estaba haciendo por otros contextos comparados, iban a mejorar cualitativamente.

Vista esa regulación de directivos públicos profesionales desde la atalaya de 2018, la verdad es que todo fue un espejismo pasajero generador de falsas expectativas, que introdujo además una honda confusión tanto en medios doctrinales como en la propia jurisprudencia. Y así las cosas, nada cabe extrañarse de cuál ha sido la fría (por no decir gélida) acogida de esa figura del directivo público profesional por parte de la política.

Sí es cierto que en algunos textos normativos se reflejará notablemente esa figura, pero será a través de desdibujar sus perfiles profesionales más básicos, lo que fácilmente la ha transformado en mera coreografía o, peor aún, en un mero remedo de soluciones de nombramiento político revestidas de una apariencia de profesionalidad. Por tanto, en esencia, nada ha cambiado. La dirección pública en España sigue colonizada por la política, en unos casos groseramente y en otros disfrazada de requisitos formales que prevén la exigencia de que quienes sean nombrados tengan la condición de funcionarios, pero tanto el nombramiento como el cese siguen siendo discrecionales. La política o el político de turno manda, y el conocimiento adquirido también con base en la experiencia se echa a la basura una y otra vez como si de material fungible se tratara. Roto el cordón umbilical que une política con dirección pública, ya no hay quien permanezca en su puesto. Los directivos públicos en España son de quita y pon. Una situación que se agrava cuando la política se torna frágil y la estabilidad gubernamental compleja. Entonces los cambios son permanentes y la propia política padece tales deficiencias, pero mucho más aún la Administración Pública y la ciudadanía que son los receptores de esos servicios públicos que apenas nada mejoran ante una política pasajera y una dirección pública que dura en el puesto lo que aquella le tolera. No hay nada que contar de nuevo, por tanto. Al menos nada que no sea ya sabido de antemano. Quizás solo voy a variar algo el enfoque y el tono.

Pero si no hay nada que contar de nuevo en España, cuya parálisis institucional conforma un cuadro de inexistencia de procesos de transformación en el sector público, sí que hay algunas otras experiencias que se mueven en otros contextos. Aparte de algunas breves referencias que se recogen en este texto escrito (que no tiene por objeto la descripción de esos modelos comparados), sí que he considerado oportuno traer a colación alguna referencia bibliográfica donde se explican los rasgos generales de un modelo de profesionalización de la selección de directivos públicos como es el de Portugal.

En todo caso, retornando a nuestro contexto, tal vez todo lo que críticamente esbozo al principio de este trabajo pueda servir de aprendizaje para evaluar las dificultades que conlleva en nuestro país implantar esta institución, pues pese a lo que algunos extrañe la DPP es sobre todo una solución institucional. Y esas dificultades sinfín se plantean frente a la institucionalización de algo tan obvio y normal como es una profesionalización mínima de los niveles directivos de su sector público. No deja de ser chocante. Son ya casi once años de tránsito, desde la aprobación del EBEP, por un panorama desértico, en el que prácticamente nada se hace y lo que se hace es en buena parte mentira piadosa. Si se entiende bien el problema y se procesan adecuadamente los reiterados fracasos (por otra parte queridos) que los distintos legisladores han tenido en este tema, tal vez se puedan poner algunos remedios a algo que ya comienza a sonrojar: el retraso injustificado que, se mire como se mire, el sector público español tiene en esta materia en relación con las democracias avanzadas y con algunos otros países que, en principio, no están en ese furgón principal de los países occidentales con fuerte desarrollo institucional, pero que han sido capaces de construir una dirección pública con elementos de profesionalidad importantes. Estamos en este punto en la zona más baja del ranking de los países europeos y de las democracias avanzadas, también de la propia OCDE. Somos, como describí hace unos años (2006), un país con un subdesarrollo institucional en materia de dirección pública que nos sitúa incluso por debajo de algunos países que nos produciría sonrojo compararnos en relación con otros datos.

