INTEGRIDAD INSTITUCIONAL

GOBERNANZA ÉTICA E INTEGRIDAD INSTITUCIONAL

 

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“La aprobación de códigos de conducta por las instituciones, si nos van unidos a la construcción de sistemas de integridad institucional, se convierten al fin y a la postre en los peores embajadores de la ética institucional: el cinismo político nunca ha conjugado bien con la moral pública”

(Cómo prevenir la corrupción: Integridad y Transparencia, Catarata/IVAP, 2017, p. 99)

Desde hace tiempo, cuando pretendo poner en valor la ética pública y la integridad de las instituciones recurro a diferentes autores clásicos. Tanto a Séneca, como a Marco Aurelio, también Montesquieu. La tradición del pensamiento filosófico está plagada de referencias a la necesaria probidad del gobernante como espejo de ejemplaridad y refuerzo, así, de su imagen institucional ante la población. Adam Smith, en su Teoría de los sentimientos morales, define al buen estadista como aquel que reúne dos grandes atributos: “Es la mejor cabeza unida al mejor corazón. Es la sabiduría más perfecta combinada con la virtud más cabal (Alianza, 2009, p. 377). Dicho en términos más llanos: buen gobernante o servidor público sería aquel que une competencia política o profesional (en expresión de Léon Blum) junto a integridad de conducta. La reivindicación de los valores públicos es algo muy importante, más aún cuando nos deslizamos hacia una sociedad en la que la pobreza y la desigualdad harán fuerte mella en la población en los próximos meses y años. En este contexto, los servidores públicos (políticos, directivos y funcionarios) deben multiplicar su probidad hasta límites desconocidos. Cualquier esfuerzo será pequeño. La mejora de la confianza de la ciudadanía en las instituciones públicas, hoy en día tan maltrecha, dependerá mucho de ello.

Sin embargo, la integridad institucional y la ética pública han sido las grandes olvidadas de la agenda política española. Tan sólo en el corto período de mandato del Ministro Jordi Sevilla tomaron algo de visibilidad. Pronto olvidada. Ha habido que esperar varios años para que algunos niveles territoriales de gobierno retomaran la iniciativa. El inicio del cambio de paradigma de produjo con la puesta en marcha en 2013 del Código Ético y de Conducta del Gobierno Vasco (altos cargos), que implantó un sistema de integridad parcial que ha sido aplaudido incluso por el GRECO (Consejo de Europa). El liderazgo de quien ha sido presidente de la Comisión de Ética desde su puesta en marcha, Josu Erkoreka, tiene mucho que ver en ese fuerte impulso. Luego han seguido otras instancias territoriales (Comunidades Autónomas, entidades locales, organismos reguladores, etc.), que también han desarrollado modelos de integridad institucional, algunos incluso con pretensiones de transformarse en sistemas holísticos o de carácter integral (como ha sido el caso de la Diputación Foral de Gipuzkoa).

Sorprende, en cualquier caso, la insensibilidad que hacia las cuestiones de ética pública y de integridad institucional ha tenido siempre (hasta la fecha) el nivel central de gobierno. El último informe del GRECO sobre España (publicado en noviembre de 2019) pone de relieve tal déficit. Tras varias tarjetas rojas, el Poder Judicial se dotó de unos denominados Principios de Ética Judicial y, finalmente, bajo la presión del GRECO, puso en marcha una Comisión de Ética Judicial. De las Cámaras parlamentarias, mejor no hablar. Incapaces hasta ahora de construir un sistema de integridad propio de carácter integral. Han aprobado medidas cosméticas y poco más, cuya efectividad es más que dudosa. O de otros órganos constitucionales, que tampoco se han dotado de código de conducta alguno (salvo algún órgano regulador o administración independiente como la CNMC). Y, lo más paradójico, es que hoy día el Gobierno y sus altos cargos carecen de tal sistema de integridad. El Código de Buen Gobierno de 2005 “se derogó” por la Ley 3/2015, reguladora del estatuto del cargo público.  El Gobierno que entonces llevaba la riendas fue absolutamente insensible hacia la problemática de la integridad. Y, mientras tanto, la corrupción carcomía los cimientos de las instituciones y de la sociedad española. Igualmente grave es que el Gobierno que llegó al poder tras una moción de censura por un grave caso de corrupción, dedicara ni entonces ni ahora ni un solo minuto a construir o restablecer un mínimo sistema de integridad institucional. No hay órgano alguno en la Administración General del Estado que asuma tales competencias. El Código de conducta del TREBEP, aplicable a empleados públicos, ha pasado sin pena ni gloria, como un perfecto desconocido. Y si ese es el “ejemplo” del Gobierno central, no cabe extrañarse de que ese “modelo” de escepticismo cínico se haya reproducido en la inmensa mayoría de Comunidades Autónomas y entidades locales. Salvo códigos cosméticos, apenas nada se ha hecho.

Ahora que la Gobernanza, pésimamente entendida, vuelve a primer plano de la actualidad, cabe preguntarse qué es eso de la “Gobernanza Ética y la Integridad Institucional”. Dicho en términos muy sencillos: el comportamiento y las conductas de los gobernantes y de los servidores públicos, así como de aquellas entidades o personas que se relacionan con los poderes públicos, son fuente de legitimación o de deslegitimación de las instituciones y, por tanto, de la mayor o menor confianza que la ciudadanía tenga en ellas. Por tanto, si bien es importante para quien ejerce un cargo público o un empleo público actuar éticamente o de forma íntegra, pues en ello está en juego su propia reputación personal,  mucho más lo es para la institución a la que representa o en la que desarrolla su actividad profesional; pues rota la imagen institucional por una actuación (personal) incorrecta o corrupta, restablecer la confianza en las instituciones es algo muy complejo y laborioso en el tiempo. El daño a la reputación personal (falta de probidad o corrupción) tendrá, en su caso, su sanción penal o administrativa, pero el perjuicio institucional será probablemente irreparable. Y eso es lo que ha sucedido en este país y en su sistema institucional los últimos años. Por tanto, no se entiende tanto descuido, abandono o cinismo hacia el papel que la integridad institucional tiene en el fortalecimiento o debilitamiento de nuestras instituciones.

Así las cosas, en España se sigue fiando todo a la actuación “ex post”, sancionadora o penal; esto es, al castigo de quien infringe las normas. La actuación preventiva se descuida o abandona. Y en no pocas veces, se ignora. Multiplicamos las leyes, que apenas aplicamos. Cargamos a unos tribunales de justicia, por lo demás lentos y escasamente efectivos, de querellas, demandas y litigios vinculados con la corrupción. Creamos instituciones de control que apenas controlan, y nos vanagloriamos de llevar a cabo políticas de Gobierno Abierto, basadas en la transparencia, participación ciudadana y rendición de cuentas, olvidando que la premisa sustantiva de todo gobierno y de las personas que allí desempeñan sus funciones es el comportamiento íntegro y la probidad como guía. Sin ella, lo demás es pura coreografía. Las leyes y las sanciones son necesarias, sin duda; pero cuando se aplican el mal ya está hecho. Y la imagen institucional rota. Restablecerla es tarea compleja.

Por tanto, no se puede hablar de Gobernanza sin construir adecuadamente un Sistema de Integridad Institucional. Y ello requiere impulsar una Política de Integridad, algo que sólo lo puede hacer la propia política; esto es, quien gobierna. Y si la política no cree en ello, no hay nada que hacer (como ahora sucede). Esa política de integridad hay que definirla, impulsarla e interiorizarla. La ética no es cosmética, como dijera Adela Cortina. No basta con aprobar códigos, hay que insertarlos en un sistema de integridad y darles vida. La ética, como expuso el maestro Aranguren, se hace siempre in via. Es cambiar hábitos, mejora continua, al fin y a la postre desarrollo de una nueva cultura organizativa y de gestión. También de un modo diferente de hacer política.

Simplificando mucho, un sistema de integridad institucional debe configurarse de forma holística y disponer, al menos, de una serie de elementos que le dan coherencia y sentido. A saber:

  • Un código o códigos de conducta, como normas de autorregulación o de carácter deontológico que definan valores y principios, así como normas de conducta y de actuación.
  • Un conjunto de mecanismos de prevención y difusión de la cultura de integridad en la organización.
  • Articular canales internos de dilemas éticos, quejas o, en su caso, denuncias (en este último punto desarrollando la Directiva (UE) 2019/1937, de protección del denunciante.
  • Implantar órganos de garantía con autonomía e independencia orgánica y funcional (Comisiones de Integridad o Comisionados de Ética) que tramiten y resuelvan los dilemas, quejas o las denuncias e interpreten y apliquen los principios o normas de conducta. Sirvan de faro u orientación en cada organización.
  • Disponer de un sistema continuo de evaluación y de adaptación permanente de tales códigos como instrumentos vivos (OCDE).

Como expuso la OCDE en 2017 (en un documento enunciado Integridad Pública), tal política de integridad pública tiende a preservar a las instituciones frente a la corrupción, y se debe basar en tres ejes: a) Un sistema de integridad coherente y completo (no basta con exigir sólo la integridad de los políticos); b) Un desarrollo de la cultura de integridad; y c) Un mecanismo eficaz de rendición de cuentas.

En verdad, queda mucho trecho por recorrer para que las instituciones públicas en España apuesten de forma decidida y sincera por una política de integridad. Lo positivo es que se están dando algunos pasos importantes, pero siempre en ámbitos territoriales no estatales. Hay todavía mucho desconocimiento, no pocas actitudes escépticas o cínicas (tanto en la política como en el empleo público o, incluso, en la propia academia), así como una desvalorización permanente de lo que no es exigible por normas coactivas. En esa magnificación del Derecho y correlativo olvido o repulsa de la prevención y de la autorregulación, probablemente  se encuentre la propia impotencia de aquél, así como esa multiplicación de conductas irregulares proliferan en nuestro espacio público que, por cierto muchas de ellas, quedan impunes. Trabajar en gestión y prevención de riesgos (en el ámbito de la contratación pública, gestión de personal,  ámbito económico-financiero, subvenciones, etc.) es la mejor inversión que puede hacer una organización pública. Y ello sólo puede enmarcarse en una política de integridad institucional o de Gobernanza ética. Algo que, por cierto, apenas tiene coste económico alguno y ofrece unos retornos (en términos de legitimación institucional) incalculables. En los duros años que vienen de contención presupuestaria y de prioridades dramáticas de recursos escasos, todavía será más importante su implantación y desarrollo.  Hay que evitar toda mala práctica (favoritismo, clientelismo), como cualquier manifestación de conductas corruptas. La prevención es una de las claves. Pongámosla en funcionamiento. La buena política tiene la última palabra.

ANEXO: POLÍTICA DE INTEGRIDAD INSTITUCIONAL. ELEMENTOS BÁSICOS

Dimensión           Ejes Finalidad Preventiva
Endógena o interna 1. Plan de Integridad

 

 

 

2. Código(s) de Conducta(s)

 

 

3. Canales internos (garantías)

 

 

 

 

4. Órganos de garantía  (Comisión Integridad o Comisionado)

 

5. Sistemas de evaluación y adaptación permanente

 

6. Sistemas de Cumplimiento (Compliance) Empresas Públicas

1.1 Visión estratégica y Valores

2.1. Valores/Normas de conducta

 

3.1. Canales y/o procedimientos  de resolución dilemas o de quejas y denuncias (Directiva 2019/1937)

 

4.1. Tramitación y propuestas de resolución dilemas, quejas y/o denuncias

 

5.1.Escrutinio modelo. Instrumento vivo (OCDE)

 

6.1 Marcos de riesgo. Prevención. Código penal: delitos societarios

Mixta. Gobernanza Ética (Endógena/Exógena) 1. Integridad en la Contratación Pública

 

 

 

 

2. Integridad procesos selectivos y gestión personal

 

 

3. Integridad Subvenciones y ayudas

 

4. Ética pública del cuidado

 

 

 

 

5. Integridad y cultura ciudadana

 

1.1.          LCSP: Prevención: Códigos de conducta. Conflictos de interés.

 

2.1. Códigos de conducta tribunales. Provisión y carrera. Evaluación. Códigos sindicatos.

 

3.1.Códigos de conducta subvenciones

 

4.1. Principios y normas de conducta en sanidad, servicios sociales, atención colectivos vulnerables, etc.

 

5.1. Educación (valores); participación; convivencia y espacio público (respeto)

Exógeno o externo 1. Agencias de prevención y lucha contra la corrupción

 

 

 

2. Otras instituciones

 

 

 

 

3. Fiscalía y Poder Judicial

1.1.    Ámbito autonómico o local (donde existen)

 

 

2.1        Consejos de Transparencia, Defensorías, Tribunales de Cuentas, CNMC, etc.

3.1        Demandas, denuncias y querellas ante tribunales.

PANDEMIA, VULNERABILIDAD SOCIAL Y ADMINISTRACIÓN PÚBLICA

 

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“Algo se ha quebrado en la gestión de esta pandemia. La solidaridad de las personas jóvenes con las mayores, a las que tanto se ha aludido, ha quedado empañada por la interpretación de que su mayor bien es la mera supervivencia. Y pensamos que no, que nadie quiere la supervivencia a cualquier precio, al precio de la soledad, del miedo, de la falta de cariño de tus seres queridos, del abandono”.

(Grupo de Trabajo de Ética y Covid.: «¿La salud de quien estamos defendiendo? Desigualdades sociales y sanitarias en tiempo de pandemia”)

“La ética del cuidado defiende un mundo donde el cuidado a la gente es lo más importante”

(Helen Kholen, Entrevista al diario El Periódico, 7-X-2019) .

 

NOTA PRELIMINAR: Esta entrada reproduce, con algún cambio puntual, el texto publicado por el Blog «Hay Derecho» el 25 de mayo de 2020. Enlace Blog HD. 

