COMUNIDADES AUTONOMAS

VISIÓN DE LA PANDEMIA A LA LUZ DE “LA PESTE” DE ALBERT CAMUS

  LA PESTE          

«Aquel olor de muerte que embrutecía a los que no mataba”

                   “No hay una isla en la peste. No, no hay término medio”

                  (Albert Camus)                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                       Aunque en estos cinco últimos meses ha proliferado el recurso a esta impresionante obra de Camus para interpretar la pandemia, tal vez sea oportuno, por su innegable paralelismo y aguda perspectiva volver la mirada a alguna de sus reflexiones (aunque haya  grandes diferencias, más de contexto que morales) desde el ángulo de nuestra triste actualidad.

El libro se abre con una idea clara: a principios de año, nadie esperaba lo que sucedió después. Tampoco lo esperaban los médicos (hoy epidemiólogos), que discrepaban sobre el problema y su alcance. Sin embargo, “la sorpresa de los primeros tiempos se transformó poco a poco en pánico”. Las autoridades, al menos al principio, querían rebajar esa percepción. Y la ciudadanía se agarraba a una idea: “Esto no puede durar”. Declarar la epidemia suponía suprimir el porvenir y los desplazamientos. Había que postergarlo, hasta que fuera inevitable. Sin embargo, la ciudadanía se creía libre, “y nadie será libre mientras haya plagas”. No obstante,  el contagio nunca será absoluto, “se trata de tomar precauciones”. Así se comunicaba. La desinfección era obligatoria, tanto del cuarto del enfermo como del vehículo de transporte.

A pesar de que la situación se agravaba, “los comunicados oficiales seguían optimistas”. Las camas de los pabellones hospitalarios se agotaban. Hubo que improvisar un hospital auxiliar. Y luego abrir más hospitales de campaña. También aparecieron los hoteles de cuarentena. Todo conocido. La percepción ciudadana era paradójica: “Hay los que tienen miedo y los que no lo tienen. Pero los más numerosos son los que todavía no han tenido tiempo de tenerlo. La transmisión de la infección, “si no se la detiene a tiempo”, se producirá “en proporción geométrica”. Como así fue entonces, y ha sido ahora.

Una de las consecuencias más notables  del confinamiento “fue, en efecto, la súbita separación en que quedaron algunos seres que no estaban preparados para ello”. La expresión más utilizada en las comunicaciones fue la siguiente: “Sigo bien, cuídate”. Comenzó, así, una suerte de exilio interior (en sus casas) y en una ciudad cerrada. Las conjeturas iniciales sobre la duración de la epidemia se fueron desvaneciendo, y se mezclaban diferentes sensaciones entre la ciudadanía: “Impacientados por el presente, enemigos del pasado y privados del porvenir”. No es extraño, por tanto, comprender que “a nuestros conciudadanos les costaba trabajo comprender lo que pasaba”. Primaban las preocupaciones personales: al principio, “nadie había aceptado todavía la enfermedad”. Y “la primera reacción fue criticar a la organización”. Sólo “comprobando el aumento de defunciones, la opinión (pública) tuvo conciencia de la verdad”, ya que en los primeros pasos “nadie se sentía cesante, sino de vacaciones”. Conforme la epidemia avanzó, comenzaba a expandirse la sensación de que “nos vamos a volver locos todos”.

La epidemia golpeó fuerte al personal sanitario. El número de muertos crecía y los hospitales (en nuestro caso, preferentemente las residencias de ancianos) eran su antesala. Las frías estadísticas conducían a “la abstracción del problema”, pero había nombres y apellidos; esto es, personas. La forma de maquillar los letales efectos de la plaga fue muy clara: “en vez de anunciar cifras de defunciones por semana, habían empezado a darlas en el día”. Los “casos dudosos” no computaban. Las farmacias se desabastecieron de algunos productos. Las cifras eran la imagen precisa de la abstracción antes comentada. Las colas en comercios de alimentación se hicieron visibles. En todo caso, “cuando la abstracción se pone a matarle a uno, es preciso que uno se ocupe de la abstracción”. La felicidad se congelaba. O se aplazaba.

Muchos esperaban, además, que la epidemia fuera a detenerse y que quedasen ellos a salvo con toda su familia”, pues “no era para ellos más que una visitante desagradable, que tenía que irse algún día”. La epidemia, asimismo, “era la ruina del turismo”. Con el avance de la enfermedad, los ciudadanos procuraban evitarse: en los transportes, “todos los ocupantes vuelven la espalda, lo más posible, para evitar el contagio mutuo”. Y, fruto de las complejas circunstancia, “el mal humor va haciéndose crónico”. Pero hay un segmento de la población que en buena medida vive al margen del temor: “Todos los días hay un desfile de jóvenes de ambos sexos en los que se puede observar esa pasión por la vida que crece en el seno de las grandes desgracias”. También los restaurantes se llenan, aunque “en ellos existe la angustia del contagio”. Cuando la cosa se pone seria los ciudadanos se acuerdan del placer. También prolifera el consumo de alcohol y las escenas de embriaguez

La enfermedad se transmuta. Al ser pulmonar, el contagio se produce de boca a boca. Pero, en verdad, “como de ordinario, nadie sabía nada”. Ni, en ocasiones, el propio personal sanitario especializado. La miseria y el sufrimiento fueron creciendo conforme la epidemia se  multiplicaba. Pero, aunque la enfermedad se multiplicara, pronto se advirtió que “la miseria era más fuerte que el miedo”.

