LECTURAS

 

DESARROLLO SOSTENIBLE, ORGANIZACIONES PÚBLICAS Y CAPACIDADES DINÁMICAS 

(Una recensión del libro de Mariana Mazzucato, Misión Economía, Taurus, 2021)

 

MISION ECONOMÍA

 

Rafael Jiménez Asensio, 13 de junio de 2021

“J. K. Galbraith también habló de la necesidad de llevar la belleza al diseño de lo público (…) En términos más generales, la transición verde y los ODS también requieren un cambio en aquello a lo que aspiramos y en cómo alcanzamos una buena vida” (Mariana Mazzucato)

Presentación

Este libro desarrolla sistemáticamente, y con un hilo argumental elaborado, algunas de las tesis de la autora que habían sido anunciadas o desarrolladas, según los casos, en varios libros precedentes y, más recientemente, en artículos que fueron a su vez publicados en su también reciente libro No desaprovechemos esta crisis (Galaxia Gutenberg, 2021), reseñado también en esta página Web, en la sección del Blog. 

Del libro que ahora se  comenta, interesa ahora destacar sólo aquellos aspectos que se refieren a las cuestiones recogidas en el enunciado de este comentario; esto es, las incursiones que la profesora Mariana Mazzucato lleva a cabo sobre el desarrollo sostenible (idea estrechamente ligada con su noción de misiones a través de la Agenda 2030), el papel que el sector público o las organizaciones públicas tienen en la conquista de esos logros, así como la trascendencia que el correcto despliegue de las capacidades estatales (gubernamentales y administrativas) tiene en el trabajo gubernamental por misiones.

Y esta advertencia es obligada, puesto que el libro de Mazzucato que ahora se recensiona tiene una finalidad mucho más ambiciosa (incluso ha sido tachada de algo ingenua), proponiendo –tal como expone su subtítulo y se concluye en la obra- una suerte de “guía para cambiar l capitalismo”. Sus tesis, aplaudidas por unos y rechazadas o matizadas por otros, son continuidad (y hasta cierto punto repetición en algunos casos) de las esbozadas inicialmente en el libro El Estado emprendedor (RBA, 2014), y que tuvieron continuidad, con profundizaciones puntuales y matices nuevos, en su dilatada obra posterior, que de momento se cierra con las dos obras citadas. 

No pretendo, por tanto, en este comentario abordar las tesis económicas de la autora, pues tampoco dispongo de competencias profesionales cualificadas para ello; pero sí me parece relevante situar el punto de análisis en la relevancia que la profesora Mazzucato otorga al sector público (por lo demás muy común en su construcción conceptual originaria) y, particularmente, al papel institucional que atribuye a los Gobiernos en el desarrollo de la economía y en el bienestar de la población. Sin embargo, hay que precisar de inmediato que cuando la autora habla de Gobierno (Government), se refiere a lo que nosotros conocemos como el binomio Gobierno/Administraciones Públicas, y muchas veces sus reflexiones más que referirse al primero van dirigidas a las segundas. Este punto de vista es importante, por lo que inmediatamente se dirá.

Lo que sí es oportuno resaltar es que el libro pone en primera línea desde sus inicios la necesidad de articular sistemas de Buena Gobernanza en las instituciones públicas como palanca de transformación de la economía y de la propia estructura gubernamental y administrativa (así afirma de forma contundente: “la gobernanza es la clave para que la adaptación sea exitosa”); pero ello no sólo porque la apuesta por la colaboración público/privada sea uno de los ejes de su arquitectura conceptual, si bien siempre liderada por un sector público (como tipo “ideal”) innovador y transformado, sino también debido a que sin unas capacidades estatales (burocráticas) altamente disruptivas, ese modelo de Gobernanza sería inviable, al convertirse el sector público en pasto de ocupación o de captura por parte de los intereses de las compañías privadas o de espurios intereses entreverados que son la puerta de la corrupción o del fraude.

También desde sus primeras páginas la autora reitera la relevancia de la dimensión organizativa en el sector público para alcanzar los retos que el Estado tiene planteados, rechazando –como lo hará luego con mayor extensión- “el credo” que promueve la privatización, así como la externalización, ya que “menosprecia la habilidad gubernamental para actuar con eficacia”. Sobre estos extremos habrá que detenerse más adelante; pero, su mirada crítica siempre toma al Reino Unido y a Estados Unidos como objeto. En todo caso, llama la atención la nula atención que la profesora Mazzucato presta a otras dimensiones de la Gobernanza desde la perspectiva institucional, como son las relativas a la Integridad (más precisamente al combate contra la corrupción, que es una de las líneas determinantes de la Calidad de los Gobiernos, o la prevención de los conflictos de intereses, tal como puso recientemente de relieve el Índice sobre Calidad de los Gobiernos Regionales de la Unión Europea, elaborado por la Universidad de Gotemburgo y reseñado en estas páginas) o la Transparencia (instrumento capital para la rendición de cuentas de los gobernantes, que no se ve reflejado en ninguna de las reflexiones recogidas en el libro). Tampoco da la atención que el fenómeno merece a la gestión de datos (Gobernanza de Datos) y a la digitalización, aunque estos últimos aspectos son abordados con mayor relieve en algunas de las páginas del libro, en particular en lo que se refiere a la brecha digital a la que si dedica unas páginas de su obra.

Lo realmente sustantivo en la perspectiva del problema que ahora importa, es que, para hacer frente a los enormes desafíos (inmediatos y mediatos) a los que se enfrenta el planeta y con la finalidad de evitar los errores cometidos en la anterior crisis, la autora propone una guía de conducta gubernamental, en la que, siguiendo el esquema planteado por la Agenda 2030 y sus 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible, y con la pretensión de lograr que tales objetivos se alcancen, la profesora anglo-italiana aboga por un planteamiento muy diferente al realizado hasta ahora, “lo cual requiere repensar por completo para qué sirve un Gobierno y las competencias y capacidades que necesita”. Sin ello, el fracaso será la respuesta que obtendrá el binomio Gobierno/Administración, en sus diferentes niveles territoriales, al objeto de alcanzar esas metas que se insertan en esos ODS.

La misión y el propósito: el papel de los Gobiernos (y de las Administraciones Públicas)

La tesis de la autora se encamina a que los complejos problemas de nuestro tiempo debemos resolverlos “centrando la formulación de políticas en los resultados”. Y para alcanzarlos, es importante articular esas acciones gubernamentales-administrativas en torno a la idea de misión. El rol de las estructuras ejecutivas públicas se torna capital (“tenemos que creer en el sector públicos e invertir en sus competencias básicas”). A tal efecto, defiende la tesis de que “las políticas deben recuperar el propósito público, de modo que su fin sea generar beneficios tangibles para los ciudadanos y establecer objetivos que importen a la gente”. Hay algo de tautológico en esta argumentación, pues la finalidad de la acción de los poderes públicos –al menos desde la perspectiva conceptual- no es otra que atender el interés público y las necesidades de la ciudadanía. Corregir las posibles desviaciones, es volver a las esencias de lo público, que se han podido ver afectadas por prácticas exageradas -que la autora censura- de externalización y privatizaciones. En cualquier caso, el propósito (idea-fuerza que, recogió Juan Luis Diego Casals en su reciente libro El arte de combinar, 2020) debe ser la base de toda estrategia y, por tanto, también de cualquier misión o de lo que en el libro Misión Economía se denomina como un “enfoque orientado por misiones”. El propósito de lo público es bien obvio, aunque las diferencias de enfoque ideológico desfiguren a veces su materialización.  

Cabe compartir la tesis de la autora de que hay una creencia general que presenta “al Gobierno (y a la Administración Pública) como una torpe máquina incapaz de innovar”. Como ella misma constata los funcionarios “no son tan creativos ni asumen tantos riesgos como los emprendedores de Silicon Valley”, algo que, según sus tesis, debería cambiar radicalmente. Y para ello propone su reiterado “enfoque orientado por misiones”, que cambia el orden de preguntas a realizar, pues no se trata tanto de ver qué podemos hacer con el presupuesto, sino que la pregunta correcta sería la siguiente: “¿Qué es necesario hacer y cómo podemos organizar los presupuestos para lograr esos objetivos?” En verdad, el problema es el mismo que el tratamiento de la Agenda 2030 en relación con las políticas gubernamentales, cuyo enfoque actual pasa por la localización de los ODS en las políticas gubernamentales, cuando lo realmente determinante es construir las políticas gubernamentales a partir de los ODS de la Agenda 2030 y de las metas que cada nivel de gobierno determine. Una vez más, se viene haciendo el viaje inverso.  

La profesora Mazzucato indica algo que es cierto (o, al menos, lo era, aunque fue desmentido en 2008): “Las crisis son precisamente el momento adecuado para reimaginar el tipo de sociedad que queremos construir, y las competencias y capacidades que necesitamos para lograrlo”. No cabe duda que fuimos incapaces en la larga y profunda crisis de 2008 de llevar a cabo ese proceso de reconstrucción institucional, está por ver que se logre en los años de recuperación ante la crisis pandémica. Y para alcanzar esa meta, la autora no esconde que el libro Misión Economía se centra “en cambios que son muy necesarios para nuestras instituciones públicas”, y entre el catálogo de innovaciones que se predican hay una que adquiere particular protagonismo: “repensar el Gobierno (y la Administración Pública)”. La finalidad de la obra es más amplia, como antes se decía, pues persigue nada más y nada menos que repensar el capitalismo, pero en estos momentos interesa la idea-fuerza de que para abordar los problemas de un futuro altamente incierto y entreverado, entre otras cosas, “debemos cambiar las organizaciones (y) las estructuras de gobiernos”.

Un preocupante contexto y algunos mitos que impiden el progreso

La crisis del capitalismo, agravada por la pandemia, así como la crisis medioambiental (calificada como “emergencia climática”), está en el fondo del recetario que propone la profesora Mazzucato. De las cuatro fuentes del problema que identifica, en estos momentos es oportuno detenerse en la que califica como la existencia de gobiernos lentos o ausentes; aunque, en todas esas fuentes, identifica un mismo nudo: “En todas ellas, parte del problema es cómo se estructuran las organizaciones y la forma en que se relacionan entre sí”.

Es, en efecto, una evidencia que nos encontramos ante lo que Bruno Latour denominó “el nuevo régimen climático”, donde ya se habla sin ambages de que, en el plazo de diez años, de no remediarlo, se puede producir un colapso climático irreversible. Todo dependerá de lo que se haga en los menos de diez años que todavía restan para que la llamada década de la acción (Naciones Unidas) aborde con eficacia los inmensos desafíos a que el planeta se enfrenta. La Agenda 2030 cobra, por tanto, un trascendental protagonismo en ese escenario dibujado. De ahí que la solución propuesta en el libro sea obvia: “La única manera de solucionar estos problemas es que los gobiernos (y administraciones) los aborden de manera proactiva”. La tesis sigue fiel a sus planteamientos originarios: el papel de los gobiernos (y administraciones) debe cambiar, y pasar de arreglar simplemente de forma reactiva los problemas (corregir los fallos del mercado) a alcanzar los objetivos más audaces (conformar los mercados “para producir resultados que la sociedad necesita”). A su juicio, el primer enfoque (corrector), es lo que ha limitado la capacidad de innovación de los empleados públicos, que se limitan a “poner parches al sistema cuando este empieza a funcionar mal”. En realidad, su propuesta no entra en el dilema de “Gobierno grande” o “Gobierno pequeño” (recuérdese que también se refiere a la Administración Pública), sino que “el problema es el tipo de Gobierno (y de Administración): qué hace y cómo lo hace”. Renovar el propósito, tanto del sector público como de las empresas, es la solución que propone, en clave siempre de la “consecución de los objetivos de sostenibilidad”. Y, en esa línea, cabe compartir su desazón, al reconocer que “los gobiernos (administraciones) se han quedado tan atascados” y que, por tanto, tendrían “que hacer mucho más”. La duda es si lo están haciendo o lo van a hacer. El problema es cómo podrán adoptar esas necesidades inexorables de adaptación, más con estructuras (y sobre todo hábitos) tan desajustados a esa compleja y poliédrica realidad a la que deben enfrentarse.

El diagnóstico que realiza la profesora anglo-italiana enlaza con sus tesis tradicionales de los cinco mitos que impiden el progreso. Y de tales mitos cabe detenerse en dos que tienen relación estrecha con el objeto de este comentario. Ambos están retroalimentados por su negativa concepción de la Nueva Gestión Pública (NGP), tal como fue implantada en Estados Unidos y en el Reino Unido. El primer mito tiene que ver con la idea de que el Gobierno (Administración) tiene que funcionar como una empresa. A tal efecto, su conclusión es muy categórica: “El intento de dirigir las instituciones públicas como si fueran empresas ha tenido consecuencias graves”. Y el segundo se refiere al mito de que la externalización ahorra dinero de los contribuyentes y reduce el riesgo”. Vuelve la autora sobre sus propias tesis ya esbozadas en El Estado emprendedor, y ataca con fuerza la NGP, repitiendo su objeción central de que “el incentivo era intentar que el sector público fuera tan ‘eficiente’ como el privado”, para lo cual la NGP derivó en propuestas de privatización, descentralización o fragmentación de las grandes organizaciones públicas (Agencias), así como en la introducción de métricas  como la remuneración del desempeño. Objeta la autora “que la contratación externa no ha proporcionado a los servicios la calidad y fiabilidad que esperaban y muchas veces la relación calidad-precio no ha sido buena”; si bien su foco de atención se centra en el sector de salud, así como en otros ámbitos de prestación (servicios ferroviarios, por ejemplo). La conclusión, a juicio de un Informe que invoca, es determinante: “En Reino Unido los costes declarados de la Administración pública habían aumentado un 40 por ciento en términos reales entre 1985 y 2008. En ese mismo período la función pública se redujo un tercio y el gasto público se duplicó. Las operaciones externalizadas vieron cómo su coste aumentaba con mayor rapidez”.

La profesora Mazzucato se muestra en este punto también muy categórica: “Los valores públicos se están sacrificando en nombre de la eficiencia”. Sin perjuicio de que su diagnóstico esté muy centrado en la realidad institucional del Reino Unido, y por tanto en los severos desajustes que se han podido producir como consecuencia de ese intenso y extenso proceso de externalización de servicios públicos, no se puede predicar que la eficiencia no sea un valor también muy relevante, junto con el principio de eficacia, como  pilar de actuación de los poderes públicos; lo que no implica, en efecto, que quepa la crítica fundada ante externalizaciones ineficientes o privatizaciones mal argumentadas y sin sentido o finalidad real, en cuanto vacían las capacidades del Estado. En ese sentido, cabe resaltar tres ideas-fuerza que, en relación con esos procesos de privatización y externalización, se recogen: 1) “La privatización y la externalización pueden quitar algunas tareas a personas con larga experiencia  en ellas (empleados públicos) y dárselas a personas cuya experiencia puede ser mucho menor (empresas privadas)”; 2) “La verdadera tragedia de esta adicción a la externalización a consultoras de gestión es que socava aún más las capacidades internas del sector público”;  y 3) “El resultado es una profecía autocumplida: cuanto menos hace el Gobierno (y la Administración Pública), menos se arriesga y gestiona, menos capacidad desarrolla y más aburrido es trabajar para él”, lo que comporta paralelamente que sea más atractivo trabajar para un proveedor privado o una empresa de consultoría, y por consiguiente, “más talento acabe fuera de la Administración”.

Las objeciones esgrimidas pueden compartirse en gran medida, pero conviene centrar bien sobre que realidad institucional, legal y organizativa se proyectan, puesto que nada tiene que ver la configuración del Servicio Civil británico con una Administración de corte continental, fuertemente impregnada por una rancia e inercial cultura burocrático-legal, como puede ser la existente en la mayor parte de las organizaciones públicas españolas. Efectivamente, el problema de la externalización puede implicar vaciar de capacidades profesionales a las Administraciones Públicas, pero antes conviene preguntarse si esas capacidades ya existían estaban realmente instaladas en las organizaciones públicas (piénsese, por ejemplo, en el ámbito de la digitalización o de las tecnologías disruptivas). También conviene plantearse si dentro de las jerarquías de capacidades de las organizaciones del siglo XXI, como describiera en su momento Gary Hamel, se encuentra en el ámbito de nuestras organizaciones públicas las que son capacidades transformadoras: la creatividad (premisa para la innovación) o la iniciativa, por no hablar ya del sentido de pertenencia (o la implicación). Pues si estas capacidades no se fomentan, ni a veces se toleran, flaco favor se hará al descansar sobre las espaldas de lo público cambios finalistas, estructurales o de conducta, que no serán absorbidos realmente, porque -entre otras muchas resistencias- aparecerá la consabida letanía de que “siempre se ha hecho así”.

Dicho en otros términos, la autora atina en algunas de las objeciones que plantea a la NGP, pero su carga argumental se centra en la parte más patológica y débil de sus resultados (privatizaciones/externalizaciones), y en el mito que comporta que lo privado sea eficiente y lo público ineficiente, lo cual no es verdad en sí mismo; pero, habrán de comprobarse los resultados en cada caso. Ciertamente, la NGP no dio el papel debido a los valores públicos, ni por asomo se planteó los innumerables problemas de la mixtura público/privado en términos de conflictos de intereses o de corrupción (algo que Mazzucato tampoco trata). Sin embargo, la autora apenas gasta discurso argumental en lo que se refiere a por qué no es adecuado “descentralizar” o “fragmentar” las grandes organizaciones (Agencias), lo que está funcionando adecuadamente dependiendo contextos, como tampoco dedica ningún razonamiento convincente a la crítica a la introducción de “métricas como la remuneración por desempeño”; un problema que, así formulado (aunque luego parece desmentirlo), puede tener una lectura desafortunada y patológica de intentar establecer que evaluar el desempeño en el ámbito del servicio público es una medida “conservadora”, lo cual sería en sí mismo un sonado disparate. Tampoco incluye la autora algunas ventajas competitivas de fortalecimiento institucional de lo público que la NGP sí que abrió también en el sector público, puesto que facilitó el aterrizaje ulterior de estructuras directivas profesionales en el sector público (Senior Civil Service, entre otras muchas), lo que comportó un notable avance institucional del que aún no se ha beneficiado (por oposición frontal de la política) prácticamente ninguna de las Administraciones españolas. Probablemente, la cultura político-institucional en la que desarrolla su actividad profesional Mariana Mazzucato (la anglosajona) dé por descontado que la profesionalización de la alta Administración es una capacidad estatal ya presente, lo cual no es así en muchos casos (por ejemplo, no lo es en Italia, como bien lo sabe ella, y tampoco, quizás menos aún, en España).

Sin embargo, la autora no elude que el debate sobre el tamaño del sector público y, por consiguiente, del Estado, no es un modo correcto de enfocar el problema. La importancia que tienen las “habilidades y recursos no económicos como la formación, el conocimiento, las redes y el acceso a la experiencia”, son cuestiones asociadas “a la eficiencia real”; por tanto, en este punto sí que recupera la eficiencia como valor de lo público, antes denostada. También incide en que las competencias o capacidades se deben desplegar sobre todos los niveles de gobierno, también sobre los locales e intermedios, no sólo sobre los estatales, así como sobre las “agencias especializadas” (o lo que aquí conoceríamos como entidades del “sector público”). La clave de bóveda, en cualquier caso, se encuentra en que las inversiones que el Gobierno promueva, también con un talante innovador, conduzcan “a un crecimiento de la productividad a largo plazo”. Y, asimismo, pone de relieve un fenómeno que, sin citarla, también salpica a España: “En Europa, los países con una ratio mayor entre la deuda y el PIB –que en el  2019 fueron Grecia, Italia y Portugal- son también los que no han hecho las inversiones  necesarias en la economía, por ejemplo en I + D, educación, agencias de innovación e instituciones financieras dinámicas”.

Políticas orientadas por Misiones: las dificultades de articulación. Un ejemplo: el Pacto Verde.

Retoma también la profesora Mazzucato sus ideas sobre el papel del New Deal y el proyecto Apolo ya reflejadas en sus obras anteriores. De sus reflexiones sobre ese punto, es de interés resaltar que, como puso de relieve el éxito de la NASA, “la verdadera cuestión no es si una burocracia debería existir, sino cómo convertirla en una organización dinámica impulsada por la creatividad y la experimentación”. Para ello defiende la puesta en marcha en ese proyecto de la NASA y de DARPA de “un sistema de gestión matricial” (cuya complejidad de articulación no puede ser utilizada como modelo generalizable). Y de allí extrae, asimismo, la necesidad (ya esbozara en El Valor de las cosas) de “ponerle una misión a la economía”.

De tales reflexiones cabe destacar la idea-fuerza de que la puesta en marcha de un modelo de gestión (política y administrativa) por misiones comporta lo siguiente: “La asunción de riesgos y el aprendizaje en el Gobierno exige trabajar fuera de los silos habituales”. ¿A qué se refiere exactamente con la expresión “silos habituales”? Lo explica con precisión momentos después: “Es fácil que una misión abarque ministerios, departamentos y organismos gubernamentales regionales y locales, pero cuanto mayor sea la necesidad de una transformación organizativa, más difícil será lograrla”. Y esa idea la complementa con una noción que denomina “la paradoja de la complejidad” de las actuales políticas públicas: “cuanto más complejos son los asuntos de una política, más se compartimenta su elaboración, dividiéndose entre diferentes departamentos e iniciativas gubernamentales, que, a veces, compiten entre sí”.