 

La Agenda 2030 tiene, entre sus múltiples objetivos, erradicar la pobreza, también acabar con la desigualdad y la defensa de un trabajo decente. Dentro de las secuelas humanitarias, económicas y sociales de la pandemia está, sin duda, la más que previsible ampliación de la brecha de desigualdad y la multiplicación de la pobreza. Por no hablar del desempleo monumental que la recesión económica producirá.

En esta entrada sólo pretendo poner el foco en algunos déficits que en el ámbito público se han observado de forma clamorosa en estos últimos meses y, asimismo, en cuáles son algunos de los retos o desafíos que los poderes públicos deberán afrontar en los próximos meses y años para atenuar y, en su caso, mejorar, los devastadores efectos que la crisis ha producido y provocará sobe aquellas personas que ofrecen fuerte vulnerabilidad social; cuyo círculo, conforme pasen las semanas y meses, se irá ampliando dramáticamente.

La presente entrada surge tanto por la observación y reflexión personal como sobre todo por la lectura del documento al que se hace referencia en la cita inicial (consultar aquí), suscrito por diferentes profesionales de los ámbitos sanitario y de servicios sociales de distintas instituciones y entidades de Euskadi, y del que tuve conocimiento por medio de una de las personas que lo suscribió (Boni Cantero). Este trabajo se divulgó también en un articulo de opinión editado en los diarios El Correo y El Diario Vasco, que llevaba por título  “Responsabilizarnos del otro”.

No cabe duda que, en lo que afecta a colectivos vulnerables (un concepto que la crisis derivada de la pandemia está ampliando constantemente), el largo período de duro confinamiento (más allá de la clásica “cuarentena”) ha mostrado algunas luces, pero sobre todo enormes sombras. Como bien se expuso por Rafael Bengoa, las medidas adoptadas han evitado el colapso hospitalario, pero dejaron desatendidos otros frentes: por ejemplo, las residencias de tercera edad, en las que los efectos letales de la pandemia han sido devastadores. El descuido público en este punto ha sido evidente. Y no basta, como dice el documento antes citado, enviar al ejército, a voluntarios o la dedicación abnegada de la mayor parte del personadle tales centros, pues las responsabilidades de esta pandemia no son solo individuales, sino también políticas y de gestión. Se requerían adoptar medidas que evitaran contagios masivos. Y, en algunos casos, no se adoptaron. Los análisis de riesgo, la propia gestión y por lo común la escasa atención sanitaria hacia ese problema, han sido muestras muy deficientes de unas políticas que son manifiestamente mejorables. La visión socio-sanitaria se impone, aunque tarde. La atención no preferencial por parte de los poderes públicos hacia esos colectivos de personas vulnerables ha sido la norma. Sabemos que han muerto muchos miles de personas en circunstancias muy poco precisas, la mayor parte de las veces en la soledad más absoluta. Tanto abogar por la muerte digna y las hemos condenado a un mal morir: nadie les ha acompañado en ese duro momento. El duelo oficial llega muy tarde y algo impostado.

Pero, durante el punto álgido del confinamiento, la vulnerabilidad  no se ha quedado ahí. Ha afectado sobre todo a colectivos muy concretos, por lo común olvidados e ignorados socialmente: personas sin techo, mujeres sin recursos y cargas familiares, mujeres maltratadas, menores, estudiantes sin acceso a Internet ni medios tecnológicos, parados, inmigrantes, discapacitados, personas con adicciones crónicas, y un largo etcétera. La crisis Covid-19 es y será una máquina de producir desigualdad. Sus daños colaterales serán terribles.

Ciertamente, como estudió Adela Cortina, la aporofobia ha echado fuertes raíces en nuestras sociedades. Y, probablemente, esa enfermedad social se multiplique (con un  populismo en auge o con la proliferación del egoísmo más vil) si no somos capaces de reforzar los valores de solidaridad, empatía y la propia ética del cuidado hacia esas personas que están padeciendo los efectos más duros de la crisis y todavía los padecerán más en un futuro inmediato.

Pero, desde un punto de vista ético y de arquitectura de valores en la sociedad contemporánea, otra preocupante tendencia viene a añadirse a la anterior: la gerontofobia que ha emergido con fuerza en estos últimos tiempos. El documento citado otorga un particular relieve a esta tendencia y pone de relieve manifestaciones múltiples de discriminación por edad que se están viviendo en esta crisis. Desde un punto de vista retórico, nadie se suma a esa idea, sin embargo los hechos avalan que tal tendencia se ha instalado de forma silente con fuerza en nuestra sociedad y también (más preocupante aún) en la actuación (o inactividad) de los poderes públicos. Directa o indirectamente, algunas medidas públicas han partido de la idea (nunca expresada) de que tales personas son “menos valiosas”. Y ello abre un debate ético que no se ha sabido encauzar en la tormenta de la crisis. En buena medida, las personas mayores (especialmente, aquellas que superan determinadas franjas de edad y ya no están en activo) han comenzado a ser invisibles y en cierta medida molestas: consumen demasiados “recursos” y son vistos como una carga. La actual delimitación de guetos espaciales, horarios o residenciales, les segregará más todavía. El afán regulatorio desmedido no ayuda a la responsabilización individual. Además, en una sociedad altamente envejecida (y con tendencia a serlo mucho más), es este un enfoque gravísimo del problema. Dinamita los fundamentos de cohesión de la sociedad. También en el texto que citaba se contienen interesantísimas reflexiones sobre esta cuestión. Y allí me remito.

La heurística de la dignidad personal (Adela Cortina) adquirirá una fuerza inusitada en los próximos tiempos. También la ética del cuidado. Ambas ideas-fuerza deberán ser la guía de actuación de los poderes públicos en el futuro post-Covid. Pues, en estos primeros pasos, lo que se ha observado de forma muy preocupante es la emergencia de una sociedad marcadamente dual. Hay quien ha sobrellevado razonablemente la primera fase de la pandemia y el confinamiento porque tenía recursos, empleo estable, medios y espacio adecuado para hacerlo, permaneciendo alejado del riesgo y de sus efectos colaterales (sus organizaciones han cerrado o “trabajado a distancia”); mientras que otra parte importante de la sociedad, muy vulnerable en diferentes ámbitos y aspectos, ha sido tapada de la escena pública e invisibilizada (tan solo recogida en algunos reportajes mediáticos que alertaban puntualmente de que el mundo no era el paraíso de los cánticos al “resistiré” de los balcones). Y, en fin, luego están los aplaudidos y los menos aplaudidos, colectivos que han sido enviados al campo de batalla con uniformes desaliñados y sin medios  ni recursos para enfrentarse a tan etéreo enemigo. Han caído como moscas. Y han hecho lo humanamente posible. Pero también es cierto que la sociedad ha abusado de esos colectivos (particularmente, aunque no solo, del sanitario o social) o de la necesidad existencial de trabajar que tenían otras muchas personas para salvaguardar su existencia y la de los suyos. Como expresa el texto comentado:   “No está bien abusar del carácter vocacional y solidario, y permitir que las personas trabajen en condiciones límites y/o de desprotección o sobreexponerlas a la fatiga y al burnout. Tampoco es correcto en virtud de la propia seguridad, negarse a atender necesidades que no pueden ser prestadas a través del teletrabajo”. En efecto, las personas que trabajan en servicios sociales municipales han prestado asistencia profesional en temas tan alejados de su competencia como el asesoramiento o tramitación digital de expedientes de solicitudes de ayudas, porque al “otro lado”, si no eran ellos, a esas personas (colectivos vulnerables, también autónomos y desempleados) nadie les ayudaba realmente o simplemente no sabían dónde acudir. La brecha digital, por mucho que se ignore (también por la Administración), sigue siendo algo real y doloroso. Y no se sabe a ciencia cierta cuántas personas se han quedado fuera de esos circuitos de ayudas al no poder informarse o tramitarlos por cauces telemáticos (por ejemplo, no deja de ser curioso que los locutorios hayan sido uno de los servicios más demandados en esta crisis por tales colectivos). La ética de orientación al servicio de la ciudadanía como premisa de actuación de la Administración Pública en parte ha quebrado durante esta primera fase de la pandemia. El perímetro de determinación de lo que son «servicios esenciales» se sigue moviendo en el sector público con patrones muy clásicos: todo lo que requiere la ciudadanía como demanda urgente y necesaria debiera tener esa condición.

En definitiva, hay muchas lecciones que se pueden aprender de esta complejísima circunstancia vivida. Una de las más importantes es que, de forma imperceptible, hemos “descuidado” públicamente la imprescindible ética del cuidado como complemento al valor ético de la justicia. Se ha practicado con intensidad, aunque con notables limitaciones, en el ámbito hospitalario, y se ha desatendido más en otras esferas y colectivos sociales. Lo expresa con contundencia el citado documento: “La situación vivida en la pandemia por parte de las personas más vulnerables sanitaria y socialmente, pone de manifiesto una crisis muy importante de cuidados y responsabilidad y una evidente ruptura del llamado pacto intergeneracional de cuidados que puede generar riesgos graves de daños y maltrato”.

Son muy interesantes las lecciones que extraen de la crisis el documento elaborado por el Grupo de Trabajo de Ética y Covid. Contiene abundante material para la reflexión y, especialmente, si se quieren adoptar medidas de mejora. La lucha para paliar la desigualdad marcará la agenda política en los próximos tiempos. Y la dignidad de la persona se sitúa en el epicentro del problema. Dentro de los círculos de vulnerabilidad, determinados colectivos (personas mayores, mujeres, desempleados, menores, personas sin techo, dependientes, etc.), deberán ser un punto de especial atención. Hay que huir de políticas de beneficencia y apostar por soluciones estructurales que palien las desigualdades. Por mucho que se desarrolle el teletrabajo en la Administración, el servicio público debe proporcionar siempre y en todo caso proximidad, asistencia personal y asesoramiento, empatía y acompañamiento a quienes sufren desigualdades (también de brecha tecnológica). Si bien la vida acaba siempre con la muerte, no es lo mismo morir dignamente que morir mal. La ética del cuidado deberá ser una de las políticas estrella del futuro. Y ello ineludiblemente exige contacto físico o presencia, no la fría o hierática “distancia digital” (hay situaciones y contextos personales muy duros detrás de la vulnerabilidad). Hay que compatibilizar y equilibrar razonablemente los enfoques epidemiológicos con la ética del cuidado. Para todo ello, los poderes públicos deberán priorizar en los próximos meses y años las políticas sociales, y ello requiere dedicar recursos de todo tipo en la mejora de la gestión. Hay que salvaguardar, como también se expone, ese imprescindible compromiso profesional: “Con reconocimiento social a quien más allá de sus obligaciones legales, presta una atención excelente corriendo riesgos, porque sabe que en la relación asistencial no solo se juega la dignidad de la persona atendida (cuidada, educada, protegida, lavada, alimentada o acariciada), sino el propio proyecto de autorrealización personal”. Esa es la auténtica idea de servicio público, y lo demás maquillaje. Por eso, y no por otras cosas, los servicios de atención a las personas (sanitarios y sociales, entre otros) saldrán revalorizados de esta pandemia y de la tremenda crisis ulterior, pero también  frente a la revolución tecnológica. Nunca podrán ser totalmente sustituidos por máquinas ni por artefactos digitales. Ese será su gran valor y su gran servicio público. Presente y futuro.

EMPLEO PÚBLICO 2020-2030 (Y II): LÍNEAS DE TRABAJO Y ESBOZO DE PROPUESTAS

 

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El cóctel de desafíos al que se enfrenta el empleo público en los próximos años parece en sí mismo explosivo: jubilaciones masivas; relevo generacional; revolución tecnológica; y profunda crisis fiscal. La combinación de tales ingredientes es muy compleja. Y el momento extremo. O se comprende correctamente el alcance del problema, adoptándose las medidas necesarias para prever los riesgos y atenuar sus letales efectos, o los déficits actuales de la Administración y del empleo público se agravarán hasta límites insospechados. Y no hay nada de tremendismo en este juicio. Solo una advertencia. Aunque nadie escuche.

El catálogo de soluciones sigue siendo el mismo que antaño. La crisis del COVID-19 no elimina esas opciones. Las refuerza, aunque complica sobremanera su aplicación. Gestionar adecuadamente en contextos de crisis, siempre es más difícil. El cortoplacismo y la contingencia pueden devorar todas las energías. Para enfrentarnos a ese complejo escenario disponemos grosso modo de tres caminos muy obvios y complementarios:

  1. El primero de ellos, que resulta obligado transitar, es llevar a cabo un diagnóstico certero y preciso de la situación existente de los recursos humanos en cada organización pública. Un diagnóstico que no solo debe ser cuantitativo, sino también cualitativo. Sin ese diagnóstico nada se puede hacer. Es una exigencia necesaria y previa. Si no, caminaremos a ciegas.
  2. Una vez elaborado ese diagnóstico, y de forma complementaria, se requiere realizar un estudio de prospectiva aplicado o proyectado (aunque quepan algunas soluciones comunes) sobre cada contexto político-administrativo, en el que se identifique con la mayor precisión posible cuáles son las tendencias o líneas fuerza que marcarán la demanda de servicios que deberán atender las administraciones públicas en un futuro mediato e inmediato, así como a través de qué estructuras, procesos y perfiles profesionales de empleados públicos se podrán ejecutar cabalmente esas exigencias institucionales, sociales y ciudadanas. Sin esa hoja de ruta, difícilmente sabremos hacia dónde ir. La fase primera estará marcada por el durísimo contexto de contención fiscal y por demandas de servicios y prestaciones propias de una situación de grave crisis económica y social. Es inevitable.
  3. Y, una vez que se disponga de todo ese arsenal de herramientas de análisis, esto es, del diagnóstico y de un estudio solvente de prospectiva, hay que llevar a cabo una planificación estratégica del  proceso de adaptación o de transformación que debe llevar a cabo la Administración Pública, y más concretamente el empleo público, con la finalidad de dar la respuesta adecuada a tales desafíos. El horizonte de 2030 es una buena referencia, pero habrá que adoptar también planes operativos (de ordenación de recursos humanos) aplicables en un período más corto (dos/tres años). Y el primero de ellos (2020-2023) será de ajuste fiscal, pero deberá venir aderezado de reformas estructurales e innovadoras, lo contrario será pan (o mendrugos) para hoy y hambre para mañana.

