ETICA PUBLICA

FUNCIÓN PÚBLICA EN TIEMPOS DE PANDEMIA

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“Es importante tener claro que ni el mundo político ni el de la administración se reforman por sí mismos. Sólo una acción externa puede hacerles cambiar” (p. 32)

Thierry Pfister, La république des fonctionnaires, Albin Michel, París, 1988)

Salvo algunos oficios y actividades, el trabajo en la función pública se realiza, por lo común, en lugares cerrados. Y también en espacios donde la densidad de personas y la proximidad es la regla. Hay algunos casos en los que el contacto físico o, al menos, la cercanía (pensemos en servicios de atención o de prestación al público), es evidente. Ello sin contar con que esos empleados públicos realizan desplazamientos al lugar de trabajo en no pocas ocasiones en transporte público, por no mencionar que también toman el café de media mañana, cuando no (aunque ahora se limiten esas actividades) algún día almuerzan con sus colegas o amigos en restaurantes próximos. El final de las vacaciones incrementará ese tránsito y la consiguiente densidad de relaciones, por no hablar de la vuelta a las clases y sus efectos, que serán multiplicadores. Es así en infinidad de actividades profesionales, por lo que la actividad profesional pública no resulta ninguna excepción.

Así las cosas, en lo que ya es la segunda oleada de la etapa Covid19 (cuya magnitud y profundidad aún desconocemos), el regreso a la actividad profesional de centenares de miles de funcionarios (docentes, personal estatutario, policías, burócratas, directivos, operarios y prestadores de servicios públicos de lo más diverso) se antoja muy complicada, más aún en un país en el que el personal toma sus vacaciones casi de forma generalizada en agosto y la Administración se desperezará lentamente a lo largo de un particular septiembre, que no dará tregua. Así, se pasará de la playa o del monte al Dragon Khan. Sin solución de continuidad.

En efecto, en este desconcertante año el escenario ha cambiado radicalmente. Aunque, por lo visto, a veces no lo parezca. Otra cosa es que las mentalidades se adapten. Las pautas y los hábitos, con leves correcciones, siguen siendo los mismos. Los hombres no cambian, ni siquiera en epidemia, tal como reconociera Albert Camus. Tampoco los funcionarios, cuyas conductas están demasiado arraigadas a costumbres inveteradas. Sin embargo, algo deberá mudar. Y no poco. Pensemos en la gestión de las aulas, por ejemplo. O en la relativa (des)atención ciudadana que se ha producido en algunos servicios durante la pandemia. En la vuelta a la “nueva normalidad” tensada por una pandemia que no cesa, se impondrán la distancia de dos metros (¿?), las mascarillas y el lavado de manos (las tres “M”), marcando la existencia de quienes sobrevivan en las dependencias públicas, pues a una parte considerable del funcionariado que no desarrolla “servicios esenciales” (por ejemplo, si tiene menores o dependientes a su cargo o una “edad de riesgo”), se le permitirá aún continuar teletrabajando y quedarse refugiado en su hogar (donde en ciertos casos será simplemente olvidado, salvo cuando haya que girarle la nómina a fin de mes o cuando un alma caritativa de la oficina se acuerde de ellos al observar día sí y día también la silla vacía, el ordenador de mesa apagado y la ausencia de papeles).

A la espera de que el teletrabajo se regule realmente, mientras tanto se sigue improvisando (¡cómo nos gusta conjugar este verbo!), con la fe ciega por parte de algunos de que estar en el domicilio conectado ya implica desarrollar una actividad profesional, algo que, al menos en ciertos casos, es discutible; aunque en otros, en verdad, no lo sea. Tal como expusimos en su día, sin definir objetivos, concretar tareas, supervisar permanentemente el trabajo desarrollado y evaluarlo, el teletrabajo no es más que un pío deseo o una fórmula vacía. Y no digamos si hay personas menores o mayores dependientes a su cargo también en el mismo espacio y a las mismas horas: conciliar, así, no es realmente teletrabajar. Se trata de otra cosa. Una fórmula mixta. A veces necesaria, nadie lo discute. Pero distinta.

Lo cierto es que esta segunda oleada de la pandemia nos vuelve a poner en nuestro sitio: allí donde hay transmisión comunitaria (y comienza a haberla por doquier) los contagios se pueden multiplicar. Lo ha dicho, con su claridad habitual, la Consejera de Salud del Gobierno Vasco, Nekane Murga. Y, por tanto, los riesgos son numerosos e imprevisibles (una “lotería inversa”, como repito por doquier). Y, en ese caso, el contagio puede provenir de cualquier sitio. No solo por estar en el trabajo, que si se adoptan medidas preventivas suficientes no hay mayor problema que en otros lugares (bastante menor, por ejemplo, que acudir al interior de un bar o restaurante, al supermercado, a una reunión o cena de amigos o viajar en un autobús o tren). La trazabilidad de los contactos en el lugar de trabajo es muy precisa. Por tanto, no es oportuno ni procedente demonizar el lugar de trabajo como foco de contagio, pues en ese caso lo que deberíamos hacer es sencillamente no salir nunca de casa y permanecer confinados eternamente hasta que el cielo de la pandemia escampe. Probablemente, habrá que organizar o planificar de forma cabal la prestación de servicios públicos y un sistema adecuado de rotación, pero debe quedar muy claro que una Administración Pública que, por los motivos que fueren, no atiende las necesidades y demandas de la ciudadanía cuando peor lo está pasando, es sencillamente un trasto inservible, que se debería sustituir por otra cosa.

Pero, dicho lo anterior, la actual Administración Pública tiene, además, un problema añadido: la avanzada edad de sus empleados públicos. Y no es un tema menor. Hay administraciones públicas en las que la edad media de sus funcionarios es superior a 55 años. Ciertamente, no son las edades de mayor riesgo de la Covid19, pero se le aproximan. Hoy en día el porcentaje más elevado de ingresos hospitalarios por Covid19 se mueve en la franja de edad entre 40 y 60 años, que es en la que están la inmensa mayoría (entre un 80 y 90 por ciento) de los empleados públicos. La verdad es que mucho más riesgo ha tenido y tiene el personal sanitario y a nadie se le ha ocurrido vaciar las diezmadas y entregadas plantillas con mecanismos de protección de ese tipo, pues conducirían derechamente a la inviabilidad en la prestación del servicio público de salud a la ciudadanía. En ese caso, ¿por qué se adoptan esas medidas ultraprotectoras en algunos ámbitos del sector público, como es el caso de la administración general dónde, paradójicamente, menos riesgo existe (bastante menor, por ejemplo, que en la docencia)?  En cualquier caso, no es un tema sencillo. Nada en la pandemia lo es. Quien tenga certezas en este ámbito, raya en la estupidez.

Hace algún tiempo un profesor universitario de edad próxima a la jubilación reflexionaba certeramente sobre esta cuestión más o menos de la siguiente manera: “La actividad profesional que desarrollo es un servicio público y, por consiguiente, aun admitiendo los riesgos que ello conlleva por mi edad, debo seguir prestándola (esto es, impartiendo docencia presencial cuando se requiera), pues esa obligación va en mi condición de servidor público y también en mi nómina que abonan los ciudadanos con sus impuestos”. La ética de servicio público (algo que el personal sanitario y otros colectivos de la Administración Pública han acreditado sobradamente en la primera oleada de la pandemia) es la que nunca debe perder la institución de función pública salvo que quiera negar su propia existencia. Bien es cierto que siempre se ha de buscar un punto de equilibrio, más cuando están en juego aspectos existenciales de la Administración (servicio a la ciudadanía) con la salvaguarda de la salud de los funcionarios. Pero las circunstancias excepcionales, salvo agravamiento de la situación (que todo es posible), no deben normalizarse. Sería el suicidio de la Administración Pública. Insisto, la negación de su existencia.

El contexto descrito se agrava con la edad avanzada de los funcionarios, más de diez años superior a la edad media de la población española. Ya no son solo las acumulaciones de permisos de fidelización (“canosos”) y de otro carácter, sino en algunos casos el legítimo blindaje inicial frente al primer empuje de la pandemia, mediante la exención de tener que acudir al centro de trabajo. Al menos, con muchas excepciones, esto ha sido así hasta ahora, tendencia que debería corregirse o paliarse con mesura y equilibrio. En todo caso, más temprano que tarde, las Administraciones Públicas deberían tomarse en serio cómo van a sustituir a ese más de un millón de empleados públicos (docentes y sanitarios incluidos) que se jubilarán en los próximos diez años. Y ello solo puede hacerse de dos modos: ordenada o caóticamente. Por lo que vamos viendo en estos últimos tiempos de pandemia, parece imponerse la segunda solución. Es una situación excepcional, en efecto, pero si se consolida hipotecará el futuro. Y, como decía, no podemos vivir siempre refugiados en la excepción, mucho menos la Administración Pública.

Tampoco se ha enfatizado lo suficiente en que el secular retraso de la digitalización que ofrece el sector público también procede en parte de la falta de competencias digitales avanzadas de una buena parte de las plantillas de empleados públicos. Quienes superan determinados umbrales de edad son muy resistentes por naturaleza a la introducción de cambios tecnológicos disruptivos en sus lógicas de trabajo. El retraso de la Administración electrónica se padeció con fuerza en la primera etapa Covid19 (incluso lo reconoce el autocomplaciente Plan España Digital 2025). Y es algo que se debería corregir de inmediato, pues -aparte de retrasar sine die el pleno asentamiento de la digitalización en la Administracióntambién hipoteca fórmulas reales de teletrabajo. Aunque trabajar a domicilio no es sólo estar en el domicilio conectado a Internet o a un sistema remoto en horas de trabajo.

Hay, en efecto, en el teletrabajo una dimensión tecnológica, pero también otra importante organizativa y de gestión, así como una no menor de voluntad y compromiso, aparte de las condiciones de trabajo que son el punto que habitualmente preocupa a los agentes sociales. La entropía en algunas fórmulas mal llamadas de teletrabajo, motivadas por razones de excepcionalidad de un confinamiento severo, debe ser corregida de inmediato. Vendrán momentos duros, sin duda, pero no podemos enfrentarnos a ellos una vez más con la hoja en blanco, pues algo deberíamos haber aprendido (aunque a veces no lo parezca). En la gestión de los espacios de trabajo, ya se están adoptando medidas de distanciamiento físico generalizado, pero ello no debería suponer renunciar a una reordenación racional del trabajo híbrido (o mixto, de combinación inteligente entre trabajo presencial y a distancia).

Si se racionaliza y regula razonablemente, el teletrabajo  prolongará sin duda sus efectos más allá de ese período, y puede ser un modo cabal de organizar el espacio y el tiempo de trabajo (con consecuencias aún por determinar) en el sector público durante este nuevo contexto (que nadie sabe lo que durará ni cómo evolucionará), al menos en aquellas actividades profesionales que lo admitan; pues todo apunta, en efecto, a que las incertidumbres (con vacuna o sin ella) seguirán subsistiendo y esa modalidad real o efectiva (no la simulada) de trabajo no presencial tiene largo recorrido, pero siempre combinado con una presencialidad ordenada. Más aún en el servicio público, donde no pocos ciudadanos (que no son nativos digitales ni tienen en estos momentos recursos ni competencias para ello), todavía hoy, también quieren ver y ser escuchados por una Administración Pública que tenga rostro humano, nombre y apellidos, cara y ojos, así como, en su caso, empatizar con los problemas de una cada vez más sufrida ciudadanía, lejos de la presencia hierática y fría de una pantalla y unos oscuros y alambicados formularios electrónicos que se deben rellenar para entrar en contacto virtual con una Administración Pública (siempre que, como suele ser frecuente, no se bloquee el sistema) que, si no se «humaniza» algo más en esta etapa tan dura, ya nadie sabrá a ciencia cierta dónde está ni (en ciertos casos) para qué sirve.

LA AUSTERIDAD QUE VIENE 

 

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“Una deuda pública muy abultada implica redistribuir recursos entre las generaciones actuales y las del futuro, que no pueden votar mientras están sufriendo un empobrecimiento. Esto es injusto y debe ser tenido en cuenta por aquellos que parecen abogar por más y más deuda”

(Alesina, Favero y Giavazzi, Austeridad. Cuándo funciona y cuándo no, Deusto, 2020, p. 267)

 

Conforme se consumen los meses de este dificilísimo año 2020, y a pesar de que el marco de incertidumbre es aún muy elevado, los datos disponibles son cada vez más precisos y nos retratan con cierta fidelidad el tamaño del desastre que se avecina. Las estimaciones del impacto económico-financiero de la crisis Covid19 se están agravando conforme el tiempo avanza. Los primeros datos del mes de abril del FMI y del Gobierno de España (“Actualización del Programa de Estabilidad”) sufrieron modificaciones importantes al alza en el Informe de la AIReF (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal) de 6 de mayo, así como en la comparecencia del Gobernador del Banco de España ante la Comisión correspondiente del Congreso de los Diputados (18 mayo).

Según datos del 5 de junio, una vez computado el impacto del IMV, las estimaciones de déficit en 2020, según la AIReF, se moverán en una horquilla entre el 11,1 % y 13,9 % del PIB. Siempre que no carguemos más a los Presupuestos. En 2021, el déficit se moverá entre el 7,5 % y el 9,4 %, también según la AIReF.

Siendo ello preocupante, lo es más que las estimaciones de deuda pública (estimaciones de 6 de mayo) se encuentran entre las siguientes horquillas: en 2020, entre el 115 y 122 % del PIB; en 2021, entre el 117 y 124 %.

No cabe duda, por tanto, que nos encontramos ante un escenario de excepcionalidad fiscal. Tal como sucedió en la crisis de 2008 (aunque ambas sean de muy diferente trazado y factura), en estos primeros momentos estamos en una crisis fiscal expansiva de gasto público para hacer frente al shock (ya sin apenas margen de maniobra) y, más temprano que tarde, vendrá la dura resaca; pues habrá que aprobar un programa de consolidación fiscal o también denominado como plan de reequilibrio de las cuentas públicas. Dicho en términos más llanos; un plan de ajuste o de austeridad. Siempre que no haya que pedir un rescate, que no cabe descartarlo. Pero de eso poco se habla ahora, menos por el Gobierno. En 2010 se esperó dos años, y se puso en marcha de forma tardía (2010-2012). Y con errores de bulto. Los costes económicos y sociales fueron inmensos. En 2020 se siguen aplazando “las malas noticias”, pues ahora solo se quieren comunicar las buenas: estamos saliendo del durísimo período de la emergencia sanitaria. Y hay que sonreír, el que pueda. No se puede airear, sin embargo, que estamos saliendo “más fuertes”, pues precisamente se trata de todo lo contrario. No sólo en el plano sanitario/humanitario, que es evidente; sino también en la dimensión económico y social. Por lo que ahora importa, con un estado de las cuentas públicas deplorable, como no se conocía desde hace muchas décadas (probablemente desde la Guerra Civil, tal como recordó el Gobernador del Banco de España).

