SANIDAD

FUNCIÓN PÚBLICA EN TIEMPOS DE PANDEMIA

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“Es importante tener claro que ni el mundo político ni el de la administración se reforman por sí mismos. Sólo una acción externa puede hacerles cambiar” (p. 32)

Thierry Pfister, La république des fonctionnaires, Albin Michel, París, 1988)

Salvo algunos oficios y actividades, el trabajo en la función pública se realiza, por lo común, en lugares cerrados. Y también en espacios donde la densidad de personas y la proximidad es la regla. Hay algunos casos en los que el contacto físico o, al menos, la cercanía (pensemos en servicios de atención o de prestación al público), es evidente. Ello sin contar con que esos empleados públicos realizan desplazamientos al lugar de trabajo en no pocas ocasiones en transporte público, por no mencionar que también toman el café de media mañana, cuando no (aunque ahora se limiten esas actividades) algún día almuerzan con sus colegas o amigos en restaurantes próximos. El final de las vacaciones incrementará ese tránsito y la consiguiente densidad de relaciones, por no hablar de la vuelta a las clases y sus efectos, que serán multiplicadores. Es así en infinidad de actividades profesionales, por lo que la actividad profesional pública no resulta ninguna excepción.

Así las cosas, en lo que ya es la segunda oleada de la etapa Covid19 (cuya magnitud y profundidad aún desconocemos), el regreso a la actividad profesional de centenares de miles de funcionarios (docentes, personal estatutario, policías, burócratas, directivos, operarios y prestadores de servicios públicos de lo más diverso) se antoja muy complicada, más aún en un país en el que el personal toma sus vacaciones casi de forma generalizada en agosto y la Administración se desperezará lentamente a lo largo de un particular septiembre, que no dará tregua. Así, se pasará de la playa o del monte al Dragon Khan. Sin solución de continuidad.

En efecto, en este desconcertante año el escenario ha cambiado radicalmente. Aunque, por lo visto, a veces no lo parezca. Otra cosa es que las mentalidades se adapten. Las pautas y los hábitos, con leves correcciones, siguen siendo los mismos. Los hombres no cambian, ni siquiera en epidemia, tal como reconociera Albert Camus. Tampoco los funcionarios, cuyas conductas están demasiado arraigadas a costumbres inveteradas. Sin embargo, algo deberá mudar. Y no poco. Pensemos en la gestión de las aulas, por ejemplo. O en la relativa (des)atención ciudadana que se ha producido en algunos servicios durante la pandemia. En la vuelta a la “nueva normalidad” tensada por una pandemia que no cesa, se impondrán la distancia de dos metros (¿?), las mascarillas y el lavado de manos (las tres “M”), marcando la existencia de quienes sobrevivan en las dependencias públicas, pues a una parte considerable del funcionariado que no desarrolla “servicios esenciales” (por ejemplo, si tiene menores o dependientes a su cargo o una “edad de riesgo”), se le permitirá aún continuar teletrabajando y quedarse refugiado en su hogar (donde en ciertos casos será simplemente olvidado, salvo cuando haya que girarle la nómina a fin de mes o cuando un alma caritativa de la oficina se acuerde de ellos al observar día sí y día también la silla vacía, el ordenador de mesa apagado y la ausencia de papeles).

A la espera de que el teletrabajo se regule realmente, mientras tanto se sigue improvisando (¡cómo nos gusta conjugar este verbo!), con la fe ciega por parte de algunos de que estar en el domicilio conectado ya implica desarrollar una actividad profesional, algo que, al menos en ciertos casos, es discutible; aunque en otros, en verdad, no lo sea. Tal como expusimos en su día, sin definir objetivos, concretar tareas, supervisar permanentemente el trabajo desarrollado y evaluarlo, el teletrabajo no es más que un pío deseo o una fórmula vacía. Y no digamos si hay personas menores o mayores dependientes a su cargo también en el mismo espacio y a las mismas horas: conciliar, así, no es realmente teletrabajar. Se trata de otra cosa. Una fórmula mixta. A veces necesaria, nadie lo discute. Pero distinta.

Lo cierto es que esta segunda oleada de la pandemia nos vuelve a poner en nuestro sitio: allí donde hay transmisión comunitaria (y comienza a haberla por doquier) los contagios se pueden multiplicar. Lo ha dicho, con su claridad habitual, la Consejera de Salud del Gobierno Vasco, Nekane Murga. Y, por tanto, los riesgos son numerosos e imprevisibles (una “lotería inversa”, como repito por doquier). Y, en ese caso, el contagio puede provenir de cualquier sitio. No solo por estar en el trabajo, que si se adoptan medidas preventivas suficientes no hay mayor problema que en otros lugares (bastante menor, por ejemplo, que acudir al interior de un bar o restaurante, al supermercado, a una reunión o cena de amigos o viajar en un autobús o tren). La trazabilidad de los contactos en el lugar de trabajo es muy precisa. Por tanto, no es oportuno ni procedente demonizar el lugar de trabajo como foco de contagio, pues en ese caso lo que deberíamos hacer es sencillamente no salir nunca de casa y permanecer confinados eternamente hasta que el cielo de la pandemia escampe. Probablemente, habrá que organizar o planificar de forma cabal la prestación de servicios públicos y un sistema adecuado de rotación, pero debe quedar muy claro que una Administración Pública que, por los motivos que fueren, no atiende las necesidades y demandas de la ciudadanía cuando peor lo está pasando, es sencillamente un trasto inservible, que se debería sustituir por otra cosa.

Pero, dicho lo anterior, la actual Administración Pública tiene, además, un problema añadido: la avanzada edad de sus empleados públicos. Y no es un tema menor. Hay administraciones públicas en las que la edad media de sus funcionarios es superior a 55 años. Ciertamente, no son las edades de mayor riesgo de la Covid19, pero se le aproximan. Hoy en día el porcentaje más elevado de ingresos hospitalarios por Covid19 se mueve en la franja de edad entre 40 y 60 años, que es en la que están la inmensa mayoría (entre un 80 y 90 por ciento) de los empleados públicos. La verdad es que mucho más riesgo ha tenido y tiene el personal sanitario y a nadie se le ha ocurrido vaciar las diezmadas y entregadas plantillas con mecanismos de protección de ese tipo, pues conducirían derechamente a la inviabilidad en la prestación del servicio público de salud a la ciudadanía. En ese caso, ¿por qué se adoptan esas medidas ultraprotectoras en algunos ámbitos del sector público, como es el caso de la administración general dónde, paradójicamente, menos riesgo existe (bastante menor, por ejemplo, que en la docencia)?  En cualquier caso, no es un tema sencillo. Nada en la pandemia lo es. Quien tenga certezas en este ámbito, raya en la estupidez.

Hace algún tiempo un profesor universitario de edad próxima a la jubilación reflexionaba certeramente sobre esta cuestión más o menos de la siguiente manera: “La actividad profesional que desarrollo es un servicio público y, por consiguiente, aun admitiendo los riesgos que ello conlleva por mi edad, debo seguir prestándola (esto es, impartiendo docencia presencial cuando se requiera), pues esa obligación va en mi condición de servidor público y también en mi nómina que abonan los ciudadanos con sus impuestos”. La ética de servicio público (algo que el personal sanitario y otros colectivos de la Administración Pública han acreditado sobradamente en la primera oleada de la pandemia) es la que nunca debe perder la institución de función pública salvo que quiera negar su propia existencia. Bien es cierto que siempre se ha de buscar un punto de equilibrio, más cuando están en juego aspectos existenciales de la Administración (servicio a la ciudadanía) con la salvaguarda de la salud de los funcionarios. Pero las circunstancias excepcionales, salvo agravamiento de la situación (que todo es posible), no deben normalizarse. Sería el suicidio de la Administración Pública. Insisto, la negación de su existencia.

