“Il vedere sta cedendo il passo al guardare, il pensare al credere, il conoscere alla sensazione, il cervello ‘della conoscenza’ a quello ‘moritorio’. Il fare ‘non importa cosa’ e il muoversi ‘non importa in che direzione’ sono già di per sé desiderabili”
(Lamberto Maffei, Elogio della parola, Il Mulino, 2018)
Desde que lo descubrí, siento admiración por Lamberto Maffei y por su obra. Sus cualidades científicas, intelectuales y de compromiso social son evidentes (como puede comprobarse en esta excelente entrevista). Las reflexiones que plasma en esta obra son muy anteriores a la crisis Covid19. Pero son imprescindibles en un mundo que se digitaliza aceleradamente, más a partir de la pandemia. Y ello tendrá indudables aspectos positivos, pero otros que no lo son tanto. Y de estos últimos trata la obra que se reseña.
Aunque la versión en castellano, tras algunos aplazamientos, se espera para el próximo mes de septiembre (editada por Alianza Editorial), no pude resistir más el tiempo de espera y encargué a uno de mis libreros de confianza (nunca a Amazon) el libro en italiano. La espera mereció la pena. Se trata de una obra breve, como son también algunas de las editadas asimismo por Alianza (Alabanza de la lentitud en 2016; y Elogio de la rebeldía en 2018). Esta última reseñada asimismo en este Blog./. La primera me impactó y la segunda me gustó. Y esta tercera, que profundiza algunas de las ideas recogidas en Alabanza de la lentitud, redondea las anteriores, pues entre todas ellas hay un innegable hilo conductor.
En poco más de 150 páginas el autor construye un ensayo fascinante. Un neurobiólogo que se adentra en múltiples esferas del conocimiento como son el ensayo filosófico o sociológico, junto con una visión cultural extraordinariamente rica en matices pictóricos, literarios o incluso lingüísticos. La madurez intelectual es lo que tiene.
La idea-fuerza de la obra es la reivindicación de la palabra y del pensamiento, como actividades propias del hemisferio izquierdo del cerebro, donde anida la reflexión y el conocimiento, frente a la motorización que la tecnología está produciendo en las personas que la consumen frenéticamente, y que viven condicionadas por la rapidez e inmediatez, así como por la imagen visual no procesada, que encuentra su existencia natural en el hemisferio derecho del cerebro humano. Este hemisferio es mudo. Recibe la información.
El libro arranca con la virtud de la palabra que utilizó magistralmente Sherezade para salvar su vida y la de todas aquellas vírgenes condenas a morir tras ella, pues representa el triunfo de la astucia de una mujer que, con las únicas armas de la inteligencia y de la fascinación de la palabra, consigue ejercitar su dominio sobre el sultán. De ahí deriva que la lectura de un libro es conversación: “cuando estás con un buen libro no te sientes nunca sólo”.
Los humanos aman tener las manos ocupadas. Antaño ese papel lo cumplía el cigarro. Hoy, a juicio de Maffei, ese vacío lo cubre el smartphone que “además de las manos, ocupa también el cerebro abarcando lectura, escritura y envió de mensajes, tweets, vídeos, etc.”. Porque “leer y escribir en el teléfono móvil es un ejercicio prevalentemente motriz, y es una experiencia común que cuando los músculos están en tensión resulta muy difícil pensar”. Pero no parece importar mucho, pues hoy en día “pensar y razonar no es un entretenimiento que al parecer produzca placer: el poder de las neuronas del pensamiento están a la baja, sustituido por el poder de las neuronas en movimiento”. La tribu de los infatigables usuarios del teléfono inteligente, principalmente (aunque no sólo) jóvenes, “huye de la conversación y de la lectura de libros y tiende a apartarse para comunicar sólo a través del instrumento digital”. Además, la tribu utiliza muy poco el instrumento (móvil) para hablar, pues prefieren comunicarse por medio de mensajes breves y a menudo con iconos. La conclusión es clara: predomina el minimalismo comunicativo; esto es, “la digitalización del lenguaje de los sentimientos reducido a pocas señales esenciales”.