El carácter departamental o divisional de muchas políticas comporta consecuencias muy serias sobre las estructuras gubernamentales y organizativas, más aún cuando la fragmentación de ministerios, departamentos o agencias hace más difícil todavía la articulación coherente de tales políticas, cuyos ejes y sobre todo matices pueden ser en muchos casos contradictorios o incongruentes: “Las estructuras organizativas complejas con procesos rígidos y formales pueden limitar el flujo de información, reducir la amplitud de miras y restringir la creatividad. Romper los silos significa establecer una relación más horizontal entre los departamentos”. Eso es lo que hizo Mueller en la NASA.  

La política orientada por misiones es, por tanto, la apuesta conceptual y metodológica que propone Mazzucato, partiendo de la noción de que se deben pretender “objetivos sociales audaces”, para los que emplaza a la colaboración público/privada.

Pero, lo realmente determinante a nuestros efectos radica en la aplicación de este modelo de política orientada por misiones a la propia Agenda 2030. Efectivamente, la autora constata que “no faltan desafíos que necesiten un enfoque orientado por misiones”. Y para ello acude a los ODS de la reiterada Agenda 2030: “Los objetivos de desarrollo sostenible de Naciones Unidas  resumen diecisiete de nuestros mayores problemas (…); problemas que no son sólo tecnológicos, sino profundamente políticos, que requieren un cambio regulatorio y conductual”. Y bajo ese prisma, concluye: “En este sentido, son aún más difíciles que un aterrizaje en la Luna”.

En relación con tales dificultades, aporta algunos ejemplos. Valga uno como indicativo: “Por ejemplo, es imposible tener ciudades más verdes sin hacer muchos cambios diferentes en las regulaciones, el comportamiento de los ciudadanos y los incentivos para utilizar materiales menos contaminantes”. Y es que, efectivamente, la complejidad de los problemas actuales, más aún los vinculados con los objetivos de desarrollo sostenible, son evidentes. De ello deja constancia expresa la autora en el siguiente inciso: “En nuestra época, la aplicación del pensamiento orientado por misiones no sólo requiere capacidad de adaptación, sino innovaciones institucionales que creen nuevo mercados y reconfiguren los existentes. Y algo muy importante: requiere, además, la participación ciudadana”.

La reflexión es interesante, más aún vinculada con la puesta en marcha de los ODS, así como de las misiones que se entremezclan con tales políticas. Hay una exigencia indudable de un cambio regulatorio (marco normativo); pero este debe venir acompañado de medidas de cambio de concepción (lo cual no es nada fácil) del modo tradicional de hacer política o de las actitudes burocráticas, y de transformaciones organizativas de indudable intensidad (como se verá más adelante), a lo que cabe unir un depurado sistema de incentivos (o desincentivos) estrechamente relacionado con los comportamientos que los actores privados (empresas y ciudadanía) adopten en cada caso. Por tanto, especialmente en la puesta en marcha de la Agenda 2030 y, en particular, de determinados objetivos de desarrollo sostenible de fuerte carácter medioambiental o ecológico (aunque no sólo), conlleva una fuerte modificación de las conductas habituales (alteración o adaptación de los hábitos), que implicará asimismo una reactivación, por un lado, de los valores propios del desarrollo sostenible en las empresas, y, por otro, la implicación activa de la ciudadanía en la forma de compartir el propósito, la misión y las metas, que se deberá articular a través de una revalorización de la participación ciudadana como elemento nuclear de un sistema de Gobernanza pública que haga viable el alcanzar los objetivos de desarrollo sostenible en el período de tiempo marcado inicialmente (2030).

En cualquier caso, hay que ser plenamente conscientes de que apostar por una política audaz de cumplimiento de las exigencias de la Agenda 2030, particularmente en lo que respecta a la neutralidad del carbono, implicará adoptar determinadas medidas que tendrán efectos inmediatos sobre colectivos muy concretos de la población, que podrán ver perder sus empleos o reducir sus beneficios (un aspecto bien tratado por Enrique Féas), y que la autora también recoge al considerar que esas políticas pueden tener consecuencias electorales (y ya conocemos que la política partidista es, por lo común, muy timorata cuando ve peligrar sus mayorías o su continuidad en el Gobierno): “Fue el caso de Australia en 2019, cuando el Partido Laborista puso el cambio climático en el centro de su programa político, pero fracasó debido a la falta de apoyo de quienes se temían que este causara desempleo”.

Por consiguiente, como se expresa en el libro reseñado, “las (¡169!) metas de los ODS requieren innovaciones específicas y, por tanto, (…) encajan muy bien en un enfoque orientado por misiones, en el que el desafío sólo se resuelve mediante la experimentación realizada en torno a muchos proyectos que, juntos, completan la misión”. Ciertamente, las 169 metas que fija la Agenda 2030 tienen un carácter global y, tal como determinó en su día Naciones Unidas (Transformar nuestro mundo: la Agenda 2030 para el desarrollo sostenible; 27 de septiembre de 2015), son meramente indicativas, ya que tienen por función proponer soluciones factibles para sociedades que no tienen estándares de desarrollo elevados, por lo que será cada nivel de gobierno el que deba identificar qué metas son las adecuadas en su respectivo contexto para caminar en el propósito de la Agenda 2030 y, en consecuencia, articular a través de ese despliegue una serie de misiones en las que se articulen ámbitos específicos de actuación y, asimismo, proyectos singularizados que tiendan a hacer efectivas las metas propuestas. Dicho de otro modo, como bien expone el parágrafo 55 del documento de Naciones Unidas antes citado que da carta de naturaleza a la Agenda 2030, cada nivel de gobierno define sus metas específicas para el mejor cumplimiento de los ODS, y por tanto las 169 metas allí definidas juegan el papel de un umbral mínimo.

El esquema que propone la profesora Mazzucato, se concretaría en la metodología siguiente si aplicamos un ejemplo concreto que ella misma recoge:   

Propósito: Cambio climático

Misión: Ciudades neutras en emisiones de carbono para el 2030

Ámbitos de actuación:

  • Inmuebles (propiedad)
  • Energía
  • Movilidad
  • Economía conductual
  • Materiales construcción
  • Social
  • Alimentación
  • Medio Ambiente

Proyectos:

  • Edificios con componentes neutros en carbono
  • Movilidad urbana electrónica y limpia
  • Documento identidad huella de carbono. Gobierno electrónico
  • Industria alimentaria urbana neutra. Conexión ciudad/agricultura.

Tal como indica la autora, “en la sociedad moderna cumplir misiones no es fácil, porque implica cambiar el funcionamiento del Gobierno (y de la Administración Pública)” (cursiva nuestra), pues el desarrollo de misiones y proyectos llama a que se trabaje “fuera de los silos habituales”, que son departamentales o divisionales. Ahí radica la gran dificultad transformadora del sector público, que puede encallarse fácilmente en un no saber qué hacer realmente, dada la falta de hábitos y competencias necesarias para esa imprescindible adaptación. El pensamiento innovador se impone, también en lo organizativo, como luego se verá. Otra cosa es que se consiga. La misión, según ella, debe ser audaz e inspiradora, así como tener relevancia social. Y, una vez definida, se requiere inexcusablemente “una gobernaza con un enfoque nuevo”, lo que implica -por ejemplo, en el ámbito de la recuperación económica o de la resiliencia medioambiental- “atraer a la inversión privada y aumentar el ‘efecto multiplicador’”; pero, a su vez (y también muy importante), “requiere la creación de nuevas competencias en las instituciones públicas”, y entre ellas pone de relieve la nueva configuración de la contratación pública.

Por consiguiente, trabajar por misiones (recuérdese que la Agenda 2030 y los ODS es una manifestación de ese modo de hacer política) “depende del desarrollo, en las instituciones públicas, de competencias que permitan gestionar de manera proactiva una cartera de proyectos”. Y aquí emergen de nuevo las enormes dificultades prácticas u operativas. Las misiones no sólo alteran el modo de trabajo entre el sector público y privado, donde las sinergias son multiplicadoras, sino también debe implicar a la ciudadanía, en particular en todo lo que es administración de proximidad (“ciudad viable”), pues siempre es más fácil la implicación “en el lugar” que en las políticas nacionales. También la ciudadanía debe ser emplazada a “participar en la evaluación de las misiones”, preferiblemente, cabría añadir en la evaluación de los proyectos. Así, sin duda, se fomentará paulatinamente el cambio conductual que exige un desarrollo sostenible.

Un “Nuevo Pacto Verde” (retomando la idea del New Deal), como respuesta a la crisis climática, es una marco misión de enorme complejidad, pues su conexiones transversales (medioambientales, económicas y sociales) son múltiples. La innovación cumple aquí un papel trascendental, pero también, algo que se cita menos (y sobre el cual la autora no le da el protagonismo necesario), la transición de un modelo económico basado en energías contaminantes a otro de emisiones neutras de carbono. Para llevar a cabo esa compleja transición, es necesario “que haya visión y liderazgo”, asimismo consenso político y beneplácito ciudadano, ya que sus efectos pueden ser desfavorables inicialmente sobre determinados colectivos. Hay, en el planteamiento de la transición ecológica y en el desarrollo de la Agenda 2030, una cierta visión de linealidad y de carga positiva, cuando los avances que se deberán hacer implicarán en algunos momentos decisiones zigzagueantes y en otros casos no pocos efectos negativos inmediatos que son muy difíciles de compensar en sus implicaciones epidérmicas sobre sectores de la población con llamadas genéricas a la salud del planeta. Quien no vea en este proceso una fuente de tensiones inmediatas y mediatas, probablemente no podrá sortear las innumerables dificultades que surgirán en el plano práctico.

Acertadamente se señala que “los mercados, por sí solos, no encontrarán una dirección verde”, lo que implica, una vez más, revalorizar el papel de los gobiernos y de las administraciones públicas en ese cumplimiento de objetivos. Y ello nos conduce derechamente al último epígrafe de este comentario.  Si bien es cierto, tampoco es menos que el desarrollo sostenible es, junto con la responsabilidad social corporativa y el compliance, el nuevo elemento de la arquitectura corporativa, en este caso de las organizaciones privadas, aunque también públicas.

El cierre del modelo: organizaciones públicas diferentes con capacidades dinámicas, que permitan hacer frente con éxito a desafíos transversales

Las soluciones que la profesora Mazzucato plantea se reiteran con frecuencia, en un afán, tal vez, de recordar que sin un nuevo tipo de organizaciones públicas será muy difícil, cuando no imposible, alcanzar un trabajo por misiones y, por consiguiente, garantizar la efectividad de la Agenda 2030 y de sus 17 ODS. Insiste en que “es fundamental ir contra la tendencia de los gobiernos a externalizar sus competencias y capacidades”, apostando por “reinvertir los recursos en estructuras que fomenten la creación de conocimiento, el aprendizaje y la creatividad dentro de la función pública”. Para ella, sin ese fortalecimiento institucional del sector público, en clave del ODS 16 (instituciones sólidas) “es imposible crear valor de forma conjunta”.

La mirada de la autora se sitúa de nuevo en las externalizaciones habidas en el mundo anglosajón, especialmente en el Reino Unido, donde el modelo se llevó, sin duda, muy lejos. El problema de la externalización, sin embargo, puede venir condicionado a veces por la imposibilidad material de las organizaciones públicas de crear conocimiento experto o competencias avanzadas en determinados ámbitos (al existir una burocracia formal, alejada de pautas de iniciativa y creatividad, que incluso puede actuar como elemento de bloqueo de las transformaciones anunciadas), así como, también en ocasiones, por la falta de eficacia y eficiencia de las propias estructuras públicas, enmarañadas en formalismos acusados que, si bien diseñados inicialmente como garantías de la ciudadanía y de respeto de la legalidad, terminan consumiendo gran parte de las energías internas de las Administraciones Públicas, en una suerte de burocracia interna circular que se retroalimenta a sí misma y no reacciona con la agilidad a las respuestas necesarias frente a las necesidades del momento. La cuestión determinante es hasta qué punto un Gobierno y una Administración Pública es capaz de resetear sus hábitos, estructuras, procesos y modo de gestión de personas, en una dirección radicalmente distinta a la que se tomó en su día al construir un modelo burocrático-corporativo de raíz fuertemente formalizada, en el que las capacidades de nuevo cuño (iniciativa, creatividad e innovación, implicación, etc.) apenas tienen espacio naturales de despliegue, y donde las resistencias al cambio son mayúsculas, por no hablar de unas estructuras añejas y procedimientos altamente formalizados, que nadie sabe cómo cambiar porque la juridificación de la vida interna de la Administración Pública es tan intensa y estrecha que apenas deja margen de juego a otras opciones. Mientras no seamos capaces de combinar inteligentemente, como en su día alumbró Joan Prats, legalidad y eficacia/eficiencia, la gestión pública seguirá hipotecada y capturada por unas prácticas, circuitos y redes formales exclusivas que, allá cuando no impiden, sí al menos que ralentizan o postergan decisiones político-administrativas cuyos costes de aplazamiento son elevadísimos en términos de resultados de (mala o tardía) gestión.  

El punto central del discurso de Mariana Mazzucato (que se desarrolla puntualmente en algunos de sus trabajos, escritos en parte de forma conjunta, recogidos en el libro No desaprovechemos esta crisis) se halla en el epígrafe que se ocupa de las capacidades dinámicas de las organizaciones públicas. Su tesis es que tanto las organizaciones públicas como privadas “necesitan competencias dinámicas de experimentación y aprendizaje”. Sin embargo, el sector público, refugiado comúnmente en su “papel de simple corrector” de los fallos del mercado, no está desarrollando esas “competencias dinámicas”, quedándose muy atrás de lo que sucede en el ámbito privado. La rigidez formal, tanto de estructuras y procesos como de gestión de personas, está sin duda en el origen de este desfase. Se aboga, por tanto, por un rol más proactivo de la Administración y por un desarrollo de la función pública, donde toma como referencia la formación y la evaluación del desempeño (que ahora sí que la valora, y no cuando criticaba la métrica del rendimiento en la NGP). Advierte, no obstante, “que hay pocos modelos de aprendizaje y trabajo dinámico dentro del Gobierno (y de la Administración)”; un juicio que se vuelca sobre países de cultura anglosajona, lo que sería mucho menos favorable si se proyectara sobre estructuras gubernamentales y administrativas de corte continental.

Fortalecer las capacidades internas se muestra, así, determinante en el sector público. Y esa opción implica “prestar menos atención al ambiente externo y más a la capacidad de aprender, pivotar, ser ágil y adaptarse a los entornos más complejos”. Lo que tienen hoy en día nuestras Administraciones Públicas son capacidades estáticas, pero no han sabido construir adecuadamente un arsenal necesario de capacidades dinámicas para hacer frente a los desafíos inmensos de un futuro incierto. A juicio de la autora, “las capacidades dinámicas ayudan a las organizaciones a desarrollar y mejorar recursos como el conocimiento”, y en este punto se diferencian de las capacidades estáticas. El aprendizaje práctico y el desarrollo de la “capacidad de absorción” o de entender el mundo que rodea al sector público, son premisas para una necesaria adaptación gubernamental.

A juicio de la profesora Mariana Mazzucato, la capacidad de las burocracias modernas para gestionar problemas complejos se basa en cinco competencias esenciales. A saber:

Primera: Liderazgo y Compromiso. El Gobierno debe impulsar ambos planos, y crear las condiciones para que las misiones se articulen de modo efectivo en un modelo de Gobernanza, sin que impliquen directrices estratégicas verticales, sino creando un clima interno de compromiso y una atmósfera externa, por medio de la participación, que interactúe de forma sistémica en el desarrollo de esas políticas.

Segunda: Coordinación. Los escenarios de políticas transversales con participación necesaria de muchos actores internos (departamentos y agencias o entidades del sector público), junto con actores externos (empresas privadas, tejido asociativo, organizaciones no gubernamentales, etc.), exige invertir mucho en competencias de coordinación, que aboguen por la experimentación (innovación institucional), así como resulta “crucial que el trabajo supere los silos departamentales”.

Tercera: Administración (Gestión). La gestión pública debe beneficiarse de la tecnología al servicio de una visión humanista. Como punto trascendental, la gestión de las misiones requiere nuevas formas organizativas que combinen ámbitos de conocimiento no relacionados como una suerte de visión transdepartamental (una noción de mi propia cosecha) que debería ser dominante a partir de ahora, y que la autora plantea en términos de fluidez organizativa, aunque lo reduce a un esquema organizativo muy transitado y escasamente eficiente como es el de los “equipos interdepartamentales”.

Cuarta: Asunción de riesgos y la experimentación. La innovación comporta también la posibilidad de equivocarse, sin que ello sea malo en sí mismo, siempre que conlleve aprendizaje. Y así se desliza la siguiente idea-fuerza: “Una competencia clave que necesitan los gobiernos es la de asumir riesgos (también añadiría, como aportó Michael Lewis) la de prevenir riesgos, aceptar la incertidumbre y aprender mediante un proceso de prueba y error)”. Concluye así su razonamiento: “Aprender, por definición, es una capacidad dinámica”. Hay que incorporar “la paciencia al sistema”, lo que pretende incorporar la idea de que los logros en ese ámbito de la experimentación son tardíos, si bien la paciencia no es una virtud de la política contemporánea que, dados los limitados ciclos temporales de gobierno y las constantes llamadas a procesos electorales, vive en un permanente estado de aceleración continua sin reposo para tales proyectos (sin duda, necesarios) de aprendizaje y creación de conocimiento.

Quinta: Evaluación dinámica. No cabe duda que, como indica Mazzucato, “las políticas orientadas por misiones tienen una métrica clara: ¿se consiguió llevar a cabo la misión?”. Este enfoque es particularmente importante en lo que respecta con el cumplimiento de los ODS de la Agenda 2030 y, más concretamente, con las diferentes metas que se pongan como medida de cumplimiento de tales objetivos. Tal como se expuso, la Agenda 2030 aboga por una racionalización de la política y de la actuación del sector público, dado que incorpora inevitablemente la evaluación a la medición de si se han terminado o no por alcanzar las metas propuestas.

Con base en la concepción de Schumpeter de la que parcialmente (materia de innovación, entre otras) beben las tesis de Mazzucato, muy influenciadas también por Keynes en el papel determinante del sector público,  se señalan con el acrónimo inglés ROAR (ROER, en castellano) los cuatro ámbitos clave que pueden guiar a las organizaciones orientadas por misiones:

Rutas y direcciones. Establecer el cambio y la innovación.

Organizaciones. Redes descentralizadas, experimentar y crear asociaciones dinámicas.

Evaluación (Assessment). Valorar los impactos de las inversiones.

Riesgos y Recompensas. Acuerdos simbióticos público/privado.

Ciertamente, como se viene apuntando, esa pretendida transformación de las organizaciones públicas ni será fácil ni sencilla. Cabe insistir en que las inercias y las tradiciones político-burocráticas son muy fuertes. La necesidad de adaptación es un clamor por parte los analistas de lo público, pero nadie da a ciencia cierta con la solución final. Tal vez, esos retos que se anudan con el desarrollo sostenible y, de forma más inmediata, con la recuperación económica y la configuración de un sistema público resiliente, obliguen a las estructuras gubernamentales y administrativas a empujar decididamente esos procesos de adaptación, experimentación y transformación en el marco de un sistema de Gobernanza Pública, que la autora dibuja en algunos de sus elementos matrices; pero que no cierra en otros que apenas enuncia y que flotan siempre en un sistema de interacciones intensas entre lo público y privado, como son la necesaria transparencia y la integridad pública, como presupuesto para evitar la aparición de conflictos de intereses y de prácticas de fraude o de corrupción. Quizás a este aspecto le debiera haber dedicado una mayor atención (más aún cuando las ideas de valor y propósito forman parte de su arquitectura conceptual del modelo de misiones), pues ni siquiera aparece reflejado en sus interesantes aportaciones que, por lo que ahora importa, deben completarse también con lo escrito recientemente en su libro tantas veces citado No desaprovechemos esta crisis. A cuya reseña cabe remitirse. Que todo ello sea deseable, nada nos garantiza que vaya a ser realizable, pues no me cansaré de insistir en que el peso de la tradición tiene una enorme impronta en lo público.

En cualquier caso, la metodología de trabajo en el sector público por misiones/proyectos parece que se terminará imponiendo de forma inevitable, al menos en aquellas estructuras gubernamentales públicas que apuesten de verdad por el desarrollo sostenible y la recuperación económica. Aunque otra cosa es el plazo de adaptación y las disfuncionalidades que se generen de forma transitoria. El modelo departamental (o de silos incomunicados) tiene raíces profundas y fuerte arraigo en las mentalidades políticas/directivas y burocráticas (también judiciales) de las organizaciones públicas, pero resulta absolutamente inadaptado para abordar los desafíos a los que se enfrenta la sociedad en esta tercera década del siglo XXI. Las organizaciones públicas deben inspirar sus estructuras en proyecciones transdivisionales o transdepartamentales que obligan a desplegar y aunar inteligentemente recursos de diferentes estructuras en la consecución de misiones/objetivos/metas y, por tanto, a articular sus acciones a través de proyectos de marcada horizontalidad.

Resolver esa compleja arquitectura organizacional requiere adoptar una visión triangular para afrontar los retos del futuro, que deberán ser tratados de forma adecuada en una perspectiva integral que aglutine tres dimensiones: a) Agenda 2030 y ODS; b) Recuperación Económica y Social (como consecuencia de la pandemia); y c) Transformación de las estructuras gubernamentales y administrativas. Esas tres dimensiones inevitablemente interactúan constantemente entre sí: los 17 ODS de la Agenda 2030, tanto en sus proyecciones sectoriales como transversales y horizontales, se han visto directamente afectados (y en muchos casos agravados o aplazados) por la pandemia y, por consiguiente, la recuperación económica y social se entrevera con esas consecuencias y, a la vez, puede retrasar o dificultar la implantación de la Agenda en sus objetivos críticos medioambientales (cambio climático, entre otros), pero también en otros económicos (trabajo digno) o sociales (educación, salud, crecimiento de la desigualdad y la pobreza). La Agenda 2030 ha salido tocada de la crisis de la pandemia, pero no admite más aplazamientos o distracciones. No obstante, nada de ello será posible sin una profunda transformación del modo de hacer política, dirigir el gobierno o prestar la actividad propia de la administración. Y de momento, esas tres transformaciones están en punto muerto. ¿Se impondrá finalmente ese modelo de misiones y proyectos? Insisto en que no quedan muchas opciones alternativas. Algunos opinan que es “misión imposible”. En mi caso, me apunto a la tesis de que es una misión enormemente compleja, tremendamente difícil, pero también necesaria. Otra cosa es que seamos capaces de implantar tal modelo de hacer política, dirección y gestión en el sector público. Mucho aprendizaje y cambio de hábitos será necesario.