El diagnóstico de futuro que hizo la AIReF es sencillamente demoledor: “Para mantener estable en 2030 el nivel de deuda de 2021, sería necesario realizar a lo largo de la próxima década un ejercicio de consolidación fiscal similar al realizado en la década pasada, y alcanzar el equilibrio presupuestario en 2030. Adicionalmente, habría que mantener el equilibrio presupuestario casi otra década para poder digerir enteramente las consecuencias de esta crisis y volver al nivel previo de una ratio del 95 % del PIB en 2038”. Dieciocho años apretándose el cinturón para volver a los porcentajes de deuda pública (por cierto elevadísimos) que tenía España a finales de 2019. Ni más ni menos. El déficit entonces estaba en torno al 3 %. La disciplina fiscal no ha sido nunca nuestro fuerte. Al menos últimamente. Y las debilidades estructurales de la economía española son abundantes. Como expuso de forma certera el Gobernador del Banco de España: “Los impactos a medio plazo obligan a tener en cuenta la sostenibilidad financiera, por exigencias del marco europeo y, asimismo, por la necesidad de acudir a los mercados en demanda de financiación (…) La necesidad de un Plan de reequilibrio es inaplazable, así como la realización de un seguimiento estrecho del cumplimiento de los objetivos de consolidación fiscal”. Más claro, el agua.

Lo que sí parece cierto es que, como también ha expuesto la AIReF, el problema está en identificar cómo se hará ese programa de contención fiscal (si pivotará sobre ajustes de gasto o también sobre mayores impuestos), cómo afectará a los diferentes niveles de gobierno (Administración central, autonómicas y locales), y, en fin, de qué manera incidirá sobre los diferentes capítulos de gasto a ajustar. Así se considera que los gastos sanitarios y sociales se deberán incrementar (al menos en la etapa inicial), con lo que los ajustes deberán proceder de otros ámbitos. Y esta cuestión nos conduce derechamente a tres preguntas concatenadas entre sí: a) ¿qué tipo de plan de ajuste se llevará a cabo?; b) ¿sobre qué capítulos y ámbitos presupuestarios se proyectarán esos ajustes?; y c), en fin, ¿un plan de ajuste es realmente un “suicidio político” para el Gobierno que lo impulsa?

En un extraordinario y oportuno libro (Austeridad. Cuándo funciona y cuándo no, Deusto, 2020), los profesores Alesina, Favero y Giavazzi, llevan a cabo un exhaustivo análisis los programas de ajuste que se han aprobado desde 1970 a 2014 en dieciséis países, entre ellos España.  Se trata de un estudio objetivo (escrito, eso sí, antes de la crisis Covid19) basado en evidencias, que pretende alejarse de un tema, la austeridad, con “mucha ideología y poco análisis de datos”. Algunas de sus lecciones, con las matizaciones derivadas del actual contexto, son importantes. Allí afirman que la austeridad es “la respuesta a la mala previsión fiscal y al desarrollo de un gasto excesivo en relación con los ingresos disponibles”. Ciertamente, que la crisis Covid19 ha sido ajena en su estallido (salvo en la falta de previsión) a la gestión política, pero no en su trazado y desenlace. Tampoco en la situación precedente: las características estructurales de la economía española y la ratio disparada de deuda pública, así como el déficit existente, no nos situaban en buen lugar. Y la salida será mucho más compleja. Vienen tiempos de durísima contención fiscal. No conviene esconderlo. Como se señala gráficamente: “Tarde o temprano la estabilización tendrá que llegar, puesto que la alternativa última será la quiebra. Cuanto más se espere, mayores serán los ajustes requeridos, bien sean subidas de impuestos o reducciones de gasto público”.

La tesis central del libro citado, en la que los autores  insisten una y otra vez con evidencias (datos) contundentes es la siguiente: “Los planes (de ajuste) volcados en bajar gastos arrojan costes pequeños en términos de caída del PIB, pero los ajustes centrados en subir los ingresos públicos están asociados con recesiones profundas y duraderas”. Los planes de reequilibrio que empíricamente han funcionado son los de ajuste del gasto público, o los mixtos con prevalencia de esa variable.

Con esta tajante conclusión, la siguiente pregunta es dónde y en qué se ajusta o se recorta (pues recortes son). No cabe duda que las singularidades de esta crisis, como señalara oportunamente la AIReF, obligan a reforzar el gasto público en sanidad y en servicios sociales, al menos los primeros ejercicios. Ciertamente, como han reconocido los dos premios Nobel de Economía, Banerjee y Duflo, “hay una urgencia de diseñar y financiar adecuadamente políticas sociales eficaces”. También sanitarias, habría que añadir en estos momentos. Por consiguiente, en estos ámbitos, en principio, no se reduciría el gasto, sino que incluso cabría ampliarlo. Lo que derechamente conduce a la cuestión determinante: ¿Y dónde ajustamos, entonces? Los autores resaltan la ineficiencia en el gasto existente en los países del sur de Europa, y citan expresamente España e Italia (también Portugal, que ha corregido esas tendencias). También se hacen eco del despilfarro y de la corrupción, concluyendo que “se puede gastar menos y gastar mejor”. La ética (también pública e institucional), como ha reconocido Carlos Sánchez en un interesante artículo, cobra protagonismo especial en la salida digna a esta crisis. Debería formar parte del programa de reformas institucionales. Como otras muchas reformas del sector público a las que nos referimos en una reciente Declaración suscrita por quince académicos y profesionales. Fortalecer el Estado no es engordarlo artificialmente.

Realmente, si las partidas sanitarias y de servicios sociales no se podrán tocar y, es más, deberán verse incrementadas, por la gravedad del momento vivido y por un fortalecimiento del principio de precaución (hoy en día tan olvidado), habrá que hilar muy fino sobre qué ámbitos se producirá el ajuste. Y no iremos muy desviados si ponemos el foco en el gasto corriente, especialmente en los gastos de personal. Tal como se ha dicho, “la reducción en la masa salarial del sector público también tiene un efecto deprimente en la demanda agregada”, pero dicha caída puede compensarse con su traslado al sector privado, “conteniendo sus remuneraciones y aumentando así la rentabilidad y la inversión”. Aunque en España el empleo público es un “estabilizador” frente al brutal desempleo. Habrá que manejar muy finamente el  bisturí  para que esos ajustes se desplieguen efectivamente sobre las bolsas de ineficiencias, el tejido adiposo o aquellos empleos que no añadan valor añadido. No hay que ser ingenuos, la ortodoxia presupuestaria es bastante soez en sus planteamientos de ajuste, al menos en España, pues reduce o congela indiscriminadamente las retribuciones e impone tasas drásticas de reposición que nada ahorran realmente, puesto que el empleo tiende a transformarse en interino o temporal. Se debilita; así, la función pública, la envejece, la convierte en una institución inadaptada e impide atraer el talento. Y “atraer a personas cualificadas es esencial para que un Gobierno funcione bien” (Buena economía para tiempos difíciles, Taurus, 2020). Un diagnóstico muy conocido. Salvo que la cordura se imponga, eso es lo que vendrá. Pero depende cómo se haga ese proceso de ajuste, podrá acelerar una tendencia imparable, también en el sector público, a la automatización de muchas tareas (esto es, la sustitución de personas por máquinas) o a la externalización de determinadas actividades (esperemos que las superfluas y no las críticas).

Siempre cabe también reducir drásticamente las inversiones, pero entonces el motor de la economía sufrirá más aún. Los autores citados la prefieren, incluso, antes que recurrir a bajadas de impuestos, que son propuestas más depresoras. Y ello además teniendo en cuenta que será un ajuste duro y largo, pues en este caso –como también señalan- cuando “un plan (es) más persistente en el tiempo tiene un impacto más drástico para bien o para mal”. El bien lo sitúan empíricamente en el ajuste de gasto público; el mal, en la subida de impuestos. Como bien concluyen, “la recomendación es clara: rebajar el gasto, en vez de subir los impuestos contribuye decisivamente a romper la espiral de una crisis fiscal y revertir la situación de forma satisfactoria”.

Uno de los capítulos finales trata de un tema también recurrente en nuestro ámbito político: “La sabiduría popular sostiene que tomar medidas de ajuste es algo así como un suicidio político”. Poco más o menos que prepararse para la muerte súbita en política. También introducen el factor de si la gestión del plan de ajuste la lleva a cabo un gobierno de coalición, y si este está o no cohesionado. Su conclusión, basada en análisis empíricos, no va por esa línea: “Nuestros cálculos sugieren que no se puede afirmar que las consolidaciones supongan un ‘suicidio político’, ni mucho menos”. Aunque es cierto, y este es un dato nada menor en nuestro actual contexto político, lo siguiente: “La probabilidad de salir reelegido es mucho mayor si la austeridad se toma con más margen hasta las siguientes elecciones (lo ideal sería una distancia de al menos tres años)”. Asimismo, ponen de relieve otro punto nuclear: “La composición interna de las estructuras públicas (reparto de carteras) es más determinante de lo que podría parecer. Si el jefe de gobierno o el ministro de Hacienda tienen más poder, entonces las resistencias ante los ajustes serán menores”. Un liderazgo aceptado socialmente hace más fácil esa reelección. Las sociedades polarizadas y fracturadas políticamente complican la gestión de cualquier ajuste. Pero también añaden: “Las consolidaciones fiscales son más lentas cuando los gobiernos están conformados por una coalición de varios partidos”.

En cualquier caso, cabe concluir que habrá ajuste y, además, muy duro. Pero tendrá que ser de factura muy distinta al anterior de 2010, donde los errores fueron estrepitosos. Hará falta, sin duda, echar mano de la calculadora; pero también de la empatía política y social. Y no es fácil, “puesto que el PIB solo valora las cosas que tienen un precio y se pueden vender” (Adhijit Banerjee y Esther Duflo). Y esta crisis ha mostrado algo más, mucho más duro, también más humano. La Agenda 2030 y sobre todo el tercer mundo padecerá lo suyo. España, en otra dimensión y “amparada” por la Unión Europea (no lo olvidemos), también. Pero, en este complejo escenario, no se puede tolerar ni un día más que nos invoquen las seculares ineficiencias de nuestro sistema público y, cuando se salga del shock, nuestra falta de disciplina fiscal. El problema es que si esto no comenzamos a resolverlo nosotros, con un realista plan de reequilibrio, así como con reformas estructurales serias y bien planificadas, también del sector público, nos vendrán impuestas desde el exterior (Europa y FMI). Y, en ese caso, demostraremos una vez más la impotencia que este país tiene para resolver sus propios problemas.

REFORMAR EL SECTOR PÚBLICO PARA SALIR (MEJOR) DE LA CRISIS 

(Este texto es reproducción del artículo publicado en Vozpópuli el 3 de junio de 2020) 

Quince académicos y profesionales, especialistas en diferentes ámbitos del sector público, hemos suscrito una Declaración que lleva por título Por un sector público capaz de liderar la recuperación . Lo que aquí sigue es una escueta reflexión sobre alguna de las ideas-fuerza allí recogidas, pero siempre desde las propias inquietudes de quien esto escribe.

La Administración Pública se ha puesto frente al espejo del escrutinio público en este duro contexto de la crisis Covid19. No cabe duda que ha sido sometida a un fuerte estrés, al menos por lo que afecta a los denominados “servicios esenciales”. La población ha podido, así, percibir la importancia de lo público; pero también ha sido testigo privilegiado de sus insuficiencias. No han fallado tanto las personas como el sistema, que ha mostrado enormes debilidades. Hemos elevado a determinados profesionales a la categoría de héroes, pero las respuestas político-institucionales y administrativas han sido desiguales y, en algunos casos, marcadamente deficientes. Quizás, casi sin percibirlo, ha quedado una imagen colectiva de que lo público es enormemente importante. Y de que, tal vez, no lo hemos cuidado suficientemente en los últimos años y décadas. También hay una clara percepción de que, a la crisis sanitaria, vendrá anudada una monumental crisis económica y social. De una profundidad desconocida y con una longitud temporal aún por determinar. Esta crisis triangular, si no se gestiona adecuadamente, puede derivar en una crisis político-institucional, cuyas consecuencias podrían ser más devastadoras aún para la convivencia en este país. Hay, por consiguiente, que invertir en lo público y reformar el sistema institucional, del que la Administración Pública es una pieza determinante para que la política funcione de forma cabal y obtenga resultados mínimamente eficiente. Los desafíos a los que se enfrentará el sector público en los próximos años serán mayúsculos. Y de su tino o desatino en la resolución de estos nudos dependerá el futuro de España. Lo afirmó hace más de doscientos años Hamilton: no puede haber buen gobierno donde no hay buena Administración. Algo tan básico, y siempre tan olvidado.