No oculto al lector, pues sería deshonesto por mi parte, que este trabajo tiene, salvo en su parte final, un enfoque ciertamente crítico hacia la mala política, frente a todo que tiene que ver con las prácticas de clientelismo, nepotismo o amiguismo en la designación de cargos directivos en el sector público (que son una manifestación también de corrupción, aparte de ineficiencia y dispendio, por mucho que la mayoría de la clase política no perciba el problema de ese modo), así como frente a otros actores institucionales que operan en el ámbito público, tales como determinadas concepciones de un sindicalismo trasnochado o de un rancio corporativismo que también anida con fuerza en las organizaciones públicas. La advertencia está hecha. Si usted forma parte de aquellos colectivos citados (malos políticos o sindicalistas sin perjuicios), mejor no siga leyendo. Ni que decir tiene que este último mensaje tiene –tampoco lo oculto- el efecto provocador contrario. Tal vez así, para incumplir la advertencia- aquellas personas que se puedan sentir parte de tales colectivos renuentes frente a esa idea de la dirección pública profesional siga leyendo este trabajo y como consecuencia de ello –sueño con los ojos abiertos- cambie algo su anclada percepción de este importante problema, que está –como veremos- enquistada en el tiempo y nos sitúa como un país casposo, una auténtica antigualla y nada receptivo a lo que en otros lugares del planeta (al menos del mundo occidental, en el que presumiblemente nos encontramos) se hace desde mucho tiempo atrás.

PARA LEER MÁS: PROFESIONALIZACION DP 1 ESPAÑA-ARTÍCULO-VERSION 2018

“REMUNICIPALIZACIÓN” DE SERVICIOS PÚBLICOS: LA PROBLEMÁTICA DE LOS RRHH

(A propósito del libro de Federico A. Castillo Blanco, La reinternalización de servicios públicos: aspectos administrativos y laborales, CEMICAL, 2017)

 

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“El problema del personal es fundamental, (…) está creando las mayores discusiones cuando se trata de llevar a cabo procesos de reinternalización, porque aquí chocan dos lógicas distintas. Por un lado, la lógica protectora de los trabajadores; por otro lado, la lógica del derecho público, que establece que para poder ingresar como funcionario público ha de hacerse un proceso de selección. Surgen entonces grandes tensiones”.

(J. Tornos, “La llamada remunicipalización de los servicios públicos locales. Algunas precisiones conceptuales”, Cuadernos de Derecho Local, 43, p. 29)

 

Mucho se ha escrito sobre la “remunicipalización” de servicios públicos en estos últimos tiempos. Parte de la doctrina administrativista ha rebautizado el concepto como “reinternalización”; sus razones tiene. El objeto de esta reseña es dar noticia de la aparición de un libro que aborda uno de los problemas más complejos de tales procesos, como es el de la implicación que tienen sobre las políticas de personal. El profesor Castillo Blanco centra la atención sobre el ámbito local, siempre el más desprotegido para hacer frente a soluciones normativas “ad hoc”, más fáciles de adoptar cuando se tiene la llave de la potestad legislativa. Este es un campo que el autor conoce bien y se mueve con comodidad, en las siempre complejas categorías de mezclar administración local, organización y personal, contratación pública, así como Derecho Laboral. Trabajo con muchas referencias jurisprudenciales, que ayudan. Y que bebe de fuentes doctrinales solventes.

El tema de la reinternalización de los servicios públicos locales y más aún en lo que afecta a los temas de personal es particularmente complejo por el cruce de diferentes sistemas normativos, sectores del ordenamiento jurídico, así como legislaciones generales y específicas en función de cada materia. El cruce entre Derecho derivado de la Unión Europea (Directiva 2001/23/CE) con el ordenamiento jurídico interno, incluso a nivel constitucional, plantea problemas de adecuación que deben resolverse integra o armónicamente y algunos de ellos no son fáciles (véase sobre el particular la Declaración 1/2004, sobre el Proyecto de Constitución Europea): por ejemplo, cómo salvaguardar el derecho de acceso al empleo público de conformidad con los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad, con la subrogación derivada del mantenimiento de los derechos de los trabajadores en el caso de transmisión de empresas, centros de trabajo o unidades productivas al ámbito público.

