DEMOCRACIA

PROFESIONALIZACIÓN DE LA POLÍTICA Y GESTIÓN PÚBLICA

“’Profesionales’ serían aquellos que no han conocido otro oficio que la política, (y) que están comprometidos con la política a largo plazo”

(J. Boelart, Métier député. Enquête sur la professionalisation de la politique en France, 2017, p. 29)

«La política como profesión ocasiona tres anomalías: menor representatividad; mayor oportunismo y mayor dependencia. Las tres desembocan en consolidar las relaciones de subordinación entre representante y su partido. El representante carente de profesión u ocupación a la que volver está obligado a una actitud sumisa y deferente con los dirigentes que deciden su inclusión o no en la candidatura». 

(Manuel Zafra Víctor, La democracia según Sartori, Valencia, 2016, p. 112) 

¿Tenemos los responsables públicos (políticos) con las competencias requeridas para afrontar la compleja situación actual? Es una pregunta que reiteradamente flota en el ambiente. Y nadie sabe responderla. Hay quienes piensan que cada pueblo tiene la clase política que se merece, por eso la hemos votado y sólo cabe resignarse. Los hay que opinan que hemos entrado en esta etapa crítica con la peor clase política de las últimas décadas, si no de siglos. Y, en fin, también existen los que, en los aledaños del poder o magnetizados ideológicamente, creen que disponemos de unos líderes políticos (eso sí, “los suyos”) que hacen cabalmente todo lo que está en su mano. Opiniones diversas para una cuestión polémica, que nos conduce derechamente a un viejo problema, siempre mal tratado, y nunca bien resuelto. El manido problema de la política como “profesión”; esto es, la llegada a la política y a puestos de alta responsabilidad gubernamental o de partido de personas que no tienen oficio conocido al margen de la propia política o que, en su defecto, si lo tienen, apenas lo han ejercido y, una vez transitado por los pasillos del poder, lo abandonan para siempre, salvo que recalen en jugosos puestos de trabajo o consejos de administración de empresas diversas. Pero el problema es de más hondo calado.

Como no es cuestión de reinventarse todos los días, repasando algunos materiales escritos hace casi tres años he vuelto la mirada a dos entradas sucesivas que en su día escribí sobre la política como profesión (aquí y aquí),   y de allí he repescado algunas ideas que, a pesar del tiempo transcurrido, siguen plenamente vigentes, pero he adaptado su contenido al complejo contexto actual y al propio enunciado de esta entrada. En todo caso, la aportación conceptual a mi juicio más valiosa sobre la problemática de la profesionalización de la política en la literatura especializada española de Ciencia Política, se halla en la obra del profesor Manuel Zafra antes citada (especialmente, pp. 109 a 112)

Sobre la inflación política y la ocupación de esferas de la alta Administración   

En estos momentos hay en España decenas de miles de cargos o puestos de trabajo que entran dentro del mercado político de nombramiento y cese (según Joan Navarro y José Antonio Gómez Yáñez, más de ochenta mil: Desprivatizar los partidos, Gedisa, 2019). El problema en España no es tanto que la política se configure como una “profesión”, sino que haya tal multitud de personas que la ejerzan. Aquí la política tiene colonizados amplios espacios de intervención pública que en otros países son patrimonio exclusivo de la dirección pública profesional (senior civil service) o de una función pública profesionalizada. Y esto es algo muy serio, frente a lo cual la política siempre mira cínicamente hacia otro lado. Como si no fuera con ella. La colonización partidista es una enfermedad generalizada de todos los partidos políticos en España. Hay muchos intereses (personales) en juego: entre otros vivir de la política, como decía Weber. Las únicas medidas de corrección, nunca fáciles, sería que la política diera “un paso atrás”: dejar espacios de poder y admitir su cobertura profesional. Esa opción mejoraría su legitimidad social y su rendimiento institucional. De momento, se trata de un sueño.

Y hoy en día aún no hemos despertado de tal sueño. Es más, la situación general va empeorando; con pesadillas cada vez mayores. La política sigue capturando a la dirección pública y estrangulando la gestión, subordinada a una estrecha visión cortoplacista. La política sigue sin captar, cuarenta años después, la importancia de una Administración imparcial (Fukuyama), de la dirección profesional y de la gestión eficiente. La situación oscila entre una política corporativizada o una política clientelar. El péndulo nunca se detiene en la profesionalización.

¿Es la política una “profesión”? ¿Qué competencias debe acreditar?

Si la política fuera una profesión (pues es más bien, una actividad), debería implicar un saber profesional (competencias definidas) legitimado por una formación específica y, por tanto, la introducción de una cultura de gestión pública (eficiencia). Política y gestión pública combinan mal entre nosotros. La primera devora y condiciona a la segunda, con serias consecuencias. Las hemos padecido recientemente con la crisis Covid19: la política española sigue sin comprender, tal como se apuntaba más arriba, el valor añadido que para la propia política tiene dirigir profesionalmente lo público y gestionar eficientemente. Todo descansa en la confianza política.

El envejecimiento repentino de la nueva política. El dualismo “profesional”: quien acredita talento profesional no se siente atraído por la política

Frente a su empuje inicial, se observa un cierto declive gradual en el fervor y espontaneidad que caracterizaron a los “nuevos partidos” en sus primeros pasos o, más concretamente, tales formaciones se han transformado en partidos políticos tradicionales, donde la oligarquía y concentración de poder en unos pocos (camarilla reducida) está siendo la norma de funcionamiento. Como también decía Weber, al final, en toda formación política, se termina imponiendo la ley del pequeño número. Y la “democracia interna” a través de facciones, corrientes o tendencias, termina por declinar y se reproducen los mismos vicios de siempre.

En esa nueva política, cuando toca poder, se han manifestado altas cotas de amateurismo funcional. Como decía Léon Blum, la política requiere experiencia. Y muchos no la tienen. En efecto “una parte nada despreciable del personal político está saliendo de canteras nuevas de reclutamiento político; esto es, de personas (muchas de ellas tituladas) que no han tenido nunca otra experiencia profesional que el aprendizaje precoz de la política” (Michel Offerlé). Más de lo mismo. Se advierte, por tanto, una escasa o nula captación para la actividad política de profesionales cualificados, académicos o investigadores brillantes, de personas provenientes del mundo empresarial o de medios profesionales solventes. Miren los liderazgos de los distintos partidos. Revelador. Nadie tiene profesión conocida en la que se haya desarrollado plenamente.

Se establece, así, una suerte de dualismo profesional. La “profesionalización” de la política convierte a esta en un oficio que lo aleja radicalmente de otras profesiones. Eso no es bueno, ni para la política ni para la sociedad. Quien quiere hacer carrera profesional no puede estar en los dos sitios: u opta por su propia actividad profesional o se inclina por la política. No caben alternativas. Tal vez hemos formulado mal el problema y dificultado, así, las soluciones al mismo.

La singularidad de la actividad política

La actividad de la política no deja de ofrecer singularidades sinfín. En primer lugar, como se ha visto, no hay en verdad una actividad política, sino muchas; aunque no es menos cierto que el político puro salta con facilidad de unas a otras con ese don de la ubicuidad del que parece estar dotado, dejando en no pocas ocasiones al descubierto déficits evidentes para gestionar políticamente con éxito determinadas funciones que asume a lo largo de su “carrera política”. La continuidad en la actividad política es, sin embargo, una constante. Una vez entrado, nadie quiere salir. La “rotación en el poder crea adicción” (Boelaert et alii). Así, el político percibe que vale para todo, para un “roto o un descosido”: concejal, alcalde, parlamentario, ministro, consejero, director general, asesor, etc. Además, en cualquier ramo o especialidad.

Quiénes van a gobernar, dirigirnos o representarnos no deben acreditar, por tanto, ninguna competencia o conocimientos efectivo, tampoco ninguna titulación o formación específica. El principio democrático cubre tales deficiencias; al menos en apariencia. Sin embargo, la actual complejidad de la acción política (especialmente de la acción de gobierno) deja esa premisa a la intemperie: ¿Cómo rendir cuentas de algo que no se conoce ni se sabe hacer? La política no reforzará su credibilidad si se sigue basando en la mediocridad social y no el talento.

Comienza a haber, en efecto, una brecha importante entre una sociedad con profesionales altamente cualificados y una política (aunque con excepciones notables) plagada de diletantes o de personas con trayectorias profesionales inexistentes o limitadas. Ya pasó en la República de Weimar. Y sus resultados fueron letales. Es verdad que, cada vez en mayor porcentaje, los titulados universitarios o incluso altos funcionarios prodigan las nóminas de la política “profesional”. Pero ello no dice nada. Además, según la teoría de las tijeras (Herzog), “cuanto más larga es la carrera política y más alcanza puestos de alto nivel, el político tiende a dejar la profesión originaria en el olvido”. Si pasa mucho tiempo, sencillamente la entierra.

Las cualidades de la actividad política

Max Weber recogía tres cualidades decisivas que debía tener todo político: “pasión, sentido de la responsabilidad y sentido de la distancia (mesura)”. La pasión, como decía este autor, debe frenarse siempre con unas dosis evidentes de mesura: la pasión sin la responsabilidad no convierte a una persona en político. La clave está –concluía Weber- en cómo conjugar la pasión ardiente y el frío sentido de la distancia: “la política se hace con la cabeza, no con otras partes del cuerpo o del alma”, concluía. Ahora, la (falsa) “comunicación” (de baratijas) impera.

La política debe ser asimismo consciente de que –como apuntara Schumpeter- “las cualidades de inteligencia y de carácter que convierten a alguien en un buen candidato no son necesariamente las mismas que le convierten en un buen administrador”. La selección de las urnas no garantiza la buena gestión. Y si al frente de esta se ponen políticos (y no profesionales de la dirección) el fracaso (o la relativización del éxito) está garantizado. Un gestor político amateur puede ser calificado como una suerte de “juez sin carrera de Derecho” (o como un “diplomático sin inglés”), que “arruina a la burocracia y desalienta a los mejores elementos”. De eso sabemos mucho. Y lo hemos comprobado recientemente. Sin más comentarios.

La tiranía de la inmediatez y las paradojas de “un oficio” digno

El político vive atado a “la tiranía de lo inmediato”. Ya no es el mandato, es la instantaneidad. Y eso tiene serias consecuencias, pues con semejante enfoque alicorto la política no es capaz de desarrollar una visión estratégica y es la táctica sola lo que termina por ahogar la buena política. La política está cuestionada frontalmente. Más aún en nuestros días, donde el populismo (sea gubernamental o de la oposición) florece por doquier. Hay riesgos de que se multiplique. La política requiere legitimarse, cada vez más. Está muy debilitada en su imagen pública. Es exageradamente endogámica. Provoca altas cotas de rechazo. Y ello no es bueno.

