COMPETENCIAS MUNICIPALES

LA AUTONOMÍA OLVIDADA: LOS AYUNTAMIENTOS ANTE LA CRISIS 

“La vida política se nutre de las preocupaciones, aspiraciones y tendencias que forman el contenido o materia municipal” (Adolfo Posada, El régimen municipal de la ciudad moderna, FEMP, 2007, p. 204)

Solo la casualidad ha querido que el Real Decreto-Ley 27/2020, de 4 de agosto, de medidas financieras, de carácter extraordinario y urgente, aplicables a las entidades locales, coincida en el número de la disposición con la Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de racionalización y sostenibilidad de la administración local. Ambas disposiciones normativas, la primera una norma excepcional (pendiente de convalidación parlamentaria por el Congreso de los Diputados) y la segunda una Ley ordinaria de carácter básico, dictadas por diferentes Gobiernos y de distintos colores, representan probablemente las dos agresiones normativas más serias que la autonomía local ha recibido en la etapa constitucional. Particularmente dirigidas ambas, contra la autonomía municipal. Pero no es momento de precisiones.

Con la LRSAL fui muy crítico y no lo puedo ser menos con este Decreto-Ley, por razones de coherencia personal e institucional. Quien crea de verdad en la autonomía local, no puede compartir ninguna de ambas normas. Tampoco esta última, se adorne el producto como se quiera. Cuando la leí, ciertamente me quedé perplejo: si las entidades locales -como se afirman- son el único subsector de las cuentas públicas saneado financieramente, se les premia con la indiferencia y el abandono. Que se las apañen solas, las que tengan «ahorros» con lo que les transfiera el Estado una vez se haya hecho con ellos como préstamo, las demás que se queden a su propia suerte. Injusto y discriminatorio. Hasta un alcalde tan prudente y equilibrado como el del Ayuntamiento de Bilbao, Juan Mari Aburto, ha tenido que poner el grito en el cielo ante semejante desatino. Y como él otros muchos, alcaldes y alcaldesas.

La LRSAL supuso un ataque frontal a la autonomía político-institucional de los municipios, así como en algunos aspectos también en su dimensión económico financiera; el reciente Decreto-Ley 27/2020 deja la autonomía económico-financiera y, sobre todo, la suficiencia financiera de los ayuntamientos, así como la necesaria y urgente prestación de los servicios básicos a la ciudadanía en la durísima etapa “post-Covid19” que viene, completamente por los suelos. Es difícil justificar unas medidas tan hirientes, por mucho que se empeñe el legislador excepcional en la exposición de motivos en buscar todo tipo de adornos dialécticos. Al margen ahora de su más que dudosa constitucionalidad tanto formal (por atribuir al Alcalde y no al Pleno una decisión existencial de la Hacienda Municipal) como material (por las innegables desigualdades que genera en el tratamiento de los municipios y a su ciudadanía).

Ambas disposiciones normativas tienen en común, además, que fueron o han sido capaces de aunar en contra de ellas a todos los grupos políticos y alcaldes de todos los colores, salvo entonces los del PP y ahora los del PSOE. Ya en 2013 hubo algunas voces críticas municipales en las filas del PP. En estos momentos, llama la atención que alcaldes socialistas muy activos con la defensa a ultranza de la autonomía local y también con la posibilidad de utilizar los remanentes de tesorería sin tales hipotecas financieras como las dibujadas diabólicamente por esa norma excepcional que salió publicada en el BOE un 5 de agosto, guarden un mutismo absoluto. En política local, quienes ejercen las alcaldías se deben siempre a su ciudad y a sus gentes, antes que al partido. Quien no vea esto, probablemente no ha entendido nada.

Mi primera percepción ante estas medidas es de desconcierto, después de tristeza. Nadie se toma en serio la autonomía local. Ni en nuestra historia contemporánea, ni en la ya larga etapa constitucional de 1978, ni tampoco en estos momentos. En 1985, con todas sus limitaciones, se edificó un primer edificio normativo local (la ley de bases de régimen local), que prometía grandes esperanzas. Pronto se vieron parcialmente arruinadas. Aun así, hubo intentos de despegar el vuelo del mundo local; pero siempre se le bajó a tierra. Que en 2020 el porcentaje del gasto público sobre el conjunto del sector público se mueva en porcentajes parecidos que hace veinte o treinta años nos lo dice todo (por ejemplo, a principios de siglo era el 13 por ciento, mientras que en 2016, tras la crisis, había bajado al 11,2 por ciento; datos extraídos de Juan Echániz Sans, Los gobiernos locales después de la crisis, FDGL, 2019, p. 25). Autonomía pobre  e ignorada.

Me produce también honda decepción que quienes lideraron la transformación de los ayuntamientos hayan olvidado sus esencias y de dónde venían. Al menos durante un período, antes de que la política se transformara en comunicación y los partidos en oligarquías cesaristas cerradas, la defensa de la autonomía local había sido una bandera del socialismo español que supo concitar voluntades, entre otros momentos críticos, cuando se produjo, por ejemplo, la agresión de la mal denominada reforma local. Debe ser que el poder (central) todo lo transforma o que el Covid19 termina nublando hasta los sentidos más básicos del gobernante, también las voluntades de defensa de autogobierno de los mandatarios locales, que se convierten, así, en monaguillos de polémicas e irreconocibles decisiones políticas. También me ha sorprendido desagradablemente que en la FEMP se haya aprobado tal acuerdo con el voto de calidad de quien ocupa su presidencia, alcalde de gran trayectoria y no menor prestigio que en el final de su carrera política ha preferido apostar por el Gobierno que tejer voluntades para obtener un buen acuerdo y sacar los dientes, si fuera preciso, frente al Ministerio del ramo. Votar, cuando una decisión ya está tomada, es apostar por fragmentar una organización y dejar hondas heridas que tardarán en cicatrizar. Un triste bagaje queda en esta coyuntura: la FEMP está herida de muerte, o al menos ha quedado tan tocada como la siempre olvidada autonomía local. Este virus político devastador propio de la pandemia no va a dejar una institución en pie. Y las que queden, colonizadas hasta los tuétanos.

Pero bajo el manto de un silencio sepulcral en un agosto tórrido y extraño, que no augura nada bueno, se esconde malestar e indignación. Los alcaldes han saltado en 2020, como lo hicieron en 2013. La paradoja es que son distintos. Nada hay peor que creer que la autonomía local sólo la defiende la oposición y no el gobierno de turno. El sentido institucional es algo que se perdió en España hace mucho tiempo y que no terminamos de encontrarlo de nuevo. De ahí a considerar que lo local -como apuntara Manuel Zafra- es una materia objeto de transacción como cualquier otro sector o ámbito de gobierno, sólo hay un paso. Los Ayuntamientos son un nivel de gobierno y una institución central en el funcionamiento del Estado. Y hacen más feliz o infeliz la vida y existencia de sus ciudadanos. Son la argamasa en la que se fijan los pilares del Estado constitucional. Mientras eso no lo vean nuestros distantes gobernantes (aquellos de 2013 y estos de 2020), solo habrá ceguera en política. Que, al parecer, abunda.

El marco normativo institucional local está en ruinas. Treinta y cinco años de innumerables y desordenadas reformas a la carta han dejado la vida político-institucional local exhausta, con un traje ceñido  e incómodo que impide la necesaria adaptación y en un terreno (ordenamiento jurídico y tribunales de justicia) siempre plagado de arenas movedizas. La financiación local es un tema peor resuelto aún. Se han hecho estudios e informes, algunos muy importantes, sin que ninguna decisión política se tome al respecto. Siempre se aplazan. Para mejores tiempos, que nunca llegan.

A pesar de ese oscuro cuadro político-normativo general, hay Comunidades Autónomas que llevaron a cabo reformas del gobierno local ciertamente pioneras e innovadoras (Andalucía, Euskadi, y la última de ellas, con gran aplomo, en Extremadura). Las instituciones no se cambian por leyes, sino por la práctica gubernamental y política. También por el actuar de los propios ayuntamientos y de sus alcaldes. Y algunos pasos importantes se están dando, como decía, en determinados territorios, aunque desde Madrid no se vean y muchos menos se entiendan. Convendría que algunos de estos modelos se conocieran realmente, pues para el aprendizaje colectivo, también de la propia política, sería importante.

Son los gobiernos locales, en cuanto estructuras institucionales de proximidad a la ciudadanía, los niveles de gobierno que gozan de mayor legitimidad y reconocimiento ciudadano, mucho más que las omnipresentes Comunidades Autónomas y también mucho más que la aparente fortaleza del (finalmente débil) Estado. Estar en la trinchera de los problemas inmediatos y buscar soluciones a las necesidades reales de la ciudadanía, que muchas veces aparentan no tenerlas, ha encumbrado la gestión de innumerables alcaldes y de sus equipos de gobierno.

Hacer política de regate corto con los ayuntamientos es errar el tiro. Ahogar financieramente más de lo que están a quien no tiene superávit porque tuvo unos gobiernos que dilapidaron los recursos o endeudaron más allá de lo razonable a sus ayuntamientos, no puede castigar a una ciudadanía que lo está pasando igual de mal (o peor) que la de los pueblos o ciudades de al lado. Tampoco se entiende premiar a quien, en algunos casos, no supo ejecutar un presupuesto. En los ayuntamientos se hace política, pero sobre todo gestión, ambas de proximidad. Porque si algo no comprendió el poder central en 2013 y sigue sin comprender ahora en 2020, es que la simbiosis entre ayuntamientos y ciudadanía es muy intensa. El sentido de pertenencia es muy alto. Y las agresiones institucionales o la cuarentena financiera concitarán rechazo. También entre la propia ciudadanía. Los alcaldes lo pueden justificar de forma muy obvia: no nos llegan recursos extraordinarios porque el Gobierno no quiere o no nos dejan disponer plenamente de nuestro superávit (o «ahorros»).

Si lo que se pretende hacer con los ayuntamientos (pues aún falta el trámite de convalidación por el Congreso) se hubiera realizado con las Comunidades Autónomas (aunque estas, por lo común, sólo tienen déficit), ya tendríamos incubada una sublevación institucional de proporciones estratosféricas. El nivel local de gobierno ha sido el gran olvidado del maná público presupuestario, financiado, al fin y a la postre con las (esperadas) ayudas europeas o con deuda pública, pues la caída de ingresos fiscales en 2020 será espectacular.

Sin embargo, la paciencia tiene un límite. También la de los Ayuntamientos. Tengo la impresión de que el Gobierno no ha medido bien sus pasos, la necesidad apremiante de recursos financieros le ha hecho buscar atajos políticos atacando una vez más al más débil y con consecuencias incalculables. Querrá arreglarlo todo mediante una negociación cruzada en la votación de convalidación del Decreto-Ley, como nos tiene acostumbrados: sacar el conejo de la chistera en el último minuto con mil y una concesiones puntuales. No obstante, la estructura del Real Decreto-Ley tiene vicios no sanables de edificación, que lo hacen difícilmente reformable, salvo aplicar medidas de apuntalamiento. La imperiosa necesidad de recursos financieros que asoma a unas arcas vacías y sin expectativa alguna de reponerse a corto plazo, ha precipitado una decisión que, se mire como se quiera, es un auténtico atropello a la autonomía local; además, condena a la ciudadanía española (o a una parte de ella) a tener peores servicios públicos locales y ata de pies y manos a los gobernantes locales frente a la durísima crisis del Covid-19 que no ha hecho sino comenzar. Esta decisión sí que “dejará gente atrás”. Y mucha. De carne y hueso.