 

LECTURA PARA EL DÍA DE REFLEXIÓN:

“LA GUERRA CIVIL, ¿CÓMO PUDO OCURRIR?”

javier marías

“Necesitamos ‘vencer a la guerra’, curarnos, sin recaída posible, de esa locura biográfica, es decir, social (…) cuya amenaza ha sido tan hábilmente aprovechada para paralizarnos, para frenar el ejercicio de nuestra libertad histórica, la plena posesión de nuestro tiempo, la búsqueda y aceptación de nuestro destino”  (Julián Marías, p. 79)

El 3 de marzo es día de reflexión en la Comunidad de Madrid. Una soberana estupidez, como también lo es la de prohibir las encuestas los últimos días de campaña. Pero ya que  así se ha determinado, y teniendo en cuenta que es día festivo en ese territorio, sugeriría a todos los candidatos y también a aquellas personas que no lo son (electores) que, tras esa ácida y absurda campaña, que en muchos momentos nos ha devuelto a tiempos pretéritos y a confrontaciones propias de nuestro más tremendo e inolvidable pasado, empleen ese día absurdamente reflexivo en algo útil, más allá de tomarse la tan manoseada cañita en la correspondiente terraza y echar pestes del contrario.

Lean, si lo tienen a mano, el extraordinario opúsculo de Julián Marías, La guerra civil ¿Cómo pudo ocurrir?, Editorial Fórcola, 2012. Son poco más de cincuenta páginas. Si así lo hacen, tal vez comprendan que con determinadas cosas no se puede jugar. Los riesgos son elevadísimos. No todo vale en política, y esto no puede ser el tono de un debate que no es tal, más bien se trata de actitudes revanchistas y de política de chapapote. Hay quien se mueve mejor en el barro, y siempre son los mismos. Y se termina de ese modo convirtiendo la convivencia en un lodazal.

Como el lunes 3 es festivo en Madrid, y no será fácil que, quien no lo tenga a su alcance se haga con la citada obra que comento (aparte de su edición aislada se encuentra recogido en el libro de Hugh Thomas, La guerra civil española, así como en su versión final en el libro del propio Marías, España inteligible. Razón histórica de las Españas), les expongo en breves líneas algunas de sus ideas-fuerza, para que al menos quien quiera libremente reflexione sobre ellas.

El libro se abre con un excelente prólogo del historiador Juan Pablo Fusi que, califica el texto de Julián Marías, como “un texto palpitante, una mirada serena, necesaria, moral sobre la guerra: una visión responsable”. Pero, además, nos ilustra que ese opúsculo fue escrito por su autor en 1980, para advertir de los grandes peligros que supondría no comprender bien lo que entonces sucedió, y con una pretensión muy clara: “No podemos olvidarla, porque eso nos expondría a repetirla”. Y de eso, y no otra cosa se trata: de evitarla.

Es, a juicio de Marías, “la radical discordia (la) que condujo a la guerra”. Y por tal entiende el autor “no la discrepancia, ni el enfrentamiento, ni siquiera la lucha, sino la voluntad de no convivir, la consideración del ‘otro’ como inaceptable, intolerable, insoportable”.

Aunque nos parezca algo propio de la (mala) política de nuestro tiempo, la consigna “cuanto peor, mejor” se acuñó entonces. Se labró así, a juicio del autor, “el hostigamiento al otro” y, por tanto,  el cultivo de la enemistad. Y la política comenzó a girar sobre presupuestos a los que ya estamos (también hoy en día) muy habituados. La función de la oposición (añado, sea cual fuere)  se ha entendido siempre en España de manera elemental y simplista: se ha creído que con consiste en oponerse a todo”; o dicho de otra manera, “lo que se podría llamar oposición automática”. Así, casi sin darse cuenta, se fueron conformando grupos “que ingresaban en la categoría de los mutuamente irreconciliables”. Y sentadas esas bases, lo demás venía por añadidura: “Nunca se juzgaba nada por sus méritos objetivos, sino por quién lo hacía”.

Y así fue como se avanzó hacia la guerra civil. Según Julián Marías dando pasos rápidos y firmes. Por un lado, con la politización o primacía de lo político: “lo único que importaba saber de un hombre, una mujer, un libro, una empresa, una propuesta, era si era de ‘derechas’ o de ‘izquierdas’, y la reacción era automática. Por otro, todo se resumía a una brutal simplificación: “La infinita variedad de lo real quedó, para muchos, reducida a meros rótulos o etiquetas, destinados a desencadenar reflejos automáticos, elementales, toscos”.

Conviene destacar que, a pesar de todo lo expuesto, Javier Marías introduce el azar como elemento decisivo en la guerra civil: “Contra lo que se ha dicho con insistencia, no fue necesaria, no fue inevitable”. En sus propias palabras, “la guerra  fue consecuencia de una ingente frivolidad”, y tal como dice: “Esta me parece una palabra decisiva”. Los políticos, las figuras representativas de la Iglesia, los intelectuales, los periodistas, los poderosos y los dirigentes sindicales, “se dedicaron a jugar con las materias más graves, sin el menor sentido de responsabilidad sin imaginar las consecuencias de lo que hacían u omitían”.

Las manipulaciones que entonces se dieron, la reiteración de algo que se da por supuesto, los efectos de anestesia o hipnótico se  multiplicaron: “es muy difícil que el hombre o la mujer de escasos hábitos intelectuales, acostumbrado a la recepción de ideas más que a su elaboración y formulación, se den cuenta de que están siendo objeto de esa manipulación”. No digamos nada ahora, con las redes sociales y sus cámaras eco, de las que ya no se libran ni las personas que se encuadran en la intelectualidad más granada. Así, según Marías, se produjo lo que ya no tendría vuelta de hoja: “Llegó un momento en que una parte demasiado grande del pueblo español decidió no escuchar, con lo cual entró en el sonambulismo y marchó, indefenso o fanatizado, a su perdición”.

Lo demás es muy conocido. Lo que vino después, también. Un sombrío y desgraciado panorama. Un país destrozado por la muerte, la pobreza y el exilio. Después, una perpetuación inútil del espíritu de guerra. Un sinfín de vidas truncadas. Cuarenta años sombríos. A pesar de todo, el autor pone en boca de Quevedo la engañosa situación que nos puede embarcar cuando no vemos correctamente las cosas con la perspectiva debida: El tiempo, que ni vuelve ni tropieza. La vida ha seguido, y mal que bien pasamos página, lo que no significa olvido, sino aprendizaje y memoria inteligente. El país ha cambiado muchísimo, aunque a veces no lo parezca.

El opúsculo de Julián Marías es sencillamente una delicia para quien quiera emprender de verdad ese viaje hacia la concordia y la sensatez, que hoy en día parecen haberse perdido, incluso por aquellos que la deberían mantener contra viento y marea. Esperemos que no sea el preludio de futuras contiendas electorales, que más se parecen a guerras de guerrillas espoleadas por ignorantes e irresponsables comunicadores de pacotilla, partidos cultivadores de odio y líderes vacuos, que propiamente hablando a guerras civiles. A las que es mejor no retornar, ni siquiera como performance o como estrategias o actitudes “electorales” de muy mal gusto. A ver si de esta se aprende o el foso sigue creciendo.

 

PRÓLOGO AL LIBRO DE MANUEL ZAFRA VÍCTOR LA AUTONOMÍA LOCAL EN UNA CONSTITUCIÓN REFORMADA CEPC, 2020)

Autonomia+local-10 VALIDA

“¿Han de ser nuestras instituciones como esas castañas que contienen frutos fallidos y que solo sirven para pincharnos los dedos?”

(Henry David Thoreau, El manantial. Escritos reformadores, Página Indómita, 2016, p. 243)

(Versión PDF del Prólogo: PROìLOGO DEFINITIVO LIBRO MANUEL ZAFFRA)

I.-

Debo comenzar reconociendo, como también se lo hice saber al autor, que no dispongo de título especial alguno desde el punto de vista académico ni tampoco de obra consagrada al análisis del objeto que aborda este libro (salvo algunos trabajos menores), para escribir el presente prólogo. Sólo su empeño y los ya casi treinta años de relaciones profesionales y personales recíprocas, me han impulsado a dedicar unos días de este extraño mes de agosto a leer atentamente el libro que el lector tiene en sus manos y a escribir unas desordenadas y probablemente imprecisas páginas sobre tan sugerente tema y tan particular enfoque. Eso sí, sin ningún afán académico, algo que quiero dejar claro desde el principio. Son percepciones personales sin ánimo de crear doctrina.

El profesor Manuel Zafra Víctor lleva a cabo en este trabajo uno de los análisis más impecables que se han hecho sobre la autonomía local en España. Sorprenderá, a quienes no le conozcan, que un profesor de Ciencia Política muestre tales destrezas conceptuales en el campo del Derecho Constitucional, del Derecho Administrativo o de la Teoría del Derecho. Sus fortalezas sobre pensamiento político ya se le daban por supuestas, aunque sobrepasan notablemente lo que sus pares en la disciplina acreditan con frecuencia. Lo mismo ocurre con sus incursiones jurídicas o filosóficas, que de todo hay en este libro. Solo se echa en falta, y el propio autor lo excusa, la dimensión financiera de la autonomía local, sin cuyo pilar el autogobierno municipal o provincial se transforman fácilmente en pío deseo. Y algo de eso hay, también en nuestro caso, donde instituciones, competencias y financiación van por raíles normativos distintos (ley orgánica de régimen electoral general, ley de bases de régimen local o ley de haciendas locales, respectivamente). Con mimbres tan dispersos nunca será fácil construir una institucionalidad vigorosa, menos aún cuando esta se desgaja en diferentes niveles de gobierno (por mucha complementariedad que se les predique) o contenga realidades demográficas y de capacidad económica tan dispares como son las de un ayuntamiento de quinientos habitantes junto a una ciudad de más de quinientos mil vecinos. No es fácil tratar realidades tan dispares bajo un traje común, tampoco ampararlas en un manto tan amplio como el del principio de autonomía local, que a fuerza de cubrir tantas cosas deja al descubierto lo esencial.

Pero mentiría si dijera que el resultado final de este libro es consecuencia del sólido armazón conceptual y de las innumerables lecturas propias de un profesor universitario de factura heterodoxa que no se encierra en la comodidad (ni en el universo limitado) de su área de conocimiento. Nada de lo que aquí se expone, por cierto con un rigor fuera de lo común y unas destrezas expositivas extraordinarias, se explicaría sin el tránsito de Manuel Zafra por determinadas responsabilidades públicas que le hicieron viajar profesionalmente desde los gobiernos locales (Diputación provincial de Granada) a la Dirección General de Administración Local del entonces Ministerio de Administraciones Públicas del Gobierno de España (antes de que se difuminara en una Dirección General de Cooperación Autonómica y Local, que entierra lo local como subsidiario de lo autonómico), para cerrar el ciclo en la Dirección General de Administración Local de la Junta de Andalucía. De toda esa rica experiencia nació la obra Respaldo polítcio para las buenas ideas. Mi experiencia en dos direcciones generales sobre gobiernos locales (Iustel, 2015). Pero también lo que este libro recoge se explica en esos orígenes.

Efectivamente, su paso por las dos direcciones generales indicadas no fue plácido ni cómodo, pues Manuel Zafra intentó cambiar las cosas y proyectar dos transformaciones normativas hartamente relevantes, que corrieron dispar resultado. Todo reformador corre riesgos, uno es el de la incomprensión y el otro el del apedreamiento. La política, aunque no siempre, vive cómoda en sus mentiras y no le gusta que le incomoden. El proyecto de Ley básica del gobierno y de la administración local que preparó en el Ministerio durante los años 2005-2007 se vio desgraciadamente interrumpido, primero, por un doloroso accidente de tráfico que sufrió el autor y que le apartó de la gestión político-directiva durante largo tiempo, y luego por el cambio ministerial acaecido en 2007 que supuso enterrar toda la obra legislativa aprobada o proyectada por el que hubiera sido ministro anterior (Jordi Sevilla). Allí comenzó el declive en picado de la Administración Pública española del que no se ha recuperado trece años después, ni en lo territorial ni en lo organizativo ni en el empleo público. También supuso el fin de ese interesante proyecto de ley de bases del gobierno y de la administración local que, aunque se intentó retomar en 2010 por el Ministerio Chaves, quedó definitivamente olvidado en los ordenadores del Ministerio y en sus propios cajones. Tres años después, tras la dura crisis fiscal, lo que fue un intento de reforzar la autonomía local se transformó en un claro ejemplo de laminarla, mediante la conocida Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local (Ley 27/2013, de 27 de diciembre; LRSAL), que es objeto de atención especial en esta obra.

El nombramiento de Manuel Zafra como Director General de Administración Local de la Junta de Andalucía, realizado años después, también estuvo protagonizado por un fuerte impulso político del nuevo cargo público en la reforma del cuadro normativo vigente entonces en el ámbito local de gobierno en la Comunidad Autónoma. Bajo su mandato se elaboró y tramitó la que sería la importante Ley de Autonomía Local de Andalucía (Ley 5/2010, de 11 de junio, LAULA), convenientemente resaltada en algunos de sus aspectos en esta misma obra. Sin embargo, la Ley se aprobó por el Parlamento de Andalucía cuando Manuel Zafra ya había sido incomprensiblemente cesado como Director General por el mismo gobierno que le había nombrado y que también había impulsado la citada Ley. No sé si hubo por parte de alguien  celos políticos o afán de protagonizar la emergencia en el panorama legislativo autonómico español de la primera Ley local “de nueva generación”, pero el hecho evidente es que el cese fue fulminante días antes de que el Parlamento andaluz aprobara la Ley. La LAULA es un texto normativo muy atado a la Carta Europea de Autonomía Local y que será tomada como referencia y ampliada después por la Ley de Instituciones Locales de Euskadi (Ley 2/2016, de 7 de abril; LILE) y, más recientemente, por la Ley de garantía de la autonomía local de Extremadura (Ley 3/2019, de 22 de enero; LGAMEX), que incluso mejora las dos anteriores y en cuya elaboración participó activamente el profesor Zafra. No deja de ser curioso cómo la política del más bajo estilo “premia” el trabajo desarrollado, en vez de agradecer los servicios prestados, y cómo condena a quien (al parecer) le molesta “haciendo cosas” con la remoción y la sustitución por aquellos otros que no molestan o, en los casos más patológicos, por quienes han de ser fieles lacayos de sus espurios y en no pocos casos chatos intereses.

En la trayectoria como director general de Manuel Zafra, como le suelo recordar frecuentemente en nuestras conversaciones, se produce una gran paradoja: nunca antes, que yo sepa, ha sido cesado un Director General en dos ocasiones consecutivas por promover dos reformas legislativas que pretendían cambiar mejorándolo notablemente el panorama político de la autonomía Local en España y en Andalucía. Creo que estas dos anécdotas resumen bien por qué (casi) nadie en la política española se cree realmente la autonomía local. No es necesario escribir sesudos artículos y libros o construir complejas arquitecturas conceptuales sobre el alcance y sentido de tan proteico principio, para darse cuenta de las cosas. La realidad fáctica siempre nos traza con fuerza dónde están verdaderamente los problemas o los nudos que dificultan las soluciones. Y, en este caso, más valen dos (pésimos) ejemplos que mil teorías.

En cualquier caso, el origen de esta obra no sólo se explica en esa pródiga trayectoria fulminada con estos desafortunados hechos. En el mandato anterior (2015-2019), el presidente de la FEMP, Abel Caballero, encargó al profesor Manuel Zafra la coordinación de un grupo de expertos (en el que también participaron, entre otros, los profesores Luciano Parejo y Francisco Velasco Caballero) con la finalidad de que se preparara una posible reforma constitucional con el objeto de salvaguardar de forma efectiva la autonomía local y reflejar, en el propio texto constitucional, un contenido real de esa autonomía tanto desde el punto de vista institucional, competencial y de financiación (aunque sobre este último punto también estaba trabajando otro grupo de expertos en paralelo). Tal vez fue en ese foro a partir del cual, junto con la cadena desafortunada de sentencias del Tribunal Constitucional sobre la LRSAL que se dictaron en aquellos años 2016-2017, se fue gestando en la mente del autor esta obra que supone una constatación de una línea intelectual y profesional desarrollada a lo largo de varias décadas, donde se reiteran líneas-fuerza de su conocido (y publicado) pensamiento que son ya parte consustancial de su construcción singular de la autonomía local (especialmente, de su concepción de la autonomía provincial y de la intermunicipalidad), junto con otras aportaciones de nuevo cuño que refuerzan o incluso matizan las líneas de trabajo anteriores, dando como resultado un libro apasionante en su trazado, rico en su contenido y altamente positivo en sus aportaciones, que debería ser leído no solo por la academia y los profesionales, sino también por aquellos representantes políticos que quieran realmente apostar por el refuerzo institucional del autogobierno local, hoy en día tan abandonado.

II.-

Con la autonomía local hay, efectivamente, un problema previo en España. Se trata de un concepto que, constitucionalmente, se refleja en el texto de 1978 (con precedentes en la Constitución de la II República), pero que, en la práctica gubernamental local, apenas si había tenido vigencia alguna (salvo meros destellos) durante los siglos XIX y XX. Por tanto, y este es un dato nada menor, no existía un tracto histórico real en el cual se manifestara esa autonomía local como garantía en un determinado momento y con unos rasgos definidos. El poder local en España, cuando existió, tuvo una fuerte importan vicarial o muy condicionada por el poder central, del que, a través de los Gobernadores Civiles, dependía estrechamente o, en el mejor de los casos, estaba muy condicionado. Así las cosas, sin brújula histórica previa la construcción de la autonomía local en España a partir de 1978 se tuvo que hacer ex novo, más aún tras un largo período de dictadura franquista.

Por tanto, resultaba a todas luces ajeno a la historia local española pretender extraer de ese pasado una experiencia o funcionamiento de tal inexistente autonomía que sirviera de garantía institucional, aunque el empeño doctrinal y jurisprudencial fuera objeto de aplauso como medio de protección de un principio que estaba, como se comprobará de inmediato, constitucionalmente a la intemperie.

A ello se añadió otro dato nada menor del que el libro del profesor Zafra Víctor se hace necesario eco: la emergencia de las Comunidades Autónomas. La mala suerte del gobierno local es que, cuando debía nacer (más que resucitar) se topó de bruces con un enterrador más eficiente aún que el propio poder central (pues entraba directamente en la disputa territorial y en el control de ese ámbito geográfico de poder) como era el gobierno autonómico correspondiente: su gran e inmediato competidor. El balance de esta disputa es bien conocido, tanto desde el punto de vista competencial como financiero: las Comunidades Autónomas crecieron exponencialmente en ámbitos de poder y en presupuesto, mientras que los gobiernos locales quedaron supeditados a una política chata que reducía al máximo sus potencialidades y sacrificaba su despliegue institucional. A los partidos políticos, ya fueran de ámbito estatal, nacionalistas o regionalistas, no les interesaba lo más mínimo que existieran gobiernos locales fuertes, ni siquiera ayuntamientos vigorosos, sino que tales instancias de gobierno no les disputaran sus recursos financieros ni sus competencias y, en todo caso, fueran niveles ejecutivos eficientes en el ejercicio de atribuciones acotadas con un papel más residual que efectivo. Actores institucionales de segundo orden y disciplinados, eso se quería. Sólo así se entiende que el porcentaje del gasto público sobre el PIB que representa el nivel local de gobierno sea el mismo (incluso algo inferior) en 2020 que el existente en el año 1981. Tras cuarenta años de desarrollo constitucional, lo que se ha producido realmente es una involución local en paralelo al fortalecimiento omnipresente de las Comunidades Autónomas. Y todo ello sancionado por el legislador básico, por los legisladores autonómicos y por una jurisprudencia enormemente deferente con el poder legislativo, especialmente con el legislador básico, pero también con el legislador autonómico. Algo que aborda  con excelencia la obra que se prologa.

Bien es cierto que algunos tímidos brillos de esperanza se advirtieron en los primeros años de vigencia de la Constitución de 1978. Pero también se significaron los problemas que luego se agudizarían. Entre los tímidos brillos estuvo inicialmente la construcción -más voluntarista que efectiva- de la garantía constitucional de la autonomía local que, auspiciada por el profesor Luciano Parejo e importada de la dogmática alemana, fue acogida tempranamente por el Tribunal Constitucional. La cuestión es que esa doctrina jurisprudencial se construyó, por un lado, sobre un suelo yermo desde el punto de vista de “recognoscibilidad” de la institución; pero, por otro, en relación con una autonomía provincial que estaba siendo cuestionada desde distintos ámbitos territoriales y no sobre la autonomía municipal, que era el nivel de gobierno con mayor legitimidad democrática directa y, por consiguiente, el que en todo caso se debería preservar de forma más efectiva. De ahí al paulatino vaciamiento de la autonomía municipal como principio sólo va un paso, pues -a pesar del enunciado del artículo 137 CE- no parece muy razonable construir un único principio de autonomía local conjuntamente con los mimbres tan diferenciados que ofrece el artículo 140 (dónde se prevé expresamente la garantía del principio de autonomía de los municipios) y el artículo 141 (dónde se recoge un tímido principio de “administración autónoma” que se convierte en autonomía provincial por la vía genérica del artículo 137 CE) nunca me ha parecido una solución razonable en términos constitucionales, pero así se zanjó el problema desde la primera jurisprudencia del Tribunal Constitucional, ahogando la autonomía municipal (y su naturaleza exquisitamente política en cuanto entidad dotada de legitimidad democrática directa) en un destartalado principio de autonomía local que sólo salvaguarda la subsistencia de la institución en términos ciertamente abstractos. No parece tener solución el problema, una vez que nada ha cambiado esa doctrina, salvo ir a peor, como se verá de inmediato, y expone precisamente la obra comentada.