El contexto descrito se agrava con la edad avanzada de los funcionarios, más de diez años superior a la edad media de la población española. Ya no son solo las acumulaciones de permisos de fidelización (“canosos”) y de otro carácter, sino en algunos casos el legítimo blindaje inicial frente al primer empuje de la pandemia, mediante la exención de tener que acudir al centro de trabajo. Al menos, con muchas excepciones, esto ha sido así hasta ahora, tendencia que debería corregirse o paliarse con mesura y equilibrio. En todo caso, más temprano que tarde, las Administraciones Públicas deberían tomarse en serio cómo van a sustituir a ese más de un millón de empleados públicos (docentes y sanitarios incluidos) que se jubilarán en los próximos diez años. Y ello solo puede hacerse de dos modos: ordenada o caóticamente. Por lo que vamos viendo en estos últimos tiempos de pandemia, parece imponerse la segunda solución. Es una situación excepcional, en efecto, pero si se consolida hipotecará el futuro. Y, como decía, no podemos vivir siempre refugiados en la excepción, mucho menos la Administración Pública.

Tampoco se ha enfatizado lo suficiente en que el secular retraso de la digitalización que ofrece el sector público también procede en parte de la falta de competencias digitales avanzadas de una buena parte de las plantillas de empleados públicos. Quienes superan determinados umbrales de edad son muy resistentes por naturaleza a la introducción de cambios tecnológicos disruptivos en sus lógicas de trabajo. El retraso de la Administración electrónica se padeció con fuerza en la primera etapa Covid19 (incluso lo reconoce el autocomplaciente Plan España Digital 2025). Y es algo que se debería corregir de inmediato, pues -aparte de retrasar sine die el pleno asentamiento de la digitalización en la Administracióntambién hipoteca fórmulas reales de teletrabajo. Aunque trabajar a domicilio no es sólo estar en el domicilio conectado a Internet o a un sistema remoto en horas de trabajo.

Hay, en efecto, en el teletrabajo una dimensión tecnológica, pero también otra importante organizativa y de gestión, así como una no menor de voluntad y compromiso, aparte de las condiciones de trabajo que son el punto que habitualmente preocupa a los agentes sociales. La entropía en algunas fórmulas mal llamadas de teletrabajo, motivadas por razones de excepcionalidad de un confinamiento severo, debe ser corregida de inmediato. Vendrán momentos duros, sin duda, pero no podemos enfrentarnos a ellos una vez más con la hoja en blanco, pues algo deberíamos haber aprendido (aunque a veces no lo parezca). En la gestión de los espacios de trabajo, ya se están adoptando medidas de distanciamiento físico generalizado, pero ello no debería suponer renunciar a una reordenación racional del trabajo híbrido (o mixto, de combinación inteligente entre trabajo presencial y a distancia).

Si se racionaliza y regula razonablemente, el teletrabajo  prolongará sin duda sus efectos más allá de ese período, y puede ser un modo cabal de organizar el espacio y el tiempo de trabajo (con consecuencias aún por determinar) en el sector público durante este nuevo contexto (que nadie sabe lo que durará ni cómo evolucionará), al menos en aquellas actividades profesionales que lo admitan; pues todo apunta, en efecto, a que las incertidumbres (con vacuna o sin ella) seguirán subsistiendo y esa modalidad real o efectiva (no la simulada) de trabajo no presencial tiene largo recorrido, pero siempre combinado con una presencialidad ordenada. Más aún en el servicio público, donde no pocos ciudadanos (que no son nativos digitales ni tienen en estos momentos recursos ni competencias para ello), todavía hoy, también quieren ver y ser escuchados por una Administración Pública que tenga rostro humano, nombre y apellidos, cara y ojos, así como, en su caso, empatizar con los problemas de una cada vez más sufrida ciudadanía, lejos de la presencia hierática y fría de una pantalla y unos oscuros y alambicados formularios electrónicos que se deben rellenar para entrar en contacto virtual con una Administración Pública (siempre que, como suele ser frecuente, no se bloquee el sistema) que, si no se «humaniza» algo más en esta etapa tan dura, ya nadie sabrá a ciencia cierta dónde está ni (en ciertos casos) para qué sirve.

VISIÓN DE LA PANDEMIA A LA LUZ DE “LA PESTE” DE ALBERT CAMUS

  LA PESTE          

«Aquel olor de muerte que embrutecía a los que no mataba”

                   “No hay una isla en la peste. No, no hay término medio”

                  (Albert Camus)                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                       Aunque en estos cinco últimos meses ha proliferado el recurso a esta impresionante obra de Camus para interpretar la pandemia, tal vez sea oportuno, por su innegable paralelismo y aguda perspectiva volver la mirada a alguna de sus reflexiones (aunque haya  grandes diferencias, más de contexto que morales) desde el ángulo de nuestra triste actualidad.

El libro se abre con una idea clara: a principios de año, nadie esperaba lo que sucedió después. Tampoco lo esperaban los médicos (hoy epidemiólogos), que discrepaban sobre el problema y su alcance. Sin embargo, “la sorpresa de los primeros tiempos se transformó poco a poco en pánico”. Las autoridades, al menos al principio, querían rebajar esa percepción. Y la ciudadanía se agarraba a una idea: “Esto no puede durar”. Declarar la epidemia suponía suprimir el porvenir y los desplazamientos. Había que postergarlo, hasta que fuera inevitable. Sin embargo, la ciudadanía se creía libre, “y nadie será libre mientras haya plagas”. No obstante,  el contagio nunca será absoluto, “se trata de tomar precauciones”. Así se comunicaba. La desinfección era obligatoria, tanto del cuarto del enfermo como del vehículo de transporte.

A pesar de que la situación se agravaba, “los comunicados oficiales seguían optimistas”. Las camas de los pabellones hospitalarios se agotaban. Hubo que improvisar un hospital auxiliar. Y luego abrir más hospitales de campaña. También aparecieron los hoteles de cuarentena. Todo conocido. La percepción ciudadana era paradójica: “Hay los que tienen miedo y los que no lo tienen. Pero los más numerosos son los que todavía no han tenido tiempo de tenerlo. La transmisión de la infección, “si no se la detiene a tiempo”, se producirá “en proporción geométrica”. Como así fue entonces, y ha sido ahora.

Una de las consecuencias más notables  del confinamiento “fue, en efecto, la súbita separación en que quedaron algunos seres que no estaban preparados para ello”. La expresión más utilizada en las comunicaciones fue la siguiente: “Sigo bien, cuídate”. Comenzó, así, una suerte de exilio interior (en sus casas) y en una ciudad cerrada. Las conjeturas iniciales sobre la duración de la epidemia se fueron desvaneciendo, y se mezclaban diferentes sensaciones entre la ciudadanía: “Impacientados por el presente, enemigos del pasado y privados del porvenir”. No es extraño, por tanto, comprender que “a nuestros conciudadanos les costaba trabajo comprender lo que pasaba”. Primaban las preocupaciones personales: al principio, “nadie había aceptado todavía la enfermedad”. Y “la primera reacción fue criticar a la organización”. Sólo “comprobando el aumento de defunciones, la opinión (pública) tuvo conciencia de la verdad”, ya que en los primeros pasos “nadie se sentía cesante, sino de vacaciones”. Conforme la epidemia avanzó, comenzaba a expandirse la sensación de que “nos vamos a volver locos todos”.

La epidemia golpeó fuerte al personal sanitario. El número de muertos crecía y los hospitales (en nuestro caso, preferentemente las residencias de ancianos) eran su antesala. Las frías estadísticas conducían a “la abstracción del problema”, pero había nombres y apellidos; esto es, personas. La forma de maquillar los letales efectos de la plaga fue muy clara: “en vez de anunciar cifras de defunciones por semana, habían empezado a darlas en el día”. Los “casos dudosos” no computaban. Las farmacias se desabastecieron de algunos productos. Las cifras eran la imagen precisa de la abstracción antes comentada. Las colas en comercios de alimentación se hicieron visibles. En todo caso, “cuando la abstracción se pone a matarle a uno, es preciso que uno se ocupe de la abstracción”. La felicidad se congelaba. O se aplazaba.