Lamento que este nuevo paso en la desescalada del autogobierno local lo hayan liderado precisamente quienes se opusieron en 2013 a aquélla otra afrenta a la autonomía local. La paradoja es que han cambiado las posiciones políticas, pero el problema sigue siendo el mismo. Las crisis enturbian profundamente el sentido de la realidad. Más aún en un contexto tan serio y largo como el que ya estamos viviendo y del que todavía nos queda por transitar (crisis sanitaria, humanitaria, económica, social e institucional). En fin, confiemos en que la razón y el buen juicio se impongan, y se enmiende este grave desacierto inicial que, si bien con muchas dificultades, aún podría tener algún remedio o paliativo (aunque la solución óptima, siempre enemiga de la que saldrá, sería derogar ese Decreto-ley). A la política de verdad, en todo caso, le toca poner la solución. Aunque el negro panorama que se advierte en el horizonte financiero inmediato no augure precisamente salidas fáciles a la situación creada. Los malos tiempos para la autonomía municipal, que ya creíamos olvidados, irrumpen de nuevo. Una pena

Epílogo

En un tono más personal, debo añadir que con este Post he roto el silencio estival que me había propuesto, con la finalidad de dedicarme profesionalmente a mis asuntos más urgentes, realizar innumerables lecturas pendientes (que alguna de ellas estoy reflejando y reflejaré en entradas anteriores y posteriores a esta) y, en particular, con la vana pretensión epicúrea de buscar algo de distancia frente a una inmediatez política, económica y social, también mediática y de las propias redes, claramente atosigadora y asfixiante. Y que sólo trae malas noticias, aunque se edulcoren. La situación, sin embargo, por su innegable importancia, me ha exigido hacer esta excepción, que ya anticipo no será la regla. Vuelvo a mi trabajo (por cierto, en varios frentes con la mirada puesta en lo local), lecturas y, si me es posible, a disfrutar de algún período de descanso.

Hace casi siete años, cuando se aprobó la LRSAL, me llamaron para formar parte de una Comisión técnica redactora del conflicto en defensa de la autonomía local, que promovieron finalmente 2.393 municipios. Me sumé entusiasmado al reto, que tuve que abandonar de inmediato por el deterioro de la salud y ulterior fallecimiento de mi padre. Aún así, a partir de entonces difundí, en diferentes foros académicos y políticos, así como en distintos escritos,  innumerables críticas a una reforma local hecha desde Madrid por quienes ya entonces -denunciaba- desconocían el mundo local (valga como ejemplo puntual el artículo sobre la LRSAL publicado en el Anuario Aragonés del Gobierno Local de 2013, número 5, que dirige el profesor Antonio Embid Irujo). Allí, entre otros muchos trabajos, podrá buscar el lector interesado una defensa a ultranza de la autonomía municipal que, si bien realizada igualmente o en términos académicos con mayor rigor por otros muchos colegas académicos y profesionales, sigue siendo necesaria en nuestros días. Y, al parecer, lo seguirá siendo mucho más a partir de ahora. La crisis que viene es inmensa y superarla razonablemente requerirá mucho tiempo y constancia, también trenzar acuerdos transversales como muchas ciudades están haciendo; pero especialmente será necesario disponer de gobiernos municipales sólidos que trabajen por la transformación y la Gobernanza Pública en un marco de la Agenda 2030, que no conviene olvidar nunca, pues su finalidad, como se expone en todos los documentos, es «no dejar a nadie atrás». Y, por lo que estamos comenzando a ver, tanto personas como algunas instituciones (ayuntamientos, entre otras) se están quedando atrás. Si alguien no lo remedia.

PANDEMIA, VULNERABILIDAD SOCIAL Y ADMINISTRACIÓN PÚBLICA

 

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“Algo se ha quebrado en la gestión de esta pandemia. La solidaridad de las personas jóvenes con las mayores, a las que tanto se ha aludido, ha quedado empañada por la interpretación de que su mayor bien es la mera supervivencia. Y pensamos que no, que nadie quiere la supervivencia a cualquier precio, al precio de la soledad, del miedo, de la falta de cariño de tus seres queridos, del abandono”.

(Grupo de Trabajo de Ética y Covid.: «¿La salud de quien estamos defendiendo? Desigualdades sociales y sanitarias en tiempo de pandemia”)

“La ética del cuidado defiende un mundo donde el cuidado a la gente es lo más importante”

(Helen Kholen, Entrevista al diario El Periódico, 7-X-2019) .

 

NOTA PRELIMINAR: Esta entrada reproduce, con algún cambio puntual, el texto publicado por el Blog «Hay Derecho» el 25 de mayo de 2020. Enlace Blog HD. 

 

La Agenda 2030 tiene, entre sus múltiples objetivos, erradicar la pobreza, también acabar con la desigualdad y la defensa de un trabajo decente. Dentro de las secuelas humanitarias, económicas y sociales de la pandemia está, sin duda, la más que previsible ampliación de la brecha de desigualdad y la multiplicación de la pobreza. Por no hablar del desempleo monumental que la recesión económica producirá.

En esta entrada sólo pretendo poner el foco en algunos déficits que en el ámbito público se han observado de forma clamorosa en estos últimos meses y, asimismo, en cuáles son algunos de los retos o desafíos que los poderes públicos deberán afrontar en los próximos meses y años para atenuar y, en su caso, mejorar, los devastadores efectos que la crisis ha producido y provocará sobe aquellas personas que ofrecen fuerte vulnerabilidad social; cuyo círculo, conforme pasen las semanas y meses, se irá ampliando dramáticamente.

La presente entrada surge tanto por la observación y reflexión personal como sobre todo por la lectura del documento al que se hace referencia en la cita inicial (consultar aquí), suscrito por diferentes profesionales de los ámbitos sanitario y de servicios sociales de distintas instituciones y entidades de Euskadi, y del que tuve conocimiento por medio de una de las personas que lo suscribió (Boni Cantero). Este trabajo se divulgó también en un articulo de opinión editado en los diarios El Correo y El Diario Vasco, que llevaba por título  “Responsabilizarnos del otro”.

No cabe duda que, en lo que afecta a colectivos vulnerables (un concepto que la crisis derivada de la pandemia está ampliando constantemente), el largo período de duro confinamiento (más allá de la clásica “cuarentena”) ha mostrado algunas luces, pero sobre todo enormes sombras. Como bien se expuso por Rafael Bengoa, las medidas adoptadas han evitado el colapso hospitalario, pero dejaron desatendidos otros frentes: por ejemplo, las residencias de tercera edad, en las que los efectos letales de la pandemia han sido devastadores. El descuido público en este punto ha sido evidente. Y no basta, como dice el documento antes citado, enviar al ejército, a voluntarios o la dedicación abnegada de la mayor parte del personadle tales centros, pues las responsabilidades de esta pandemia no son solo individuales, sino también políticas y de gestión. Se requerían adoptar medidas que evitaran contagios masivos. Y, en algunos casos, no se adoptaron. Los análisis de riesgo, la propia gestión y por lo común la escasa atención sanitaria hacia ese problema, han sido muestras muy deficientes de unas políticas que son manifiestamente mejorables. La visión socio-sanitaria se impone, aunque tarde. La atención no preferencial por parte de los poderes públicos hacia esos colectivos de personas vulnerables ha sido la norma. Sabemos que han muerto muchos miles de personas en circunstancias muy poco precisas, la mayor parte de las veces en la soledad más absoluta. Tanto abogar por la muerte digna y las hemos condenado a un mal morir: nadie les ha acompañado en ese duro momento. El duelo oficial llega muy tarde y algo impostado.

Pero, durante el punto álgido del confinamiento, la vulnerabilidad  no se ha quedado ahí. Ha afectado sobre todo a colectivos muy concretos, por lo común olvidados e ignorados socialmente: personas sin techo, mujeres sin recursos y cargas familiares, mujeres maltratadas, menores, estudiantes sin acceso a Internet ni medios tecnológicos, parados, inmigrantes, discapacitados, personas con adicciones crónicas, y un largo etcétera. La crisis Covid-19 es y será una máquina de producir desigualdad. Sus daños colaterales serán terribles.

Ciertamente, como estudió Adela Cortina, la aporofobia ha echado fuertes raíces en nuestras sociedades. Y, probablemente, esa enfermedad social se multiplique (con un  populismo en auge o con la proliferación del egoísmo más vil) si no somos capaces de reforzar los valores de solidaridad, empatía y la propia ética del cuidado hacia esas personas que están padeciendo los efectos más duros de la crisis y todavía los padecerán más en un futuro inmediato.

Pero, desde un punto de vista ético y de arquitectura de valores en la sociedad contemporánea, otra preocupante tendencia viene a añadirse a la anterior: la gerontofobia que ha emergido con fuerza en estos últimos tiempos. El documento citado otorga un particular relieve a esta tendencia y pone de relieve manifestaciones múltiples de discriminación por edad que se están viviendo en esta crisis. Desde un punto de vista retórico, nadie se suma a esa idea, sin embargo los hechos avalan que tal tendencia se ha instalado de forma silente con fuerza en nuestra sociedad y también (más preocupante aún) en la actuación (o inactividad) de los poderes públicos. Directa o indirectamente, algunas medidas públicas han partido de la idea (nunca expresada) de que tales personas son “menos valiosas”. Y ello abre un debate ético que no se ha sabido encauzar en la tormenta de la crisis. En buena medida, las personas mayores (especialmente, aquellas que superan determinadas franjas de edad y ya no están en activo) han comenzado a ser invisibles y en cierta medida molestas: consumen demasiados “recursos” y son vistos como una carga. La actual delimitación de guetos espaciales, horarios o residenciales, les segregará más todavía. El afán regulatorio desmedido no ayuda a la responsabilización individual. Además, en una sociedad altamente envejecida (y con tendencia a serlo mucho más), es este un enfoque gravísimo del problema. Dinamita los fundamentos de cohesión de la sociedad. También en el texto que citaba se contienen interesantísimas reflexiones sobre esta cuestión. Y allí me remito.