Otra secuela constitucional, nunca suficientemente advertida, es la configuración de las entidades locales y del propio municipio, como “corporaciones”, herencia de la tradición conservadora-moderada del siglo XIX,  que configuró a las entidades locales como corporaciones con poderes propios limitados (aunque en la práctica, ante la baja presencia de la Administración del Estado en el territorio, de indudable importancia) y sobre todo como mera prolongación del poder ejecutivo central y, por tanto, entidades de autoadministración sin apenas componente político alguno. Las interferencias del poder central en la vida local eran continuas. A pesar de los reiterados y frustrados intentos del liberalismo-progresista decimonónico de invertir los términos del problema mediante una elección de los alcaldes, algo que se logró tardíamente, el peso del corporativismo local se engrandecerá durante las dos dictaduras del siglo XX, y con esa fuerza llegará hasta la propia Constitución de 1978 insertándose en sus propios enunciados (que tan solo la reforma constitucional de 2011 obviará tal polémica denominación de “Corporaciones locales”, aunque tan pacíficamente admitida por la doctrina académica, los funcionarios y la clases política, sustituyéndola por la de “entidades locales”).

Pero, tal como decía, las esperanzas sobre la construcción de un espacio local de gobierno en términos adecuados al momento histórico que les tocaba vivir se agrandaron con la aparición de la Ley de Bases de Régimen Local de 1985 que, inspirada tímidamente en los postulados de la Carta Europea de Autonomía Local, parecía homologar. Esta ley, que ha estado ya vigente más de treinta y cinco años, fue, en su momento, un buen texto normativo. El único problema es el tiempo transcurrido y las reformas sucesivas que se le han ido adhiriendo, algunas racionales y otras sencillamente estrambóticas o que colisionan incluso con el propio espíritu fundacional del texto normativo. Esa ley, además, a pesar de su contenido básico, es una ley ordinaria del Estado y, pese a los intentos fallidos de darle una función constitucional o incorporarla al bloque de la constitucionalidad, el hecho evidente es que en un desordenado proceso ha quedado finalmente como lo que es: una Ley básica; que no obstante, puede llegar a condicionar o a tener prevalencia aplicativa sobre las regulaciones estatutarias priorizando su carácter básico sobre el contenido de los propios Estatutos de Autonomía, al menos en determinadas materias. Por tanto, el importante ensayo de reconocer estatutariamente a los gobiernos locales y establecer sus propias competencias en los diferentes Estatutos de Autonomía de segunda generación, así como de prever, en algunos casos leyes de mayoría reforzada para la regulación de la materia local, supuso un aparente fortalecimiento formal del autogobierno principalmente de los ayuntamientos en el plano interno (luego apenas llevado a la práctica por unas comunidades autónomas generalmente muy timoratas con el reconocimiento efectivo de la autonomía local), pero apenas significó avance alguno en relación con las bases de régimen local cuya modificación puntual podía condicionar o ensombrecer esas previsiones estatutarias y desapoderar o condicionar a las comunidades autónomas vía ampliación de lo básico de determinadas facultades en materia local. La LRSAL, como se verá, representó el punto de inflexión en esta materia, aunque con algunos precedentes importantes y su validación por el Tribunal Constitucional.

III.-

No pretendo en este prólogo glosar la obra del autor, aunque al haberla leído con la atención que merece, sí me gustaría traer a colación algunas de las ideas-fuerza que alimentan tan singular trabajo y realizar al hilo de su exposición algunos comentarios ciertamente sumarios. La primera observación tiene que ver con el enunciado, que no defrauda en absoluto lo que contiene, sino que es explicativo y real tanto de su contenido como de sus aspiraciones: “La autonomía local en una Constitución reformada”.

Arranca de forma soberbia el libro con una lección del más puro estilo weberiano sobre la dualidad entre la acción política y el ideal, advirtiendo de las tensiones que todo ello genera: “En ausencia de ideales solo hay oportunismo acomodaticio, pero el sectarismo idealista priva de sentido a la realidad”.  Se aparta el autor de la senda del idealismo sectario para tomar el camino de un ideal racional.

Así, afirma que “el presente trabajo intenta, justamente, la articulación de un ideal: la propuesta de una regulación de la autonomía local en una constitución reformada”. Ese es uno de los objetivos del libro, completado por lo que Manuel Zafra llama una “ley de mayoría reforzada” que dibuje constitucionalmente la autonomía local y marque el campo de juego en el que deberán operar presumiblemente tanto los Estatutos de Autonomía como los legisladores autonómicos. La clave aquí radica en cómo sacar del reparto competencial (lo local) algo que ha quedado incrustado en la doctrina del Tribunal Constitucional. Y a esta finalidad parece responder la necesidad de la reforma. Y en esa pretensión se alinean las constantes llamadas (por lo demás, siempre frustradas) a la reforma constitucional que se han venido haciendo en los últimos años que, a su juicio, se ha convertido en una suerte de guadiana político que emerge y se sumerge. La propuesta del autor se hace para cuando la reforma emerja, pero sobre todo para cuando se concrete, algo que no parece muy viable a corto plazo, y menos teniendo en cuenta que la institución de reforma ha estado prácticamente inédita en la tradición constitucional española durante los siglos XIX y XX, donde siempre ha vencido el adanismo constitucional frente a los cambios ordenados y graduales. La vigente Constitución, como es conocido, tan solo se ha reformado dos veces, y siempre pro impulso externo, nunca endógeno.  No parece que tal trayectoria vaya a cambiar a corto plazo, menos aún con las tensiones políticas y el sectarismo del mismo carácter que en estos momentos invade el espacio público español. Aun así, partiendo de esas hipotecas, transitar una reforma constitucional del Capítulo II del Título VIII, si hubiera un mínimo consenso, no sería tarea compleja, sino más bien sencilla, pues podría perfectamente tramitarse por el procedimiento de reforma constitucional ordinaria e, incluso, sin tener que acudir al referéndum constitucional (que es solo potestativo), siempre que así se acuerde por los actores políticos. Con voluntad política nada es imposible. El problema es que, al menos hoy en día, esto de la autonomía local suena, por lo que a nuestra clase política se refiere, a música celestial. Y no parece que a corto plazo vayan a cambiar las tornas. Gobierne quien gobierne el nivel local de gobierno es siempre objeto de restricciones y regulaciones que amputan su ansiada autonomía, pasó en 2013 y ha vuelto a pasar (o, al menos, se ha intentado; ya veremos en qué queda) en 2020. También está a la orden del día de la actuación de muchas Comunidades Autónomas, aunque no de todas, ciertamente. Comienza a haber, al menos sobre el papel, una relativa sensibilidad sobre la autonomía local en algunas Comunidades Autónomas, como ya se ha dicho. Y a ello me referiré más adelante.

Manuel Zafra se hace acompañar de buenos prescriptores doctrinales en su viaje en defensa de la constitucionalización más amplia en contenido de la autonomía local. No citaré aquí a todos, pero el recurso a Hesse y Habermas es constante en algunos pasajes. La contraposición entre realidad y norma, así como entre normalidad y normatividad, se concreta con una afirmación que está cargada de realismo y constata entre nosotros el fracaso de la puesta en circulación normativa de la autonomía local, tomada esta vez de Habermas: “El derecho no puede engendrar una cultura político-democrática, sino que siempre dependerá de una cultura político-democrática que lo fomente, lo facilite y le dé contexto”. Nada más cierto, y más aún en lo que al debilitamiento de la autonomía local respecta. Tuvimos una época de fuerte empuje y vigor, también político, de la autonomía local, tras la transición y la constitución de los primeros ayuntamientos democráticos y, en fin, el desarrollo de los primeros pasos del autogobierno local en los años ochenta y parte de los noventa. Luego ese empuje político fue eclipsando, aunque se mantuvo un cierto protagonismo doctrinal que parecía mantener la llama de una autonomía que se iba desvaneciendo. El Libro Blanco de reforma del Gobierno Local, impulsado también en la etapa de Manuel Zafra como Director General de Administración Local, y en el que también participó activamente nuestro malogrado amigo común, Fernando Torres Cobas, marcó probablemente el último intento. Apartado el cáliz de la reforma local de la política y ya en manos sólo de la doctrina, vio cómo, por la naturaleza de las cosas y la evolución biológica de la vida, sus impulsores fueron cumpliendo años y algunos de ellos envejeciendo, aunque otros aún mantenían una aparente madurez, y por consiguiente ya los temas locales se quedaron intramuros de la academia y extramuros de la política. No deja de ser sorprendente que a las Revistas tradicionales especializadas en asuntos locales (por ejemplo, Revista de Estudios de la Vida Local y Autonómica, QDL o Cuadernos de Derecho Local) se le sumaran en las últimas décadas diferentes Anuarios sobre Gobierno Local o Derecho Municipal, como son los dirigidos por Tomàs Font y Alfredo Galán (Anuario del Gobierno Local), Francisco Velasco Caballero (Anuario de Derecho Municipal) o Antonio Embid Irujo (Anuario Aragonés del Gobierno Local), que son fuente obligada para conocer la evolución y estado de salud de esa aún criatura que conocemos como autonomía local, pues su despliegue o crecimiento ha sido hasta ahora más bien tibio, por no decir muy condicionado por unas circunstancias político-institucionales y financieras siempre adversas.

Manuel Zafra parte de algunos presupuestos que conviene recordar en estos momentos, aunque también cabría precisar alguno de ellos, al menos en ciertos matices. El primero es que la Constitución no contempla el legislador de autonomía local. El segundo, al que ya nos hemos referido, trata de la que prioridad política de los constituyentes de 1978 fue primordialmente determinar (por cierto, de forma muy imprecisa y aplazada) las condiciones institucionales para la creación de las Comunidades Autónomas y no de la Administración Local (cuyo enunciado en estos términos ya nos sitúa en una concepción alicorta de su autonomía como temprana y torpemente expuso el Tribunal Constitucional). Y la tercera, muy importante a nuestros efectos, es que la autonomía local recibe un tratamiento constitucional exclusivo de principio o, si se prefiere, de directiva.

Con esos mimbres constitucionales era francamente difícil construir un cesto que alimentara un autogobierno local propio y libre de interferencias cruzadas. Y a ello se tuvo que enfrentar de inmediato la jurisdicción constitucional que, como reitera el autor, al examinar las leyes que regulaban aspectos propios de la autonomía local debía operar sobre un principio de factura tan abierta y, por tanto, realizar no tanto un juicio de subsunción sino de razonabilidad, que no se rige tanto por la optimización como por la ausencia de arbitrariedad.

Y todo ello se construyó desde sus inicios en torno a la categoría de garantía institucional de la autonomía local, que al fin y a la postre pese a los pretendidos empeños delimitadores de la jurisprudencia constitucional (siempre retóricos), terminaban dejando al legislador las manos libres. Lo expone con claridad el autor: “La mayor o menor extensión de la autonomía local corresponde a la configuración legal ante la que el Tribunal debe observar deferencia y presunción de constitucionalidad”. Esta será una regla de actuación del Tribunal Constitucional que, sin embargo, se irá agravando en sus efectos conforme “evolucione” (más bien, “involucione”) la jurisprudencia constitucional, aunque con algunos posicionamiento zigzagueantes muy propios de una jurisprudencia de aluvión y hasta cierto punto errática, donde la continuidad institucional la garantizan los letrados del Tribunal que son, por lo común (hubo alguna excepción con la STC 240/2006; pero fue una anécdota), muy reacios o renuentes a cambios jurisprudenciales, algo que aún más en este campo agradecen unos Magistrados que, por lo común y salvo excepciones singulares (cabe traer a colación aquí al malogrado magistrado Luís Ortega), no están especialmente llamados por el mundo local ni son especialistas en tal ámbito.

El autor también incide en una obsesión suya que comparto: las consecuencias negativas de considerar al “régimen local” (una terminología muy marcada por la legislación franquista del mismo carácter) como una “materia sujeta al reparto competencial”. Esta cuestión, junto con la ya citada de que la “regulación de la autonomía local en la CE es la de un principio (directriz) que informa la legislación”, terminan configurando un desarrollo constitucional/legal del principio de autonomía local y, por tanto, del propio autogobierno local muy pobre y fuertemente limitado por la voluntad circunstancial del legislador básico o sectorial, que termina vaciando la esencia del ese principio y transformándolo muchas veces en un cascarón vacío.

De ahí, no cabe extrañarse de que el objeto del trabajo sea otorgar mayor relevancia constitucional a la autonomía local con la propuesta de una constitución de detalle y la remisión a una ley (estatal) de mayoría reforzada. Esta y no otra es la pretensión de la obra. Y, a fuerza de ser sinceros, la verdad es que logra perfectamente su objetivo, mediante un trazado argumental muy sólido y unas propuestas no exentas de interés.

La autonomía local se mueve, según el autor, entre un principio constitucional que la reconoce como un nivel de gobierno en la articulación territorial del estado autonómico y una materia sujeta a distribución competencial entre el estado y las comunidades autónomas. De tal modo que, el nivel local de gobierno, está vacío de competencias constitucionales, dejando un espacio político de lucha abierta entre tres ámbitos de actuación: el legislador básico (que pretende erigirse en salvaguarda de esa autonomía local, pero que, en verdad, ni lo consigue ni tampoco  lo pretende); el legislador autonómico (voraz en su rivalidad con el nivel local de gobierno utilizando la artillería pesada de los aparatos de los partidos, también en el ámbito territorial); y unos gobiernos locales, desamparados y desasistidos (que bastante tienen con intentar sobrevivir a ese doble bombardeo que erosiona, salvo excepciones, sus niveles de autogobierno y les intenta transformar en poderes territoriales vicariales del Estado, pero sobre todo hoy en día de las comunidades autónomas).

La conclusión de este penoso cuadro parece obvia: la autonomía local se ve aquejada de una vulnerabilidad y precariedad que son manifiestas y que solo se pueden superar mediante una reforma constitucional.

Además, uno de los problemas del diseño constitucional que el autor intuye perfectamente a través de su crítica a que lo local no es una materia, es que la Constitución de 1978 no supo construir un nivel propio de gobierno local, quedándose en su mera configuración tradicional de “administración local” con un marcado sello corporativo. Dicho de otra manera, la Constitución es muy incompleta desde el punto de vista territorial, pero también lo es porque no es capaz de identificar la institucionalidad de lo local en la arquitectura de niveles territoriales de gobierno, dotado de capacidad de autogobernarse de acuerdo con unos estándares que la Constitución no fija más que a través de un vulnerable principio de autonomía local, cuyo contenido puntual queda en manos del legislador de turno y en cuyo control del Tribunal Constitucional se muestra absolutamente deferente  e, incluso a veces, algo errático o incoherente.

El trabajo se adentra después en un minucioso y exhaustivo análisis de la jurisprudencia constitucional, que en estos momentos no interesa reproducir. Su lectura ilustra las tesis del autor y reafirma sus conclusiones. He de confesar que tal análisis, muy propio de la doctrina jurídica, siendo importante, no produce más que confusión y hasta un cierto punto una sensación de cierta desazón. Construir el alcance de la autonomía local a través de un casuismo exacerbado, además con realidades institucionales muy distintas (provincias, municipios, mancomunidades) y donde la regla fundamental se erige en quién es el competente para regular qué, termina generando una suerte de desgaste conceptual que no termina de precisar realmente nada. Da igual que analicemos las SSTC 214/1989, 240/2006, 103/2013, 41/2016, o cualesquiera otra, pues donde hay aparentemente un hilo conductor en realidad existe casuismo puro y duro, que conduce a resolver un problema adornado con una retórica de principios que esconde, como bien apunta el autor, algunas expresiones puras de decisionismo jurisprudencial.

La impotencia de la jurisprudencia constitucional para salvaguardar la autonomía local frente a la actuación depredadora de perfil bajo o edulcorado es muy obvia, por reiterada. El parámetro constitucional del principio de autonomía local es de muy baja intensidad y admite, generalmente, cualquier atropello, salvo que se pretenda anular la institución o dejarla absolutamente vacía de contenido. Lo expone muy bien el autor: “El amplio margen político en manos del legislador sectorial imposible de controlar jurisdiccionalmente salvo en el caso excepcional de ignorar las entidades locales o sujetarlas a condiciones incompatibles con su existencia”.

La doctrina jurisprudencial del Tribunal Constitucional es absolutamente deferente con el legislador, sea básico (más todavía) o autonómico. Y  la obra analiza este problema a la luz de dos cuestiones: el régimen jurídico de los controles y la potestad de autoorganización local en sus relaciones con el ordenamiento jurídico local, donde ha quedado totalmente preterida frente a la inmersión del legislador autonómico. Estas tesis marcan tendencia, y han terminado por envolver al propio Tribunal Supremo (Sentencia de 17 de diciembre de 2019, en el caso del personal directivo de las diputaciones provinciales) que, si bien es cierto con dos votos particulares, arruina completamente la potestad normativa local haciéndola tributaria incluso de la potestad reglamentaria del ejecutivo autonómico que puede así invadir espacios propios de la organización municipal. Ya no queda nada a resguardo, ni siquiera la Carta Europea de Autonomía Local que,  con bastante frecuencia, se ignora por la jurisprudencia del Constitucional y, en ocasiones, por la del Tribunal Supremo.

En conclusión: “La autonomía local es lo que el tribunal (constitucional) considera que es”. Y punto. Eso de la función constitucional de la ley de bases ha pasado a mejores tiempos.  La autonomía local, construida a través de la siempre más limitada autonomía provincial, se pretendió armar como una suerte de “garantía” que preservaba la institución, por lo demás (en lo que afecta a los municipios) sin ninguna tradición efectiva de autogobierno, cuando lo más sensato era haber conceptuado esa autonomía como un objetivo (Esteve) o tal vez como un mandato de optimización (Velasco), con una carga evolutiva y nunca involutiva, como así lo ha ido confirmando desgraciadamente la última jurisprudencia del Tribunal Constitucional, cuyos “ejemplos” más nefastos son la STC 103/2013 y la STC 41/2016, y todas las demás que siguieron la senda a la hora de analizar la LRSAL. En verdad, como bien expuso el profesor Francisco Caamaño en su día, la autonomía local debía ser encuadrada como una autonomía política en el marco de la Constitución en lugar de considerarla como una autonomía administrativa en el marco de la Ley. De esa ausencia vienen sus grandes problemas y también los futuros lamentos. Pues, ciertamente, lo que se ha pretendido impedir (y, en parte se ha conseguido) durante estos cuarenta años ha sido que el nivel local fuera considerado como un ámbito de autogobierno con autonomía política. Algo que, en cierta medida, se ha pretendido paliar, con la triada de leyes autonómicas de nueva generación tales como la LAULA, la LILE y la LGAMEX. Sin embargo, es una lucha de David frente a Goliat, de una asentada cultura administrativa de lo local frente a una emergente reivindicación como espacio político. Y aquí, el legislador básico estatal y los legisladores autonómicos sectoriales están capturados por una forma de hacer política y, por tanto, de legislar, en que lo local (también lo municipal) es vicarial o dependiente. Como bien dice Manuel Zafra, “los problemas políticos no admiten soluciones jurídicas”. No le pidamos al Derecho que dé lo que la política le quita o le puede expropiar. Y en este punto es donde arriba el bloqueo.

Ante ese estado de cosas, la conclusión que extrae el autor no puede ser otra que la siguiente: el derecho responde mejor al concepto de regla que al de principio, pues la estructura lógica de una norma permite reforzar la predecibilidad y la seguridad. La vulnerabilidad de la evanescente autonomía municipal (en este caso, no solo de la genérica autonomía local) tiene su cénit en la discutible doctrina jurisprudencial sobre la LRSAL, que se concreta principalmente (aunque no de forma exclusiva) en la STC 41/2016, que ya critiqué en su día en un artículo publicado en el Anuario Aragonés de Gobierno Local que dirige el profesor Antonio Embid, quien también se mostró especialmente crítico con la reforma de 2013, que, se mire como se quiera, fue un atentado flagrante y directo contra la autonomía municipal, pues bien se cuidó de dejar a resguardo la autonomía provincial (lo cual es una manifestación evidente de que enmarcar realidades diversas dentro de un principio macro como es el de la autonomía local no tiene realmente ningún sentido y conduce, por lo común, a su absoluto vaciamiento).