Muchos esperaban, además, que la epidemia fuera a detenerse y que quedasen ellos a salvo con toda su familia”, pues “no era para ellos más que una visitante desagradable, que tenía que irse algún día”. La epidemia, asimismo, “era la ruina del turismo”. Con el avance de la enfermedad, los ciudadanos procuraban evitarse: en los transportes, “todos los ocupantes vuelven la espalda, lo más posible, para evitar el contagio mutuo”. Y, fruto de las complejas circunstancia, “el mal humor va haciéndose crónico”. Pero hay un segmento de la población que en buena medida vive al margen del temor: “Todos los días hay un desfile de jóvenes de ambos sexos en los que se puede observar esa pasión por la vida que crece en el seno de las grandes desgracias”. También los restaurantes se llenan, aunque “en ellos existe la angustia del contagio”. Cuando la cosa se pone seria los ciudadanos se acuerdan del placer. También prolifera el consumo de alcohol y las escenas de embriaguez

La enfermedad se transmuta. Al ser pulmonar, el contagio se produce de boca a boca. Pero, en verdad, “como de ordinario, nadie sabía nada”. Ni, en ocasiones, el propio personal sanitario especializado. La miseria y el sufrimiento fueron creciendo conforme la epidemia se  multiplicaba. Pero, aunque la enfermedad se multiplicara, pronto se advirtió que “la miseria era más fuerte que el miedo”.

Frente a todo este complejo cuadro, sólo quedaba una solución: combatir la epidemia. Lo contrario era ponerse de rodillas. Pues, se  mire como se quiera, “toda la cuestión estaba en impedir que el mayor número posible de  hombres muriese”. La espera del fármaco salvador (vacuna)  era la única esperanza. Los materiales escaseaban. Los refuerzos del personal sanitario eran insuficientes. Como dijo  Rieux, el médico cronista: “Aquí no se trata de heroísmo. Se trata solamente de honestidad”, es el único medio de lucha contra la epidemia. “¿Y qué es la honestidad?”, se preguntaba: en mi caso, respondía el doctor, “sé que no es más que hacer bien mi oficio”.  Aún así, el personal sanitario se vio afectado: “Por muchas precauciones que se tomasen el contagio llegaba un día”. Faltaban material y brazos. El durísimo contexto imponía sus reglas: “Los hombres de los equipos sanitarios no lograban ya digerir el cansancio”. Y, como bien añadió el propio médico, “el cansancio es una especie de locura”. El personal sanitario, para su seguridad, “seguía respirando bajo máscaras” (aquí quien las tuviera). En todo caso, “se había sacrificado todo a la eficacia”.

La política primero negó y luego aceptó la evidencia. La burocracia, mientras tanto, vivía encerrada en sus problemas: “No se puede esperar nada de las oficinas. No están hechas para comprender”. Había, además, que afrontar obligaciones aplastantes, con un personal disminuido. La creatividad se impuso.  Pero, “todas las desgracias de los hombres provienen de no hablar claro”. La comunicación no es desinformación o información remozada.

¿Y cómo respondía la ciudadanía ante tan devastador panorama? La única esperanza posible a sus ojos era constatar que “hay quien es todavía más prisionero que yo” (o que había quienes se encontraban en peor condición), en ello se resumía su esperanza. Se impuso “la solidaridad de los sitiados”, pues las relaciones tradicionales se vieron rotas. Y eso desconcertaba. Así, no es de extrañar que comenzaran a prodigarse conductas inapropiadas. En ese contexto, “la única medida que pareció impresionar a todos lo habitantes fue la institución del toque de queda”.  Viendo avanzando el tiempo, la ciudadanía se fue adaptando a la epidemia, “porque no había opción de hacer otra cosa”. Y se introdujo, así, en una monumental “sala de espera”. La confusión fue creciendo, “sin memoria y sin esperanza, vivían instalados en el presente”. La instantaneidad se imponía. El porvenir estaba tapiado por la incertidumbre. Así no cabe extrañarse de que “los hombres que hasta entonces habían demostrado un interés tan vivo por todas las noticias de la peste dejaron de preocuparse de ella por completo”. Las ideas fijas consistían en prometerse unas vacaciones completas después de la epidemia: “después haré esto, después haré lo otro … se envenenan la existencia en vez de estar tranquilos”. Además, la desconfianza aleja a los unos de los otros: “Todo el mundo sabe bien que no se puede tener confianza en su vecino, que es capaz de pasarle la enfermedad sin que lo note y de aprovecharse de su abandono para infeccionarle”. En fin, en un contexto tan duro, “el juego natural de los egoísmos” hizo acto de presencia, agravando “más en el corazón de los hombres el sentimiento de injusticia”. Si bien, no todo era negación, pues hay “algo que se aprende en medio de las plagas: que (también) hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”.

La epidemia se prolongó en el tiempo. Y, frente a la percepción inicial “de que pronto desaparecería (…) empezaron a temer que toda aquella desdicha no tuviera verdaderamente fin”. Las estadísticas se mostraban caprichosas. Los arbitristas que las interpretaban se multiplicaban por doquier. Abundaron así los sermones, desconociendo que no “hay que intentar explicarse el espectáculo de la epidemia, sino intentar aprender de ella lo que se puede aprender,” pues una de sus cualidades era que, por lo común, la peste “se complacía en despistar los diagnósticos”. Los gráficos estadísticos se convirtieron, así, en el mapa diario del tiempo de la muerte o del crecimiento de la enfermedad. Daban malas o buenas noticias: “Es un buen gráfico, es un excelente gráfico”, pues –se añadía- “la enfermedad había alcanzado lo que se llamaba un rellano”. Pero siempre quedaba la duda de los rebrotes: “La historia de las epidemias (siempre) señala imprevistos rebrotes”.

En esa situación de hipotéticos rebrotes, cobraba un papel central el sentido de responsabilidad individual y de empatía hacia los otros. En efecto, “hay que vigilarse a sí mismo sin cesar para no ser arrastrado en un minuto de distracción a respirar junto a la cara de otro y pegarle la infección”. La voluntad era una manifestación de la integridad de las personas: “El hombre íntegro, el que no infecta a nadie es el que tiene el menor número de posibles distracciones. ¡Y hace falta tal voluntad y tal tensión para no distraerse jamás”.

Hasta aquí algunos fragmentos del relato, escogidos en virtud de su paralelismo con la actual pandemia, más aún cuando –a punto de finalizar este agosto también inhábil para (casi) todo, no para la propagación del virus, que no guarda vacaciones- la “nueva normalidad” realmente significa –estúpidos de nosotros- un gradual retorno a cifras cercanas al primer brote de la pandemia.

La peste termina cuando se abren las puertas de la ciudad tras casi un año de cierre. Y surgió la imperiosa necesidad tras meses de aislamiento, pues “hay una cosa que se desea siempre y se obtiene a veces: la ternura humana”. Aquí , en la pandemia, se abrieron “las puertas” a finales de junio de 2020 tras un confinamiento de tres meses y una desordenada “desescalada”, y todo el mundo salió en tropel pretendiendo olvidar lo que era inolvidable y volcado a hacer aquello que no había hecho durante el tiempo de confinamiento. En verdad, como expone Camus al final de su obra, a pesar de lo sucedido, “los hombres eran siempre los mismos”. En realidad,  no habían cambiado nada, salvo tal vez quienes perdieron a sus seres queridos.

Tampoco nada ha cambiado desde el poder. Lo que se hizo mal al principio (falta total de previsión y ausencia de  planificación y de precaución, cambios permanentes de criterio, marco normativo inadecuado y obsoleto, impotencia política, fallos de coordinación, ineficacia administrativa, etc.), se está repitiendo después corregido y aumentado, tanto por una desbordada, preñada de tacticismo y errática política y una (en alguna medida) desaparecida Administración Pública como por una ciudadanía también en parte irresponsable a la que está faltando sensibilidad y voluntad o, como decía Camus, “integridad”, y que, salvo excepciones, solo mira “lo suyo” con escasa (o nula) empatía por lo ajeno. Todo hace presumir que el final de este extraño verano y el inicio de la estación otoñal la situación se agravará muchísimo con una más que previsible multiplicación de los contagios a través de un virus que nunca se fue, a pesar de que prácticamente todo el mundo lo dio por enterrado. Y con sus fatales consecuencias sobre un país ya hoy devastado económica y socialmente.