La heurística de la dignidad personal (Adela Cortina) adquirirá una fuerza inusitada en los próximos tiempos. También la ética del cuidado. Ambas ideas-fuerza deberán ser la guía de actuación de los poderes públicos en el futuro post-Covid. Pues, en estos primeros pasos, lo que se ha observado de forma muy preocupante es la emergencia de una sociedad marcadamente dual. Hay quien ha sobrellevado razonablemente la primera fase de la pandemia y el confinamiento porque tenía recursos, empleo estable, medios y espacio adecuado para hacerlo, permaneciendo alejado del riesgo y de sus efectos colaterales (sus organizaciones han cerrado o “trabajado a distancia”); mientras que otra parte importante de la sociedad, muy vulnerable en diferentes ámbitos y aspectos, ha sido tapada de la escena pública e invisibilizada (tan solo recogida en algunos reportajes mediáticos que alertaban puntualmente de que el mundo no era el paraíso de los cánticos al “resistiré” de los balcones). Y, en fin, luego están los aplaudidos y los menos aplaudidos, colectivos que han sido enviados al campo de batalla con uniformes desaliñados y sin medios  ni recursos para enfrentarse a tan etéreo enemigo. Han caído como moscas. Y han hecho lo humanamente posible. Pero también es cierto que la sociedad ha abusado de esos colectivos (particularmente, aunque no solo, del sanitario o social) o de la necesidad existencial de trabajar que tenían otras muchas personas para salvaguardar su existencia y la de los suyos. Como expresa el texto comentado:   “No está bien abusar del carácter vocacional y solidario, y permitir que las personas trabajen en condiciones límites y/o de desprotección o sobreexponerlas a la fatiga y al burnout. Tampoco es correcto en virtud de la propia seguridad, negarse a atender necesidades que no pueden ser prestadas a través del teletrabajo”. En efecto, las personas que trabajan en servicios sociales municipales han prestado asistencia profesional en temas tan alejados de su competencia como el asesoramiento o tramitación digital de expedientes de solicitudes de ayudas, porque al “otro lado”, si no eran ellos, a esas personas (colectivos vulnerables, también autónomos y desempleados) nadie les ayudaba realmente o simplemente no sabían dónde acudir. La brecha digital, por mucho que se ignore (también por la Administración), sigue siendo algo real y doloroso. Y no se sabe a ciencia cierta cuántas personas se han quedado fuera de esos circuitos de ayudas al no poder informarse o tramitarlos por cauces telemáticos (por ejemplo, no deja de ser curioso que los locutorios hayan sido uno de los servicios más demandados en esta crisis por tales colectivos). La ética de orientación al servicio de la ciudadanía como premisa de actuación de la Administración Pública en parte ha quebrado durante esta primera fase de la pandemia. El perímetro de determinación de lo que son «servicios esenciales» se sigue moviendo en el sector público con patrones muy clásicos: todo lo que requiere la ciudadanía como demanda urgente y necesaria debiera tener esa condición.

En definitiva, hay muchas lecciones que se pueden aprender de esta complejísima circunstancia vivida. Una de las más importantes es que, de forma imperceptible, hemos “descuidado” públicamente la imprescindible ética del cuidado como complemento al valor ético de la justicia. Se ha practicado con intensidad, aunque con notables limitaciones, en el ámbito hospitalario, y se ha desatendido más en otras esferas y colectivos sociales. Lo expresa con contundencia el citado documento: “La situación vivida en la pandemia por parte de las personas más vulnerables sanitaria y socialmente, pone de manifiesto una crisis muy importante de cuidados y responsabilidad y una evidente ruptura del llamado pacto intergeneracional de cuidados que puede generar riesgos graves de daños y maltrato”.

Son muy interesantes las lecciones que extraen de la crisis el documento elaborado por el Grupo de Trabajo de Ética y Covid. Contiene abundante material para la reflexión y, especialmente, si se quieren adoptar medidas de mejora. La lucha para paliar la desigualdad marcará la agenda política en los próximos tiempos. Y la dignidad de la persona se sitúa en el epicentro del problema. Dentro de los círculos de vulnerabilidad, determinados colectivos (personas mayores, mujeres, desempleados, menores, personas sin techo, dependientes, etc.), deberán ser un punto de especial atención. Hay que huir de políticas de beneficencia y apostar por soluciones estructurales que palien las desigualdades. Por mucho que se desarrolle el teletrabajo en la Administración, el servicio público debe proporcionar siempre y en todo caso proximidad, asistencia personal y asesoramiento, empatía y acompañamiento a quienes sufren desigualdades (también de brecha tecnológica). Si bien la vida acaba siempre con la muerte, no es lo mismo morir dignamente que morir mal. La ética del cuidado deberá ser una de las políticas estrella del futuro. Y ello ineludiblemente exige contacto físico o presencia, no la fría o hierática “distancia digital” (hay situaciones y contextos personales muy duros detrás de la vulnerabilidad). Hay que compatibilizar y equilibrar razonablemente los enfoques epidemiológicos con la ética del cuidado. Para todo ello, los poderes públicos deberán priorizar en los próximos meses y años las políticas sociales, y ello requiere dedicar recursos de todo tipo en la mejora de la gestión. Hay que salvaguardar, como también se expone, ese imprescindible compromiso profesional: “Con reconocimiento social a quien más allá de sus obligaciones legales, presta una atención excelente corriendo riesgos, porque sabe que en la relación asistencial no solo se juega la dignidad de la persona atendida (cuidada, educada, protegida, lavada, alimentada o acariciada), sino el propio proyecto de autorrealización personal”. Esa es la auténtica idea de servicio público, y lo demás maquillaje. Por eso, y no por otras cosas, los servicios de atención a las personas (sanitarios y sociales, entre otros) saldrán revalorizados de esta pandemia y de la tremenda crisis ulterior, pero también  frente a la revolución tecnológica. Nunca podrán ser totalmente sustituidos por máquinas ni por artefactos digitales. Ese será su gran valor y su gran servicio público. Presente y futuro.

INSTITUCIONES, ADMINISTRACIÓN Y EMPLEO PÚBLICO EN EL ACUERDO DE COALICIÓN (ADENDA: El nivel local de gobierno en el Acuerdo de coalición)

“Coalición: Reunión de perros y gatos con el objeto de atrapar un hueso. Si lo atrapan los primeros muerden a los segundos porque reclaman su parte; si son estos últimos los que lo cogen arañan también; siguiéndose de aquí que se separan unos de otros con más encarnizamiento que nunca”

(Juan Rico y Amat, Diccionario de los políticos, Imprenta F. Andrés y Compañía, Madrid, 1855. Subrayado en el texto del autor)

Aunque ha sido difundido en unos días en que todos pensamos más en las celebraciones, considero necesario abrir un hueco y reflexionar en voz alta sobre sus consecuencias. Cada lector pondrá el foco en aquellos aspectos que le interesen o afecten. Por mi parte, he leído el Acuerdo de coalición PSOE-UP, titulado “Coalición Progresista. Un nuevo Acuerdo para España”, con la mirada puesta en los temas institucionales. Y ya les anticipo que, salvo aspectos muy puntuales que luego citaré, la frustración que me ha despertado su contenido es muy elevada. Por tanto, este análisis debería ser necesariamente breve, pues prácticamente nada se dice, salvo lugares comunes, sobre un tema que es muy importante ante el desgaste, descrédito y pérdida de confianza de la ciudadanía en el sistema institucional, que desde hace algunos años se cae a pedazos. Da la impresión que, sin embargo, el documento es ajeno a la crisis institucional que nos invade, ignorándola (casi) por completo.

Con una redacción plana de periodismo raso, sin apenas presentación, sorprende, así, que en un documento de 50 páginas las cuestiones institucionales se despachen en unos pocos y escasamente trabajados párrafos, frente a la importancia que en términos de extensión se le dan a otros muchos temas, sin duda más populares. Tal vez las cuestiones relativas a “Regeneración democrática y transparencia” son, junto con las de Justicia eficaz (que aquí no se tratarán), las que han merecido mayor atención (un poco más de media página por lo que afecta a las primeras, pero al menos incluyen 9 puntos u objetivos). Sin embargo, una lectura atenta de esas propuestas no pueden sino sumirnos en una cierta perplejidad.

En efecto, si comenzamos con la elección y renovación de los órganos constitucionales y organismos independientes, en cuyo listado se advierte alguna omisión clamorosa (por ejemplo, la Agencia Española de Protección de Datos o las renovaciones parciales del Tribunal Constitucional y de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia), nada parece que cambiará, pese a las apariencias, en el modo y manera de designar a tales miembros: todo apunta a que el reparto por cuotas políticas seguirá siendo la regla dominante tan apreciada por una política clientelar de uno u otro signo, solo atemperada en el Acuerdo por un evanescente compromiso de que “en los acuerdos parlamentarios de consenso” que se trencen se primará (ya veremos cómo) “los principios de mérito, capacidad, igualdad, paridad de género y prestigio profesional”, algo que realmente solo se puede obtener mediante concursos abiertos o convocatorias competitivas, una modalidad que ni en sueños aparece reflejada en ese documento. Dicho en lenguaje más llano: el reparto del botín entre los “amigos políticos” seguirá siendo –salvo sorpresas agradables, que no se esperan- el sistema de designación para tales responsabilidades públicas, edulcorado –cabe presumir- con airear los currículum tan acreditados (aunque ya nadie crea en esos historiales engordados artificialmente) que ostentarán quienes sean elegidos finalmente por el dedo democrático.

La corrupción está muy bien que se afronte, pues es un gravísimo problema que anega la vida pública y los cimientos de la sociedad, pero difícilmente se resolverá tan gruesa cuestión sólo con leyes y más leyes. No parece que los redactores del Acuerdo hayan leído con atención el último Informe sobre España del GRECO (editado el 13 de noviembre de 2019; ver: https://rafaeljimenezasensio.com/documentos/), donde se aboga por medidas preventivas que ni siquiera aparecen de refilón en tal documento. Todo se fía a la Ley y al valor taumatúrgico del BOE, que publicará las normas que se promueven y que luego no se aplicarán o desfallecerán en su puesta en práctica. La fiebre reguladora se extenderá además a los lobbies y a la transparencia, a la reforma de la propia Constitución (aforamientos), a la ley de incompatibilidades y a la ya envejecida prematuramente Ley de Transparencia. Imponer la probidad a golpe del BOE representa un necesario, pero a todas luces insuficiente, modo de afrontar el problema. Ni una sola referencia a la integridad institucional ni a los sistemas de esa naturaleza. Nada sobre cultura ética ni rastro de códigos de conducta y marcos de riesgo. Pobre, muy pobre.

Si el foco lo ponemos sobre la Administración Pública, se advertirá de inmediato que la apuesta por una Administración digital, más abierta y eficiente, puede ser compartida por la totalidad de los ciudadanos. El Plan de Digitalización es su buque insignia, y el impulso de la digitalización su camino. Nada que objetar, sino todo lo contrario. No obstante, se reitera o repite la reforma de la Ley de Transparencia, aunque en este caso se concreta la aprobación del largamente esperado (tras más de cinco años) Reglamento de desarrollo (ya elaborado). La extensión de la carpeta ciudadana es una buena línea de trabajo. Tampoco cabe objeción alguna. Y la apertura de los datos de la Administración es un necesario reto que debe cohonestarse con la eficiencia y la protección de los datos de carácter personal (un tema que hubiera requerido algún apartado específico). La compra pública innovadora también forma parte de los píos deseos del nuevo Gobierno. Así como la digitalización del sector público empresarial. No hay, en este punto, cosas que chirríen, tal vez algunas ausencias. Es la parte institucional más engrasada, dado que la política de Administración digital tiene ya largo recorrido en la AGE.