Frente a todo este complejo cuadro, sólo quedaba una solución: combatir la epidemia. Lo contrario era ponerse de rodillas. Pues, se  mire como se quiera, “toda la cuestión estaba en impedir que el mayor número posible de  hombres muriese”. La espera del fármaco salvador (vacuna)  era la única esperanza. Los materiales escaseaban. Los refuerzos del personal sanitario eran insuficientes. Como dijo  Rieux, el médico cronista: “Aquí no se trata de heroísmo. Se trata solamente de honestidad”, es el único medio de lucha contra la epidemia. “¿Y qué es la honestidad?”, se preguntaba: en mi caso, respondía el doctor, “sé que no es más que hacer bien mi oficio”.  Aún así, el personal sanitario se vio afectado: “Por muchas precauciones que se tomasen el contagio llegaba un día”. Faltaban material y brazos. El durísimo contexto imponía sus reglas: “Los hombres de los equipos sanitarios no lograban ya digerir el cansancio”. Y, como bien añadió el propio médico, “el cansancio es una especie de locura”. El personal sanitario, para su seguridad, “seguía respirando bajo máscaras” (aquí quien las tuviera). En todo caso, “se había sacrificado todo a la eficacia”.

La política primero negó y luego aceptó la evidencia. La burocracia, mientras tanto, vivía encerrada en sus problemas: “No se puede esperar nada de las oficinas. No están hechas para comprender”. Había, además, que afrontar obligaciones aplastantes, con un personal disminuido. La creatividad se impuso.  Pero, “todas las desgracias de los hombres provienen de no hablar claro”. La comunicación no es desinformación o información remozada.

¿Y cómo respondía la ciudadanía ante tan devastador panorama? La única esperanza posible a sus ojos era constatar que “hay quien es todavía más prisionero que yo” (o que había quienes se encontraban en peor condición), en ello se resumía su esperanza. Se impuso “la solidaridad de los sitiados”, pues las relaciones tradicionales se vieron rotas. Y eso desconcertaba. Así, no es de extrañar que comenzaran a prodigarse conductas inapropiadas. En ese contexto, “la única medida que pareció impresionar a todos lo habitantes fue la institución del toque de queda”.  Viendo avanzando el tiempo, la ciudadanía se fue adaptando a la epidemia, “porque no había opción de hacer otra cosa”. Y se introdujo, así, en una monumental “sala de espera”. La confusión fue creciendo, “sin memoria y sin esperanza, vivían instalados en el presente”. La instantaneidad se imponía. El porvenir estaba tapiado por la incertidumbre. Así no cabe extrañarse de que “los hombres que hasta entonces habían demostrado un interés tan vivo por todas las noticias de la peste dejaron de preocuparse de ella por completo”. Las ideas fijas consistían en prometerse unas vacaciones completas después de la epidemia: “después haré esto, después haré lo otro … se envenenan la existencia en vez de estar tranquilos”. Además, la desconfianza aleja a los unos de los otros: “Todo el mundo sabe bien que no se puede tener confianza en su vecino, que es capaz de pasarle la enfermedad sin que lo note y de aprovecharse de su abandono para infeccionarle”. En fin, en un contexto tan duro, “el juego natural de los egoísmos” hizo acto de presencia, agravando “más en el corazón de los hombres el sentimiento de injusticia”. Si bien, no todo era negación, pues hay “algo que se aprende en medio de las plagas: que (también) hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”.

La epidemia se prolongó en el tiempo. Y, frente a la percepción inicial “de que pronto desaparecería (…) empezaron a temer que toda aquella desdicha no tuviera verdaderamente fin”. Las estadísticas se mostraban caprichosas. Los arbitristas que las interpretaban se multiplicaban por doquier. Abundaron así los sermones, desconociendo que no “hay que intentar explicarse el espectáculo de la epidemia, sino intentar aprender de ella lo que se puede aprender,” pues una de sus cualidades era que, por lo común, la peste “se complacía en despistar los diagnósticos”. Los gráficos estadísticos se convirtieron, así, en el mapa diario del tiempo de la muerte o del crecimiento de la enfermedad. Daban malas o buenas noticias: “Es un buen gráfico, es un excelente gráfico”, pues –se añadía- “la enfermedad había alcanzado lo que se llamaba un rellano”. Pero siempre quedaba la duda de los rebrotes: “La historia de las epidemias (siempre) señala imprevistos rebrotes”.

En esa situación de hipotéticos rebrotes, cobraba un papel central el sentido de responsabilidad individual y de empatía hacia los otros. En efecto, “hay que vigilarse a sí mismo sin cesar para no ser arrastrado en un minuto de distracción a respirar junto a la cara de otro y pegarle la infección”. La voluntad era una manifestación de la integridad de las personas: “El hombre íntegro, el que no infecta a nadie es el que tiene el menor número de posibles distracciones. ¡Y hace falta tal voluntad y tal tensión para no distraerse jamás”.

Hasta aquí algunos fragmentos del relato, escogidos en virtud de su paralelismo con la actual pandemia, más aún cuando –a punto de finalizar este agosto también inhábil para (casi) todo, no para la propagación del virus, que no guarda vacaciones- la “nueva normalidad” realmente significa –estúpidos de nosotros- un gradual retorno a cifras cercanas al primer brote de la pandemia.

La peste termina cuando se abren las puertas de la ciudad tras casi un año de cierre. Y surgió la imperiosa necesidad tras meses de aislamiento, pues “hay una cosa que se desea siempre y se obtiene a veces: la ternura humana”. Aquí , en la pandemia, se abrieron “las puertas” a finales de junio de 2020 tras un confinamiento de tres meses y una desordenada “desescalada”, y todo el mundo salió en tropel pretendiendo olvidar lo que era inolvidable y volcado a hacer aquello que no había hecho durante el tiempo de confinamiento. En verdad, como expone Camus al final de su obra, a pesar de lo sucedido, “los hombres eran siempre los mismos”. En realidad,  no habían cambiado nada, salvo tal vez quienes perdieron a sus seres queridos.