Por su presencia en las librerías, cabe deducir que la lectura o relectura de La peste de Albert Camus ha sido una de las opciones preferidas de estas vacaciones. En mi caso, leí esta irrepetible obra cuando era estudiante y la he releído recientemente.  A pesar del complejo momento y de sus innegables distancias (entre otras muchas, la digitalización ha atenuado/agravado, según los casos, el problema de “la distancia”), hay en este libro enseñanzas sinfín. No he pretendido extraerlas todas, pues su riqueza está fuera del alcance de estas poco más de tres condensadas páginas.

En cualquier caso, puede ser oportuno  concluir este comentario con las palabras con que el autor cierra su obra, muy necesarias cuando dimos alegremente por finiquitado un problema global que estaba aún muy lejos de desaparecer: “(…) esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás (…) y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”. Y en ella estamos. Cuando todo (aun con graves tensiones) se pretendía (relativamente) en orden y (moderadamente) feliz, llegó la pandemia que nadie supo prever y, por lo que afecta a nuestro país, muy pocos, al parecer, saben gestionar. Luego, tras el duro encierro, vino la “apertura”, el relajo público y privado, hasta la proliferación de los rebrotes. Está claro que, visto donde hemos vuelto a tropezar, apenas hemos aprendido nada en estos cinco meses. Si bien, lo más grave es que la pandemia de momento no tiene final, sino continuación. Y aquí está el problema. No en otro sitio.

LA AUSTERIDAD QUE VIENE 

 

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“Una deuda pública muy abultada implica redistribuir recursos entre las generaciones actuales y las del futuro, que no pueden votar mientras están sufriendo un empobrecimiento. Esto es injusto y debe ser tenido en cuenta por aquellos que parecen abogar por más y más deuda”

(Alesina, Favero y Giavazzi, Austeridad. Cuándo funciona y cuándo no, Deusto, 2020, p. 267)

 

Conforme se consumen los meses de este dificilísimo año 2020, y a pesar de que el marco de incertidumbre es aún muy elevado, los datos disponibles son cada vez más precisos y nos retratan con cierta fidelidad el tamaño del desastre que se avecina. Las estimaciones del impacto económico-financiero de la crisis Covid19 se están agravando conforme el tiempo avanza. Los primeros datos del mes de abril del FMI y del Gobierno de España (“Actualización del Programa de Estabilidad”) sufrieron modificaciones importantes al alza en el Informe de la AIReF (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal) de 6 de mayo, así como en la comparecencia del Gobernador del Banco de España ante la Comisión correspondiente del Congreso de los Diputados (18 mayo).

Según datos del 5 de junio, una vez computado el impacto del IMV, las estimaciones de déficit en 2020, según la AIReF, se moverán en una horquilla entre el 11,1 % y 13,9 % del PIB. Siempre que no carguemos más a los Presupuestos. En 2021, el déficit se moverá entre el 7,5 % y el 9,4 %, también según la AIReF.

Siendo ello preocupante, lo es más que las estimaciones de deuda pública (estimaciones de 6 de mayo) se encuentran entre las siguientes horquillas: en 2020, entre el 115 y 122 % del PIB; en 2021, entre el 117 y 124 %.

No cabe duda, por tanto, que nos encontramos ante un escenario de excepcionalidad fiscal. Tal como sucedió en la crisis de 2008 (aunque ambas sean de muy diferente trazado y factura), en estos primeros momentos estamos en una crisis fiscal expansiva de gasto público para hacer frente al shock (ya sin apenas margen de maniobra) y, más temprano que tarde, vendrá la dura resaca; pues habrá que aprobar un programa de consolidación fiscal o también denominado como plan de reequilibrio de las cuentas públicas. Dicho en términos más llanos; un plan de ajuste o de austeridad. Siempre que no haya que pedir un rescate, que no cabe descartarlo. Pero de eso poco se habla ahora, menos por el Gobierno. En 2010 se esperó dos años, y se puso en marcha de forma tardía (2010-2012). Y con errores de bulto. Los costes económicos y sociales fueron inmensos. En 2020 se siguen aplazando “las malas noticias”, pues ahora solo se quieren comunicar las buenas: estamos saliendo del durísimo período de la emergencia sanitaria. Y hay que sonreír, el que pueda. No se puede airear, sin embargo, que estamos saliendo “más fuertes”, pues precisamente se trata de todo lo contrario. No sólo en el plano sanitario/humanitario, que es evidente; sino también en la dimensión económico y social. Por lo que ahora importa, con un estado de las cuentas públicas deplorable, como no se conocía desde hace muchas décadas (probablemente desde la Guerra Civil, tal como recordó el Gobernador del Banco de España).

El diagnóstico de futuro que hizo la AIReF es sencillamente demoledor: “Para mantener estable en 2030 el nivel de deuda de 2021, sería necesario realizar a lo largo de la próxima década un ejercicio de consolidación fiscal similar al realizado en la década pasada, y alcanzar el equilibrio presupuestario en 2030. Adicionalmente, habría que mantener el equilibrio presupuestario casi otra década para poder digerir enteramente las consecuencias de esta crisis y volver al nivel previo de una ratio del 95 % del PIB en 2038”. Dieciocho años apretándose el cinturón para volver a los porcentajes de deuda pública (por cierto elevadísimos) que tenía España a finales de 2019. Ni más ni menos. El déficit entonces estaba en torno al 3 %. La disciplina fiscal no ha sido nunca nuestro fuerte. Al menos últimamente. Y las debilidades estructurales de la economía española son abundantes. Como expuso de forma certera el Gobernador del Banco de España: “Los impactos a medio plazo obligan a tener en cuenta la sostenibilidad financiera, por exigencias del marco europeo y, asimismo, por la necesidad de acudir a los mercados en demanda de financiación (…) La necesidad de un Plan de reequilibrio es inaplazable, así como la realización de un seguimiento estrecho del cumplimiento de los objetivos de consolidación fiscal”. Más claro, el agua.

Lo que sí parece cierto es que, como también ha expuesto la AIReF, el problema está en identificar cómo se hará ese programa de contención fiscal (si pivotará sobre ajustes de gasto o también sobre mayores impuestos), cómo afectará a los diferentes niveles de gobierno (Administración central, autonómicas y locales), y, en fin, de qué manera incidirá sobre los diferentes capítulos de gasto a ajustar. Así se considera que los gastos sanitarios y sociales se deberán incrementar (al menos en la etapa inicial), con lo que los ajustes deberán proceder de otros ámbitos. Y esta cuestión nos conduce derechamente a tres preguntas concatenadas entre sí: a) ¿qué tipo de plan de ajuste se llevará a cabo?; b) ¿sobre qué capítulos y ámbitos presupuestarios se proyectarán esos ajustes?; y c), en fin, ¿un plan de ajuste es realmente un “suicidio político” para el Gobierno que lo impulsa?

En un extraordinario y oportuno libro (Austeridad. Cuándo funciona y cuándo no, Deusto, 2020), los profesores Alesina, Favero y Giavazzi, llevan a cabo un exhaustivo análisis los programas de ajuste que se han aprobado desde 1970 a 2014 en dieciséis países, entre ellos España.  Se trata de un estudio objetivo (escrito, eso sí, antes de la crisis Covid19) basado en evidencias, que pretende alejarse de un tema, la austeridad, con “mucha ideología y poco análisis de datos”. Algunas de sus lecciones, con las matizaciones derivadas del actual contexto, son importantes. Allí afirman que la austeridad es “la respuesta a la mala previsión fiscal y al desarrollo de un gasto excesivo en relación con los ingresos disponibles”. Ciertamente, que la crisis Covid19 ha sido ajena en su estallido (salvo en la falta de previsión) a la gestión política, pero no en su trazado y desenlace. Tampoco en la situación precedente: las características estructurales de la economía española y la ratio disparada de deuda pública, así como el déficit existente, no nos situaban en buen lugar. Y la salida será mucho más compleja. Vienen tiempos de durísima contención fiscal. No conviene esconderlo. Como se señala gráficamente: “Tarde o temprano la estabilización tendrá que llegar, puesto que la alternativa última será la quiebra. Cuanto más se espere, mayores serán los ajustes requeridos, bien sean subidas de impuestos o reducciones de gasto público”.