El fiasco monumental viene cuando se trata de reflejar las medidas propias del empleo público. Llama la atención sin duda que estas se despachen a modo de telegrama, salvo en lo que respecta a los servicio de prevención y extinción de incendios y salvamento (SPEIS), un ámbito al que sorprendente y desproporcionadamente se le dedica más de la mitad de la extensión de las propuestas relativas al empleo público. Tal vez de forma maliciosa se podría pensar que ello se debe a que ese futuro Gobierno de coalición deberá “apagar muchos fuegos” (políticos o sociales, se entiende; pero también internos), pues si no sencillamente no se puede comprender cómo los SPEIS puedan ser para los redactores del Acuerdo el punto más relevante de la inevitable y necesaria transformación del empleo público, a la que solo se le dedican lugares comunes y objetivos de una pobreza conceptual y estratégica sencillamente supinos. Por fin, tras décadas de estudio, he comprendido que el problema existencial de la función pública española radica en los bomberos. Paradojas de un país a veces incomprensible.

No hay, en efecto, en el citado Acuerdo ni una sola referencia a los temas claves que afectan a la función pública en estos momentos y, sobre todo, a los que se deberá enfrentar la institución en la próxima década, por no decir de forma inmediata. Tales como el impacto del envejecimiento de las plantillas y el necesario relevo generacional, unido al dato de las consecuencias que la revolución tecnológica tendrá, más temprano que tarde, sobre los perfiles de empleos públicos que requerirá la Administración Pública (Gorriti, 2019). Los problemas de selección se identifican en los Acuerdos cuando se trata de los jueces (Elisa de la Nuez), pero no en la función pública, aunque sus métodos de reclutamiento estén en este último caso tan periclitados o casi como en el de sus señorías. De las titulaciones STEM se habla en el capítulo de la política feminista (como cierre de la brecha de género educativa y profesional), pero no se hace mención alguna a la necesidad que tendrá la Administración Pública de dotarse de tales perfiles profesionales. Tampoco hay referencia de ningún tipo (y aqui los silencios son muy medidos) a la profesionalización de la dirección pública, con lo que no le den muchas vueltas al tema: la colonización política o de las clientelas de los partidos de la alta dirección pública seguirá siendo la nota existencial en la provisión de tales niveles, solo que ahora incrementada puesto que los partidos en liza son más (PSOE, UP e IU, debiendo atender también sus cuotas territoriales).

Lo mas cándido de los Acuerdos en materia de empleo público consiste en la propuesta de aprobar “un Plan de Formación y capacitación de los empleados públicos”. ¿Es que no existía?, ¿cuál es, por tanto, la novedad? Se lo podrían haber ahorrado o insertarlo de otro modo. No quiero desmerecer a la formación, cuyo rol en el proceso de adaptación del empleo público a la revolución tecnológica será determinante, pero nada de eso se dice. Y no digamos de la revisión del “contrato de interinidad en la Administraciones Públicas”, que presumiblemente se debe referir de modo elíptico e incorrecto a reducir la interinidad en el empleo público y, pongámonos a temblar, a aplantillar por determinación legal o mediante procedimientos espurios a todo el personal interino existente (aunque eso, en honor a la verdad, no se dice en el Acuerdo y deriva de mi propia cosecha, siempre tan ensoñadora y malpensada), una tendencia a la que el grupo UP ya mostró sus debilidades en la Asamblea de Madrid la pasada legislatura.

El Acuerdo aboga de modo expreso por la elaboración de un nuevo Estatuto de los Trabajadores para el siglo XXI, centrando una de sus exigencias precisamente en su adaptación a la revolución tecnológica (que transformará de raíz la concepción tradicional del empleo), pero en lo que al empleo público respecta ni siquiera se aproxima a esa realidad, como si la función pública quedará inmunizada de tales tendencias por el sacrosanto caparazón de la inamovilidad funcionarial. Convendría que se hubiesen planteado sensatamente si tiene sentido hoy en día la dualidad de regímenes jurídicos (funcionarios/laborales) en el empleo público (más concretamente la dualidad de jurisdicciones para conocer de los litigios del empleo público), pues si se renueva el Estatuto de los Trabajadores y, a su vez, se deja inmaculado el estatuto de los empleados públicos, el problema heredado se puede agravar.

En fin, confiemos en que en la formación ministerial, en las decisiones estructurales y en el pulso cotidiano, el futuro Gobierno enderece esas primeras imprecisiones y tape inteligentemente las innumerables carencias que se advierten en el Acuerdo de coalición en lo que al sistema institucional respecta. Pero el arranque no es ciertamente para tirar cohetes. Más bien llena de preocupación que un sistema institucional, una Administración Públicas y una función pública que están plagadas de desafíos e incertidumbres haya merecido tan poca atención en lo que pretende ser una hoja de ruta del futuro Gobierno. Al menos en estos temas aquí analizados (esto es, desde la perspectiva exclusivamente institucional) lo único que se advierte es que el futuro timonel carece de carta de navegación fiable. Más le valdrá que se provea pronto de ella. Por el bien de todos aquellos que vamos en la nave. Y más concretamente de nuestras maltrechas instituciones, a las que desgraciadamente nadie atiende si no es para prevalerse de ellas.

ADENDA: EL NIVEL LOCAL DE GOBIERNO EN EL ACUERDO DE COALICIÓN

El nivel local de gobierno, en lo que a su autonomía respecta, parece resultar mejor tratado en el Acuerdo, aunque sus propuestas se limiten a derogar la Ley 27/2013, de racionalización y sostenibilidad de la Administración Local (¿lo admitirá la Comisión Europea en lo que afecta a sostenibilidad financiera?) y a unos vagos compromisos en materia de financiación municipal (mediante una redefinición de los tributos locales). No se anuncia, sin embargo, la aprobación de un nuevo marco normativo básico, salvo en lo que respecta a materia tributaria, cuando la Ley de Bases de Régimen Local ofrece ya (tras casi treinta y cinco años de vigencia) síntomas de agotamiento absoluto y de clara inadaptación a las exigencias actuales de los ayuntamientos. Se requiere, sin demora, afrontar una redefinición del marco normativo básico local. Aunque mucho mejor sería reformar la Constitución y fortalecer, así, el nivel local de gobierno (una propuesta que el profesor Manuel Zafra lleva tiempo defendiendo). De todos modos, regular el nivel de gobierno local es diseñar un marco institucional sobre el que se debiera alcanzar el máximo consenso político, pues dejar la regulación a los humores políticos de una mayoría parlamentaria transitoria es cometer los mismos errores en los que se incurrió en la reforma local de 2013. En materia de las competencias municipales se pretende su «ampliación», olvidando que el legislador básico de régimen local no atribuye competencias propias a los municipios sino que garantiza un estándar de autonomía municipal que deberá ser respetado por el legislador sectorial autonómico, que -junto con el estatal- es quien determina qué competencias propias tienen los ayuntamientos (por todos, Francisco Velasco). Es sintomática la ausencia de cualquier referencia a las diputaciones provinciales, lo que abre la duda sobre cuál es el futuro que se le depara a tales instituciones en la estrategia del futuro Gobierno. Pero ciertamente, impulsar la política de «revertir la despoblación» a la que se le dedica un amplio espacio en el Acuerdo requerirá superar las enormes limitaciones que tiene la atomización de la planta municipal y en esa línea el papel de las diputaciones provinciales como de las fórmulas de asociación municipal o las propias comarcas, no puede ser despreciado. Sorprende, en todo caso, que en materia local no se haga ninguna referencia a los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030 (solo citada en un momento cuando se habla de la Unión Europea y de la internacionalización).

Hay algunas otras referencias puntuales a las entidades locales (que se siguen denominando en varios pasajes como «Corporaciones locales»), así algunas más a los ayuntamientos (por ejemplo, en materia de vivienda, alquileres y personas sin hogar), pero se echa de menos una concepción más holística del nivel local de gobierno como una estructura institucional de proximidad que presta servicios a la ciudadanía en aquellos ámbitos en los que el resto de los poderes públicos no alcanzan a cubrir, lo que requiere asimismo una financiación complementaria. Los ayuntamientos representan el nivel de gobierno con mayor legitimación social de las estructuras gubernamentales, sin embargo han estado hasta ahora escasamente atendidos (cunado no completamente olvidados) por las agendas políticas. El Acuerdo de Coalición no termina de acertar en el enfoque institucional de la realidad local, aunque muestre algunas propuestas de interés, otras de marcada ingenuidad (derogar toda la LRSAL), aspectos marcados por la ambigüedad y algunos silencios que son, cuando menos, reveladores (en el documento no se cita ni una sola vez la expresión «diputaciones» ni tampoco «provincias»). En todo caso, habrá que esperar cómo se articulan efectivamente esas aún abstractas propuestas, pero ya se dan algunas pistas.

RETOS DEL GOBIERNO MUNICIPAL: 2019-2023 (I)

 

LOCAL GOVERNMENT

 

“En el municipio, como en todo lo demás, el pueblo es la fuente de los poderes sociales, pero en ninguna parte ejerce su poder de forma tan inmediata como en él”

Alexis de Tocqueville, La democracia en América 1, Alianza, p. 60)

Presentación

Cuando el reconocimiento de la autonomía local ha superado el umbral de los cuarenta años y este mismo año 2019 se celebra también el cuarenta aniversario de las primeras elecciones municipales, así como cuando nos encontramos en los primeros pasos de una campaña municipal literalmente tapada por las elecciones legislativas de 28 de abril, tal vez sea oportuno llevar a cabo una somera reflexión sobre el pulso actual del gobierno local, aproximándonos a los desafíos a los que se deberá enfrentar en los próximos años.

Llama poderosamente la atención el sepulcral silencio político que los temas locales han tenido en la pasada campaña de las elecciones legislativas. Solo la retórica invocación de la “España vaciada” ha podido crear algo de espejismo. Pero lo cierto es que en los debates sobre políticas de futuro ha estado completamente ausente el hecho local. Ni una sola mención a la planta municipal, tampoco al papel de las diputaciones, menos aún a los problemas de financiación y no digamos nada del objetivo por mejorar la autonomía municipal y los servicios públicos locales. A pesar del duro mazazo que supuso la reforma local emprendida en 2013 cuando la crisis estaba en su momento álgido, ninguna fuerza política ha hecho de la autonomía municipal una de sus banderas electorales. No interesa el nivel de gobierno local, siempre ha sido visto como el hermano pobre de nuestra institucionalización. Y parece que así seguirá siendo por tiempo indefinido. Algo que contrasta con la mejor imagen que tiene ese nivel de gobierno, sobre todo confrontado con el autonómico o estatal.

Sin embargo, los retos a los que se enfrenta el mundo local en los próximos años son inmensos. No puedo tratar aquí, ni de lejos, todos ellos. Pero un simple apunte sobre el enunciado de algunos de ellos nos servirá de faro para concretar las tareas pendientes. Y para abordar este análisis, plantearé el problema desde dos ángulos, uno más exógeno y el otro de carácter principalmente endógeno (aunque no se puedan diseccionar ambos planos): a) Marco general de la política local; y b) Gobernanza municipal. El tratamiento de ambos objetos lo haré en sendas entradas. Veamos.

