PERSONAL SANITARIO

PANDEMIA, VULNERABILIDAD SOCIAL Y ADMINISTRACIÓN PÚBLICA

 

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“Algo se ha quebrado en la gestión de esta pandemia. La solidaridad de las personas jóvenes con las mayores, a las que tanto se ha aludido, ha quedado empañada por la interpretación de que su mayor bien es la mera supervivencia. Y pensamos que no, que nadie quiere la supervivencia a cualquier precio, al precio de la soledad, del miedo, de la falta de cariño de tus seres queridos, del abandono”.

(Grupo de Trabajo de Ética y Covid.: «¿La salud de quien estamos defendiendo? Desigualdades sociales y sanitarias en tiempo de pandemia”)

“La ética del cuidado defiende un mundo donde el cuidado a la gente es lo más importante”

(Helen Kholen, Entrevista al diario El Periódico, 7-X-2019) .

 

NOTA PRELIMINAR: Esta entrada reproduce, con algún cambio puntual, el texto publicado por el Blog «Hay Derecho» el 25 de mayo de 2020. Enlace Blog HD. 

 

La Agenda 2030 tiene, entre sus múltiples objetivos, erradicar la pobreza, también acabar con la desigualdad y la defensa de un trabajo decente. Dentro de las secuelas humanitarias, económicas y sociales de la pandemia está, sin duda, la más que previsible ampliación de la brecha de desigualdad y la multiplicación de la pobreza. Por no hablar del desempleo monumental que la recesión económica producirá.

En esta entrada sólo pretendo poner el foco en algunos déficits que en el ámbito público se han observado de forma clamorosa en estos últimos meses y, asimismo, en cuáles son algunos de los retos o desafíos que los poderes públicos deberán afrontar en los próximos meses y años para atenuar y, en su caso, mejorar, los devastadores efectos que la crisis ha producido y provocará sobe aquellas personas que ofrecen fuerte vulnerabilidad social; cuyo círculo, conforme pasen las semanas y meses, se irá ampliando dramáticamente.

La presente entrada surge tanto por la observación y reflexión personal como sobre todo por la lectura del documento al que se hace referencia en la cita inicial (consultar aquí), suscrito por diferentes profesionales de los ámbitos sanitario y de servicios sociales de distintas instituciones y entidades de Euskadi, y del que tuve conocimiento por medio de una de las personas que lo suscribió (Boni Cantero). Este trabajo se divulgó también en un articulo de opinión editado en los diarios El Correo y El Diario Vasco, que llevaba por título  “Responsabilizarnos del otro”.

No cabe duda que, en lo que afecta a colectivos vulnerables (un concepto que la crisis derivada de la pandemia está ampliando constantemente), el largo período de duro confinamiento (más allá de la clásica “cuarentena”) ha mostrado algunas luces, pero sobre todo enormes sombras. Como bien se expuso por Rafael Bengoa, las medidas adoptadas han evitado el colapso hospitalario, pero dejaron desatendidos otros frentes: por ejemplo, las residencias de tercera edad, en las que los efectos letales de la pandemia han sido devastadores. El descuido público en este punto ha sido evidente. Y no basta, como dice el documento antes citado, enviar al ejército, a voluntarios o la dedicación abnegada de la mayor parte del personadle tales centros, pues las responsabilidades de esta pandemia no son solo individuales, sino también políticas y de gestión. Se requerían adoptar medidas que evitaran contagios masivos. Y, en algunos casos, no se adoptaron. Los análisis de riesgo, la propia gestión y por lo común la escasa atención sanitaria hacia ese problema, han sido muestras muy deficientes de unas políticas que son manifiestamente mejorables. La visión socio-sanitaria se impone, aunque tarde. La atención no preferencial por parte de los poderes públicos hacia esos colectivos de personas vulnerables ha sido la norma. Sabemos que han muerto muchos miles de personas en circunstancias muy poco precisas, la mayor parte de las veces en la soledad más absoluta. Tanto abogar por la muerte digna y las hemos condenado a un mal morir: nadie les ha acompañado en ese duro momento. El duelo oficial llega muy tarde y algo impostado.

Pero, durante el punto álgido del confinamiento, la vulnerabilidad  no se ha quedado ahí. Ha afectado sobre todo a colectivos muy concretos, por lo común olvidados e ignorados socialmente: personas sin techo, mujeres sin recursos y cargas familiares, mujeres maltratadas, menores, estudiantes sin acceso a Internet ni medios tecnológicos, parados, inmigrantes, discapacitados, personas con adicciones crónicas, y un largo etcétera. La crisis Covid-19 es y será una máquina de producir desigualdad. Sus daños colaterales serán terribles.

Ciertamente, como estudió Adela Cortina, la aporofobia ha echado fuertes raíces en nuestras sociedades. Y, probablemente, esa enfermedad social se multiplique (con un  populismo en auge o con la proliferación del egoísmo más vil) si no somos capaces de reforzar los valores de solidaridad, empatía y la propia ética del cuidado hacia esas personas que están padeciendo los efectos más duros de la crisis y todavía los padecerán más en un futuro inmediato.