La obra, como comprobará el lector, se adentra después en un detenido y trabajado análisis de Teoría del Derecho que, por razones de economía de espacio, y a pesar de su indudable interés, no abordaré aquí, pues me alejarían del foco central de estas reflexiones preliminares. Sólo haré referencia a una parte de su argumentación que me ha parecido especialmente brillante. Y es aquella que se refiere a los principios sujetos a ponderación condicionada y a jerarquía móvil, pues en estos casos la operación conduce derechamente a la creación judicial del derecho cuando no al decisionismo. Así, si los principios carecen de peso objetivo la tan manida ponderación -nos señala el autor- no puede tener más que un carácter subjetivo. Y, en este contexto, como recuerda Manuel Zafra utilizando una cita de Benjamin Constant, poco se avanza si el señorío del derecho cambia de manos (del legislador al juez), ya que, como decía ese autor, “lo decisivo no es la mano que empuña el mazo sino el propio mazo”. Seré más gráfico, en estos casos a la autonomía local le dan dos veces con el mazo, de forma repetida: la primera el legislador, que ignora la autonomía local; la segunda el juez, que deferentemente avala tal atropello pues no tiene (aparentemente) donde asirse y tampoco sabe extraer el principio de autonomía local ese nervio evolutivo y de optimización al que antes nos referíamos. La autonomía local se convierte, así, en un chicle, se estira o se encoge, al arbitrio de un legislador marcado por una política insensible a la realidad local y por un Tribunal Constitucional que siempre encuentra “argumentos” (más bien retóricos, como los intereses supramunicipales, la estabilidad presupuestaria, etc.) para “justificar” ese vaciamiento de las competencias autonómicas o de los poderes locales, en ningún sitio definidos establemente y siempre al albur de las mayorías políticas que se configuren en cada momento.

No cabe ser muy incisivos para identificar que el autor no ve otra solución al problema enunciado que blindar constitucionalmente el contenido de la autonomía local. En sus propias palabras: “Las razones para defender la conveniencia de una constitución de detalle, fundamentalmente, surgen de la reserva hacia la discrecionalidad del juez, permitida por una constitución de principios”. Pues se constata una y otra vez que el juez cruza el umbral del legislador y ocupa el lugar del poder legislativo, lo que se muestra en tres expresiones muy evidentes: 1) La presunción de constitucionalidad de la Ley (de la que siempre se echa mano); 2) La deferencia judicial del juez constitucional al legislador; y 3) La declaración sólo de inconstitucionalidad en el caso extremo (y principalmente cuando lesiona competencias de las comunidades autónomas, no de las locales, pues no están recogidas en la Constitución).

Tal como decíamos, ha sido el control de constitucionalidad de la LRSAL el punto de inflexión del agotamiento del alcance del principio de autonomía municipal, vaciado totalmente por la STC 41/2016, que deja en manos del legislador mejorar o empeorar a su antojo los estándares de autonomía local. La obra previa del legislador básico no es garantía de la institución, que queda así expuesta a los vientos o vendavales cambiantes de la caprichosa política y que luego el Tribunal avalará, generalmente, sin pestañear. Como dice Zafra, “el aforismo in dubio pro legislatore ha encontrado su máxima expresión en las sentencias del Tribunal Constitucional sobre la LRSAL”. Por tanto, a partir de esa censurable jurisprudencia constitucional (que, en una cuestión existencial para los propios municipios como era la LRSAL, por ejemplo priorizó en la agenda de resoluciones los problemas competenciales autonómicos al conflicto en defensa de la autonomía local), la autonomía local es más un objeto que un sujeto en el estado autonómico, lo que derechamente conduce a su más absoluta inanidad.

Y a partir del esquema argumental anterior, el autor aborda la segunda parte de su obra, que es sin duda central: la propuesta de regulación constitucional. Para ello comienza resumiendo las líneas-fuerza de la primera parte de su trabajo: la autonomía local es objeto de reparto competencial y, a su vez, objeto de regulación constitucional como principio o directiva; por tanto, la propuesta que se haga debe invertir tales presupuestos, otorgando mayor densidad regulatoria en una constitución de detalle y mediante una remisión de su contenido vertebral al legislador cualificado de autonomía local.

En esa línea, el modelo que presenta Manuel Zafra de propuesta regulatoria constitucional se asienta (con algunos matices) en los postulados de la Carta Europea de Autonomía Local, y principalmente sobre los siguientes ejes:

  • Una autonomía local como autonomía política que comporte la ordenación y gestión de los asuntos de competencia propia, así como elaboración de una ley integral de mayoría absoluta que regulara competencias y financiación. (Si esa ley es estatal lógicamente no puede disponer sobre competencias de las comunidades autónomas, con lo que se limitaría a salvaguardar o completar aquellos espacios competenciales previamente definidos por la constitución reformada)
  • Un espacio material de competencias propias y con un sistema de financiación incondicionada.
  • La existencia de leyes autonómica de mayoría cualificada para la atribución de competencias locales y de creación de entidades intermunicipales.
  • Garantizar plenamente la potestad de autoorganización de los entes locales
  • La intermunicipalidad al servicio de la autonomía municipal
  • Participación de los municipios y las instituciones de intermunicipalidad en las instituciones estatales y autonómicas.
  • Acceso de las entidades locales al Tribunal Constitucional.

Por su parte, la ley (estatal) de mayoría absoluta a la que reenvíe la constitución reformada, a juicio del autor, debería tener el siguiente contenido:

  • Diseño institucional: función de gobierno y derechos de la mayoría; estatuto de la oposición y derechos de la minoría; estatuto del representante local; procedimiento de aprobación de las normas. Potestad de autoorganización (formas de gestión de servicios públicos).
  • Listado de competencias propias, tal como las califica la CEAL, plenas y enteras, precisando funciones (potestad normativa) y especificando materias (blindaje, rigidez). Potestad sancionadora implícita en el ejercicio de las competencias propias.
  • Relaciones institucionales entre la instancia intermunicipal y los municipios. Procedimiento para la asistencia y concertación en la elaboración de planes y programa
  • Organización y funcionamiento de los órganos para la participación de las entidades locales en las instituciones autonómicas. Participación local en el senado. (Aunque esta debería preverse en la propia constitución reformada y no en una Ley por mucho que esta deba ser aprobada por mayoría reforzada).
  • Constitución de un fondo incondicionado. Garantía de suficiencia y autonomía financiera. Enumeración de los ingresos (tributos propios), potestad normativa para la participación en la regulación de los impuestos estatales (tipo de gravamen).

Si se ha reproducido el contenido de la propuesta constitucional y de la ley reforzada, es exclusivamente porque ello representa el núcleo material de ese reforzamiento de la autonomía local que predica Manuel Zafra en su obra. Se trata, tal como ya ha quedado acreditado, de reducir al máximo la discrecionalidad del legislador a la hora de ensanchar o reducir “la autonomía municipal”.

En fin, el análisis de la jurisprudencia constitucional “de nueva hornada” (…) sobre la (des)autonomía local (por ejemplo, las SSTC 103/2013 y 41/2016, entre otras) llega al cénit en lo que a deferencia hacia el legislador comporta, pues en esos casos, como bien recoge el autor, “la presunción de constitucionalidad alcanza un umbral escasamente comprensible”.

En verdad, lo que se produce es una jurisprudencia constitucional que representa un trasiego de viejos esquemas conceptuales o de un “régimen local” ayuno de “autonomía”, con la cual nunca ha convivido de lleno, y que se retroalimenta de un juego (nunca ponderación) de principios, algunos expresos y otros inventados, que se confrontan artificialmente con la autonomía local, tales como los intereses supraautonómicos o supralocales o, en fin, el principio de estabilidad presupuestaria, a partir de los cuales se empequeñece la potencialidad efectiva de la autonomía municipal hasta desaparecer por completo.

No deja de ser curioso que la obra dedique una parte importante de su segunda parte al importante tema de la intermunicipalidad, sin duda uno de los objetos más y mejor tratados por el autor, pero sorprende que apenas profundice -se presume, que por su pretendido carácter pacífico (aunque tal vez sea menos de lo que parece)- en el nivel municipal de gobierno, en sus competencias propias (y el modo de garantizarlas), así como en las fórmulas de gestión de los servicios públicos municipales, muy vinculadas a la capacidad de gestión y a su concreción en la mancomunidad de servicios (u obras) o en los propios consorcios o convenios. Tal vez hubiese sido oportuno dedicar un espacio propio a las competencias municipales y a sus innumerables problemas, aunque parcialmente se aborda el problema en la caprichosa y confusa distinción de la STC 41/2016 entre competencias propias específicas (o sectoriales) y competencias propias generales (las derivadas del artículo 7.4 LBRL), que importó del Tribunal de las aportaciones doctrinales del profesor Francisco Velasco, aunque su finalidad (al menos en la aportación de esta último autor) era otra: defender que también las competencias mal llamadas no propias tenían ese carácter y que, por tanto, entraban dentro del campo de actuación del poder municipal. El análisis del hecho competencial municipal podría haber ilustrado muchas cosas, entre ellas que la LRSAL no fue realmente un atentado a la autonomía local como en verdad un dardo envenenado contra la autonomía municipal, pues la autonomía provincial, en un esquema mal diseñado y peor trazado, pretendió salir reforzada. También nos advertiría de que, efectivamente, el legislador sectorial autonómico es el que al fin y a la postre delimita y define el grado de autonomía municipal que tendrán los ayuntamientos, por lo que es enormemente operativo establecer límites a esa discrecional configuración de las competencias municipales por medio de leyes de mayoría reforzada (como fue el caso de Andalucía y Extremadura) o de leyes institucionales (como representó el caso de Euskadi), así como por medio de arbitrar sistemas de garantía institucional de las competencias municipales a través de modelos de alerta temprana (tal como se regula en la LILE y en la LGAMEX, de forma más incisiva que en la propia LAULA). En fin, había mucho recorrido en el análisis de las competencias municipales que el autor sacrifica, en parte, para poner el foco de atención en una cuestión abiertamente polémica, como es la de si deben o no existir las diputaciones provinciales, problema que Manuel Zafra lo reconduce inteligentemente a las respuestas que deben darse a la necesidad imperiosa de una instancia institucional que sea intermunicipal, pues en la práctica es inviable que el modelo de planta municipal atomizada pueda funcionar sin una arquitectura institucional que supla los déficit de gestión de los pequeños municipios, que son la inmensa mayoría.

Y, en esa línea, es como el autor elabora su propia propuesta, que articula en torno a los siguientes ejes:

  • Desvincular la provincia como división territorial
  • Prever una instancia internunicipal de creación autonómica
  • La determinación de las competencias y las relaciones con los municipios deberían formar parte del contenido de la ley de mayoría absoluta (estatal)

La tesis del autor se refuerza con una idea clave: “En una constitución reformada la instancia intermunicipal, esto es, la entidad local determinada por la agrupación de municipios no debe coincidir con la administración periférica del Estado” (ni cabe presumir con la Administración periférica de la comunidad autónoma).

El profesor Zafra es muy consciente de que la entidad provincial o cualquier otro artefacto institucional que le sustituya podrá ser objeto de disputa política, cuando no doctrinal. Las diputaciones provinciales han recibido fuertes embates desde el punto de vista académico o desde las trincheras políticas. Por ello, en una materia que se mueve con unas destrezas inusitadas fruto de muchos años de reflexión, el autor sitúa correctamente lo que son los aspectos más controvertidos, a su juicio de la intermunicipalidad. A saber: a) Las competencias; b) Las relaciones institucionales con los muncipios; y c) La elección de representantes.

La tesis de Manuel Zafra es muy conocida, por divulgada: en el tema de la intermunicipalidad (o de las diputaciones provinciales), “lo importante no es el nombre, es la función”. Su objetivo muy preciso: pretende centrar el debate y sacarlo de los estrechos límites del artículo 141 CE, pues -a su juicio- resulta estéril encerrarlo allí. Pero las preguntas surgen de inmediato (a las que intentará dar respuesta debida a lo largo del texto: ¿Y por qué no se plantea ex novo una planta municipal nueva?; ¿realmente mantener la estructura atomizada del municipalismo actual es defender la democracia y justificar su reajuste sólo se puede analizar o justificar en términos de eficiencia?; ¿es realmente factible la desaparición de la provincia como ente local con la tradición histórica y el arraigo político  fáctico, así como la coraza político-institucional frente al cambio (que, salvando, el caso de Cataluña y las comunidades insulares o las uniprovinciales, y en menor medida en Aragón) tiene en  buena parte del territorio estatal? Son preguntas que surgen, si queremos hacer el papel de abogado del diablo.

A todo ello el libro pretende dar debida respuesta. Y hay una idea-fuerza que se esgrime contundentemente (con gran valor simbólico y efectivo) contra los detractores de las diputaciones provinciales, por lo demás ya manejada en otros escritos del mismo autor: “El sentido de la intermunicipalidad es dotar de capacidad de gestión a los municipios para que el principio de subsidiariedad no haga saltar sus competencias a las comunidades autónomas”. Así, siguiendo el hilo argumental, defiende que municipios y provincias integran una sola comunidad política local, constituyen un mismo nivel de gobierno (…), de ahí la inadecuación de términos como coordinación y cooperación para caracterizar la interacción entre ambas entidades locales”. Partiendo de esa concepción y con la finalidad de defender la situación existente, aunque inteligentemente reconvertida a una intermunicipalidad de creación autonómica (que podrá mantener lo existente o crear algo nuevo de acuerdo con las limitaciones de la constitución reformada y el contexto normativo que el legislador estatal de mayoría absoluta determine), concluye del siguiente modo: “la autonomía provincial tiene un carácter instrumental y sus competencias son funcionales, no se proyectan sobre materias sino sobre competencias municipales”. Ello es cierto en gran medida, pero aun hoy las diputaciones provinciales también disponen (aunque de forma muy reducida) de ámbitos materiales de competencias reservados por el legislador básico, aparte de otras materias que la legislación sectorial autonómica quiera atribuirles (aunque sea muy tacaña, por lo común, en esos menesteres).

Lo más relevante de la construcción del profesor Zafra sobre la intermunicipalidad es su defensa a ultranza, partiendo de ese modelo competencial expuesto, de la legitimidad democrática indirecta, dando continuidad así, mediante esa arquitectura conceptual ciertamente ingeniosa, al sistema existente (por cierto, alejado radicalmente de las previsiones de la Carta Europea de Autonomía Local que, en este punto, el Reino de España hubo de presentar la consabida reserva). Podría considerarse como una parte débil de su argumentación, pero pronto se desvanecerá esa impresión, pues el autor no da el tema por zanjado, sino que lo refuerza con nuevos elementos.

A su juicio, no hay realmente intereses provinciales que estén en tensión con los intereses municipales, solo garantía para el equilibrio y la solidaridad intermunicipal. Aquí apuesta por un modelo racional de la intermunicipalidad, que debe estar impregnada de una dirección política que pondere con visión intermunicipal las solicitudes y políticas municipales. La construcción conceptual es impecable, pero -como bien sabe el autor- en no pocas ocasiones la política desordena radicalmente eso marcos conceptuales tan bien construidos con prácticas clientelares o de cariz similar, que empobrecen la teoría.

El concepto de autonomía local tal como ha sido construido por la jurisprudencia constitucional arrastra ese lastre original de configurarse a partir de la provincia y no del municipio, mezclando dos realidades institucionales muy diferentes entre sí. Y ello, como se ha expuesto, ha tenido graves consecuencias en el vaciamiento de su sentido y finalidad, sobre todo de su contenido. Así las cosas, cabe convenir que no hay soluciones técnicas a problemas que están mal planteados constitucional y normativamente, o mal resueltos jurisprudencialmente, pues la impotencia es el resultado. Y, por tanto, no cabe otra opción que reformar la constitución en los términos ya expuestos.

En esa reforma, el autor predica que la opción por una entidad de segundo grado encaja plenamente. La duda estriba es si ese encaje resulta tan pleno con la Carta Europea de Autonomía Local. Pero en la defensa de la intermunicipalidad en una constitución reformada el autor se inspira en la regulación de la LAULA (artículo 13), de la que fue inspirador y promotor, vinculando esa regulación constitucional a un complemento necesario de una ley de mayoría reforzada. De lo anterior deriva que “la asistencia no es un agregado yuxtapuesto de peticiones municipales, sino la articulación intermunicipal de prioridades formuladas por y desde los municipios”. Un modelo que también término inspirando la regulación de la LGAMEX, en el que la normativa provincial es una clave a partir de la cual se articulan las prioridades fijadas por los municipios mediante un procedimiento de ponderación de intereses que se debería acoger en la ley de mayoría reforzada.

En defensa de sus tesis, el autor defiende la legitimidad indirecta de la representación intermunicipal, pero no en la configuración actual de las diputaciones como entes que se dedican a la concesión de ayudas y subvenciones, pues esas funciones empobrecen la autonomía provincial y anulan la intermunicipalidad, pues tales cometidos los puede realizar mejor incluso (por la distancia y el alejamiento de las presiones inmediatas) las comunidades autónomas. Si esa es la esencia de la institución provincial su juicio es muy severo: “convierten a la institución provincial en algo perfectamente prescindible”. Y “el gobierno intermedio pierde así su legitimidad de eslabón entre un municipalismo fragmentado” (una realidad fáctica sobre la que el profesor Zafra construye toda su arquitectura conceptual y su propia propuesta de constitución reformada; y esto conviene no olvidarlo).

Así, no orilla la cuestión de fondo: “¿Tiene sentido institucional una instancia intermunicipal dotada de competencias funcionales y legitimidad de segundo grado?”. Y esta, en efecto, es la pregunta clave a la que el autor da una respuesta totalmente pragmática o centrada en un ideal rebajado que sea realizable: “Se trata de asumir la mejor de las salidas, consciente de la imposibilidad de encontrar una propuesta ideal”. Por consiguiente, es obvio que, según el autor, lo mejor es enemigo de lo bueno, y hay que partir de que, dado el contexto y el arraigo que tiene la institución provincial, así como por la existencia de un panorama municipal preñado de inframunicipalismo, se debe caminar hacia una reforma constitucional que mantenga las esencias del modelo hasta ahora existente, aunque cambie el nombre y el territorio de “la cosa”, dejando en mano de las comunidades autónomas, con las limitaciones establecidas en la constitución y en la ley de mayoría reforzada, la configuración puntual de cuál será la denominación de la entidad intermunicipal y cuál asimismo su territorio, pues en el ámbito de las competencias todo apunta a que su defensa cerrada de la funcionalidad es obvia y la representación debe ser indirecta.

En efecto, trayendo a colación el caso de los Kreise alemanes, en los que la sustracción de la competencia a favor de los distritos solo se puede admitir cuando el asunto específico no puede ser realizado de ninguna de las maneras en el ámbito municipal (un tema que abre de lleno la potencialidad o el recorrido que tendría en este campo el principio de diferenciación), concluye el autor que en la provincia “no están representados los ciudadanos, sino los municipios”. Una idea que, siendo cierta en términos normativos, no lo es tanto en lo fáctico, donde las listas de concejales de los distintos partidos o agrupaciones imponen sus criterios, al menos en estos momentos. De ahí deriva que la provincia es una agrupación de municipios y no de ciudadanos. Y pone de relieve, con fuerza argumental que basa en las tesis de la profesora Biglino, las aporías de una instancia intermunicipal elegida por sufragio directo, pues la finalidad de las diputaciones de asistir a los municipios de baja capacidad de gestión se podría ver perfectamente frustrada con una representatividad proporcional que alejara al inframunicipalismo de los resortes de poder de la entidad intermunicipal (hoy en día, de las diputaciones provinciales). La conclusión de ese trazado argumental es obvia: “La regulación de la autonomía intermunicipal en una constitución reformada debe mantener esta de configurarla por la agrupación de municipios”.

Esta es probablemente la parte más crítica de la obra y en la que, por tanto, despliega el autor mayor energía argumentativa. Realmente, tras esta primera lectura, me queda la impresión de que se opta por una vía pragmática que manteniendo la sustancia sacrifique la forma. La realidad local es la que es. Y cambiar la planta municipal, aunque teóricamente sea una vía transitable, es un avispero jurídico y político de magnitudes descomunales, objetivo que solo se podría afrontar con visos de poder tener éxito mediante un pacto de Estado (pues las respuestas autonómicas se me antojan impracticables) que no se vislumbra en el horizonte. Bajo esa perspectiva, la pervivencia del municipalismo con baja capacidad de gestión seguirá subsistiendo y algunas respuestas habrá que darle para que puedan prestar sus servicios públicos y ejercer las competencias que la legislación sectorial les atribuye. La fórmula mancomunada, siempre transitable, tiene también unos déficits de legitimación y unas dificultades de articulación y funcionamiento que son reales, aunque sea la más respetuosa con el principio de autonomía local desde la perspectiva de la autoorganización y de la propia CEAL. El régimen jurídico de consorcios y de convenios administrativos se ha empedrado en las últimas reformas normativas haciendo poco factible estas soluciones institucionales como medios alternativos (o complementarios) a la intermunicipalidad. Mientras tanto las diputaciones provinciales, con excepciones singulares, siguen arrastrando su mala imagen de “máquinas repartidoras de subvenciones” y sombras de clientelismo en algunos casos, pendientes de una reforma institucional y de una transformación organizativa y funcional que nunca llega. Pero ahí siguen, con más de doscientos años a sus espaldas. Y desbancar un modelo tan arraigado, aunque sea tan disfuncional, no es fácil. El profesor Manuel Zafra intenta ofrecer una vía intermedia en la que se articule racionalmente un modelo pragmático de intermunicipalidad que dé respuesta continuista, pero reformada, a un callejón hasta ahora sin salida. Esta es una de las grandes aportaciones del autor en esta obra a la arquitectura político-constitucional que deberá afrontarse en su día en una futura reforma constitucional, si es que algún día llega.