La tesis central del libro citado, en la que los autores  insisten una y otra vez con evidencias (datos) contundentes es la siguiente: “Los planes (de ajuste) volcados en bajar gastos arrojan costes pequeños en términos de caída del PIB, pero los ajustes centrados en subir los ingresos públicos están asociados con recesiones profundas y duraderas”. Los planes de reequilibrio que empíricamente han funcionado son los de ajuste del gasto público, o los mixtos con prevalencia de esa variable.

Con esta tajante conclusión, la siguiente pregunta es dónde y en qué se ajusta o se recorta (pues recortes son). No cabe duda que las singularidades de esta crisis, como señalara oportunamente la AIReF, obligan a reforzar el gasto público en sanidad y en servicios sociales, al menos los primeros ejercicios. Ciertamente, como han reconocido los dos premios Nobel de Economía, Banerjee y Duflo, “hay una urgencia de diseñar y financiar adecuadamente políticas sociales eficaces”. También sanitarias, habría que añadir en estos momentos. Por consiguiente, en estos ámbitos, en principio, no se reduciría el gasto, sino que incluso cabría ampliarlo. Lo que derechamente conduce a la cuestión determinante: ¿Y dónde ajustamos, entonces? Los autores resaltan la ineficiencia en el gasto existente en los países del sur de Europa, y citan expresamente España e Italia (también Portugal, que ha corregido esas tendencias). También se hacen eco del despilfarro y de la corrupción, concluyendo que “se puede gastar menos y gastar mejor”. La ética (también pública e institucional), como ha reconocido Carlos Sánchez en un interesante artículo, cobra protagonismo especial en la salida digna a esta crisis. Debería formar parte del programa de reformas institucionales. Como otras muchas reformas del sector público a las que nos referimos en una reciente Declaración suscrita por quince académicos y profesionales. Fortalecer el Estado no es engordarlo artificialmente.

Realmente, si las partidas sanitarias y de servicios sociales no se podrán tocar y, es más, deberán verse incrementadas, por la gravedad del momento vivido y por un fortalecimiento del principio de precaución (hoy en día tan olvidado), habrá que hilar muy fino sobre qué ámbitos se producirá el ajuste. Y no iremos muy desviados si ponemos el foco en el gasto corriente, especialmente en los gastos de personal. Tal como se ha dicho, “la reducción en la masa salarial del sector público también tiene un efecto deprimente en la demanda agregada”, pero dicha caída puede compensarse con su traslado al sector privado, “conteniendo sus remuneraciones y aumentando así la rentabilidad y la inversión”. Aunque en España el empleo público es un “estabilizador” frente al brutal desempleo. Habrá que manejar muy finamente el  bisturí  para que esos ajustes se desplieguen efectivamente sobre las bolsas de ineficiencias, el tejido adiposo o aquellos empleos que no añadan valor añadido. No hay que ser ingenuos, la ortodoxia presupuestaria es bastante soez en sus planteamientos de ajuste, al menos en España, pues reduce o congela indiscriminadamente las retribuciones e impone tasas drásticas de reposición que nada ahorran realmente, puesto que el empleo tiende a transformarse en interino o temporal. Se debilita; así, la función pública, la envejece, la convierte en una institución inadaptada e impide atraer el talento. Y “atraer a personas cualificadas es esencial para que un Gobierno funcione bien” (Buena economía para tiempos difíciles, Taurus, 2020). Un diagnóstico muy conocido. Salvo que la cordura se imponga, eso es lo que vendrá. Pero depende cómo se haga ese proceso de ajuste, podrá acelerar una tendencia imparable, también en el sector público, a la automatización de muchas tareas (esto es, la sustitución de personas por máquinas) o a la externalización de determinadas actividades (esperemos que las superfluas y no las críticas).

Siempre cabe también reducir drásticamente las inversiones, pero entonces el motor de la economía sufrirá más aún. Los autores citados la prefieren, incluso, antes que recurrir a bajadas de impuestos, que son propuestas más depresoras. Y ello además teniendo en cuenta que será un ajuste duro y largo, pues en este caso –como también señalan- cuando “un plan (es) más persistente en el tiempo tiene un impacto más drástico para bien o para mal”. El bien lo sitúan empíricamente en el ajuste de gasto público; el mal, en la subida de impuestos. Como bien concluyen, “la recomendación es clara: rebajar el gasto, en vez de subir los impuestos contribuye decisivamente a romper la espiral de una crisis fiscal y revertir la situación de forma satisfactoria”.

Uno de los capítulos finales trata de un tema también recurrente en nuestro ámbito político: “La sabiduría popular sostiene que tomar medidas de ajuste es algo así como un suicidio político”. Poco más o menos que prepararse para la muerte súbita en política. También introducen el factor de si la gestión del plan de ajuste la lleva a cabo un gobierno de coalición, y si este está o no cohesionado. Su conclusión, basada en análisis empíricos, no va por esa línea: “Nuestros cálculos sugieren que no se puede afirmar que las consolidaciones supongan un ‘suicidio político’, ni mucho menos”. Aunque es cierto, y este es un dato nada menor en nuestro actual contexto político, lo siguiente: “La probabilidad de salir reelegido es mucho mayor si la austeridad se toma con más margen hasta las siguientes elecciones (lo ideal sería una distancia de al menos tres años)”. Asimismo, ponen de relieve otro punto nuclear: “La composición interna de las estructuras públicas (reparto de carteras) es más determinante de lo que podría parecer. Si el jefe de gobierno o el ministro de Hacienda tienen más poder, entonces las resistencias ante los ajustes serán menores”. Un liderazgo aceptado socialmente hace más fácil esa reelección. Las sociedades polarizadas y fracturadas políticamente complican la gestión de cualquier ajuste. Pero también añaden: “Las consolidaciones fiscales son más lentas cuando los gobiernos están conformados por una coalición de varios partidos”.

En cualquier caso, cabe concluir que habrá ajuste y, además, muy duro. Pero tendrá que ser de factura muy distinta al anterior de 2010, donde los errores fueron estrepitosos. Hará falta, sin duda, echar mano de la calculadora; pero también de la empatía política y social. Y no es fácil, “puesto que el PIB solo valora las cosas que tienen un precio y se pueden vender” (Adhijit Banerjee y Esther Duflo). Y esta crisis ha mostrado algo más, mucho más duro, también más humano. La Agenda 2030 y sobre todo el tercer mundo padecerá lo suyo. España, en otra dimensión y “amparada” por la Unión Europea (no lo olvidemos), también. Pero, en este complejo escenario, no se puede tolerar ni un día más que nos invoquen las seculares ineficiencias de nuestro sistema público y, cuando se salga del shock, nuestra falta de disciplina fiscal. El problema es que si esto no comenzamos a resolverlo nosotros, con un realista plan de reequilibrio, así como con reformas estructurales serias y bien planificadas, también del sector público, nos vendrán impuestas desde el exterior (Europa y FMI). Y, en ese caso, demostraremos una vez más la impotencia que este país tiene para resolver sus propios problemas.

PANDEMIA, VULNERABILIDAD SOCIAL Y ADMINISTRACIÓN PÚBLICA

 

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“Algo se ha quebrado en la gestión de esta pandemia. La solidaridad de las personas jóvenes con las mayores, a las que tanto se ha aludido, ha quedado empañada por la interpretación de que su mayor bien es la mera supervivencia. Y pensamos que no, que nadie quiere la supervivencia a cualquier precio, al precio de la soledad, del miedo, de la falta de cariño de tus seres queridos, del abandono”.