Sin embargo, las reformas de la Administración Pública han estado completamente ausentes de la agenda política española. Son complejas y sus réditos se transfieren tarde. La política dominante, cortoplacista o inmediata, prefiere otros golpes de efecto. Y la niebla o la ceguera estratégica no hace más que acumular los problemas, sin resolverlos realmente. De hecho, se puede afirmar que desde 1978 sólo hubo un intento mínimamente serio de reformar la Administración, emprendido por el entonces Ministro Jordi Sevilla, cesado fulminantemente a mediados de 2007 sin explicación cabal alguna. Antes y después, sobre todo a partir de la crisis de 2008, hubo ajustes fiscales más que reformas. Y desde 2015, la parálisis más absoluta. Nada se ha hecho. Y el tiempo corre. El mundo se acelera. Las transformaciones del entorno son enormes. El desfase entre lo exterior y los muros envejecidos del interior del sector público es cada vez mayor. A todo ello se añaden, nuestro particular contexto como país, particularmente dañado por la gestión de la crisis y por sus futuras secuelas. Sin instituciones fuertes y eficientes afrontar ese complejo escenario se convertirá en un calvario. Por ello se necesita un sistema público que se sitúe en condiciones de liderar la recuperación y ofrezca a este país un futuro esperanzador. Se trata de reforzar, al máximo, las capacidades estatales (de todos y cada uno de los poderes públicos: estatal, autonómicos y locales). Debemos mirar inteligentemente lo que están haciendo las democracias avanzadas que han sabido superar con éxito contextos tan duros como el que nos tocará vivir. Habrá que hacer ajustes, que nadie lo dude. Y serán duros, muy duros. Pero, si no vienen acompañados de reformas profundas y valientes repetiremos los errores del pasado y caeremos en un pozo del que nos costará mucho tiempo salir, con daños colaterales incalculables. Nos jugamos mucho en el empeño.

Tenemos una Administración obsoleta, envejecida, inadaptada, necesitada de una transformación urgente para afrontar los retos inmediatos (particularmente, a la revolución tecnológica). Carecemos de niveles directivos profesionales a diferencia de lo que ocurre en las democracias avanzadas y en nuestro entorno inmediato (por ejemplo, Portugal). Hay que despolitizar urgentemente la alta Administración y proveerla con personas que acrediten previamente competencias profesionales directivas ante órganos independientes de evaluación.  Disponemos de un empleo público sobrecargado de tejido adiposo, con poco músculo y escaso talento. Con perfiles profesionales inadecuados a las exigencias del momento y menos aún del futuro. Necesitamos reforzar la integridad, creer de verdad en la  transparencia y en la rendición de cuentas, así como desarrollar de modo efectivo la digitalización. En fin, nuestras organizaciones públicas necesitan ser repensadas en su conjunto. Y para ello debemos poner el foco en la innovación y en la evaluación. Dos ámbitos también muy olvidados en el quehacer público. Requeriremos captar talento y retenerlo: internalizar la inteligencia y externalizar el trámite (aunque la automatización creciente deje tales tareas reducidas a su mínima expresión). Y para ello se tendrán que cambiar gradual e intensamente los procedimientos de acceso al empleo público, marcados aún por una fuerte impronta decimonónica con escaso o nulo valor predictivo. El empleo público se juega su futuro en cuatro retos y otros tantos frentes. Los retos son las jubilaciones masivas, la renovación generacional, la revolución tecnológica y el contexto de crisis fiscal de los próximos años. Los frentes no son otros que reivindicar los valores públicos, la planificación estratégica, el fortalecimiento del sistema de mérito y la gestión de la diferencia. Quien aborde estos frentes y retos deberá luchar con coraje, y no vale llamarse a engaño, contras cuatro tenazas que dificultan cualquier proceso de cambio: la intensa politización de la alta Administración, el corporativismo endogámico, un sindicalismo del sector público reactivo y defensor a ultranza del statu quo, y un poder judicial (necesitado también de profundas reformas) que no acompaña habitualmente en tales procesos de transformación. Tenemos un empleo público, por si no lo saben, anoréxico en valores y bulímico en derechos. Muy diferente al sector privado, también en sus aspectos retributivos, por no hablar de la estabilidad. Convendría comenzar a equiparar ambos planos. O aproximarlos.

No le den más vueltas. Esa transformación inaplazable requiere como premisa hacer cocina política de tres estrellas. Se requieren maestros del arte político. De los que no abundan. Pero previamente se debe hacer un pacto político transversal que integre la transformación de la Administración Pública dentro de las reformas institucionales que debe promover inexcusablemente este país si quiere tener credibilidad europea e internacional. Hay que dar urgentemente señales a Europa y “a los mercados” de que vamos en serio, y no de farol. El país se juega su futuro. Pero también la política y las instituciones. Si la política sigue sin comprender que su esencia es la buena gestión (o “la acción”, como diría Hanna Arendt), y no tanto el mensaje o la comunicación, nada avanzaremos. España ha de gestionar temas cruciales próximamente y, asimismo, recibirá innumerables cantidades de ayudas o préstamos (que engordarán más aún nuestra abultada deuda pública). Tales retos de gestión y transferencias financieras corren el riesgo de fugarse por las deficientes cañerías de un sector público que está pidiendo a gritos su transformación.  Pongamos urgente remedio.

GOBERNANZA ÉTICA E INTEGRIDAD INSTITUCIONAL

 

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“La aprobación de códigos de conducta por las instituciones, si nos van unidos a la construcción de sistemas de integridad institucional, se convierten al fin y a la postre en los peores embajadores de la ética institucional: el cinismo político nunca ha conjugado bien con la moral pública”

(Cómo prevenir la corrupción: Integridad y Transparencia, Catarata/IVAP, 2017, p. 99)

Desde hace tiempo, cuando pretendo poner en valor la ética pública y la integridad de las instituciones recurro a diferentes autores clásicos. Tanto a Séneca, como a Marco Aurelio, también Montesquieu. La tradición del pensamiento filosófico está plagada de referencias a la necesaria probidad del gobernante como espejo de ejemplaridad y refuerzo, así, de su imagen institucional ante la población. Adam Smith, en su Teoría de los sentimientos morales, define al buen estadista como aquel que reúne dos grandes atributos: “Es la mejor cabeza unida al mejor corazón. Es la sabiduría más perfecta combinada con la virtud más cabal (Alianza, 2009, p. 377). Dicho en términos más llanos: buen gobernante o servidor público sería aquel que une competencia política o profesional (en expresión de Léon Blum) junto a integridad de conducta. La reivindicación de los valores públicos es algo muy importante, más aún cuando nos deslizamos hacia una sociedad en la que la pobreza y la desigualdad harán fuerte mella en la población en los próximos meses y años. En este contexto, los servidores públicos (políticos, directivos y funcionarios) deben multiplicar su probidad hasta límites desconocidos. Cualquier esfuerzo será pequeño. La mejora de la confianza de la ciudadanía en las instituciones públicas, hoy en día tan maltrecha, dependerá mucho de ello.

Sin embargo, la integridad institucional y la ética pública han sido las grandes olvidadas de la agenda política española. Tan sólo en el corto período de mandato del Ministro Jordi Sevilla tomaron algo de visibilidad. Pronto olvidada. Ha habido que esperar varios años para que algunos niveles territoriales de gobierno retomaran la iniciativa. El inicio del cambio de paradigma de produjo con la puesta en marcha en 2013 del Código Ético y de Conducta del Gobierno Vasco (altos cargos), que implantó un sistema de integridad parcial que ha sido aplaudido incluso por el GRECO (Consejo de Europa). El liderazgo de quien ha sido presidente de la Comisión de Ética desde su puesta en marcha, Josu Erkoreka, tiene mucho que ver en ese fuerte impulso. Luego han seguido otras instancias territoriales (Comunidades Autónomas, entidades locales, organismos reguladores, etc.), que también han desarrollado modelos de integridad institucional, algunos incluso con pretensiones de transformarse en sistemas holísticos o de carácter integral (como ha sido el caso de la Diputación Foral de Gipuzkoa).

Sorprende, en cualquier caso, la insensibilidad que hacia las cuestiones de ética pública y de integridad institucional ha tenido siempre (hasta la fecha) el nivel central de gobierno. El último informe del GRECO sobre España (publicado en noviembre de 2019) pone de relieve tal déficit. Tras varias tarjetas rojas, el Poder Judicial se dotó de unos denominados Principios de Ética Judicial y, finalmente, bajo la presión del GRECO, puso en marcha una Comisión de Ética Judicial. De las Cámaras parlamentarias, mejor no hablar. Incapaces hasta ahora de construir un sistema de integridad propio de carácter integral. Han aprobado medidas cosméticas y poco más, cuya efectividad es más que dudosa. O de otros órganos constitucionales, que tampoco se han dotado de código de conducta alguno (salvo algún órgano regulador o administración independiente como la CNMC). Y, lo más paradójico, es que hoy día el Gobierno y sus altos cargos carecen de tal sistema de integridad. El Código de Buen Gobierno de 2005 “se derogó” por la Ley 3/2015, reguladora del estatuto del cargo público.  El Gobierno que entonces llevaba la riendas fue absolutamente insensible hacia la problemática de la integridad. Y, mientras tanto, la corrupción carcomía los cimientos de las instituciones y de la sociedad española. Igualmente grave es que el Gobierno que llegó al poder tras una moción de censura por un grave caso de corrupción, dedicara ni entonces ni ahora ni un solo minuto a construir o restablecer un mínimo sistema de integridad institucional. No hay órgano alguno en la Administración General del Estado que asuma tales competencias. El Código de conducta del TREBEP, aplicable a empleados públicos, ha pasado sin pena ni gloria, como un perfecto desconocido. Y si ese es el “ejemplo” del Gobierno central, no cabe extrañarse de que ese “modelo” de escepticismo cínico se haya reproducido en la inmensa mayoría de Comunidades Autónomas y entidades locales. Salvo códigos cosméticos, apenas nada se ha hecho.

Ahora que la Gobernanza, pésimamente entendida, vuelve a primer plano de la actualidad, cabe preguntarse qué es eso de la “Gobernanza Ética y la Integridad Institucional”. Dicho en términos muy sencillos: el comportamiento y las conductas de los gobernantes y de los servidores públicos, así como de aquellas entidades o personas que se relacionan con los poderes públicos, son fuente de legitimación o de deslegitimación de las instituciones y, por tanto, de la mayor o menor confianza que la ciudadanía tenga en ellas. Por tanto, si bien es importante para quien ejerce un cargo público o un empleo público actuar éticamente o de forma íntegra, pues en ello está en juego su propia reputación personal,  mucho más lo es para la institución a la que representa o en la que desarrolla su actividad profesional; pues rota la imagen institucional por una actuación (personal) incorrecta o corrupta, restablecer la confianza en las instituciones es algo muy complejo y laborioso en el tiempo. El daño a la reputación personal (falta de probidad o corrupción) tendrá, en su caso, su sanción penal o administrativa, pero el perjuicio institucional será probablemente irreparable. Y eso es lo que ha sucedido en este país y en su sistema institucional los últimos años. Por tanto, no se entiende tanto descuido, abandono o cinismo hacia el papel que la integridad institucional tiene en el fortalecimiento o debilitamiento de nuestras instituciones.

Así las cosas, en España se sigue fiando todo a la actuación “ex post”, sancionadora o penal; esto es, al castigo de quien infringe las normas. La actuación preventiva se descuida o abandona. Y en no pocas veces, se ignora. Multiplicamos las leyes, que apenas aplicamos. Cargamos a unos tribunales de justicia, por lo demás lentos y escasamente efectivos, de querellas, demandas y litigios vinculados con la corrupción. Creamos instituciones de control que apenas controlan, y nos vanagloriamos de llevar a cabo políticas de Gobierno Abierto, basadas en la transparencia, participación ciudadana y rendición de cuentas, olvidando que la premisa sustantiva de todo gobierno y de las personas que allí desempeñan sus funciones es el comportamiento íntegro y la probidad como guía. Sin ella, lo demás es pura coreografía. Las leyes y las sanciones son necesarias, sin duda; pero cuando se aplican el mal ya está hecho. Y la imagen institucional rota. Restablecerla es tarea compleja.

Por tanto, no se puede hablar de Gobernanza sin construir adecuadamente un Sistema de Integridad Institucional. Y ello requiere impulsar una Política de Integridad, algo que sólo lo puede hacer la propia política; esto es, quien gobierna. Y si la política no cree en ello, no hay nada que hacer (como ahora sucede). Esa política de integridad hay que definirla, impulsarla e interiorizarla. La ética no es cosmética, como dijera Adela Cortina. No basta con aprobar códigos, hay que insertarlos en un sistema de integridad y darles vida. La ética, como expuso el maestro Aranguren, se hace siempre in via. Es cambiar hábitos, mejora continua, al fin y a la postre desarrollo de una nueva cultura organizativa y de gestión. También de un modo diferente de hacer política.

Simplificando mucho, un sistema de integridad institucional debe configurarse de forma holística y disponer, al menos, de una serie de elementos que le dan coherencia y sentido. A saber:

  • Un código o códigos de conducta, como normas de autorregulación o de carácter deontológico que definan valores y principios, así como normas de conducta y de actuación.
  • Un conjunto de mecanismos de prevención y difusión de la cultura de integridad en la organización.
  • Articular canales internos de dilemas éticos, quejas o, en su caso, denuncias (en este último punto desarrollando la Directiva (UE) 2019/1937, de protección del denunciante.
  • Implantar órganos de garantía con autonomía e independencia orgánica y funcional (Comisiones de Integridad o Comisionados de Ética) que tramiten y resuelvan los dilemas, quejas o las denuncias e interpreten y apliquen los principios o normas de conducta. Sirvan de faro u orientación en cada organización.
  • Disponer de un sistema continuo de evaluación y de adaptación permanente de tales códigos como instrumentos vivos (OCDE).

Como expuso la OCDE en 2017 (en un documento enunciado Integridad Pública), tal política de integridad pública tiende a preservar a las instituciones frente a la corrupción, y se debe basar en tres ejes: a) Un sistema de integridad coherente y completo (no basta con exigir sólo la integridad de los políticos); b) Un desarrollo de la cultura de integridad; y c) Un mecanismo eficaz de rendición de cuentas.

En verdad, queda mucho trecho por recorrer para que las instituciones públicas en España apuesten de forma decidida y sincera por una política de integridad. Lo positivo es que se están dando algunos pasos importantes, pero siempre en ámbitos territoriales no estatales. Hay todavía mucho desconocimiento, no pocas actitudes escépticas o cínicas (tanto en la política como en el empleo público o, incluso, en la propia academia), así como una desvalorización permanente de lo que no es exigible por normas coactivas. En esa magnificación del Derecho y correlativo olvido o repulsa de la prevención y de la autorregulación, probablemente  se encuentre la propia impotencia de aquél, así como esa multiplicación de conductas irregulares proliferan en nuestro espacio público que, por cierto muchas de ellas, quedan impunes. Trabajar en gestión y prevención de riesgos (en el ámbito de la contratación pública, gestión de personal,  ámbito económico-financiero, subvenciones, etc.) es la mejor inversión que puede hacer una organización pública. Y ello sólo puede enmarcarse en una política de integridad institucional o de Gobernanza ética. Algo que, por cierto, apenas tiene coste económico alguno y ofrece unos retornos (en términos de legitimación institucional) incalculables. En los duros años que vienen de contención presupuestaria y de prioridades dramáticas de recursos escasos, todavía será más importante su implantación y desarrollo.  Hay que evitar toda mala práctica (favoritismo, clientelismo), como cualquier manifestación de conductas corruptas. La prevención es una de las claves. Pongámosla en funcionamiento. La buena política tiene la última palabra.