El intento de dignificar y legitimar la política encuentra, sin embargo, no pocas paradojas. Citaré dos de ellas. La primera es cómo se “ingresa” en la actividad política: el compromiso político (“vocación”) y la precocidad han sido hasta ahora las notas dominantes. Y no ha habido, ni hay, premisas básicas para garantizar que la elección sea correcta en términos de competencia “profesional” para ser buen político. Esta debilidad no es fácil corregirla, aunque hay alternativas. No precisamente las primarias. La política no puede ser un coladero de oportunistas, amiguetes y advenedizos sin escrúpulos. Que proliferan. Así se mata la política.

La segunda es la adquisición y desarrollo de competencias profesionales para ejercer con éxito la carrera política. El sistema se sigue basando (al menos aparentemente) en “la experiencia” como fuente de conocimiento, pero poco o nada se le añade a esa dimensión práctica. Las escuelas de formación de los partidos representan un modelo totalmente agotadoHay que reinventar la formación de cuadros para el desarrollo de competencias políticas e institucionales. Existen muchos programas formativos de políticos dirigidos a ganar elecciones y ninguno que enseñe realmente a gobernar las instituciones.

Final

Concluyo. Hay muchas personas instaladas o recién instaladas en los núcleos, aledaños o en la sala de espera del poder que no quieren modificar el statu quo, pues ello podría significar que -según la terminología weberiana- sean expulsados de esa profesión “de” la que viven, tras haber accedido jóvenes “para hacer política” (y muchos haberse hecho mayores en ella). El perímetro tan amplio de la política no se quiere reducir: viven muchas personas de tales cargos. No se trata tanto de limitar mandatos o regular incompatibilidades muy estrictas, pues ello apenas vale de nada si se puede saltar de una actividad a otra de la política sin solución de continuidad. Puede ser incluso contraproducente, como expuso en su día Juan Linz. La rotación permanente entre la política y la vida social o profesional es la clave del proceso de renovación, pero no en puestos directivos del sector público que deben profesionalizarse. La política requiere renovación periódica. Y deber atraer talento y no mediocridad. Un camino que, al parecer, nadie quiere emprender. Los aparatos de los partidos están generalmente plagados de mediocridad sectaria.

Y en esas estábamos y allí mismo seguimos. Se puede afirmar que la política en estos últimos años no ha mejorado ni en su “material humano” (Schumpeter), ni en su visión estratégica (nula hasta la fecha), tampoco en la “gobernanza anticipatoria” (Innerarity), que está literalmente anulada, y menos aún (salvo excepciones puntuales) en su capacidad de dirección y gestión; pero tampoco se han hecho avances en integridad, transparencia o rendición de cuentas.

La política tiene, hoy día, un monumental problema de legitimidad y de credibilidad, que comporta riesgos evidentes de puesta en cuestión de los postulados democrático-liberales y sociales del Estado Constitucional de Derecho. La miopía política, la polarización y el sectarismo atroz no contribuyen a su reparación, sino que la agravan. Y mientras tanto una ciudadanía atónita y atenazada (o, en su defecto, sectariamente movilizada) observa impertérrita cómo el país se desmorona ante sus ojos. Sin que nadie lo remedie. Tampoco la política, que es la llamada a buscar soluciones y no a generar constantemente nuevos problemas, como está haciendo en los últimos años. Más aun en los últimos tiempos. La política española, por su propio interés y dignidad, debe poner decididamente en valor la gestión pública y la imperiosa necesidad de una dirección pública eficiente y profesional. Esa es su gran asignatura pendiente. La política, por mucho que se empeñe, no puede vivir de espaldas a la buena gestión pública. Sin ella no es nada. Pura charlatanería.

CRISIS SANITARIA, RESPONSABILIDAD INDIVIDUAL Y TELETRABAJO

 

La crisis de salud pública que se deriva de la epidemia del Covid-19 (más comúnmente denominado “coronavirus”) es, hoy en día, evidente. Esta breve contribución solo pretende tres modestos objetivos. A saber: 1) Identificar la naturaleza actual (y sobre todo futura) de la crisis; b) Poner en valor el sentido de responsabilidad individual que debe impregnar el comportamiento de la ciudadanía ante tal escenario de crisis; y 2) Y, en ese contexto, promover como solución excepcional “el trabajo a domicilio”, también en el sector público, si bien en aquellas tareas que permitan soluciones de ese carácter.

Vayamos por partes. Aunque es originariamente una crisis de salud pública, ya sus consecuencias desbordan con mucho esos contornos, con implicaciones económicas, sociales, laborales, etc. Hasta ahora la centralización de las respuestas ha sido “sanitaria”, pero el problema ya comienza a desbordar esos contornos. Aunque no ha sido declarado aún el estado de alarma, general o parcial, no cabe descartar que así se haga (artículo 4 b), Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio). Mientras tanto, las soluciones normativas y gubernamentales “ordinarias” se imponen: cada nivel de gobierno ejerce sus propias responsabilidades públicas de acuerdo con las competencias que tiene atribuidas por el ordenamiento jurídico, fiándolo todo a los mecanismos de coordinación interinstitucional que no han sido, hasta la fecha, nuestro punto fuerte en el plano intergubernamental (aunque desde el punto de vista sanitario están funcionando razonablemente, como la propia OMS reconoce). Pero, como el virus no conoce fronteras, la crisis sanitaria es ya un problema europeo y de no escasa magnitud. La economía se tambalea. De Europa vendrán también algunas decisiones. En todo caso, en el plano interno, si el problema se agrava, dado el reparto fragmentado de competencias, posiblemente no cabrá otra opción que adoptar tal estado de crisis constitucional, siendo en ese caso competente para esa decisión el Gobierno central por medio de decreto. Y su duración y efectos sólo podrían extenderse por un plazo máximo de quince días, prorrogable con autorización expresa del Congreso de los Diputados. Se intentará no declararlo, y echar mano de los instrumentos «ordinarios», pero todo dependerá de cómo evolucione la crisis.

Al margen de esta cuestión de “procedimiento” (en el fondo nada menor), que puede empañar el desarrollo futuro de las respuestas institucionales a esta crisis, me quiero detener en las otras cuestiones citadas.

La llamada a la responsabilidad individual está siendo uno de los ejes fuertes de la comunicación política. Y me parece acertado hacerlo. Tanto por el Ministro y portavoz del Ministerio, como por las CCAA. La Consejera de Sanidad del Gobierno Vasco, Nekane Murga, lo expresaba de forma convincente a los medios, al referirse a modo de ejemplo a la responsabilidad de los padres frente a la movilidad o esparcimiento de sus hijos que tienen cerrados los centros educativos como medida preventiva de difusión de la epidemia. Pero esa responsabilidad se multiplica en sus todas las actuaciones personales en un caso de crisis sanitaria como la que tratamos. Extremar la prevención y llevar a cabo un ejercicio de responsabilidad individual, es una obligación ciudadana y ética (vinculada a la ética del cuidado, entre otras facetas). Efectivamente, habrá que hacer mucha pedagogía sobre la necesidad de que la ciudadanía asuma que de su comportamiento y sus actitudes, así como de sus hábitos, depende en gran parte que las medidas preventivas funcionen realmente y que la erradicación o control de la epidemia sea efectiva. Si falla este primer nivel de responsabilidad individual, no quedará otra opción que echar mano del arsenal de medidas limitativas que se abren, en su caso, con la declaración del estado de alarma (limitaciones de circulación, del uso de servicios o artículos de consumo, garantía de abastecimiento, etc.).

Y conviene recordar, sin pretensión alguna de ahogar la fiesta, que la ciudadanía de esta país llamado España no sale precisamente fortalecida en su compromiso con la responsabilidad individual. En efecto, lo escribí hace algún tiempo. En España hay un notable desarraigo o desvinculación ciudadana hacia lo público, pues paradójicamente se hace descansar exclusivamente la responsabilidad del funcionamiento de la sociedad en las propias instituciones, adoptando las personas una actitud ajena y solo receptora o pasiva de prestaciones y servicios. La responsabilidad individual está muy ausente, entre nosotros. La bulimia de derechos y anorexia de valores planea de nuevo, esta vez sobre la sociedad y sus individuos. Y ello lo constató un estudio comparativo realizado por el BBVA entre las sociedades de cinco países europeos cuyos resultados fueron muy difundidos en diferentes medios de comunicación. El estudio lleva por título: Valores y actitudes en Europa acerca de la esfera pública (BBVA, septiembre 2019). Se trataba de un  análisis comparativo de los que eran entonces (hoy en día sin el Reino Unido), los cinco países de mayor peso de la Unión Europea. A tal efecto es oportuno resaltar que cuando en el citado Informe se trata del apartado deResponsabilidad del Estado y responsabilidad individual”, se constata fehacientemente queel papel que se le atribuye al Estado en asegurar las condiciones de vida digna de los ciudadanos es una dimensión fundamental de la cultura política en Europa”. Pero hecha esta constatación general, destaca sobremanera el dato de que la ciudadanía de España por amplia mayoría (solo seguida de cerca por Italia, y muy lejos por el resto: Francia, Reino Unido y Alemania) considera que es el Estado y no cada individuo quien tiene la responsabilidad principal de asegurar tales condiciones de vida. Dicho de otra manera: la ciudadanía española prefiere ver descansar las responsabilidades de forma institucional que personal.

Un enorme reto se abre, por tanto, en esta crisis sanitaria para darle de una vez por todas “la vuelta a la tortilla”. La ciudadanía debe asumir sus enormes e importantes responsabilidades en la gestión y evolución de esta crisis, y no dar por bueno que solo soluciones dictatoriales o autoritarias (de control absoluto de la población), pueden ser efectivas. Poner China como paradigma de la buena gestión de la crisis es destruir los fundamentos de la democracia occidental. Dentro del marco del constitucionalismo liberal-democrático también hay formas de promover la libertad individual y limitarla proporcionalmente cuando la salvaguarda del interés público lo exija. No dejemos, por tanto, que todo lo haga “papá Estado” o “mamá Comunidad Autónoma”. La responsabilidad personal juega un papel trascendental en la buena gestión y desenlace de esta crisis.