Pero, desde un punto de vista ético y de arquitectura de valores en la sociedad contemporánea, otra preocupante tendencia viene a añadirse a la anterior: la gerontofobia que ha emergido con fuerza en estos últimos tiempos. El documento citado otorga un particular relieve a esta tendencia y pone de relieve manifestaciones múltiples de discriminación por edad que se están viviendo en esta crisis. Desde un punto de vista retórico, nadie se suma a esa idea, sin embargo los hechos avalan que tal tendencia se ha instalado de forma silente con fuerza en nuestra sociedad y también (más preocupante aún) en la actuación (o inactividad) de los poderes públicos. Directa o indirectamente, algunas medidas públicas han partido de la idea (nunca expresada) de que tales personas son “menos valiosas”. Y ello abre un debate ético que no se ha sabido encauzar en la tormenta de la crisis. En buena medida, las personas mayores (especialmente, aquellas que superan determinadas franjas de edad y ya no están en activo) han comenzado a ser invisibles y en cierta medida molestas: consumen demasiados “recursos” y son vistos como una carga. La actual delimitación de guetos espaciales, horarios o residenciales, les segregará más todavía. El afán regulatorio desmedido no ayuda a la responsabilización individual. Además, en una sociedad altamente envejecida (y con tendencia a serlo mucho más), es este un enfoque gravísimo del problema. Dinamita los fundamentos de cohesión de la sociedad. También en el texto que citaba se contienen interesantísimas reflexiones sobre esta cuestión. Y allí me remito.

La heurística de la dignidad personal (Adela Cortina) adquirirá una fuerza inusitada en los próximos tiempos. También la ética del cuidado. Ambas ideas-fuerza deberán ser la guía de actuación de los poderes públicos en el futuro post-Covid. Pues, en estos primeros pasos, lo que se ha observado de forma muy preocupante es la emergencia de una sociedad marcadamente dual. Hay quien ha sobrellevado razonablemente la primera fase de la pandemia y el confinamiento porque tenía recursos, empleo estable, medios y espacio adecuado para hacerlo, permaneciendo alejado del riesgo y de sus efectos colaterales (sus organizaciones han cerrado o “trabajado a distancia”); mientras que otra parte importante de la sociedad, muy vulnerable en diferentes ámbitos y aspectos, ha sido tapada de la escena pública e invisibilizada (tan solo recogida en algunos reportajes mediáticos que alertaban puntualmente de que el mundo no era el paraíso de los cánticos al “resistiré” de los balcones). Y, en fin, luego están los aplaudidos y los menos aplaudidos, colectivos que han sido enviados al campo de batalla con uniformes desaliñados y sin medios  ni recursos para enfrentarse a tan etéreo enemigo. Han caído como moscas. Y han hecho lo humanamente posible. Pero también es cierto que la sociedad ha abusado de esos colectivos (particularmente, aunque no solo, del sanitario o social) o de la necesidad existencial de trabajar que tenían otras muchas personas para salvaguardar su existencia y la de los suyos. Como expresa el texto comentado:   “No está bien abusar del carácter vocacional y solidario, y permitir que las personas trabajen en condiciones límites y/o de desprotección o sobreexponerlas a la fatiga y al burnout. Tampoco es correcto en virtud de la propia seguridad, negarse a atender necesidades que no pueden ser prestadas a través del teletrabajo”. En efecto, las personas que trabajan en servicios sociales municipales han prestado asistencia profesional en temas tan alejados de su competencia como el asesoramiento o tramitación digital de expedientes de solicitudes de ayudas, porque al “otro lado”, si no eran ellos, a esas personas (colectivos vulnerables, también autónomos y desempleados) nadie les ayudaba realmente o simplemente no sabían dónde acudir. La brecha digital, por mucho que se ignore (también por la Administración), sigue siendo algo real y doloroso. Y no se sabe a ciencia cierta cuántas personas se han quedado fuera de esos circuitos de ayudas al no poder informarse o tramitarlos por cauces telemáticos (por ejemplo, no deja de ser curioso que los locutorios hayan sido uno de los servicios más demandados en esta crisis por tales colectivos). La ética de orientación al servicio de la ciudadanía como premisa de actuación de la Administración Pública en parte ha quebrado durante esta primera fase de la pandemia. El perímetro de determinación de lo que son «servicios esenciales» se sigue moviendo en el sector público con patrones muy clásicos: todo lo que requiere la ciudadanía como demanda urgente y necesaria debiera tener esa condición.

En definitiva, hay muchas lecciones que se pueden aprender de esta complejísima circunstancia vivida. Una de las más importantes es que, de forma imperceptible, hemos “descuidado” públicamente la imprescindible ética del cuidado como complemento al valor ético de la justicia. Se ha practicado con intensidad, aunque con notables limitaciones, en el ámbito hospitalario, y se ha desatendido más en otras esferas y colectivos sociales. Lo expresa con contundencia el citado documento: “La situación vivida en la pandemia por parte de las personas más vulnerables sanitaria y socialmente, pone de manifiesto una crisis muy importante de cuidados y responsabilidad y una evidente ruptura del llamado pacto intergeneracional de cuidados que puede generar riesgos graves de daños y maltrato”.