La pregunta es hasta qué punto ese esquema seguirá vigente una vez abierta la crisis por la pandemia. Nuestra tesis es que sí, que tal planteamiento mantiene su vigencia. No hay que ser ingenuos, la crisis del COVID-19 y sus consecuencias absorberá en un primer momento la agenda, pero hay que evitar que empañe completamente la mirada estratégica antes expuesta. Esa visión de futuro, enmarcada en la Agenda 2030, sigue teniendo más vigor que nunca. Conviene fortalecer las instituciones o mejorar nuestra state capacity (como afirmara el profesor Fernando Jiménez) en términos de buena gestión, y para ello nada más relevante que reforzar las capacidades ejecutivas, éticas y profesionales del empleo público.

Como cierre de este trabajo, a modo de simple sugerencia, se esbozan algunas medidas que podría incluir ese plan estratégico de transformación o adaptación de las estructuras del empleo público a la nueva realidad que deberán acometer las Administraciones Públicas en esta década, con la finalidad descrita: reforzar las capacidades gestoras y la eficiencia del sistema de empleo público. Por tanto, ese plan debería tener, al menos, tres ejes de actuación. A saber:

Medidas institucionales y organizativas:

  • Introducir en la agenda política la trascendencia que tiene afrontar esos desafíos a los que se enfrenta el empleo público de forma combinada (jubilaciones masivas, relevo generacional, revolución tecnológica y crisis fiscal). No dejarse distraer por la contingencia.
  • Elaborar un Diagnóstico de la situación actual de las plantillas de personal (edad, cualificación, fortalezas y debilidades, etc.) de cada Administración Pública.
  • Impulsar la confección de un Estudio de Prospectiva (jubilaciones, perfiles de empleos necesarios, impactos de la automatización, cartera de servicios que se deberá atender, etc.) también adaptado a cada Administración Pública.
  • Proceder a la redacción en cada Administración Pública de un Plan estratégico de personal en el marco de la Agenda 2030 y del ODS 16 (fortalecimiento institucional), que despliegue su mirada y sus medidas a lo largo de la década 2020-2030.
  • Rediseñar radicalmente los instrumentos tradicionales de gestión de personal, tales como las relaciones de puestos de trabajo y las ofertas de empleo público, transformándolos en herramientas mucho más ágiles y flexibles, con poder de adaptación y capacidad de dar respuestas inmediatas a las necesidades de la Administración Pública en cada contexto.
  • Redefinir los puestos de trabajo en función de las tareas afectadas por la automatización (y posteriormente por la Inteligencia Artificial), yendo a un modelo abierto y adaptativo de puesto de trabajo en función de las exigencias del momento, así como de las transformaciones funcionales que se producirán en la configuración de buena parte de los puestos de trabajo (puestos estables funcionalmente versus puestos en constante mutación)
  • Implantación gradual, pero persistente, de una Administración Pública en la que parte de sus servicios se prestarán por medio de programas, proyectos o misiones de carácter temporal.
  • Desarrollo efectivo de la digitalización y automatización de las Administraciones Públicas, así como de una Administración abierta (365 días/24 horas) para la ciudadanía, con impulso decidido hacia una Administración menos presencial y de comunicación virtual, con implicaciones fuertes con el teletrabajo, así como adoptar medidas efectivas para superar la brecha digital que pueden afectar a colectivos altamente vulnerables.
  • Estructuras organizativas más planas y redefiniciones estructurales para adaptar las organizaciones a las nuevas misiones, con una apuesta por las estructuras directivas profesionales y fortalecimiento de las estructuras directivas intermedias. Inversión en transversalidad y rediseño organizativo que acabe con el monopolio de la departamentalización o sectorialización funcional de la actividad administrativa en los diferentes niveles de gobierno.
  • Supresión gradual de puestos de trabajo o, en su caso, de dotaciones de aquellos puestos que tengan un alto carácter instrumental, auxiliar, administrativo o de gestión (técnicos en tramitación), utilizando esos recursos presupuestarios liberados para la creación de nuevos perfiles de puestos tecnológicos en ámbitos tales como la tecnología y la tecnificación: amortizar para crear, transformar e innovar.
  • Captar titulados STEM (Ciencias, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas), así como en los campos de Formación Profesional Tecnológica, con la finalidad de incorporarlos a la nómina de las Administraciones Públicas y paliar, de ese modo, la dependencia tecnológica existente del sector público.
  • Evitar que la crisis fiscal comporte (o, en su caso, amortiguar sus efectos) una amortización salvaje o intensa de puestos de trabajo sin retroalimentar las necesidades funcionales de otros ámbitos, lo que conllevaría el debilitamiento mucho mayor de las estructuras y del papel actual del empleo público, así como, por tanto, de la propia Administración Pública.

Medidas de Política de Recursos Humanos:

  • Desarrollo efectivo de una política de Integridad Institucional que abarque la elaboración de un marco de integridad para el empleo público (código de conducta y buenas prácticas, así como canales internos de tramitación de consultas, quejas y denuncias y una Comisión o Comisionado de ética en el empleo público). Formación en Integridad y Ética Pública.
  • Rediseño de las políticas de reclutamiento y de selección en el empleo público, con la finalidad de elevar la capacidad y los resultados de gestión del sector público, así como atraer talento hacia las Administraciones Públicas (especialmente titulaciones STEM), compitiendo con el mercado privado por medio de sistema de estancias (becas temporales retribuidas y con seguridad social).
  • Minimizar los efectos que la estabilización del personal puede generar sobre la obsolescencia programada (por la automatización mediata o inmediata) de los puestos de trabajo objeto de convocatoria, exigiendo estándares profesionales objetivos para superar las pruebas selectivas. No reincorporar en la legislación presupuestaria las tasas de reposición que impidan cubrir gradualmente las necesidades de empleo público.
  • Priorizar la captación de perfiles profesionales procedentes de ámbitos de tecnología informática, ingeniería de datos y matemáticos, así como estadísticos, que puedan trabajar de forma efectiva en entornos de actividad pública marcados por el Big Data, minería de datos o análisis de riesgos.
  • Apertura de la Administración no sólo en datos, sino también en personas (capital humano). Incorporación asimismo a la Administración pública de profesionales senior de forma lateral (concurso) para la cobertura de puestos estratégicos de alto componente tecnológico o mediante la captación temporal de perfiles directivos del sector privado y del tercer sector que desarrollen su actividad en el liderazgo de programas, proyectos o misiones que lleve a cabo el sector público con carácter temporal.
  • Dar un protagonismo estelar a las política de desarrollo de competencias profesionales y de aprendizaje/adaptación permanente del personal al nuevo escenario digital/tecnológico, con una fuerte inversión inicial (atendiendo a la crisis sanitaria) en la formación telemática o virtual, así como invirtiendo estratégicamente en una política formativa encaminada a la gestión y transferencia del conocimiento.
  • Especial desarrollo del trabajo a domicilio o a distancia, previa articulación de la tecnología precisa, así como de los protocolos organizativos correspondientes y de las directrices oportunas en materia de seguimiento y evaluación por parte de los responsables o directivos.
  • Articulación de un sistema objetivo, imparcial y fiable de evaluación del desempeño que defina los objetivos a alcanzar, establezca o mida su real cumplimiento, y, como último estadio, sirva para gestionar la diferencia, promoviendo el desarrollo profesional a aquellas personas que alcancen las metas establecidas e incentivando retributivamente (retribuciones variables) la obtención de resultados. Romper la injusta igualdad material en el empleo público. No se puede retribuir ni tratar igual a quien trabaja de forma diferente.
  • Implantación, sobre la base de un sistema previo de evaluación del desempeño, de un modelo de carrera profesional basado en criterios objetivos y en gestión de la diferencia, que permita un desarrollo de competencias y enriquecimiento de tareas en los distintos ámbitos funcionales, puestos de trabajo o en cualquier otra estructura que pueda sustituirlos o complementarlos.
  • Identificación y captación de talento interno en la respectiva organización, por medio de sistemas efectivos de promoción interna y de provisión de puestos de trabajo o de formación. Políticas de captación de talento interno en el proceso de gestión/transferencia de conocimiento.
  • Redefinir dentro de los marcos legales una política de reconocimiento por servicios prestados que incentive la creatividad, la iniciativa y la innovación en el ámbito de la gestión pública, por medio de la asignación de mecanismos de compensación (no exclusivamente retributivos) de la dedicación especial o de la aportación adicional que el personal lleve a cabo en la mejora de la organización y de las prestaciones de servicio a la ciudadanía.
  • Establecer sistemas de formación de directivos dirigidos a empleados públicos que ocupen posiciones pre-directivas o técnicas, con la finalidad de articular sistema de dirección pública profesional en las organizaciones públicas y de preparar el relevo generacional de tales directivos.

Medidas de gestión de personal

  • Aunque son decisiones que no competen a las Administraciones Públicas, sino al legislador, convendría explorar nuevas situaciones administrativas y sistemas de provisión polivalente o múltiple de puestos de trabajo que pudieran dar respuesta a las necesidades de desarrollo parcial de actividades profesionales y a las exigencias de garantía de transferencia/gestión del conocimiento como consecuencia del relevo generacional.
  • Instaurar prácticas de gestión innovadora en el ámbito de los recursos humanos en las Administraciones Públicas, mediante la aprobación de reglamentos de gestión de personal o protocolos de gestión que, negociados con los agentes sociales, permitieran fórmulas de flexibilidad y adaptabilidad de los recursos humanos a las necesidades cambiantes de la organización.
  • Redefinición legal del sistema retributivo y los diferentes conceptos que componen las retribuciones complementarias (especialmente sus componentes) al objeto de compensar adecuadamente los resultados en la gestión y los compromisos organizativos, así como de desarrollo profesional y de adaptación al cambio.
  • Adaptar o equiparar las condiciones de trabajo, especialmente en materia de vacaciones, permisos y licencias, pero también retributivas, a las existentes en el sector privado, en ámbitos profesionales análogos, huyendo así de la existencia de diferencias irrazonables o privilegios no justificados.
  • Atención horaria que permita interactuar no solo digitalmente, sino también mediante tramitación física, a la ciudadanía con las Administraciones Públicas, especialmente a aquellas personas que estén en posiciones de desventaja o de brecha tecnológica. Una Administración electrónica de 365 días al año por 24 horas todos los días no puede convivir con una Administración presencial en constante contracción horaria y que actúa espasmódicamente con largos períodos inerte o de vacancia (casi) colectiva.
  • Facilitar salidas anticipadas del empleo público a quienes no puedan adaptarse a los cambios tecnológicos, sin que ello implique ventajas en relación al sector privado. Modificar el régimen de situaciones administrativas.
  • Replanteamiento de la política de negociación colectiva: ámbitos de negociación. Diálogo social estratégico. El futuro de los actores sindicales en una Administración automatizada (Alain Touraine) debe repensarse radicalmente, debido sobre todo a las profundas mutaciones en las tareas y empleos que se producirán inmediatamente.
  • Diseñar una política social de gestión de personas senior/senior (importancia numérica) en las organizaciones públicas: inadaptaciones funcionales (reasignación de puestos o salidas anticipadas con indemnización); cuidado de mayores; enfermedades crónicas u oncológicas; programas formativos “ad hoc”; jornadas parciales o jubilaciones del mismo carácter. Protección en contextos de pandemias.

En suma, son solo algunas propuestas para enfrentar ese cuádruple desafío antes enunciado. Pueden parecer ensoñaciones, viniendo de donde venimos. Pero no existen muchas alternativas. Hay que ser conscientes que, en un primer momento, el contexto de profunda crisis fiscal devorará gran parte de las energías y oscurecerá esos retos estratégicos. Tal vez, en esos primeros y duros momentos, convenga retomar con firmeza el pensamiento estratégico no sólo para mantener viva la llama de la necesaria adaptación y fortalecimiento de la Administración y el empleo público, sino sobre todo para iniciar la senda de su transformación hacia unas organizaciones públicas con mayor capacidad ejecutiva y mejores prestaciones para la ciudadanía. Pues ese y no otro es el objetivo final que debe perseguir el sector público. Aunque tantas veces lo olvidemos.

DIRIGIR EN TIEMPOS DE CRISIS

La dirección es una actividad siempre compleja. Requiere, como decía Minztberg (y me gusta recordar), conjugar equilibradamente obra (experiencia), arte (visión) y ciencia (análisis). Asimismo, hoy en día, la dirección debe sumar excelentes conocimientos tecnológicos, conocimientos de idiomas y un arsenal de habilidades blandas. Y, encontrar personas que ofrezcan tal batería de competencias profesionales no resulta fácil. Menos aún en el ámbito público, en el que los directivos se eligen (por criterios de confianza política o personal) y no se seleccionan (en función de sus competencias profesionales acreditadas); donde hoy por hoy no hay excepciones: quienes dirigen las organizaciones públicas en sus niveles superiores son amateurs de la dirección pública. Quienes aprenden a dirigir lo hacen a costa del tiempo dedicado (experiencia) o porque algunas de estas personas añaden ciencia (análisis) o se dotan de formación complementaria que les pueda dar visión estratégica. Pero, no nos llamemos a engaño, son una absoluta minoría. O llevan mucho tiempo en esas posiciones directivas y, mal que bien, algo han aprendido con el paso del tiempo. También está muy asentada la falsa creencia de que, simplemente por ser funcionario de cuerpo o escala superior, ya se tienen competencias directivas innatas. Craso error. Y muy extendido.