Ciertamente, la jurisprudencia constitucional cerró de un portazo la invocación del artículo 23.2 CE en lo que afecta al empleo público laboral, en una interpretación ciertamente discutible. El derecho fundamental de acceso en condiciones de igualdad (y de permanencia) en la función pública no alcanza en su contenido al empleo público laboral, pero sobre todo representa que no puede ser invocada la vulneración de tal derecho en un recurso de amparo. Pero eso no puede implicar que al empleo público laboral no le sean aplicables los principios de mérito y capacidad (artículo 103.3 CE, en una concepción amplia y contextualizada actualmente de la noción de “función pública”), como tampoco que no le sea aplicable el principio de igualdad por determinación legal (artículos 55, 61 y disposición adicional primera del TREBEP), ya que no constitucional.

Este es el gran problema al que debe hacer frente la reinternalización de servicios públicos locales: cómo casar principios constitucionales y legales en materia de acceso al empleo público con el automatismo de la integración de un personal que no ha acreditado tales exigencias y que se inserta en la nómina administrativa o del sector público, en principio, con carácter definitivo; pues su relación laboral fija no se puede trastocar mediante el fácil recurso a la figura “comodín” del personal laboral por tiempo indefinido porque se perturbaría totalmente la finalidad de la Directiva 2001/23/CE: en este caso, en la sucesión de empresas o subrogación, como recordó Joan Mauri y resalta también Federico Castillo, no hay fraude de ley ni falta de diligencia o relajación en el cumplimiento de la legalidad, sino todo lo contrario: el Derecho de la Unión Europea y la Ley (Estatuto de los Trabajadores) se cumple en sus justos términos. Hay que garantizar los derechos de los trabajadores obtenidos en la empresa cedente por parte de la cesionaria, nada que objetar. No se puede pretender travestir en laboral por tiempo indefinido a quien ya es laboral fijo; la finalidad de la normativa europea lo impide. No hagamos, por tanto, trampas; aunque la estación de destino sea el sector público.

Y es aquí donde surge una nueva figura (otra más) de empleado al servicio del sector público (pues cobra de los presupuestos públicos), pero en este caso es un empleado “no público” (según la disposición adicional vigésimo sexta, apartado primero, de la Ley 3/2017, de 27 de junio, de Presupuestos Generales del Estado para 2017): es el juego de las “Matrioskas” aplicado al empleo público. Ahora tenemos algo nuevo: un empleado, en efecto, que presta sus servicios en una Administración pública o en el sector público, donde se ha incorporado mediante procedimientos de remunicipalización o de reinternalización. Sin otra acreditación.

Un empleado, asimismo, que se encuentra extramuros de la categoría genérica de empleados públicos del artículo 8 TREBEP; que no es, por tanto, personal laboral fijo, ni personal laboral temporal, ni siquiera personal laboral por tiempo indefinido, tampoco personal laboral de empresas públicas (que no es empleado público, pero sí empleado del sector público). Ahora, como bien señala el autor, ya tenemos otra nueva categoría específica de “servidor público”, una suerte de figura nueva que se mueve en el limbo o en una burbuja, pues es personal subrogado en la Administración Pública o en el sector público, que por su propia condición solo se puede insertar en tales entidades públicas con la condición “a extinguir” y no se le pueden reconocer derechos y expectativas laborales que estén vinculados a aquellos empleados públicos para cuyo acceso se hayan debido superar procesos selectivos abiertos y competitivos. Al menos de momento.

En cualquier caso, esta nueva figura complica el ovillo existente, que ya estaba de por sí bastante entrecruzado. El legislador se enreda una y otra vez. Las previsiones de la LPGE-2017 en esta materia no añaden precisamente mucha luz, sino más bien sombras. El operador político y técnico se enfrenta, así, a un sinfín de problemas prácticos que en ocasiones son casi irresolubles, o cuando menos abren interpretaciones divergentes (en el “supermercado de la doctrina jurisprudencial” o incluso de la jurisprudencia) que dan pie a un cúmulo importante de litigios. Cada uno sienta doctrina, que para eso está.

Realmente, la complejidad de los problemas que se abren con este tipo de procesos es elevadísima. Y, por tanto, ayuda notablemente disponer de trabajos como el elaborado por Castillo Blanco o algunos anteriores sobre esta misma materia, por ejemplo los de Susana Rodríguez Escanciano o de Joan Mauri, por solo aportar dos nombres que se mueven en el espacio “mixto” (administrativo/laboral o viceversa). El autor, en este caso, analiza el problema desde una óptica también plural: se adentra en la tramitación administrativa del expediente de reinternalización, donde mantiene una tesis de impronta propia, que cabe compartir. Cuando se trata de un servicio público no económico (esto es, un servicio público reservado al sector público) es superfluo (e inadecuado) tramitar el expediente acreditativo y de oportunidad del artículo 97 TRRL. Tesis que comparto.