 Retos del marco general de la política local

La cuestión local, según decía, ha estado plenamente ausente de la agenda política estos últimos años. Tras el fuerte embate contra la autonomía municipal que supuso la reforma local, en una parte frustrado por la propia jurisprudencia constitucional y en otra paralizado por la impotencia de las diputaciones provinciales de asumir el nuevo rol dispositivo que la ley les encomendaba, todas las fuerzas políticas de la entonces oposición política abogaron por su derogación. No obstante, una vez publicadas en el BOE no es tan fácil derogar las leyes, por mucho que se anuncie. Los consensos contra no siempre se reproducen en consensos pro. Y el error fundamental de aquella fracasada reforma local fue hacerse contra los municipios, y con un objetivo exclusivo de ahorro del gasto público o reducción del déficit, como analizó en su día el profesor Embid Irujo. Una lectura de los discursos políticos de Frankiln D. Roosevelt en plena etapa del New Deal nos pone de relieve el enorme protagonismo que tuvieron los gobiernos locales en la salida de la crisis durante los años 1933-1936. Mientras entonces se hacía eso, aquí optamos por limar las competencias municipales y desarmar a los municipios de hacer políticas locales anticrisis (sociales, de vivienda, educativas, etc.).

En cualquier caso, el sistema local de gobierno se enfrenta en los próximos años a un sinfín de desafíos a los que la política general debiera dar (y cuanto antes mejor) alguna respuesta. Y entre ellos cabe citar sucintamente los siguientes:

  • España ha carecido de tradición continuada de autonomía local. La construcción de la realidad político-institucional del municipio y de las provincias se hizo durante los siglos XIX y XX básicamente a través de largos períodos de gobiernos moderados o conservadores, así como durante dos regímenes dictatoriales. La legislación local básica todavía tiene muchas huellas de ese pesado legado histórico.
  • El marco normativo básico que regula los gobiernos locales, inicialmente fortalecedor de la autonomía local (1985), se ha ido quedando obsoleto. Treinta y cuatro años no pasan en balde. Remendado en distintos momentos históricos, sin hilo conductor, y en algunos casos con vocación claramente contradictoria a sus postulados iniciales (LRSAL), está pidiendo a gritos una revisión profunda que devuelva la coherencia y el protagonismo a esa institución tan próxima a la ciudadanía, como es el municipio.
  • La planta municipal atomizada sigue siendo uno de los problemas más serios del modelo de gobierno local actualmente existente. Solo existen dos opciones: a) simplificar la planta municipal a través de una reforma legal, no exenta de notable dificultad; o b) reordenar el back office y la prestación de servicios municipales a través de modelos de agrupación voluntaria o mediante decisiones normativas, que transformen ese espacio local en ámbitos organizativos de eficiencia y buenos servicios a la ciudadanía (mancomunidades polivalentes, comarcas, etc.).
  • Particular problema presenta qué hacer con las actuales diputaciones de régimen común. Mientras siga perviviendo una planta local atomizada, la necesidad objetiva de esas u otras instituciones similares es inevitable. Como ha expuesto acertadamente el profesor Manuel Zafra, lo importante en este caso no es el nombre, es la función. No sirve el argumento de que sus competencias se agreguen a las Comunidades Autónomas, pues ello rompe en pedazos el principio de subsidiariedad. Otra cosa es repensar su modelo institucional y su finalidad. Las diputaciones provinciales han estado (y siguen estando) muy cuestionadas desde algunas perspectivas políticas y académicas. La Ley de 2013 (27/2013) buscó redefinir su rol institucional, pero su carácter dispositivo y la escasa interiorización de su nuevo rol, la han convertido en papel mojado. Tendrán que reinventarse profundamente si quieren sobrevivir sin constantes sobresaltos existenciales.
  • El sistema de gobierno municipal sigue lastrado por una ley electoral de la etapa de la transición en 1978 (por ejemplo, elección de diputados provinciales), revisada en 1985 (LOREG), y reformado el sistema en cuanto a forma de gobierno (moción de censura, cuestión de confianza), en diferentes momentos. Pero todavía sigue pesando mucho la concepción corporativa, que impide un desarrollo efectivo de un sistema de gobierno municipal asimilable, mutatis mutandis, a los demás (autonómico y estatal). Sin duda, la geometría variable del hecho municipal y su minifundismo, es un dato determinante para que esa rancia concepción corporativa subsista. Esa impronta corporativa ha llegado incluso a afectar a pronunciamientos del propio Tribunal Constitucional en los denominados municipios de gran población (STC 103/2013). Pero el que los municipios no dispongan de capacidad legislativa no puede ser argumento para no reconocer su exquisita naturaleza política (como lo han venido a resaltar las leyes autonómicas de nueva generación: LAULA, LILE y LGAMEx).
  • Los gobiernos locales, pero especialmente buena parte de los gobiernos municipales, disponen de “máquinas administrativas” inadaptadas a los retos de futuro. Lo expresó de forma diáfana Luciano Vandelli hace más de veinte años: “Hay un punto sobre el cual los nuevos Alcaldes están de acuerdo. Este tiene que ver con la valoración de las máquinas burocráticas que han heredado. Máquinas descompuestas, disociadas, desmotivadas (…) los alcaldes están cohibidos –concluía- por la resistencia sorda del cuadro burocrático”. Es urgente e inaplazable invertir en organización. No se puede hacer buena política sin buena administración. Ni puede haber buena organización sin buena política. Es un sueño inalcanzable.
  • La política local se sigue haciendo de espaldas a la organización, como si cabeza y tronco del mismo cuerpo actuaran con lógicas y comportamientos distintos. Esa concepción dicotómica (políticos/burócratas) apenas ha sido superada en muy pocos municipios. La inexistencia de una dirección pública profesional que actúe de argamasa, impide radicalmente ese imprescindible (y hoy en día inexistente) alineamiento entre política y gestión. Políticos y funcionarios viven, en no pocas ocasiones, de espaldas. Sus marcos cognitivos y su tempo son muy distintos. Pero ello no debe impedir un correcto alineamiento.
  • Sobre el mundo local planean igualmente desafíos de enorme magnitud, cuya capacidad de respuesta es muy desigual, dada la enorme heterogeneidad (nunca reconocida realmente por la legislación). Así, cabe plantearse cómo puede enfrentarse el pequeño y mediano municipio a los retos de la digitalización o de la (inmediatamente) futura automatización. O a las amenazas del cambio climático (el “nuevo régimen climático” del que hablara Bruno Latour).
  • Nada menores son los desafíos organizativos y procedimentales que se plantean por las “nuevas leyes”, por lo común incumplidas o cumplidas con la boca pequeña, salvo aquellas que se refieren a la estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera, donde las exigencias de cumplimiento son más marcadas. La siempre pendiente Administración electrónica, la simplificación de trámites y reducción de cargas, la transparencia, la reducción del sector público local, la indigesta y compleja aplicación del nuevo marco normativo de contratación pública, así como la aplicación de la nueva normativa en materia de protección de datos. El imperio de las formas no puede encorsetar la acción política hasta hacerla inviable. Hay que buscar puntos de equilibrio razonables. Y solo el trabajo conjunto políticos/directivos/empleados públicos lo logrará.
  • Y, en fin, sobre las estructuras del empleo público local se siguen cerniendo –como analizó en su día el profesor Sánchez Morón- los mismos problemas de siempre (fuerte presencia de clientelismo político, escaso papel del sistema de mérito en el acceso, organizaciones burocráticas o tramitadoras, sindicalización elevada que captura las políticas de personal, etc.), pero a ellos se añaden otros nuevos: el inevitable relevo generacional ante el envejecimiento marcado de las plantillas y la también inaplazable tecnificación de los empleos públicos, como consecuencia del problema anterior y de la revolución tecnológica que está llamando a las puertas de la Administración Pública, también de la local.

“REMUNICIPALIZACIÓN” DE SERVICIOS PÚBLICOS: LA PROBLEMÁTICA DE LOS RRHH

(A propósito del libro de Federico A. Castillo Blanco, La reinternalización de servicios públicos: aspectos administrativos y laborales, CEMICAL, 2017)

 

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“El problema del personal es fundamental, (…) está creando las mayores discusiones cuando se trata de llevar a cabo procesos de reinternalización, porque aquí chocan dos lógicas distintas. Por un lado, la lógica protectora de los trabajadores; por otro lado, la lógica del derecho público, que establece que para poder ingresar como funcionario público ha de hacerse un proceso de selección. Surgen entonces grandes tensiones”.

(J. Tornos, “La llamada remunicipalización de los servicios públicos locales. Algunas precisiones conceptuales”, Cuadernos de Derecho Local, 43, p. 29)

 

Mucho se ha escrito sobre la “remunicipalización” de servicios públicos en estos últimos tiempos. Parte de la doctrina administrativista ha rebautizado el concepto como “reinternalización”; sus razones tiene. El objeto de esta reseña es dar noticia de la aparición de un libro que aborda uno de los problemas más complejos de tales procesos, como es el de la implicación que tienen sobre las políticas de personal. El profesor Castillo Blanco centra la atención sobre el ámbito local, siempre el más desprotegido para hacer frente a soluciones normativas “ad hoc”, más fáciles de adoptar cuando se tiene la llave de la potestad legislativa. Este es un campo que el autor conoce bien y se mueve con comodidad, en las siempre complejas categorías de mezclar administración local, organización y personal, contratación pública, así como Derecho Laboral. Trabajo con muchas referencias jurisprudenciales, que ayudan. Y que bebe de fuentes doctrinales solventes.

El tema de la reinternalización de los servicios públicos locales y más aún en lo que afecta a los temas de personal es particularmente complejo por el cruce de diferentes sistemas normativos, sectores del ordenamiento jurídico, así como legislaciones generales y específicas en función de cada materia. El cruce entre Derecho derivado de la Unión Europea (Directiva 2001/23/CE) con el ordenamiento jurídico interno, incluso a nivel constitucional, plantea problemas de adecuación que deben resolverse integra o armónicamente y algunos de ellos no son fáciles (véase sobre el particular la Declaración 1/2004, sobre el Proyecto de Constitución Europea): por ejemplo, cómo salvaguardar el derecho de acceso al empleo público de conformidad con los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad, con la subrogación derivada del mantenimiento de los derechos de los trabajadores en el caso de transmisión de empresas, centros de trabajo o unidades productivas al ámbito público.

Ciertamente, la jurisprudencia constitucional cerró de un portazo la invocación del artículo 23.2 CE en lo que afecta al empleo público laboral, en una interpretación ciertamente discutible. El derecho fundamental de acceso en condiciones de igualdad (y de permanencia) en la función pública no alcanza en su contenido al empleo público laboral, pero sobre todo representa que no puede ser invocada la vulneración de tal derecho en un recurso de amparo. Pero eso no puede implicar que al empleo público laboral no le sean aplicables los principios de mérito y capacidad (artículo 103.3 CE, en una concepción amplia y contextualizada actualmente de la noción de “función pública”), como tampoco que no le sea aplicable el principio de igualdad por determinación legal (artículos 55, 61 y disposición adicional primera del TREBEP), ya que no constitucional.