Son muy interesantes las lecciones que extraen de la crisis el documento elaborado por el Grupo de Trabajo de Ética y Covid. Contiene abundante material para la reflexión y, especialmente, si se quieren adoptar medidas de mejora. La lucha para paliar la desigualdad marcará la agenda política en los próximos tiempos. Y la dignidad de la persona se sitúa en el epicentro del problema. Dentro de los círculos de vulnerabilidad, determinados colectivos (personas mayores, mujeres, desempleados, menores, personas sin techo, dependientes, etc.), deberán ser un punto de especial atención. Hay que huir de políticas de beneficencia y apostar por soluciones estructurales que palien las desigualdades. Por mucho que se desarrolle el teletrabajo en la Administración, el servicio público debe proporcionar siempre y en todo caso proximidad, asistencia personal y asesoramiento, empatía y acompañamiento a quienes sufren desigualdades (también de brecha tecnológica). Si bien la vida acaba siempre con la muerte, no es lo mismo morir dignamente que morir mal. La ética del cuidado deberá ser una de las políticas estrella del futuro. Y ello ineludiblemente exige contacto físico o presencia, no la fría o hierática “distancia digital” (hay situaciones y contextos personales muy duros detrás de la vulnerabilidad). Hay que compatibilizar y equilibrar razonablemente los enfoques epidemiológicos con la ética del cuidado. Para todo ello, los poderes públicos deberán priorizar en los próximos meses y años las políticas sociales, y ello requiere dedicar recursos de todo tipo en la mejora de la gestión. Hay que salvaguardar, como también se expone, ese imprescindible compromiso profesional: “Con reconocimiento social a quien más allá de sus obligaciones legales, presta una atención excelente corriendo riesgos, porque sabe que en la relación asistencial no solo se juega la dignidad de la persona atendida (cuidada, educada, protegida, lavada, alimentada o acariciada), sino el propio proyecto de autorrealización personal”. Esa es la auténtica idea de servicio público, y lo demás maquillaje. Por eso, y no por otras cosas, los servicios de atención a las personas (sanitarios y sociales, entre otros) saldrán revalorizados de esta pandemia y de la tremenda crisis ulterior, pero también  frente a la revolución tecnológica. Nunca podrán ser totalmente sustituidos por máquinas ni por artefactos digitales. Ese será su gran valor y su gran servicio público. Presente y futuro.

EL TJUE Y LOS INTERINOS DE LARGA DURACIÓN

 

Joan Mauri Majós/Rafael Jiménez Asensio

Nota preliminar

No es sencillo, vaya por delante, escribir sobre este tema en las circunstancias actuales. Por muchos motivos, pero también por razones que cualquier persona comprenderá de inmediato: una buena parte del peso de la enorme y brutal lucha contra la pandemia la está llevando a cabo el personal sanitario, y un número nada despreciable de este comprometido personal, más del 30 %, tiene precisamente la condición de personal interino o “eventual” (según su régimen estatutario propio). Una maldita coincidencia temporal ha querido que en plena pandemia el TJUE dicte esta sentencia. Estaba en su agenda, no en la nuestra. Probablemente, a todos esos abnegados servidores públicos, cuando esta terrible situación termine, habrá que premiarles por su ingente esfuerzo y su extraordinario compromiso. Pero esta sentencia que hoy “ha caído” desde Europa había creado interesadamente demasiadas e infundadas expectativas en todo el personal funcionario interino de las administraciones públicas. Y nuestra pretensión es simplemente realizar un primer comentario y una breve valoración.

Análisis de las líneas fuerza de la sentencia

Por muy obvio que parezca, los tribunales de justicia resuelven casos. Bien es cierto que luego su doctrina se puede extrapolar. Pero, aun así, cabe constatar que la esperada STJUE de 19 de diciembre (asuntos C-103/18 y C-428/18), ha venido marcada, y coincidimos aquí plenamente con el magistrado José Ramón Chaves, por una inusitada expectación. Miles de funcionarios interinos tenían depositadas esperanzas de alcanzar la “fijeza” o la “permanencia” por esta vía. El fiasco ha debido ser monumental, pero no por ello, como se apunta a continuación, menos esperado. Aunque matices, y muy importantes, introduce esta sentencia.

En nuestro tiempo si algo caracteriza al sector público es la existencia de un elevado porcentaje de empleados públicos temporales, el 27,8% a finales de 2019, cuya contribución –nadie debe ponerlo en duda- resulta esencial para el buen funcionamiento de los servicios públicos. Sobre dicho colectivo viene a incidir la STJUE de 19 de marzo de 2020, que conoce de los asuntos acumulados Sánchez Ruiz (C-103/18) y Fernández Álvarez y otras (C-429/18). A nosotros nos parece un pronunciamiento relevante que va proyectarse durante mucho tiempo sobre el tratamiento jurídico de la posición de los interinos en plaza vacante en base a aplicación del artículo 5 de la Directiva 1999/70/CE, sobre el trabajo de duración determinada.