El Epílogo del libro no hace sino sintetizar en clave de ideas-fuerza todo lo expuesto hasta ahora. Su valor descriptivo y su energía conceptual son dignas de alabanza. Y no procede aquí reiterar lo ya expuesto. Sólo traeré a colación algunas líneas relevantes de su trazado conclusivo:

  • “Resulta difícil anticipar un pronunciamiento del Tribunal Constitucional. La norma no es la premisa de la que deducir el juicio de subsunción sino el resultado de un juicio de razonabilidad; el contenido y amplitud de las bases dependerá del caso concreto”
  • “La versatilidad de lo básico es inherente a la relatividad de la protección constitucional de la autonomía local.”
  • “Las sentencias recaídas con motivo de los recursos planteados contra la LRSAL es una muestra clara de la presunción de constitucionalidad y deferencia del Tribunal hacia el legislador, hasta el punto de dejar la impresión de una interpretación constitucional conforme a la ley en lugar de enjuiciar la ley conforme a la constitución”
  • “Las sentencias interpretativas o el desnudo decisionismo del Tribunal, por ejemplo, cuando determina que la elaboración del plan provincial cae dentro de la configuración legal pero está excluido del mínimo enraizado (…) la presunción de constitucionalidad y la interpretación conforme conceden primacía al legislador”
  • “La propuesta de este libro es, por tanto, una constitución de detalle, mayor densidad constitucional y remisión a ley de mayoría cualificada”

IV.-

Las propuestas normativas realizadas por las estructuras directivas o por la tecnocracia pueden ser altamente positivas en su trazado, aunque su ejecución siempre es política. Joaquín Varela, en su reciente obra Historia constitucional de España (Marcial Pons, 2020), editada tras su fallecimiento, abordó con rigor las reformas que José Calvo Sotelo, a la sazón director general de Administración Local, impulsó durante los años 1924 (Estatuto Municipal) y 1925 (Estatuto provincial). De la primera de ellas resalta, aparte de su extensión, su alta calidad técnica. Pero, a pesar de que algunas de las cuestiones allí reguladas se mantuvieron en el tiempo, incluso después de la caída de la dictadura (por ejemplo, el Cuerpo Nacional de Secretarios e Interventores Municipales), lo cierto es que la obra legislativa se fue desdibujando por imperativos de la propia política: “una cosa era lo que disponía el Estatuto y otra bien distinta su aplicación práctica”. Los intentos de erradicar el caciquismo, siempre presentes en ese marco normativo, no terminaron fructificando del todo. Como reconoció el Conde de Romanones, “el caciquismo, planta que en maraña espesa y ligante domina el suelo español, no desaparece en un año ni en diez; tiene las raíces muy hondas (…) y están arraigadas en todo el ámbito nacional y en todas sus clases”. Ciertamente, el caciquismo formalmente fue despareciendo de la escena política local, pero encontró pronto un sustituto que tomó inmediatamente su relevo y ha llegado hasta nuestros días: el clientelismo. Dicho esto, la reforma local de 1924-25 intentó que a través de las leyes la realidad política se racionalizara. Vano intento. Aunque algo logró. Tal vez, una reforma constitucional que refuerce la autonomía local consiga unas mayores cotas de autogobierno y mayor eficiencia, pero nada logrará realmente si no reduce a cenizas esas herencias de patología local que aún perviven en bastantes municipios y en otras tantas diputaciones.

El profesor Manuel Zafra Víctor también pasará a la historia como una de las personas que durante la vigencia de la Constitución de 1978 promovió la reforma de la autonomía local en los distintos ámbitos de responsabilidad directiva en los que desempeñó su actividad profesional en la Administración General del Estado y en la Junta de Andalucía. La pena es que su obra legislativa básica de reforma de la LBRL se quedara empantanada. Aun así, tuvo la energía y el empeño de empujar una importante reforma del cuadro normativo local de la Comunidad Autónoma de Andalucía (la LAULA), que desgraciadamente tampoco la práctica política ulterior ha sabido extraer toda la savia innovadora que tal marco tenía. Ahora, tras comprobar empíricamente las limitaciones del modelo constitucional existente de autonomía local, su desprecio evidente por parte del legislador básico y sectorial, así como la deferente actuación del Tribunal Constitucional frente a ese paulatino y cada vez más intenso vaciamiento de su (ya escaso) contenido articulado en torno a la garantía institucional de ese principio (de recorrido inexistente en estos momentos), aboga de forma clara y contundente por la reforma constitucional como único medio de dotar de forma efectiva a la autonomía local de pleno contenido, avalada eso sí por la actuación de un legislador estatal de mayoría absoluta (que sea quien regule las instituciones locales) y reforzado también por un legislador autonómico de mayoría absoluta que proteja sus competencias frente al legislador sectorial.

En cualquier caso, mientras la reforma constitucional se cuece, si es que alguna vez se pone al fuego, habrá que seguir viviendo, también institucionalmente. La existencia de los municipios deberá salvaguardarse y las competencias propias protegerse de algún modo. Por ese camino van las leyes autonómicas de “nueva generación” y, especialmente, la última de ellas (LGAMEX) que, a pesar de ser la más reciente, está llevando a cabo con mano firme un proceso de institucionalización más sólido en sus primeros pasos. Pero el legislador básico de régimen local, aún existente, no ayuda. Así las cosas, no estaría de más en esa línea, aun siendo consciente de todas las hipotecas que el modelo constitucional impone,  que se impulsara (siempre tarea más fácil que una reforma constitucional) una Ley de Cortes Generales que regule las instituciones o entidades locales (básica necesariamente, mientras no se reforme la Constitución) y que, siquiera sea como solución puente hasta que la reforma constitucional prospere, diera al menos mayor protección al municipalismo y a su compleja configuración fáctica actual, así como articulara de forma más razonable la intermunicipalidad, pues la actual LBRL se ha quedado absolutamente obsoleta, amén de haber sido parcheada en tantas ocasiones que su nervio institucional prácticamente se ha perdido. También las Comunidades Autónomas, en línea con lo hecho por algunos territorios (Andalucía, Euskadi y Extremadura) pueden mejorar la autonomía municipal y salvaguardar mejor sus competencias propias, aparte de incardinar o visibilidad la institución local en la arquitectura de poderes territoriales existente en cada Comunidad Autónoma. Todo ello sin perjuicio de que la reforma constitucional que propone el profesor Zafra sería una solución mucho más estable y menos sometida a los cambios de humor jurisprudenciales que un desconcertante Tribunal Constitucional nos tiene acostumbrados en el ámbito de la autonomía local. Pero, en cualquier caso, todo ello se lo tienen que creer sus actores principales: los partidos políticos. Y eso es algo que, en estos días, no se percibe. Esperemos que cambie. Esta magnífica obra puede ayudar a ello. Sin duda.

PUBLIC COMPLIANCE EN EL SECTOR PÚBLICO

(Prólogo al libro Guía Práctica de Compliance en el Sector Público, dirigido por Concepción Campos Acuña, que aparecerá editado en Wolters Kluwer España, 2020.)

 

España siempre ha sido un país con bajo cumplimiento de las leyes y con una mirada escéptica hacia la moral pública. Hay diversas raíces de patología en la cultura política, así como una excesiva dependencia de lo público fruto de un lento y desigual sistema de desarrollo económico, que explican en parte esa deriva social e institucional. No es momento de detenerse a analizar históricamente este fenómeno, pero un estudio de sus causas en el complejo proceso de construcción del Estado Liberal en el siglo XIX y primeras décadas del siglo XX, así como los casi cincuenta años de dictaduras o regímenes autoritarios que se vivieron en este país en el pasado siglo, tal vez nos iluminaran para comprender mejor por qué la aplicación de las leyes ha sido siempre entre nosotros relativa y cuáles son las circunstancias que explican el escaso arraigo de las virtudes republicanas en la política y en la sociedad españolas[1].

Omitiré, en consecuencia, cualquier análisis histórico por no ser lugar apropiado para hacerlo, pero no me resisto a incorporar, dada la conexión temática con lo que aquí se tratará, unas magníficas reflexiones de Manuel Azaña donde se hacía reiterado eco de la débil presencia de la moral pública en el comportamiento habitual de nuestros gobernantes y de la propia ciudadanía. En diferentes discursos y en sus propias Memorias políticas (Diarios) quien fuera Presidente de la II República española, aparte de con anterioridad Ministro de la Guerra y Presidente del Gobierno, así como líder incontestable de Acción Republicana y luego de Izquierda Republicana, identifica precisamente las raíces y las dimensiones del problema[2]. Traigamos a colación algunas de tales reflexiones, siquiera sea a modo de ejemplo.

En un discurso pronunciado el 14 de febrero de 1933, en el Frontón Central de Madrid, Azaña se muestra plenamente consciente de las hipotecas “culturales” que hereda el gobierno, situando entre ellas lo que viene a denominar como la falta de “higiene moral en la administración del Estado”. En efecto, la defensa de la moral pública como guía de conducta de los gobiernos republicanos va a ser, como expuso en su día el historiador Santos Juliá, una de las banderas diferenciadoras frente a la proliferación de conductas corruptas en los gobiernos monárquicos y en la propia dictatura de Primo de Rivera, que le precedieron. Así se expresaba en su día el historiador recientemente fallecido:

“Azaña debió su poder, en parte, a su autoridad y su prestigio, que descansaban en su destreza para proponer fórmulas transaccionales, en la lucidez con que abordaba inextricables problemas políticos y en la garantía de honestidad política, es decir, en las cualidades personales (…)”[3].

El discurso de Azaña, amén de ardiente, era muy ilustrativo sobre el valor que daba a la probidad pública en el ejercicio de la política, algo en lo que, como veremos, insistirá una y otra vez:

“Este Gobierno –afirmaba, está dando la prueba de la pulcritud moral, de la rectitud en la conciencia, de la ausencia en las costumbres, de limpieza y de prestigio, sacados precisamente de su honradez, como se había visto ninguno en España.

Y yo afirmo que este ejemplo diario de honradez pública y privada del Gobierno, de todos y cada uno de sus miembros y de su conjunto, vale tanto o más que toda la obra legislativa realizada por las Cortes, porque esta manera de vivir en la política y de dirigir el Estado es la sustancia misma de la virtud republicana, es la comprensión misma del deber cívico, y de nada nos serviría, y de nada nos serviría haber levantado una armazón política perfecta si la república estuviese entregada a hombres incapaces de tener esta noción del deber o a hombres débiles capaces de transigir con todas las concupiscencias que asaltan de continuo al poder público”[4].

Por tanto, Azaña abogaba por la construcción de un espíritu nuevo, un orden nuevo, no solo en lo político, sino también en lo moral, como bien subrayaba en ese mismo discurso. Y, en esa misma línea, en el que, al menos a mi juicio, es uno de los discursos más lúcidos de Manuel Azaña sobre la concepción de la política, este insigne republicano acierta al considerar que “el mayor mal de España es la falta de vigor moral”. En estos términos se expresaba:

En España lo que más nos falta no es inteligencia, no es instrucción, aunque no nos sobre ciertamente, (…) (sino) que donde se observa la mayor falta es en la flaqueza moral del espíritu público, que no es más que la suma de las flaquezas morales de cada persona particular[5].

Bien es cierto que el político y ensayista republicano ponía en valor la existencia de “talento” (como se diría hoy en día) en la sociedad española del momento, pero también añadía que la política no era capaz de atraerlo ni, en la mayor parte de las veces, ni siquiera de identificarlo:

“Estoy persuadido de que en España hay alientos sobrados para todos los vuelos. Lo que hace falta es, primero, saber que existen; segundo, saber dónde están, y tercero, tener el valor de ponerlos en movimiento”.

Una y otra vez se quejará amargamente Azaña, especialmente en sus Diarios tanto en 1931 como en 1936, de la imposibilidad de disponer de cuadros preparados para desempeñar las tareas de gobierno, pero siempre –como ya se ha visto- anteponía la conducta moral a cualquier otro tipo de atributo. Sin duda influenciado por el pensamiento estoico, en las tesis de quien fuera Presidente de la II República trasluce con rigor aquella máxima de Adam Smith sobre el buen gobernante; esto es, aquél que dispone de la mejor cabeza (competencias políticas) junto con el mejor corazón (virtudes morales)[6].

Su reiteración en la dimensión moral se trasladaba fácilmente a la política. Percibía Azaña “una pérdida de sentido moral envenenado por las contiendas políticas”, lo que, a su juicio, derivaba fácilmente “en un eclipse total del sentimiento de la justicia y del sentimiento de la piedad”, destacando que el papel del Gobierno para hacer frente a tales carencias era determinante, pues era necesario gobernar “haciendo saber a todos que hay un modo honesto, honrado de entender la vida pública, dentro del cual caben todas las competencias y todas las oposiciones”[7].

Incidía también Manuel Azaña en destacar la importancia de la política sobre la economía, y destacaba la existencia entonces de una crisis no solo económica sino también de valores, hasta el punto de afirmar que estaba en ruinas “la obligación moral de la ciudadanía”[8]. Realmente, la política de la II República, como muestran fehacientemente los propios Diarios que escribió Azaña, estaba plagada de “recomendaciones”, solicitud de favores, (auto)ofrecimiento de nombramientos en exclusivo rédito personal, cuando no de propuestas o conductas éticas enteramente reprochables. No fueron, sin embargo, estas causas las que exclusivamente provocaron a veces una caída evidente en el pesimismo frente a la evolución de los acontecimientos, pero también debieron influir en algunos de sus más negros diagnósticos. Así, el político republicano se dolía amargamente de que “en un país casi siempre mal gobernado como España” el período de la II República pudiera derivar en uno de tantos cortos períodos históricos de España en los que el país avanzó, para luego retroceder. El dolor se convertía en angustia cuando se preguntaba si, tras ese nuevo ensayo de modernización del país, “no estaríamos representando una vez más este drama de la regeneración imposible de la vida política española[9].

Pregunta que por su calado, conviene trasladarla conveniente y oportunamente a nuestros días, pues el fracaso en la promoción de un sistema de integridad de nuestras instituciones públicas que mejore la confianza de la ciudadanía en sus instituciones parece, hoy por hoy, evidente. Resulta, por tanto, interesante reflexionar también sobre esas herencias y ver el modo de desprenderse definitivamente de ellas.

……….. ……….. ………….

Sorprende que casi noventa años después el sistema político resultado de la Constitución de 1978 siga prestando tan poco interés a las cuestiones vinculadas con los valores públicos o con la integridad de las instituciones públicas y, por lo que ahora importa, de las personas que ejercen en ellas cargos y funciones de naturaleza pública al servicio de la ciudadanía. Hay, en efecto, una suerte de relativismo moral que se ha asentado en las instituciones públicas y en buena medida en la sociedad española que las sustenta, dónde el escepticismo hacia lo que son los valores públicos, la absoluta ignorancia de lo que es la ética del servicio civil o la probidad en el manejo de los asuntos públicos de cualquier naturaleza, viene amparada por una predominante mirada de escepticismo cínico de la política y por una concepción jurídica que da valor casi absoluto a la Ley y que, sin embargo, es plenamente consciente –tanto por quienes gobiernan como por quienes son gobernados- de que su efectivo cumplimiento está lejos de alcanzarse.

Pero resulta aún más sorprendente ese abandono de la integridad como presupuesto de ejercicio de las tareas públicas, cuando la vida política y económica de España está sumida en unos movimientos tectónicos donde la corrupción, en todas sus dimensiones, ha estado y sigue estando muy presente.

Lo explicó en términos muy diáfanos un reciente Informe del GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa), que tenía por objeto España, y cuyas primeras palabras enmarcan perfectamente el problema:

“La corrupción es una cuestión de gran actualidad en España. La confianza de los ciudadanos en las instituciones públicas es baja y, durante el quinquenio anterior, la corrupción se sitúa persistentemente como una de las preocupaciones más apremiantes para la sociedad, solo superada por el desempleo”[10].

Ciertamente, las prácticas de corrupción, como si de un ejército de termitas se tratara, erosionan hasta derrumbarla esa “institución invisible” -a la que se refiriera Pierre Ronsavallon[11]– como es la confianza ciudadana. Y no es un dato menor, puesto que la crítica situación del sistema institucional español en su conjunto amenaza con llevarse por delante, incluso, la propia Constitución de 1978, cuyo sostén político (y cabe presumir, por tanto, que ciudadano) es cada día menor. También en esto tiene que ver, al menos me lo parece, el fuerte desprecio político (y, en cierta medida, ciudadano) hacia los asuntos de integridad y probidad en la actuación de los poderes públicos y, en particular, de las personas que en tales instituciones desarrollan cargos o funciones de carácter público. Los ejemplos de probidad no abundan, manchados u ocultados por malas prácticas que algunas se airean y otras permanecen aún ocultas, a pesar de la retórica de la transparencia pública.

Transparencia e integridad son –también a juicio de Rosanvallon- formas en las que hoy se manifiesta la soberanía del pueblo. La transparencia tiene un marcado carácter instrumental frente a la naturaleza sustantiva de la integridad, pero ambas dimensiones representan visiones de una necesaria política preventiva que tiene por objeto restaurar o fortalecer esa dañada confianza ciudadana, lo cual no es fácil (menos aún cuando el daño institucional ya se ha producido). En cierta medida, aunque eso ya existía en la política tradicional (si bien con menos herramientas o instrumentos de control), transparencia e integridad resultan manifestaciones de una política mucho más personalizada, tal como ha recordado asimismo el profesor Rosanvallon con referencia esta vez a la propia integridad:

“La exigencia de integridad de los gobernantes se inscribe ciertamente en una tradición de rechazo de la corrupción como subversión moral e institucional inaceptable en un buen orden político. Pero al mismo tiempo la integridad ha cambiado de naturaleza y adoptado una creciente importancia, dado el hecho del tránsito desde una política de programas a una política de personas[12]

Retornando a nuestro país, pese al auge de los casos de corrupción examinados por los tribunales de justicia, no deja de llamar la atención que en estos últimos años (especialmente los que van desde 2016-2019) las medidas normativas dirigidas a impulsar un sistema de integridad institucional hayan sido prácticamente inexistentes, al menos en lo que afecta al Gobierno central. Ni el segundo Gobierno Rajoy, ni el Gobierno Sánchez salido de una moción de censura cuyo leitmotiv fue precisamente la corrupción, han sido capaces de construir una mínima política de integridad de las instituciones públicas, limitándose, en el primer caso, a “vivir de las rentas legislativas” (Leyes 19/2013, de transparencia, y Ley 3/2015, reguladora del estatuto del alto cargo, entre otras), que se aprobaron como grandes remedios “regeneradores”, pero que pronto su aplicación fue más que discutible, cuando no escasamente vigorosa, mientras que el breve mandato socialista ni siquiera dibujó línea alguna (estructural o normativa) que atendiera a hacer frente a esa necesidad de prevenir y luchar contra una corrupción que ha alcanzado cotas endémicas. Veremos qué nos deparan los siguientes meses y años[13].

La situación actual la describe con bastante rotundidad, dentro del lenguaje “diplomático” que endulza tales documentos, el Informe del GRECO antes citado: el aspecto más débil de esas leyes aprobadas radica precisamente en su aplicación práctica o, mejor dicho, en su alta inaplicación. España es un país de muchas y extensas leyes, que se publican en el BOE, al que se le pretenden efectos taumatúrgicos, y que por lo común no se aplican debidamente o, en el peor de los casos, se inaplican flagrantemente. Las incompatibilidades de altos cargos están perfectamente reguladas, pero su aplicación a través de una cautiva Oficina de Conflicto de Intereses, es muy deficiente, como expone con criterio el Informe del GRECO.

La lucha por la integridad y por el arraigo de los valores, así como por la ética pública o la moral “republicana” (entendida como ética de servicio público), cotizan aún a la baja en el sistema institucional español. El retraso en este punto es letal. Algo se inició tímidamente en 2005 (Código de Buen Gobierno) y 2007 (Código de conducta de empleados públicos en el Estatuto Básico del Empleado Público), pero ambas iniciativas estuvieron mal enfocadas conceptualmente y, además, pronto se convirtieron en papel mojado[14]. Nadie les prestó la atención que merecían. El poder, en todos sus niveles, hizo un ejercicio supino de cinismo político. La política española, también en buena parte de las estructuras de gobierno (aunque con excepciones), siguió anegada de prácticas de corrupción, de nepotismo y amiguismo, consustanciales al quehacer político de este país, y ello se proyectaba persistentemente en aquellas zonas de riesgo que son consustanciales a los manejos interesados de los círculos de poder y de sus aledaños: la contratación pública (siempre altamente sensible a las influencias del poder), en la política de nombramientos de altos cargos y personal directivo, en el uso y abuso del sistema de libre designación, en la contratación de personal en el sector público, o en el reparto de subvenciones (también un ámbito donde los favores del poder se prodigan), por solo traer los ejemplos más conocidos a colación[15]. Lamentablemente, ejercer el poder hoy en día sigue siendo, como en pleno siglo XIX (pero con una tarta presupuestarias de dimensiones infinitamente mayores) distribuir prebendas, recursos y favores entre “los amigos políticos”[16].

……………. ………………………

Planteada así la cuestión parece obvio subrayar la necesidad imperiosa de construir en España una política de integridad institucional que tenga, por tanto, una concepción holística: esto es, que sea capaz de incorporar en su seno herramientas propias del hard Law (el marco jurídico legal y administrativo aplicable) junto con otras de soft Law o de elaboración de sistemas de autorregulación sin el efecto jurídico del Derecho (construcción de marcos de riesgo y de integridad institucional, con códigos de conducta y comisiones o comisionados de integridad pública que refuercen la infraestructura ética de las organizaciones publicas). Lo cierto es que el frecuente uso por parte de las leyes del principio dispositivo por parte del legislador o poder normativo de desarrollo o, más concretamente, las escasas llamadas también por parte de las leyes a la construcción de sistemas de autorregulación están teniendo una aplicabilidad muy poco efectiva, pues todo lo que no sean reglas jurídicas directamente aplicables cuesta mucho que entren en la cultura institucional de nuestras organizaciones públicas, dado ese predominio jurídico formalista que aún nos invade. De ahí también las complejidades aplicativas que muestra el Compliance en el sector público, más allá de las propias empresas públicas.