Si algo nos ha mostrado esta crisis sanitaria y la brutal crisis económico-social en ciernes, es que no se puede gobernar un contexto tan complejo con una política inexperta (Felipe González, dixit). Especialmente, con muchos políticos recién llegados, que además ellos o los que estaban habían cambiado radicalmente a sus equipos de altos cargos y asesores, con la finalidad de gobernar una legislatura corta con una (pretendida) eficiente política comunicativa, pero nunca asomarse al precipicio de una crisis de estas magnitudes y mucho menos afrontarla. Que hayan sido desbordados por los acontecimientos, es lo mínimo que les ha podido pasar. Tampoco es circunstancial que, salvo excepciones de liderazgo individual (alcalde de Madrid), los gobiernos que mejor están “campeando” la crisis son aquellos que ya tenían un cierto recorrido temporal y sus estructuras directivas estaban más asentadas. Aunque no fueran las más idóneas, ni mucho menos. Estos durísimos momentos nos han recordado, no sin enorme frustración, algo que ya sabíamos: la dirección y gestión pública es mucho más importante de lo que algunos creen.

En cualquier caso, si ya en sí misma dirigir es una actividad sumamente compleja, mucho más lo resulta en una crisis de las magnitudes de la actual. Y si esa dirección no es profesional, sino amateur, como la propia política a la que está unida umbilicalmente, no queda otra solución que abrazar el criterio experto como paraguas de decisiones políticas que no son ni pueden ser por esencia «científicas», por mucho que la política practique el arte de la prestidigitación: por muy obvio que parezca, las decisiones en política siempre serán políticas. Como nos recuerda Innerarity (Una teoría de la democracia compleja. Gobernar el siglo XXI, p. 343), «la política debe aprender a tomar decisiones con un conocimiento incompleto, en entornos de incertidumbre». El conocimiento experto nunca es unívoco.  Como bien dicen muchos ahora, no es tiempo de crítica, sino de remar juntos. Pero sí es oportuno identificar, al menos, aquellos cuellos de botella que han hecho aún más compleja la (mala) gestión de esta crisis. Y uno de ellos, aunque nadie en política lo quiera reconocer (y menos ahora), es que no se pueden seguir gobernando y, sobre todo, dirigiendo las instituciones públicas con personas reclutadas por crietrios exclusivos de clientelismo o de favor o proximidad política, sin acreditación previa y objetiva, en procesos competitivos y de libre concurrencia, de sus competencias profesionales directivas. Es una temeridad. Y la factura es larga. Pero, el clientelismo tiene hondas raíces. Y habrá que extirparlas.

Lo (mal) hecho, hecho está. Ya vendrá luego la rendición de cuentas. Ahora se trata de mirar al futuro. Y dirigir el sector público en los próximos meses y años va requerir un cúmulo de energías, destrezas y habilidades sin parangón. La crisis económica, de mayor o menor extensión temporal, será aterradora. No valen medias tintas. Ahora más que nunca el sector público necesita gobernantes y directivos que acumulen, inteligentemente, las dos propiedades que Adam Smith predicaba de los grandes estadistas: la mejor cabeza (excelentes competencias políticas o directivas), junto al mejor corazón (integridad y ética pública, así como no pocas dosis combinadas de prudencia, magnificencia y valentía).

Con toda franqueza, los partidos políticos ya han mostrado todas sus limitaciones para proveer de gestores públicos eficientes a las nóminas de altos cargos, cargos de libre nombramiento y remoción, directivos de libre designación o asesores que poco o nada asesoran, pues cuando la necesidad aprieta hay que acudir a expertos o profesionales. No es cuestión de recordar aquí la «lista de los horrores», lugares donde se ha fallado y se está fallando, sobre todo en gestión. Afrontar un futuro plagado de decisiones críticas y dramáticas, con una contracción del crecimiento económico excepcional y, por tanto, con muchísimos menos recursos, requiere excepcionales atributos para quienes se encarguen a partir de entonces de dirigir lo público. En las manos de quienes nos gobiernan está cambiar el rumbo o hundir el barco. Ellos sabrán.

Pero, al menos, desde esta modesta atalaya, pretendo esbozar unas líneas de mejora que vayan encaminadas a reclutar aquellos futuros directivos que deberán hacer frente a tan complejo escenario. A saber:

  1. La elefantiasis estructural (innumerables departamentos con infinidad de cargos directivos y asesores) debe suprimirse de inmediato. Las estructuras departamentales deben ser livianas, con mucho cerebro (talento), buen músculo y eliminando tejido adiposo e ineficiente. La coordinación efectiva.
  2. Las entidades del sector público institucional y empresarial, así como fundacional, deben ser reducidas en número, mediante procesos de fusión o supresión. Sólo se deben mantener aquellas que sean objetivamente necesarias (en términos de eficacia y eficiencia, así como de economía, previa ejecución de una auditoría efectiva y no formal al respecto). No volver a cometer los errores de la crisis anterior, que dejó casi incólume el sector público, y sólo adoptó medidas cosméticas. Se trata de resetear lo público.
  3. Los niveles y número de órganos directivos de la administración pública deben ser asimismo reducidos a su mínima expresión, mediante procesos de acumulación funcional o supresión. Su cobertura se ha de llevar a cabo por criterios estrictamente profesionales, en línea con lo realizado en la Administración portuguesa desde hace años. También los niveles directivos de segundo grado (funcionariales).
  4. Los asesores (personal eventual) deben ser asimismo radicalmente limitados en número. Y exigir normativamente una serie de requisitos de conocimientos, experiencia, idiomas, etc., para su cobertura. Quien no los acredite, no puede ser designado.
  5. La Integridad Institucional y la Transparencia, así como la rendición de cuentas han de ser exigencias ineludibles en el comportamiento y actividad profesional de quienes trabajen en posiciones políticas y directivas. Cualquier brote de comportamiento irregular o de corrupción debe ser causa de cese inmediato. Se deben aprobar de inmediato Sistemas de Integridad Institucional en todas las organizaciones públicas y modelos de Gobernanza Pública, que incluyan asimismo una política de transparencia efectiva y de rendición de cuentas.
  6. No deberían ser designados directivos públicos quienes no acreditasen conocimientos digitales avanzados y una razonable comprensión del entorno y retos tecnológicos a los que se enfrentan las Administraciones Públicas. Crisis y revolución tecnológica conforman un cóctel complejo que debe ser gestionado de forma cabal, sino quiere quedarse la Administración Pública no sólo devastada sino totalmente obsoleta.
  7. Tampoco deberían ser designados directivos públicos quienes, aparte de las lenguas oficiales en su respectivo ámbito, no acrediten muy buenos conocimientos en inglés o, al menos, de una lengua extranjera que sea necesaria para su ámbito de desarrollo profesional.
  8. Quienes asuman funciones directivas en el sector público en sentido lato deberán suscribir un acuerdo de gestión, siquiera sea de mínimos, en el que se determinen objetivos y adquieran compromisos a desarrollar durante el período de su mandato. Los objetivos deben ser evaluables y la continuidad o no directamente imbricada con sus logros. Los directivos fijarán objetivos y evaluarán a las estructuras intermedias que de ellos dependan.
  9. Los directivos del sector público en los próximos meses deberán, asimismo desarrollar especialmente una serie de competencias críticas, aparte de las tradicionales de la función de dirigir. Y, dentro de esta incompleta lista, se pueden incorporar las siguientes:
    1. Liderazgo contextual, propio de una crisis de las magnitudes como la que se ha de afrontar. Saber estar a la altura de las circunstancias. Con vocación de servicio. Implicación absoluta. Y liderazgo ejemplar.
    2. Visión estratégica. Las soluciones de hoy serán los problemas del mañana, si no se encauzan razonablemente.
    3. Trabajo por resultados. Nunca más que ahora se necesitan resultados. Resolver problemas inmediatos, pero con mirada estratégica.
    4. Gestión eficaz y eficiente. Resultados sí, pero al menor coste posible, sin menoscabo de su calidad. Hay que erradicar la ineptitud, la incompetencia, la burocracia estéril, etc.
    5. Digitalizar las organizaciones públicas es una obligación inaplazable. Captar perfiles profesionales tecnológicos (analistas de datos, ingenieros, estadísticos, matemáticos, etc.).
    6. Impulsar en sus organizaciones la creatividad, innovación y fomento de la iniciativa.
    7. Reforzar la capacidad de negociación en tiempos críticos. Firmeza y saber decir un “no” positivo (argumentado), como decía Ury. Ninguna veleidad, ni la más mínima, con el corporativismo ni con la política o el sindicalismo clientelar.
    8. Empatía, resilencia, solidaridad, adaptabilidad y fomento de los valores públicos.
    9. La formación de directivos y de personal predirectivo debe ser una prioridad estratégica en las organizaciones públicas.

En fin, una pequeña muestra de algunas de las competencias imprescindibles que nuestros directivos públicos (y también en buena medida nuestros políticos) deberán atesorar en los complejos tiempos que se avecinan. De que se cumpla siquiera sea una parte de ellas en los perfiles profesionales que se hagan cargo de la difícil gestión del sector público en los años venideros, dependerá que salgamos mejor o peor parados como sociedad de esta tremenda crisis. Que por una vez impere la cordura, aunque sea excepción.

EL VIEJO DILEMA: AJUSTES O REFORMAS

“Ajuste fiscal no equivale a reforma y, sin reforma, las medidas de ajuste, tienden a empeorar la calidad de la gestión pública”

(Koldo Echebarría, “Crisis fiscal y empleo público en España: algunos datos para la reflexión”, Revista Aragonesa de Administración Pública número monográfico XIII, p. 63).

El frenesí normativo, una vez más, se ha apoderado del BOE. No hay día que no aparezcan nuevas medidas normativas. Y la producción de decretos-leyes ya está en los dos dígitos desde el pasado domingo. La máquina de producir “leyes” y “reglamentos” se acelera. Sin embargo, en esta borrachera normativa falta por llegar la resaca “pública”: un paquete de medidas que afronte lo que ya aflora sin pudor en la inquietud social y nadie responde. ¿Seguirá el Gobierno sin adoptar ni una sola medida que suponga afectación retributiva a quienes perciben todos los meses sus salarios de las instituciones del sector público?, ¿podrá mantener el Gobierno esa política de esconder el bulto durante mucho tiempo más?; ¿se mantendrán igual las pensiones más altas? Preguntas que habrán de recibir algún día las correspondientes respuestas, también gubernamentales.

Es obvio que el cierre de actividades está comportando el empobrecimiento de amplios colectivos de la población, y las consecuencias mediatas serán aún peores. Las arcas públicas se van a quedar sin recursos en muy poco tiempo. La caída de ingresos fiscales se augura excepcional, como la crisis de la que nace. Pero, mientras tanto, se mantienen más que activos los servicios públicos esenciales, a medio gas o parados los no esenciales, se siguen abonando sus nóminas mensuales, como no puede ser de otro modo, a decenas de miles de personas que viven de la actividad política y de sus aledaños (representantes, cargos públicos, cargos institucionales, cargos ejecutivos, asesores, etc.), así como a millones (aproximadamente, tres) de empleados públicos de toda condición (burócratas, profesores, sanitarios, policías, personal del sector público empresarial, etc.). Esto es la normalidad, pero la situación no lo es. La Administración, mientras tanto, mirando para otro lado: el Ministerio de Política Territorial y Función Pública reconoce lo que ya sabíamos, los empleados públicos que estén en casa “cruzados de brazos” no tienen que recuperar los días, cobrarán todas las retribuciones íntegras como si hubiesen estado trabajando. El RDL 10/2020 sólo se aplica a “los trabajadores por cuenta ajena”, no a los funcionarios ni empleados públicos. No creo que se puedan justificar esas diferencias de trato en estos momentos, menos en motivos meramente formales (aplicación TREBEP).

No deja de ser paradójico que, mientras en el ámbito privado, por sólo poner algunos ejemplos, se habla de centenares de miles de expedientes (de momento, temporales) de regulación de empleo (que se transformarán pronto en millones de despidos), de bancarrota financiera de miles de empresas, de decenas o centenares de miles de autónomos que están arruinados o al borde la ruina, no haya existido hasta la fecha apenas ni una muestra de ejemplaridad solidaria por parte de las instituciones del sector público y de sus representantes, ni tampoco del sector público, rebajándose el sueldo o aportando parte del mismo a los colectivos más necesitados. Tampoco siquiera para hacer transferencias financieras y retribuir con un complemento transitorio a todos aquellos servidores públicos de sectores estratégicos que se están dejando la vida en este empeño, y merecen (piénsese en el personal sanitario), cuando menos, esa compensación tangible añadida a la emocional de todos los días.

El Gobierno, hasta ahora, no ha movido un dedo en esa dirección. Desconozco por qué. Quizás no quiere dar, por ahora, peores noticias. O tal vez está esperando a ver cómo van las negociaciones europeas. Los soñados “coronabonos” serían una excelente buena nueva para quienes nos gobiernan, sobre todo porque quedarían exentos de la condicionalidad que requieren otros sistemas de financiación, más ortodoxos (como el MEDE, del que no se quiere oír ni hablar). Podrían, así, seguir gastando alegremente en algunas de sus políticas populistas, mantener unas estructuras políticas y burocráticas elefantiásicas teñidas de clientelismo, continuar con los miles de chiringuitos que pueblan un sector público que se asemeja en ocasiones a la cueva de Alí Babá, así como continuar alimentando la ineficacia e ineficiencia que nos corroe, y dejar para mejor momento (esto es, para nunca) las profundas e inaplazables reformas estructurales que el país necesita (sistema de pensiones, rediseño institucional, revolución digital y tecnológica, administración pública, sistema judicial, sistema educativo y de salud, empleo público, nuevo régimen climático, etc.).