Tampoco nada ha cambiado desde el poder. Lo que se hizo mal al principio (falta total de previsión y ausencia de  planificación y de precaución, cambios permanentes de criterio, marco normativo inadecuado y obsoleto, impotencia política, fallos de coordinación, ineficacia administrativa, etc.), se está repitiendo después corregido y aumentado, tanto por una desbordada, preñada de tacticismo y errática política y una (en alguna medida) desaparecida Administración Pública como por una ciudadanía también en parte irresponsable a la que está faltando sensibilidad y voluntad o, como decía Camus, “integridad”, y que, salvo excepciones, solo mira “lo suyo” con escasa (o nula) empatía por lo ajeno. Todo hace presumir que el final de este extraño verano y el inicio de la estación otoñal la situación se agravará muchísimo con una más que previsible multiplicación de los contagios a través de un virus que nunca se fue, a pesar de que prácticamente todo el mundo lo dio por enterrado. Y con sus fatales consecuencias sobre un país ya hoy devastado económica y socialmente.

Por su presencia en las librerías, cabe deducir que la lectura o relectura de La peste de Albert Camus ha sido una de las opciones preferidas de estas vacaciones. En mi caso, leí esta irrepetible obra cuando era estudiante y la he releído recientemente.  A pesar del complejo momento y de sus innegables distancias (entre otras muchas, la digitalización ha atenuado/agravado, según los casos, el problema de “la distancia”), hay en este libro enseñanzas sinfín. No he pretendido extraerlas todas, pues su riqueza está fuera del alcance de estas poco más de tres condensadas páginas.

En cualquier caso, puede ser oportuno  concluir este comentario con las palabras con que el autor cierra su obra, muy necesarias cuando dimos alegremente por finiquitado un problema global que estaba aún muy lejos de desaparecer: “(…) esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás (…) y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”. Y en ella estamos. Cuando todo (aun con graves tensiones) se pretendía (relativamente) en orden y (moderadamente) feliz, llegó la pandemia que nadie supo prever y, por lo que afecta a nuestro país, muy pocos, al parecer, saben gestionar. Luego, tras el duro encierro, vino la “apertura”, el relajo público y privado, hasta la proliferación de los rebrotes. Está claro que, visto donde hemos vuelto a tropezar, apenas hemos aprendido nada en estos cinco meses. Si bien, lo más grave es que la pandemia de momento no tiene final, sino continuación. Y aquí está el problema. No en otro sitio.

LA AUTONOMÍA OLVIDADA: LOS AYUNTAMIENTOS ANTE LA CRISIS 

“La vida política se nutre de las preocupaciones, aspiraciones y tendencias que forman el contenido o materia municipal” (Adolfo Posada, El régimen municipal de la ciudad moderna, FEMP, 2007, p. 204)

Solo la casualidad ha querido que el Real Decreto-Ley 27/2020, de 4 de agosto, de medidas financieras, de carácter extraordinario y urgente, aplicables a las entidades locales, coincida en el número de la disposición con la Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de racionalización y sostenibilidad de la administración local. Ambas disposiciones normativas, la primera una norma excepcional (pendiente de convalidación parlamentaria por el Congreso de los Diputados) y la segunda una Ley ordinaria de carácter básico, dictadas por diferentes Gobiernos y de distintos colores, representan probablemente las dos agresiones normativas más serias que la autonomía local ha recibido en la etapa constitucional. Particularmente dirigidas ambas, contra la autonomía municipal. Pero no es momento de precisiones.

Con la LRSAL fui muy crítico y no lo puedo ser menos con este Decreto-Ley, por razones de coherencia personal e institucional. Quien crea de verdad en la autonomía local, no puede compartir ninguna de ambas normas. Tampoco esta última, se adorne el producto como se quiera. Cuando la leí, ciertamente me quedé perplejo: si las entidades locales -como se afirman- son el único subsector de las cuentas públicas saneado financieramente, se les premia con la indiferencia y el abandono. Que se las apañen solas, las que tengan «ahorros» con lo que les transfiera el Estado una vez se haya hecho con ellos como préstamo, las demás que se queden a su propia suerte. Injusto y discriminatorio. Hasta un alcalde tan prudente y equilibrado como el del Ayuntamiento de Bilbao, Juan Mari Aburto, ha tenido que poner el grito en el cielo ante semejante desatino. Y como él otros muchos, alcaldes y alcaldesas.

La LRSAL supuso un ataque frontal a la autonomía político-institucional de los municipios, así como en algunos aspectos también en su dimensión económico financiera; el reciente Decreto-Ley 27/2020 deja la autonomía económico-financiera y, sobre todo, la suficiencia financiera de los ayuntamientos, así como la necesaria y urgente prestación de los servicios básicos a la ciudadanía en la durísima etapa “post-Covid19” que viene, completamente por los suelos. Es difícil justificar unas medidas tan hirientes, por mucho que se empeñe el legislador excepcional en la exposición de motivos en buscar todo tipo de adornos dialécticos. Al margen ahora de su más que dudosa constitucionalidad tanto formal (por atribuir al Alcalde y no al Pleno una decisión existencial de la Hacienda Municipal) como material (por las innegables desigualdades que genera en el tratamiento de los municipios y a su ciudadanía).