Lo mismo cabe añadir en el caso del cómputo o no cómputo a efectos de tasa de reposición de ese personal internalizado como consecuencia de una sucesión de empresas. La lógica institucional (¿para qué y por qué se creo esa figura?) de la tasa de reposición nada tiene que ver con la reinternalización de un servicio público: en este caso el personal se incorpora a la Administración pública por previsión del Derecho de la Unión Europea y de la legislación laboral. No hay manipulación de las normas vigentes ni se pretende sortear su aplicación. En esto la LPGE-2017 ha generado más confusión que claridad.

Castillo Blanco estudia también el ámbito subjetivo de aplicación de las disposiciones relativas a la subrogación en la esfera de las relaciones laborales y su extensión al sector público, analizando los supuestos de reorganización o reestructuración administrativa y las excepciones a la normativa europea y a la legislación laboral. Pone algunos ejemplos evidentes, como el de los Consorcios (un supuesto típico de reestructuración, ajeno a la sucesión de empresas). Analiza, acto seguido, diferentes modalidades de sucesión de empresas que se producen en estos casos (sucesión ope legis, la sucesión de plantillas como variable jurisprudencial, la subrogación convencional y, en fin, la subrogación derivada de la legislación contractual). Particular interés tiene el tratamiento de las consecuencias para los trabajadores de los mecanismos de integración en el sector público. El “principio de continuidad” o la transmisión universal de derechos y obligaciones es y debe ser la pauta que inspira el espíritu de la directiva: “proteger a los trabajadores en caso de cambio de empresario, en particular para garantizar el mantenimiento de sus derechos”. El Derecho de la UE marca territorio en este punto. Ya lo había hecho en 1977 y lo perfecciona (en línea con la jurisprudencia del TJUE) en 2001.

En fin, una vez definido el molde de acogida para este tipo singular de trabajadores “públicos”: el personal (o trabajador) subrogado, que se inserta como figura a extinguir, un aspecto determinante es el estatuto jurídico que se deriva de esa nueva relación (“de continuidad”) procedente del sector privado y que ahora se entromete en el sector público. Un traje poco apropiado para vestir “ex novo” y que requerirá un período de adaptación hasta que el cuerpo del subrogado se pueda encajar cómodamente en el vestido del sector público. Salvo pacto en contrario, el personal heredado mantiene sus condiciones de trabajo derivadas del convenio colectivo de la empresa cedente y mientras aquel se encuentre en vigor. Cuando el convenio venza o se extinga la cosas cambiarán presumiblemente. Pero el personal subrogado tiene limitaciones evidentes a la hora de asumir derechos o expectativas propios del personal laboral por tiempo indefinido. Y esto, en principio, lo marcará como un extraño en la propia organización pública: tiene el subrogado una movilidad reducida a su propio espacio institucional (u organizativo) objeto de subrogación, tampoco puede hacer uso de la promoción y, todo lo más, podrá ir con el tiempo viendo como sus derechos se van equiparando con los del resto de empleados públicos, pero no será tal hasta que supere un proceso selectivo abierto y competitivo. Mientras tanto, su vulnerabilidad en caso de despido objetivo es mucho más elevada (por la preferencia en la permanencia que tiene el personal laboral fijo en despidos por causas organizativas, como podría ser el caso) y su encuadre en la organización pública nunca será completo. Pero no cabe extrañarse en exceso por estas situaciones irregulares: en no pocas administraciones y entidades públicas (especialmente locales) lo común son las circunstancias atípicas, lo infrecuente allí es la existencia de personal funcionario de carrera o laboral fijo como figuras dominantes. Esta es la madeja o el lío (especialmente en el ámbito local) que hemos ido creando. Unas veces por dejadez, otras por falta de diligencia y en algunos casos por puro clientelismo. No se si habrá alguien que sepa desatar semejante madeja, cada día más alambicada. El autor lo intenta en las páginas del libro y en unas meritorias conclusiones. El sistema de empleo público, con tanto injerto extraño, agoniza. Algunas de las propuestas del profesor Castillo Blanco deberían al menos valorarse. Se requiere, a su juicio, una reforma en profundidad del empleo público laboral. Apuesta por la construcción efectiva de esa relación laboral especial de empleo público que quedó a medio hacer. Esta es su tesis. En verdad hace falta repensar la función pública en su conjunto. Aunque también ese tema que trata el autor, por más que nadie se dé por aludido.