Con toda franqueza, pero también con toda crudeza y con todo dolor (por nuestra impotencia), lo peor que nos puede pasar es que, frente al imparable endeudamiento y empobrecimiento del país, que ya nadie puede ocultar, nos presten decenas o centenares de miles de millones de euros sin ningún tipo de condicionalidad. Eso podrá resolver alguna inmediatez y sobre todo aliviar al Gobierno, tal vez paliar instantáneamente los efectos duros de la crisis, pero nos conducirá inexorablemente, si no se hacen reformas profundas, a un escenario todavía más atroz a medio/largo plazo. Si se quieren dar señales efectivas de responsabilidad fiscal, y que nos tomen en serio en Europa, hay que emprender decididamente la senda de las reformas. No se puede malgastar ni un euro público a partir de ahora. Es una cuestión no sólo de responsabilidad, sino existencial. La corrupción, en todas sus variantes, debe perseguirse radicalmente. La integridad pública y la transparencia incrementarse. La rendición de cuentas ser efectiva, y no cosmética.

El problema es que vuelvan las viejas recetas. Y el problema reside también en que no se ha aprendido nada de la larga y dolorosa crisis pasada. Durante y desde la última y durísima crisis, no he hemos hecho acopio, sino dispendio. El déficit público en 2019 vuelve a desbocarse (2,7 % del PIB). Y de la deuda pública, ni hablemos. Los tres dígitos los pasaremos pronto (si no están ya superados: algunos ya hablan de que alcanzaremos el 120 % del PIB), endosando a las generaciones futuras (¿son conscientes?) un país mucho más pobre y con menor futuro. Ya lo decía Peter Drucker, lo peor que se puede hacer es que las pretendida “soluciones” de hoy, se transformen en los problemas del mañana. Así seguimos, trampeando constantemente. Con alegría y sin responsabilidad. Huyendo hacia ninguna parte. Mirando el corto plazo de esta política amnésica, que ha olvidado completamente la visión estratégica (Innerarity) y se mueve en el regate corto y sectario.

Y mucho me temo que las viejas recetas volverán. Intuyo que los países (ricos) del norte de Europa (salvo que la catástrofe del COVID-2019 se generalice) querrán aplicar condicionalidades dolorosas para cualquier préstamo. Habrá que negociar muy duro, y no será nada fácil. La brutal caída del turismo (entre otros muchos sectores afectados: construcción, transportes, servicios, etc.) va dejar a la economía española (y a las arcas públicas) temblando.

Si detenemos la mirada en el sector público, el escenario peor no será solo la reducción salarial (que cabe dar por descontada), que debiera ser escalonada y proporcional (dejando incluso fuera, en un primer estadio, al personal de servicios esenciales, que bastante tiene con su excepcional compromiso público), lo más preocupante es que luego vengan las recetas de siempre que nada arreglan. La maldita y disfuncional tasa de reposición de efectivos y otros remedios de ortodoxia presupuestaria retornarán de nuevo a escena (¿qué ahorro supone realmente en el ejercicio presupuestario?: ya se lo anticipo, pírrico o ninguno), con sus letales consecuencias en materia de crecimiento inusitado de la temporalidad (¿más aún?), obviando la doctrina (que ya forma parte de “otra época”) de la reciente STJUE de 19 de marzo (que fue dictada sin tener en cuenta que las crisis económicas en España devastan las cuentas públicas y congelan las pruebas de acceso). Esas medidas comportarán, además, el cierre a cal y canto de las ofertas de empleo público, lo que acarreará un empleo público más envejecido aún y menos adaptado a las exigencias de la inaplazable revolución tecnológica, amortizaciones masivas de vacantes por jubilaciones en masa, así como con la suspensión o modificación de acuerdos y convenios colectivos (cuando los indicadores económico-financieros de las entidades públicas se vean, que se verán, literalmente rotos), y afectación radical de las condiciones de trabajo de los empleados públicos. Los sindicatos del sector público protestarán con su voz falsamente enérgica y endogámica, pero viendo el escenario devastador que les rodea no creo que vayan mucho más lejos. No tienen autoridad moral.  Menos ahora. Ello son parte del problema, y no de la solución. Al menos, mientras no cambien radicalmente de estrategia.

Hace siete años, puede parecer una eternidad, Koldo Echebarría, actualmente Director General de ESADE, escribió un lúcido artículo al que conviene retornar en estos momentos, al menos a sus conclusiones recogidas en en las páginas 45 y 46. El dilema que entonces planteaba este autor se resolvió desgraciadamente mediante el peso dominante de los ajustes y el abandono real de la política de reformas. Si se continúa por esa senda, lo que se debería hacer tampoco se hará ahora, desgraciadamente, salvo que nos lo impongan. Parece que somos incapaces de llegar a pactos de Estado. Y, por tanto, mejor esperar (terrible escenario) a que nos pongan condiciones leoninas desde fuera, dada nuestra impotencia política populista (se mire donde se mire) para imponerlas. Una crisis es también, independientemente de su gravedad, como es en la que ya estamos inmersos, una ventana de oportunidad para llevar a cabo una política de reformas, en estos momentos más necesarias que nunca. Si ahora no se hacen reformas radicales, no se harán nunca. Lo peor que nos puede pasar es que, como se llevó a cabo durante la crisis que se inició en 2008-2010, sólo se hagan ajustes y ninguna reforma realmente seria; las escasas reformas que se adoptaron, entonces, no fueron estructurales, sino contingentes, marcadas por la necesidad de aflorar recursos públicos o racionalizar (esto es, reducir ad infinitum) el gasto público, más que ordenar el sector público. Pan para hoy y hambre para mañana. Se ha visto con los brutales recortes de la sanidad. Además, desde 2015 no se ha hecho reforma de ningún tipo, ni siquiera contingente. Han pasado cinco años y ahora nos miramos de nuevo en el espejo y observamos lo que nunca nos gusta ver: un país empobrecido y con muy escasa o nula (de momento) capacidad de pacto transversal y de reacción político-institucional.

¿Seremos esta vez capaces de hacerlo bien? Nunca mejor dicho, nos va la vida y el futuro en ello. Aprendamos algo de lo que no supimos hacer entonces. O, en su defecto, habrá que comenzar a pensar que las desgracias que nos están pasando obedecen en buena medida a nuestra estupidez política, pero también a nuestra estulticia, social y ciudadana. Me resisto a creer que ello sea así. Al menos por el vigor instantáneo y la solidaridad que la población está mostrando. ¿Estará a la altura la clase política de este monumental empeño? Pronto lo sabremos.

LA AGENDA 2030 DESPUÉS DE LA PANDEMIA: REDEFINIENDO ESTRATEGIAS

Nada será igual una vez superada la pandemia derivada del COVID-19. La emergencia sanitaria pasará, desgraciadamente con miles o decenas de miles de muertos. Y luego vendrá el calvario económico-financiero, ya iniciado en muchos casos, esperemos que sea temporal y no prolongue demasiado en el tiempo. Si todo va razonablemente bien, en un año o algo más se podrá comenzar a sacar la cabeza. Hay quien opina que incluso antes. Mejor aún. De los peores escenarios, ni hablemos, menos ahora.

Mientras tanto, hay muchísimas cuestiones que se encuentran en estado de hibernación. La situación de absoluta excepcionalidad que vivimos ha devorado la normalidad, hasta convertirla en una rareza ya olvidada. Los cuadros de ansiedad y el nerviosismo irán creciendo conforme el encierro consuma días o semanas del calendario. Intentamos normalizar lo que es excepcional. Y no es fácil. Tampoco en la vida de las organizaciones públicas, que -por mucho entusiasmo que pongan los profetas de la administración digital- sigue ofreciendo innumerables puntos negros. La gestión no está siendo precisamente el punto fuerte de esta crisis, teñida de improvisación. Y la voluntad, por muy firme que sea, no todo lo arregla. Hay que tener capacidad de previsión o anticipación de riesgos, planificación, inteligencia política y organizativa, así como fuertes facultades de ejecución, imprescindibles en escenarios de excepción. Más hacer y menos anunciar. Tiempo habrá de ocuparse de ello, cuando esta dramática crisis, no solo sanitaria, sino también ya humanitaria, comience su inevitable curva descendente y se tranquilice (aunque no se normalice) la situación.

En nueve días todo ha dado la vuelta. Ya nadie se acuerda de la Agenda 2030. El joven e incipiente Gobierno se ha encontrado en poco más de dos meses sumido en la mayor emergencia que ha podido conocer la inmensa mayoría de la ciudadanía en sus propias vidas. Su programa se ha quedado obsoleto e irrealizable. Sus generosas y fragmentadas estructuras, caducas e inservibles. Ningún responsable ministerial hará lo que anunció, si es que previó algo. Un Ministerio “sin brazos” ejecutivos se encarga, paradojas de la vida, de gestionar los aspectos más sensibles de la crisis inmediata, los que requerirían más capacidad operativa. Ni tiene costumbre, ni sabía cómo hacerlo. Lo intenta. Hace «lo que puede». No es fácil gobernar la excepción. Otros departamentos esperan su turno o ensayan vanamente cómo hacer algo que sea útil, mirándose de reojo. Demasiados timoneles para un barco en plena tempestad. Aunque al timonel sanitario (un ministerio hasta hace unas semanas “casi” decorativo) le ha tocado el papel más duro en el reparto. También han llegado las primeras medidas económicas de choque, y las primeras medidas sociales. Vendrán muchas más. Sólo es el principio.

¿Ha saltado la Agenda 2030 por los aires? Aunque a algunos sorprenda, mi tesis es que en ningún caso. La Agenda sigue viva. Y no queda otra opción que tenerla muy en cuenta, aunque el Gobierno esté salpicado de origen por un desorden de reparto de atribuciones en esta materia digno de ser resaltado. Sin embargo, la Agenda 2030 tendrá un protagonismo secundario o escasamente relevante en los próximos meses (no estamos ahora, por ejemplo, para prohibir desplazamientos en vehículos contaminantes y “meter” a los ciudadanos en transportes públicos atestados de potenciales virus), pero esa es una mirada de corto plazo sin tener en cuenta que si algo necesita este país a partir de que el cielo comience a escampar, es estrategia o, si se prefiere, mirada de luces largas.  Dejar el regate corto. Abandonar el sectarismo. Y remar todos a una. O, al menos, intentarlo. Siempre habrá quien lo haga en sentido inverso.

No cabe duda que los programas de gobierno aprobados por los diferentes niveles de gobierno (central, autonómicos y locales) han sido literalmente calcinados por el COVID-2019. Al menos durante los ejercicios presupuestarios de 2020 y 2021 (si es que, en un inexcusable ejercicio de responsabilidad colectiva, se llegaran a aprobar unos imprescindibles Presupuestos Generales del Estado), la situación de emergencia sanitaria se vestirá con los ropajes de emergencia económico-financiera y social. Tampoco me cabe ninguna duda que la Agenda 2030 deberá redefinirse transitoriamente en sus prioridades y metas inmediatas. Y profundamente.

No pretendo en esta breve entrada indicar en qué sectores o ámbitos habrá que priorizar. Lo he hecho en otro lugar, un trabajo pendiente de difusión. Pero no se puede obviar que ese nuevo contrato social que implicaban los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030, deberá ajustarse, al menos durante un período, al contexto derivado de esta crisis que se está incubando. La lucha contra la pobreza vuelve a primera línea, como asimismo la protección de la salud y la ansiada conquista del bienestar, del trabajo “decente” y del desarrollo económico, ahora parado en seco y con marcha atrás. No deja de ser una paradoja que, en esta emergencia sanitaria, muchos de quienes nos permiten subsistir sean personas que trabajan en empleos precarios y mal retribuidos, mientras otros con trabajo estable y razonablemente o bien retribuido se protegen en sus domicilios. En fin, la reducción de la desigualdad será un ODS importante también en este período. Pero, todos lo son. El problema es que algunos de tales objetivos dormirán un tiempo. Ya habrá tiempo de reanimarlos. Ahora toca lo inmediato.

Si alguna utilidad tiene la Agenda 2030 es que debería hacer pensar estratégicamente a la política y a las administraciones públicas, superando esa visión de corto plazo que ahoga las agendas políticas, directivas y burocráticas: saltar el muro de la legislatura y mirar más allá es lo que nos permite la Agenda.  Algo imprescindible, pero apenas practicado. Y tiene un gran valor, que no se debe perder.

Y, como vengo insistiendo en este Blog, nada de la Agenda 2030 se conseguirá realmente sin una inversión firme y decidida (política, normativa, ejecutiva y social) en la construcción de un sistema de Gobernanza Pública efectivo y eficiente (ODS 16). Si algo nos está enseñando dramáticamente esta crisis triangular (sanitaria-económica-social), aunque aún sea pronto para advertirlo, es que el sistema institucional y de gestión tiene un enorme recorrido de mejora. En lo que afecta en estos momentos a algunas de las dimensiones de la Gobernanza Pública, la situación está ofreciendo unos flancos de debilidad incontestables para detener este desastre humanitario que se está gestando en nuestro país. Por ejemplo, en ámbitos tales como: integridad pública y ejemplaridad, ética del cuidado, transparencia efectiva, administración digital, gobernanza interna o gestión eficiente de las organizaciones públicas, así como de una correcta dirección, gestión y reasignación o movilización de recursos humanos del sector público, o (la ya más que visible) carencia de perfiles estadísticos, informáticos, ingenieros de datos y matemáticos en las Administraciones Públicas. No es ninguna casualidad que sean precisamente Italia y España, con sus enormes debilidades político-institucionales y administrativas (por no hablar de las financieras), los países europeos dónde, por ahora, se está cebando más la destrucción del virus.

Invertir en un modelo de fortalecimiento institucional en sus múltiples facetas o dimensiones (especialmente, en lo que afecta a reforzar las capacidades institucionales y organizativas, la anticipación y prevención de riesgos, la gestión eficiente, la administración digital, los datos abiertos y la protección de datos, así como corregir la política errática e inútil de gestión de recursos humanos en el sector público, etc.), comienza a ser un reto inaplazable.  También el liderazgo contextual es eso. Liderar ese cambio.