Empecemos por advertir que dicho precepto contiene las medidas destinadas a evitar la utilización abusiva de sucesivas relaciones laborales de duración determinada en el sector privado y en el público. Por lo tanto, los preceptos de la Directiva se aplican a cualquier “utilización sucesiva de contratos o relaciones laborales de duración determinada”. En línea de principio, ello excluiría aquellas situaciones en las que la relación es la primera y la única celebrada entre las partes aunque resultara inusualmente larga, posición que parecía haberse confirmado en la reciente STJUE de 22 de enero de 2020, asunto Baldonedo Martín (C-177/18). Pues bien, una de las grandes novedades del pronunciamiento citado consiste en interpretar que el concepto “utilización sucesiva” se extiende a una sola relación de servicio mantenida interrumpidamente durante varios años por el incumplimiento por parte del empresario público de su obligación de organizar en el plazo previsto un proceso de selección al objeto de proveer definitivamente la plaza vacante. Es decir, el incumplimiento del deber de convocar las vacantes desempeñadas por funcionarios interinos en el correspondiente ejercicio en que se produce su nombramiento y, si no fuera posible, en el siguiente, presupone una renovación implícita de la relación interina de año en año que activa la aplicación de la Directiva comunitaria.

El segundo efecto de la sentencia es bien conocido. Las relaciones interinas justificadas por razones objetivas obedecen a circunstancias específicas relacionadas con la prestación de determinadas actividades de naturaleza coyuntural o extraordinaria cuando sea necesario para garantizar el funcionamiento continuado del servicio público. En este sentido se recuerda que la sustitución temporal de un trabajador por enfermedad, o por permiso de maternidad o paternidad u otras similares, operan como una razón objetiva que justifica la relación temporal. Como lo puede ser la necesidad de organizar los servicios de manera que se garantice la adecuación constante entre el personal y el número de usuarios del servicio, tal como sucede de año en año en sanidad o en educación. Pero nada más. Cuando se acredita que el uso de relaciones por tiempo determinado resulta un recurso fácil para atender necesidades permanentes y estables de personal, se constata la existencia de un problema estructural consistente en un deficiente dimensionamiento de las plantillas públicas y en una mala planificación de las políticas de reclutamiento de efectivos que no obedecen a “razones objetivas”. Aún más, en la medida en que la legislación y la jurisprudencia nacionales no impiden que el empleador dé respuesta, mediante esas renovaciones, a necesidades permanentes y estables en materia de personal, lo que hay que hacer es modificar la legislación y la doctrina judicial, un planteamiento que constituye toda una llamada de atención.

A partir de aquí la argumentación contenida en el texto de la sentencia se bifurca en dos direcciones sobre la base de un mismo principio: corresponde a los Estados miembros adoptar medidas para prevenir y corregir, o si se quiere sancionar, el uso indebido de relaciones por tiempo determinado. En la primera de las direcciones citadas el planteamiento es simple: la cláusula 5 de la Directiva no impone a los Estados miembros una obligación general de transformar los contratos de trabajo de duración determinada en contratos por tiempo indefinido, pero el ordenamiento jurídico interno debe contar con otras medidas efectivas para evitar y, en su caso, sancionar la utilización abusiva de sucesivas relaciones de duración determinada. En la segunda de las direcciones citadas, se repasan las medidas nacionales que ordinariamente se han barajado para hacer frente al abuso en las relaciones laborales por tiempo determinado en nuestro Derecho interno.

Dichas medidas han sido, a juicio del Tribunal europeo, fundamentalmente tres, en particular, la organización de procesos selectivos destinados a proveer definitivamente las plazas ocupadas de manera provisional a través de convocatorias de estabilización o consolidación, la transformación de los empleados públicos temporales en “indefinidos no fijos” y la concesión de una indemnización equivalente a la abonada en caso de despido improcedente del personal por tiempo determinado. Pues bien, dichas medidas son criticadas por el juez europeo, a veces, por cierto, con poco o sin ningún fundamento sobre la base de entender como ciertos los argumentos de las partes en litigio, pero constituyen un repaso efectivo a las líneas de lo que ha sido hasta ahora el tratamiento de la temporalidad en nuestro empleo público. A veces “la distancia” del juez europeo le hace adoptar perspectiva, pero centrar muy poco los problemas (que muchos de ellos no se derivan de las propias actuaciones judiciales, sino de la siempre más prosaica realidad fáctica).