En efecto, no hay que llamarse a engaño, el apabullante dominio de los juristas, de concepción ranciamente formalista y nada dados a indagar más allá de los márgenes de la Ley, hace que las posibilidades de que los mecanismos de autorregulación institucional se asienten realmente en nuestras instituciones (tales como códigos éticos o de conducta, así como de buenas prácticas) sean hoy por hoy muy limitadas, puesto que se impone el escepticismo de su pretendido carácter inservible (todavía defendido por no pocos actores políticos y funcionariales) y la fe ciega en el Derecho que todo lo resuelve, aunque la mayor parte de las veces no resuelva nada o, si lo hace, lo resuelva extemporáneamente o con una tardanza que ya no tiene remedio, especialmente en los temas de integridad, pues la condena penal o la sanción administrativa llegan cuando ya el mal (la pérdida de reputación o marca institucional) ya está hecho y, a veces, es irreversible. De ahí la importancia que tiene la política preventiva de integridad. Algo que no conviene olvidar nunca.

Bien es cierto que ya comienza a haber algunos movimientos, también en el campo jurídico-administrativo, tales como la asociación de Letrados de Comunidades Autónomas (en esto mucho más receptivos que la hasta ahora impermeable Abogacía del Estado)[17] que abogan por la implantación en las Administraciones Públicas (y no solo en el sector público empresarial) de lo que con esa denominación de lengua inglesa se conoce como Public Compliance y que aquí lo denominaremos como Política de Integridad Institucional.

No cabe duda que en esa promoción de la política de integridad de las instituciones públicas ha tenido un papel relevante la propia OCDE[18]. Pero no solo ni siquiera exclusivamente. El empuje de la ética pública nace muy vinculado al mundo político-administrativo anglosajón y también inicialmente como respuesta reactiva frente al surgimiento o proliferación de algunos escándalos en la vida pública e institucional. Es una política, por tanto reactiva, pero que también encontró eco en otros contextos institucionales con una fuerte impronta preventiva. Sus orígenes más remotos están en Estados Unidos (1978), en Canadá (década de los ochenta) y, ya más recientemente, en el propio Reino Unido (1994), con el Informe Nolan (Standars in Public Life), con versión en castellano editada inicialmente por el Instituto Vasco de Administración Pública y posteriormente por el Instituto Nacional de Administración Pública[19]. Por consiguiente, es cuando menos discutible que se pretenda relacionar la emergencia del Public Compliance (si por tal entendemos las políticas de integridad institucional) en la apuesta decidida por parte del mundo empresarial por lo que también en el ámbito anglosajón se conoce como la política de Compliance y que en España adquiere plena vigencia con las reformas del Código Penal de 2010 y especialmente de 2015.

A pesar de su innegable impronta anglosajona, las políticas de integridad institucional han terminado siendo importadas plenamente al espacio político de la Europa continental como asimismo a las instituciones de la Unión Europea. Incluso, países de tradición legislativa tan intensa, como es el caso de Francia, pronto terminaron interiorizando la necesidad de completar los marcos legales existentes con herramientas propias de los códigos deontológicos como medio de reforzar las instituciones públicas y la moralización de la vida pública, una de las metas precisamente del Gobierno Macron[20]. Pero la moralización de la vida pública no se detiene en la actitud y comportamiento de la clase política o de los directivos públicos, sino que afronta de lleno a los hábitos y formas de trabajar de la propia función pública, pues sin valores el servicio civil está ayuno de horizontes. No es momento, sin embargo, para tratar estas cuestiones de las que me he ocupado con detalle en otros trabajos[21]. Pero basta con constatar que la integridad está prácticamente ausente en la formación inicial (de entrada) o en la formación continua en la función pública, como tampoco forma parte –excepciones aparte, como es el caso del Gobierno Vasco- de políticas de desarrollo de competencias directivas o de altos cargos, así como del personal político. La existencia de foros de integridad o talleres de ética pública debiera ser un ámbito de actuación preferencial de los diferentes niveles de gobierno y de sus Administraciones Públicas, con la finalidad de reforzar la prevención de riesgos de malas prácticas o, en el pero de los casos, de corrupción. La construcción de infraestructuras éticas en las organizaciones públicas requiere ser configurada como una política propia y hasta ahora apenas lo es.

Efectivamente, una vez más, el estado de la cuestión en nuestro país es ciertamente malo. A diferencia de la inmensa mayoría de las democracias avanzadas e incluso de países de nuestro entorno inmediato como es el caso de Portugal, las políticas de integridad institucional siguen siendo orilladas, desconocidas o, peor aún, despreciadas bajo el manto de “que no sirven para nada”. La ignorancia del necio es su peor tarjeta de presentación.

La necesidad de que se implante en España una política de integridad institucional holística ha sido demandada recientemente por el Informe GRECO antes citado, en términos muy precisos y que no admiten demora. España, como dice el Informe, “no dispone de una estrategia general de lucha contra la corrupción”, pues ha ido aprobando, de forma desordenada y más bien reactiva, diferentes leyes que pretendían abordar aspectos parciales del problema, pero –tal como se ha dicho- con muchos problemas aplicativos. Por tanto el GRECO

“(…) lamenta que una política más holística en materia anticorrupción aún no haya surgido a nivel central. Las iniciativas adoptadas hasta la fecha, aunque dignas de mención, son más bien un enfoque poco sistemático acelerado por la indignación pública, no se basaron en ninguna evaluación de riesgos previa y no se basaron en una estrategia específica”.

Es cierto, no obstante, que el Informe hace también hincapié en algunas buenas prácticas a nivel territorial en las que destacan la iniciativa impulsada por el Gobierno Vasco en 2013 de construcción de un sistema de integridad institucional aunque limitado en su radio de acción por medio de la aprobación de un Código Ético y de Conducta de altos cargos y personal eventual, así como por la creación de la Comisión de Ética Pública, que ha sido motor en ese proceso de aplicación del código a supuestos concretos[22]. También se cita en el Informe el caso, más tardío y con una aplicación por tanto aún más limitada, de la Comunidad Valenciana con la aprobación de la Ley 22/2018, de 6 de noviembre, de la inspección general de servicios y del sistema de alertas para la prevención de malas prácticas[23]. Son dos concepciones distintas de enfocar el problema, también como consecuencia de los niveles de impacto que, en uno y otro territorio, han tenido los casos de corrupción (anecdóticos en el primer supuesto y algo más sistémicos en el segundo). No acaban aquí las buenas prácticas que pueden traerse a colación en lo que a políticas de integridad institucional respecta, pues hay otras muchas que no se pueden reflejar en este breve espacio. Convendría citar, al menos formalmente, el caso del sistema de integridad institucional de la Diputación Foral de Gipuzkoa, que ha sido, aparte de incorporado en un sistema de autorregulación ad hoc[24], reflejado incluso en una disposición normativa de carácter general, puesto que representa un ensayo –como todos mejorable- de imprimir un carácter holístico a esa política de integridad institucional, tal como recomendaba el último Informe del GRECO.

Por tanto, el camino por hacer es largo y complejo. Partimos, al menos por lo que a la Administración General del Estado, así como por lo que respecta a buena parte de las Comunidades Autónomas y la inmensa mayoría de los gobiernos locales, por una completa inexistencia (o un reconocimiento meramente formal) de políticas de integridad institucional, que para hacerse plenamente efectivas debieran incardinarse directamente en el objetivo de desarrollo sostenible número 16 de la Agenda 2030, con el fin de construir sistemas de Gobernanza Pública que aboguen por el fortalecimiento de las respectivas instituciones, haciendo así factible –tal como reconoció la propia Comisión Europea- el cumplimiento del resto de objetivos que la propia Agenda incuba como retos estratégicos[25].

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En este contexto histórico, conceptual, de análisis normativos y de experiencias comparadas que pretenden impulsar esas políticas de integridad institucional, es en el que cabe enmarcar esta importante obra que dirige y coordina con su particular destreza Concepción Campos Acuña. Su mayor atributo reside en afrontar desde innumerables ángulos de enfoque eso que se ha venido a denominar Public Compliance. No hay, en verdad, obra más completa hasta la fecha que se refiera a ese objeto. Será, sin duda, de obligada y necesaria consulta para quien quiera acercarse y comprender las diferentes y plurales dimensiones de esa compleja noción.

Por tanto, ante el lamentable estado de la cuestión que, en términos generales, ofrece España y sus Administraciones Públicas en relación con este tema, nunca estará de menos que se abunde en la reflexión, la divulgación o la mera difusión de una noción tan importante como es la puesta en marcha de políticas de integridad en las instituciones públicas. Desde algunas instituciones se está impulsando esa política, pero hasta que las leyes no lo pongan negro sobre blanco da la impresión de que nada es necesario en este país. No obstante, desde el Consejo de Europa (GRECO) nos empujan y al menos nos sacan los colores de vez en cuando. Pero son pequeños tirones de oreja que una política y una administración autocomplacientes amortizan pronto y desgraciadamente demasiado pronto sumen esas iniciativas en el más oscuro de los olvidos.

Bien es cierto que, limitadamente analizado, el enfoque del Public Compliance lo podríamos circunscribir a aquellas empresas públicas que, como consecuencia de las modificaciones del Código Penal antes expuestas, tienen una serie de estímulos legales para implantar en esas organizaciones marcos de riesgo y lograr, así, que tales medidas puedan ser valoradas, en su caso, en relación con la responsabilidad penal. Una ampliación de estas cuestiones, que obviamente aquí no pueden tratarse, pueden consultarse en diferentes trabajos de esta obra, pero asimismo en el documento antes citado del Grupo ASCOM[26]. Esta perspectiva, sin duda relevante, y que se retroalimenta con las importantes previsiones de la Ley 11/2018, de 6 de diciembre, por lo que afecta a su aplicación a algunas empresas públicas de determinadas dimensiones en lo que a información no financiera respecta[27], se analiza en diferentes trabajos de esta obra, pero con toda sinceridad no creo que sea el enfoque más importante en términos cualitativos en lo que a integridad institucional respecta, pero tiene “el estímulo” de que “el palo” sobrevuela la actuación de tales entidades, por lo que dotarse de tales marcos de riesgo y del arsenal de instrumentos que allí se prevén, es una medida política inteligente para tales entidades empresariales del sector público, concretamente las empresas públicas que puedan verse afectadas.

Los problemas reales, sin embargo, giran en aquellos casos donde “el palo” no funciona, y es preciso construir tales sistemas de integridad institucional a partir del uso de “la zanahoria”. Dicho en otros términos, lo procedente que es –como reiteran los informes del GRECO- disponer de un marco de integridad institucional holístico para prevenir y combatir la corrupción y las malas prácticas. Las democracias de nuestro entorno así lo están haciendo, lo cual es síntoma de que tal política es necesaria para mejorar la calidad de las instituciones y un factor que siempre se evalúa en esos casos. Educados en la cultura de la legalidad formal, tanto políticos y directivos como funcionarios, deben irse impregnando de esa cultura de integridad institucional y, para ello, obras como la que se prologa en estos momentos deben considerarse más que necesarias.

En esta importante y completa obra encontrará el lector desarrollo pormenorizado a muchas de las cuestiones que en este prólogo han sido simplemente esbozadas o, incluso, muchas otras que no han podido ser tratadas por razones de espacio (transparencia, protección del denunciante, la integridad como sistema de gestión, las nuevas tecnologías y las políticas de integridad, los delitos de las Administraciones Públicas y los criterios jurisprudenciales, los ámbitos de riesgo puntuales que se producen en la gestión pública, las responsabilidades penales y contables, y un largo etcétera). Tal como les decía, no se encontrara en el panorama bibliográfico español una obra más completa que trate ese particular objeto del Public Compliance. Solo cabe felicitar a la directora del proyecto, a la amplia nómina de autores que colabora en el mismo con innegable solvencia y rigor, así como a la editorial que impulsa esta publicación.

En cualquier caso, hay que ser concientes que este tipo de obra llega a un público altamente especializado y, por lo común, ya interesado o, al menos, estimulado por conocer estos enfoques. Y no podemos perder de vista, aunque sea una obviedad decirlo, que una política de integridad institucional es ante todo y sobre todo una política, aunque también es un sistema de gestión (y cabalmente habría que armonizar ambos planos), cuyo impulso exige, por consiguiente, un diseño previo de naturaleza holística, tal como se viene reiterando, pero además como elemento imprescindible un liderazgo político que interiorice la trascendencia de esa política, la empuje y la sostenga en el tiempo. Necesitamos no solo gobernantes íntegros, sino sobre todo que promuevan la integridad como política institucional. Sin ello, podemos llenar miles de páginas de trabajos tan meritorios e interesantes como los que aquí se recogen, pero apenas lograremos algo más que convencer a círculos reducidos de altos funcionarios de la trascendencia que tiene el problema que en esta obra se analiza, que es mucha y muy relevante para el futuro del país y, asimismo, para su desarrollo económico y social.

En fin, parafraseando a la profesora Adela Cortina, sólo cuando la política entienda que la ética “es rentable” institucionalmente (o mejor dicho, políticamente)[28], como factor que mejora la eficiencia y que resulta un elemento de innovación de las organizaciones públicas en su proceso de transformación, así como que realza la reputación o marca institucional, veremos que las políticas de integridad institucional se van reafirmando gradualmente en la organizaciones y entidades públicas. Largo y difícil proceso, viniendo sobre todo de donde venimos, pero por el que merece la pena batallar, pues está mucho en juego. Tal vez esté incluso en juego el futuro de nuestro propio sistema institucional. Que no es poco.

[1] Una primera aproximación a algunas de esas cuestiones se puede hallar en el epílogo “España, ¿un país sin frenos?”, recogido en el libro Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones, que publiqué en Marcial Pons/IVAP, Madrid, 2016. Si bien se trata solo de un primer esbozo, centrado en el mal funcionamiento del sistema de división de poderes en nuestro país, en el que se detectan algunos de los males endémicos del sistema político-institucional tal como se han ido gestando desde la aparición del Estado Liberal hasta nuestros días.

[2] Manuel Azaña siempre dio una importancia evidente a las cualidades morales, también de sus propios colaboradores. Así se expresaba en sus “Diarios”, el 20 de febrero de 1936 cuando hablaba de nombramientos de personal: “he colocado a la mejor gente del partido, en el que hay un personal de segunda fila muy lúcido y capaz, y muy honesto”. Pero aún así se quejaba amargamente de “la falta de gente apta para gobernar; no existe –añadía- el centenar de personas que se necesitan para los puestos de mando” (Manuel Azaña, Memorias de guerra (1936-1939), Grijalbo Mondadori, 1978, pp. 18-19.

[3] Santos Juliá, Manuel Azaña. Una biografía política, Alianza Editorial, 1990, p. 325. Y allí añadía uno de los atributos del líder político republicano: “La insistencia en ser pocos y limpios es precisamente lo contrario de lo que caracterizaba al viejo sistema de partidos, montado sobre amplias redes de amigos y clientes”.

[4] “El orden nuevo republicano. La anarquía mental. La moral pública. Valor nacional de la República respecto a la civilización española”. Discurso en el Frontón central de Madrid, el 14 de febrero de 1933, en Manuel Azaña, Discursos políticos, Crítica, Barcelona, 2019, pp. 274-275.

[5] “Grandezas y miserias de la política”, Conferencia en El Sitio de Bilbao, el 21 de abril de 1934”, Discursos políticos, cit., p. 373.

[6] La cita expresa es la siguiente: “Hablemos de la prudencia del gran general, el gran estadista, el gran legislador (…) Esta prudencia superior, cuando llega al máximo nivel de perfección, necesariamente supone el arte, el talento y el hábito o disposición de obrar con la más completa corrección en cada circunstancia y contextos posibles. Supone necesariamente la mayor perfección de todas las virtudes intelectuales y morales. Es la mejor cabeza unida al mejor corazón. Es la sabiduría más perfecta combinada con la virtud más cabal” (Adam Smith, La teoría de los sentimientos morales, Alianza Editorial, 2004, p. 377).

[7] Manuel Azaña, “Discurso en la sesión de Cortes de 3 de abril de 1936”, Discursos Políticos, cit.. pp. 448-449.

[8] Manuel Azaña, “Pasado y porvenir de la Política de Acción Republicana”, Discurso pronunciado en Madrid, el 16 de octubre de 1933, en la clausura de la Asamblea del partido de Acción Republicana, Discursos Políticos, cit., p. 304.

[9] Ibídem, p. 314.

[10] Informe de Evaluación España. Quinta Ronda de evaluación. Prevención de la corrupción y promoción de la identidad en los Gobiernos centrales (altas funciones ejecutivas) y Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, adoptado por el GRECO en su 83ª sesión plenaria (Estrasburgo, 17-21 junio 2019), aunque no se hizo público hasta el 13 de noviembre de 2019, justo después de las elecciones legislativas.

[11] Pierre Ronsanvallon, Le bon gouvernement, Sueil, París, 2015, pp. 305 y ss.

[12] Pierre Rosanvallon, Le bon gouvernement, cit, p. 353.

[13] No deja de ser llamativo que un día antes de hacerse público el Informe del Greco antes citado, que lo fue el 13 de noviembre de 2019, al hacerse pública el 12 de noviembre la pretensión de formar un gobierno de coalición PSOE-UP, se incidiera precisamente en ese punto (o en esa llaga) que fuera denunciado por el propio Informe. En efecto, en el documento de preacuerdo entre PSOE y UP (de 12 de noviembre) para un hipotético gobierno de coalición, se incluyera en segundo lugar el objetivo de “Trabajar por la regeneración y luchar contra la corrupción”. Medidas oportunas, cuando no oportunistas; pues no cabe duda que el Ejecutivo central conocía perfectamente los términos del Informe del GRECO. Pero bienvenidas sean tales medidas, si consiguen dar pasos firmen en esa dirección y no se transforman, una vez más, en mera coreografía.

[14] Sobre la inaplicación efectiva del Código de Buen Gobierno se puede consultar: M. Villoria, El marco de integridad institucional en España. Situación y Recomendaciones, Tirant lo Blanch/Trasparency Internacional España, Valencia, 2012. Allí se decía que el Código había quedado bastante desnaturalizado, pues “tras más de cinco años de implantación no se conoce ningún informe. Tampoco se conocen seminarios o reuniones en las que se haya debatido por los afectados el Código y sus implicaciones” (pp. 122-123). Y, por lo que afecta al Código de Conducta de Empleados Públicos, lo máximo que se puede decir es que ha transitando estos más de doce años de (aparente) vigencia, en el más obvio de los olvidos. Nadie lo conoce y nadie lo aplica.

[15] Sobre la identificación de riesgos en el ámbito del sector público en materia de corrupción y malas prácticas administrativas, es interesante el documento elaborado por el Concello de Contas de Galicia, que lleva por título Catálogo de Riesgos por Áreas de actividad. Una buena descripción de gestión riesgos en el sector público puede hallarse en el importante documento elaborado por la Asociación Española de Compliance (Grupo de Trabajo ASCOM), sobre Sector Público. Compliance en el Sector Público, septiembre 2019, pp. 12 y ss.

[16] No cabe aquí sino citar la obra de José Varela Ortega, Los amigos políticos. Partidos, elecciones y caciquismo en la Restauración (1875-1990), Alianza Universidad, 1977. Allí, entre otras reflexiones dignas de resaltar, se afirma la siguiente: “El sistema de favores singulares y relaciones personales, basadas en un uso discriminante de la maquinaria administrativa, favorecía al político profesional. Y, de hecho, la composición social de la clase política parece indicar que, con frecuencia, eran caciques aquellos individuos bien provistos de habilidades administrativas, como abogados o funcionarios. En este sentido, se hace difícil dejar de subrayar la importancia de la administración en la vida social y política española”. Más de cien años después, lo cierto es que las cosas no han cambiado exageradamente en ese decorado. Ha habido transformaciones innegables, pero la ocupación del poder sigue anclada en los mismos tics, si bien el caciquismo tradicional ha sido sustituido por el clientelismo político voraz de los distintos partidos políticos que pretenden apropiarse del presupuesto y de las prebendas anudadas al poder. Para una visión crítica de todo este proceso, sigue siendo imprescindible el libro colectivo coordinado por Antonio Robles Egea, Política en penumbra. Patronazgo y clientelismo político en la España contemporánea, Siglo XXI, Madrid, 1996.

[17] Sirva como ejemplo las “I Jornadas Técnicas sobre Compliance en el Sector Público”, organizadas por la Sección Académica de la Asociación de Letrados de Comunidades Autónomas, celebradas en Madrid el 24 de octubre de 2019.

[18] Sobre esta cuestión, por todos: Manuel Villoria y Agustín Izquierdo, Ética Pública y Buen Gobierno. Regenerando la democracia y luchando contra la corrupción desde el servicio público, Tecnos, Madrid, 2016, especialmente pp. 155 y ss. Más recientemente, la OCDE ha editado en 2017 una Recomendación que lleva por título Integridad Pública, de indudable importancia para todo lo que aquí se trata. A todas estas cuestiones se refiere con detalle el trabajo de Concepción Campos Acuña en este mismo libro.

[19] Todas estas cuestiones las he tratado en diferentes trabajos. Sirvan ahora como referencia, por ejemplo, los siguientes: Cómo prevenir la corrupción. Integridad y Transparencia, Catarata/IVAP, 2017; y, asimismo, entre otros, “Una ‘mirada’ comparada sobre códigos éticos y de conducta en la función pública”, Revista Vasca de Gestión de Personas y Organizaciones Públicas, número 13 (en abierto). Igualmente se pueden consultar diferentes entradas en mi Blog incorporado en la Web La mirada institucional (https://rafaeljimenezasensio.com/), a través de las voces “ética pública”, “integridad institucional” o “códigos éticos”.