La tercera cuestión se refiere a cómo afrontarán las Administraciones Públicas un hipotético escenario de cuarentena temporal domiciliaria y de necesidad de desarrollar sus actividades (o buena parte de ellas) a distancia, fuera del centro de trabajo. Ciertamente, hay actividades públicas cuyos servicios directos y personales son imprescindibles (personal médico y sanitario, fuerzas y cuerpos de seguridad, bomberos, servicios asistenciales, ambulancias, etc.). Estos servidores públicos están en la trinchera y son imprescindibles. Protegerlos también es un acto de responsabilidad individual de la ciudadanía, evitando el colapso de tales servicios. Pero ante un hipotético contexto de agravamiento de la crisis, en un gran número de empleos públicos, al igual que en buena parte del sector servicios, habrá que aplicar lo que Emilio Ontiveros afirmaba hoy mismo (10 de marzo) en Radio Nacional: “Hacer de la necesidad virtud”. Y, por tanto, se deberán poner en marcha en tiempo récord sistemas de teletrabajo, para los cuales las Administraciones Públicas están aún mucho menos adaptadas que el sector privado, dada la inflexibilidad de sus estructuras, el retraso generalizado (salvo excepciones singulares) en el proceso de digitalización, así como la concepción singular y excepcional de esas medidas de trabajo a distancia, que hasta la fecha han sido más bien anecdóticas, a pesar de haber algunos marcos reguladores razonables que Víctor Almonacid recogió en su día (https://nosoloaytos.wordpress.com/2019/02/13/tecnologia-y-teletrabajo-en-la-administracion/)

El reto al que se enfrentarán las Administraciones Públicas en las próximas semanas será inmenso. Se trata nada más ni nada menos que de crear prácticamente de la nada un sistema (casi) universal de teletrabajo, que tenga por objeto identificar qué tareas se pueden hacer a distancia, con qué objetivos y qué mecanismos de supervisión se fijarán (el papel de las estructuras directiva es aquí determinante), cuáles han de ser los resultados, con qué recursos, medios tecnológicos y qué aplicaciones se dispondrán para llevarlas a cabo, así como articular sistemas de control de ejecución y de evaluación del trabajo desarrollado. Un plan de choque del teletrabajo en el empleo público en un marco de crisis sanitaria, que mancha a todos los ámbitos de la sociedad, se torna imprescindible. Y se debe elaborar con urgencia. Los sindicatos no se puede poner de perfil, ni pedir sólo en este caso ventajas corporativas. La sociedad demanda un esfuerzo, también a los empleados públicos que no están en “la primera línea de fuego” (a los que siempre hay que preservar). Una mirada solidaria, cooperativa y de ética pública se impone.

¿Está preparada la Administración Pública para ese inaplazable test de esfuerzo? Salvo excepciones singulares, que las habrá, todo apunta a que no lo está. Pero este es un reto que presumiblemente, más temprano que tarde, habrá de afrontarse. Y en su correcto enfoque se encuentra una ventana de oportunidad para desarrollar las capacidades de iniciativa, innovación, creatividad e impulso de la implicación y ética del cuidado en el ámbito del trabajo en el sector público. Solo hace falta que las estructuras políticas y directivas de las organizaciones públicas, particularmente lideradas por sus unidades de recursos humanos, se pongan inmediatamente manos a la obra. No basta con segmentar “el trabajo a domicilio” sólo para colectivos individualizados o para tareas críticas que no admiten demora, pues ello implicaría que solo unos funcionarios públicos tendrían encomendadas tareas específicas y trabajo “a domicilio”, mientras que el resto gozaría de un retiro domiciliario sin apenas nada que hacer o permanecer de “brazos cruzados”. Una auténtica injusticia (compárese con el esfuerzo de los servidores públicos que están hoy en día “en la trinchera”). O peor aún, que algunos empleados públicos fueran eximidos de estar presentes (por tanto, más protegidos frente al contagio), mientras que otros se verían obligados a atender a la ciudadanía y a asistir a las oficinas públicas, con niveles más altos de exposición, y un mayor compromiso de servicio. No cabe una función pública de dos velocidades. Nadie sobra en este empeño. Y quien así lo crea no debiera formar parte de la función pública. Los comportamientos egoistas sobran.

La improvisación o las medidas tomadas precipitadamente no son buenas consejeras. Algo ya está pasando en esa línea. Y el peor error, con consecuencias funestas, es dejar absolutamente dormida la Administración Pública por el período, más o menos largo, que dure la crisis o, en su caso, la cuarentena. No nos lo podemos permitir. Veremos cómo camina la expansión del virus. Pues el echar mano de expresiones, políticamente correctas para gestionar una crisis como esta, como “ahora no” o “no de momento”, no están reñidas con una mínima planificación y estrategia que atenúe las consecuencias y prepare a las organizaciones públicas para lo que viene. O lo que ya está aquí.

EL SIGLO DEL POPULISMO

 

LE SIECLE DU POPULISME

 

 

«La visión populista de la democracia conduce paradójicamente a una forma de absolutización de la legitimación por las urnas» (p. 197)

“La democracia no puede ser solamente definida como un régimen fundado sobre el libre consentimiento de los ciudadanos; sino que debe ser simultáneamente entendida en términos tales que hagan imposible su apropiación por aquellos que tengan la pretensión de encarnar la comunidad total de los ciudadanos (algo que hacen los totalitarismos de forma exacerbada)”

(Pierre Rosanvallon, Le siècle du populisme. Histoire, théorie, critique, Seuil, Paris, 2020, p. 209)

 

Tomarse en serio el populismo

Tal como evolucionan los acontecimientos políticos, no resulta nada exagerado afirmar que nos encontramos en El siglo del populismo. Ese es, precisamente, el título de la última obra de Pierre Rosanvallon. Se trata de un libro imprescindible y plagado de ricos matices. Pronto se traducirá, imagino.

La pretensión del autor se desvela desde el principio: el ensayo que comentamos persigue ayudar a la construcción teórica de una noción poco precisa. ¿Qué tienen que ver figuras tan variopintas y partidos o movimientos tan distantes que se encuadran en la siempre evanescente categoría de populistas? Echen un vistazo a nuestro entorno mediato e inmediato. Y comparen. Con la cita de buena parte de ellos comienza el libro.

Lo real, que es lo importante, consiste en que el populismo no para de tener una “espectacular progresión por todo el mundo”. Los perdedores de la globalización, que son innumerables, representan sus principales clientes, si bien no los únicos. La incapacidad de la política (tanto de izquierdas como de derechas) para resolver los problemas ha ayudado notablemente también a esa expansión. El manido desencanto a las expectativas de la democracia ha hecho el resto. Así, el populismo, puede calificarse, sin ambages, como “la ideología ascendente del siglo XXI”. La cultura política populista se basa en la movilización y en el cultivo sin par de las emociones y de las pasiones. Algo a lo que contribuye (y contribuirá presumiblemente más aún) la tecnología. Nada nuevo.

Una de las ideas-fuerza de este reciente libro es que nos debemos tomar muy en serio el populismo, y que se expresa tanto en los puntos extremos de la derecha como de la izquierda del espectro político, pero no sólo: ha terminado contaminando -añado de mi cosecha-  la forma de hacer política. Rosanvallon estudia el fenómeno desde distintos ángulos, tomando como punto central la noción de democracia y su evolución desde las revoluciones liberales hasta nuestros días.

El populismo, por tanto, debe ser analizado como un problema de nuestra sociedad contemporánea. Además grave. Pero para combatir el populismo hay que conocerlo. Y eso es lo que se pretende con este libro. Saber qué es, cómo actúa y de qué manera generar anticuerpos para combatirlo, resulta existencialmente necesario para que la democracia sobreviva a su letal abrazo. La primera regla es no minusvalorar su presencia, como frecuentemente se hace. Tampoco identificarlo equivocadamente con otros fenómenos que son diferentes (fascismo, comunismo, etc.).

Anatomía del populismo. Fundamentos conceptuales y rasgos comunes.

La segunda regla es llevar a cabo una anatomía precisa del populismo, que el autor articula sobre varios ejes: una concepción del pueblo que se concreta en la noción “pueblo-Uno”, y se desdobla, paradójicamente, en “ellos y nosotros”; siendo obviamente estos últimos quienes tienen razón; una preferencia por la democracia directa, con la sacralización del referéndum; una visión polarizada de la soberanía del pueblo, que persigue domesticar las instituciones no electivas y de control (tales como el tribunal constitucional, el poder judicial o las autoridades independientes); la génesis de un líder que aparezca como reencarnación del “hombre-pueblo”; un proteccionismo económico; y, en fin, una cultura política dirigida a la movilización de las emociones y, sobre todo, de las pasiones.

Mal enfocaríamos el problema si el populismo lo redujéramos a expresiones de derecha extrema, donde crece y se reproduce, sin duda. Las manifestaciones de lo que se ha venido llamando democracias iliberales tienen, efectivamente, expresiones claras de signo ultraconservador, pero también se asientan cómodamente en brazos de la izquierda radical. Rosanvallon dedica la atención que se merece a las bases teóricas del populismo de izquierdas (con especial foco en países latinoamericanos), alimentadas por la concepción schmittiana importada, entre otras, por las obras de Ernesto Laclau y de Chantal Mouffe. No deja de ser curioso que el único político español citado por «sus aportaciones doctrinales» sea Errejón (al menos, en tres ocasiones). Aunque las referencias políticas siempre se hagan a “Podemos”. El populismo latinoamericano es tratado con atención, pero también algunas de las expresiones europeas, donde Mélenchon (por obvia proximidad) tiene una papel protagonista.

Una “sociedad partida” es el caldo de cultivo de los populismos de izquierda y derecha. Identificar el pueblo social o pueblo verdadero (siempre una parte) y expulsar a los infiernos al pueblo como cuerpo civil (lo que agruparía a todos los ciudadanos), es moneda corriente de tal ideología (si se puede hablar en estos términos). Pueden encontrarse ciertas similitudes con el totalitarismo o con las expresiones políticas autocráticas, pero el populismo (en sus diferentes y distintas manifestaciones que el autor analiza) juega un papel (si se me permite la expresión), de parásito que se termina de apropiar del cuerpo social y político en el que habita: el sistema democrático. El que los sistemas aguanten o no a ese huracán, depende mucho del tiempo que resida en el poder. Así, gradualmente (a veces de forma grosera) desactiva algunos de sus elementos sustantivos mediante una brutalización directa y una desvitalización progresiva de las instituciones, principalmente cortocircuitando el control del poder mediante “la domesticación” de sus mecanismos de contrapesos.

El populismo puede derivar fácilmente. por tanto, en una democratura (sistema híbrido con mezcla de elementos democráticos y otros dictatoriales o autoritarios). O acabar en el autoritarismo más evidente. No en vano, el populismo considera “el gobierno de los jueces como una amenaza”, su pretendida independencia casa mal con sus inconfesables objetivos de arrodillarlo frente a la omnipotencia del Ejecutivo. Asimismo, su concepción de “democracia inmediata”, conduce derechamente a atacar a la prensa independiente como “un medio perturbador de la expresión de la voluntad popular”, incluso como “estructuralmente ilegítima”. La Unión Europea también es objeto de sus iras. Y todo lo que sea debilitarla, un avance. El separatismo también se alimenta, según el autor, de mensajes y actitudes populistas por doquier. La política negativa, alimentada por la enorme desconfianza existente hacia la política tradicional, nutre su discurso. La cólera y el miedo, empujadas fuertemente por las redes sociales, hacen el resto. La política torna a ser expresión de fe, con un componente religioso, donde los fieles abundan (el populismo «es movilización»), y siguen al líder. Carl Schmitt, vuelve de nuevo. Pero Rosanvallon advierte sobre la extensión de la epidemia: comienza a aparecer un populismo difuso, ejercido por quienes dicen ser defensores de la democracia liberal, pero disimuladamente la amordazan.