EL EMPLEO PÚBLICO ANTE LA DIGITALIZACIÓN Y LA ROBÓTICA

 

“Constituye un lamentable error (…) pretender la estabilidad y la seguridad en una nueva situación en la que nada es estable ni seguro” (J. R. Mercader Uguina, El futuro del trabajo en la era de la digitalización y la robótica; Tirant lo Blanch, 2017, p. 45)

En los últimos tiempos los retos derivados del envejecimiento de plantillas y de la necesidad de llevar a cabo un relevo intergeneracional adecuado, así como de lograr una correcta gestión o transferencia del conocimiento como consecuencia de ese intenso y extenso cambio de personas que se prevé en la administración pública en los próximos diez/doce años, han ocupado no pocos comentarios de académicos o profesionales (por todos, Mikel Gorriti).

Sin embargo, no abundan, ciertamente, las reflexiones centradas en los impactos que sobre el empleo público tendrán los fenómenos de la digitalización y la robótica. Algunas de estas cuestiones (más sobre la Administración que sobre el empleo) han sido tratadas por el reciente y recomendable libro de Carles Ramió (La Administración Pública del futuro: Horizonte 2050, Tecnos, 2017), así como por algunas de sus entradas o artículos. Pero la situación de anomia de análisis de tales impactos en el sector público contrasta, sin duda, con las contribuciones que están apareciendo en el mercado editorial en los últimos tiempos en relación con el futuro del trabajo. Aquí me limitaré recoger tres importantes monografías que tienen por objeto tales cuestiones, su hilo conductor (o, al menos, el que ahora me interesa destacar) es el impacto de la tecnología sobre el empleo y el cambio cualitativo que se producirá (ya se está produciendo) en la tradicional noción de trabajo. Una buena parte de estas miradas tienen un alto contenido predictivo, pero también dejan escenarios abiertos y sugieren innumerables cuestiones que en un futuro inmediato se deberán adoptar.

El primer trabajo del que solo daré breve noticia es el de Patrice Flichy (Les nouvelles frontières du travail à l’ère numèrique, Seuil, 2017). Se trata de un estudio de sociología del trabajo basado no solo en predicciones, sino en análisis de campo de nuevas realidades emergentes que están erosionando la tradicional noción de trabajo. Una de las distinciones básicas de esta obra pilota sobre la contraposición entre trabajo cerrado (el que se realiza en oficinas, establecimientos industriales u otro tipo de equipamientos) y trabajo abierto (propio de la era de la digitalización y con unas características diametralmente distintas). No se huye tampoco de abordar las nuevas implicaciones que supone la comunión (no siempre efectiva) entre trabajo y ocio, dado que el primero (al menos en muchos casos) puede resultar una continuidad o realización del segundo, así como la tendencia cada vez más marcada al do it yourself o como construir cada persona su propia vida profesional (autoempleo, de factura muy discontinua), que será muy cambiante. El estudio se basa en un buen número de entrevistas y experiencias. Su aplicación al ámbito del sector público es muy distante, pero de su lectura se pueden extraer algunas preguntas: ¿hasta qué punto en un escenario de trabajo “abierto”, precario e intermitente, tendrá sentido mantener firmemente el trabajo “cerrado” sello de identidad del sector público?; ¿Podrá permanecer intocable ese estatuto de inamovilidad en un entorno de cambio acelerado, sancionando así un dualismo insostenible socialmente? Sin duda, los impactos irán “por barrios” o por actividades o colectivos profesionales (quienes ejerzan funciones de “autoridad” o especialmente cualificadas frente a aquellos que desarrollen actividades de trámite o técnicamente sustitutivas por máquinas). Y eso se observa nítidamente en los otros dos estudios que comento.