No se saldrá adecuadamente de esta tremenda crisis sin un proceso de transformación radical de nuestro sector público. Ya no valen medias tintas. Ni miradas autocomplacientes. Reinventar el sector público será imprescindible, tras la ola de devastación que ya está destrozando sus frágiles cimientos. Quien no lo vea, es que está ciego. O sencillamente que vive en su cápsula ideológica o en su zona política de confort, fuera del mundo real. El gran problema al que nos deberemos enfrentar es que esa política de vieja factura o esa Administración destartalada e ineficiente pretendan seguir funcionando en un futuro inmediato como si nada hubiese pasado. Y está pasando mucho. Más lo que hoy en día se puede ver “desde casa”. Mucho más.

CONTRATACIÓN PÚBLICA E INTEGRIDAD

 

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«Los mecanismos de integridad deberán establecer estándares estrictos de comportamiento mediante códigos de conducta, (de) ética o políticas similares, que sean claros y accesibles y que aborden, en particular, la contratación de bienes y servicios (y entre otras cosas) los conflictos de intereses (…)»

(OCDE: Directrices en materia de Lucha contra la corrupción e Integridad en las Empresas Públicas, 2019)

 

No descubro nada nuevo si afirmo que el cumplimiento estricto de la legalidad formal no supone necesariamente la plena observancia de la integridad en la contratación pública. Para lograr la efectividad de ese principio (prefiero denominarlo valor), se requieren instrumentos adicionales que, hoy por hoy, apenas existen en nuestras Administraciones Públicas. Todo se fía al Derecho y a su correcta aplicación. Y, en efecto, en este punto radica que la contratación pública pueda hacerse formalmente de modo correcto, pero que, aun así, algo falle. No hay que descuidar un ápice  la importancia del Derecho. No obstante, insisto, siendo ello necesario, no es suficiente. Habrá que explorar vías adicionales, que por lo demás ya recogidas en Programas de Compliance en el sector privado y (todavía de forma muy limitada) en empresas públicas. Nadie duda, como se dirá de inmediato, que la contratación pública es un ámbito de la actuación de los poderes públicos enormemente sensible al que se adhieren con facilidad inusitada comportamientos irregulares, prácticas colusorias, conflictos de intereses o, en fin, actuaciones propias de la más pura y dura corrupción.

La tesis que aquí mantengo es que, junto al cumplimiento estricto de la legalidad (presupuesto básico del Estado de Derecho y de la actuación de los poderes públicos), se requiere impulsar desde lo público una política de integridad que, con un enfoque más holístico, inserte en las instituciones públicas infraestructuras y procedimientos que salvaguarden la ética pública y la integridad del sector público, también en la contratación pública. Rápidamente se me objetará, no sin razón, que bastante tiene el sector público con respetar adecuadamente la tupida selva normativa creada por la LCSP y sus innumerables, cuando no distantes, interpretaciones que, aparte de sumir en la zozobra y en el desconcierto, afectan gravemente a la seguridad jurídica en tan proceloso terreno.

No soy ningún ingenuo. En un panorama institucional público en que, por un lado, la política no ve rédito alguno en la implantación de tales herramientas y, por otro, donde el imperio de lo jurídico abunda por doquier, con el consiguiente efecto, en ambos casos, de devaluar el papel de los instrumentos de autorregulación, la necesidad de articular sistema de integridad pública que complementen los marcos legales, parece una batalla llamada a perderse por goleada de antemano. Pero, aún así, hay que intentarlo. Algunos nos dedicamos a las causas perdidas, aquellas que algún día (más tarde que pronto, por desgracia), tal vez sean ganadas. En todo caso, no pretendo convencer a nadie, únicamente persigo que esta breve contribución sirva para abrir algunas dudas, siquiera sean pequeñas fisuras, sobre la pretendida omnipotencia del Derecho para resolver los problemas relacionados con las malas prácticas y con la corrupción en la contratación pública. Se pueden endurecer las leyes todo lo que se quieran, se pueden asimismo multiplicar los controles internos y externos, invertir mucho en transparencia y publicidad, llenar las leyes de procedimientos onerosos, con múltiples informes, fiscalización constante y garantías, hasta hacerlos incluso eternos e ineficientes, pero algo nos dice que, aún así, las malas prácticas y la corrupción siguen golpeando sobre tan sensible ámbito del actuar público.

Nadie duda, en efecto, que la contratación pública es una de las zonas de riesgo que más pueden afectar a la integridad en cualquier Administración pública o en sus entidades del sector público. Los riesgos a la integridad en la contratación pública se proyectan sobre las distintas fases del procedimiento de contratación, como expuso acertadamente el documento Catálogo de Riesgos por Áreas de Actividad del Consello de Contas de Galicia. Si esto es así, y efectivamente lo es, es necesario que se tengan activados todos los mecanismos y alertas para evitar cualquier lesión a ese principio de integridad, sobre el que descansa en buena medida la plena aplicación del resto de principios motores de la contratación pública (igualdad de trato, libre competencia, transparencia, etc.) y, sobre todo, la confianza de la ciudadanía en sus instituciones.

El Informe de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia de 2015 (“Análisis de la contratación pública en España. Oportunidades de mejora desde el punto de vista de la competencia”) es siempre uno de los puntos de arranque en este tema. Allí se dejó constancia expresa de que la contratación pública era el “área más proclive a la existencia de prácticas irregulares desde el punto de vista de la competencia”. Unos años antes, la OCDE (Integridad en la contratación pública. Buenas prácticas de la ‘A’ a la ‘Z’), había dicho lo mismo. Nada que no sepamos.

Pero, si hay un documento que me interesa resaltar en estos momentos es la Recomendación (UE) 2017/1805, de 3 de octubre de 2017, sobre profesionalización de la contratación pública (Construir una arquitectura para la profesionalización de la contratación pública). Su finalidad, anclada en la lucha contra la corrupción que ya se manifestaba en las directivas de 2014, pretendía minimizar esos efectos mediante una mejora de la profesionalidad de las personas que trabajan en el ámbito de la contratación pública. Para ello, se emplazaba a los estados miembros a “apoyar y promover la integridad a nivel individual e institucional”, dotándose a tal efecto de las herramientas “necesarias para garantizar el cumplimiento y la transparencia y la orientación para prevenir irregularidades”.

Y dentro de esa política de profesionalización de la contratación pública auspiciada por la Comisión Europea, se hacía hincapié en la necesidad de reforzar a través de la formación las capacidades y competencias de los profesionales de la contratación. Entre la batería de instrumentos que contenía la citada Recomendación, destacaban los siguientes: a) establecer códigos deontológicos, así como cartas para la integridad; b) el impulso de programas de formación en integridad; c) la promoción de sistemas de alertas como retroalimentación para desarrollar buenas prácticas de self-cleaning; o, en fin, desarrollar documentos específicos para prevenir y detectar el fraude y la corrupción, también por medio de canales de denuncia (una línea de trabajo que refuerza la Directiva (UE) 2019/1937, de 23 de octubre, de “protección del denunciante”; donde se aboga por implantar canales internos de denuncia que sean efectivos en las Administraciones Públicas, aparte de que se creen, con naturaleza subsidiaria, canales externos).

Cierto es que la legislación de contratos del sector público nada nos indica expresamente sobre esa exigencia de que las Administraciones Públicas se doten de tales herramientas, aunque una interpretación sistemática e integrada de las finalidades de la Directiva 2014/24 y de las previsiones recogidas en la LCSP (no solo en sus artículos 1 y 64), claramente nos advierten de que luchar contra las malas prácticas, las irregularidades, la corrupción y los conflictos de intereses en el sector público implica inevitablemente adoptar “las medidas adecuadas” que sean necesarias para (por lo que ahora interesa) prevenir, detectar y solucionar tales irregularidades y conflictos de intereses.

La lucha contra la corrupción es también prevención. En efecto, tal vez convenga insistir en lo obvio, sobre lo cual (aunque con un enfoque más general) hice hincapié en su día (Integridad y Transparencia. Cómo prevenir la corrupción, Catarata/IVAP, 2017), pero lo que una política de integridad en el campo de la contratación pública persigue es, sobre todo y ante todo, prevenir antes que lamentar, aunque también, y de modo no menos importante, como expuso la OCDE, reforzar la infraestructura ética de las organizaciones públicas. Una política de integridad, también en contratación pública, tiene una dimensión inevitable de Buena Gobernanza, pues su proyección exógena es evidente y, en este punto, central.

Por consiguiente, apostemos por el cumplimiento adecuado y correcto del marco jurídico vigente en materia de contratación pública (para algunos la única tabla de salvación frente al fenómeno de la corrupción), pero seamos asimismo conscientes de que la integridad en la contratación pública no se garantiza sólo con aplicación de las normas (cumplimiento formal), sino que requiere adicionalmente dotarse de esas medidas adecuadas y adicionales que vayan correctamente encaminadas a prevenir (aunque también a detectar) prácticas inadecuadas, malas prácticas, conflictos de intereses y la propia corrupción en sentido estricto, asentando una cultura organizativa de integridad (cumplimiento material).

Es en este ámbito donde aún queda mucho trecho por recorrer. No deja de sorprender, por ejemplo, que en el reciente, documentado y extenso Informe anual de supervisión de la contratación pública de España (diciembre, de 2019), elaborado por OIReScon (“Oficina Independiente Regulación y Supervisión de la Contratación”), apenas haya reflejo alguno sobre la necesidad de implantar políticas internas en materia de contratación pública de prevención y detección de malas prácticas o de corrupción, aunque sí se recogen, en honor a la verdad, determinadas conclusiones y recomendaciones en relación con la prevención y lucha contra la corrupción, fiándolo todo a lo que pueda prever en su día en una Estrategia Nacional de Prevención y Lucha contra la Corrupción. Mucho ayudaría, sin embargo, que, en sucesivos informes, esa Oficina promoviera también buenas prácticas internas de construcción de marcos de integridad en la contratación (análisis de riesgos, códigos de conducta, formación en integridad, canales de dilemas y denuncias, órganos de garantía, etc.), y no lo fiara todo a actores o medidas externos. Está bien que la Oficina lleve a cabo un mapa de riesgos en materia de contratación y que ejerza cabalmente sus competencias, pero la política preventiva se hace, por definición, en la fuente en la que se producen los riesgos y debería ser cada administración pública o entidad quien, en primer lugar, la impulsara; aunque sea con ayuda, cuando fuera pertinente, de actores externos.

Tengo la percepción de que en España lo fiamos todo a la actuación de controles externos (poder judicial, tribunales de cuentas, autoridades de la competencia, autoridades de control de protección de datos, órganos de garantía de la transparencia, agencias de lucha contra la corrupción, etc.), pues no nos fiamos de que funcionen de forma adecuada los sistemas internos (sean de prevención o de detección y control). Cierto que en los sistemas internos puede haber riesgos evidentes de captura o de control político (también los hay en los sistemas externos, y no menores precisamente); pero la lucha por la integridad, también en la contratación pública, implica necesariamente apostar por sistemas internos de análisis de riesgos y creación de marcos de integridad efectivos, que se doten de aquellos elementos antes citados, y que inviertan adecuadamente en su desarrollo y efectividad. Sin ellos, la batalla contra la corrupción siempre será más larga y, probablemente, con peores resultados. Cuando los actores externos intervienen, el mal ya está hecho. Y la confianza pública, por lo general, devastada. Mejor preservarla que reconstruirla, tarea hercúlea. Lo dijo recientemente, Belén López Donaire: «El compliance llegó para quedarse». Esperemos que así sea, también en la contratación del sector público (*). Pero aún está muy verde el terreno, por mucho que lo abonen algunas contribuciones edictoriales recientes (**).

Algunos ejemplos y buenas prácticas

Desgraciadamente, poco hasta ahora se está haciendo en este campo. Algunas primeras e incipientes prácticas en este terreno (hay más, sin duda), son, por ejemplo, las siguientes: la Diputación Foral de Gipuzkoa aprobó en 2018 un primer Código de conducta y marco de integridad institucional aplicable a la contratación pública; la FEMP impulsó en 2019 una Guía de Integridad en la contratación pública local; la Asociación Española de Compliance, elaboró en 2019, a través de un grupo de trabajo, un documento sobre Sector Público. Compliance en el Sector Público (donde aborda el tema de la contratación pública como un ámbito de riesgo). Y, más recientemente, cabe destacar que el Ayuntamiento de Vigo ha aprobado un Plan de Integridad en la Contratación, con un marco estratégico y un plan operativo. En el campo normativo autonómico, se puede citar, entre otras la Ley 22/2018, de la Generalitat Valenciana (sistema alertas). Algo se mueve, aunque muy lentamente.

(*) La cita está tomada del siguiente enlace: https://www.jaimepintos.com/compliance-en-la-contratacion-publica/

(**) Sobre esta cuestión, en general, la reciente obra colectiva dirigida por Concepción Campos Acuña, Guía práctica de Compliance en el sector público, Wolters Kluwer, 2020.

ESTATUTO DEL DENUNCIANTE: CANALES INTERNOS DE DENUNCIA E INTEGRIDAD INSTITUCIONAL

Introducción

La publicación de la Directiva (UE) 2019/1937, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de octubre (DOUE de 26-XI-2019) abre un período de adaptación normativa y ejecutiva con la finalidad de incorporar sus previsiones que, por lo que afecta al sector público, se deben cumplir como máximo el 17 de diciembre de 2021. Queda mucho trabajo por hacer y, aunque no lo parezca, tampoco demasiado tiempo. Ningún nivel de gobierno ni entidad del sector público puede dormirse en los laureles, menos aún las obligadas en términos de la normativa europea.