Ambas disposiciones normativas tienen en común, además, que fueron o han sido capaces de aunar en contra de ellas a todos los grupos políticos y alcaldes de todos los colores, salvo entonces los del PP y ahora los del PSOE. Ya en 2013 hubo algunas voces críticas municipales en las filas del PP. En estos momentos, llama la atención que alcaldes socialistas muy activos con la defensa a ultranza de la autonomía local y también con la posibilidad de utilizar los remanentes de tesorería sin tales hipotecas financieras como las dibujadas diabólicamente por esa norma excepcional que salió publicada en el BOE un 5 de agosto, guarden un mutismo absoluto. En política local, quienes ejercen las alcaldías se deben siempre a su ciudad y a sus gentes, antes que al partido. Quien no vea esto, probablemente no ha entendido nada.

Mi primera percepción ante estas medidas es de desconcierto, después de tristeza. Nadie se toma en serio la autonomía local. Ni en nuestra historia contemporánea, ni en la ya larga etapa constitucional de 1978, ni tampoco en estos momentos. En 1985, con todas sus limitaciones, se edificó un primer edificio normativo local (la ley de bases de régimen local), que prometía grandes esperanzas. Pronto se vieron parcialmente arruinadas. Aun así, hubo intentos de despegar el vuelo del mundo local; pero siempre se le bajó a tierra. Que en 2020 el porcentaje del gasto público sobre el conjunto del sector público se mueva en porcentajes parecidos que hace veinte o treinta años nos lo dice todo (por ejemplo, a principios de siglo era el 13 por ciento, mientras que en 2016, tras la crisis, había bajado al 11,2 por ciento; datos extraídos de Juan Echániz Sans, Los gobiernos locales después de la crisis, FDGL, 2019, p. 25). Autonomía pobre  e ignorada.

Me produce también honda decepción que quienes lideraron la transformación de los ayuntamientos hayan olvidado sus esencias y de dónde venían. Al menos durante un período, antes de que la política se transformara en comunicación y los partidos en oligarquías cesaristas cerradas, la defensa de la autonomía local había sido una bandera del socialismo español que supo concitar voluntades, entre otros momentos críticos, cuando se produjo, por ejemplo, la agresión de la mal denominada reforma local. Debe ser que el poder (central) todo lo transforma o que el Covid19 termina nublando hasta los sentidos más básicos del gobernante, también las voluntades de defensa de autogobierno de los mandatarios locales, que se convierten, así, en monaguillos de polémicas e irreconocibles decisiones políticas. También me ha sorprendido desagradablemente que en la FEMP se haya aprobado tal acuerdo con el voto de calidad de quien ocupa su presidencia, alcalde de gran trayectoria y no menor prestigio que en el final de su carrera política ha preferido apostar por el Gobierno que tejer voluntades para obtener un buen acuerdo y sacar los dientes, si fuera preciso, frente al Ministerio del ramo. Votar, cuando una decisión ya está tomada, es apostar por fragmentar una organización y dejar hondas heridas que tardarán en cicatrizar. Un triste bagaje queda en esta coyuntura: la FEMP está herida de muerte, o al menos ha quedado tan tocada como la siempre olvidada autonomía local. Este virus político devastador propio de la pandemia no va a dejar una institución en pie. Y las que queden, colonizadas hasta los tuétanos.

Pero bajo el manto de un silencio sepulcral en un agosto tórrido y extraño, que no augura nada bueno, se esconde malestar e indignación. Los alcaldes han saltado en 2020, como lo hicieron en 2013. La paradoja es que son distintos. Nada hay peor que creer que la autonomía local sólo la defiende la oposición y no el gobierno de turno. El sentido institucional es algo que se perdió en España hace mucho tiempo y que no terminamos de encontrarlo de nuevo. De ahí a considerar que lo local -como apuntara Manuel Zafra- es una materia objeto de transacción como cualquier otro sector o ámbito de gobierno, sólo hay un paso. Los Ayuntamientos son un nivel de gobierno y una institución central en el funcionamiento del Estado. Y hacen más feliz o infeliz la vida y existencia de sus ciudadanos. Son la argamasa en la que se fijan los pilares del Estado constitucional. Mientras eso no lo vean nuestros distantes gobernantes (aquellos de 2013 y estos de 2020), solo habrá ceguera en política. Que, al parecer, abunda.

El marco normativo institucional local está en ruinas. Treinta y cinco años de innumerables y desordenadas reformas a la carta han dejado la vida político-institucional local exhausta, con un traje ceñido  e incómodo que impide la necesaria adaptación y en un terreno (ordenamiento jurídico y tribunales de justicia) siempre plagado de arenas movedizas. La financiación local es un tema peor resuelto aún. Se han hecho estudios e informes, algunos muy importantes, sin que ninguna decisión política se tome al respecto. Siempre se aplazan. Para mejores tiempos, que nunca llegan.

A pesar de ese oscuro cuadro político-normativo general, hay Comunidades Autónomas que llevaron a cabo reformas del gobierno local ciertamente pioneras e innovadoras (Andalucía, Euskadi, y la última de ellas, con gran aplomo, en Extremadura). Las instituciones no se cambian por leyes, sino por la práctica gubernamental y política. También por el actuar de los propios ayuntamientos y de sus alcaldes. Y algunos pasos importantes se están dando, como decía, en determinados territorios, aunque desde Madrid no se vean y muchos menos se entiendan. Convendría que algunos de estos modelos se conocieran realmente, pues para el aprendizaje colectivo, también de la propia política, sería importante.

Son los gobiernos locales, en cuanto estructuras institucionales de proximidad a la ciudadanía, los niveles de gobierno que gozan de mayor legitimidad y reconocimiento ciudadano, mucho más que las omnipresentes Comunidades Autónomas y también mucho más que la aparente fortaleza del (finalmente débil) Estado. Estar en la trinchera de los problemas inmediatos y buscar soluciones a las necesidades reales de la ciudadanía, que muchas veces aparentan no tenerlas, ha encumbrado la gestión de innumerables alcaldes y de sus equipos de gobierno.