Crítica teórica del populismo. Politización y polarización. 

Pierre Rosanvallon, tras diseccionar la anatomía del fenómeno, lleva a cabo un cuidadoso análisis de la historia del populismo (particularmente llamativo es el precedente del Imperio de Napoleón III). Y luego se adentra en su crítica teórica. Y allí construye lo más convincente de su discurso. La crítica de “la cuestión del referéndum” es –a mi juicio- profunda. Una vez más, se nota la impronta de Carl Schmitt en esa configuración decisional populista del referéndum (la “aclamación popular” que castra la deliberación), y destaca su resultado de irreversibilidad, donde contrasta el funcionamiento (siempre reversible) de las mayorías en una democracia liberal con el de un referéndum (donde el “voto no es de la misma naturaleza que el de una elección”). La banalización de la excepcionalidad del referéndum en un sistema democrático tiene riesgos incalculables, como se han visto sobradamente. El referéndum sirve para “refundar” o instaurar “un nuevo orden”, basado en una decisión instantánea de naturaleza binaria: sí o no, y obtener así más votos afirmativos que negativos. Es, por tanto, “la voluntad del pueblo-Uno” en un momento dado (el mío, no el de “los otros”, que serán extrañados de sus beneficios si tienen “la mala suerte” de quedarse décimas o centésimas por debajo de “la voluntad del pueblo-Uno”). Esa decisión condiciona el futuro y lo encadena. El voto del referéndum no es de la misma naturaleza que el de una elección. El resultado pone fin al debate. O supone el comienzo de un orden nuevo.

En el ideario populista hay una voluntad más fuerte que la Constitución, y no es otra que “la voluntad del pueblo”. Como dice el autor, populistas de derecha e izquierda no difieren sobre este punto: “La Constitución es para ellos la simple expresión momentánea de una relación de fuerzas”. Supone considerar “que la esfera del derecho no tiene ninguna autonomía, y que todo es, por tanto, político”.

Politización y polarización son los dos ejes de actuación: “Es la politización del Estado lo que ha caracterizado los diversos regímenes populistas”. Lo que se pretende con la politización y con la polarización de las instituciones no es otra cosa que situar a todos los poderes en manos del Ejecutivo (o controlado por éste). El clientelismo hipoteca el funcionamiento normal de las instituciones; las convierte en mera coreografía. Los órganos constitucionales y las autoridades independientes son atacados directamente por el populismo, por su no legitimidad electoral. Rosanvallon, como ya hiciera en su magnífica obra Legitimidad democrática (Paidós, 2010), defiende su naturaleza democrática siempre que se cumplan una serie de exigencias (que desgraciadamente se olvidan a menudo): imparcialidad, estatuto democrático en su funcionamiento y calidad democrática en la elección de sus miembros; sin interferencias del Ejecutivo ni de los partidos. En caso contrario, su déficit de legitimidad permitirá ataques sinfín del populismo. Es le pouvoir de personne («poder de nadie») que, junto con el sorteo como medio de elección, refuerzan. a su juicio, el sistema democrático. Los populistas, además, conciben a sus oponentes como personas inmorales y corruptas, cuando no echan mano del recurso a denunciar sus intereses antipatrióticos o contrarios a los intereses de la ciudadanía (que ellos, los populistas, son, como cabe presumir, los únicos que los encarnan). Las libertades públicas son empequeñecidas e, incluso, despreciadas; lo importante es la unanimidad y los rituales de unanimidad que rodean esa ficción hecha realidad. La discrepancia se elimina o ignora.

Final: complejizar la democracia

¿Cómo enfrentarse a ese monstruo político populista que ya convive cómodamente entre nosotros? Ciertamente, la tarea es ímproba y compleja, como la propia democracia. Rosanvallon en la parte final del libro (“El espíritu de una alternativa”) aporta un catálogo de soluciones. Desde la “democracia interactiva” hasta el desarrollo de una “representación narrativa”, pasando por desarrollar instrumentos ciudadanos de control (“el ojo del pueblo”) mediante el ejercicio de una ciudadanía activa. Se trata de superar la “entropía democrática” y volver a nociones ya perfiladas por el autor en obras anteriores (por ejemplo, Le bon gouvernement, Seuil, París, 2015): la democracia de ejercicio; la democracia de apropiación; y la democracia de confianza (basada en la integridad y cualidades personales del gobernante).

El autor concluye su excelente obra refutando una idea de Tocqueville, cuando este afirmaba que “toda política se reduce a una cuestión aritmética”. Y a tal efecto expone: “Hoy día es preciso afirmar exactamente lo contrario. En adelante el progreso democrático implica complejizar la democracia”, puesto que conviene recordar que “la democracia es sobre todo un régimen que no cesa de interrogarse sobre sí mismo. Es a partir de este esfuerzo y de esa lucidez, como el proyecto populista podrá perder su atractivo”. Despertar emociones democráticas, es su respuesta. No resultará fácil, pues si ciertamente es verdad que la democracia cada día es más compleja, también lo es que la polarización, por un lado, y la “unanimidad” (o «simplicidad») como discurso dominante, por otro, se imponen. Pero si de complejidad y simplicidad de la democracia hablamos, hay que citar aquí el también reciente libro de Daniel Innerarty (Una teoría de la democracia compleja, 2020), donde, entre otras muchas cosas expone que “solo una democracia compleja es una democracia completa” (p. 42). Coincidencias, aunque también disensos, en el modo de ver el problema. Pero eso, para otro momento.

GOBERNANZA 2020: PARTICIPACIÓN CIUDADANA Y AGENDA 2030

 

“El ‘demos’ está sobrecargado, pero también las élites y los expertos” (Daniel Innerarity)

 “El pueblo no habla con una sola voz, ni las voces plurales y contradictorias convergen espontáneamente en el acuerdo, deben ser articuladas” (Manuel Zafra)

 

Sobre la participación ciudadana todavía sobrevuela la distinción formal que se deriva de la cicatera regulación de la Constitución de 1978 (un modelo muy poco receptivo a mecanismos de participación que vayan más allá de la elección de representantes), entre participación mediada a través de representantes y aquella otra cuya configuración es directa o semidirecta. Un enfoque reduccionista, pero también dos caras de una misma moneda con intensidades muy dispares. La representación es consustancial a la idea de la democracia en su acepción contemporánea y las opciones referendarias o deliberativas un complemento, más en clave de Gobernanza Pública. Tema complejo del que solo se dibujan aquí unas pinceladas.

En efecto, participación y democracia van de la mano, no se entienden la una sin la otra. Y para tener una idea cabal de esa relación dialéctica que alimenta ambos conceptos, nada mejor que adentrarse en la lectura de dos contribuciones, breves de extensión, pero ricas en matices. Una de ellas, que pasó totalmente desapercibida (algo común en muchos libros), es la imprescindible obra del profesor Manuel Zafra Víctor titulada La democracia según Sartori (Tirant Humanidades, 2015), prologada por Innerarity. Para Zafra, en diálogo con el autor ahora citado, la deliberación no es una alternativa a la representación, sino un medio para mejorar esa representación y articular mejor la diversidad social. No debe necesariamente acabar en acuerdo, pero sí estimular que, una vez planteados los términos del debate, quien deba decidir valore razonadamente los distintos argumentos y pondere cuáles son aplicables a la política que se quiere poner en marcha y descarte, también motivadamente, cuáles no lo deben ser. La manida democracia participativa encubre un pleonasmo.

La otra contribución corresponde al también profesor Daniel Innerarity que, en diferentes obras (desde El nuevo espacio público, Espasa Calpe 2006), ha ido dando a la participación ciudadana, con los matices oportunos, un protagonismo relevante en la evolución de la democracia de nuestros días. En efecto, en una de sus últimas aportaciones (Comprender la democracia, Gedisa, 2018), Innerarity se interroga sobre posibles soluciones para reforzar la competencia política de la ciudadanía, y opta por una receta clara: la solución al problema que nos ocupa no sería menos democracia, sino más democracia, en el sentido de una mejor interacción y un ejercicio compartido de las facultades políticas”. Así concluye que “todas las propuestas de participativa o deliberativa se basan en este presupuesto de entender la democracia como ‘reflexión cooperativa’”. Y ese aprendizaje cooperativo de la democracia en su dimensión deliberativa tiene, por las condiciones del contexto, una mejor aplicación en el ámbito local de gobierno, especialmente en el municipal.

El modelo jurídico-institucional de municipio se asienta sobre el papel que ese nivel de gobierno tiene como cauce de participación ciudadana en los asuntos públicos. Tan categórico principio no encuentra el eco suficiente en el desarrollo legal básico. La razón de ser de esa opción normativa (por la que se inclina la propia LBRL), no es otra que la proximidad. La instancia municipal de gobierno es la que mejor puede cabalmente construir sistemas institucionales de participación ciudadana que resulten prácticos y efectivos. Aunque algunas experiencias participativas sectoriales pueden tener buena acogida en estructuras gubernamentales “más altas” (provincia, Comunidad Autónoma o Administración General del Estado), lo cierto es que, por lo común, es en los ayuntamientos donde esas políticas participativas tienen eco real y, sobre todo, resultados más efectivos. Proximidad e inmediatez de los problemas y de las instituciones ayudan a involucrar mejor a la ciudadanía. Pero no nos engañemos, siempre existirá en ese doble rol de ciudadano común (despreocupado o alejado de la cosa pública) y de ciudadano intenso (militante de causas), de la que hablara Zafra, aunque solo fuera para refutar las tesis de Schumpeter (y de Sartori), sobre el primitivismo del ciudadano común, que, a mi juicio, ha vuelto con fuerza en la era de las redes sociales.

Las potencialidades de la participación ciudadana son, sin embargo, amplias. La participación ha transitado por tres estadios: uno primitivo, que conllevaba su articulación a través de consejos sectoriales o de ciudad; el segundo basado en el ejercicio del derecho de voto en consultas que habitualmente se estructuran de forma binaria (si/no), con participaciones a veces irrelevantes; y, en fin, el tercero, ha sido explorar fórmulas de democracia deliberativa (probablemente la que tiene mejores cartas de presentación) cuyo hito básico es una participación selectiva (muestra), bien documentada e informada, que lleva a cabo una labor de contraste de opiniones y propone soluciones gubernamentales a determinados problemas previamente planteados. No se excluyen, a veces se solapan. Y, con más o menos tirantez, conviven esas tres modalidades de participación, junto con otras menores o diferenciadas.

