SOBRE NOMBRAMIENTOS Y CESES POLÍTICOS (METAFÍSICA DE LA CONFIANZA Y REMODELACIÓN DE EQUIPOS)

“El modelo actualmente vigente (en España) de dirección pública es un modelo viejo, sin perspectivas de futuro y con lastres evidentes para el desarrollo institucional, lo que tiene consecuencias directas sobre el plano de la competitividad y del propio desarrollo económico”

(La Dirección Pública Profesional en España, Marcial Pons/IVAP, 2009, p. 62)

Hace algunos años el profesor Francisco Longo acertaba cuando describía la relación entre responsables políticos y directivos públicos en clave de “metafísica de la confianza”. Con ello pretendía resaltar que, en nuestro país, lo importante para ser nombrado cargo público o personal directivo es disponer de algo tan evanescente e impreciso como la confianza (política o personal) de quien tiene la competencia de designar o proponer tales nombramientos o ceses.

El spoils system o sistema de botín (como lo acuñara Weber) nació del impulso político del presidente populista estadounidense Andrew Jackson a partir de 1828. En España, su aplicación castiza se plasmó en el sistema de cesantías (Alejandro Nieto). Junto a esa tendencia, fue emergiendo con el paso del tiempo un spoils system «de circuito cerrado» (Quermonne, 1991), que limita los nombramientos discrecionales a personas que tengan previamente una serie de requisitos (por ejemplo, ser funcionarios públicos del grupo de clasificación A1). Pero en ambas modalidades, la discrecionalidad (sea absoluta o relativa) es determinante. Y el nombramiento, la permanencia o el cese, se basan en «la metafísica de la confianza».

¿Qué hay detrás de una confianza así entendida? No hace falta ser muy incisivos para advertirlo. La confianza se mantiene o se quiebra dependiendo de cómo evolucionen los acontecimientos: en un inicio, se deposita y, en un instante o en una secuencia tenporal, se pierde. El movimiento del dedazo discrecional se convierte en la señal que marca el inicio o el final de una relación de marcada dependencia. En efecto, quien es nombrado discrecionalmente ha de obedecer ciegamente o, al menos, acreditar día a día una lealtad inquebrantable, salvo que quiera correr el riesgo de ser cesado de forma fulminante. La política se rodea, así, de aduladores o palmeros.  O, en su defecto, de personas complacientes con «el que manda». La crítica siempre procede del “enemigo exterior”. La naturaleza humana es muy caprichosa. También la de quienes mandan. Hace muchos años, un cargo público que designó a su hermano para ejercer una responsabilidad pública fue interrogado por un periodista: ¿Qué justifica el nombramiento de su hermano para una responsabilidad pública en la que no se le conoce experiencia previa? La respuesta fue sublime: “Es un cargo de confianza. En quién voy a confiar más que en mi hermano”. Se zanjó el asunto. Eran otros tiempos. Aun así hoy, el periodismo patrio sigue dando por bueno el argumento de la confianza (ya no el del nepotismo). Y ello tiene graves consecuencias.

Pero, junto a la confianza, también se alude con frecuencia a otro «argumento», más físico y recurrente, vinculado estrechamente con el anterior: la necesidad que alega el gobernante de formar o remodelar equipos. Se concibe, así, a la alta Administración como una suerte de equipo que, dependiendo de los avatares, se puede recomponer a cada momento al libre arbitrio del líder. Al inicio de mandato, hay que formar equipos que se configurarán políticamente. Si cambia la persona titular del departamento o entidad, vuelta a empezar. Si hay cambios de gobierno sobrevenidos (por ejemplo, moción de censura), las cabezas directivas ruedan por la plaza pública. La noria de los ceses y nombramientos se pone en circulación. La Administración se configura así como una suerte de permanente página en blanco que se reescribe con nuevas personas y pretendidos nuevos proyectos cada cierto tiempo. A veces, y no es retórica, tales cargos directivos aprenden lo que deben hacer cuando ya el mandato ha declinado o está a punto de hacerlo. Si la penetración de la política en la Administración Pública es tan elevada como en nuestro caso, tales cambios de gobierno o de personas detienen además en seco la máquina gubernamental, que tardará unos meses en arrancar de nuevo. No es broma. La parálisis política y gestora se paga con facturas elevadas.

Como es una materia sobre la que he escrito en exceso y con la finalidad de no repetirme por enésima vez,  me limitaré en esta ocasión a reproducir unos fragmentos de un trabajo publicado en 2009, en una obra colectiva en la que también participaron los profesores Manuel Villoria y Alberto Palomar: La dirección pública en España (Marcial Pons/IVAP). Y de ahí extraeré unas breves conclusiones.  Veamos:

Si queremos caminar hacia un modelo de dirección pública profesional, a quien primero se ha de convencer es a los políticos, pues la primera lectura que lleva a cabo el personal de extracción política es que con la implantación de ese sistema pierde espacio de poder. El político invocará ‘las excelencias’ del sistema vigente: la flexibilidad de nombrar y cesar por criterios  estrictos de confianza, la posibilidad de conformar ‘equipos’ en torno a su proyecto o programa político, la ‘lealtad’ de tales personas (…)”. 