Hacer política de regate corto con los ayuntamientos es errar el tiro. Ahogar financieramente más de lo que están a quien no tiene superávit porque tuvo unos gobiernos que dilapidaron los recursos o endeudaron más allá de lo razonable a sus ayuntamientos, no puede castigar a una ciudadanía que lo está pasando igual de mal (o peor) que la de los pueblos o ciudades de al lado. Tampoco se entiende premiar a quien, en algunos casos, no supo ejecutar un presupuesto. En los ayuntamientos se hace política, pero sobre todo gestión, ambas de proximidad. Porque si algo no comprendió el poder central en 2013 y sigue sin comprender ahora en 2020, es que la simbiosis entre ayuntamientos y ciudadanía es muy intensa. El sentido de pertenencia es muy alto. Y las agresiones institucionales o la cuarentena financiera concitarán rechazo. También entre la propia ciudadanía. Los alcaldes lo pueden justificar de forma muy obvia: no nos llegan recursos extraordinarios porque el Gobierno no quiere o no nos dejan disponer plenamente de nuestro superávit (o «ahorros»).

Si lo que se pretende hacer con los ayuntamientos (pues aún falta el trámite de convalidación por el Congreso) se hubiera realizado con las Comunidades Autónomas (aunque estas, por lo común, sólo tienen déficit), ya tendríamos incubada una sublevación institucional de proporciones estratosféricas. El nivel local de gobierno ha sido el gran olvidado del maná público presupuestario, financiado, al fin y a la postre con las (esperadas) ayudas europeas o con deuda pública, pues la caída de ingresos fiscales en 2020 será espectacular.

Sin embargo, la paciencia tiene un límite. También la de los Ayuntamientos. Tengo la impresión de que el Gobierno no ha medido bien sus pasos, la necesidad apremiante de recursos financieros le ha hecho buscar atajos políticos atacando una vez más al más débil y con consecuencias incalculables. Querrá arreglarlo todo mediante una negociación cruzada en la votación de convalidación del Decreto-Ley, como nos tiene acostumbrados: sacar el conejo de la chistera en el último minuto con mil y una concesiones puntuales. No obstante, la estructura del Real Decreto-Ley tiene vicios no sanables de edificación, que lo hacen difícilmente reformable, salvo aplicar medidas de apuntalamiento. La imperiosa necesidad de recursos financieros que asoma a unas arcas vacías y sin expectativa alguna de reponerse a corto plazo, ha precipitado una decisión que, se mire como se quiera, es un auténtico atropello a la autonomía local; además, condena a la ciudadanía española (o a una parte de ella) a tener peores servicios públicos locales y ata de pies y manos a los gobernantes locales frente a la durísima crisis del Covid-19 que no ha hecho sino comenzar. Esta decisión sí que “dejará gente atrás”. Y mucha. De carne y hueso.

Lamento que este nuevo paso en la desescalada del autogobierno local lo hayan liderado precisamente quienes se opusieron en 2013 a aquélla otra afrenta a la autonomía local. La paradoja es que han cambiado las posiciones políticas, pero el problema sigue siendo el mismo. Las crisis enturbian profundamente el sentido de la realidad. Más aún en un contexto tan serio y largo como el que ya estamos viviendo y del que todavía nos queda por transitar (crisis sanitaria, humanitaria, económica, social e institucional). En fin, confiemos en que la razón y el buen juicio se impongan, y se enmiende este grave desacierto inicial que, si bien con muchas dificultades, aún podría tener algún remedio o paliativo (aunque la solución óptima, siempre enemiga de la que saldrá, sería derogar ese Decreto-ley). A la política de verdad, en todo caso, le toca poner la solución. Aunque el negro panorama que se advierte en el horizonte financiero inmediato no augure precisamente salidas fáciles a la situación creada. Los malos tiempos para la autonomía municipal, que ya creíamos olvidados, irrumpen de nuevo. Una pena

Epílogo

En un tono más personal, debo añadir que con este Post he roto el silencio estival que me había propuesto, con la finalidad de dedicarme profesionalmente a mis asuntos más urgentes, realizar innumerables lecturas pendientes (que alguna de ellas estoy reflejando y reflejaré en entradas anteriores y posteriores a esta) y, en particular, con la vana pretensión epicúrea de buscar algo de distancia frente a una inmediatez política, económica y social, también mediática y de las propias redes, claramente atosigadora y asfixiante. Y que sólo trae malas noticias, aunque se edulcoren. La situación, sin embargo, por su innegable importancia, me ha exigido hacer esta excepción, que ya anticipo no será la regla. Vuelvo a mi trabajo (por cierto, en varios frentes con la mirada puesta en lo local), lecturas y, si me es posible, a disfrutar de algún período de descanso.

Hace casi siete años, cuando se aprobó la LRSAL, me llamaron para formar parte de una Comisión técnica redactora del conflicto en defensa de la autonomía local, que promovieron finalmente 2.393 municipios. Me sumé entusiasmado al reto, que tuve que abandonar de inmediato por el deterioro de la salud y ulterior fallecimiento de mi padre. Aún así, a partir de entonces difundí, en diferentes foros académicos y políticos, así como en distintos escritos,  innumerables críticas a una reforma local hecha desde Madrid por quienes ya entonces -denunciaba- desconocían el mundo local (valga como ejemplo puntual el artículo sobre la LRSAL publicado en el Anuario Aragonés del Gobierno Local de 2013, número 5, que dirige el profesor Antonio Embid Irujo). Allí, entre otros muchos trabajos, podrá buscar el lector interesado una defensa a ultranza de la autonomía municipal que, si bien realizada igualmente o en términos académicos con mayor rigor por otros muchos colegas académicos y profesionales, sigue siendo necesaria en nuestros días. Y, al parecer, lo seguirá siendo mucho más a partir de ahora. La crisis que viene es inmensa y superarla razonablemente requerirá mucho tiempo y constancia, también trenzar acuerdos transversales como muchas ciudades están haciendo; pero especialmente será necesario disponer de gobiernos municipales sólidos que trabajen por la transformación y la Gobernanza Pública en un marco de la Agenda 2030, que no conviene olvidar nunca, pues su finalidad, como se expone en todos los documentos, es «no dejar a nadie atrás». Y, por lo que estamos comenzando a ver, tanto personas como algunas instituciones (ayuntamientos, entre otras) se están quedando atrás. Si alguien no lo remedia.