La participación ciudadana representa uno de los ejes del modelo de Gobernanza Municipal. En el campo de la Agenda 2030 ese papel se acrecienta, pues tal como se ha visto sin una implicación efectiva de la ciudadanía será tarea imposible la puesta en marcha de los ODS en los municipios. La ciudadanía debe recibir información, pero también participar en los procesos de impulso, diseño, ejecución y evaluación de todas aquellas políticas derivadas de los ODS. Y eso no es fácil. Pero sobre todo y ante todo debe colaborar activamente en ese proceso de transformación cambiando hábitos, conductas y actitudes con la finalidad de hacer efectivos en el plano operativo y en la vida cotidiana tales ODS. En este punto los ayuntamientos tienen un papel sustantivo no solo para comunicar o formar a la ciudadanía, sino especialmente para involucrarla en la efectividad de la puesta en marcha de todas las políticas transversales afectadas por la Agenda 2030. Una buena práctica, de la  que he tenido conocimiento gracias a la red de municipios Kaleidos (especialmente volcada, aunque no solo, en el ámbito de participación ciudadana: http://kaleidosred.org/), es la que, siguiendo otros modelos de ciudades europeas, se está llevando a cabo en el Ayuntamiento de Málaga desde 2018, donde se combina inteligentemente Agenda 2030 y participación ciudadana. Conviene ponerlo de relieve: https://ciedes.es/el-plan/agenda-ods-2030.html

Ciertamente, la participación ciudadana no está teniendo el protagonismo que requiere, más en un período en el que la confianza ciudadana en las instituciones se está viendo resquebrajada, así como cuando el crédito público en los partidos políticos (y, por ende, en el sistema representativo) se está desplomado, como certifica la última encuesta del CIS. Cuando sería el momento de impulsar iniciativas de participación ciudadana que fueran innovadoras, observamos que su pulso político no late con fuerza (¿cómo se entiende, si no, que las consultas populares de ámbito local sigan requiriendo aún la autorización del Consejo de Ministros, tal como prevé la LBRL?. Una “autonomía local” condicionada a la voluntad ministerial en uno de sus ámbitos existenciales que conforman su naturaleza. Y, si no, para estropearlo todo ya están los tribunales de justicia. Frente al impulso “innovador” del Reglamento de Participación Ciudadana de Barcelona, el TSJ de Cataluña (STSJCat 874/2019) ha dictado, con un pobre razonamiento, una desproporcionada sentencia anulatoria en su integridad de tal manifestación normativa por motivos formales (aunque con alguna objeción material; pero que somete la potestad normativa local a trámites circulares y la aleja de cualquier otra manifestación del mismo carácter por parte de otros niveles de gobierno). Ver: STSJ 874:2019 rgto participacion bcn.

En fin, entre que la participación ciudadana no está en la agenda política central de buena parte de los niveles de gobierno (salvando honrosas excepciones, principalmente locales, que las hay) y que disponemos de un marco normativo básico todavía con innumerables restricciones, interpretado restrictivamente por los tribunales de justicia (también con algunas excepciones como la interesante STSJ del País Vasco sobre el Ayuntamiento de Basauri: STSJ PV 157/2018, en relación con las consultas ciudadana reguladas en la Ley de Instituciones Locales de Euskadi), el trabajo que queda por hacer, tanto de alta política como de política de proximidad es un auténtico desafío. Pues sin un modelo avanzado de participación ciudadana la Gobernanza Pública no tendrá un diseño acabado, el gobierno abierto no pasará de ser una mera quimera y la transparencia, así como la rendición de cuentas, tampoco superarán el umbral de convertirse en algo más que píos deseos.

Anexo: Esbozo de líneas de trabajo para profundizar en el impulso de una política de Participación Ciudadana alineada con los ODS de la Agencia 2030:

“La dramática crisis de la democracia puede paliarse dando una nueva oportunidad al sistema de sorteo” (David Van Reybrouk, Contra las elecciones. Cómo salvar la democracia, Taurus, 2017, p. 169)

  • Diseñar la participación ciudadana con un horizonte estratégico (2030)
  • Promover la reforma normativa de los instrumentos de participación ciudadana en el ámbito local de gobierno, especialmente (aunque no solo) en lo que afecta al régimen de consultas ciudadanas.
  • Impulsar prácticas o pruebas pilotos de democracia deliberativa en determinados ámbitos, creando incluso espacios o foros específicos de debate ciudadano, mediante personas elegidas por sorteo.
  • Aprobar Ordenanzas de Participación Ciudadana que se puedan configurar como de “nueva generación”.
  • Promover pactos o acuerdos que articulen compromisos institucionales y ciudadanos con los ODS de la Agenda 2030.
  • Involucrar a asociaciones, entidades públicas y privadas, colectivos, etc., en la toma de conciencia, en el el diseño y puesta en marcha, así como en la evaluación, de políticas dirigidas a alcanzar los ODS de la Agenda 2030.
  • Construir sistemas de integridad institucional en clave participativa o compartida con los diferentes actores.
  • Vincular la participación ciudadana con la política de transparencia, por medio del desarrollo de la Transparencia colaborativa. Derecho al saber y participación ciudadana.
  • Apertura de la Administración digital a la participación ciudadana como medio de garantía de los derechos de la ciudadanía en un entorno de revolución tecnológica.
  • Datos abiertos, protección de datos y participación ciudadana (articular modelos de relación)
  • Desarrollo de las consultas electrónicas mediante pruebas piloto.
  • Articular la participación ciudadana en la confifuración de un sistema de rendición de cuentas.

EL JUEGO DEL (CIBER)PODER: DATOS PERSONALES EN LA ERA DE LA REVOLUCIÓN TECNOLÓGICA

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Esta entrada, pese al enunciado que la abre, tiene una intención modesta. De hecho pretende ser principalmente una breve reseña de dos sugerentes libros, cuya lectura vino alimentada por la preparación de una breve ponencia sobre el tema ¿De quién son los datos?, enmarcada en un Curso de Verano de la Universidad de Málaga sobre “Protección de Datos y Transparencia: conflictos y equilibrio” (cuyo director fue el profesor Martin Razquin). Algunas de las ideas que aquí se vierten fueron expresadas públicamente en esa presentación.

Se trata de dos libros con una temática común, pero de muy distinto trazado. Ambos muy difundidos en distintos medios de comunicación, mediante entrevistas a los autores e incluso con algunas reseñas. Por tanto, presumo que se trata de obras muy conocidas. Pero nunca está de más animar a su lectura. Si no los ha leído aún, al lector mínimamente interesado por estos temas no le defraudarán.

 

Alessandro Baricco: The Game, Anagrama, 2019

“Hay algo espléndidamente exacto en nuestra sospecha de que aquí no está cambiando algo, sino todo” (p. 35)

Ciertamente, el título de esta obra está bien seleccionado. No empezó todo (aunque también) como un juego, pero derivó en él. Y prácticamente todos los humanos nos hemos dotado de esas prótesis que acompañan nuestros pasos allá donde vayamos. Siempre cabizbajos. Sin su presencia, algo existencial nos falta. Baricco ha escrito un libro –según nos cuenta- para explicarse a sí mismo qué había pasado o qué estaba pasando, con esa “humanidad aumentada” que las máquinas y la virtualidad estaban gestando desde hacía algunas décadas, aunque el proceso de aceleración tecnológica tiene efectos multiplicadores. Todo va muy rápido. Demasiado. Y, tal vez, es bueno pararse a pensar. O explicar cómo se llegó hasta aquí, quién quedó en el camino y por qué algunos se hicieron finalmente con el pastel.

El libro de Alessandro Baricco es imprescindible para entender ordenadamente ese proceso. Hay que conocer los orígenes de esa revolución tecnológica, aparentemente silente, pero que está removiendo los cimientos de nuestra forme de ser y de estar en este mundo, así como muchas otras cosas más. Más aún de los millennials. El algoritmo se está haciendo dueño y señor de nuestras vidas, además con nuestro consentimiento e, incluso, con nuestro aplauso. Cada día que pasa se pierde algo de humanidad y “se gana” comodidad o respuestas rápidas, homogéneas y virtuales. La superficialidad consentida domina todo. También el narcisismo y la propia egolatría. Y la pregunta es clara: ¿A dónde vamos? O, mejor dicho: ¿A dónde nos conducen las máquinas?, ¿Son estas o son las personas detrás de ellas quienes nos guían?

La revolución digital ya ha abierto las puertas de par en par a la revolución tecnológica. La tesis fuerte del autor es que se está produciendo un auténtica revolución mental. Pero lo sugerente de su planteamiento es que primero fue la revolución mental y luego vino la tecnológica. Hay alguien o algunos que empujaron todo esto. Y en los orígenes (podrían ser más remotos) está la clave. Sin apenas darnos cuenta algo cambió profundamente en nuestro entorno, la persona en su contexto tradicional se convirtió en “Hombre-teclas-pantalla”. Hubo mucho de contestación o de rebelión en el planteamiento inicial o arranque del tema (algo bien estudiado, entre otros muchos, por Frederick Foer, Un mundo sin ideas, 2017), pero el camino, extraordinariamente trazado por Baricco, con mapas incluidos, fue largo y los accidentes muchos. Desde el videojuego a los planteamientos del mítico Steward Brand, como uno de los auténticos ideólogos de la rebelión inicial, pasando por la creación de la Web o el desarrollo y caída de las “punto.com”, así como la aparición en escena de innumerables aplicaciones que fueron encontrando hueco en los comportamientos de unos humanos que se veían a sí mismos como aumentados. El tránsito estuvo plagado de accidentes, pero también de éxitos. Y estos vinieron para quedarse, al menos de momento. Porque todo va muy rápido. Demasiado.

El punto de inflexión según el autor se produce en 2007, cuando Steve Jobs presenta el iPhone. Lo complejo se hacía sencillo. La superficie mostraba lo que interesaba. Esencia y apariencia coincidían. Y todos a jugar, quien no lo hacía sería tachado de hereje, borrado de la faz de la tierra. Desde 2008 en adelante, a pesar de la crisis, las apps se multiplicaron. Ya nadie podía vivir ajeno a lo que se movía por las redes sociales. La colmena de individuos pegados a la red se hizo enjambre. Si alguien renegaba de la modernidad tecnológica era tachado de raro. Analógicos subsisten, pero están condenados irremediablemente a morir. Por mucha resistencia que adopten. Todo pasa y pasará por el molino de las redes y de las aplicaciones. Sin su prótesis usted va cojo, amén de desorientado. Su cuerpo no vale nada. Solo su IP y sus datos.

El mercado tecnológico se ha ido encogiendo. El oligopolio toma cariz de monopolio. Y han crecido a costa nuestra: caímos en la trampa de creer que la digitalización era gratis. El precio pagado y el que pagaremos es altísimo: se ha hecho a costa de nuestros datos. Al fin y a la postre de nuestra intimidad, de nuestra dignidad y de nuestros derechos fundamentales. Pero eso es un intangible, que a nadie importa. Se trata de violaciones silentes y de efectos retardados. Solo te darás cuenta cuando ya nada tenga remedio. De paso nos hemos cargado la propiedad intelectual, pues –como dice el autor- “quien gana no es quien crea, sino quien distribuye”. Y, en fin, también nos han narcotizado: “el Game mantiene domesticados sobre todo a los más débiles, atontándolos lo justo para impedirles que constaten su condición esencialmente servil”.