Partiendo de esas premisas, Maffei expone claramente el objeto de su obra: analizar la era digital, para advertir sus grandes ventajas, pero también no ignorar los efectos colaterales que genera sobre el comportamiento de los jóvenes (y también sobre los ancianos; a quienes frecuentemente aísla) con la pretensión de identificar la posibles patologías que resultan de todo ello. En particular, hay una huida de la palabra y de la conversación dialogante. La pregunta es pertinente: ¿En qué medida estas tendencias ya arraigadas pueden afectar al centro del lenguaje hablado del hemisferio izquierdo del cerebro?, ¿se producirán, así, cambios estructurales o funcionales en el cerebro?, ¿con qué rapidez o en qué plazos? A todo ello da respuesta en el capítulo final del libro, pero el trazado argumental es imprescindible seguirlo, aunque sea esquemáticamente.
Arranca con la evolución humana del habla, y llega a descubrimientos más recientes. En 1861 Pierre Broca, cirujano y antropólogo francés, lo describió con claridad: “Hablamos con el hemisferio izquierdo”. El lenguaje implica un uso del tiempo más extenso que el empleado en los mensajes visuales, “nace así un mecanismo cerebral para pensar, reflexionar, razonar, antes de pasar a la acción”. Las tesis del libro Alabanza de la lentitud emergen de nuevo: “la lentitud es el privilegio y la condena de la condición humana”. Y ello por una razón muy obvia: “Sin la comunicación verbal la especie humana habría continuado sobreviviendo como el resto de las especies”, alimentándose y reproduciéndose. El cerebro es una máquina lenta. El reloj cerebral es impreciso y complejo, amén de variable.
Siguiendo la tesis de un autor ruso, Lev S. Vigotskij (cuyo libro, Pensiero i linguaggio, ocupa un lugar de privilegio en su biblioteca propio de las obras “VIB”: Very important books), concluye que “la palabra, a través de su significado, es un mediador, un traductor del pensamiento”, y tanto pensamiento racional como palabra se ubican en ese hemisferio “lento”.
Muy sugerente, especialmente para quienes se dediquen a la docencia, es el capítulo titulado “Educar con la palabra”. En esa educación el alumno debe ser el protagonista, pues el conocimiento se conquista y no se absorbe pasivamente. Y la escuela de la palabra, que está ubicada en el hemisferio cerebral del lenguaje, propio de la racionalidad, es la escuela de la reflexión, del pensamiento lento: “es decir, aquella que enseña que es preciso reflexionar antes de decidir, y pensar antes de creer”. Unas tesis que, entre nosotros, comparten también Gregorio Luri y José Antonio Marina.
La comunicación digital tiene ventajas enormes, sin embargo –como dice Maffei- puede acarrear también efectos colaterales no siempre positivos, pues conduce en determinadas circunstancia y contextos a un “empobrecimiento de la comunicación verbal y de la conversación como espacio de discusión y de relaciones sociales”. La pregunta es procedente: ¿En un marco de comunicación tan intenso y extenso, con tal volumen de información, un cerebro sometido a tales presiones puede generar pensamiento creativo? La capacidad de las grandes mentes para saber seleccionar es aquí clave.
En todo caso, el cerebro necesita para funcionar adecuadamente estímulos. Sucede como con los músculos: “La palabra y la comunicación son estímulos principales para la salud del cerebro”. Cuando no circulan, se atrofia. Los problemas, por tanto, pueden surgir cuando tratemos de intuir cuáles son las consecuencias sobre el cerebro del drástico cambio del lenguaje inducido por la revolución tecnológica. Los más jóvenes, con excepciones obvias, usan cada vez más un lenguaje empobrecido, con frases rutinarias, que no estimulan el cerebro. Padecen soledad de contactos (físicos) y de palabras. Y aquí Maffei introduce una hipótesis: la soledad puede (como sucede con los ancianos) favorecer o acelerar su declive cognitivo. La receta parece clara: “La palabra dicha o escuchada puede ser terapia eficaz”. Hay que mimarla. Lo contrario, puede provocar deterioro cerebral. El peligro asoma.