EL PROCEDIMIENTO DE ELABORACION DE DISPOSICIONES NORMATIVAS EN LA LEY 39/2015 TRAS LA SENTENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

 

I.- Introducción

El pasado 24 de mayo de 2018 el Tribunal Constitucional hizo pública la Sentencia por la que resuelve el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por la Generalitat de Cataluña contra determinados preceptos de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del procedimiento administrativo común de las Administraciones Públicas (LPAC). En el fallo se declaran la inconstitucionalidad de determinados párrafos o incisos de algunos artículos de la Ley (6.4, 129.4 y apartado 2 de la disposición final primera), se declaran asimismo que determinados artículos son contrarios al orden constitucional de competencias en los términos establecidos en el fundamento jurídico 7 b) (artículos 129, salvo apartados segundo y tercero, 130, 132 y 133) y 7 c)  (artículos 132 y 133, salvo el inciso de su apartado 1 y el primer párrafo de su apartado 4), así como se lleva a cabo una interpretación de conformidad por lo que respecta a la disposición adicional segunda, párrafo segundo, en los términos del fundamento jurídico 11 f). Se desestima el recurso en todo lo demás. En fin, un poco de lío sobre el que conviene poner algo de orden para entender el alcance del pronunciamiento y sus consecuencias.

Como bien puede observarse, la parte más dañada por la reciente sentencia del Tribunal Constitucional es la relativa a la regulación del procedimiento de elaboración de disposiciones de carácter general (Título VI de la Ley 39/2015), y este será, por consiguiente, el objeto de comentario en estas páginas. Al ser un recurso de inconstitucionalidad que reviste materialmente un conflicto de competencias con base en una Ley, la sentencia declarará no tanto la inconstitucionalidad de tales previsiones como su afectación al orden constitucional de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Los preceptos afectados por tanto continuarán plenamente vigentes y constitucionales, pero no serán de aplicación –en los términos expuestos por la citada sentencia- a las Comunidades Autónomas. Por consiguiente, tal pronunciamiento de inaplicación no se extiende, en principio, a los procedimientos de elaboración de disposiciones generales de ámbito local, y asimismo plantean enormes incógnitas por lo que respecta a su extensión a las Normas Forales de los Territorios Históricos vascos. Sobre todo ello se llamará la atención en las páginas que siguen, pero esta entrada solo pretende poner de relieve lo que es más llamativo de la citada sentencia, no persiguiendo llevar a cabo un análisis exhaustivo de la misma, que no procede hacerlo con los límites obvios de un trabajo de esta naturaleza.

II.- Alcance de la competencia estatal: artículo 149.1.18 CE.

El Tribunal comienza argumentando la distinta intensidad que tienen las bases del régimen jurídico de las Administraciones Públicas cuando afectan a la actividad de la Administración y derechos de los ciudadanos o a la organización de estas estructuras. Estas son sus palabras:

“No cabe atribuir a las bases estatales la misma extensión e intensidad cuando se refieren a aspectos meramente organizativos internos que no afectan directamente a la actividad externa de la Administración y a la esfera de derechos e intereses de los administrados, que en aquellos casos en los que se da esta afectación” (STC 50/1999, FJ 3).

En este caso concreto, la Generalitat disponía de un título competencial específico (artículo 150 EAC) que refuerza la conexión entre autonomía y organización. Además, el TC se hace eco, en diversos pasajes, de la doctrina sentada en la STC 91/2017, en la que conoció la impugnación del Gobierno de Canarias sobre los artículo 4 a 7 de la Ley 2/2011, de Economía Sostenible, que sirvió de precedente de alguna de las regulaciones recogidas en el Título VI de la Ley 39/2015. Y en ese precedente jurisprudencial el Tribunal asienta la tesis de que, en la regulación de toda iniciativa normativa, “el procedimiento legislativo debe quedar excluido de su ámbito de aplicación”, mientras que los procedimientos que tengan por objeto la elaboración de las disposiciones reglamentarias sí que pueden ser objeto de interferencias por parte de la legislación básica, con base en el título competencial relativo al “procedimiento administrativo común”. Una distinción que, con toda sinceridad, no termino de ver clara en torno a su fundamento: si el procedimiento afecta a la Ley o mejor dicho a una “competencia legislativa” ejercida por el Parlamento, en cuanto “procedimiento especial”, el legislador básico no puede interferir, sí en cambio cuando quien ejerce el poder normativo es el Gobierno (que lo reconduce al “procedimiento administrativo común”). ¿No son ambos, Parlamento y Gobierno, instituciones autonómicas propias de la organización básica de la Comunidad Autónoma? El formalismo, una vez más, hace mella en el razonamiento del Tribunal, por lo demás muy anclado en presupuestos al parecer inamovibles. La jurisprudencia del TC es prolija, rocosa y nada inclinada al cambio, muy conservadora.