En un libro de notable interés, del que tuve conocimiento por la referencia que en su día me aportó el profesor Joan Mauri  (siempre atento a la evolución del empleo público en su doble dimensión funcionarial y laboral), José Mercader Uguina aborda precisamente el tema que da título a la presente entrada: El futuro del trabajo en la era de la digitalización y la robótica (Tirant lo Blanch, Valencia, 2017). Se trata de un ensayo de indudable interés, si bien centrado en el empleo propio del mercado de trabajo no público, aunque muchas de sus tesis pueden ser trasladadas sin ninguna dificultad a las Administraciones Públicas y a su sector público.

Al margen de su enfoque propiamente disciplinar (Derecho del Trabajo), el tratamiento de los impactos derivados de la digitalización y de la robótica sobre el empleo se tratan preferentemente en la parte inicial y final de esta importante contribución, aunque sus consecuencias se expanden por toda la obra. Particularmente interesantes son las reflexiones sobre la disrupción tecnológica y la cuarta revolución industrial, que ya está en marcha y que se manifestará entre otras cosas en la emergencia de lo que el autor denomina los permanentes inempleables (personas de alta cualificación que no encuentran ni encontrarán nichos de empleo), como también el trazado corto que ofrecen ya hoy en día las herramientas de flexiseguridad; la aparición de un empleo débil y la precariedad sistémica de un incierto mercado de trabajo, una de cuyas manifestaciones más evidentes se manifiesta en la rápida obsolescencia de conocimientos y, conforme avanza la edad del empleado, en que su proceso de adaptación «deja de ser una inversión y se convierte en una carga, por los costes de adaptabilidad» (tomen nota de este dato las Administraciones Públicas); así como el denominado «fin del trabajo» como reto, que se plasma, por ejemplo, en la gráfica idea de pleno desempleo, en una sociedad que viene, marcada por el error evidente que abre esta entrada. Que todo ello no termine impactando sobre el empleo público y, tal como decía, en su nota distintiva (al menos en la función pública) de la inamovilidad, es un pío deseo.

Pero si lo anterior es importante, no lo es menos el capítulo de este libro dedicado a la robotización y a sus impactos sobre el empleo. Cabe compartir con el autor que si bien «inicialmente los robots fueron construidos para realizar tareas sencillas, en la actualidad incorporan cada vez más funciones cognitivas derivadas de la inteligencia artificial». Tras esta constatación, la propia Unión Europea ha terminado por reconocer lo obvio: «La tecnología robótica llegará a ser dominante durante la próxima década». Y conviene no llamarse a engaño, también en la Administración Pública, por muy impermeable que esta pretenda ser. La idea fuerza es muy clara: «las personas deberán hacer cosas que las máquinas no puedan hacer». En caso contrario, esos puestos de trabajo estarán llamados a desaparecer. Hasta el punto de que algunos sistemas de tecnología cognitiva, tales como el robot Watson de IBM, «pudiera convertirse en un sustituto a largo plazo de los abogados y a medio y corto plazo en una eficaz herramienta de control del razonamiento jurídico». Esto también lo anunció Frederic Laloux en su difundida obra Reinventar las organizaciones (Arpa, 2016). Poca broma. En unas Administraciones públicas regidas por el monopolio de los juristas, como son las nuestras, los impactos de esta transformación digital y robótica pueden ser sencillamente extraordinarios. No parece buena guía, por tanto, dotar plazas en los próximos años de estas características (menos aún si son de tramitación o informe) por parte de las administraciones públicas: muchas de ellas están llamadas a desaparecer o a jugar un rol secundario en las organizaciones públicas del futuro.