Por lo que respecta a los procesos de consolidación y estabilización de empleo temporal, que se reconocen como medidas adecuadas para evitar que se perpetúe la situación de precariedad de los empleados públicos, la crítica se dirige en dos sentidos. Dichos procesos sólo atribuye una facultad a la Administración, de modo que no está obligada a aplicar una determinada política. Son procesos discrecionales en los que no se está forzado a ofrecer todas las plazas que se encuentren en esta situación, para los que además no se fijan un calendario, unas condiciones y unos procedimientos dados, de forma que se pueden llegar a considerar imprevisibles e inciertos. Por si esto fuera poco, se considera que dichos procesos no tienen suficientemente en cuenta la posición de las personas que han sido víctimas de abusos de una forma tal que pueda “valorarse” su especial situación.

La transformación de la relación de servicios de duración determinada en “indefinido no fija”, se entiende que no permite disfrutar de las mismas condiciones del personal estatutario fijo, lo que sería cierto en el caso de que la figura comparable fuera un funcionario de carrera, y mucho más incierto en aquél supuesto en que la comparación se hiciera sobre el personal laboral fijo de la propia Administración pública, ya que, hoy por hoy, la única diferencia constatable entre el indefinido no fijo y el fijo, es la forma de acceso a dicha condición, en base a una sentencia judicial los primeros, de acuerdo con el principio de igualdad y mérito, los segundos.

Por lo que hace a la concesión de una indemnización equivalente a la abonada en caso de despido improcedente, se recuerda al efecto que, para que pueda constituir una medida legal equivalente a la conversión de la relación, la indemnización debe tener específicamente por objeto compensar los efectos de la utilización abusiva de sucesivas relaciones laborales de duración determinada, pero además es necesario que la indemnización concedida sea también lo bastante efectiva y disuasoria como para garantizar la plena eficacia del Derecho de la Unión.

A partir de aquí el problema se reenvía al juez nacional que deberá apreciar, con arreglo al conjunto de normas de su Derecho nacional que resulten aplicables, si las medidas existentes constituyen las adecuadas para prevenir y, en su caso, sancionar los abusos derivados de la utilización sucesiva de relaciones laborales de duración determinada, medidas que previamente han sido valoradas de una forma “negativa” por el propio juez comunitario.

Una tarea que a simple vista se antoja difícil salvo que al hilo de la jurisprudencia dada por las SSTS, Sala del Contencioso, de 26 de septiembre de 2018, rec. 785/2017 y 1305/2017, se recupere el valor de las instituciones propias del fraude de ley y el abuso de derecho, para concluir que ante una relación interina fraudulenta se han de aplicar las normas que se han tratado de eludir y que conviene indemnizar en cualquier caso todo el daño causado con una decisión abusiva y adoptar las medidas necesarias para eliminar la persistencia del abuso. Mientras tanto, en este escenario el legislador español, al que se le acaba de decir que su ordenamiento jurídico no cumple una Directiva europea antidiscriminatoria, duerme el sueño de los justos. Ni está, ni se le espera.

Algunas conclusiones desde la óptica de los recursos humanos

Por tanto, el análisis de la citada sentencia nos conduciría a una serie de conclusiones que van más allá de su propia literalidad y que incidirán, sin duda, en cómo se resuelva este problema estructural del empleo interino en las Administraciones Públicas. Veamos:

1.- El problema de la interinidad “estructural” o “en plaza vacante” en las Administraciones Públicas es, como ya se ha dicho, endémico (mayor o menor según los casos). Y alguna solución urgente, acorde con los principios constitucionales, habrá de buscarse. Pero la opción por estabilizar automáticamente al personal sea por sentencia judicial (como se ha pretendido) como por Ley (que también se ha intentado y presumiblemente se volverá a intentar) no parecen ser las vías más ortodoxas en términos constitucionales. Utilizar el Derecho de la Unión Europea para buscar atajos, se ha mostrado como un camino equivocado.

2.- Bien es cierto que la sentencia citada se proyecta sobre unos casos de interinidad de larga duración (aunque diferentes según los asuntos), que superan todos ellos los 12 años y en algunos casos con más de 200 nombramiento encadenados). Decir que este tipo de relación estatutaria se ajustaba a los postulados del Acuerdo Marco (Directiva 1999/70/CE) y no incurría en fraude de sus objetivos era poco menos que imposible. La sucesión de contratos o de relación laboral (rectius, de nombramientos)  que se produjo en los dos asuntos examinados (especialmente, en el segundo) era evidente.

3.- Ciertamente, la Sentencia de 19 de marzo de 2020 parece cerrar un problema. Sin embargo, esa percepción cabe matizarla, como se hace en el análisis anterior. La llama, aunque con mucha menos intensidad, seguirá viva. Pues la resolución del problema se vehicula, como es obvio, al Derecho interno y a las respuestas que la jurisdicción contencioso-administrativa dé en cada caso. Y ya veremos cuáles son y en qué circunstancias. Probablemente, aunque ya lo hizo, el Tribunal Supremo pueda ser llamado a intervenir de nuevo (veremos si aprecia interés casacional objetivo).