En cualquier caso, al margen de lo que haga el legislador estatal o autonómico, o de lo que puedan llevar a cabo las entidades locales, uno de los elementos sustantivos del sistema institucional diseñado para la protección del informador o denunciante, es el establecimiento de canales internos que sean efectivos para la tramitación adecuada de tales denuncias y, asimismo, al objeto de garantizar la confidencialidad del denunciante, poniéndolo a resguardo de cualquier represalia por el desarrollo de esa importante función. Se trata de evitar que el desamparo del denunciante o el funcionamiento deficiente de sus canales internos, conlleve un efecto de desaliento en la aplicación del sistema. Lo que está en juego es mucho: preservar el interés público y evitar, en la medida de lo posible, cualquier perjuicio a las instituciones. La dimensión preventiva del modelo es obvia. La lucha contra la corrupción y las malas práctica es un combate interminable.

Como bien expuso en su día Elisa de La Nuez, la Directiva 2019/1937 es “un suelo” del que hay que partir. Esa idea se expresa de modo diáfano en su considerando 104: “La presente Directiva establece normas mínimas y debe ser posible para los Estados miembros introducir o mantener disposiciones que sean más favorables”. Por tanto, respetando su espíritu y contenido, se pueden levantar edificios muy distintos. Unos formales o pegados a la letra de la Directiva, otros más creativos y operativos, y también los habrá que se construyan con material de derribo o que sean poco consistentes. Las soluciones institucionales serán, sin duda, diferentes en su trazado. Y ello comportará inevitables consecuencias.

Lo que aquí sigue es un breve repaso a las líneas-fuerza de la Directiva en lo que a los canales internos de denuncia respecta, y también unas sucintas propuestas sobre cómo articular un sistema de gestión interno de informaciones/denuncias, que vaya más allá de las limitaciones que, a mi juicio, ofrece la Directiva en este punto, y se inserte en un Sistema de Integridad Institucional o en un Programa de Compliance, en aquellas entidades del sector público que lo tengan implantado.

Los canales internos de denuncia en la Directiva 2019/1937

La Directiva contiene una serie principios y reglas aplicables a los canales internos de denuncia que se pueden sintetizar del siguiente modo, y extraer de ellos algunos apuntes:

  • La obligación de disponer de un canal interno de denuncias es aplicable a todas las entidades del sector público. Pero el margen de configuración de cada Estado miembro es amplio, puesto que cabe eximir a los municipios de menos de 10.000 habitantes o con menos de 50 empleados, así como a aquellas entidades públicas que no alcancen esa cifra de trabajadores. En estos casos, los riesgos son evidentes, pues si se quieren combatir determinadas prácticas irregulares (por ejemplo, en la contratación pública), dejar fuera de esa obligación a las empresas o entidades públicas en esos casos (o incluso a un altísimo número de ayuntamientos) no parece lo más adecuado. El legislador o el correspondiente nivel de gobierno tendrá la última palabra.
  • En general, la Directiva apuesta por priorizar el canal interno de denuncias frente a aquellos otros de naturaleza externa (autoridades, organismos o entidades), salvo en los casos citados antes (excepciones) donde el modelo pivotaría exclusivamente por el “control externo”. El argumento es un tanto singular, pues se considera que “los denunciantes se sienten más cómodos denunciando por canales internos”; pero añade: “a menos que tengan motivos para denunciar por canales externos”. No cierra, por tanto, la vía a los “canales externos” (en algunos casos será la única transitable, como se ha visto), pero los caracteriza con una naturaleza subsidiaria o
  • La preferencia de la Directiva por los canales internos es clara, siempre que existan garantías de que la denuncia se tratará de manera efectiva. Así, se anima “a los denunciantes a utilizar en primer lugar los canales de denuncia interna e informar a su empleador, si dichos canales están a su disposición y (si) puede esperarse razonablemente que funcionen”. La prioridad de los canales internos se supedita, por consiguiente, a que ofrezcan garantías. En caso contrario, los “canales externos” se convierten en la red que salvará el modelo y protegerá de verdad a los denunciantes.
  • Por tanto, la premisa de disponer de un sistema que garantice la efectividad de tales denuncias es clara y contundente: “Las entidades jurídicas de los sectores privado y público deben establecer procedimientos internos adecuados para la recepción y el seguimiento de denuncias”. El énfasis de la Directiva por un modelo procedimental y no institucional, parece aquí obvio. Quizás se ha descuidado el diseño institucional, algo que deberá atender el legislador o la entidad correspondiente. Si se cree de verdad en este modelo. Las trampas en el solitario pueden ser numerosas.
  • Pero lo más importante es que tales canales internos de denuncia deberían tener como función principal aportar valor institucional y generar infraestructuras éticas o cultura de integridad en la respectiva entidad pública. Desde el punto de vista preventivo, no puede funcionar un sistema de denuncias (buzón, registro, seguimiento, etc.) si previamente no se inserta en un sistema de integridad y se articula junto a unos valores y normas de conducta (códigos), aplicados por órganos de garantía dotados de autonomía funcional o, incluso, independencia orgánica (y este será el gran reto). Articular un “buzón ético de denuncias”, cuando no hay previamente definidos unos valores y normas de conducta, es una apuesta incompleta y centrada en la sanción. Se debe contribuir “a fomentar una cultura de buena comunicación y responsabilidad social empresarial en las organizaciones, en virtud de la cual se considere que los denunciantes contribuyen de manera significativa a la autocorrección y la excelencia dentro de la organización”. El papel positivo de la figura del denunciante debe enmarcarse, por tanto, en el reforzamiento de esa cultura de integridad, como una pieza más de la política de compliance o de integridad de la institución. Y, si no existe, hay que crearla. Este es el reto.
  • Un ámbito típico del sector público (que no es ni mucho menos el único) donde se debe proyectar un sistema de canales internos de denuncia es en la contratación pública, a efectos, tal como reconoce la Directiva, de que se respeten las normas de contratación pública y se eviten afectaciones a la integridad, transparencia, igualdad de trato o prácticas colusorias en materia de libre competencia. Pero esto requiere un tratamiento monográfico, que en otro momento se hará.
  • Los procedimientos de denuncia interna, deben incluir una serie de exigencias (artículo 9), entre ellas destacan a aquellas que sean establecidos y gestionados de una forma segura”, garantizando la confidencialidad de la identidad del denunciante, y que se impida el acceso a esa información o a esos datos por parte de “personal no autorizado”. Se requiere, además, la designación de un departamento o persona imparcial y competente para el ejercicio de tales funciones, lo que nos conduce derechamente a un estatuto singular de tal órgano o de tales personas (a imagen y semejanza de la figura del delegado de protección de datos; esperemos que con mejores resultados en cuanto a su autonomía funcional).
  • Es, asimismo, muy importante la referencia que la Directiva lleva a cabo sobre la posibilidad de que los canales de denuncias sean gestionados, tras la autorización correspondiente, “por terceros”, una expresión que engloba muchas y diferentes realidades. Y puede representar algunos problemas añadidos. Tales “terceros” deben cumplir las exigencias establecidas para los órganos o personas que gestionen canales internos, pero a su vez se exige que “ofrezcan garantías adecuadas de respeto de la independencia, la confidencialidad, la protección de datos y el secreto”.
  • Los canales internos de denuncia deben asimismo articularse sobre una serie de ejes:
    • Llevar a cabo un seguimiento de las denuncias que genere “confianza en la eficacia del sistema de protección del denunciante”.
    • Informar al denunciante en un plazo razonable, que no será superior a tres meses
    • Proveer de información clara y fácilmente accesible sobre los procedimientos de denuncia externa.
    • Se deben ofertar cursos y seminarios de formación sobre ética e integridad (algo infrecuente aún en buena parte de las entidades públicas).

A modo de conclusión

En consecuencia, la Directiva supone un paso adelante. Su enfoque central es, obviamente, de protección del denunciante, pero para que el sistema sea efectivo requiere no solo procedimientos y garantías, sino también establecer un modelo institucional de canal interno de denuncias que salvaguarde la independencia del órgano que asuma tales funciones, garantice la confidencialidad, la protección de datos y el secreto en sus actuaciones. La protección efectiva del denunciante requerirá que tales canales internos de denuncia se inserten adecuadamente y de modo efectivo en Sistemas de Integridad Institucional (o Programas de Compliance) de la respectiva entidad, así como que se articulen como sistemas de gestión dotados de independencia funcional y garanticen la acusada profesionalidad de quienes ejerzan tales tareas, con patrones morales y éticos estrictos.

En caso contrario, si falla la primera línea de defensa (canales internos), se abandonará (por inútil o no garantista) esa vía y proliferará el recurso a los canales externos ejercidos por las autoridades competentes (autoridades judiciales, organismos de regulación y supervisión, así como, en su caso, agencias de lucha contra la corrupción). Y, en ese caso, al menos cuando la cuestión está en manos de los tribunales o de los organismos de control, la batalla de la prevención se habrá perdido por completo, haciendo, así, girar el modelo hacia un sistema de sanción (administrativa o penal), en cuyo caso las consecuencias finales serán obvias: una vez adoptada la resolución correspondiente, la confianza de la ciudadanía en la institución ya se habrá roto. Por tanto, si el sector público quiere avanzar decididamente en la lucha por la integridad institucional no tiene otra salida que construir un sistema de denuncias internas dotado de esos principios y rasgos expuestos anteriormente. No hay otro camino. Lo demás es engañarse.

GOBERNANZA 2020: PARTICIPACIÓN CIUDADANA Y AGENDA 2030

 

“El ‘demos’ está sobrecargado, pero también las élites y los expertos” (Daniel Innerarity)

 “El pueblo no habla con una sola voz, ni las voces plurales y contradictorias convergen espontáneamente en el acuerdo, deben ser articuladas” (Manuel Zafra)

 

Sobre la participación ciudadana todavía sobrevuela la distinción formal que se deriva de la cicatera regulación de la Constitución de 1978 (un modelo muy poco receptivo a mecanismos de participación que vayan más allá de la elección de representantes), entre participación mediada a través de representantes y aquella otra cuya configuración es directa o semidirecta. Un enfoque reduccionista, pero también dos caras de una misma moneda con intensidades muy dispares. La representación es consustancial a la idea de la democracia en su acepción contemporánea y las opciones referendarias o deliberativas un complemento, más en clave de Gobernanza Pública. Tema complejo del que solo se dibujan aquí unas pinceladas.

En efecto, participación y democracia van de la mano, no se entienden la una sin la otra. Y para tener una idea cabal de esa relación dialéctica que alimenta ambos conceptos, nada mejor que adentrarse en la lectura de dos contribuciones, breves de extensión, pero ricas en matices. Una de ellas, que pasó totalmente desapercibida (algo común en muchos libros), es la imprescindible obra del profesor Manuel Zafra Víctor titulada La democracia según Sartori (Tirant Humanidades, 2015), prologada por Innerarity. Para Zafra, en diálogo con el autor ahora citado, la deliberación no es una alternativa a la representación, sino un medio para mejorar esa representación y articular mejor la diversidad social. No debe necesariamente acabar en acuerdo, pero sí estimular que, una vez planteados los términos del debate, quien deba decidir valore razonadamente los distintos argumentos y pondere cuáles son aplicables a la política que se quiere poner en marcha y descarte, también motivadamente, cuáles no lo deben ser. La manida democracia participativa encubre un pleonasmo.

La otra contribución corresponde al también profesor Daniel Innerarity que, en diferentes obras (desde El nuevo espacio público, Espasa Calpe 2006), ha ido dando a la participación ciudadana, con los matices oportunos, un protagonismo relevante en la evolución de la democracia de nuestros días. En efecto, en una de sus últimas aportaciones (Comprender la democracia, Gedisa, 2018), Innerarity se interroga sobre posibles soluciones para reforzar la competencia política de la ciudadanía, y opta por una receta clara: la solución al problema que nos ocupa no sería menos democracia, sino más democracia, en el sentido de una mejor interacción y un ejercicio compartido de las facultades políticas”. Así concluye que “todas las propuestas de participativa o deliberativa se basan en este presupuesto de entender la democracia como ‘reflexión cooperativa’”. Y ese aprendizaje cooperativo de la democracia en su dimensión deliberativa tiene, por las condiciones del contexto, una mejor aplicación en el ámbito local de gobierno, especialmente en el municipal.

El modelo jurídico-institucional de municipio se asienta sobre el papel que ese nivel de gobierno tiene como cauce de participación ciudadana en los asuntos públicos. Tan categórico principio no encuentra el eco suficiente en el desarrollo legal básico. La razón de ser de esa opción normativa (por la que se inclina la propia LBRL), no es otra que la proximidad. La instancia municipal de gobierno es la que mejor puede cabalmente construir sistemas institucionales de participación ciudadana que resulten prácticos y efectivos. Aunque algunas experiencias participativas sectoriales pueden tener buena acogida en estructuras gubernamentales “más altas” (provincia, Comunidad Autónoma o Administración General del Estado), lo cierto es que, por lo común, es en los ayuntamientos donde esas políticas participativas tienen eco real y, sobre todo, resultados más efectivos. Proximidad e inmediatez de los problemas y de las instituciones ayudan a involucrar mejor a la ciudadanía. Pero no nos engañemos, siempre existirá en ese doble rol de ciudadano común (despreocupado o alejado de la cosa pública) y de ciudadano intenso (militante de causas), de la que hablara Zafra, aunque solo fuera para refutar las tesis de Schumpeter (y de Sartori), sobre el primitivismo del ciudadano común, que, a mi juicio, ha vuelto con fuerza en la era de las redes sociales.

Las potencialidades de la participación ciudadana son, sin embargo, amplias. La participación ha transitado por tres estadios: uno primitivo, que conllevaba su articulación a través de consejos sectoriales o de ciudad; el segundo basado en el ejercicio del derecho de voto en consultas que habitualmente se estructuran de forma binaria (si/no), con participaciones a veces irrelevantes; y, en fin, el tercero, ha sido explorar fórmulas de democracia deliberativa (probablemente la que tiene mejores cartas de presentación) cuyo hito básico es una participación selectiva (muestra), bien documentada e informada, que lleva a cabo una labor de contraste de opiniones y propone soluciones gubernamentales a determinados problemas previamente planteados. No se excluyen, a veces se solapan. Y, con más o menos tirantez, conviven esas tres modalidades de participación, junto con otras menores o diferenciadas.