Bien es cierto que en el sector público, tanto desde la perspectiva política como funcionarial, no digamos nada si esta es sindical, se pretenderá negar la mayor: la reencarnación de actitudes luddistas estará a la orden del día. Pero la obsolescencia funcional de determinados puestos de trabajo los hará más pronto o más tarde materialmente inservibles,  con las implicaciones que ello comportará asimismo de imposibilidad de reasignación funcional de un buen número de empleados públicos. Las administraciones públicas si no llevan a cabo procesos de readaptación radicales de sus estructuras organizativas y de sus puestos de trabajo se convertirán en asilos o centros de beneficencia de empleados públicos sin tareas o de legiones de funcionarios inadaptados a las exigencias tecnológicas del contexto. Pagar por no hacer nada, puede ser el resultado. Algo que la sociedad no aceptará, pues son recursos públicos, salvo que se implante la renta mínima. Es un proceso irreversible, del que solo se puede salir razonablemente indemne con una previsión y planificación estratégica adecuada. Las jubilaciones en masa de los próximos años serán, sin duda, una válvula de escape que, bien gestionada, podrá servir para amortizar aquellos puestos de trabajo que no añaden valor y transformarlos en puesto de trabajo complementarios o necesarios a un contexto de revolución tecnológica como el que ya se ha iniciado.

Y estas rápidas reflexiones tienen asimismo un reflejo evidente en una obra colectiva que, desde la perspectiva económica, analiza La transformación digital de la economía (AA.VV., Catarata/Fundación Altenativas, 2017). Si bien en el primer capítulo de esta obra se analiza por Juan Junquera «La Agencia Digital de España», con importantes referencias al papel de las Administraciones Públicas en este proceso (particularmente, de la Administración General del Estado), el capítulo que más interesa ahora es el tercero, suscrito por José Ignacio Conde-Ruiz y Carlos Ocaña Orbis, y que lleva por título «Los retos de la nueva economía digital». Allí se contienen, en efecto, unas agudas reflexiones sobre los impactos de la economía digital sobre el empleo y la producción. Muchas de las ideas allí recogidas complementan la visión antes citada del profesor Mercader, pero esta vez con un enfoque exclusivamente económico.

Las tecnologías inteligentes y los cambios que van a producir impactarán especialmente sobre el empleo, también sin duda sobre el empleo público. Como bien señalan estos autores, lo importante es identificar si esta tecnología digital es complementaria o sustitutiva al factor humano, pues los riesgos para el empleo aparecen solo cuando la tecnología es sustitutiva, mientras que en el otro caso se puede producir la creación de otro tipo de empleos que resultarán necesarios. En todo caso, los escenarios por venir están plagados de incertidumbres, unas veces marcados por visiones «optimistas» (la revolución digital creará empleos netos o sus consecuencias no serán tan drásticas) o «pesimistas» (se producirán a pérdida de empleos netos). Dualidad de visiones de la que también se hacía eco Mercader.

Al margen de ese debate, lo que sí está descontado es que en ese proceso, ya inminente, «habrá ganadores y perdedores». Y estos últimos son aquellos empleos en que las habilidades necesarias para su ejecución pueden ser sustituidas por la tecnología. Son un amplio abanico (también en la Administración Pública), dependiendo de las funciones o tareas que desarrollen. Así los autores, siguiendo la teoría TBTC,  clasifican a las tareas  en tres tipos: rutinarias, abstractas  y manuales. 

Los puestos de trabajo que desarrollen tareas rutinarias que implican la repetición de procesos predeterminados, como son los típicos de innumerables empleos administrativos o incluso técnicos, están llamados a ser sustituidos por la tecnología inteligente y, por tanto, a desaparecer. Mientras que, en cambio, aquellos que impliquen el desarrollo de tareas abstractas «que implican la resolución de problemas, la intuición, la capacidad de persuasión, así como las que implican creatividad», no solo se mantendrán sino que se pueden ver incrementados por las necesidades de tecnificación, especialmente aquellos puestos que impliquen complementariedad con la tecnología. Lo mismo puede decirse, pero en una escala de mucho menos valor añadido y con fuerte competencia por desplazamiento, de las tareas manuales (no rutinarias), pero estos puestos se encontrarán en la cola retributiva laboral.

En fin, este es el panorama que describen las tres contribuciones citadas y que debería ser tenido en cuenta a la hora de llevar a cabo cualquier política de gestión de recursos humanos en el sector público, sobre todo si esta tiene (algo poco frecuente en nuestro caso) una dimensión estratégica. No es este lugar idóneo para profundizar en este importante tema, pero quien piense que el sector público vivirá ajeno a esta revolución tecnológica digital, así como a los impactos de la robótica y de la inteligencia artificial, se equivoca completamente.