(Grupo de Trabajo de Ética y Covid.: «¿La salud de quien estamos defendiendo? Desigualdades sociales y sanitarias en tiempo de pandemia”)

“La ética del cuidado defiende un mundo donde el cuidado a la gente es lo más importante”

(Helen Kholen, Entrevista al diario El Periódico, 7-X-2019) .

 

NOTA PRELIMINAR: Esta entrada reproduce, con algún cambio puntual, el texto publicado por el Blog «Hay Derecho» el 25 de mayo de 2020. Enlace Blog HD. 

 

La Agenda 2030 tiene, entre sus múltiples objetivos, erradicar la pobreza, también acabar con la desigualdad y la defensa de un trabajo decente. Dentro de las secuelas humanitarias, económicas y sociales de la pandemia está, sin duda, la más que previsible ampliación de la brecha de desigualdad y la multiplicación de la pobreza. Por no hablar del desempleo monumental que la recesión económica producirá.

En esta entrada sólo pretendo poner el foco en algunos déficits que en el ámbito público se han observado de forma clamorosa en estos últimos meses y, asimismo, en cuáles son algunos de los retos o desafíos que los poderes públicos deberán afrontar en los próximos meses y años para atenuar y, en su caso, mejorar, los devastadores efectos que la crisis ha producido y provocará sobe aquellas personas que ofrecen fuerte vulnerabilidad social; cuyo círculo, conforme pasen las semanas y meses, se irá ampliando dramáticamente.

La presente entrada surge tanto por la observación y reflexión personal como sobre todo por la lectura del documento al que se hace referencia en la cita inicial (consultar aquí), suscrito por diferentes profesionales de los ámbitos sanitario y de servicios sociales de distintas instituciones y entidades de Euskadi, y del que tuve conocimiento por medio de una de las personas que lo suscribió (Boni Cantero). Este trabajo se divulgó también en un articulo de opinión editado en los diarios El Correo y El Diario Vasco, que llevaba por título  “Responsabilizarnos del otro”.

No cabe duda que, en lo que afecta a colectivos vulnerables (un concepto que la crisis derivada de la pandemia está ampliando constantemente), el largo período de duro confinamiento (más allá de la clásica “cuarentena”) ha mostrado algunas luces, pero sobre todo enormes sombras. Como bien se expuso por Rafael Bengoa, las medidas adoptadas han evitado el colapso hospitalario, pero dejaron desatendidos otros frentes: por ejemplo, las residencias de tercera edad, en las que los efectos letales de la pandemia han sido devastadores. El descuido público en este punto ha sido evidente. Y no basta, como dice el documento antes citado, enviar al ejército, a voluntarios o la dedicación abnegada de la mayor parte del personadle tales centros, pues las responsabilidades de esta pandemia no son solo individuales, sino también políticas y de gestión. Se requerían adoptar medidas que evitaran contagios masivos. Y, en algunos casos, no se adoptaron. Los análisis de riesgo, la propia gestión y por lo común la escasa atención sanitaria hacia ese problema, han sido muestras muy deficientes de unas políticas que son manifiestamente mejorables. La visión socio-sanitaria se impone, aunque tarde. La atención no preferencial por parte de los poderes públicos hacia esos colectivos de personas vulnerables ha sido la norma. Sabemos que han muerto muchos miles de personas en circunstancias muy poco precisas, la mayor parte de las veces en la soledad más absoluta. Tanto abogar por la muerte digna y las hemos condenado a un mal morir: nadie les ha acompañado en ese duro momento. El duelo oficial llega muy tarde y algo impostado.

Pero, durante el punto álgido del confinamiento, la vulnerabilidad  no se ha quedado ahí. Ha afectado sobre todo a colectivos muy concretos, por lo común olvidados e ignorados socialmente: personas sin techo, mujeres sin recursos y cargas familiares, mujeres maltratadas, menores, estudiantes sin acceso a Internet ni medios tecnológicos, parados, inmigrantes, discapacitados, personas con adicciones crónicas, y un largo etcétera. La crisis Covid-19 es y será una máquina de producir desigualdad. Sus daños colaterales serán terribles.

Ciertamente, como estudió Adela Cortina, la aporofobia ha echado fuertes raíces en nuestras sociedades. Y, probablemente, esa enfermedad social se multiplique (con un  populismo en auge o con la proliferación del egoísmo más vil) si no somos capaces de reforzar los valores de solidaridad, empatía y la propia ética del cuidado hacia esas personas que están padeciendo los efectos más duros de la crisis y todavía los padecerán más en un futuro inmediato.

Pero, desde un punto de vista ético y de arquitectura de valores en la sociedad contemporánea, otra preocupante tendencia viene a añadirse a la anterior: la gerontofobia que ha emergido con fuerza en estos últimos tiempos. El documento citado otorga un particular relieve a esta tendencia y pone de relieve manifestaciones múltiples de discriminación por edad que se están viviendo en esta crisis. Desde un punto de vista retórico, nadie se suma a esa idea, sin embargo los hechos avalan que tal tendencia se ha instalado de forma silente con fuerza en nuestra sociedad y también (más preocupante aún) en la actuación (o inactividad) de los poderes públicos. Directa o indirectamente, algunas medidas públicas han partido de la idea (nunca expresada) de que tales personas son “menos valiosas”. Y ello abre un debate ético que no se ha sabido encauzar en la tormenta de la crisis. En buena medida, las personas mayores (especialmente, aquellas que superan determinadas franjas de edad y ya no están en activo) han comenzado a ser invisibles y en cierta medida molestas: consumen demasiados “recursos” y son vistos como una carga. La actual delimitación de guetos espaciales, horarios o residenciales, les segregará más todavía. El afán regulatorio desmedido no ayuda a la responsabilización individual. Además, en una sociedad altamente envejecida (y con tendencia a serlo mucho más), es este un enfoque gravísimo del problema. Dinamita los fundamentos de cohesión de la sociedad. También en el texto que citaba se contienen interesantísimas reflexiones sobre esta cuestión. Y allí me remito.

La heurística de la dignidad personal (Adela Cortina) adquirirá una fuerza inusitada en los próximos tiempos. También la ética del cuidado. Ambas ideas-fuerza deberán ser la guía de actuación de los poderes públicos en el futuro post-Covid. Pues, en estos primeros pasos, lo que se ha observado de forma muy preocupante es la emergencia de una sociedad marcadamente dual. Hay quien ha sobrellevado razonablemente la primera fase de la pandemia y el confinamiento porque tenía recursos, empleo estable, medios y espacio adecuado para hacerlo, permaneciendo alejado del riesgo y de sus efectos colaterales (sus organizaciones han cerrado o “trabajado a distancia”); mientras que otra parte importante de la sociedad, muy vulnerable en diferentes ámbitos y aspectos, ha sido tapada de la escena pública e invisibilizada (tan solo recogida en algunos reportajes mediáticos que alertaban puntualmente de que el mundo no era el paraíso de los cánticos al “resistiré” de los balcones). Y, en fin, luego están los aplaudidos y los menos aplaudidos, colectivos que han sido enviados al campo de batalla con uniformes desaliñados y sin medios  ni recursos para enfrentarse a tan etéreo enemigo. Han caído como moscas. Y han hecho lo humanamente posible. Pero también es cierto que la sociedad ha abusado de esos colectivos (particularmente, aunque no solo, del sanitario o social) o de la necesidad existencial de trabajar que tenían otras muchas personas para salvaguardar su existencia y la de los suyos. Como expresa el texto comentado:   “No está bien abusar del carácter vocacional y solidario, y permitir que las personas trabajen en condiciones límites y/o de desprotección o sobreexponerlas a la fatiga y al burnout. Tampoco es correcto en virtud de la propia seguridad, negarse a atender necesidades que no pueden ser prestadas a través del teletrabajo”. En efecto, las personas que trabajan en servicios sociales municipales han prestado asistencia profesional en temas tan alejados de su competencia como el asesoramiento o tramitación digital de expedientes de solicitudes de ayudas, porque al “otro lado”, si no eran ellos, a esas personas (colectivos vulnerables, también autónomos y desempleados) nadie les ayudaba realmente o simplemente no sabían dónde acudir. La brecha digital, por mucho que se ignore (también por la Administración), sigue siendo algo real y doloroso. Y no se sabe a ciencia cierta cuántas personas se han quedado fuera de esos circuitos de ayudas al no poder informarse o tramitarlos por cauces telemáticos (por ejemplo, no deja de ser curioso que los locutorios hayan sido uno de los servicios más demandados en esta crisis por tales colectivos). La ética de orientación al servicio de la ciudadanía como premisa de actuación de la Administración Pública en parte ha quebrado durante esta primera fase de la pandemia. El perímetro de determinación de lo que son «servicios esenciales» se sigue moviendo en el sector público con patrones muy clásicos: todo lo que requiere la ciudadanía como demanda urgente y necesaria debiera tener esa condición.