Muy sugerente es también el capítulo del buen gobierno, donde ya la pintura hace acto de presencia central en el discurso de la obra y se prolongará hasta el final de la misma. Pero antes pone el foco en su punto: “La posibilidad de comunicar con todos a través de medios digitales ha penalizado la palabra, la conversación y paradójicamente también el diálogo con uno mismo, la reflexión y déjenme decirlo, la elegancia del pensamiento y la dialéctica constructiva con el interlocutor”. Hay una marcada tendencia a la homologación que el autor traslada incluso a la política, atrapada por una comunicación epidérmica.
Una magnífica cita de Tito Livio (las instituciones y el pueblo, como un cuerpo único, peligran con la discordia, pero con la concordia gozan de buena salud), da pie a la idea de que un buen sistema de gobierno da como resultado una sociedad ordenada, mientras que en el extremo contrario triunfa la entropía. Y así entra en escena el pintor Ambrogio Lorenzetti y su célebre obra Il buon governo, en la que la organización y la cooperación son los ejes para una buena ciudad. Frente a ese cuadro está en la misma sala del Palacio de Siena su antagónico: Il cattivo governo. En este lienzo reina el desorden y emerge, por tanto, la entropía; pues se trata de un sistema incontrolado “carente de frenos”, que así pierde la capacidad de funcionar. En el sistema de la globalización, el mercado y el consumismo son la puerta a la entropía. De aquí surge fácilmente el malestar social, el aumento de la desigualdad y del desempleo, la disminución de los servicios esenciales, como la sanidad y la educación. En un contexto como ese (antes del Covid19), la sociedad debe tener capacidades de respuesta y, por tanto, potencialidad de pensar, reflexionar y actuar (protestar). La pregunta también es obligada: ¿Dónde están los intelectuales en el tiempo de la globalización y del consumismo? Predican y se indignan, pero sobre todo ocupan la escena. Las redes, en algunos casos, amplifican su narcisismo.
Partiendo de la concepción surrealista (en concreto del cuadro de R. Magritte Ceci n’est pas une pipe) el autor juega a si la imagen del cuadro que reproduce el cerebro permite la misma afirmación. Interesantes son, asimismo, sus reflexiones sobre la búsqueda del aura y la apariencia de la discusión. Según el autor, estamos ya en un momento en que el coeficiente intelectual (aunque esté cuestionada la noción) se mide hoy por la presencia en la televisión o por la circulación en las redes. Tanto en el mundo profesional o intelectual como en la política. Todos los aspirantes al aura (entendida como búsqueda permanente del aplauso colectivo), especialmente los políticos narcisistas (especie que abunda) cuidan especialmente su aspecto, a menudo asistidos por especialistas de la comunicación, buscando unir la imagen a la palabra: “En los debates hablan pero no escuchan. Escuchar, en efecto, es peligroso: podría causar la desaparición del aura; el debate podría incluso terminar siendo racional y enviarles al mundo real, donde las áureas no existen”.
Los dos últimos capítulos de la obra son magistrales. En el primero de ellos diferencia mirar (guardare) de ver (vedere). Aquí no hay “falsos amigos”, sino matices. Sus significados son muy distintos; pues, frente al acto instintivo de mirar (aunque la RAE introduce también el significado de “observar” como mirar; pero de la mirada puede surgir la percepción o no necesariamente, depende si el lado izquierdo del cerebro trabaja), “ver significa tomar conciencia de la imagen”. O, como también dice la RAE, ver es “percibir algo con la inteligencia”. Desde un punto de vista neurofisiológico, y tal vez aproximativo, mirar nos sitúa en la imagen de la retina, mientras que ver sería la imagen cortical. Lo trascendente es que la acción de ver resulta un pariente estrecho de la de hablar y, por tanto, de pensar. Y aquí recoge una extraordinaria cita de Plinio el Viejo: se ve con la mente y no con los ojos. Ver, en efecto, es reconocer a través de las informaciones iniciales, a partir de las cuales el hemisferio izquierdo del cerebro “construye los palacios de conocimiento y la ciudad del pensamiento”. Al final, todo acaba en la palabra. Y también las imágenes están para ser contadas. O, si no, se quedan en relato vacío.