La participación ciudadana representa uno de los ejes del modelo de Gobernanza Municipal. En el campo de la Agenda 2030 ese papel se acrecienta, pues tal como se ha visto sin una implicación efectiva de la ciudadanía será tarea imposible la puesta en marcha de los ODS en los municipios. La ciudadanía debe recibir información, pero también participar en los procesos de impulso, diseño, ejecución y evaluación de todas aquellas políticas derivadas de los ODS. Y eso no es fácil. Pero sobre todo y ante todo debe colaborar activamente en ese proceso de transformación cambiando hábitos, conductas y actitudes con la finalidad de hacer efectivos en el plano operativo y en la vida cotidiana tales ODS. En este punto los ayuntamientos tienen un papel sustantivo no solo para comunicar o formar a la ciudadanía, sino especialmente para involucrarla en la efectividad de la puesta en marcha de todas las políticas transversales afectadas por la Agenda 2030. Una buena práctica, de la  que he tenido conocimiento gracias a la red de municipios Kaleidos (especialmente volcada, aunque no solo, en el ámbito de participación ciudadana: http://kaleidosred.org/), es la que, siguiendo otros modelos de ciudades europeas, se está llevando a cabo en el Ayuntamiento de Málaga desde 2018, donde se combina inteligentemente Agenda 2030 y participación ciudadana. Conviene ponerlo de relieve: https://ciedes.es/el-plan/agenda-ods-2030.html

Ciertamente, la participación ciudadana no está teniendo el protagonismo que requiere, más en un período en el que la confianza ciudadana en las instituciones se está viendo resquebrajada, así como cuando el crédito público en los partidos políticos (y, por ende, en el sistema representativo) se está desplomado, como certifica la última encuesta del CIS. Cuando sería el momento de impulsar iniciativas de participación ciudadana que fueran innovadoras, observamos que su pulso político no late con fuerza (¿cómo se entiende, si no, que las consultas populares de ámbito local sigan requiriendo aún la autorización del Consejo de Ministros, tal como prevé la LBRL?. Una “autonomía local” condicionada a la voluntad ministerial en uno de sus ámbitos existenciales que conforman su naturaleza. Y, si no, para estropearlo todo ya están los tribunales de justicia. Frente al impulso “innovador” del Reglamento de Participación Ciudadana de Barcelona, el TSJ de Cataluña (STSJCat 874/2019) ha dictado, con un pobre razonamiento, una desproporcionada sentencia anulatoria en su integridad de tal manifestación normativa por motivos formales (aunque con alguna objeción material; pero que somete la potestad normativa local a trámites circulares y la aleja de cualquier otra manifestación del mismo carácter por parte de otros niveles de gobierno). Ver: STSJ 874:2019 rgto participacion bcn.

En fin, entre que la participación ciudadana no está en la agenda política central de buena parte de los niveles de gobierno (salvando honrosas excepciones, principalmente locales, que las hay) y que disponemos de un marco normativo básico todavía con innumerables restricciones, interpretado restrictivamente por los tribunales de justicia (también con algunas excepciones como la interesante STSJ del País Vasco sobre el Ayuntamiento de Basauri: STSJ PV 157/2018, en relación con las consultas ciudadana reguladas en la Ley de Instituciones Locales de Euskadi), el trabajo que queda por hacer, tanto de alta política como de política de proximidad es un auténtico desafío. Pues sin un modelo avanzado de participación ciudadana la Gobernanza Pública no tendrá un diseño acabado, el gobierno abierto no pasará de ser una mera quimera y la transparencia, así como la rendición de cuentas, tampoco superarán el umbral de convertirse en algo más que píos deseos.

Anexo: Esbozo de líneas de trabajo para profundizar en el impulso de una política de Participación Ciudadana alineada con los ODS de la Agencia 2030:

“La dramática crisis de la democracia puede paliarse dando una nueva oportunidad al sistema de sorteo” (David Van Reybrouk, Contra las elecciones. Cómo salvar la democracia, Taurus, 2017, p. 169)

  • Diseñar la participación ciudadana con un horizonte estratégico (2030)
  • Promover la reforma normativa de los instrumentos de participación ciudadana en el ámbito local de gobierno, especialmente (aunque no solo) en lo que afecta al régimen de consultas ciudadanas.
  • Impulsar prácticas o pruebas pilotos de democracia deliberativa en determinados ámbitos, creando incluso espacios o foros específicos de debate ciudadano, mediante personas elegidas por sorteo.
  • Aprobar Ordenanzas de Participación Ciudadana que se puedan configurar como de “nueva generación”.
  • Promover pactos o acuerdos que articulen compromisos institucionales y ciudadanos con los ODS de la Agenda 2030.
  • Involucrar a asociaciones, entidades públicas y privadas, colectivos, etc., en la toma de conciencia, en el el diseño y puesta en marcha, así como en la evaluación, de políticas dirigidas a alcanzar los ODS de la Agenda 2030.
  • Construir sistemas de integridad institucional en clave participativa o compartida con los diferentes actores.
  • Vincular la participación ciudadana con la política de transparencia, por medio del desarrollo de la Transparencia colaborativa. Derecho al saber y participación ciudadana.
  • Apertura de la Administración digital a la participación ciudadana como medio de garantía de los derechos de la ciudadanía en un entorno de revolución tecnológica.
  • Datos abiertos, protección de datos y participación ciudadana (articular modelos de relación)
  • Desarrollo de las consultas electrónicas mediante pruebas piloto.
  • Articular la participación ciudadana en la confifuración de un sistema de rendición de cuentas.

GOBERNANZA 2020: POLÍTICA DE INTEGRIDAD, PREVENIR LA CORRUPCIÓN

Las instituciones de integridad tienen esencialmente una dimensión preventiva”

(Pierre Rosanvallon, Le bon gouvernement, Seuil, París, 2015, p. 368)

La Integridad Institucional, o lo que ahora también se difunde como Public Compliance, apenas ha logrado entrar en la agenda política de nuestros diferentes gobiernos. Ahora, tras el enésimo “tirón de orejas” del GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción, del Consejo de Europa), esta vez dirigido a la Administración General del Estado (https://rafaeljimenezasensio.com/documentos/), no caben muchas excusas para seguir dilatando sine die la puesta en marcha de Sistemas de Integridad Institucional en las instituciones y organizaciones públicas de este país.

En 2017 la OCDE aprobó una importante Recomendación dirigida a los Estados miembros, que llevaba por enunciado Integridad Pública. Tal Recomendación, salvando algunas excepciones, ha sido completamente ignorada por estos pagos, a pesar de ser España miembro integrante de esa organización internacional. Aunque bien es cierto que, algunas partes de su contenido, han sido difundidas por diferentes autores (valga como ejemplo: Concepción Campos Acuña); pero académica y políticamente existe un notable desconocimiento sobre su trascendencia, así como su propio contenido: ver, al respecto, un resumen en el Cuadro que se adjunta sobre Ejes de la Integridad Pública según la OCDE). Esa Recomendación pretendía apuntalar, profundizando en algunas de sus líneas-fuerza, el modelo de Integridad y de lucha contra la corrupción que desde la OCDE se promueve desde 1997, y que fue estudiado en su día por el profesor Manuel Villoria. Ese modelo pivotaba sobre la idea de construir infraestructuras éticas en las organizaciones públicas que se asentaran en una concepción holística (un “sistema de integridad coherente y completo”); esto es, la integridad se debe predicar de toda la institución y no solo de un segmento o sector de la misma.

No vale, por tanto, con implantar un modelo de integridad institucional aplicable solo a los altos cargos o a responsables políticos de un determinado nivel de gobierno, sino que se debe promover su extensión al resto de instituciones y entidades del sector público, a los propios funcionarios y empleados públicos, aplicar el modelo asimismo a la contratación pública (en la que la integridad es un principio nuclear tal como prevé la normativa aplicable), así como a la política subvencional y, en fin, a la actitud y hábitos que debe acreditar la propia ciudadanía que se relaciona con la Administración Pública. Desde 2017 la OCDE promueve que la creación de una cultura de integridad debe permeabilizar asimismo el comportamiento de la sociedad en su conjunto.

En consecuencia, la integridad institucional es una política y, por tanto, debe liderarse al más alto nivel, pero también es un sistema de gestión con impactos importantes sobre la organización (“rendición de cuentas”). Tal como ha sido recordado en un reciente documento editado por la Alta Autoridad para la Transparencia de la Vida Pública en Francia (de 19 de diciembre de 2019), institución que ha cumplido seis años bajo el liderazgo clave de Jean-Louis Nadal, “la promoción de una cultura ética está siempre al servicio de la confianza”. Como también recordaba Malroux, “la cultura (también la ética, habría que añadir) no se hereda, se conquista”. Y es una lucha larga, muy larga, en la que no se puede desfallecer. Que nadie se llame a engaño. La desconfianza pública ha anidado muy fuerte en la sociedad civil. No lo olvidemos nunca.

La erosión de la confianza ciudadana en las instituciones y, especialmente, en las personas que las lideran o en quienes sirven en ella, es evidente hoy en día. Y restaurar esa pérdida de confianza es una tarea titánica, por lo que se debe invertir todo lo que sea posible en prevención o, si se prefiere, en identificar marcos o situaciones de riesgo sobre los cuales se deba desarrollar una especial vigilancia y control (contratación pública, recursos humanos, gestión financiera, subvenciones, etc.). Comienza a haber, tal como se expone brevemente en un trabajo reciente que elaboré, algunas buenas prácticas que conviene resaltar y poner en valor (https://rafaeljimenezasensio.com/lecturas-y-citas/ ).

Por tanto, insertadas en una concepción de Gobernanza Pública de cada entidad y también vinculadas con el necesario fortalecimiento institucional que deriva del ODS 16 de la Agenda 2030, es imprescindible que los diferentes niveles de gobierno incorporen la puesta en marcha de políticas de Integridad Institucional, que deberían ir encaminadas, entre otras muchas, a las siguientes acciones:

  • Diseñar e impulsar una política de integridad institucional que se desarrollaría con estándares de exigencia cada vez más intensos durante los años 2020-2030.
  • Apuesta decidida por la prevención y por la creación de una cultura institucional de integridad en las organizaciones públicas, así como por el fomento de infraestructuras éticas.
  • Impulsar la construcción de un Sistema (holístico) de Integridad Institucional, que se despliegue con diferentes instrumentos, al menos, sobre los siguientes ámbitos:
    • Miembros de asambleas representativas
    • Miembros de cualquier nivel de gobierno
    • Altos cargos y personal directivo, también del sector público
    • Personal eventual
    • Funcionarios y empleados públicos
    • Ámbitos específicos (Contratación Pública, Subvenciones, Gestión de recursos públicos, Gestión financiera, Recursos Humanos, Policía, etc.)
    • Usuarios de servicios públicos y ciudadanía en general cuando se relacione con entidades públicas.
  • Elaborar códigos de conducta y buenas prácticas para todos esos colectivos que actúan desde la Administración o en relación con la Administración.
  • Llevar a cabo programas de difusión y formación en materias de integridad pública dirigidos a los responsables públicos (políticos y directivos), empleados públicos y sociedad civil. Formar a los nuevos empleados públicos (relevo generacional) en ética institucional y vocación de servicio. Acciones de formación continua.
  • Creación de una Comisión de Ética o de un Comisionado de Ética en las diferentes instituciones, con autonomía funcional y auctoritas en su trayectoria personal y profesional,
  • Desarrollo de un modelo de Public Compliance para las entidades del sector público dependiente o adscrito a cada nivel de gobierno.

Son solo algunos “deberes” pendientes. El listado se puede ampliar y concretar en muchos de sus detalle. Hay, no obstante, algunas organizaciones públicas (pocas aún) que ya han comenzado a remar en esa dirección. Cabe esperar que, poco a poco, vayan impregnando esa todavía embrionarias buenas prácticas. Lo importante en este terreno es avanzar, pues queda un larguísimo camino aún por transitar. Hay algo que, por último, nunca cabe olvidar: tanto los responsables políticos como los servidores públicos, como bien expusieron los revolucionarios franceses (talento y virtudes) deben ser los más dignos de la confianza pública. Y hoy día, no siempre lo son. Algo falla. Corrijámoslo, por tanto. Invirtamos en integridad pública y en la prevención de malas prácticas y de lucha contra la corrupción. Larga batalla, en efecto. Pero merece la pena.

ADENDA:

RECOMENDACIÓN OCDE 2017: INTEGRIDAD PÚBLICA. UNA ESTRATEGIA CONTRA LA CORRUPCIÓN”

EJES DE LA ESTRATEGIA CONTRA LA CORRUPCIÓN DESGLOSE DE LÍNEAS DE ACTUACIÓN
SISTEMA DE INTEGRIDAD COHERENTE Y COMPLETO 1)     Compromiso de niveles directivos y de gestión por la integridad

2)     Clarificar responsabilidades para fortalecer la eficacia del sistema de integridad

3)     Desarrollar enfoque estratégico para el sector público

4)     Fijar normas de conducta estrictas para funcionarios

CULTURA DE INTEGRIDAD PÚBLICA 5)     Promover cultura de integridad pública que abarque al conjunto de la sociedad

6)     Invertir en liderazgo y compromiso ético

7)     Promover un sector público profesional, basado en el mérito y valores públicos

8)     Orientar, asesorar y formar en integridad a los servidores públicos

9)     Favorecer la cultura de transparencia

RENDICIÓN DE CUENTAS EFICAZ

10)   Control y gestión de riesgos

11)   Garantizar mecanismos de ejecución por conductas no ajustadas a la integridad

12)   Reforzar el papel de supervisión y control

13)   Fomentar transparencia y participación en el proceso de toma de decisiones