En definitiva, hay muchas lecciones que se pueden aprender de esta complejísima circunstancia vivida. Una de las más importantes es que, de forma imperceptible, hemos “descuidado” públicamente la imprescindible ética del cuidado como complemento al valor ético de la justicia. Se ha practicado con intensidad, aunque con notables limitaciones, en el ámbito hospitalario, y se ha desatendido más en otras esferas y colectivos sociales. Lo expresa con contundencia el citado documento: “La situación vivida en la pandemia por parte de las personas más vulnerables sanitaria y socialmente, pone de manifiesto una crisis muy importante de cuidados y responsabilidad y una evidente ruptura del llamado pacto intergeneracional de cuidados que puede generar riesgos graves de daños y maltrato”.

Son muy interesantes las lecciones que extraen de la crisis el documento elaborado por el Grupo de Trabajo de Ética y Covid. Contiene abundante material para la reflexión y, especialmente, si se quieren adoptar medidas de mejora. La lucha para paliar la desigualdad marcará la agenda política en los próximos tiempos. Y la dignidad de la persona se sitúa en el epicentro del problema. Dentro de los círculos de vulnerabilidad, determinados colectivos (personas mayores, mujeres, desempleados, menores, personas sin techo, dependientes, etc.), deberán ser un punto de especial atención. Hay que huir de políticas de beneficencia y apostar por soluciones estructurales que palien las desigualdades. Por mucho que se desarrolle el teletrabajo en la Administración, el servicio público debe proporcionar siempre y en todo caso proximidad, asistencia personal y asesoramiento, empatía y acompañamiento a quienes sufren desigualdades (también de brecha tecnológica). Si bien la vida acaba siempre con la muerte, no es lo mismo morir dignamente que morir mal. La ética del cuidado deberá ser una de las políticas estrella del futuro. Y ello ineludiblemente exige contacto físico o presencia, no la fría o hierática “distancia digital” (hay situaciones y contextos personales muy duros detrás de la vulnerabilidad). Hay que compatibilizar y equilibrar razonablemente los enfoques epidemiológicos con la ética del cuidado. Para todo ello, los poderes públicos deberán priorizar en los próximos meses y años las políticas sociales, y ello requiere dedicar recursos de todo tipo en la mejora de la gestión. Hay que salvaguardar, como también se expone, ese imprescindible compromiso profesional: “Con reconocimiento social a quien más allá de sus obligaciones legales, presta una atención excelente corriendo riesgos, porque sabe que en la relación asistencial no solo se juega la dignidad de la persona atendida (cuidada, educada, protegida, lavada, alimentada o acariciada), sino el propio proyecto de autorrealización personal”. Esa es la auténtica idea de servicio público, y lo demás maquillaje. Por eso, y no por otras cosas, los servicios de atención a las personas (sanitarios y sociales, entre otros) saldrán revalorizados de esta pandemia y de la tremenda crisis ulterior, pero también  frente a la revolución tecnológica. Nunca podrán ser totalmente sustituidos por máquinas ni por artefactos digitales. Ese será su gran valor y su gran servicio público. Presente y futuro.

EMPLEO (PÚBLICO) DUAL

 

«¿Qué es el riesgo? Es la incertidumbre sobre el resultado»

Michael Lewis, El quinto riesgo. Un viaje a las entrañas de la Casa Blanca de Trump, Deusto, 2019, p. 180)

Debo reconocer que mi perplejidad va en aumento conforme pasan los primeros días de esta situación excepcional declarada. Me sorprende cómo una crisis de tal magnitud del siglo XXI se pretende gestionar con soluciones institucionales propias del siglo XIX. La (in)capacidad de gestión es lo que añade valor (o lo quita) a un escenario tan preocupante. Hacer frente a esta insólita crisis con soluciones tradicionales, una arquitectura departamental clásica y escasas posibilidades de penetrar en el territorio, implican una más que previsible impotencia en la aplicación efectiva de las (descafeinadas) medidas impuestas por el decreto de declaración del estado de alarma. Las estructuras colegiadas o fragmentadas son inútiles en las situaciones de excepcionalidad máxima. La cadena de mando no se puede delegar cuarteada y absolutamente en un marco de excepción grave, sí en la normalidad. Sin un Comisionado Ejecutivo, al margen de «colegios» que le asesoren o delegaciones expresas, las responsabilidades se diluyen y la coordinación se convierte en pío deseo.

Se sigue viendo el problema con una mirada sectorial, predominantemente sanitaria. Hay que proteger al sistema de salud, sin duda. El personal sanitario es el héroe épico de esta guerra global. Pero nos lo estamos llevando por delante. Y ponerlo de “escudo” me parece poco afortunado, cuando más de dos millones y medio de empleados públicos se refugiarán en sus hogares (y así lo están pidiendo no pocas personas en las redes y en los “blogs”, en un claro ejemplo de insolidaridad funcionarial) para “no ser contagiados”. Claro que hay que protegerse, per también proteger a los demás, y esta es la esencia del servicio civil. El peso de la lucha “contra el virus” lo lleva el sufrido colectivo sanitario que, con escasos medios y logística mejorable, día a día se está viendo diezmado. Y lo peor sería que tuviera dificultades, que presumiblemente las tendrá, de afrontar con éxito la larga batalla. Luego vienen las fuerzas y cuerpos de seguridad, también los militares y algunos otros colectivos de empleados públicos o del sector público que resultan imprescindibles por razones logísticas (transportes, servicios sociales, recogida de basuras, limpieza, etc.). Todos ellos en la trinchera. O en primera línea de fuego. La singularidad de esta «guerra» (Macron dixit) vestida de pandemia silente y difusa hace que no haya “retaguardia”, pues el resto permanece recluido en su domicilio. Si falla la primer línea, se pierde la guerra, aunque mucho de la victoria dependa de la responsabilidad ciudadana. Y del confinamiento efectivo. Mientras no se cierre todo, la función pública debe seguir funcionando, en tareas propias o ajenas, evitando desplazamientos inútiles o focos de contagio, pero ayudando a la población civil.