Partiendo del cuadro de Manet, La déjeneur sur l’herbe, Maffei construye una tesis sugerente: “En el siglo XX, con el cubismo y el arte abstracto, es la palabra la que domina sobre la imagen con la cual se quieren expresar conceptos o sentimientos, casi palabras”. Y, partiendo de una comparación entre la pintura medieval y del renacimiento con la comunicación de nuestros días, concluye, que ambas tienen cosas en común: “transmiten sustancialmente un mensaje visual-verbal dirigido a convencer con su arte al observador-espectador de una verdad, de una ley, de un producto”.
En la era de la digitalización, comunicar y comunicar rápidamente representa un sello de identidad del hombre moderno y ha de estar siempre limitado a pocos símbolos que sean, a ser posible, más visuales que verbales: “La comunicación verbal está considerada como un medio de comunicación lento, no completamente adecuado al mercado y a las necesidades de la vida moderna”. Mirar (guardare) representa una valoración rápida de la realidad, en cuanto produce imágenes no oportunamente cribadas por el cerebro racional, parientes estrechos del tweet, WhatsApps, SMS, Instagram, etc. Por el contrario, ver provee de un cuadro más profundo de la realidad y está vinculados a lo que se podría transmitir comunicando con el lenguaje. Así, la acción de ver está estrechamente ligada al lenguaje, comprendiendo todos los mecanismos cerebrales que se encuentran en la base.
La duda final es hasta qué punto estos cambios profundos de hábitos no terminarán por afectar a la anatomía del cerebro. La tesis del autor es que la estructura del cerebro y sus propias funciones cambia durante el transcurso de los siglos, “pero también en las diversas generaciones y tal vez en el curso de la vida de un individuo”. Y, aquí, el autor es muy contundente: “La cultura, nos guste o no, no se manifiesta en el aire, es simplemente cerebro”. En efecto, “los hombres de siglos diversos, pero tal vez de generaciones distintas, ven de manera diferente porque tienen un cerebro diferente, en cuanto han tenido experiencias de vida diferentes”. No cabe duda que el desarrollo acelerado de la tecnología ha creado una brecha cultural y de comportamiento profunda entre generaciones próximas. Consumo y tecnología se dan la mano: adquirir “el nuevo producto es indispensable para no quedar tecnológicamente atrás”. ¿Progreso o regresión?
En fin, el cerebro necesita tiempo para reestructurarse, mientras en paralelo las transformaciones tecnológicas van a velocidad de vértigo. Así, en esta aceleración que nadie realmente sabe a dónde nos lleva, hay puntos de mejora indudable, pero también alertas, que muy precisamente Maffei explica de forma convincente en lo que algunos han conceptualizado como la lucha entre el humanismo y las máquinas, y el autor sitúa en un campo fascinante como es la posible afectación del mal uso de la tecnología en la estructura y funcionamiento del cerebro humano, puesto que lo que resulta obvio es que “el pensamiento lento ha cedido el paso al pensamiento rápido y parece que los individuos no tengan tiempo para escuchar o reflexionar, y prefieran decidir, como si la rapidez o la velocidad fuera en sí misma un valor económico, político o de comportamiento”.
Ni qué decir tiene que todas aquellas personas que se aproximen a la lectura de este libro, disfrutarán mucho. Lo expuesto es una mera e incompleta síntesis de un libro escrito en un italiano de léxico rico, algunas de cuyas ideas principales (tal vez de forma muy incompleta) se han expuesto en esta reseña. A quienes interesen estos temas, no duden en leerlo. No se arrepentirán. Combina inteligentemente rigor científico con divulgación. Que nunca es fácil.
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