ANEXO: POLÍTICA DE INTEGRIDAD INSTITUCIONAL. ELEMENTOS BÁSICOS

Dimensión           Ejes Finalidad Preventiva
Endógena o interna 1. Plan de Integridad

 

 

 

2. Código(s) de Conducta(s)

 

 

3. Canales internos (garantías)

 

 

 

 

4. Órganos de garantía  (Comisión Integridad o Comisionado)

 

5. Sistemas de evaluación y adaptación permanente

 

6. Sistemas de Cumplimiento (Compliance) Empresas Públicas

1.1 Visión estratégica y Valores

2.1. Valores/Normas de conducta

 

3.1. Canales y/o procedimientos  de resolución dilemas o de quejas y denuncias (Directiva 2019/1937)

 

4.1. Tramitación y propuestas de resolución dilemas, quejas y/o denuncias

 

5.1.Escrutinio modelo. Instrumento vivo (OCDE)

 

6.1 Marcos de riesgo. Prevención. Código penal: delitos societarios

Mixta. Gobernanza Ética (Endógena/Exógena) 1. Integridad en la Contratación Pública

 

 

 

 

2. Integridad procesos selectivos y gestión personal

 

 

3. Integridad Subvenciones y ayudas

 

4. Ética pública del cuidado

 

 

 

 

5. Integridad y cultura ciudadana

 

1.1.          LCSP: Prevención: Códigos de conducta. Conflictos de interés.

 

2.1. Códigos de conducta tribunales. Provisión y carrera. Evaluación. Códigos sindicatos.

 

3.1.Códigos de conducta subvenciones

 

4.1. Principios y normas de conducta en sanidad, servicios sociales, atención colectivos vulnerables, etc.

 

5.1. Educación (valores); participación; convivencia y espacio público (respeto)

Exógeno o externo 1. Agencias de prevención y lucha contra la corrupción

 

 

 

2. Otras instituciones

 

 

 

 

3. Fiscalía y Poder Judicial

1.1.    Ámbito autonómico o local (donde existen)

 

 

2.1        Consejos de Transparencia, Defensorías, Tribunales de Cuentas, CNMC, etc.

3.1        Demandas, denuncias y querellas ante tribunales.

PANDEMIA, VULNERABILIDAD SOCIAL Y ADMINISTRACIÓN PÚBLICA

 

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“Algo se ha quebrado en la gestión de esta pandemia. La solidaridad de las personas jóvenes con las mayores, a las que tanto se ha aludido, ha quedado empañada por la interpretación de que su mayor bien es la mera supervivencia. Y pensamos que no, que nadie quiere la supervivencia a cualquier precio, al precio de la soledad, del miedo, de la falta de cariño de tus seres queridos, del abandono”.

(Grupo de Trabajo de Ética y Covid.: «¿La salud de quien estamos defendiendo? Desigualdades sociales y sanitarias en tiempo de pandemia”)

“La ética del cuidado defiende un mundo donde el cuidado a la gente es lo más importante”

(Helen Kholen, Entrevista al diario El Periódico, 7-X-2019) .

 

NOTA PRELIMINAR: Esta entrada reproduce, con algún cambio puntual, el texto publicado por el Blog «Hay Derecho» el 25 de mayo de 2020. Enlace Blog HD. 

 

La Agenda 2030 tiene, entre sus múltiples objetivos, erradicar la pobreza, también acabar con la desigualdad y la defensa de un trabajo decente. Dentro de las secuelas humanitarias, económicas y sociales de la pandemia está, sin duda, la más que previsible ampliación de la brecha de desigualdad y la multiplicación de la pobreza. Por no hablar del desempleo monumental que la recesión económica producirá.

En esta entrada sólo pretendo poner el foco en algunos déficits que en el ámbito público se han observado de forma clamorosa en estos últimos meses y, asimismo, en cuáles son algunos de los retos o desafíos que los poderes públicos deberán afrontar en los próximos meses y años para atenuar y, en su caso, mejorar, los devastadores efectos que la crisis ha producido y provocará sobe aquellas personas que ofrecen fuerte vulnerabilidad social; cuyo círculo, conforme pasen las semanas y meses, se irá ampliando dramáticamente.

La presente entrada surge tanto por la observación y reflexión personal como sobre todo por la lectura del documento al que se hace referencia en la cita inicial (consultar aquí), suscrito por diferentes profesionales de los ámbitos sanitario y de servicios sociales de distintas instituciones y entidades de Euskadi, y del que tuve conocimiento por medio de una de las personas que lo suscribió (Boni Cantero). Este trabajo se divulgó también en un articulo de opinión editado en los diarios El Correo y El Diario Vasco, que llevaba por título  “Responsabilizarnos del otro”.

No cabe duda que, en lo que afecta a colectivos vulnerables (un concepto que la crisis derivada de la pandemia está ampliando constantemente), el largo período de duro confinamiento (más allá de la clásica “cuarentena”) ha mostrado algunas luces, pero sobre todo enormes sombras. Como bien se expuso por Rafael Bengoa, las medidas adoptadas han evitado el colapso hospitalario, pero dejaron desatendidos otros frentes: por ejemplo, las residencias de tercera edad, en las que los efectos letales de la pandemia han sido devastadores. El descuido público en este punto ha sido evidente. Y no basta, como dice el documento antes citado, enviar al ejército, a voluntarios o la dedicación abnegada de la mayor parte del personadle tales centros, pues las responsabilidades de esta pandemia no son solo individuales, sino también políticas y de gestión. Se requerían adoptar medidas que evitaran contagios masivos. Y, en algunos casos, no se adoptaron. Los análisis de riesgo, la propia gestión y por lo común la escasa atención sanitaria hacia ese problema, han sido muestras muy deficientes de unas políticas que son manifiestamente mejorables. La visión socio-sanitaria se impone, aunque tarde. La atención no preferencial por parte de los poderes públicos hacia esos colectivos de personas vulnerables ha sido la norma. Sabemos que han muerto muchos miles de personas en circunstancias muy poco precisas, la mayor parte de las veces en la soledad más absoluta. Tanto abogar por la muerte digna y las hemos condenado a un mal morir: nadie les ha acompañado en ese duro momento. El duelo oficial llega muy tarde y algo impostado.

Pero, durante el punto álgido del confinamiento, la vulnerabilidad  no se ha quedado ahí. Ha afectado sobre todo a colectivos muy concretos, por lo común olvidados e ignorados socialmente: personas sin techo, mujeres sin recursos y cargas familiares, mujeres maltratadas, menores, estudiantes sin acceso a Internet ni medios tecnológicos, parados, inmigrantes, discapacitados, personas con adicciones crónicas, y un largo etcétera. La crisis Covid-19 es y será una máquina de producir desigualdad. Sus daños colaterales serán terribles.

Ciertamente, como estudió Adela Cortina, la aporofobia ha echado fuertes raíces en nuestras sociedades. Y, probablemente, esa enfermedad social se multiplique (con un  populismo en auge o con la proliferación del egoísmo más vil) si no somos capaces de reforzar los valores de solidaridad, empatía y la propia ética del cuidado hacia esas personas que están padeciendo los efectos más duros de la crisis y todavía los padecerán más en un futuro inmediato.

Pero, desde un punto de vista ético y de arquitectura de valores en la sociedad contemporánea, otra preocupante tendencia viene a añadirse a la anterior: la gerontofobia que ha emergido con fuerza en estos últimos tiempos. El documento citado otorga un particular relieve a esta tendencia y pone de relieve manifestaciones múltiples de discriminación por edad que se están viviendo en esta crisis. Desde un punto de vista retórico, nadie se suma a esa idea, sin embargo los hechos avalan que tal tendencia se ha instalado de forma silente con fuerza en nuestra sociedad y también (más preocupante aún) en la actuación (o inactividad) de los poderes públicos. Directa o indirectamente, algunas medidas públicas han partido de la idea (nunca expresada) de que tales personas son “menos valiosas”. Y ello abre un debate ético que no se ha sabido encauzar en la tormenta de la crisis. En buena medida, las personas mayores (especialmente, aquellas que superan determinadas franjas de edad y ya no están en activo) han comenzado a ser invisibles y en cierta medida molestas: consumen demasiados “recursos” y son vistos como una carga. La actual delimitación de guetos espaciales, horarios o residenciales, les segregará más todavía. El afán regulatorio desmedido no ayuda a la responsabilización individual. Además, en una sociedad altamente envejecida (y con tendencia a serlo mucho más), es este un enfoque gravísimo del problema. Dinamita los fundamentos de cohesión de la sociedad. También en el texto que citaba se contienen interesantísimas reflexiones sobre esta cuestión. Y allí me remito.

La heurística de la dignidad personal (Adela Cortina) adquirirá una fuerza inusitada en los próximos tiempos. También la ética del cuidado. Ambas ideas-fuerza deberán ser la guía de actuación de los poderes públicos en el futuro post-Covid. Pues, en estos primeros pasos, lo que se ha observado de forma muy preocupante es la emergencia de una sociedad marcadamente dual. Hay quien ha sobrellevado razonablemente la primera fase de la pandemia y el confinamiento porque tenía recursos, empleo estable, medios y espacio adecuado para hacerlo, permaneciendo alejado del riesgo y de sus efectos colaterales (sus organizaciones han cerrado o “trabajado a distancia”); mientras que otra parte importante de la sociedad, muy vulnerable en diferentes ámbitos y aspectos, ha sido tapada de la escena pública e invisibilizada (tan solo recogida en algunos reportajes mediáticos que alertaban puntualmente de que el mundo no era el paraíso de los cánticos al “resistiré” de los balcones). Y, en fin, luego están los aplaudidos y los menos aplaudidos, colectivos que han sido enviados al campo de batalla con uniformes desaliñados y sin medios  ni recursos para enfrentarse a tan etéreo enemigo. Han caído como moscas. Y han hecho lo humanamente posible. Pero también es cierto que la sociedad ha abusado de esos colectivos (particularmente, aunque no solo, del sanitario o social) o de la necesidad existencial de trabajar que tenían otras muchas personas para salvaguardar su existencia y la de los suyos. Como expresa el texto comentado:   “No está bien abusar del carácter vocacional y solidario, y permitir que las personas trabajen en condiciones límites y/o de desprotección o sobreexponerlas a la fatiga y al burnout. Tampoco es correcto en virtud de la propia seguridad, negarse a atender necesidades que no pueden ser prestadas a través del teletrabajo”. En efecto, las personas que trabajan en servicios sociales municipales han prestado asistencia profesional en temas tan alejados de su competencia como el asesoramiento o tramitación digital de expedientes de solicitudes de ayudas, porque al “otro lado”, si no eran ellos, a esas personas (colectivos vulnerables, también autónomos y desempleados) nadie les ayudaba realmente o simplemente no sabían dónde acudir. La brecha digital, por mucho que se ignore (también por la Administración), sigue siendo algo real y doloroso. Y no se sabe a ciencia cierta cuántas personas se han quedado fuera de esos circuitos de ayudas al no poder informarse o tramitarlos por cauces telemáticos (por ejemplo, no deja de ser curioso que los locutorios hayan sido uno de los servicios más demandados en esta crisis por tales colectivos). La ética de orientación al servicio de la ciudadanía como premisa de actuación de la Administración Pública en parte ha quebrado durante esta primera fase de la pandemia. El perímetro de determinación de lo que son «servicios esenciales» se sigue moviendo en el sector público con patrones muy clásicos: todo lo que requiere la ciudadanía como demanda urgente y necesaria debiera tener esa condición.

En definitiva, hay muchas lecciones que se pueden aprender de esta complejísima circunstancia vivida. Una de las más importantes es que, de forma imperceptible, hemos “descuidado” públicamente la imprescindible ética del cuidado como complemento al valor ético de la justicia. Se ha practicado con intensidad, aunque con notables limitaciones, en el ámbito hospitalario, y se ha desatendido más en otras esferas y colectivos sociales. Lo expresa con contundencia el citado documento: “La situación vivida en la pandemia por parte de las personas más vulnerables sanitaria y socialmente, pone de manifiesto una crisis muy importante de cuidados y responsabilidad y una evidente ruptura del llamado pacto intergeneracional de cuidados que puede generar riesgos graves de daños y maltrato”.

Son muy interesantes las lecciones que extraen de la crisis el documento elaborado por el Grupo de Trabajo de Ética y Covid. Contiene abundante material para la reflexión y, especialmente, si se quieren adoptar medidas de mejora. La lucha para paliar la desigualdad marcará la agenda política en los próximos tiempos. Y la dignidad de la persona se sitúa en el epicentro del problema. Dentro de los círculos de vulnerabilidad, determinados colectivos (personas mayores, mujeres, desempleados, menores, personas sin techo, dependientes, etc.), deberán ser un punto de especial atención. Hay que huir de políticas de beneficencia y apostar por soluciones estructurales que palien las desigualdades. Por mucho que se desarrolle el teletrabajo en la Administración, el servicio público debe proporcionar siempre y en todo caso proximidad, asistencia personal y asesoramiento, empatía y acompañamiento a quienes sufren desigualdades (también de brecha tecnológica). Si bien la vida acaba siempre con la muerte, no es lo mismo morir dignamente que morir mal. La ética del cuidado deberá ser una de las políticas estrella del futuro. Y ello ineludiblemente exige contacto físico o presencia, no la fría o hierática “distancia digital” (hay situaciones y contextos personales muy duros detrás de la vulnerabilidad). Hay que compatibilizar y equilibrar razonablemente los enfoques epidemiológicos con la ética del cuidado. Para todo ello, los poderes públicos deberán priorizar en los próximos meses y años las políticas sociales, y ello requiere dedicar recursos de todo tipo en la mejora de la gestión. Hay que salvaguardar, como también se expone, ese imprescindible compromiso profesional: “Con reconocimiento social a quien más allá de sus obligaciones legales, presta una atención excelente corriendo riesgos, porque sabe que en la relación asistencial no solo se juega la dignidad de la persona atendida (cuidada, educada, protegida, lavada, alimentada o acariciada), sino el propio proyecto de autorrealización personal”. Esa es la auténtica idea de servicio público, y lo demás maquillaje. Por eso, y no por otras cosas, los servicios de atención a las personas (sanitarios y sociales, entre otros) saldrán revalorizados de esta pandemia y de la tremenda crisis ulterior, pero también  frente a la revolución tecnológica. Nunca podrán ser totalmente sustituidos por máquinas ni por artefactos digitales. Ese será su gran valor y su gran servicio público. Presente y futuro.