Este es el gran problema al que debe hacer frente la reinternalización de servicios públicos locales: cómo casar principios constitucionales y legales en materia de acceso al empleo público con el automatismo de la integración de un personal que no ha acreditado tales exigencias y que se inserta en la nómina administrativa o del sector público, en principio, con carácter definitivo; pues su relación laboral fija no se puede trastocar mediante el fácil recurso a la figura “comodín” del personal laboral por tiempo indefinido porque se perturbaría totalmente la finalidad de la Directiva 2001/23/CE: en este caso, en la sucesión de empresas o subrogación, como recordó Joan Mauri y resalta también Federico Castillo, no hay fraude de ley ni falta de diligencia o relajación en el cumplimiento de la legalidad, sino todo lo contrario: el Derecho de la Unión Europea y la Ley (Estatuto de los Trabajadores) se cumple en sus justos términos. Hay que garantizar los derechos de los trabajadores obtenidos en la empresa cedente por parte de la cesionaria, nada que objetar. No se puede pretender travestir en laboral por tiempo indefinido a quien ya es laboral fijo; la finalidad de la normativa europea lo impide. No hagamos, por tanto, trampas; aunque la estación de destino sea el sector público.

Y es aquí donde surge una nueva figura (otra más) de empleado al servicio del sector público (pues cobra de los presupuestos públicos), pero en este caso es un empleado “no público” (según la disposición adicional vigésimo sexta, apartado primero, de la Ley 3/2017, de 27 de junio, de Presupuestos Generales del Estado para 2017): es el juego de las “Matrioskas” aplicado al empleo público. Ahora tenemos algo nuevo: un empleado, en efecto, que presta sus servicios en una Administración pública o en el sector público, donde se ha incorporado mediante procedimientos de remunicipalización o de reinternalización. Sin otra acreditación.

Un empleado, asimismo, que se encuentra extramuros de la categoría genérica de empleados públicos del artículo 8 TREBEP; que no es, por tanto, personal laboral fijo, ni personal laboral temporal, ni siquiera personal laboral por tiempo indefinido, tampoco personal laboral de empresas públicas (que no es empleado público, pero sí empleado del sector público). Ahora, como bien señala el autor, ya tenemos otra nueva categoría específica de “servidor público”, una suerte de figura nueva que se mueve en el limbo o en una burbuja, pues es personal subrogado en la Administración Pública o en el sector público, que por su propia condición solo se puede insertar en tales entidades públicas con la condición “a extinguir” y no se le pueden reconocer derechos y expectativas laborales que estén vinculados a aquellos empleados públicos para cuyo acceso se hayan debido superar procesos selectivos abiertos y competitivos. Al menos de momento.

En cualquier caso, esta nueva figura complica el ovillo existente, que ya estaba de por sí bastante entrecruzado. El legislador se enreda una y otra vez. Las previsiones de la LPGE-2017 en esta materia no añaden precisamente mucha luz, sino más bien sombras. El operador político y técnico se enfrenta, así, a un sinfín de problemas prácticos que en ocasiones son casi irresolubles, o cuando menos abren interpretaciones divergentes (en el “supermercado de la doctrina jurisprudencial” o incluso de la jurisprudencia) que dan pie a un cúmulo importante de litigios. Cada uno sienta doctrina, que para eso está.

Realmente, la complejidad de los problemas que se abren con este tipo de procesos es elevadísima. Y, por tanto, ayuda notablemente disponer de trabajos como el elaborado por Castillo Blanco o algunos anteriores sobre esta misma materia, por ejemplo los de Susana Rodríguez Escanciano o de Joan Mauri, por solo aportar dos nombres que se mueven en el espacio “mixto” (administrativo/laboral o viceversa). El autor, en este caso, analiza el problema desde una óptica también plural: se adentra en la tramitación administrativa del expediente de reinternalización, donde mantiene una tesis de impronta propia, que cabe compartir. Cuando se trata de un servicio público no económico (esto es, un servicio público reservado al sector público) es superfluo (e inadecuado) tramitar el expediente acreditativo y de oportunidad del artículo 97 TRRL. Tesis que comparto.

Lo mismo cabe añadir en el caso del cómputo o no cómputo a efectos de tasa de reposición de ese personal internalizado como consecuencia de una sucesión de empresas. La lógica institucional (¿para qué y por qué se creo esa figura?) de la tasa de reposición nada tiene que ver con la reinternalización de un servicio público: en este caso el personal se incorpora a la Administración pública por previsión del Derecho de la Unión Europea y de la legislación laboral. No hay manipulación de las normas vigentes ni se pretende sortear su aplicación. En esto la LPGE-2017 ha generado más confusión que claridad.

Castillo Blanco estudia también el ámbito subjetivo de aplicación de las disposiciones relativas a la subrogación en la esfera de las relaciones laborales y su extensión al sector público, analizando los supuestos de reorganización o reestructuración administrativa y las excepciones a la normativa europea y a la legislación laboral. Pone algunos ejemplos evidentes, como el de los Consorcios (un supuesto típico de reestructuración, ajeno a la sucesión de empresas). Analiza, acto seguido, diferentes modalidades de sucesión de empresas que se producen en estos casos (sucesión ope legis, la sucesión de plantillas como variable jurisprudencial, la subrogación convencional y, en fin, la subrogación derivada de la legislación contractual). Particular interés tiene el tratamiento de las consecuencias para los trabajadores de los mecanismos de integración en el sector público. El “principio de continuidad” o la transmisión universal de derechos y obligaciones es y debe ser la pauta que inspira el espíritu de la directiva: “proteger a los trabajadores en caso de cambio de empresario, en particular para garantizar el mantenimiento de sus derechos”. El Derecho de la UE marca territorio en este punto. Ya lo había hecho en 1977 y lo perfecciona (en línea con la jurisprudencia del TJUE) en 2001.

En fin, una vez definido el molde de acogida para este tipo singular de trabajadores “públicos”: el personal (o trabajador) subrogado, que se inserta como figura a extinguir, un aspecto determinante es el estatuto jurídico que se deriva de esa nueva relación (“de continuidad”) procedente del sector privado y que ahora se entromete en el sector público. Un traje poco apropiado para vestir “ex novo” y que requerirá un período de adaptación hasta que el cuerpo del subrogado se pueda encajar cómodamente en el vestido del sector público. Salvo pacto en contrario, el personal heredado mantiene sus condiciones de trabajo derivadas del convenio colectivo de la empresa cedente y mientras aquel se encuentre en vigor. Cuando el convenio venza o se extinga la cosas cambiarán presumiblemente. Pero el personal subrogado tiene limitaciones evidentes a la hora de asumir derechos o expectativas propios del personal laboral por tiempo indefinido. Y esto, en principio, lo marcará como un extraño en la propia organización pública: tiene el subrogado una movilidad reducida a su propio espacio institucional (u organizativo) objeto de subrogación, tampoco puede hacer uso de la promoción y, todo lo más, podrá ir con el tiempo viendo como sus derechos se van equiparando con los del resto de empleados públicos, pero no será tal hasta que supere un proceso selectivo abierto y competitivo. Mientras tanto, su vulnerabilidad en caso de despido objetivo es mucho más elevada (por la preferencia en la permanencia que tiene el personal laboral fijo en despidos por causas organizativas, como podría ser el caso) y su encuadre en la organización pública nunca será completo. Pero no cabe extrañarse en exceso por estas situaciones irregulares: en no pocas administraciones y entidades públicas (especialmente locales) lo común son las circunstancias atípicas, lo infrecuente allí es la existencia de personal funcionario de carrera o laboral fijo como figuras dominantes. Esta es la madeja o el lío (especialmente en el ámbito local) que hemos ido creando. Unas veces por dejadez, otras por falta de diligencia y en algunos casos por puro clientelismo. No se si habrá alguien que sepa desatar semejante madeja, cada día más alambicada. El autor lo intenta en las páginas del libro y en unas meritorias conclusiones. El sistema de empleo público, con tanto injerto extraño, agoniza. Algunas de las propuestas del profesor Castillo Blanco deberían al menos valorarse. Se requiere, a su juicio, una reforma en profundidad del empleo público laboral. Apuesta por la construcción efectiva de esa relación laboral especial de empleo público que quedó a medio hacer. Esta es su tesis. En verdad hace falta repensar la función pública en su conjunto. Aunque también ese tema que trata el autor, por más que nadie se dé por aludido.

COMPETENCIAS MUNICIPALES Y ACTIVIDADES COMPLEMENTARIAS

(ERRORES DE DISEÑO NORMATIVO Y DEFERENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL HACIA EL LEGISLADOR)

 

La pretendida reordenación de las mal denominadas como “competencias impropias”, luego redefinidas por el legislador (tras el tirón de orejas del Consejo de Estado) como “competencias distintas de las propias y de las atribuidas por delegación” y, finalmente, vueltas a rebautizar por el Tribunal Constitucional (siguiendo algunas opiniones doctrinales: Francisco Velasco) como “competencias propias genéricas” (STC 41/2016), que se diferencian de las “competencias propias específicas” en el dato que estas son las reconocidas por el legislador sectorial como propias y aquellas son las que asume voluntariamente la entidad local siempre que no pongan en riesgo la sostenibilidad financiera de la Hacienda “municipal” en su conjunto y no se incurra en un supuesto de ejecución simultánea del mismo servicio público por otra Administración Pública, ha terminado por ser un fiasco rotundo que ha sido salvado por el Tribunal Constitucional poniendo énfasis en los trámites formales y olvidándose meridianamente de la debilidad manifiesta de la autonomía municipal que tales procedimientos comportan.

En verdad, toda esa artificial construcción provenía de las obsesiones ministeriales por eliminar las pretendidas “duplicidades” en las que al parecer incurrían las denominadas como “actividades complementarias”, antaño reguladas por el artículo 28 LBRL, derogado fulminantemente con ese objetivo purificador por la LRSAL. La idea fuerza que alimentó esa derogación fue, por un lado, pretender reordenar las competencias municipales (no así, paradójicamente, las provinciales), pues según el preámbulo de aquella ley era pretendidamente en el nivel de gobierno municipal donde se producían tales disfunciones o duplicidades por ese poder tan perverso como se presumía que era el ejercido por los ayuntamientos, en su afán siempre vivo de transformarse en “descubridores (universales) de competencias” (Manuel Zafra). Que no es otra cosa que vivir en la proximidad, pues esta obliga. Por otro, se quería evitar que los municipios hicieran otras cosas que las meramente tasadas en la propia LBRL, objetivo que pronto se mostró imposible. El fracaso de la reforma estaba incubado en su propio diseño. Una lectura sistemática de esa reforma con el espíritu de la Carta Europea de Autonomía Local hubiese dado soluciones legislativas y jurisprudenciales muy diferentes. Se ignoraron tanto por unos como por otros. Y aun así, por ese afán conservador de las normas mediante interpretaciones conformes con la Constitución en ocasiones no poco forzadas, se mantuvo la constitucionalidad del artículo 7.4 LBRL en una larga secuencia de sentencias que se inaugura con la de 3 de marzo de 2016 (STC 41/2016) y luego se replica con persistencia en las posteriores hasta llegar a la STC 107/2017 donde el Tribunal Constitucional tuvo una ocasión de oro para enmendar los errores, pero una vez sancionados se encontró atrapado en su propia trampa argumental.

En efecto, un Tribunal Constitucional tibio y timorato, con un manejo nada cuidadoso de la agenda judicial (¿por qué conoció en último lugar el conflicto en defensa de la autonomía local frente a las impugnaciones de parlamentarios y comunidades autónomas contra una ley que si a alguien afectaba era a los propios municipios?), declaró inconstitucional lo obvio, interpretó razonablemente lo que debía ser una lectura adecuada en clave de autonomía local, pero también se equivocó (o pecó de prudente, y a veces de imprudente) en otros ámbitos de la ley que –se mire como se mire- no tenían encaje razonable en un concepto de autonomía municipal mínimamente enérgico, algo que el propio Tribunal Constitucional nunca ha sabido construir cabalmente.