4.- Pero en el fondo el pronunciamiento judicial, al no estimar adecuado el marco normativo-formal existente, realmente (de forma sutil y no expresa) emplaza al legislador a que adopte medidas efectivas y equivalentes para sancionar los abusos, pues ni las soluciones puntuales o casuísticas que vaya resolviendo la jurisdicción contencioso-administrativa ni el marco normativo-formal (y menos aún el enorme relajamiento en su aplicación ejecutiva) las aportan realmente. No parece, como decíamos más arriba, que en estos momentos el legislador esté por semejantes empeños.

5.- No obstante, ese marco normativo formal que cita la sentencia (estatuto del personal sanitario y TREBEP),  no aborda las tasas de reposición de estabilización de efectivos que se aprobaron por las leyes de presupuestos generales para 2017 y 2018. Y de eso no se habla en la sentencia. Como tampoco se habla de los años “de plomo presupuestario” que la crisis de 2008 imprimió en el cierre a cal y canto de las ofertas de empleo público (aunque más relativas en el personal sanitario). Son elementos fácticos que ni siquiera se tienen en cuenta.

6.- Cuando superemos la crisis de salud pública del COVID-19, entraremos (ya se está gestando) en otra crisis económico-financiera y social de indudable magnitud, que esperemos sea mucho más corta. Pero aún así las limitaciones presupuestarias serán inevitables, también en temas de personal. Si hubiésemos aprendido algo de la crisis anterior (aunque nos surgen muchas dudas de que ello sea realmente así), cabría repensar por completo la disfuncional “tasa de reposición de efectivos” y, por tanto, proceder a cubrir con personal funcionario o estatutario de carrera todas las plazas estructurales ocupadas actualmente por interinos, pero con salvaguarda expresa de los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad.

7.- No es tan difícil llevar a cabo tales procesos selectivos y garantizar plenamente los principios citados, sin que ello implique menoscabo efectivo para que todo aquel personal interino que acredite disponer de competencias profesionales básicas (conocimientos, destrezas, aptitudes y actitudes) se inserte con carácter permanente en la organización en las plazas estructurales vacantes (cubiertas de forma interina). Esto se puede y debe hacer con un cambio sustantivo de las pruebas selectivas y con la valoración de los servicios efectivos prestados a las Administraciones Pública.

8.- A nuestro juicio, en la STJUE hay unas líneas-fuerza muy precisas que pueden servir para impulsar una inaplazable una modificación legal o, en su caso, fundamentar racionalmente un cambio en el diseño de procesos selectivos que tiendan a garantizar la existencia de medidas efectivas y equivalentes para resolver el abuso declarado en la secuencia temporal o la dilatación de los nombramientos por tantos años, sin recurrir a otros atajos que sólo conducirían a abrir la caja de los truenos de la conflictividad jurisdiccional o a pervertir la institución de la función pública, cuyo prestigio y profesionalidad deben ser necesariamente recuperados tras años y décadas de desconcierto y zozobra en la gestión y previsión de efectivos. Solo es cuestión de buscar esas soluciones, que en la propia sentencia se apuntan o espigan. Y hacerlo, así, de conformidad no solo con la Constitución sino también de una vez por todas con el Derecho de la Unión Europea, aunque ello pudiera representar, en su caso, supuestos singulares de indemnizaciones por responsabilidad patrimonial de la Administración.

EMPLEO (PÚBLICO) DUAL

 

«¿Qué es el riesgo? Es la incertidumbre sobre el resultado»

Michael Lewis, El quinto riesgo. Un viaje a las entrañas de la Casa Blanca de Trump, Deusto, 2019, p. 180)

Debo reconocer que mi perplejidad va en aumento conforme pasan los primeros días de esta situación excepcional declarada. Me sorprende cómo una crisis de tal magnitud del siglo XXI se pretende gestionar con soluciones institucionales propias del siglo XIX. La (in)capacidad de gestión es lo que añade valor (o lo quita) a un escenario tan preocupante. Hacer frente a esta insólita crisis con soluciones tradicionales, una arquitectura departamental clásica y escasas posibilidades de penetrar en el territorio, implican una más que previsible impotencia en la aplicación efectiva de las (descafeinadas) medidas impuestas por el decreto de declaración del estado de alarma. Las estructuras colegiadas o fragmentadas son inútiles en las situaciones de excepcionalidad máxima. La cadena de mando no se puede delegar cuarteada y absolutamente en un marco de excepción grave, sí en la normalidad. Sin un Comisionado Ejecutivo, al margen de «colegios» que le asesoren o delegaciones expresas, las responsabilidades se diluyen y la coordinación se convierte en pío deseo.