EMPLEO PÚBLICO 2020-2030 (Y II): LÍNEAS DE TRABAJO Y ESBOZO DE PROPUESTAS

 

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El cóctel de desafíos al que se enfrenta el empleo público en los próximos años parece en sí mismo explosivo: jubilaciones masivas; relevo generacional; revolución tecnológica; y profunda crisis fiscal. La combinación de tales ingredientes es muy compleja. Y el momento extremo. O se comprende correctamente el alcance del problema, adoptándose las medidas necesarias para prever los riesgos y atenuar sus letales efectos, o los déficits actuales de la Administración y del empleo público se agravarán hasta límites insospechados. Y no hay nada de tremendismo en este juicio. Solo una advertencia. Aunque nadie escuche.

El catálogo de soluciones sigue siendo el mismo que antaño. La crisis del COVID-19 no elimina esas opciones. Las refuerza, aunque complica sobremanera su aplicación. Gestionar adecuadamente en contextos de crisis, siempre es más difícil. El cortoplacismo y la contingencia pueden devorar todas las energías. Para enfrentarnos a ese complejo escenario disponemos grosso modo de tres caminos muy obvios y complementarios:

  1. El primero de ellos, que resulta obligado transitar, es llevar a cabo un diagnóstico certero y preciso de la situación existente de los recursos humanos en cada organización pública. Un diagnóstico que no solo debe ser cuantitativo, sino también cualitativo. Sin ese diagnóstico nada se puede hacer. Es una exigencia necesaria y previa. Si no, caminaremos a ciegas.
  2. Una vez elaborado ese diagnóstico, y de forma complementaria, se requiere realizar un estudio de prospectiva aplicado o proyectado (aunque quepan algunas soluciones comunes) sobre cada contexto político-administrativo, en el que se identifique con la mayor precisión posible cuáles son las tendencias o líneas fuerza que marcarán la demanda de servicios que deberán atender las administraciones públicas en un futuro mediato e inmediato, así como a través de qué estructuras, procesos y perfiles profesionales de empleados públicos se podrán ejecutar cabalmente esas exigencias institucionales, sociales y ciudadanas. Sin esa hoja de ruta, difícilmente sabremos hacia dónde ir. La fase primera estará marcada por el durísimo contexto de contención fiscal y por demandas de servicios y prestaciones propias de una situación de grave crisis económica y social. Es inevitable.
  3. Y, una vez que se disponga de todo ese arsenal de herramientas de análisis, esto es, del diagnóstico y de un estudio solvente de prospectiva, hay que llevar a cabo una planificación estratégica del  proceso de adaptación o de transformación que debe llevar a cabo la Administración Pública, y más concretamente el empleo público, con la finalidad de dar la respuesta adecuada a tales desafíos. El horizonte de 2030 es una buena referencia, pero habrá que adoptar también planes operativos (de ordenación de recursos humanos) aplicables en un período más corto (dos/tres años). Y el primero de ellos (2020-2023) será de ajuste fiscal, pero deberá venir aderezado de reformas estructurales e innovadoras, lo contrario será pan (o mendrugos) para hoy y hambre para mañana.

La pregunta es hasta qué punto ese esquema seguirá vigente una vez abierta la crisis por la pandemia. Nuestra tesis es que sí, que tal planteamiento mantiene su vigencia. No hay que ser ingenuos, la crisis del COVID-19 y sus consecuencias absorberá en un primer momento la agenda, pero hay que evitar que empañe completamente la mirada estratégica antes expuesta. Esa visión de futuro, enmarcada en la Agenda 2030, sigue teniendo más vigor que nunca. Conviene fortalecer las instituciones o mejorar nuestra state capacity (como afirmara el profesor Fernando Jiménez) en términos de buena gestión, y para ello nada más relevante que reforzar las capacidades ejecutivas, éticas y profesionales del empleo público.

Como cierre de este trabajo, a modo de simple sugerencia, se esbozan algunas medidas que podría incluir ese plan estratégico de transformación o adaptación de las estructuras del empleo público a la nueva realidad que deberán acometer las Administraciones Públicas en esta década, con la finalidad descrita: reforzar las capacidades gestoras y la eficiencia del sistema de empleo público. Por tanto, ese plan debería tener, al menos, tres ejes de actuación. A saber:

Medidas institucionales y organizativas:

  • Introducir en la agenda política la trascendencia que tiene afrontar esos desafíos a los que se enfrenta el empleo público de forma combinada (jubilaciones masivas, relevo generacional, revolución tecnológica y crisis fiscal). No dejarse distraer por la contingencia.
  • Elaborar un Diagnóstico de la situación actual de las plantillas de personal (edad, cualificación, fortalezas y debilidades, etc.) de cada Administración Pública.
  • Impulsar la confección de un Estudio de Prospectiva (jubilaciones, perfiles de empleos necesarios, impactos de la automatización, cartera de servicios que se deberá atender, etc.) también adaptado a cada Administración Pública.
  • Proceder a la redacción en cada Administración Pública de un Plan estratégico de personal en el marco de la Agenda 2030 y del ODS 16 (fortalecimiento institucional), que despliegue su mirada y sus medidas a lo largo de la década 2020-2030.
  • Rediseñar radicalmente los instrumentos tradicionales de gestión de personal, tales como las relaciones de puestos de trabajo y las ofertas de empleo público, transformándolos en herramientas mucho más ágiles y flexibles, con poder de adaptación y capacidad de dar respuestas inmediatas a las necesidades de la Administración Pública en cada contexto.
  • Redefinir los puestos de trabajo en función de las tareas afectadas por la automatización (y posteriormente por la Inteligencia Artificial), yendo a un modelo abierto y adaptativo de puesto de trabajo en función de las exigencias del momento, así como de las transformaciones funcionales que se producirán en la configuración de buena parte de los puestos de trabajo (puestos estables funcionalmente versus puestos en constante mutación)
  • Implantación gradual, pero persistente, de una Administración Pública en la que parte de sus servicios se prestarán por medio de programas, proyectos o misiones de carácter temporal.
  • Desarrollo efectivo de la digitalización y automatización de las Administraciones Públicas, así como de una Administración abierta (365 días/24 horas) para la ciudadanía, con impulso decidido hacia una Administración menos presencial y de comunicación virtual, con implicaciones fuertes con el teletrabajo, así como adoptar medidas efectivas para superar la brecha digital que pueden afectar a colectivos altamente vulnerables.
  • Estructuras organizativas más planas y redefiniciones estructurales para adaptar las organizaciones a las nuevas misiones, con una apuesta por las estructuras directivas profesionales y fortalecimiento de las estructuras directivas intermedias. Inversión en transversalidad y rediseño organizativo que acabe con el monopolio de la departamentalización o sectorialización funcional de la actividad administrativa en los diferentes niveles de gobierno.
  • Supresión gradual de puestos de trabajo o, en su caso, de dotaciones de aquellos puestos que tengan un alto carácter instrumental, auxiliar, administrativo o de gestión (técnicos en tramitación), utilizando esos recursos presupuestarios liberados para la creación de nuevos perfiles de puestos tecnológicos en ámbitos tales como la tecnología y la tecnificación: amortizar para crear, transformar e innovar.
  • Captar titulados STEM (Ciencias, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas), así como en los campos de Formación Profesional Tecnológica, con la finalidad de incorporarlos a la nómina de las Administraciones Públicas y paliar, de ese modo, la dependencia tecnológica existente del sector público.
  • Evitar que la crisis fiscal comporte (o, en su caso, amortiguar sus efectos) una amortización salvaje o intensa de puestos de trabajo sin retroalimentar las necesidades funcionales de otros ámbitos, lo que conllevaría el debilitamiento mucho mayor de las estructuras y del papel actual del empleo público, así como, por tanto, de la propia Administración Pública.

Medidas de Política de Recursos Humanos:

  • Desarrollo efectivo de una política de Integridad Institucional que abarque la elaboración de un marco de integridad para el empleo público (código de conducta y buenas prácticas, así como canales internos de tramitación de consultas, quejas y denuncias y una Comisión o Comisionado de ética en el empleo público). Formación en Integridad y Ética Pública.
  • Rediseño de las políticas de reclutamiento y de selección en el empleo público, con la finalidad de elevar la capacidad y los resultados de gestión del sector público, así como atraer talento hacia las Administraciones Públicas (especialmente titulaciones STEM), compitiendo con el mercado privado por medio de sistema de estancias (becas temporales retribuidas y con seguridad social).
  • Minimizar los efectos que la estabilización del personal puede generar sobre la obsolescencia programada (por la automatización mediata o inmediata) de los puestos de trabajo objeto de convocatoria, exigiendo estándares profesionales objetivos para superar las pruebas selectivas. No reincorporar en la legislación presupuestaria las tasas de reposición que impidan cubrir gradualmente las necesidades de empleo público.
  • Priorizar la captación de perfiles profesionales procedentes de ámbitos de tecnología informática, ingeniería de datos y matemáticos, así como estadísticos, que puedan trabajar de forma efectiva en entornos de actividad pública marcados por el Big Data, minería de datos o análisis de riesgos.
  • Apertura de la Administración no sólo en datos, sino también en personas (capital humano). Incorporación asimismo a la Administración pública de profesionales senior de forma lateral (concurso) para la cobertura de puestos estratégicos de alto componente tecnológico o mediante la captación temporal de perfiles directivos del sector privado y del tercer sector que desarrollen su actividad en el liderazgo de programas, proyectos o misiones que lleve a cabo el sector público con carácter temporal.
  • Dar un protagonismo estelar a las política de desarrollo de competencias profesionales y de aprendizaje/adaptación permanente del personal al nuevo escenario digital/tecnológico, con una fuerte inversión inicial (atendiendo a la crisis sanitaria) en la formación telemática o virtual, así como invirtiendo estratégicamente en una política formativa encaminada a la gestión y transferencia del conocimiento.
  • Especial desarrollo del trabajo a domicilio o a distancia, previa articulación de la tecnología precisa, así como de los protocolos organizativos correspondientes y de las directrices oportunas en materia de seguimiento y evaluación por parte de los responsables o directivos.
  • Articulación de un sistema objetivo, imparcial y fiable de evaluación del desempeño que defina los objetivos a alcanzar, establezca o mida su real cumplimiento, y, como último estadio, sirva para gestionar la diferencia, promoviendo el desarrollo profesional a aquellas personas que alcancen las metas establecidas e incentivando retributivamente (retribuciones variables) la obtención de resultados. Romper la injusta igualdad material en el empleo público. No se puede retribuir ni tratar igual a quien trabaja de forma diferente.
  • Implantación, sobre la base de un sistema previo de evaluación del desempeño, de un modelo de carrera profesional basado en criterios objetivos y en gestión de la diferencia, que permita un desarrollo de competencias y enriquecimiento de tareas en los distintos ámbitos funcionales, puestos de trabajo o en cualquier otra estructura que pueda sustituirlos o complementarlos.
  • Identificación y captación de talento interno en la respectiva organización, por medio de sistemas efectivos de promoción interna y de provisión de puestos de trabajo o de formación. Políticas de captación de talento interno en el proceso de gestión/transferencia de conocimiento.
  • Redefinir dentro de los marcos legales una política de reconocimiento por servicios prestados que incentive la creatividad, la iniciativa y la innovación en el ámbito de la gestión pública, por medio de la asignación de mecanismos de compensación (no exclusivamente retributivos) de la dedicación especial o de la aportación adicional que el personal lleve a cabo en la mejora de la organización y de las prestaciones de servicio a la ciudadanía.
  • Establecer sistemas de formación de directivos dirigidos a empleados públicos que ocupen posiciones pre-directivas o técnicas, con la finalidad de articular sistema de dirección pública profesional en las organizaciones públicas y de preparar el relevo generacional de tales directivos.

Medidas de gestión de personal

  • Aunque son decisiones que no competen a las Administraciones Públicas, sino al legislador, convendría explorar nuevas situaciones administrativas y sistemas de provisión polivalente o múltiple de puestos de trabajo que pudieran dar respuesta a las necesidades de desarrollo parcial de actividades profesionales y a las exigencias de garantía de transferencia/gestión del conocimiento como consecuencia del relevo generacional.
  • Instaurar prácticas de gestión innovadora en el ámbito de los recursos humanos en las Administraciones Públicas, mediante la aprobación de reglamentos de gestión de personal o protocolos de gestión que, negociados con los agentes sociales, permitieran fórmulas de flexibilidad y adaptabilidad de los recursos humanos a las necesidades cambiantes de la organización.
  • Redefinición legal del sistema retributivo y los diferentes conceptos que componen las retribuciones complementarias (especialmente sus componentes) al objeto de compensar adecuadamente los resultados en la gestión y los compromisos organizativos, así como de desarrollo profesional y de adaptación al cambio.
  • Adaptar o equiparar las condiciones de trabajo, especialmente en materia de vacaciones, permisos y licencias, pero también retributivas, a las existentes en el sector privado, en ámbitos profesionales análogos, huyendo así de la existencia de diferencias irrazonables o privilegios no justificados.
  • Atención horaria que permita interactuar no solo digitalmente, sino también mediante tramitación física, a la ciudadanía con las Administraciones Públicas, especialmente a aquellas personas que estén en posiciones de desventaja o de brecha tecnológica. Una Administración electrónica de 365 días al año por 24 horas todos los días no puede convivir con una Administración presencial en constante contracción horaria y que actúa espasmódicamente con largos períodos inerte o de vacancia (casi) colectiva.
  • Facilitar salidas anticipadas del empleo público a quienes no puedan adaptarse a los cambios tecnológicos, sin que ello implique ventajas en relación al sector privado. Modificar el régimen de situaciones administrativas.
  • Replanteamiento de la política de negociación colectiva: ámbitos de negociación. Diálogo social estratégico. El futuro de los actores sindicales en una Administración automatizada (Alain Touraine) debe repensarse radicalmente, debido sobre todo a las profundas mutaciones en las tareas y empleos que se producirán inmediatamente.
  • Diseñar una política social de gestión de personas senior/senior (importancia numérica) en las organizaciones públicas: inadaptaciones funcionales (reasignación de puestos o salidas anticipadas con indemnización); cuidado de mayores; enfermedades crónicas u oncológicas; programas formativos “ad hoc”; jornadas parciales o jubilaciones del mismo carácter. Protección en contextos de pandemias.