El debate sobre la impugnación del artículo 129.4, párrafo tercero (más concretamente sobre que la habilitación para el desarrollo reglamentario de una Ley deba ser conferida con carácter general al Gobierno o al Consejo de Gobierno) se salda, tras un largo razonamiento, con el reconocimiento de que el Estado no puede intervenir en ámbitos propios de la organización institucional de las Comunidades Autónomas, expulsando del ordenamiento jurídico los incisos al “Consejo de Gobierno” o “de las consejerías del Gobierno”. Admite, por consiguiente, que en un ordenamiento autonómico la habilitación por Ley a la potestad reglamentaria no sea necesariamente al Gobierno y puedan darse habilitaciones singulares a otros órganos de la estructura gubernamental.

Más interés tiene la impugnación de los artículo 1.2 y 129.4 de la Ley 39/2015, Al margen de una cuestión menor que ahora no procede adentrarse, el razonamiento del Tribunal toma como referencia esa categoría impropia de reserva de Ley, muy común en nuestro sistema de fuentes (por ejemplo, entre otros muchos, en el artículo 25.3 y 5 de la LBRL), mediante la cual la reserva de Ley no la lleva a cabo una Norma sobre Producción de Normas (Constitución o Estatuto de Autonomía), que son las llamadas naturalmente a fijar tales reservas por ser normas que para su aprobación, modificación o derogación requieren de un procedimiento específico y de mayorías cualificadas, sino por una Ley. La pregunta que cabe hacerse es la siguiente: ¿Incide ello en la capacidad de autoorganización institucional de las Comunidades Autónomas? En este punto, el TC subsume tales enunciados en lo establecido en el artículo 105 c) CE, donde si hay una reserva propia de Ley para regular “el procedimiento a través del cual deben producirse los actos administrativos”. ¿Pero no habíamos quedado en que los procedimientos de elaboración de Leyes quedaban extramuros del procedimiento común?, ¿un procedimiento de elaboración de disposiciones de carácter general puede subsumirse en un procedimiento que tiene por objeto la producción de actos administrativos?, ¿no era clara hasta ahora la distinción entre acto administrativo y disposición normativa de carácter general? En fin, tampoco convence la solución que da al problema el propio Tribunal en este caso.

III.- La impugnación del Título VI de la Ley 39/2015.

La Generalitat de Cataluña impugna buena parte de los artículos recogidos en el Título VI de la Ley, aunque no todos. Por ello el enjuiciamiento del TC se limita a lo establecido en los artículos 129, 130, 132 y 133. Veamos cuál es el resultado de la sentencia.

La primera solución que aporta el Tribunal, en línea con lo ya expuesto, es que el ejercicio de la iniciativa legislativa y la elaboración de anteproyectos de ley quedan extramuros del artículo 149.1.18 CE. De nuevo el argumento formal. En tanto en que los artículos 129, 130, 132 y 133, se refieren también a las iniciativas de rango formal de las Comunidades Autónomas, invaden competencias estatutariamente atribuidas y el recurso se estima, sin que ello conlleve la nulidad de tales preceptos, si no solo su inaplicabilidad por ser contrarios al orden constitucional de competencias.

Distinto es el caso de las manifestaciones de la potestad reglamentaria. Siguiendo la estela marcada por la doctrina recogida en la STC 91/2017 que conoció la impugnación de la Ley 2/2011 (en la que ya se recogían por ejemplo los principios de buena regulación aplicables a las iniciativas de las Administraciones Públicas y otras cuestiones conexas), el TC considera que tal regulación recogida en los artículos 129, (principios de buena regulación)  y 130.2, así como el párrafo primero del artículo 130.1, encaja perfectamente en las bases del régimen jurídico de las Administraciones Públicas. De nuevo el TC confunde el órgano titular originario de la potestad reglamentaria, que no es otro que el Gobierno, con las estructuras de la Administración Pública que le sirven de soporte. No toda la potestad reglamentaria es en ejecución o desarrollo de Ley, conviene precisarlo. Nada impide al Reglamento normar lo que no está reservado a la Ley o regulado por esta. Las iniciativas normativas promovidas por el Gobierno deberían tener el mismo régimen jurídico que las iniciativas legislativas. Materialmente son acciones de gobierno y formalmente, en el caso de los Decretos, también.

No extiende ese mismo razonamiento el TC a lo establecido en el segundo párrafo del artículo 130.1 LPAC, que trata de una cuestión meramente anecdótica (el informe público de los resultados de la evaluación que deberá ser elaborado con el detalle y periodicidad que determine la normativa reguladora de la Administración Pública correspondiente), ámbito en el que el Tribunal considera que invade las competencias de las Comunidades Autónomas.

Y, en fin, de forma lapidaria y escasamente razonada (salvo por reenvío a lo antes expuesto), la sentencia considera que del artículo 132 y del importante artículo 133 de la LPAC solo tienen naturaleza básica el primer inciso del artículo 133.1 y el primer párrafo del artículo 133.4 LPAC.

Cabe significar que el Tribunal a esas alturas de su razonamiento ha constatado ya que esos artículos no son, en ningún caso, aplicables a iniciativas legislativas (aunque en el caso de las consultas públicas el problema puede estar cuando no está definido previamente el tipo de norma que regulará un determinado ámbito). También deja muy claro que el régimen de planificación normativa “se trata de una regulación de carácter marcadamente formal o procedimental que desciende a cuestiones de detalle (periodicidad, contenido y lugar de publicación del plan normativo). Por tanto, que “esta previsión no puede estar amparada en el título de bases del régimen jurídico de las Administraciones Públicas”, lo que implica una invasión de las competencias autonómicas.