“Dentro de la batería de pretendidas razones que se esgrime como ‘escudo’ por parte de la clase política, hay una en la que quisiera detenerme por su enorme potencial retórico y por su fuerte carácter destructivo. Me refiero al argumento de ‘formar equipos’, que posiblemente es una de las más perversas manifestaciones de esa forma de razonar. En efecto, bajo el manto de ‘formar equipos’ se decapitan constantemente las estructuras directivas de los diferentes gobiernos y, lo que es más grave, se desangra el conocimiento y la continuidad de las diferentes políticas públicas (…) El coste que todos esos cambios tienen sobre el funcionamiento del sector público (dicho de forma más directa sobre la sociedad y el sistema económico) nadie los ha evaluado todavía, pero intuitivamente puedo indicar que son altísimos”.

“El argumento de ‘formar equipos’ esconde, sin embargo, algo más turbio. Sin duda es un buen argumento para fomentar la ‘cohesión ideológica’ del cuadro de mando de una determinada organización, pero también sirve para generar lealtades inquebrantables y mal entendidas, ausencia de cualquier atisbo, por mínimo que sea, de crítica o censura de una determinada decisión política y, en el peor de los casos, un medio espurio para colocar a fieles, amigos o, incluso, parientes más o menos próximos”.

“Pero tal práctica tiene todavía unos efectos más letales para el sistema político, puesto que sirve para diluir o, en su caso, desviar las responsabilidades políticas en las que pueden incurrir los responsables políticos máximos de un gobierno o de un concreto departamento. En no pocas ocasiones nuestros políticos (ministros, consejeros, alcaldes) han huido de asumir responsabilidades políticas directas en asuntos de notable envergadura cesando a ‘mandos intermedios’ (esto es, cargos directivos) de su respectiva entidad o departamento”.

Esas palabras están escritas hace casi doce años. Por lo visto últimamente, no han perdido ni un ápice de vigencia. La política de cualquier signo sigue blindando sus argumentos con los mismos mimbres que antaño. Aunque el número tan elevado de cargos y puestos de trabajo dependientes de la confianza no ha parado de crecer. No tiene parangón en ninguna democracia avanzada. Tampoco existen administraciones comparadas en las que se aluda con tanta persistencia a ese argumento tan grosero y débil de reajustar o remodelar el equipo. Allí donde existen estructuras directivas profesionales (sin ir más lejos, en Portugal), tales responsables directivos deben acreditar competencias profesionales para ser nombrados y gozan de una garantía de continuidad temporal si desarrollan adecuadamente sus objetivos, que no puede ser alterada súbitamente por los cambios de humor del titular de la entidad o departamento ni por supuestas necesidades de remodelar equipos a mitad del partido. No hay ceses discrecionales. Si así se hiciera, la puesta en marcha de las políticas padecería lo suyo al encadenarse al capricho personal y a los ciclos políticos. Algo letal. Y mucho de eso es lo que nos pasa actualmente.

Como dijo Hanna Arendt, la política es mensaje (palabra), pero sobre todo capacidad de acción. La comunicación, por mucho énfasis que se le dé, no puede sustituir a la gestión. Sin capacidad ejecutiva la política se queda sin esencia, sin sangre. Una política intermitente ejercida ejecutivamente por fieles que, directa o indirectamente, están bajo el manto de la propia política, supone apostar descaradamente por una gestión amateur y discontinua, siempre atada a la tiranía del mandato (Hamilton) o, incluso peor aún, dependiente o esclava del arbitrio de quien tiene la capacidad omnipresente de nombrar o cesar políticamente a todas aquellas personas que están llamadas a ejercer funciones o responsabilidades directivas en tales organizaciones públicas. Además, castra el correcto alineamiento entre política y gestión, al situar a la alta Administración en una posición vicarial regida por aficionados o escuderos políticos que, aunque tengan la condición de funcionarios públicos, una vez que asumen tales cargos se pasan “al otro lado” (al de la política), y así son vistos. No hay espacio intermedio entre política y gestión. La (mala) política ha bombardeado en España la creación de un espacio directivo profesional, como ámbito de intersección o de mediación (OCDE) entre ambos mundos (política y gestión). A la vieja política no le gusta este sistema porque no lo entiende, sigue anclada en el clientelismo más atroz y en una concepción patrimonial. Se siente cómoda en ese insólito papel. Y ello en pleno 2020. Con consecuencias muy serias, que son las que estamos padeciendo.

Aparte de todas esas disfunciones institucionales y estructurales, asoma otra más grave: esconderse detrás de la metafísica de la confianza o de la necesidad (subjetiva) de remodelar equipos, en algunas ocasiones representa huir de las responsabilidades que todo gobernante debe asumir. Eso no es rendir cuentas, es despistarlas. Tal conducta no es democrática, pues la auténtica democracia se basa en la transparencia y en el escrutinio ciudadano, así como en la exigencia de responsabilidades. Y tal fallo institucional habría que corregirlo de inmediato. Políticos y directivos deben rendir cuentas por su respectiva gestión.  Al menos, eso ha de garantizarse si algún día pretendemos homologar plenamente a este país con las democracias avanzadas europeas. Una pretensión que, hoy por hoy, al menos en este punto, parece aún lejos de alcanzarse.

2 comentarios

  1. Muy interesante reflexión y muy actual.
    Lo de “formar equipos” me ha llamado mucho la atención, por su argumentación.

    Amador Martin

    Me gusta

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