Se sigue viendo el problema con una mirada sectorial, predominantemente sanitaria. Hay que proteger al sistema de salud, sin duda. El personal sanitario es el héroe épico de esta guerra global. Pero nos lo estamos llevando por delante. Y ponerlo de “escudo” me parece poco afortunado, cuando más de dos millones y medio de empleados públicos se refugiarán en sus hogares (y así lo están pidiendo no pocas personas en las redes y en los “blogs”, en un claro ejemplo de insolidaridad funcionarial) para “no ser contagiados”. Claro que hay que protegerse, per también proteger a los demás, y esta es la esencia del servicio civil. El peso de la lucha “contra el virus” lo lleva el sufrido colectivo sanitario que, con escasos medios y logística mejorable, día a día se está viendo diezmado. Y lo peor sería que tuviera dificultades, que presumiblemente las tendrá, de afrontar con éxito la larga batalla. Luego vienen las fuerzas y cuerpos de seguridad, también los militares y algunos otros colectivos de empleados públicos o del sector público que resultan imprescindibles por razones logísticas (transportes, servicios sociales, recogida de basuras, limpieza, etc.). Todos ellos en la trinchera. O en primera línea de fuego. La singularidad de esta «guerra» (Macron dixit) vestida de pandemia silente y difusa hace que no haya “retaguardia”, pues el resto permanece recluido en su domicilio. Si falla la primer línea, se pierde la guerra, aunque mucho de la victoria dependa de la responsabilidad ciudadana. Y del confinamiento efectivo. Mientras no se cierre todo, la función pública debe seguir funcionando, en tareas propias o ajenas, evitando desplazamientos inútiles o focos de contagio, pero ayudando a la población civil.

No creo que entre todos los empleados del sector público movilizados directamente en este largo combate alcancen ni de lejos la cifra de quinientos mil funcionarios. El resto de servidores públicos, alrededor de dos millones y medio, permanecerán en sus domicilios. La Administración Pública paralizada por varias semanas, en verdad por varios meses. A nadie se le ha ocurrido hacer trasvases territoriales, siquiera sean selectivos y temporales (de refuerzo) de personal sanitario allí donde más se necesitan (una herejía en un sistema sanitario “cantonal”), tampoco llevar a cabo reasignaciones de efectivos a través de un plan de choque de las propias Administraciones Públicas para reforzar, siquiera sea logísticamente y en tareas instrumentales al personal sanitario,  en aquellos ámbitos de la gestión administrativa que se verán desbordados (medidas sociales inmediatas, expedientes de regulación temporal de empleo, gestión de ayudas, etc.), en la vigilancia en las calles o en la asistencia a las personas y colectivos más necesitados (que serán legión tras los primeros pasos de esta crisis). Sorprende, por ejemplo, que la atención a las personas mayores en tareas tan sencillas pero vitales como llevarles alimentos o medicinas las estén realizando voluntarios salidos de la sociedad civil. La Administración Pública se aparta de modo insultante de la ética del cuidado y “la delega” vergonzantemente en la sociedad civil, ¿dónde están los ayuntamientos en una crisis de tales magnitudes?, ¿por qué no se refuerzan los servicios sociales con reasignación de efectivos?, ¿por qué los servidores públicos, al menos algunos efectivos, no se movilizan en esas tareas?

Por lo que ahora toca, tengo la impresión de que la institución de función pública o del empleo público no está hoy en día a la altura de las exigencias. Probablemente, porque es una institución ya sin valores y sin sentido (o visión) de cuál es su verdadero papel en la sociedad. Camina sin dirección ni hoja de ruta. Por definición, no puede haber servidores públicos que no sirvan al público, más en situaciones tan excepcionales como las actuales. Ciertamente, como recuerda Lewis, citando a Kathy Sullivan, esa idea de servicio debe estar teñida no de individualismo sino orientada al sentido de bien colectivo. En cierta medida, en el Estado somos todos, aunque haya algunos que ejerzan transitoria o permanentemente funciones públicas. No vale con salir al balcón y aplaudir a “sus compañeros” sanitarios que se están dejando la piel y algunos la vida en el empeño. O llenar las redes de mensajes y emoticonos. Tampoco vale con decir que podrán ser llamados por necesidades del servicio, pues (salvo sorpresas) nadie les llamará. O que están “teletrabajando”, más lo primero que lo segundo, ya que en su práctica totalidad las Administraciones Públicas (con excepciones contadas) no han sido capaces hasta la fecha de organizar racionalmente un sistema objetivo, seguro, eficiente y evaluable de trabajo a distancia. Se improvisa aceleradamente, más de forma chapucera que innovadora.

Franklin D. Roosevelt en sus memorables discursos destacó varias veces el importante papel que jugó el Servicio Civil estadounidense en la superación de la crisis consecuencia del crack de 1929 y en la aplicación de la política del New Deal. Cuando finalice esta monumental tragedia que aún se está gestando, y que dejará miles de muertos, más desigualdad, mucha pobreza, millones de parados, innmerables despidos y decenas de miles de empresas y autónomos arruinados, tal vez llegue la hora de preguntarse si, por un lado, se puede sostener un minuto más un empleo público dual, como el que ha emergido en esta crisis, o si, por otro, no ha llegado la hora definitivamente de enterrar un empleo público plagado de prerrogativas y privilegios frente al común de los mortales, que, con la más que digna excepción del personal sanitario y algunos otros colectivos puntuales, no está a la altura que los acontecimientos extraordinarios exigen.