En fin, el libro de Alessandro Baricco es una delicia, de lectura imprescindible para entender el problema expuesto. Una mirada de un analógico que descubre las inmensidades de lo tecnológico, partiendo de un escepticismo crítico. Su opinión es, en determinados momentos, optimista. Aunque nunca ingenua. Las disfunciones del Juego son puestas crudamente de relieve. El juego es difícil: quien desconecta muere. No para ninguna de las 24 horas del día. El poder se concentra cada vez más. Y convive, mal convive, con instituciones tradicionales. Es muy significativa la divertida descripción que hace el autor de la comparecencia de Mark Zuckerberg ante el Senado de Estados Unidos: dos mundos que hablan diferentes lenguajes y viven realidades paralelas. Las soluciones que propone Baricco no están exentas de cierto realismo: “nadie que haya nacido antes de Google va a resolver estos problemas”. Habrá que entrecruzar lecciones del pasado con instrumentos del presente. El Juego nos conduce a una vida antinatural, lo que obligará a reivindicar la necesidad de salvar una identidad de la especie: en las próximas décadas, “no habrá bien más valioso que todo lo que haga sentirse seres humanos a las personas”. Un brote de esperanza. Al que inevitablemente nos deberemos agarrar.

 

José María Lassalle, Ciberleviatán. El colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital, Arpa, 2019.

“Los algoritmos han transformado a la humanidad en una especie de proletariado cognitivo al que se aliena de múltiples maneras que buscan todas ellas su bienestar” (p. 97)

Con un enfoque radicalmente distinto, y madera de autor o ensayista menos pulida (también por la menor edad) que la de Baricco, José María Lassalle ha escrito un buen ensayo, del que se puede compartir muchas cosas y matizar otras. Como reconoce el prologuista (Enrique Krauze), el autor “ha escrito un libro profético”, sobre unos mimbres ya detectados por otros ensayistas y filósofos: la revolución tecnológica puede suponer la muerte de la democracia liberal tal como la hemos conocido hasta ahora y, asimismo, la emergencia de un totalitarismo tecnológico o digital que dejaría al modelo dibujado por Orwell en un puro juego de niños. De hecho, los “proles” de 1984 serán los más vigilados y controlados por el Panóptico digital del poder totalitario, pues han regalado todos sus datos sin consciencia ni prevención de ningún tipo. Los poderosos, cada vez menos, ya se servirán de sofisticadas técnicas de borrado u olvido digital o, en su caso, de amortizar sus efectos. El dinero, sea este la forma que adopte, siempre ha marcado fronteras.

Me unen al autor afinidades selectivas en la bibliografía que ha servido de base al presente ensayo. Algunas de ellas comentadas en este Blog, otras no. Siempre me han parecido certeros los temores de Buyng-Chul Han y de Enric Sadin, ambos filósofos, sobre las implicaciones que para la libertad y los derechos fundamentales tendría esta revolución tecnológica. Más preocupantes son las tesis de Luc Ferry sobre la revolución transhumanista. Pero en este tema, como es harto sabido, todo se mueve entre “optimistas” y “pesimistas”. Y no es fácil salir de ese círculo diabólico. En materia de efectos sobre el empleo que la revolución tecnológica comportará (algo también analizado por Lassalle) esa dicotomía es una evidencia.

Pero la aportación fundamental del autor al problema citado es que su enfoque lo sitúa en el Estado, en la propia democracia liberal y más tangencialmente en la afectación a los derechos y libertades de la persona. El modelo de Estado Liberal, construido a partir de los cimientos de la Ilustración, se puede venir abajo. Los riesgos son evidentes. Y de ellos nos advierte con particular lucidez José María Lassalle.

La aparición en escena de ese temible Ciberleviatán se ancla en los datos: “El poder real es tecnológico y se basa en la soberanía de los datos”. El capitalismo cognitivo se apodera de ellos. Los humanos ya sufrimos “el síndrome de infoxicación”, que afecta a nuestras propias capacidades cognitivas, también como sujeto político. Nuestra capacidad de decidir se neutraliza. Y también la subjetividad que migra del cuerpo a los dispositivos inteligentes. Ya no dialogamos con personas, lo hacemos con máquinas, que siempre median y registran lo mediado. De ahí que lo corpóreo desaparezca difuminado por lo virtual. Hay una obra trascendental de la historiadora Linn Hunt, La invención de los derechos humanos (Tusquets, 2009), donde relata magistralmente que en el origen de los derechos humanos, que cuajarían gradualmente tras la Ilustración y las revoluciones liberales, se encontraban dos fenómenos: la autonomía personal (o la individualización del cuerpo) y la empatía. Ambos fueron arraigando, con precedentes en momentos anteriores, a partir del siglo XVIII. Pues bien la revolución tecnológica arrumba radicalmente ambos presupuestos. Y, por tanto, los riesgos a los derechos no son virtuales sino efectivos. No es broma.

La pérdida de lo corpóreo es tratada por Lassalle en un capítulo de su obra. Y ello puede conducir a que los ciudadanos se transformen en un zoon elektonikón. Pero uno de los capítulos más sugerentes del libro es que se dedica a la “libertad asistida”. El colapso del relato liberal está ciertamente alimentado por la revolución tecnológica. El mundo digital, representación de un espacio aparentemente abierto, nos conduce derechamente hacia una sociedad cerrada, con rasgos totalitarios que pueden ir creciendo imperceptiblemente con el paso del tiempo. Lo grave es que la ciudadanía, el demos (o los “proles” tecnológicos) lo admiten de forma acrítica: “Nos estamos acostumbrando a ello y, por eso, vamos tolerando incrementalmente que nuestra libertad viva bajo control y asistida”. Se está robotizando paso a paso nuestra existencia.

El imperio del algoritmo se impone: “se ha convertido en la práctica en el sustituto de la Ley”. Se trata de un “tecnopoder” en el que se asienta la revolución digital: “sin control democrático ni interferencias legales”. Algo se ha intentado seriamente en Europa, tras la aprobación del Reglamento (UE) 2016/679, y su “plena” aplicación (la obra no trata, tal vez por su naturaleza prosaica, de esta cuestión). Pero Europa, aunque pretenda regular también la trasferencia internacional de datos, como así ha sido, no deja de ser una parte del globo. La protección de datos es un fenómeno global y las soluciones estatales o “regionales” puede ayudar, pero no será fácil poner puertas al mar. Aunque Lassalle abogue por esa solución.

La revolución tecnológica ha dado paso al ciberpopulismo, hoy en día tan en boga. Al eterno cuestionamiento de la verdad, siempre manipulada. Muy crítico se muestra el autor, y puede no faltarle razones, con la renta básica universal, una suerte medicina paliativa para que el tecnopoder siga mandando.

¿Cómo hacer frente, en consecuencia, a esa distopía digital?, ¿cómo combatir esas expresiones ya incubadas de totalitarismo tecnológico en China (“una dictadura digital perfecta”) y Rusia, que se prodigan por otros países y que contaminan procesos electorales o convocatorias de referéndums? Desde Silicon Valley se está promoviendo, según el autor, una suerte de totalitarismo soft. Y frente a todo ello, ¿qué hacer? Lassalle propone una “sublevación liberal”, que en cierta medida concluye de la misma manera que Alessandro Baricco: “Necesitamos un humanismo del siglo XXI que fortalezca el sentido ético de lo humano y que actúe como pilar educativo sobre el que se formen las capacidades cognitivas de los hombres”. Nada que objetar, sino todo lo contrario: en la educación está uno de los pilares que hará posible de forma efectiva una fusión razonable entre hombre y máquina, sin que ésta destruya a aquel. El problema es que fiarlo todo a instrumentos hoy en día insuficientes, como el Estado o la Ley (aunque sea imprescindible «regular»), no puede ser la respuesta definitiva. Sin embargo, el autor pone todo el acento en ello, así como en el siempre complejo y resbaladizo tema de la construcción de “una teoría de la propiedad de los datos”. Sin duda, están en juego muchas cosas, como por ejemplo la trazabilidad de la gestión de los datos en una sociedad de Big Data, o cómo afrontar el problema en la fase del Internet de las cosas. Sinceramente, carezco de repuestas frente a un fenómeno de tanta complejidad.

Los datos son de la persona. Pero resultan un intangible, al menos hasta que se hacen operativos y se entrecruzan. Siempre dejan huella, no son el petróleo de la economía pues este es finito mientras que los datos son infinitos. El problema real es cómo todo esto terminará afectando a la dignidad de las personas y a su patrimonio de derechos y libertades fundamentales, pues los datos, mal usados o manejados, tienen una capacidad alta capacidad destructiva al irradiar todos y cada uno de los derechos fundamentales de la persona y transformarlos en papel mojado. Como subrayó Dominique Rousseau (citado por S. Rodotá, El derecho a tener derechos, Trotta, 2014), con los derechos fundamentales pasa como sucedió con el robo de la Gioconda en 2011 en el Museo del Louvre. No hay una percepción clara de su importancia. Sin embargo, cuando los visitantes contemplaron el espacio vacío se dieron cuenta realmente de su ausencia: fue, en efecto, “la ausencia, la pérdida, lo que ahora les inquietaba”. Lo mismo pasa con los derechos, más aún si la afectación a estos es virtual y diferida: (¿por qué no me conceden un crédito hipotecario, un puesto de trabajo o una subvención o ayuda?: pregúnteselo al algoritmo. Los cimientos del Estado Liberal se están viendo seriamente afectados. Y solo es el principio. ¿Estamos realmente a tiempo aún de evitar que se derrumben? Mejor no imaginar las consecuencias, si ello se produjera. Frente a estas y otras cuestiones abiertas nos advierte Lassalle. Y ese es el mayor valor de su obra.

PARTIDOS E INSTITUCIONES (A propósito del libro de José Antonio Gómez Yáñez y Joan Navarro, Desprivatizar los partidos, Gedisa, 2019, 134 pp.)

Desprivatizar los partidos

 

“Los partidos políticos son considerados por la mayoría de la ciudadanía como organizaciones de cargos públicos y aspirantes a cargos públicos, sin que sean percibidos como cauces para la participación efectiva en la vida pública” (J. A. Gómez Yáñez/J. Navarro, p. 117)

 

Los partidos políticos están en crisis. Gozan de mala salud de hierro. Aún así perduran en el tiempo, aunque los ajustes del sistema de partidos en las democracias avanzadas están siendo profundos en estos últimos años. También en España, aunque se note menos, aparentemente. Partidos que nadie temía por su existencia, corren serios riesgos. Mientras que algunos otros se reinventan, para seguir haciendo lo mismo que antaño. Han surgido nuevas formaciones políticas, pero los patrones de comportamiento están siendo iguales o peores de las que venían a desplazar.