En suma, son solo algunas propuestas para enfrentar ese cuádruple desafío antes enunciado. Pueden parecer ensoñaciones, viniendo de donde venimos. Pero no existen muchas alternativas. Hay que ser conscientes que, en un primer momento, el contexto de profunda crisis fiscal devorará gran parte de las energías y oscurecerá esos retos estratégicos. Tal vez, en esos primeros y duros momentos, convenga retomar con firmeza el pensamiento estratégico no sólo para mantener viva la llama de la necesaria adaptación y fortalecimiento de la Administración y el empleo público, sino sobre todo para iniciar la senda de su transformación hacia unas organizaciones públicas con mayor capacidad ejecutiva y mejores prestaciones para la ciudadanía. Pues ese y no otro es el objetivo final que debe perseguir el sector público. Aunque tantas veces lo olvidemos.

DIRIGIR EN TIEMPOS DE CRISIS

La dirección es una actividad siempre compleja. Requiere, como decía Minztberg (y me gusta recordar), conjugar equilibradamente obra (experiencia), arte (visión) y ciencia (análisis). Asimismo, hoy en día, la dirección debe sumar excelentes conocimientos tecnológicos, conocimientos de idiomas y un arsenal de habilidades blandas. Y, encontrar personas que ofrezcan tal batería de competencias profesionales no resulta fácil. Menos aún en el ámbito público, en el que los directivos se eligen (por criterios de confianza política o personal) y no se seleccionan (en función de sus competencias profesionales acreditadas); donde hoy por hoy no hay excepciones: quienes dirigen las organizaciones públicas en sus niveles superiores son amateurs de la dirección pública. Quienes aprenden a dirigir lo hacen a costa del tiempo dedicado (experiencia) o porque algunas de estas personas añaden ciencia (análisis) o se dotan de formación complementaria que les pueda dar visión estratégica. Pero, no nos llamemos a engaño, son una absoluta minoría. O llevan mucho tiempo en esas posiciones directivas y, mal que bien, algo han aprendido con el paso del tiempo. También está muy asentada la falsa creencia de que, simplemente por ser funcionario de cuerpo o escala superior, ya se tienen competencias directivas innatas. Craso error. Y muy extendido.

Si algo nos ha mostrado esta crisis sanitaria y la brutal crisis económico-social en ciernes, es que no se puede gobernar un contexto tan complejo con una política inexperta (Felipe González, dixit). Especialmente, con muchos políticos recién llegados, que además ellos o los que estaban habían cambiado radicalmente a sus equipos de altos cargos y asesores, con la finalidad de gobernar una legislatura corta con una (pretendida) eficiente política comunicativa, pero nunca asomarse al precipicio de una crisis de estas magnitudes y mucho menos afrontarla. Que hayan sido desbordados por los acontecimientos, es lo mínimo que les ha podido pasar. Tampoco es circunstancial que, salvo excepciones de liderazgo individual (alcalde de Madrid), los gobiernos que mejor están “campeando” la crisis son aquellos que ya tenían un cierto recorrido temporal y sus estructuras directivas estaban más asentadas. Aunque no fueran las más idóneas, ni mucho menos. Estos durísimos momentos nos han recordado, no sin enorme frustración, algo que ya sabíamos: la dirección y gestión pública es mucho más importante de lo que algunos creen.

En cualquier caso, si ya en sí misma dirigir es una actividad sumamente compleja, mucho más lo resulta en una crisis de las magnitudes de la actual. Y si esa dirección no es profesional, sino amateur, como la propia política a la que está unida umbilicalmente, no queda otra solución que abrazar el criterio experto como paraguas de decisiones políticas que no son ni pueden ser por esencia «científicas», por mucho que la política practique el arte de la prestidigitación: por muy obvio que parezca, las decisiones en política siempre serán políticas. Como nos recuerda Innerarity (Una teoría de la democracia compleja. Gobernar el siglo XXI, p. 343), «la política debe aprender a tomar decisiones con un conocimiento incompleto, en entornos de incertidumbre». El conocimiento experto nunca es unívoco.  Como bien dicen muchos ahora, no es tiempo de crítica, sino de remar juntos. Pero sí es oportuno identificar, al menos, aquellos cuellos de botella que han hecho aún más compleja la (mala) gestión de esta crisis. Y uno de ellos, aunque nadie en política lo quiera reconocer (y menos ahora), es que no se pueden seguir gobernando y, sobre todo, dirigiendo las instituciones públicas con personas reclutadas por crietrios exclusivos de clientelismo o de favor o proximidad política, sin acreditación previa y objetiva, en procesos competitivos y de libre concurrencia, de sus competencias profesionales directivas. Es una temeridad. Y la factura es larga. Pero, el clientelismo tiene hondas raíces. Y habrá que extirparlas.

Lo (mal) hecho, hecho está. Ya vendrá luego la rendición de cuentas. Ahora se trata de mirar al futuro. Y dirigir el sector público en los próximos meses y años va requerir un cúmulo de energías, destrezas y habilidades sin parangón. La crisis económica, de mayor o menor extensión temporal, será aterradora. No valen medias tintas. Ahora más que nunca el sector público necesita gobernantes y directivos que acumulen, inteligentemente, las dos propiedades que Adam Smith predicaba de los grandes estadistas: la mejor cabeza (excelentes competencias políticas o directivas), junto al mejor corazón (integridad y ética pública, así como no pocas dosis combinadas de prudencia, magnificencia y valentía).

Con toda franqueza, los partidos políticos ya han mostrado todas sus limitaciones para proveer de gestores públicos eficientes a las nóminas de altos cargos, cargos de libre nombramiento y remoción, directivos de libre designación o asesores que poco o nada asesoran, pues cuando la necesidad aprieta hay que acudir a expertos o profesionales. No es cuestión de recordar aquí la «lista de los horrores», lugares donde se ha fallado y se está fallando, sobre todo en gestión. Afrontar un futuro plagado de decisiones críticas y dramáticas, con una contracción del crecimiento económico excepcional y, por tanto, con muchísimos menos recursos, requiere excepcionales atributos para quienes se encarguen a partir de entonces de dirigir lo público. En las manos de quienes nos gobiernan está cambiar el rumbo o hundir el barco. Ellos sabrán.

Pero, al menos, desde esta modesta atalaya, pretendo esbozar unas líneas de mejora que vayan encaminadas a reclutar aquellos futuros directivos que deberán hacer frente a tan complejo escenario. A saber:

  1. La elefantiasis estructural (innumerables departamentos con infinidad de cargos directivos y asesores) debe suprimirse de inmediato. Las estructuras departamentales deben ser livianas, con mucho cerebro (talento), buen músculo y eliminando tejido adiposo e ineficiente. La coordinación efectiva.
  2. Las entidades del sector público institucional y empresarial, así como fundacional, deben ser reducidas en número, mediante procesos de fusión o supresión. Sólo se deben mantener aquellas que sean objetivamente necesarias (en términos de eficacia y eficiencia, así como de economía, previa ejecución de una auditoría efectiva y no formal al respecto). No volver a cometer los errores de la crisis anterior, que dejó casi incólume el sector público, y sólo adoptó medidas cosméticas. Se trata de resetear lo público.
  3. Los niveles y número de órganos directivos de la administración pública deben ser asimismo reducidos a su mínima expresión, mediante procesos de acumulación funcional o supresión. Su cobertura se ha de llevar a cabo por criterios estrictamente profesionales, en línea con lo realizado en la Administración portuguesa desde hace años. También los niveles directivos de segundo grado (funcionariales).
  4. Los asesores (personal eventual) deben ser asimismo radicalmente limitados en número. Y exigir normativamente una serie de requisitos de conocimientos, experiencia, idiomas, etc., para su cobertura. Quien no los acredite, no puede ser designado.
  5. La Integridad Institucional y la Transparencia, así como la rendición de cuentas han de ser exigencias ineludibles en el comportamiento y actividad profesional de quienes trabajen en posiciones políticas y directivas. Cualquier brote de comportamiento irregular o de corrupción debe ser causa de cese inmediato. Se deben aprobar de inmediato Sistemas de Integridad Institucional en todas las organizaciones públicas y modelos de Gobernanza Pública, que incluyan asimismo una política de transparencia efectiva y de rendición de cuentas.
  6. No deberían ser designados directivos públicos quienes no acreditasen conocimientos digitales avanzados y una razonable comprensión del entorno y retos tecnológicos a los que se enfrentan las Administraciones Públicas. Crisis y revolución tecnológica conforman un cóctel complejo que debe ser gestionado de forma cabal, sino quiere quedarse la Administración Pública no sólo devastada sino totalmente obsoleta.
  7. Tampoco deberían ser designados directivos públicos quienes, aparte de las lenguas oficiales en su respectivo ámbito, no acrediten muy buenos conocimientos en inglés o, al menos, de una lengua extranjera que sea necesaria para su ámbito de desarrollo profesional.
  8. Quienes asuman funciones directivas en el sector público en sentido lato deberán suscribir un acuerdo de gestión, siquiera sea de mínimos, en el que se determinen objetivos y adquieran compromisos a desarrollar durante el período de su mandato. Los objetivos deben ser evaluables y la continuidad o no directamente imbricada con sus logros. Los directivos fijarán objetivos y evaluarán a las estructuras intermedias que de ellos dependan.
  9. Los directivos del sector público en los próximos meses deberán, asimismo desarrollar especialmente una serie de competencias críticas, aparte de las tradicionales de la función de dirigir. Y, dentro de esta incompleta lista, se pueden incorporar las siguientes:
    1. Liderazgo contextual, propio de una crisis de las magnitudes como la que se ha de afrontar. Saber estar a la altura de las circunstancias. Con vocación de servicio. Implicación absoluta. Y liderazgo ejemplar.
    2. Visión estratégica. Las soluciones de hoy serán los problemas del mañana, si no se encauzan razonablemente.
    3. Trabajo por resultados. Nunca más que ahora se necesitan resultados. Resolver problemas inmediatos, pero con mirada estratégica.
    4. Gestión eficaz y eficiente. Resultados sí, pero al menor coste posible, sin menoscabo de su calidad. Hay que erradicar la ineptitud, la incompetencia, la burocracia estéril, etc.
    5. Digitalizar las organizaciones públicas es una obligación inaplazable. Captar perfiles profesionales tecnológicos (analistas de datos, ingenieros, estadísticos, matemáticos, etc.).
    6. Impulsar en sus organizaciones la creatividad, innovación y fomento de la iniciativa.
    7. Reforzar la capacidad de negociación en tiempos críticos. Firmeza y saber decir un “no” positivo (argumentado), como decía Ury. Ninguna veleidad, ni la más mínima, con el corporativismo ni con la política o el sindicalismo clientelar.
    8. Empatía, resilencia, solidaridad, adaptabilidad y fomento de los valores públicos.
    9. La formación de directivos y de personal predirectivo debe ser una prioridad estratégica en las organizaciones públicas.

En fin, una pequeña muestra de algunas de las competencias imprescindibles que nuestros directivos públicos (y también en buena medida nuestros políticos) deberán atesorar en los complejos tiempos que se avecinan. De que se cumpla siquiera sea una parte de ellas en los perfiles profesionales que se hagan cargo de la difícil gestión del sector público en los años venideros, dependerá que salgamos mejor o peor parados como sociedad de esta tremenda crisis. Que por una vez impere la cordura, aunque sea excepción.

“JOSÉ MUJICA Y LA LIBERTAD: LECCIONES PARA UN (PROLONGADO) CONFINAMIENTO”

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“¡Acabamos esclavizados por lo superficial!”

(José Mujica y sus palabras. Ideas, opiniones y sueños del presidente más popular del mundo, Debate, 2020)

Hemos superado el ecuador del confinamiento inicialmente programado. A partir del 26 de abril, como ya se ha dicho por el Presidente del Gobierno, se extenderá el estado de alarma que tanto nos perturba, aunque veremos con qué intensidad. Se empiezan a observar signos de cansancio. La paciencia estoica es buena compañera de viaje en este “encierro involuntario”, como también la lectura. La reflexión debería ser una inevitable consecuencia de tal restricción (suave, en todo caso) de la libertad. Bien es cierto que, dado el cúmulo de entretenimientos digitales y audiovisuales que nos acompañan, muchas personas aplazarán pensar a tiempos menos turbulentos, que no se advierten a corto/medio plazo. Ellas sabrán.

Tal vez sea el momento, en efecto, de repensar algunas pautas existenciales para afrontar la enorme incertidumbre que planea sobre el futuro. La psicología está de moda. Menos la filosofía, aunque es tan importante o más. Y si pretendemos reflexionar algo sobre qué somos, dónde estamos y adónde vamos, una buena compañía en estos días (iguales) puede ser “las palabras” de Pepe Mujica, un referente moral y político, que quizás nos puedan ayudar a trazar mejor el camino.

Recientemente se ha publicado una monografía más sobre tal singular personaje. Si los cómputos no me fallan, es la novena. En ella, sin otra ambición que sistematizar (parte de) su pensamiento, se recogen de forma más o menos ordenada innumerables citas y reflexiones, así como un par de discursos, de quien fuera presidente de Uruguay. Esa sabiduría concentrada nos aporta algo de luz en este incierto túnel en el que parece estar inmersa la humanidad, pero también la sociedad española, tras la crisis del COVID-2019.