No creo que entre todos los empleados del sector público movilizados directamente en este largo combate alcancen ni de lejos la cifra de quinientos mil funcionarios. El resto de servidores públicos, alrededor de dos millones y medio, permanecerán en sus domicilios. La Administración Pública paralizada por varias semanas, en verdad por varios meses. A nadie se le ha ocurrido hacer trasvases territoriales, siquiera sean selectivos y temporales (de refuerzo) de personal sanitario allí donde más se necesitan (una herejía en un sistema sanitario “cantonal”), tampoco llevar a cabo reasignaciones de efectivos a través de un plan de choque de las propias Administraciones Públicas para reforzar, siquiera sea logísticamente y en tareas instrumentales al personal sanitario,  en aquellos ámbitos de la gestión administrativa que se verán desbordados (medidas sociales inmediatas, expedientes de regulación temporal de empleo, gestión de ayudas, etc.), en la vigilancia en las calles o en la asistencia a las personas y colectivos más necesitados (que serán legión tras los primeros pasos de esta crisis). Sorprende, por ejemplo, que la atención a las personas mayores en tareas tan sencillas pero vitales como llevarles alimentos o medicinas las estén realizando voluntarios salidos de la sociedad civil. La Administración Pública se aparta de modo insultante de la ética del cuidado y “la delega” vergonzantemente en la sociedad civil, ¿dónde están los ayuntamientos en una crisis de tales magnitudes?, ¿por qué no se refuerzan los servicios sociales con reasignación de efectivos?, ¿por qué los servidores públicos, al menos algunos efectivos, no se movilizan en esas tareas?

Por lo que ahora toca, tengo la impresión de que la institución de función pública o del empleo público no está hoy en día a la altura de las exigencias. Probablemente, porque es una institución ya sin valores y sin sentido (o visión) de cuál es su verdadero papel en la sociedad. Camina sin dirección ni hoja de ruta. Por definición, no puede haber servidores públicos que no sirvan al público, más en situaciones tan excepcionales como las actuales. Ciertamente, como recuerda Lewis, citando a Kathy Sullivan, esa idea de servicio debe estar teñida no de individualismo sino orientada al sentido de bien colectivo. En cierta medida, en el Estado somos todos, aunque haya algunos que ejerzan transitoria o permanentemente funciones públicas. No vale con salir al balcón y aplaudir a “sus compañeros” sanitarios que se están dejando la piel y algunos la vida en el empeño. O llenar las redes de mensajes y emoticonos. Tampoco vale con decir que podrán ser llamados por necesidades del servicio, pues (salvo sorpresas) nadie les llamará. O que están “teletrabajando”, más lo primero que lo segundo, ya que en su práctica totalidad las Administraciones Públicas (con excepciones contadas) no han sido capaces hasta la fecha de organizar racionalmente un sistema objetivo, seguro, eficiente y evaluable de trabajo a distancia. Se improvisa aceleradamente, más de forma chapucera que innovadora.

Franklin D. Roosevelt en sus memorables discursos destacó varias veces el importante papel que jugó el Servicio Civil estadounidense en la superación de la crisis consecuencia del crack de 1929 y en la aplicación de la política del New Deal. Cuando finalice esta monumental tragedia que aún se está gestando, y que dejará miles de muertos, más desigualdad, mucha pobreza, millones de parados, innmerables despidos y decenas de miles de empresas y autónomos arruinados, tal vez llegue la hora de preguntarse si, por un lado, se puede sostener un minuto más un empleo público dual, como el que ha emergido en esta crisis, o si, por otro, no ha llegado la hora definitivamente de enterrar un empleo público plagado de prerrogativas y privilegios frente al común de los mortales, que, con la más que digna excepción del personal sanitario y algunos otros colectivos puntuales, no está a la altura que los acontecimientos extraordinarios exigen.

No pierdan de vista que, como un desafortunado mensaje en las redes sociales recordaba ayer mismo (¿se computarán como trabajados los días hábiles o los naturales?, se preguntaba “jocosamente”), todos esos empleados públicos ociosos temporalmente, computarán este período de permanencia domiciliaria como trabajo activo, por lo que, pasada la tempestad, dentro de unos meses, deberán disfrutar aún de sus vacaciones (“no disfrutadas”) de semana santa y las de verano pendientes, así como los días de asuntos propios y las demás licencias y permisos que generosamente les reconoce la legislación vigente y los acuerdos o convenios colectivos firmados alegremente por empleadores públicos poco responsables y sindicatos del sector público ávidos de conquistas “laborales” para sus clientelas. Las Administraciones Públicas paradas en seco varios meses. Las empresas tocadas o muertas, los autónomos “acojonados”, los trabajadores precarios en situación absoluta de desprotección y los más estables que ven también cómo el suelo se les tambalea a sus pies. Y el personal sanitario en situación de guerra contra un enemigo volátil, que nadie sabe cómo combatir. Si esto no es un dualismo sangrante e inaceptable en estos momentos, que venga quien quiera y lo vea.

Probablemente, como defendió hace unos días el economista José Antonio Herce (https://www.jaherce.com/la-geometria-explosiva-del-contagio-virico), quepa adoptar medidas enérgicas que alumbren una política de gran  mutualismo. En ese diseño, creo que el empleo público, dadas su actuales y privilegiadas condiciones para afrontar una situación tan compleja como la que tenemos, debe llevar a cabo no solo una contribución efectiva en prestaciones personales (en todo lo que sea necesario o imprescindible), sino también en una mutualización solidaria y proporcional al conjunto de la sociedad. Veremos qué decisiones se toman y si algunas van por los senderos trazados en esta entrada.

Si algo de eso no sucede, una institución construida con esos mimbres no puede durar mucho en el tiempo. Y si pervive intangible a esta terrible pandemia, entrará a formar parte del misterio de la santísima trinidad. RIP por un empleo público así. Le acompaño en el sentimiento.

ADENDA: Hoy martes, 17 de marzo de 2020, el Presidente del Gobierno acaba de anunciar un importante paquete de medidas económico-sociales que, con una inyección de 200 mil millones de euros, pretende paliar el desastre que en ese ámbito se avecina. Sin duda, a partir de ahora se multiplicarán los análisis sobre tan trascendentales decisiones. Habrá que leer, asimismo, la letra pequeña de tales medidas, que se insertarán en un Real Decreto-Ley, instrumento normativo excepcional para una situación del mismo carácter (un uso plenamente adecuado, en este caso). Sin embargo, en la comparecencia, salvo error u omisión por mi parte, no he advertido ninguna medida relativa al papel de la Administración Pública en la gestión de todo estos programas, aunque será necesaria e imprescindible. Las estructuras administrativo-burocráticas deben dar respuestas adecuadas y en tiempo real a esas necesidades perfectamente detectadas. Y algo convendría hacerse en este terreno. Sí se ha hecho una mención puntual al papel de las Comunidades Autónomas y de la Administración Local. Y, por descontado, varias referencias al encomiable papel que el personal sanitario y el resto del personal del empleo público movilizado están teniendo en esta «batalla» (más bien, «guerra») contra el COVID’19 y todo lo que ello implica. Presumo que, como todo va tan rápido y la decisión de hoy es revisada mañana o a las pocas horas, algún día inmediato habrá que afrontar medidas específicas sobre cómo ordenar las prestaciones funcionariales en una situación de excepción como la que estamos viviendo, así como si se opta o no definitivamente por una «mutualización (pública) de la crisis» (J. A. Herce) o de socialización pública de la solidaridad (también en el plano retributivo y de condiciones de trabajo), o se mira sólo hacia el «otro lado» (exclusivamente hacia el sector privado). Las medidas anunciadas pueden aliviar la dualidad expuesta (al menos las de las personas y entidades más vulnerables), pero apenas cambian el escenario. Las preguntas abiertas en esta entrada siguen sin responderse, al menos de momento. En todo caso, este análisis se centra exclusivamente en la institución del empleo público, y no pretende descalificar el compromiso individual que, sin duda, un buen número de buenos funcionarios acredita, que no son todos ni mucho menos. Pero, tal como van las cosas, algo (al menos me lo parece) no se ha gestionado bien en este complejo escenario. Vuelven los tiempos de «crisis» y sólo nos queda desempolvar los papeles y recetas que en 2010 comenzamos a desarrollar, pero evitando caer en los monumentales errores de entonces. Tal vez ha llegado el momento de afrontar reformas radicales en el empleo público y no recurrir a la siempre socorrida solución lampedusiana de parecer que todo cambia y, sin embargo, que todo siga igual (o peor). A ver si esta vez aprendemos algo de esta crisis que, cuando menos lo esperábamos, ha irrumpido en nuestras vidas. La pandemia pasará. Su efectos cicatrizarán más lentamente.