Sin embargo, frente a esa revolución tecnológica que ya está llamando a las puertas de la administración pública, las políticas de gestión de personas apenas muestran cambio alguno. Están ancladas en viejos paradigmas, hoy en día completamente superados. Nadie o casi nadie en el sector público están afrontando este reto como es debido. Los políticos no lo ven, los directivos lo ignoran y los empleados públicos se siguen moviendo –salvo excepciones muy singulares- en su zona de confort, que pretenden prolongar (algo que, salvo que se jubilen pronto, será un pío deseo) el statu quo actual. La puesta en marcha de la administración digital como consecuencia de las obligaciones legales está poniendo exclusivamente el foco en las cuestiones (necesarias en una primera fase) procedimentales y tecnológicas, pero apenas se vislumbran los inevitables impactos inmediatos y mediatos que tal proceso tendrá sobre la organización administrativa y, especialmente, sobre los puestos de trabajo (dejando vacíos de contenido un buen número de ellos y debiendo redefinirse funcionalmente otros tantos).

Sorprende, asimismo, que por parte de los sindicatos del sector públicos, avalados en esa línea de actuación por un empleador público (políticos) desorientado y sin brújula, se siga apostando por una política equivocada de gestión de recursos humanos, consistente, en una línea incremental insostenible (retributiva, de derechos, de número de efectivos), así como, en unos casos, en la estabilización indiscriminada de un personal interino o temporal para el desempeño de unas funciones que en pocos años muchas de ellas serán sencillamente obsoletas y prescindibles; y, en fin, en otros, se sigan promoviendo la creación de puestos de trabajo instrumentales o de tramitación, cuando a ciencia cierta se debería ser plenamente consciente que tales puestos están llamados a desaparecer en las futuras estructuras organizadas del sector público.

Buena parte de las herramientas de gestión de personas en las organizaciones públicas han quedado obsoletas, son propias de otra época. Por ejemplo, la rígida configuración de las relaciones de puestos de trabajo (reñidas con la polivalencia, la tecnificación permanente y la flexibilidad), la inutilización de la planificación estratégica, la visión todavía jerárquica radical de los empleos (algo que contrasta con la tendencia de las organizaciones), las ofertas de empleo público (instrumento a repensar) que se prolongan en su gestión varios años, unos sistemas de selección periclitados y absurdos, unos mecanismos de promoción profesional (casi) inexistentes o bastardeados, unos sistemas de provisión de puestos que se mueven entre lo malo (concurso) y lo peor (libre designación), así como un empleo público que retribuye igual a quien trabaja bien o mucho y a quien trabaja mal o nada. Tremendamente injusto. Por no hablar de las carencias brutales que muestra una función pública desnortada: sin valores, sin dirección pública profesional, sin evaluación del desempeño y sin carrera profesional.

Esta miopía fruto de una mirada contingente y alicorta, puede tener en futuro no tan mediato funestas consecuencias para el sector público, tanto funcionales o económicas como  humanas, de enorme gravedad. En la agenda política está entrando con fuerza el debate de la renta básica como paliativo a esa legión de desocupados que presumiblemente dejará la revolución tecnológica digital y que no podrán adaptarse a los acelerados cambios del entorno. Pues bien, en el sector público no cabe descartar un rediseño profundo del sistema de situaciones administrativas ante los inevitables impactos que sobre innumerables tareas tendrá, más tarde o temprano, esa revolución tecnológica. Algún diseño institucional y normativo  habrá que prever para hacer frente a ese ineludible horizonte que ya está encima. Tarea ingente, de la que lo aquí he expuesto es la punta del iceberg. Se podrían tratar muchas más cosas enmarcadas en esos inaplazables retos (reducciones drásticas de jornada, rediseño del sistema de incompatibilidades para determinados empleos, empleo público por programas, nueva redefinición radical de la selección, el papel del auto aprendizaje, el trabajo parcial, etc.). Pero ello excede del modesto objetivo de esta entrada. De momento, alguien debería introducir en la agenda estratégica del sector público estas cuestiones, salvo que estas soluciones contingentes de hoy –como recordaba Peter Drucker- se conviertan en problemas (auténticas bombas de relojería programada) del mañana. Además, problemas dramáticos, que, como siempre, pagará el ciudadano. Hasta el día que se canse. Horizonte que, intuyo, no está lejos.