De los partidos políticos siempre me ha interesado su relación con el poder institucional. De hecho, como recordaba Peter Mair, “los partidos o están en el gobierno o esperando gobernar”. Una tendencia que se ha incrementado, recientemente, al configurarse los partidos como una suerte de parásitos de las instituciones. Sin estar en ellas no pueden vivir. Sobrevivir sin gobernar (algo que estudio atentamente Guseppe Di Palma en el caso italiano), se convierte en una tarea hercúlea. O tocan poder institucional o están condenados a desaparecer o llevar una vida lánguida llena de penurias y desafección. Algo que viene facilitado por la fragmentación de niveles de gobierno existentes en nuestro sistema institucional, lo que permite tocar poder, siquiera sea este autonómico o local. Un colchón de supervivencia, sobre todo si en el gobierno central se está ausente.

Tras las elecciones del 28 A y 26 M se producirá ese reparto institucional de poder entre los partidos. Y quien no se lleve algo a su zurrón, se quedará sin comer para cuatro años. Una eternidad en política. O una larga travesía en un indómito desierto de manos vacías. Sorprende que, como recuerdan Gómez Yáñez y Navarro, “un rasgo estructural de la política española es la gran cantidad de personas que se profesionalizan en ella o cuyos puestos de trabajo dependen de ella”. Estos autores lo cuantifican en una horquilla entre 80 y 100.000 personas, lo cual es sencillamente desorbitado. Pero el problema real de esa ocupación política intensiva de las instituciones (unas veces por representantes políticos elegidos y otras muchas por nombramientos o designaciones discrecionales) es que resulta “dudoso que haya capital humano para abastecer estas decenas de miles de cargos públicos y administrativos, renovados parcialmente cada cuatro años”. Y, concluyen: “ése es un rasgo distintivo de la política española”. Pero lo realmente grave es que con la fragmentación política existente, los partidos han de hacer auténticos malabares para disponer de cantera, sea política o ejecutiva (cuando no institucional) para cubrir tales decenas de miles de puestos. Sencillamente no la tienen. Y esa noria política mata la continuidad de las políticas públicas, politiza los puestos de responsabilidad ejecutiva o directiva de las instituciones y provoca una honda desprofesionalización de las Administraciones y entidades del sector público. Fenómeno que, como nadie pone remedio, seguirá ahondándose con propuestas de reparto transversal o cantonalizado de botín de los niveles directivos entre las fuerzas política coaligadas. Me remito a mi anterior entrada sobre el tema: «Coaliciones de gobierno y alta Administración» https://rafaeljimenezasensio.com/2019/04/27/coaliciones-de-gobierno-y-alta-administracion/

Para comprender bien que nada de esto tiene remedio (al menos, a corto plazo), es oportuna la lectura del libro que aquí se reseña. Se trata de una obra no académica, escrita por dos profesionales con un elevadísimo conocimiento de lo que son los partidos y, en particular, de su evolución en la España constitucional que deriva tras la transición política y la Constitución de 1978. Obviamente, de tan interesante obra solo me interesa resaltar aquí aquellos aspectos que, como reza el enunciado de esta entrada, se refieren a las complejas relaciones entre partidos e instituciones, cuyas señas de identidad siguen marcadas por las tesis de Max Weber, aunque reformuladas por autores posteriores tales como Von Beyme o el propio Peter Mair, entre otros.

En la misma introducción a la obra ya se desvelan claramente sus tesis, lo cual es de agradecer:

  1. “Nuestro sistema político forma, selecciona, incentiva y control mal a nuestros políticos y, en buena medida la escasa democracia interna en el funcionamiento de nuestros partidos es responsable de ello”.
  2. “Nuestra tesis es que la apuesta por liderazgos sin contrapesos internos no sólo es una operación arriesgada para la propia supervivencia de los partidos políticos. Lejos de hacerlos más fuertes, los debilita”.
  3. Nuclear sin duda: “Es hora de reconocer que la democracia española falló al proteger a los partidos de sí mismos y de sus tendencias endogámicas”.
  4. Estas tesis iniciales se complementan con muchas otras planteadas a lo largo del texto, pero entre ellas destacaría ahora una: “Los partidos son (…) unos híbridos a medio camino entre la sociedad y el entramado institucional”. De ahí su enorme importancia, y de ahí también la necesidad de regulación, pues fiarlo todo a la autorregulación es dejar el gallinero en manos del zorro.

Si algo me ha interesado del citado libro son aquellos aspectos que se refieren a la impronta oligárquica de los partidos españoles y a la enfermiza ocupación de los espacios institucionales, como un medio de supervivencia para sus propia clientelas, pero sobre todo como un sutil artefacto de quebrar u obturar totalmente el deficiente sistema de cheks and balances y de control de las instituciones. La separación de poderes en España se convierte, así, en un pío deseo. Nadie se la cree, menos los partidos, sobre todo cuando están en el poder (sí que la airean cínicamente cuando se encuentran en la oposición). Así las cosas, la pregunta de los autores es muy precisa: “¿Cómo podemos sorprendernos de que el control político (por cierto con todas las imperfecciones que su ejercicio implica, añado) venga únicamente desde fuera del sistema político, es decir, de los medios de comunicación y del sistema judicial”. Y la respuesta también: “Al final el control político no se sustancia en la actividad política cotidiana, sino únicamente en los escándalos, en los delitos y en los juicios y sentencias consiguiente”. El papel de la oposición política en ese imperfecto modelo de control del poder, es pura coreografía.

Junto a ese nivel de impotencia que el sistema de controles muestra y esa omnipresencia de los aparatos de los partidos en la práctica programada (o improvisada, que también existe) de la ocupación de las instituciones, el diseño constitucional del Ejecutivo dibuja al Presidente del Gobierno (y a sus homónimos autonómicos) como “el dirigente occidental que más poder tiene sobre sus sistema político (…), sobre todo cuando coincide la presidencia y la dirección del partido”. Algo que no pasa, por ejemplo, en el PNV, como también recuerdan en algún pasaje los autores.

Una sugerente aportación de Gómez Yáñez y Navarro es la consistente distinción entre la introducción de “primarias” para seleccionar candidatos y la fórmula de las “elecciones internas”. Las elecciones primarias han jugado un rol secundario en Europa, aunque más presentes en las últimas décadas como carta de pretendida democratización de los partidos. Inspiradas en un modelo no reproducible como es el estadounidense (por cierto ahora incluso muy cuestionado tras la sorprendente llegada de Trump al poder: Levistsky/Ziblatt, 2018). Nada está escrito sobre que las manidas primarias mejoren la expectativas existenciales de los partidos, si no véase el caso del Partido Socialista francés, entre otros. Pero más nocivos aún pueden ser los efectos de las denominadas elecciones internas, pues –como exponen los autores de la obra que se comenta- “lejos de representar el ‘triunfo de las bases’ frente a los aparatos, suponen el triunfo del líder (y su equipo) sobre las viejas oligarquías internas, normalmente de corte territorial”. Pero, si importante era la apreciación anterior, mucho más lo es la siguiente: “Los nuevos procesos de elección de liderazgos tensionan y polarizan las organizaciones partidarias enterrando los escasos espacios de consenso que todavía conservan”. Y ello se transforma en una democratización aparente. Las consecuencias siempre son diferidas y sus efectos a medio/largo plazo letales: el potencial destructor para los propios partidos, inevitable. Ahogar los sistemas internos de pesos y contrapesos no conduce a un mayor democracia de los partidos, sino a cesarismos mal entendidos que abortan cualquier mínima deliberación, diferencia o discrepancia. Lo estamos viendo todos los días en todos los partidos. Malas soluciones también para su legitimación y la del propio sistema democrático, que con esas conductas pierde confianza a raudales.

La conclusión es clara: “En la transición se apostó por la estabilización de las instituciones estableciendo instrumentos que, pasadas cuatro décadas, están mostrando efectos negativos”. A ver, por tanto, quién le pone el cascabel al gato. Los propios partidos han de ser quienes lo hagan y, tal como están las cosas, no se advierte ni de lejos una tendencia que vaya en la dirección de democratizar realmente su funcionamiento interno o de reducir radicalmente sus espacios de ocupación institucional y de bloqueo (por autocomplacencia y captura) de los sistemas de controles. Y sin control efectivo (y no retórico) de las instituciones no hay democracia. Solo fachada.

José Antonio Gómez Yáñez y Joan Navarro lo intentan, con una serie de medidas que van encaminadas, principalmente, a reformar el sistema electoral y el funcionamiento interno de los partidos. Sus propuestas son razonables y sensatas, aunque algunas discutibles, pero abren camino al debate y a la mejora del sistema. Me temo que, con el panorama político actualmente existente, tales medidas de reforma se quedarán en papel mojado, para pesar de todos y sobre todo del sistema político-constitucional que languidece día a día y anuncia colapso. A esas medidas, añadiría la necesidad de articular propuestas (pactos entre todas las fuerzas políticas, aunque suenen a sueño celestial) para evitar o paliar la grosera ocupación por parte de los partidos políticos (y de sus emisarios) de la alta Administración, del sector público institucional, de las autoridades “independientes” y de los órganos constitucionales y estatutarios diseñados para controlar a los poderes ejecutivos. Allí está una de las claves para renovar el sistema político-institucional, del que los partidos son actores principales y, hoy por hoy, uno de sus principales problemas.

LA DEMOCRACIA ASEDIADA (*)

snyder

 

“El objetivo de ese espectáculo (de noticias) es suscitar las emociones de partidarios y detractores, y confirmar y reforzar la polarización (…), la política consiste en los amigos y enemigos domésticos, y no en proyectos que puedan mejorar las vidas de los ciudadanos” (Snyder, p. 256).

“¿Son las salvaguardas constitucionales, por sí solas, suficientes para proteger una democracia? Creemos que la respuesta es negativa” (Levitsky y Ziblatt, p. 118)

Desde hace algún tiempo la percepción dominante es que la democracia liberal, tal como la hemos conocido, no pasa por sus mejores momentos. El desmoronamiento del régimen soviético a partir de 1989 trasladó la falsa imagen de la inevitabilidad de la democracia pluralista, algo que los hechos han ido desmintiendo gradualmente, en particular a partir de los primeros compases del siglo XXI y más concretamente tras la dura crisis fiscal que se abrió después de los años 2007-2008. También entre nosotros las amenazas se ciernen. Conviene, por tanto, estar atentos a lo que en otros contextos se produce.