Pepe Mujica siempre se ha negado a escribir sus memorias, como también a exponer por escrito su pensamiento. Aunque con fuertes raíces en el pensamiento estoico, esa forma socrática de filosofar, no deja de ser un tanto atípica en una sociedad cuya finalidad es “enlatar” al pensamiento en obras escritas y, ahora cada vez más, en reproducciones audiovisuales. Los recopiladores de su pensamiento (Darío Klein y Enrique J. Morás) han hecho un encomiable intento de recoger lo mejor de su pensamiento, aunque lógicamente ni está todo, ni podría estar.

Sin embargo, en esta primera entrada (dedicaré otra a su concepción ética de la política, tan necesaria a partir de ahora) me interesa resaltar su mirada sobre la libertad y la felicidad. Mujica estuvo privado de libertad (o en fuga transitoria) una parte importante de su vida (1970-1985). Y, como antídoto contra la locura o el derrumbamiento personal, pensó. Y mucho. Aprovechó el tiempo de su durísima privación de libertad para hacer algo útil. Sin ningún recurso. Solo su mente, su propia fortaleza psicológica y asimismo la búsqueda del sentido de su existencia. Traeré a colación sólo unos fragmentos que tal vez nos ayuden a sobrellevar un encierro absolutamente liviano que en nada se asemeja (cualquier paralelismo es un insulto) al que padeció nuestro personaje. Y si nos ayudan a reflexionar algo, mejor. Sabidas son las penurias y padecimientos que atravesó en “la cana” (la cárcel). Y no las voy a recodar aquí.

La libertad es un bien impagable. Pepe Mujica le da el valor que tiene, Y retroalimenta su valor desde su terrible y prolongado encierro. Aprovecha el tiempo. No se da por vencido. Lucha y consigue hacerse una persona mejor. Distinta. Con  una mezcla muy interesante de utopía y pragmatismo. Poniendo el acento en lo importante y desechando lo adjetivo. Estas son algunas de sus ideas:

  • “Soy un poco vasco, terco, duro, seguidor, constante, y por eso aguanté. Pero no soy ningún fenómeno”
  • “Cuando estás muchos años sin poder conversar con nadie, a veces muchos meses sin ver la luz del día (…) son cosas que tienden a destruirte. En esas condiciones te ves obligado a encontrar fuerzas dentro de ti mismo y a conversar con el que llevas dentro”
  • “Te quiero transmitir que esos años en el fondo me transformaron, porque los hombres aprendemos mucho más de la adversidad que de la bonanza. Nunca hay que sentirse derrotados, derrotados son únicamente aquellos que no luchan por levantarse”
  • “Veo que el avance tecnológico, la riqueza, los medios materiales del mundo que nos rodean tienden hacer a la gente demasiado blanda, demasiado tierna, demasiado débil, y la gente no sabe que lleva dentro una tremenda fortaleza para enfrentar las peripecias de la vida”
  • “No se puede vivir cultivando el rencor, ni se puede vivir dando vueltas alrededor de una columna”
  • “¡Yo conozco al bicho humano! Es el único animal que tropieza veinte veces en la misma piedra. Y cada generación aprende de lo que le toca vivir, no con lo que vivieron otros. Aprendamos con la historia de lo que nos pasa a nosotros”.
  • “La mejor manera de enfrentar el mal es que hay que tener paciencia y sabiduría”
  • “La soledad es tal vez lo peor, después de la muerte. Pero no sería quien soy si no hubiera vivido toda esta etapa; se aprende a buscar fuerzas adentro de uno mismo (…) El hombre es un animal muy fuerte, muy fuerte, es mucho lo que puede soportar”
  • “El mundo de los afectos es importantísimo y hay que dedicarle tiempo: tiempo con los hijos, tiempo con la pareja, tiempo con los amigos”.
  • “La gran pregunta es: ¿en qué se te fue la vida? Esa es la gran pregunta. Se trata de dar valor relativo a todas las cosas”
  • “Para mi la libertad es hacer lo que uno quiere con el propio tiempo. Trabajar menos para tener más tiempo para vivir. Pero eso implica ser más parcos en el consumo, dejarnos de joder con endeudarnos para seguir el tren que nos marca esta civilización, porque después hay que trabajar el doble para pagar esas deudas … Calidad de vida es disponer de tiempo para hacer lo que se nos antoje”.
  • “La gran ventaja es que el amor es creador, pero el odio termina destruyendo a quien lo profesa”
  • “La felicidad no es una cuestión material. Necesitar poco es el camino más corto para tener libertad”
  • “Al parecer, amigos, el hombre es el único bicho que no aprende de su propia vida, de su propia historia, a pesar de su inteligencia”
  • “Despilfarrar no es lo que hacen las sociedades más maduras”
  • «La vida es hermosa; se trata de una aventura permanente que hay que redescubrir a cada rato. A partir de ese visión, se jerarquiza de otra manera cada circunstancia». 

Son solo algunas “píldoras” para la reflexión. Si nos sirven al menos (a mí el primero) para replantearnos algunos viejos y anclados esquemas de comportamiento, bien venidas sean. Buen tercer domingo de confinamiento.

CRISIS SANITARIA, RESPONSABILIDAD INDIVIDUAL Y TELETRABAJO

 

La crisis de salud pública que se deriva de la epidemia del Covid-19 (más comúnmente denominado “coronavirus”) es, hoy en día, evidente. Esta breve contribución solo pretende tres modestos objetivos. A saber: 1) Identificar la naturaleza actual (y sobre todo futura) de la crisis; b) Poner en valor el sentido de responsabilidad individual que debe impregnar el comportamiento de la ciudadanía ante tal escenario de crisis; y 2) Y, en ese contexto, promover como solución excepcional “el trabajo a domicilio”, también en el sector público, si bien en aquellas tareas que permitan soluciones de ese carácter.

Vayamos por partes. Aunque es originariamente una crisis de salud pública, ya sus consecuencias desbordan con mucho esos contornos, con implicaciones económicas, sociales, laborales, etc. Hasta ahora la centralización de las respuestas ha sido “sanitaria”, pero el problema ya comienza a desbordar esos contornos. Aunque no ha sido declarado aún el estado de alarma, general o parcial, no cabe descartar que así se haga (artículo 4 b), Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio). Mientras tanto, las soluciones normativas y gubernamentales “ordinarias” se imponen: cada nivel de gobierno ejerce sus propias responsabilidades públicas de acuerdo con las competencias que tiene atribuidas por el ordenamiento jurídico, fiándolo todo a los mecanismos de coordinación interinstitucional que no han sido, hasta la fecha, nuestro punto fuerte en el plano intergubernamental (aunque desde el punto de vista sanitario están funcionando razonablemente, como la propia OMS reconoce). Pero, como el virus no conoce fronteras, la crisis sanitaria es ya un problema europeo y de no escasa magnitud. La economía se tambalea. De Europa vendrán también algunas decisiones. En todo caso, en el plano interno, si el problema se agrava, dado el reparto fragmentado de competencias, posiblemente no cabrá otra opción que adoptar tal estado de crisis constitucional, siendo en ese caso competente para esa decisión el Gobierno central por medio de decreto. Y su duración y efectos sólo podrían extenderse por un plazo máximo de quince días, prorrogable con autorización expresa del Congreso de los Diputados. Se intentará no declararlo, y echar mano de los instrumentos «ordinarios», pero todo dependerá de cómo evolucione la crisis.

Al margen de esta cuestión de “procedimiento” (en el fondo nada menor), que puede empañar el desarrollo futuro de las respuestas institucionales a esta crisis, me quiero detener en las otras cuestiones citadas.

La llamada a la responsabilidad individual está siendo uno de los ejes fuertes de la comunicación política. Y me parece acertado hacerlo. Tanto por el Ministro y portavoz del Ministerio, como por las CCAA. La Consejera de Sanidad del Gobierno Vasco, Nekane Murga, lo expresaba de forma convincente a los medios, al referirse a modo de ejemplo a la responsabilidad de los padres frente a la movilidad o esparcimiento de sus hijos que tienen cerrados los centros educativos como medida preventiva de difusión de la epidemia. Pero esa responsabilidad se multiplica en sus todas las actuaciones personales en un caso de crisis sanitaria como la que tratamos. Extremar la prevención y llevar a cabo un ejercicio de responsabilidad individual, es una obligación ciudadana y ética (vinculada a la ética del cuidado, entre otras facetas). Efectivamente, habrá que hacer mucha pedagogía sobre la necesidad de que la ciudadanía asuma que de su comportamiento y sus actitudes, así como de sus hábitos, depende en gran parte que las medidas preventivas funcionen realmente y que la erradicación o control de la epidemia sea efectiva. Si falla este primer nivel de responsabilidad individual, no quedará otra opción que echar mano del arsenal de medidas limitativas que se abren, en su caso, con la declaración del estado de alarma (limitaciones de circulación, del uso de servicios o artículos de consumo, garantía de abastecimiento, etc.).

Y conviene recordar, sin pretensión alguna de ahogar la fiesta, que la ciudadanía de esta país llamado España no sale precisamente fortalecida en su compromiso con la responsabilidad individual. En efecto, lo escribí hace algún tiempo. En España hay un notable desarraigo o desvinculación ciudadana hacia lo público, pues paradójicamente se hace descansar exclusivamente la responsabilidad del funcionamiento de la sociedad en las propias instituciones, adoptando las personas una actitud ajena y solo receptora o pasiva de prestaciones y servicios. La responsabilidad individual está muy ausente, entre nosotros. La bulimia de derechos y anorexia de valores planea de nuevo, esta vez sobre la sociedad y sus individuos. Y ello lo constató un estudio comparativo realizado por el BBVA entre las sociedades de cinco países europeos cuyos resultados fueron muy difundidos en diferentes medios de comunicación. El estudio lleva por título: Valores y actitudes en Europa acerca de la esfera pública (BBVA, septiembre 2019). Se trataba de un  análisis comparativo de los que eran entonces (hoy en día sin el Reino Unido), los cinco países de mayor peso de la Unión Europea. A tal efecto es oportuno resaltar que cuando en el citado Informe se trata del apartado deResponsabilidad del Estado y responsabilidad individual”, se constata fehacientemente queel papel que se le atribuye al Estado en asegurar las condiciones de vida digna de los ciudadanos es una dimensión fundamental de la cultura política en Europa”. Pero hecha esta constatación general, destaca sobremanera el dato de que la ciudadanía de España por amplia mayoría (solo seguida de cerca por Italia, y muy lejos por el resto: Francia, Reino Unido y Alemania) considera que es el Estado y no cada individuo quien tiene la responsabilidad principal de asegurar tales condiciones de vida. Dicho de otra manera: la ciudadanía española prefiere ver descansar las responsabilidades de forma institucional que personal.

Un enorme reto se abre, por tanto, en esta crisis sanitaria para darle de una vez por todas “la vuelta a la tortilla”. La ciudadanía debe asumir sus enormes e importantes responsabilidades en la gestión y evolución de esta crisis, y no dar por bueno que solo soluciones dictatoriales o autoritarias (de control absoluto de la población), pueden ser efectivas. Poner China como paradigma de la buena gestión de la crisis es destruir los fundamentos de la democracia occidental. Dentro del marco del constitucionalismo liberal-democrático también hay formas de promover la libertad individual y limitarla proporcionalmente cuando la salvaguarda del interés público lo exija. No dejemos, por tanto, que todo lo haga “papá Estado” o “mamá Comunidad Autónoma”. La responsabilidad personal juega un papel trascendental en la buena gestión y desenlace de esta crisis.

La tercera cuestión se refiere a cómo afrontarán las Administraciones Públicas un hipotético escenario de cuarentena temporal domiciliaria y de necesidad de desarrollar sus actividades (o buena parte de ellas) a distancia, fuera del centro de trabajo. Ciertamente, hay actividades públicas cuyos servicios directos y personales son imprescindibles (personal médico y sanitario, fuerzas y cuerpos de seguridad, bomberos, servicios asistenciales, ambulancias, etc.). Estos servidores públicos están en la trinchera y son imprescindibles. Protegerlos también es un acto de responsabilidad individual de la ciudadanía, evitando el colapso de tales servicios. Pero ante un hipotético contexto de agravamiento de la crisis, en un gran número de empleos públicos, al igual que en buena parte del sector servicios, habrá que aplicar lo que Emilio Ontiveros afirmaba hoy mismo (10 de marzo) en Radio Nacional: “Hacer de la necesidad virtud”. Y, por tanto, se deberán poner en marcha en tiempo récord sistemas de teletrabajo, para los cuales las Administraciones Públicas están aún mucho menos adaptadas que el sector privado, dada la inflexibilidad de sus estructuras, el retraso generalizado (salvo excepciones singulares) en el proceso de digitalización, así como la concepción singular y excepcional de esas medidas de trabajo a distancia, que hasta la fecha han sido más bien anecdóticas, a pesar de haber algunos marcos reguladores razonables que Víctor Almonacid recogió en su día (https://nosoloaytos.wordpress.com/2019/02/13/tecnologia-y-teletrabajo-en-la-administracion/)

El reto al que se enfrentarán las Administraciones Públicas en las próximas semanas será inmenso. Se trata nada más ni nada menos que de crear prácticamente de la nada un sistema (casi) universal de teletrabajo, que tenga por objeto identificar qué tareas se pueden hacer a distancia, con qué objetivos y qué mecanismos de supervisión se fijarán (el papel de las estructuras directiva es aquí determinante), cuáles han de ser los resultados, con qué recursos, medios tecnológicos y qué aplicaciones se dispondrán para llevarlas a cabo, así como articular sistemas de control de ejecución y de evaluación del trabajo desarrollado. Un plan de choque del teletrabajo en el empleo público en un marco de crisis sanitaria, que mancha a todos los ámbitos de la sociedad, se torna imprescindible. Y se debe elaborar con urgencia. Los sindicatos no se puede poner de perfil, ni pedir sólo en este caso ventajas corporativas. La sociedad demanda un esfuerzo, también a los empleados públicos que no están en “la primera línea de fuego” (a los que siempre hay que preservar). Una mirada solidaria, cooperativa y de ética pública se impone.