Por lo que afecta al artículo 133, solo salva el TC el carácter básico del primer inciso del artículo 133.1 (“Con carácter previo a la elaboración del proyecto o anteproyecto de ley o de reglamento, se sustanciará consulta pública”), pero solo en su aplicación a los reglamentos autonómicos. Y, asimismo, el primer párrafo del artículo 133.4, pero no el segundo (que era complementario del primero en cuanto a la excepciones al trámite de consulta pública), que paradójicamente mientras no regulen las CCAA tendrán un margen de excepción menor. Es lo que tiene “cuartear” mediante interpretaciones singulares los preceptos legales, considerando unas cosas básicas y otras no. Más complejidad no se le puede poner al asunto.

Todo lo demás regulado en este artículo 133 vulnera el orden constitucional de competencias y resulta, por tanto, inaplicable a las Comunidades Autónomas, quienes podrán regular tales cuestiones de forma absolutamente diferenciada o siguiendo, en su caso, las pautas recogidas en la LPAC.

Por tanto, el criterio formal del rango es, a juicio del TC, la nota determinante para extender lo básico del régimen jurídico de las Administraciones Públicas. Si es Ley o norma con rango de Ley esas bases no se aplican, si es manifestación de la potestad reglamentaria del Gobierno sí. Discutible razonamiento, por lo ya expuesto.

IV.- Las zonas de sombra: ¿Es aplicable íntegramente esa regulación del Título VI LPAC a las entidades locales y a otros niveles de gobierno?

No era objeto de esa Sentencia abordar si las disposiciones normativas de los entes locales u otro tipo de entidades asimiladas en su régimen de funcionamiento (Cabildos y Consejos Insulares, con su peculiaridades propias que ahora no procede abordar) se ven o no afectadas por esa doctrina del Tribunal Constitucional. ¿Se puede seguir defendiendo que ese Título VI es enteramente aplicable a la potestad normativa de los entes locales?

Esta es una cuestión que tampoco puede ser tratada aquí, por obvias razones de espacio. Pero lo cierto es que si el TC ha considerado que no forman parte de las bases del régimen jurídico de las Administraciones Públicas determinadas previsiones del Título VI de la LPAC, parece lógico deducir que tales artículos, apartados o párrafos, serían asimismo inaplicables a las entidades locales, por no tener esa condición. Pero el razonamiento del TC se asienta en que se vulneran o invaden “competencias estatutarias de las Comunidades Autónomas”; esto es, el pronunciamiento del Tribunal no parece que se pueda hacer extensivo a las manifestaciones normativas de los entes locales, pues el título competencial siendo formalmente el mismo, no lo es materialmente (ya que el régimen local se subsume en tal título general de Bases del régimen jurídico de las Administraciones Públicas).

No obstante, una interpretación en clave de autonomía local constitucionalmente garantizada podría justificar que determinadas previsiones recogidas en ese título no sean de aplicación a los entes locales (por ejemplo, la planificación normativa, la audiencia a los interesados, etc.). También cabría explorar hasta qué punto mediante el ejercicio de las potestades normativas propias y de la potestad de organización, no podría una entidad local aprobar un Reglamento de elaboración de disposiciones normativas que se apartara en algunos puntos de la regulación de la LPAC. Pues la pregunta es clara: ¿hasta qué punto siguen siendo básicas, en cuanto aplicables a las entidades locales, las normas del Título VI LPAC que el TC ha declarado inaplicables para las CCAA?  Y no es una pregunta menor.

Sin duda, lo más prudente será aplicar esa normativa mientras no existan pronunciamientos jurisdiccionales al respecto. Pero no parece razonable que la potestad normativa local sea de peor condición que la potestad reglamentaria de un Ejecutivo autonómico en cuanto a exigencias formales por parte de la legislación básica. Introducir el bisturí en ese cuerpo argumental tan escuálido, como es el que ha construido el TC en esta Sentencia, para ver cuándo se aplica y cuándo no al ámbito local de gobierno, se me antoja una tarea nada sencilla. Por consiguiente, por seguridad jurídica lo mejor será, aparte de cumplir obviamente con los presupuestos básicos mínimos que son exigidos al poder reglamentario autonómico, valorar en cada caso si los impactos del problema (y los riesgos jurídicos que se puedan suscitar) requieren seguir la literalidad de los trámites formales de la LPAC o se puede argumentar la inaplicación por interferir los ámbitos de la potestad de autoorganización propia de la autonomía municipal. Para ello nada mejor que ejercer por los entes locales sus potestades normativas proyectadas sobre este objeto.

Distinto es el caso de los Territorios Históricos vascos y, particularmente, de las Normas Forales. ¿Cabe aplicar a este tipo de Normas Forales el esquema argumental (basado en el rango legal) de la Sentencia citada? El Tribunal Constitucional, de modo absolutamente erróneo a mi juicio, ha venido encuadrando a tales Normas Forales como manifestaciones de la potestad reglamentaria. Algo que discutí en su día (RVAP-47 II). Pero creo que aquí el razonamiento formal hace aguas, pues, por un lado la categoría formal de Ley es inexistente al subsistema normativo foral, mientras que, por otro, la reserva estatutaria de organización y funcionamiento de las instituciones de autogobierno foral podría dar cobertura a que a tales Normas Forales (mediante sus potestades a autodefinición del subsistema normativo) no se les aplique tal normativa básica en los términos reconocidos en la Sentencia del TC. Pero es una cuestión que debería ser objeto de un tratamiento mucho más detenido que ahora no puede hacerse. En todo caso, la doctrina del Tribunal en torno a la potestad reglamentaria autonómica sería en este caso completamente aplicable a los reglamentos forales, sin ningún tipo de duda.

En fin, la Sentencia aparentemente resuelve (aunque no de forma enteramente satisfactoria, como se ha visto) una impugnación, pero abre otras cuantas zonas de sombra. Habrá que seguir profundizando en esta cuestión. Pues lo aquí expuesto no son más que unos meros apuntes de urgencia. Continuará.