Ciertamente algo serio se viene cociendo estos últimos años. Y los acontecimientos políticos recientes tanto en diferentes países de la Unión Europea (UE) como en Estados Unidos (EEUU) así nos lo advierten (más recientemente, en Brasil). Veremos qué nos depara este inaugurado 2019 y la cascada electoral que se avecina. En tal complejo contexto se agradece, sin duda, la aparición en la escena bibliográfica de dos magníficos ensayos, complementarios, movidos ambos por las mismas inquietudes, aunque muy distintos en su trazado y enfoque.

El primero de ambos libros se debe a un consagrado historiador: Timothy Snyder, El camino hacia la no libertad (Galaxia Gutenberg, 2018). Tras el fracaso del relato del “fin de la historia”  y, por consiguiente, de la política de la inevitabilidad, el autor identifica como recambio la política de la eternidad, que tiene por misión fabricar crisis y manipular emociones o, dicho de otro modo, “ahogar el futuro en el presente”. Y el artífice de esa política es, sin duda, la Rusia de Putin, que a partir de 2010 se enrola en la bandera de la eternidad y que, ante su propia impotencia interna para resolver los problemas de la ciudadanía rusa, la quiere trasladar a los países de la UE y a EEUU. Su ideología se basa en un filósofo fascista del período de entreguerras, Ivan Illyn, que la nueva nomenclatura rusa ha recuperado con entusiasmo.

Para ese tránsito, la tecnología facilita el camino: “A medida que la distracción sustituye a la concentración, el futuro se disuelve en las frustraciones del presente y la eternidad se convierte en vida cotidiana”. El individualismo deja paso al totalitarismo. Realmente la política de la eternidad elimina la sucesión (a través de procesos electorales disfrazados, pues estos se manipulan o trucan). Lo importante es la figura del redentor (en este caso Putin), idea recogida del propio Illyn. Emerge, así, la figura del “dictador democrático”, que mediante cambios de decorado sinfín se eterniza en el poder (son ya veinte años). La reconstrucción del imperio es su meta, aunque su objetivo ideal es la “Unión Euroasiática” (la idea de Carl Schmitt de “los grandes espacios”), que abogue por la desaparición de la UE. Todo lo que sea debilitar instituciones europeas y los países que forman parte de la Unión, es un paso necesario. Así, junto a las ofensivas convencionales en su “radio de acción” (Chechenia, Georgia y, mucho más próxima en el tiempo, Ucrania), esa estrategia se acompañará, más recientemente (Estonia, Ucrania, etc.) de la guerra cibernética. Y es aquí donde Rusia encontró su punto fuerte. La interferencia en innumerables procesos electorales en diferentes países europeos y el indisimulado apoyo a partidos de extrema derecha o fuerzas independentistas no tiene otra  finalidad que desestabilizar la UE. Tal como resalta Snyder: “El Brexit fue un triunfo para la política exterior rusa y la señal de que una cibercampaña orquestada desde Moscú podía transformar la realidad”.

La proliferación de mentiras, el mantenimiento de la incertidumbre, la fabricación de crisis y de las propias emociones ciudadanas, alimentar la polarización y el extremismo, así como la divulgación de conversaciones privadas como medio de un totalitarismo incipiente, crearon el caldo de cultivo para la guerra híbrida (la de Ucrania lo fue). Había, además, que erosionar las instituciones de los países occidentales y la confianza de los ciudadanos en aquellas; con ello quedaba claro que la (mala) situación rusa no era una excepción, sino la regla. En eso se está. También aquí, aunque no lo parezca. Su mayor éxito, sin embargo, se dio fuera de las fronteras europeas: en Estados Unidos. Y el gran asalto se produjo por medio de la fabricación de Donald Trump como “empresario de éxito” (algo que se logró con fuertes apoyos financieros de Rusia), luego mediante la conquista de las redes sociales por medio de la extraordinaria (cuantitativamente hablando) proliferación de bots (programas informáticos diseñados para difundir mensajes concretos a un público determinado) y, finalmente, a través de la expansión sin par de mentiras o descalificaciones gruesas del “enemigo político a batir”. La política de las emociones primarias desbancaba totalmente a la política de la racionalidad, en franca retirada. El debate se sustituía por la destrucción total primero en el plano virtual y luego real del enemigo (Hillary Clinton) y por la multiplicación hiperbólica de los temores que una parte seleccionada de la población estadounidense ya tenía incubados.

Estados Unidos, paradójicamente, fue consciente muy tarde de las dimensiones de la guerra emprendida. Y cuando lo fue, ya nada tenía remedio. La cleptocracia rusa supo captar mejor que nadie la transformación acaecida con las tecnologías de la información: “La política se ha convertido en un comportamiento adictivo navegando por Internet, con momentos buenos o malos que se viven a solas”. Lo demás es estimular las peores emociones y fomentar la dialéctica amigo/enemigo. Para eso la simplicidad de los mensajes en las redes es un medio único. El daño ya está hecho y el personaje entronizado. La conclusión, ácida, pero necesaria: “Estados Unidos tendrá las dos formas de igualdad, racial y económica, o no tendrá ninguna”. En ese último caso, la oligarquía racial ascenderá y la democracia llegará a su fin.

La segunda obra tiene un enfoque muy distinto, pero la preocupación última es la misma. S. Levitsky y D. Ziblatt, son dos profesores de la Universidad de Harvard que han escrito un sugerente y estimulante libro: Cómo mueren las democracias (Ariel, 2018). Aunque con muchos aditamentos comparados y buen estudio de campo, el foco de atención se centra principalmente en Estados Unidos y en el futuro de su sistema democrático tras la (imprevisible) llegada de Trump al poder. Los autores se plantean qué fallo realmente para que ello se produjera. Y realmente la tesis del libro es muy clara: algo ya estaba incubado en el propio sistema político-constitucional estadounidense desde hacía tiempo. El factor Trump ha acelerado ese proceso, hasta el punto de que los citados profesores se cuestionan incluso si la democracia en su país puede verse afectada. Y para ello llenan los primeros capítulos del libro de “ejemplos” en los que sistemas democráticos de cierta tradición, tanto en Europa como en Latinoamérica (¿son algunos casos comparables a la situación estadounidense?), han terminado transformándose en regímenes autoritarios o totalitarios. La sombra se sigue extendiendo: el día 1 de enero, inaugurando el año (¿tiene algún significado la fecha?), tomó posesión como Presidente de Brasil un nuevo aliado  extremista y autoritario (Bolsonaro) del Presidente Trump.  Los mandatarios rusos se siguen frotando las manos.

Y los autores se preguntan: ¿Hay una amenaza seria de que la democracia quiebre, también en EEUU? Para anular la respuesta afirmativa se acude normalmente a la Constitución de 1787 como “barrera de pergamino” (en expresión tomada de la obra El Federalista), que articuló el modélico sistema de arquitectura institucional de pesos y contrapesos diseñado por Madison. Pero, en verdad, la respuesta que dan los autores es inquietante: “Nosotros no lo tenemos tan claro”. Dicho de otra manera, crisis políticas y constitucionales ha habido muchas a lo largo de la trayectoria de EEUU (con guerra de Secesión incluida). Según su criterio, “las democracias funcionan mejor y sobreviven durante más tiempo cuando las constituciones se apuntalan con normas democráticas no escritas”. Y, entre ellas, destacan dos, que han tenido – a juicio de los autores- particular trascendencia en la vida política estadounidense (al menos por largos períodos de tiempo): la tolerancia mutua o el acuerdo de los partidos rivales de aceptarse como adversarios legítimos; y la contención o la idea de que los políticos deben moderarse a la hora de desplegar las prerrogativas institucionales. Algo se debería aprender de esto por nuestros pagos.  Cerrar el paso a las fuerzas políticas extremistas no es una cuestión política, sino existencial de la propia democracia. Los autores lo dejan muy claro, con varios ejemplos.

Así, es crucial el papel de lo que los autores llaman como “los guardarraíles de la democracia”, que, aparte del sistema institucional propiamente dicho, se hallan “las reglas no escritas de juego”. Estas, salvo períodos muy puntuales de la vida político-constitucional, se han aceptado (ponen como ejemplo el caso del tamaño variable del Tribunal Supremo, mantenido en 9 magistrados, no “letrados” como la traducción nos hace ver, desde hace casi 150 años, a pesar de los intentos de cambio en la etapa del New Deal). Pero esa vida política ha estado salpicada en determinados momentos históricos de “extremismo constitucional”, de “prácticas constitucionales duras” o incluso de leyes que restringían los derechos electorales de la población de color en determinados Estados del Sur. Si bien, lo más preocupante es que los partidos políticos (en este caso el Partido Republicano) no han servido como “cortafuegos” (o cribado) del ascenso de un líder político con marcadas tendencias autoritarias y sin cultura democrática alguna. Son muy interesantes las páginas dedicadas al proceso de selección de candidatos por ambos partidos y el papel negativo que las primarias han tenido en este caso: sin cribado previo, cualquiera puede ser investido candidato por un exaltado electorado (más aún en momentos excepcionales). Si bien en el ascenso de Trump, aunque lo citan, lo autores no parecen valorar la trascendencia que tuvo la ciberguerra en ese encumbramiento.

Según los autores, la radicalización del discurso republicano desde finales de la década de los noventa, el distanciamiento total entre ambos partidos y la polarización extrema que se está produciendo entre ellos puede herir de muerte la democracia estadounidense. Tomen nota aquí también. El sistema bipartidista estadounidense se reconfiguró a partir de la década de los sesenta (Leyes de 1964 y 1965, de derechos civiles y de derecho al voto, respectivamente), resituando a los republicanos como una fuerza conservadora y a los demócratas como un partido de corte liberal, con electorados cada vez más precisos. Pero la brecha entre ambas fuerzas políticas se fue abriendo, y durante las dos últimas décadas la quiebra de “las reglas no escritas” ha sido la norma dominante. Se ha adoptado, además, un estilo de hacer política claramente “sobreexcitado, exageradamente agresivo y apocalíptico”  (particularmente en el campo republicano).

Es curioso que en este libro se dibuje un problema realmente no cerrado, que se arrastra en toda la vida del país americano: “Las normas que sostienen el sistema político estadounidense se apoyaban, en un grado considerable, en la exclusión racial”. La pretendida supremacía blanca se vuelve a airear como bandera de un radicalizado bando republicano. Es, en definitiva, el retorno a la eternidad, una idea que podría poner en cuestión la pretendida inevitabilidad la democracia estadounidense. Castillos mayores han caído en la Historia de la humanidad. Y es en ese temor en el que ambas obras coinciden, también en los remedios, pero no creo que de ellos tomen nota quienes la deben tomar. Cuando las barbas de tu vecino veas afeitar…

(*) Artículo publicado en la sección de Opinión del diario digital Vozpópuli el día 6 de enero de 2019. Se puede consultar en https://www.vozpopuli.com/opinion/Putin-Trump-democracia-asedio-EEUU-Rusia-New-Deal_0_1206479680.html