No pierdan de vista que, como un desafortunado mensaje en las redes sociales recordaba ayer mismo (¿se computarán como trabajados los días hábiles o los naturales?, se preguntaba “jocosamente”), todos esos empleados públicos ociosos temporalmente, computarán este período de permanencia domiciliaria como trabajo activo, por lo que, pasada la tempestad, dentro de unos meses, deberán disfrutar aún de sus vacaciones (“no disfrutadas”) de semana santa y las de verano pendientes, así como los días de asuntos propios y las demás licencias y permisos que generosamente les reconoce la legislación vigente y los acuerdos o convenios colectivos firmados alegremente por empleadores públicos poco responsables y sindicatos del sector público ávidos de conquistas “laborales” para sus clientelas. Las Administraciones Públicas paradas en seco varios meses. Las empresas tocadas o muertas, los autónomos “acojonados”, los trabajadores precarios en situación absoluta de desprotección y los más estables que ven también cómo el suelo se les tambalea a sus pies. Y el personal sanitario en situación de guerra contra un enemigo volátil, que nadie sabe cómo combatir. Si esto no es un dualismo sangrante e inaceptable en estos momentos, que venga quien quiera y lo vea.

Probablemente, como defendió hace unos días el economista José Antonio Herce (https://www.jaherce.com/la-geometria-explosiva-del-contagio-virico), quepa adoptar medidas enérgicas que alumbren una política de gran  mutualismo. En ese diseño, creo que el empleo público, dadas su actuales y privilegiadas condiciones para afrontar una situación tan compleja como la que tenemos, debe llevar a cabo no solo una contribución efectiva en prestaciones personales (en todo lo que sea necesario o imprescindible), sino también en una mutualización solidaria y proporcional al conjunto de la sociedad. Veremos qué decisiones se toman y si algunas van por los senderos trazados en esta entrada.

Si algo de eso no sucede, una institución construida con esos mimbres no puede durar mucho en el tiempo. Y si pervive intangible a esta terrible pandemia, entrará a formar parte del misterio de la santísima trinidad. RIP por un empleo público así. Le acompaño en el sentimiento.

ADENDA: Hoy martes, 17 de marzo de 2020, el Presidente del Gobierno acaba de anunciar un importante paquete de medidas económico-sociales que, con una inyección de 200 mil millones de euros, pretende paliar el desastre que en ese ámbito se avecina. Sin duda, a partir de ahora se multiplicarán los análisis sobre tan trascendentales decisiones. Habrá que leer, asimismo, la letra pequeña de tales medidas, que se insertarán en un Real Decreto-Ley, instrumento normativo excepcional para una situación del mismo carácter (un uso plenamente adecuado, en este caso). Sin embargo, en la comparecencia, salvo error u omisión por mi parte, no he advertido ninguna medida relativa al papel de la Administración Pública en la gestión de todo estos programas, aunque será necesaria e imprescindible. Las estructuras administrativo-burocráticas deben dar respuestas adecuadas y en tiempo real a esas necesidades perfectamente detectadas. Y algo convendría hacerse en este terreno. Sí se ha hecho una mención puntual al papel de las Comunidades Autónomas y de la Administración Local. Y, por descontado, varias referencias al encomiable papel que el personal sanitario y el resto del personal del empleo público movilizado están teniendo en esta «batalla» (más bien, «guerra») contra el COVID’19 y todo lo que ello implica. Presumo que, como todo va tan rápido y la decisión de hoy es revisada mañana o a las pocas horas, algún día inmediato habrá que afrontar medidas específicas sobre cómo ordenar las prestaciones funcionariales en una situación de excepción como la que estamos viviendo, así como si se opta o no definitivamente por una «mutualización (pública) de la crisis» (J. A. Herce) o de socialización pública de la solidaridad (también en el plano retributivo y de condiciones de trabajo), o se mira sólo hacia el «otro lado» (exclusivamente hacia el sector privado). Las medidas anunciadas pueden aliviar la dualidad expuesta (al menos las de las personas y entidades más vulnerables), pero apenas cambian el escenario. Las preguntas abiertas en esta entrada siguen sin responderse, al menos de momento. En todo caso, este análisis se centra exclusivamente en la institución del empleo público, y no pretende descalificar el compromiso individual que, sin duda, un buen número de buenos funcionarios acredita, que no son todos ni mucho menos. Pero, tal como van las cosas, algo (al menos me lo parece) no se ha gestionado bien en este complejo escenario. Vuelven los tiempos de «crisis» y sólo nos queda desempolvar los papeles y recetas que en 2010 comenzamos a desarrollar, pero evitando caer en los monumentales errores de entonces. Tal vez ha llegado el momento de afrontar reformas radicales en el empleo público y no recurrir a la siempre socorrida solución lampedusiana de parecer que todo cambia y, sin embargo, que todo siga igual (o peor). A ver si esta vez aprendemos algo de esta crisis que, cuando menos lo esperábamos, ha irrumpido en nuestras vidas. La pandemia pasará. Su efectos cicatrizarán más lentamente.