Y este fue el caso de las mal denominadas competencias “no propias” (o no atribuidas expresamente a los municipios por la legislación sectorial). La solución del Tribunal ha resultado ser puramente contemporizadora y sus resultados frustrantes. Veamos este punto.

Dado el carácter de esta entrada, prescindiré de un análisis detenido de la jurisprudencia constitucional sobre este punto (algo en lo que estoy empeñado y espero que vea la luz próximamente). Pero, en su primera aproximación prematura al problema (STC 41/2016), que se plantea –no se olvide- desde una perspectiva de defensa de las competencias autonómicas y no de la autonomía municipal (pues no en vano es una Asamblea autonómica quien impugna la LRSAL), el Tribunal Constitucional viene a reconocer implícitamente que los municipios pueden ejercer cualesquiera competencias, “pero con sujeción a exigentes condiciones materiales y formales (artículo 7.4 LBRL)”. Con lo cual la derogación del artículo 28 no implica en ningún caso que los municipios vean limitado ejercer actividades, prestaciones o servicios que no se encuadren dentro de la competencia “propia” reconocida por la ley sectorial. Pero para su ejercicio se requiere el cumplimiento de una serie de exigencias de las cuales, aparte de las dos citadas (sostenibilidad financiera y no duplicidad), el aspecto más crítico de esta regulación descansaba en que se condiciona el ejercicio de tales competencias a la existencia de sendos informes necesarios y vinculantes de la Administración competente en razón de la materia (duplicidad) o la que ejerza la tutela financiera (sostenibilidad financiera).

La duda que planeaba razonablemente sobre esos procedimientos es hasta qué punto la naturaleza de tales informes (necesarios y vinculantes) encajaba con el principio de autonomía municipal y no suponían, en verdad, controles que pudieran vulnerar tal principio. Y el Tribunal en este punto llevó a cabo una interpretación un tanto forzada dirigida a reconocer que de ese enunciado legal no se derivaban realmente ningún sistema de controles, ni de legalidad ni de oportunidad, sino que lo que efectivamente se realizaba “en cierto modo” (sic) eran “técnicas para la delimitación de las competencias locales” (STC 154/2015). No puede ser más débil el argumento. Pero dejar tanto poder discrecional en manos de la Administración titular de la competencia (generalmente la Administración autonómica), dado el carácter abierto del enunciado normativo y la inexistencia de un procedimiento que regulara tan importantes trámites (algo que endosa el TC a las Comunidades Autónomas tras la STC 107/2017), era un agujero negro que se había de taponar de algún modo. Y aquí el Tribunal se muestra “creativo”: el artículo 7.4 LBRL –concluye- no vulnera o no afecta a la garantía constitucional de la autonomía local, pero sí que se podría producir lesión de tal autonomía “si a través de aquellos informes y exigencias materiales” se impida “que los municipios intervengan en los asuntos que les afecten con un grado de participación tendencialmente correlativo a la intensidad de sus intereses”. Son, por tanto, esas Administraciones que han de elaborar los informes previos las están directamente vinculadas por la garantía constitucional de la autonomía local. Dicho en palabras del TC: “Son ellas –no el art. 7.4 LBRL– las que podrían llegar a incurrir en la vulneración denunciada si impidieran efectivamente en casos concretos una intervención local relevante en ámbitos de interés local exclusivo o predominante (…) Consecuentemente, la impugnación del art. 7.4 LBRL, en cuanto a que los controles previstos vulnerarían la garantía constitucional de la autonomía local, debe reputarse «preventiva» y, por ello, desestimable”. Algo sobre lo que incide, si se quiere en términos más contundentes aún, la STC 107/2017: De modo que la Administración competente según la materia, si en el marco del artículo 7.4 LBRL, ante supuestos de efectiva ejecución simultánea, emitiera informe negativo fijándose solo en el dato de la duplicidad competencial, sin ponderar los intereses territoriales que pudieran justificar que sean otros niveles de gobierno –incluido el autonómico– quienes dejen de realizar el servicio, podría vulnerar la autonomía de los entes locales”.

Por tanto, serán las Administraciones autonómicas las que deberán medir con exactitud los supuestos de denegación del ejercicio de esas competencias “no propias” abriendo un frente de reclamaciones jurisdiccionales que, como diré inmediatamente, es sencillamente absurdo por dilatorio y supone una afectación indudable al pleno ejercicio de la autonomía municipal, al menos en lo que a las actividades “complementarias” comporta.

Sentada esa doctrina en la primera sentencia de la larga secuencia de impugnaciones de la LRSAL, el problema ya no tenía solución. Pero cuando se manejan mal (o torticeramente) las agendas judiciales las soluciones primigenias pueden mostrar todas sus limitaciones en pronunciamientos futuros. Y eso es lo que ha sucedido con la STC 107/2017, de 21 de septiembre, que resuelve el conflicto en defensa de la autonomía local planteado por 2.393 municipios contra la LRSAL. No es admisible que una Ley que erosionaba gravemente la autonomía municipal se resuelva según cánones interpretativos construidos a través de sentencias recaídas en diferentes recursos de inconstitucionalidad planteados principalmente en defensa de competencias autonómicas. La sensibilidad local del TC ha sido, en este caso, inexistente, también a la hora de analizar tales impugnaciones, al menos en algunos casos como el que nos ocupa.

Cuando el Tribunal conoce el conflicto en defensa de la autonomía local, ya todo (para bien o para mal) estaba dicho. Pero aun así, ante las fundadas alegaciones de los recurrentes en torno al artículo 7.4 LBRL, la citada Sentencia debe dedicar una serie de reflexiones adicionales dirigidas a intentar justificar lo que en algunos casos es sencillamente injustificable. Y el punto más relevante de la citada sentencia es cuando se ocupa de diferenciar lo que es “duplicidad” de lo que es “actividad complementaria”. En el fundamento jurídico 3 de la citada sentencia se dice muy claro:

Por otra parte, no cabe identificar los conceptos de «complementariedad» y «duplicidad». Ciertamente, la Ley 27/2013 no acota ni define los supuestos de «duplicidad» competencial; se limita a identificarlos con la «ejecución simultánea del mismo servicio público» por parte de dos Administraciones públicas. Pese a la indefinición normativa, un sencillo análisis semántico permite apreciar lo siguiente: una actividad «complementaria» en el sentido del antiguo artículo 28 LBRL no es, necesariamente, una actividad «duplicada» a efectos del nuevo artículo 7.4 LBRL, esto es, una tarea incursa por definición en la prohibición de «ejecución simultánea del mismo servicio público» por parte de varias Administraciones públicas

El TC descubre lo obvio: donde hay “complementariedad” no existe “duplicidad”. Lo que no sabe extraer las consecuencias de ese “descubrimiento”, que deberían haber sido nada menores. El concepto de duplicidad no se define en la Ley, en efecto, pero hay pistas suficientes para construirlo de forma adecuada (aunque el Tribunal huya de tal esfuerzo), puesto que si no hay “ejecución simultánea del mismo servicio público” no puede haber duplicidad. Y ello cabe entenderlo como que ese mismo servicio, actividad o prestación se desarrolla en el mismo territorio y para la misma población por otra Administración Pública (a la que se presume ser titular de la competencia). Ese sería el elemento que impediría su ejercicio. Además, ese concepto inferido de “duplicidad interadministrativa” encuentra plena correspondencia (algo que con frecuencia se olvida) con el concepto de “duplicidad orgánica” que se ha reflejado por el legislador básico estatal en el artículo 5.4 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de régimen jurídico del sector público. Que hace referencia a los mismos elementos: dos órganos que actúan sobre el mismo territorio y la misma población. Y así se ha establecido también en diferentes normas o leyes autonómicas (por ejemplo, artículo 16.4 de la Ley 2/2016, de 7 de abril, de instituciones locales de Euskadi, LILE).

Por consiguiente, en las actividades complementarias tal duplicidad no existe. Y esa constatación que es una evidencia en sí misma, hace absolutamente superfluo, por dilatorio y entorpecedor, “la necesidad” del trámite previsto en el artículo 7.4 LBRL; puesto que de exigirse, como así parece exigirlo el Tribunal Constitucional, aparte de reconocer lo obvio de que una actividad complementaria no es duplicidad, se está afectando a la plena efectividad de la autonomía local. En estos casos, como diseñó con pleno respeto al principio de autonomía local y a la CEAL el artículo 16.7 y 8 LILE, para el ejercicio pleno de tales actividades, servicios o prestaciones por parte de los municipios solo es necesario que los servicios técnicos del ayuntamiento correspondiente (secretaría e intervención) acrediten motivadamente que la actividad que se quiere emprender es de carácter complementario y no incurre, por tanto, en duplicidad o afectación a la sostenibilidad financiera. Tampoco se puede obviar que esas exigencias de trámites –a pesar de la “cruzada” del Ministerio en este punto- no se deberían volcar sobre las actividades que ya se venían ejerciendo por los municipios antes de la entrada en vigor de la LRSAL, pues no en vano el enunciado legal introduce el concepto de “nuevas competencias”, sintagma que no debiera ser orillado como si no existiera. Debe tener valor interpretativo, sin duda. Pero ahora no toca ocuparse de esta cuestión.

Pero es que, además, si una actividad es “complementaria” y no existe, en principio, ningún tipo de duplicidad: ¿qué sentido tiene envolver al ayuntamiento en una compleja madeja de trámites formales (pues en este caso la dimensión material desaparece por completo) y dilatar el ejercicio de esas competencias “ad calendas graecas”?, ¿no es eso erosión de la autonomía municipal?

Y no vale con diferir el problema a lo que digan las normas autonómicas que establezcan el procedimiento, pues los trámites son muy distintos según los casos, plagados de exigencias complementarias en algunos supuestos y en otros de menos, o la naturaleza del silencio administrativo también se prevé de forma diferente, según los casos. Este “margen de configuración” tan etéreo puede colocar a los ayuntamientos en situaciones totalmente diferenciadas cuando de ejercer sus competencias se trata. La garantía constitucional de la autonomía municipal y la derivada de la propia CEAL no puede consentir supuestos tan variopintos y regulaciones tan limitativas de esa autonomía, cuya mayor expresión es precisamente el ejercicio del autogobierno mediante sus propias competencias. Una vez más, el TC no ha sabido salvaguardar un mínimo común de garantía constitucional de autonomía municipal que ningún otro poder configurador pueda lesionar.

La solución es muy sencilla: ese precepto se ha mostrado inútil y disfuncional tal como está configurado y, especialmente, tal como ha sido interpretado por el Tribunal Constitucional (habrá que ver qué dice ese supermercado de jurisprudencia que es el orden jurisdiccional contencioso-administrativo). Por tanto, lo mejor es derogarlo directamente. O, en su defecto, modificar su enunciado en los términos antes expuestos, cuya regulación más garantista de la autonomía local es la vasca, antes citada. No caben otras soluciones, salvo que pretendamos una vez más abrir un sinfín de estériles batallas jurisdiccionales que el Tribunal Constitucional no ha sabido (o no ha querido) cerrar en este caso y poner una vez más a la (incomprendida) autonomía municipal a los pies de los caballos.