¿Está preparada la Administración Pública para ese inaplazable test de esfuerzo? Salvo excepciones singulares, que las habrá, todo apunta a que no lo está. Pero este es un reto que presumiblemente, más temprano que tarde, habrá de afrontarse. Y en su correcto enfoque se encuentra una ventana de oportunidad para desarrollar las capacidades de iniciativa, innovación, creatividad e impulso de la implicación y ética del cuidado en el ámbito del trabajo en el sector público. Solo hace falta que las estructuras políticas y directivas de las organizaciones públicas, particularmente lideradas por sus unidades de recursos humanos, se pongan inmediatamente manos a la obra. No basta con segmentar “el trabajo a domicilio” sólo para colectivos individualizados o para tareas críticas que no admiten demora, pues ello implicaría que solo unos funcionarios públicos tendrían encomendadas tareas específicas y trabajo “a domicilio”, mientras que el resto gozaría de un retiro domiciliario sin apenas nada que hacer o permanecer de “brazos cruzados”. Una auténtica injusticia (compárese con el esfuerzo de los servidores públicos que están hoy en día “en la trinchera”). O peor aún, que algunos empleados públicos fueran eximidos de estar presentes (por tanto, más protegidos frente al contagio), mientras que otros se verían obligados a atender a la ciudadanía y a asistir a las oficinas públicas, con niveles más altos de exposición, y un mayor compromiso de servicio. No cabe una función pública de dos velocidades. Nadie sobra en este empeño. Y quien así lo crea no debiera formar parte de la función pública. Los comportamientos egoistas sobran.

La improvisación o las medidas tomadas precipitadamente no son buenas consejeras. Algo ya está pasando en esa línea. Y el peor error, con consecuencias funestas, es dejar absolutamente dormida la Administración Pública por el período, más o menos largo, que dure la crisis o, en su caso, la cuarentena. No nos lo podemos permitir. Veremos cómo camina la expansión del virus. Pues el echar mano de expresiones, políticamente correctas para gestionar una crisis como esta, como “ahora no” o “no de momento”, no están reñidas con una mínima planificación y estrategia que atenúe las consecuencias y prepare a las organizaciones públicas para lo que viene. O lo que ya está aquí.

CONTRATACIÓN PÚBLICA E INTEGRIDAD

 

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«Los mecanismos de integridad deberán establecer estándares estrictos de comportamiento mediante códigos de conducta, (de) ética o políticas similares, que sean claros y accesibles y que aborden, en particular, la contratación de bienes y servicios (y entre otras cosas) los conflictos de intereses (…)»

(OCDE: Directrices en materia de Lucha contra la corrupción e Integridad en las Empresas Públicas, 2019)

 

No descubro nada nuevo si afirmo que el cumplimiento estricto de la legalidad formal no supone necesariamente la plena observancia de la integridad en la contratación pública. Para lograr la efectividad de ese principio (prefiero denominarlo valor), se requieren instrumentos adicionales que, hoy por hoy, apenas existen en nuestras Administraciones Públicas. Todo se fía al Derecho y a su correcta aplicación. Y, en efecto, en este punto radica que la contratación pública pueda hacerse formalmente de modo correcto, pero que, aun así, algo falle. No hay que descuidar un ápice  la importancia del Derecho. No obstante, insisto, siendo ello necesario, no es suficiente. Habrá que explorar vías adicionales, que por lo demás ya recogidas en Programas de Compliance en el sector privado y (todavía de forma muy limitada) en empresas públicas. Nadie duda, como se dirá de inmediato, que la contratación pública es un ámbito de la actuación de los poderes públicos enormemente sensible al que se adhieren con facilidad inusitada comportamientos irregulares, prácticas colusorias, conflictos de intereses o, en fin, actuaciones propias de la más pura y dura corrupción.

La tesis que aquí mantengo es que, junto al cumplimiento estricto de la legalidad (presupuesto básico del Estado de Derecho y de la actuación de los poderes públicos), se requiere impulsar desde lo público una política de integridad que, con un enfoque más holístico, inserte en las instituciones públicas infraestructuras y procedimientos que salvaguarden la ética pública y la integridad del sector público, también en la contratación pública. Rápidamente se me objetará, no sin razón, que bastante tiene el sector público con respetar adecuadamente la tupida selva normativa creada por la LCSP y sus innumerables, cuando no distantes, interpretaciones que, aparte de sumir en la zozobra y en el desconcierto, afectan gravemente a la seguridad jurídica en tan proceloso terreno.

No soy ningún ingenuo. En un panorama institucional público en que, por un lado, la política no ve rédito alguno en la implantación de tales herramientas y, por otro, donde el imperio de lo jurídico abunda por doquier, con el consiguiente efecto, en ambos casos, de devaluar el papel de los instrumentos de autorregulación, la necesidad de articular sistema de integridad pública que complementen los marcos legales, parece una batalla llamada a perderse por goleada de antemano. Pero, aún así, hay que intentarlo. Algunos nos dedicamos a las causas perdidas, aquellas que algún día (más tarde que pronto, por desgracia), tal vez sean ganadas. En todo caso, no pretendo convencer a nadie, únicamente persigo que esta breve contribución sirva para abrir algunas dudas, siquiera sean pequeñas fisuras, sobre la pretendida omnipotencia del Derecho para resolver los problemas relacionados con las malas prácticas y con la corrupción en la contratación pública. Se pueden endurecer las leyes todo lo que se quieran, se pueden asimismo multiplicar los controles internos y externos, invertir mucho en transparencia y publicidad, llenar las leyes de procedimientos onerosos, con múltiples informes, fiscalización constante y garantías, hasta hacerlos incluso eternos e ineficientes, pero algo nos dice que, aún así, las malas prácticas y la corrupción siguen golpeando sobre tan sensible ámbito del actuar público.

Nadie duda, en efecto, que la contratación pública es una de las zonas de riesgo que más pueden afectar a la integridad en cualquier Administración pública o en sus entidades del sector público. Los riesgos a la integridad en la contratación pública se proyectan sobre las distintas fases del procedimiento de contratación, como expuso acertadamente el documento Catálogo de Riesgos por Áreas de Actividad del Consello de Contas de Galicia. Si esto es así, y efectivamente lo es, es necesario que se tengan activados todos los mecanismos y alertas para evitar cualquier lesión a ese principio de integridad, sobre el que descansa en buena medida la plena aplicación del resto de principios motores de la contratación pública (igualdad de trato, libre competencia, transparencia, etc.) y, sobre todo, la confianza de la ciudadanía en sus instituciones.

El Informe de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia de 2015 (“Análisis de la contratación pública en España. Oportunidades de mejora desde el punto de vista de la competencia”) es siempre uno de los puntos de arranque en este tema. Allí se dejó constancia expresa de que la contratación pública era el “área más proclive a la existencia de prácticas irregulares desde el punto de vista de la competencia”. Unos años antes, la OCDE (Integridad en la contratación pública. Buenas prácticas de la ‘A’ a la ‘Z’), había dicho lo mismo. Nada que no sepamos.

Pero, si hay un documento que me interesa resaltar en estos momentos es la Recomendación (UE) 2017/1805, de 3 de octubre de 2017, sobre profesionalización de la contratación pública (Construir una arquitectura para la profesionalización de la contratación pública). Su finalidad, anclada en la lucha contra la corrupción que ya se manifestaba en las directivas de 2014, pretendía minimizar esos efectos mediante una mejora de la profesionalidad de las personas que trabajan en el ámbito de la contratación pública. Para ello, se emplazaba a los estados miembros a “apoyar y promover la integridad a nivel individual e institucional”, dotándose a tal efecto de las herramientas “necesarias para garantizar el cumplimiento y la transparencia y la orientación para prevenir irregularidades”.

Y dentro de esa política de profesionalización de la contratación pública auspiciada por la Comisión Europea, se hacía hincapié en la necesidad de reforzar a través de la formación las capacidades y competencias de los profesionales de la contratación. Entre la batería de instrumentos que contenía la citada Recomendación, destacaban los siguientes: a) establecer códigos deontológicos, así como cartas para la integridad; b) el impulso de programas de formación en integridad; c) la promoción de sistemas de alertas como retroalimentación para desarrollar buenas prácticas de self-cleaning; o, en fin, desarrollar documentos específicos para prevenir y detectar el fraude y la corrupción, también por medio de canales de denuncia (una línea de trabajo que refuerza la Directiva (UE) 2019/1937, de 23 de octubre, de “protección del denunciante”; donde se aboga por implantar canales internos de denuncia que sean efectivos en las Administraciones Públicas, aparte de que se creen, con naturaleza subsidiaria, canales externos).

Cierto es que la legislación de contratos del sector público nada nos indica expresamente sobre esa exigencia de que las Administraciones Públicas se doten de tales herramientas, aunque una interpretación sistemática e integrada de las finalidades de la Directiva 2014/24 y de las previsiones recogidas en la LCSP (no solo en sus artículos 1 y 64), claramente nos advierten de que luchar contra las malas prácticas, las irregularidades, la corrupción y los conflictos de intereses en el sector público implica inevitablemente adoptar “las medidas adecuadas” que sean necesarias para (por lo que ahora interesa) prevenir, detectar y solucionar tales irregularidades y conflictos de intereses.

La lucha contra la corrupción es también prevención. En efecto, tal vez convenga insistir en lo obvio, sobre lo cual (aunque con un enfoque más general) hice hincapié en su día (Integridad y Transparencia. Cómo prevenir la corrupción, Catarata/IVAP, 2017), pero lo que una política de integridad en el campo de la contratación pública persigue es, sobre todo y ante todo, prevenir antes que lamentar, aunque también, y de modo no menos importante, como expuso la OCDE, reforzar la infraestructura ética de las organizaciones públicas. Una política de integridad, también en contratación pública, tiene una dimensión inevitable de Buena Gobernanza, pues su proyección exógena es evidente y, en este punto, central.

Por consiguiente, apostemos por el cumplimiento adecuado y correcto del marco jurídico vigente en materia de contratación pública (para algunos la única tabla de salvación frente al fenómeno de la corrupción), pero seamos asimismo conscientes de que la integridad en la contratación pública no se garantiza sólo con aplicación de las normas (cumplimiento formal), sino que requiere adicionalmente dotarse de esas medidas adecuadas y adicionales que vayan correctamente encaminadas a prevenir (aunque también a detectar) prácticas inadecuadas, malas prácticas, conflictos de intereses y la propia corrupción en sentido estricto, asentando una cultura organizativa de integridad (cumplimiento material).

Es en este ámbito donde aún queda mucho trecho por recorrer. No deja de sorprender, por ejemplo, que en el reciente, documentado y extenso Informe anual de supervisión de la contratación pública de España (diciembre, de 2019), elaborado por OIReScon (“Oficina Independiente Regulación y Supervisión de la Contratación”), apenas haya reflejo alguno sobre la necesidad de implantar políticas internas en materia de contratación pública de prevención y detección de malas prácticas o de corrupción, aunque sí se recogen, en honor a la verdad, determinadas conclusiones y recomendaciones en relación con la prevención y lucha contra la corrupción, fiándolo todo a lo que pueda prever en su día en una Estrategia Nacional de Prevención y Lucha contra la Corrupción. Mucho ayudaría, sin embargo, que, en sucesivos informes, esa Oficina promoviera también buenas prácticas internas de construcción de marcos de integridad en la contratación (análisis de riesgos, códigos de conducta, formación en integridad, canales de dilemas y denuncias, órganos de garantía, etc.), y no lo fiara todo a actores o medidas externos. Está bien que la Oficina lleve a cabo un mapa de riesgos en materia de contratación y que ejerza cabalmente sus competencias, pero la política preventiva se hace, por definición, en la fuente en la que se producen los riesgos y debería ser cada administración pública o entidad quien, en primer lugar, la impulsara; aunque sea con ayuda, cuando fuera pertinente, de actores externos.

Tengo la percepción de que en España lo fiamos todo a la actuación de controles externos (poder judicial, tribunales de cuentas, autoridades de la competencia, autoridades de control de protección de datos, órganos de garantía de la transparencia, agencias de lucha contra la corrupción, etc.), pues no nos fiamos de que funcionen de forma adecuada los sistemas internos (sean de prevención o de detección y control). Cierto que en los sistemas internos puede haber riesgos evidentes de captura o de control político (también los hay en los sistemas externos, y no menores precisamente); pero la lucha por la integridad, también en la contratación pública, implica necesariamente apostar por sistemas internos de análisis de riesgos y creación de marcos de integridad efectivos, que se doten de aquellos elementos antes citados, y que inviertan adecuadamente en su desarrollo y efectividad. Sin ellos, la batalla contra la corrupción siempre será más larga y, probablemente, con peores resultados. Cuando los actores externos intervienen, el mal ya está hecho. Y la confianza pública, por lo general, devastada. Mejor preservarla que reconstruirla, tarea hercúlea. Lo dijo recientemente, Belén López Donaire: «El compliance llegó para quedarse». Esperemos que así sea, también en la contratación del sector público (*). Pero aún está muy verde el terreno, por mucho que lo abonen algunas contribuciones edictoriales recientes (**).

Algunos ejemplos y buenas prácticas

Desgraciadamente, poco hasta ahora se está haciendo en este campo. Algunas primeras e incipientes prácticas en este terreno (hay más, sin duda), son, por ejemplo, las siguientes: la Diputación Foral de Gipuzkoa aprobó en 2018 un primer Código de conducta y marco de integridad institucional aplicable a la contratación pública; la FEMP impulsó en 2019 una Guía de Integridad en la contratación pública local; la Asociación Española de Compliance, elaboró en 2019, a través de un grupo de trabajo, un documento sobre Sector Público. Compliance en el Sector Público (donde aborda el tema de la contratación pública como un ámbito de riesgo). Y, más recientemente, cabe destacar que el Ayuntamiento de Vigo ha aprobado un Plan de Integridad en la Contratación, con un marco estratégico y un plan operativo. En el campo normativo autonómico, se puede citar, entre otras la Ley 22/2018, de la Generalitat Valenciana (sistema alertas). Algo se mueve, aunque muy lentamente.

(*) La cita está tomada del siguiente enlace: https://www.jaimepintos.com/compliance-en-la-contratacion-publica/

(**) Sobre esta cuestión, en general, la reciente obra colectiva dirigida por Concepción Campos Acuña, Guía práctica de Compliance en el sector público, Wolters Kluwer, 2020.