COMPETENCIAS MUNICIPALES: ESTADO DE LA CUESTIÓN

“A falta de una regulación constitucional directa, y más o menos pormenorizada, de los contenidos de la autonomía local, su protección con una garantía institucional implica que al regularla el legislador ordinario no puede desconocer sus elementos componentes esenciales” (S. Muñoz Machado, Constitución, Iustel, 2004, p. 164)

La garantía constitucional de la autonomía local por lo que respecta al establecimiento de límites al legislador básico (o de desarrollo) en relación con las competencias municipales, es muy frágil. Un análisis de la jurisprudencia constitucional sobre el principio de autonomía local (por todos, los diferentes estudios de Luciano Parejo sobre esta misma materia), constata que esta no ha sabido construir un dique efectivo que preserve un núcleo mínimo de competencias que el legislador debe garantizar a los municipios. Esta doctrina transforma esa garantía constitucional de la autonomía local en el ámbito de competencias municipales (ex artículos 137 y 140) en un mecanismo frágil e inconsistente, que no puede hacer frente a las acometidas reductoras del legislador posterior, como ha venido a sentenciar la reciente jurisprudencia constitucional. A pesar de las bondades de importar esa categoría de «garantía institucional» al ámbito local de gobierno, sus frutos (aunque algunos ha habido) han sido más bien magros.

La LRSAL llevó a cabo un intento de reducir el espacio de autogobierno municipal mediante una “reordenación” de sus competencias. Tras la STC 41/2016, de 3 de marzo, ese ensayo puede entenderse completamente fracasado. Sin embargo, la pretensión de insertar en una norma estructural que regula las instituciones locales (LBRL) disposiciones normativas “medida” dirigidas a hacer frente a realidades contingentes propias de un escenario de crisis económico-financiera y de contención fiscal (a través de un doble rasero de normas de racionalización y normas de sostenibilidad), ha tenido como efecto no deseado perturbar  todo el sistema de competencias municipales y, además, “contaminar” otras instituciones (tales como las mancomunidades: Disposición transitoria 11ª LRSAL), algunos mecanismos de financiación (Disposición transitoria 9ª LRSAL), así como no pocas disposiciones normativas que deben releerse de acuerdo con este nuevo marco básico (re)interpretado por la jurisprudencia constitucional.

Algunas evidencias han quedado claras. La primera es que el artículo 25.2 LBRL no es atributivo de competencias (algo que ya estaba dicho por la STC 214/1989 y que la jurisprudencia más reciente recuerda), sino que únicamente determina una concreción de un estándar mínimo de garantía en clave de competencias municipales que el legislador autonómico sectorial debe respetar (no así, pese al empeño del Tribunal, el legislador sectorial estatal; pues una norma básica, como ha recordado el profesor Velasco, no obliga a una ley estatal posterior).

La segunda radica en que el intento de limitar competencias municipales sectoriales y transferir algunas de ellas a las Comunidades Autónomas ha quedado taponado de raíz por su inconstitucionalidad manifiesta. También queda fuera de juego el confuso empeño de la Disposición adicional 15ª LRSAL en materia de competencias educativas.

La tercera consiste en que una de las pocas previsiones de la LRSAL que defendía la autonomía financiera de los entes locales (el artículo 57 bis LBRL), en concreto la garantía de pago en el ejercicio de competencias delegadas y en convenios con Comunidades Autónomas que incumplieran sus obligaciones financieras, ha sido declarada inconstitucional por motivos formales (no disponer de rango de Ley Orgánica). Los municipios, una vez más, a los pies de los caballos, en este caso autonómicos, para que pisoteen lo que crean conveniente.

Y, la cuarta, estriba en que nada impide –a juicio de la altisonante voz del Tribunal Constitucional- que leyes básicas de régimen local posteriores retranqueen o reduzcan la autonomía local garantizada por las leyes básicas anteriores (por ejemplo, en la supresión del título universal de competencias, en la restricción de las materias garantizadas del artículo 25. 2 LBRL o en la reconducción de las actividades complementarias del derogado artículo 28 LBRL a competencias ejercitables mediante exigentes requisitos establecidos en el artículo 7.4 LBRL). Una garantía “constitucional” de la autonomía local que se asemeja a un chicle o acordeón desafinado. Pobre resultado, solo subsanable por una reforma constitucional que fije un mínimo garantizado de autonomía municipal.

Junto a esas evidencias hay otras cuestiones que quedan en un estadio de claroscuro. Por un lado,  la aplicabilidad de los apartados 3, 4 y 5 del artículo 25.2 LBRL, que si bien mejoran la posición de los municipios cuando el legislador autonómico sectorial pretenda regular una materia, no es menos cierto que no garantizan que lo mismo suceda cuando lo haga el legislador estatal, como también cabe dudar de que esa operación que condiciona una facultad legislativa autonómica pueda ser realizada por un legislador básico local interfiriendo las potestades básicas de autoorganización institucional de las Comunidades Autónomas (¿hasta qué punto el legislador básico puede condicionar formalmente el ejercicio de la potestad legislativa autonómica cuando esta se despliega sobre el ámbito local?: pregunta orillada por  el Tribunal Constitucional; quien no ha cuestionado la constitucionalidad de esos tres últimos apartados del artículo 25 LBRL).

Por otro, hay que registrar las confusiones que en la jurisprudencia constitucional se siguen constatando entre competencia y servicio mínimo obligatorio, algo que no ayuda precisamente a clarificar el sistema competencial de los municipios.

Y, en fin, el eterno problema de la tipología de las competencias municipales. El Tribunal Constitucional, arrastrado por una Ley confusa (artículo 7.4 LBRL) y por algunas opiniones doctrinales, considera que las competencias derivadas del artículo 7.4 tienen también la consideración de “competencias propias”, si  bien sometidas a una serie de exigencias formales (realmente materiales) para su cumplimiento. Sin embargo, un análisis sosegado de ese enunciado legal básico contradice meridianamente tal caracterización, pues una de las exigencias centrales para ejercer tales “competencias” es la de que “la Administración competente por razón de la materia” informe que no existe duplicidad y, por tanto, que “no se incurra en un supuesto de ejecución simultánea del mismo servicio público con otra Administración Pública”. No cabe, por tanto, que “una competencia” sea a la vez de “dos Administraciones”.

De ahí se deriva que realmente lo que hace el legislador básico es facultar a que los municipios puedan llevar a cabo actividades, servicios o prestaciones en ámbitos materiales que son competencia de una Administración Pública, mientras esta  no los desarrolle “sobre el mismo territorio y población” (tal como reza el artículo 5.4 “in fine” de la Ley 40/2015, ya que aunque solo sea aplicable a las relaciones entre órganos administrativos, es la única definición legal básica de “duplicación” actualmente existente). En este punto, la redacción anterior del artículo 28 LBRL era mucho más clara y evitaba todas esas confusiones o especulaciones interpretativas. La jurisprudencia constitucional, por tanto, no clarifica las cosas, sino que las confunde más aun. Llamar a esas actividades como competencias propias solo se puede entender en clave de que el municipio actúe sobre un ámbito material virgen de atribución a un nivel de gobierno (algo poco frecuente). Si lo hace sobre un ámbito material atribuido a otra Administración (supuesto específico del artículo 7.4 LBRL), los problemas aplicativos se multiplicarán, pues es una actividad necesariamente “concurrente” que, por los motivos que fueran, quien es titular de la competencia no presta el servicio o actividad en ese territorio y para la misma población, lo que habilita su ejercicio (temporal) por el nivel local de gobierno (que no es quien ostenta tales competencias, solo atribuibles por Ley y no por decisión administrativa).

En ningún caso, el informe favorable de la Comunidad Autónoma o de la Administración del Estado, en su caso, puede suponer declinar del ejercicio futuro de esa actividad, prestación o servicios en ese ámbito territorial y en esa población por quien sea titular de la competencia, lo que conduce derechamente a una interpretación restrictiva (o cuando menos cautelar) del otorgamiento del informe que permita tal ejercicio. Además, el Tribunal ya advierte: el artículo 7.4 no es inconstitucional por afectar a la autonomía local (es una impugnación “preventiva”, añade), pero si puede afectar a tal autonomía constitucionalmente garantizada el informe que en su día emita la Administración “competente por razón de la materia”, dependiendo de cómo se argumente la negativa a ese ejercicio. Patada “hacia delante”. Un foco más de tensiones jurisdiccionales futuras, que ofrece un marco de fuertes incógnitas en los casos de negativa o, incluso, de problemas ingentes en los supuestos de reversión de “la actividad o servicio” cuando el legislador futuro competente reordene normativamente la actividad y confiera tales servicios o actividades a la Administración “competente en razón de la materia”. Una fuente asimismo de problemas múltiples puesto que esas actuaciones municipales son más bien propias de un sistema de concurrencia imperfecta de competencias. Problemas que han sido incubados por una mala regulación (o una regulación “poco inteligente”) del legislador básico que ha  enturbiado más aun la compleja situación existente de las competencias municipales y que la reciente jurisprudencia constitucional no ha sabido resolver convenientemente. Como siempre esas incertidumbres vuelven al lugar en el que deberán resolverse: es decir, al ámbito municipal de gobierno, donde en no pocos casos los problemas aplicativos se agolparán.  Algo que a los distintos legisladores o al propio Tribunal Constitucional no parece afectarles en exceso, pues el nivel local de gobierno sigue siendo –así se acredita- el eterno incomprendido.

En cualquier caso, se han dado pasos adelante. La clarificación del sistema de competencias municipales ha sido notable en todo lo referente a las declaraciones de inconstitucionalidad antes expuestas. Pero queda un sabor de boca amargo. El Tribunal Constitucional sigue dando una de cal y otra de arena. Hay mucha confusión aún no aclarada. Y eso no es bueno para un sistema competencial municipal que, en no poca medida, continúa dependiendo demasiado del legislador sectorial y ahora también de los humores de las Administraciones Públicas que deban “reconocer” si los municipios son o no “competentes” para desarrollar actividades, servicios o prestaciones que el legislador sectorial no les ha reconocido. Eso de que las competencias municipales se atribuyen por Ley, en este último caso se transforma así en una pura quimera, lo que avala más aun la tesis de que lo establecido en el artículo 7,4 LBRL no podría nunca pretender que la “competencia” municipal ejercida a través de ese procedimiento legal tenga la caracterización de “competencia propia” municipal, sin perjuicio de que tales actividades municipales una vez reconocido que no duplican las prestadas por la administración “competente por razón de la materia” (artículo 7.4 LBRL), se ejerzan en un régimen de libre disposición y autonomía. Son dos cosas distintas, al menos si se quieren dejar claros los conceptos.

NOTA: Este comentario forma parte de las Conclusiones de un breve trabajo titulado “Las Competencias municipales tras la reforma local y la revisión del Tribunal Constitucional”. Si se quiere consultar el trabajo en su integridad puede hacerse en esta misma página Web en la sección de “Documentos”: https://rafaeljimenezasensio.com/documentos/.