[20] A todas esas experiencias me refiero en los trabajos citados en la nota anterior. En todo caso, al lector interesado le reenvío principalmente al Informe Nadal (Rapport Nadal) publicado en Francia en 2015, donde se ilustra perfectamente ese cambio de tendencia, auspiciado ya por los Informes Sauve y Jospin, así como por la creación de la Alta Autoridad para la Transparencia en la Vida Pública en 2013.

[21] Esta cuestión la trato monográficamente en el trabajo, “Una ‘mirada comparada …”, cit.

[22] Ver: https://www.euskadi.eus/comision-etica-publica/web01-a2funpub/es/.

[23] Digna de mención en la Comunidad valenciana es, asimismo, la creación de la Agencia Valenciana Antifraude de prevención y lucha contra la corrupción, cuya labor está siendo importante, aunque tales modelos de Agencias antifraude, cortadas bajo el patrón de la experiencia pionera catalana, no han terminado de asentarse en el sistema institucional de integridad. Su fortaleza debiera estar más en la prevención que en “la lucha” contra la corrupción, pues está –por los motivos ya indicados- se despliega preferentemente mediante instrumentos jurídicos y a través de procedimientos sancionadores o judiciales. Las Agencias antifraude o de lucha contra la corrupción también son objeto de una contribución en esta misma obra.

[24] Ver: https://www.gipuzkoa.eus/es/diputacion/sistema-de-integridad.

[25] Comunicación de la Comisión Europea “Próximas etapas para un futuro europeo sostenible” [COM (2016) 739 final]: “El desarrollo sostenible requiere un enfoque político global e intersectorial para asegurarse de que los retos económicos, sociales y medioambientales se abordan conjuntamente. Por ello, en última instancia el desarrollo sostenible es una cuestión de gobernanza que requiere los instrumentos adecuados para garantizar la coherencia política en las diversas áreas temáticas”.

[26] Sector Público. Compliance en el Sector Público, cit. pp. 15 y ss.

[27] Ley 11/2018, de 28 de diciembre, por la que se modifica el Código de Comercio, el texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio, y la Ley 22/2015, de 20 de julio, de Auditoría de Cuentas, en materia de información no financiera y diversidad.

Ver especialmente la modificación de los artículos 44 y 49 del Código de Comercio, en particular por lo que respecta a la información no financiera que deben presentar determinadas empresas de capital (también las públicas) por lo que afecta a las políticas de prevención y atenuación de riesgos. Ver, asimismo, disposición transitoria que, tras tres años desde la entrada en vigor de esa Ley, se aplicará a todas aquellas empresas (públicas) que dispongan de más de 250 trabajadores.

[28] Adela Cortina, “Las tres edades de la ética empresarial”, Construir confianza. Ética de la empresa en la sociedad de la información y de las comunicaciones, Trotta, Madrid, 2003, p. 29.

 

 

 

 

PÍLDORAS DE PENSAMIENTO POLÍTICO (II): BARÓN D’HOLBACH

EL ARTE DE TREPAR (EN POLÍTICA)

baron d'holbach

“La verdadera política no es otra cosa que el arte de hacer felices a los hombres” (Holbach)

Paul Henri Thiry, Barón d’Holbach, fue un destacado representante de la corriente filosófica radical de la Ilustración, junto con Diderot, Helvétius o Condorcet, muy influyente por algunas de sus obras (por ejemplo, Sistema de la naturaleza, Etocracia o La politique naturelle), en las que destacaban una serie de ejes rectores de su pensamiento filosófico, influido marcadamente por Spinoza, tales como una concepción firme del principio de igualdad social que se alejaba de los pensadores económico-liberales y de la entronización del mercado (aunque no exenta de muchos matices: imponer una igualdad económica total era, a su juicio, la antesala de la tiranía, pues los más útiles debían ser premiados), una filosofía moral –como recuerda Jonathan Israel (Una revolución de la mente. La Ilustración radical y los orígenes intelectuales de la democracia moderna, Laetoli, 2015)- basada en que la conducta humana se gobierna por una compleja serie de estímulos, inclinaciones y motivos, y, entre otras muchas, la importancia central de la educación como medio de liberar al hombre de sus ataduras: “Es la educación y no el linaje –como sostenían Helvétius y Holbach, así lo recuerda Israel- lo que produce personas apropiadas para los altos cargos; y es el mérito y no la cuna el criterio para juzgarlas”. Su concepto de educación desbordaba con creces lo que los individuos aprendían en la escuela.  Era mucho más holístico.

Esta breve obra que comentamos (se trata más bien de un opúsculo: Barón d’Holbach, El arte de trepar a la usanza de los cortesanos y otros ensayos, Sd-edicions, Barcelona, 2013), describe magistralmente el arte de trepar en la Corte, pero muchas de sus reflexiones pueden ser trasladadas al ecosistema de la Política actual o a las relaciones entre los gobernantes y quiénes dependen de su discrecional criterio para mantenerse en posiciones de autoridad (altos cargos, directivos o altos funcionarios de la Administración, los nuevos cortesanos). De ahí su innegable vigencia. Solo hace falta repasar algunos de sus envenenados “dardos” o de sus inteligentes observaciones. Cámbiese “cortesano” por “político”, por quien se mueve en los enredos de la política o en las redes de los propios partidos políticos, y la actualidad de tales aforismos es incuestionable. Veamos:

  • “El cortesano (…) es un animal anfibio”
  • “Los hombres ordinarios solo tienen un alma y por contra el cortesano dispone de varias”
  • “De todas las artes la más difícil es la de trepar”
  • “Un buen cortesano jamás debe tener opinión propia, solo debe tener la de su señor o ministro”
  • “Para vivir en la Corte (en la Política) es necesario ejercer un completo control de los músculos de la cara, a fin de recibir, sin pestañear, las más sangrientas afrentas. Un suspicaz, un hombre que tenga humor o recelo, no será capaz de salir adelante”
  • “El gran arte del cortesano, objeto esencial de sus estudios, es ponerse al corriente de las pasiones y vicios de su amo, a fin de ser capaz de agarrarle por sus puntos débiles”
  • “El cortesano ha de esmerarse en ser afable, afectuoso y educado con quienes pueden ayudarle o perjudicarle; debe ser altivo con los que no necesite”.
  • “Amigo de todos, pero sin sentir flaqueza de atarse a nadie”

Consejos sabios para sobrevivir en la Corte de entonces o en la selva de la Política de ahora. No los echen en saco roto, menos aún si se mueven en las procelosas aguas de la actividad política o gubernamental. Siempre se aprende de los clásicos. Leerlos o releerlos (como ha sido el caso) es una fuente inagotable de recursos. Ideas preñadas de modernidad, por mucho que algunos crean ingenuamente que hemos avanzado tanto.

 

 

 

 

PÍLDORAS

PENSAMIENTO POLÍTICO (I): BACON

BACON

Preliminar

En tiempos de lectura fragmentaria, intermitente e instantánea, quiero contribuir modestamente a despertar  el estímulo por una lectura intensa, continua y sosegada, sobre todo de aquellos que se dedican o tienen interés por “la cosa pública”, ya sea en calidad de políticos, funcionarios, académicos, analistas o público en general. Espero, al menos, que la selección de estas “píldoras” despierte interés por una lectura más profunda de estas obras (unas más breves y otras más extensas) en ese público objetivo que trata con lo público y que, en esta acelerada vida, apenas tiene tiempo para reflexionar sobre lo que hace, defiende o estudia. Son lecciones de los clásicos, unos más antiguos y otros más modernos, que irán llenando este rincón. A mí me han servido de mucho, sobre todo me ha proporcionado enorme placer leerlos. Recurrir a ellos es impregnarte de prudencia y tal vez de algo de sabiduría (aunque sea en pequeña escala), así como ayudarte a mejorar en todos los niveles de la vida personal, profesional y social, también política. De eso se trata.

Comienzo esta desordenada serie con Francis Bacon y unos extractos de su obra Ensayos, publicados bajo el título De la Sabiduría egoista (Taurus, 2013). Unas citas llenas de actualidad, donde se reflejan como si fueran espejos no pocas miserias que rodean a nuestra vida pública. Pongan nombres (uno o varios) a los retratos, tal vez no se equivoquen. En otros casos les costará encontrar correspondencia, pero son máximas a tener en cuenta en la turbulenta actividad pública.

  • Sobre los gobernantes: “Los hombres situados en grandes puestos (…) no disponen libremente ni de su persona, ni de sus acciones, ni del tiempo. Es un extraño deseo buscar el poder y perder la libertad; o buscar el poder sobre los demás y perderlo sobre sí mismo”
  • Ascenso político: “Elevarse a los puestos es trabajoso y esos hombres (…) a veces son viles y, mediante indignidades, alcanzan las dignidades”
  • Ejemplaridad: “Al desempeñar tu puesto pon ante ti los mejores ejemplos”
  • Integridad: “La integridad sincera (…) evita no solo la falta, sino la sospecha”
  • El poder y la persona: “El puesto muestra al hombre; y nos muestra algo de lo mejor y algo de lo peor”
  • La astucia política: “Esos hombres astutos son como buhoneros de baratijas, no les cuesta mucho trabajo abrir su tienda”
  • Mandatarios ególatras: “Los hombres que se aman a sí mismo demasiado arruinan la cosa pública”
  • Sabiduría egoísta: “La sabiduría egoísta (…) es la sabiduría de los cocodrilos, que derraman lágrimas cuando van a devorar”
  • Tiempo de reformas: “El que no quiera aplicar remedios nuevos tenga que esperar nuevos males, pues el tiempo es el mayor innovador; y, por supuesto, si el tiempo altera las cosas para empeorarlas y la sabiduría y la prudencia no las alteran para mejorarlas, ¿cuál será el final?”
  • Innovación: “El tiempo pasa tan rápido que una obstinada retención de costumbres es tan turbulenta como una innovación”
  • Reformas graduales: “Estaría bien que los hombres siguieran en sus innovaciones el ejemplo propio del tiempo, el cual, por supuesto, hace muchas innovaciones pero tranquilamente por grados que apenas se perciben”
  • Reforma y cambio: “Ha de ser la reforma la que produzca el cambio y no el deseado cambio el que busque la reforma”
  • Estudios: “Los estudios sirven de deleite, de ornamento y de capacitación”
  • Estudios (II): “Las personas astutas desdeñan los estudios, las personas sencillas los admiran, y las inteligentes los utilizan”
  • Cultura y Dirección política: “El planeamiento y dirección de los negocios son mejores cuando proceden de hombres cultos”
  • Libros: “Algunos libros son para probarlos, otros para devorarlos y unos pocos para masticarlos”

Primera entrega. Vendrán más, cuando el tiempo de trabajo me lo permita. Bacon vivió entre 1561 y 1626. Sorprende que sus juicios y opiniones sean tan actuales. Realmente, la naturaleza humana no ha cambiado tanto. Al menos eso parece.

 

 

UN ENSAYO EXCELENTE SOBRE THOMAS PAINE

Reseña del libro de de Christopher Hitchens, Los derechos del hombre de Thomas Paine, Debate, 2016, pp. 249.

“Quien desee asegurar su propia libertad deberá proteger de la represión incluso a su enemigo, porque si viola este deber, establece un precedente que le alcanzará a él mismo” (Thomas Paine)

Este libro lleva varios meses en el mercado. Sin embargo, aunque dormitaba en mi biblioteca  –como tantos otros libros a la espera de ser leídos- por fin le ha tocado el turno. Y debo reconocer que su lectura me ha producido uno de los momentos más placenteros de los últimos tiempos. Conocía al personaje y también su obra, pero el autor me ha enseñado a interpretar algunas claves (que no terminaba de descifrar) sobre Thomas Paine.

Había leído, en su día, un enfoque muy diferente del debate abierto entre las tesis de Edmund Burke reflejadas en su conocida obra Reflexiones sobre la Revolución francesa (CEC, Madrid, 1978) y la respuesta que dio Thomas Paine en su también reconocido libro Derechos del Hombre (Alianza Editorial, 1984). Se trataba del libro de Y. Levin, titulado El Gran Debate. Edmund Burke, Thomas Paine y el nacimiento de la derecha y de la izquierda (Gota a Gota, 2015). Algunas la reflexiones allí contenidas las incluí en notas a pie de página de mi reciente libro Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones (Marcial Pons/IVAP, 2016). Pero, ciertamente, lamento que la obra que reseño se editara en castellano cuando ese libro estaba cerrado, pues sin duda muchas de las reflexiones de Christopher Hitchens hubiesen encontrado acogida en sus páginas. Aunque no tengo excusa, la obra en inglés estaba editada en 2006. Una pena no conocerla.

La obra de Hitchens va mucho más allá de su enunciado, pues –bajo la excusa de analizar la citada obra de Paine- se adentra en un extraordinario análisis de las relaciones triangulares entre la Gloriosa Revolución de 1688 en Inglaterra, el proceso de independencia de lo que posteriormente serían los Estados Unidos (y su sistema político-constitucional), así como de los acontecimientos que se sucedieron en la Revolución Francesa hasta la llegada al poder de Napoleón.

El personaje, Thomas Paíne, de origen inglés, fue –como es conocido- uno de los impulsores intelectuales de la independencia de las colonias americanas tras la publicación de su opúsculo El sentido común en 1776 (edición en castellano en editorial Tecnos, 1990), del que en aquellos años se vendieron más de medio millón de ejemplares (en una población de poco más de tres millones de habitantes). Pero además, por razones inicialmente comerciales, Paine retornó a Europa a finales de la década de 1780 y fue testigo de excepción, así como protagonista destacado, de algunos momentos clave de la Revolución francesa. Allí se quedó hasta inicios del siglo XIX.

El libro relata magistralmente esas etapas (sobre todo las dos últimas) y contextualiza la increíble vida de este activista y pensador singular y excepcional que fue Thomas Paine, defensor de los derechos humanos, de la democracia, enemigo de la monarquía (aunque en la Francia se opuso a la condena a muerte de Luís XVI por no haber tenido un juicio justo), combatiente del esclavismo y del colonialismo, precursor del Estado Social y otras tantas cosas.  Debo reconocer que la etapa francesa de Paine es la que más me ha interesado porque es la que me ha descubierto algunas facetas desconocidas de la evolución de su pensamiento y me han situado mejor en la comprensión de una persona que tuvo muchos aciertos (e intuiciones), pero también cometió errores en las percepciones iniciales que tuvo sobre la Revolución francesa, que pudo comprobar incluso en su propia carne con su encarcelamiento y la inmediatez de la guillotina en plena época del Terror, de la que se libró por azar. La cita que abre este comentario procede precisamente de las lecturas que extrajo de la deriva radical-jacobina de la Revolución Francesa. Por circunstancias de la vida, su concepción de los derechos y de la organización del poder (Constitución como límite) no terminó de cuajar con las expresiones políticas que dieron rienda suelta al Terror. Amigo de Condorcet, ambos sufrieron los azotes del “Comité de salud pública”. Sin embargo, su defensa de la democracia no sufrió un ápice.

No es mi intención comentar aquí tan excelente obra. De Christopher Hitchens había leído el  libro titulado Mortalidad, que sinceramente me impactó (dado que relata cómo se enfrentó dignamente el autor a la muerte). En este libro, de factura completamente distinta, el autor acredita un magnífico conocimiento de la historia y de la filosofía política, incluso de la organización político-constitucional de los Estados. No en vano era graduado en Oxford en Philosophy, Politics and Economics. Tras la lectura de esta obra, no puedo más que recomendarla a todas aquellas personas interesadas por estos temas. Además, muchas de sus reflexiones son útiles para el momento actual que vive también la política española en múltiples dimensiones.

Y solo para “abrir boca” relataré de qué forma tan magistral acaba el libro.

En el año 1798, las autoridades británicas estaban obsesionadas por sofocar la influencia de la Revolución francesa. Una de las medidas que adoptaron entonces fue encarcelar al nacionalista radical irlandés Arthur O’Connell.  Y para “expiar sus culpas” y evitar que se le relacionara con tal proceso revolucionario, entregó un poema, que sus seguidores vieron como un acto de claudicación. En este poema, aparentemente, renegaba de las tesis de Thomas Paine. Y se expresaba en estos términos:

“(1) La pompa de las cortes y el orgullo de los reyes/(2)estimo yo por encima de todas las cosas terrenales;/(3) amo a mi país; el rey/(4) por encima de todos los hombres, canto en su alabanza:/(5) los pendones reales están desplegados,/(6)y ojala tengan éxito los que portan el estandarte.

(1)Dispuesto estoy a desterrar de aquí / (2) los Derechos del Hombre y el Sentido Común,/(3) ¡Confusión a su odioso reinado,/(4) ese enemigo de los príncipes, Thomas Paine!/(5)¡Derrota y ruina caigan sobre la causa/(6)de Francia, sus libertades y leyes”.

Estas son las palabras de Christopher Hitchens en relación con el citado poema: “Si el lector tiene la paciencia de tomar un lápiz y unir el primer verso de la primera estrofa con el primero de la segunda, y luego repetir este proceso con los versos segundo, tercero y cuarto de cada estrofa, y así sucesivamente, no le será difícil formar un poema que dice algo muy distinto”. La verdad que en este caso lo he puesto más fácil numerando los versos. En efecto, las apariencias engañan. Como concluye el autor: “¡Cuánto han sufrido los británicos con su estúpida creencia de que los irlandeses son tontos”! Sencillamente genial.

 

                         

«ESPAÑA, ¿UN PAÍS SIN FRENOS?»

(EPÍLOGO DEL LIBRO: R. JIMÉNEZ ASENSIO, LOS FRENOS DEL PODER. SEPARACIÓN DE PODERES Y CONTROL DE LAS INSTITUCIONES, MARCIAL PONS/IVAP, 2016) [1]

Introducción

No se busque en estas líneas un amplio diagnóstico ni una serie de remedios mágicos que resuelvan los graves problemas institucionales que aquejan a ese país llamado España. En los últimos años y como consecuencia de la profunda y larga crisis económico financiera que se inaugura entre nosotros a partir de 2008, a la que pronto se sumó una crisis institucional de magnitudes desconocidas hasta ahora, han proliferado los análisis de las enfermedades crónicas o de los males temporales que sufre el modelo constitucional inaugurado en 1978.

Es cierto que, con mayor o menor frecuencia, se producen en España voces corales que, desde diferentes ángulos de la intelectualidad, abordan las dificultades endémicas por las que atraviesa el sistema político-institucional o sus debilidades económico-financieras, cuando no se pone el acento en la cuestión social o en los sempiternos problemas de articulación (o de falta de integración) territorial del Estado.

Aunque esas doctas opiniones se vienen dando a lo largo de la historia de los siglos XIX y XX, así como en estos primeros pasos del siglo XXI, la intensidad de las mismas se ha acrecentado en determinadas etapas históricas. Y en este punto ha habido dos momentos cumbre, por lo que a nosotros importa. El primero se produce con la reacción del mundo intelectual tras el desastre de 1898, que llenó innumerables páginas de reflexión critica sobre los problemas existenciales del país debidas a escritores, ensayistas o incluso algunos científicos. Sin duda eran en su mayor parte contribuciones de gran relieve literario y debidas a plumas de prestigio del período.

El segundo momento cumbre –elegido un tanto interesadamente- se proyecta sobre la etapa actual y es, por tanto, el que se produce como consecuencia del desmoronamiento de las instituciones públicas tras la reciente crisis económico-financiera. En esta fase las principales aportaciones han partido del ámbito de la intelectualidad económica[2], del mundo del Derecho Público[3], así como algunas de tono periodístico o incluso ha habido algún novelista de primer nivel que ha terciado en el debate[4]. Pero en estos últimos casos, a diferencia del desastre de 1898, la mirada –salvo excepciones singulares- ha sido más corta y el recetario mucho más instrumental[5].

Es verdad que hubo otro momento álgido a la hora de testar los males que aquejaban al país. Y este se sitúa en el período de entreguerras, aunque se proyecta también sobre el difícil momento de postguerra que afrontó España tras 1939. Pero en su primera etapa ese movimiento reflexivo de la intelectualidad española, cuyo gran baluarte fue, sin duda, Ortega y Gasset, puede considerarse como una suerte de prolongación temporal de los males que aquejaban a este país tras el desastre de finales del XIX. Y, en su segundo período, se trató de una literatura de ensayo que fue obra de la intelectualidad de los exiliados republicanos, con alguna excepción de aquellos que fueron disintiendo del régimen franquista y buscando tender unos puentes que habían quedado absolutamente rotos entre las dos Españas. Aparte de las innumerables obras que vieron la luz como representación de esta segunda etapa, no puede aquí sino resaltarse la contribución de Julián Marías a este importante debate, especialmente a través de un opúsculo que centra de forma impecable uno de los problemas peor entendidos de nuestra propia convivencia: la Guerra Civil[6].

La pregunta que encabeza este Epílogo es sin embargo pertinente, pues trata de explicar por qué el sistema político-institucional que nos hemos dotado en estos dos últimos siglos no se adecua a uno de los pilares básicos de cualquier modelo constitucional, como es el de no solo diseñar sino sobre todo garantizar que la arquitectura de separación de poderes actúe realmente como freno del poder. No es cuestión de reiterar lo expuesto, pero sin tales frenos o el poder se transforma con facilidad en despótico. Es preocupante la impotencia que hemos mostrado para dotarnos a lo largo de estos doscientos últimos años de sistemas institucionales que supongan un límite efectivo al ejercicio de ese poder por parte de cualquier nivel de gobierno y de cualquier gobernante. Causas las hay, pero no son ninguna excusa. Más bien nos retratan como pueblo indolente y poco amigo de principios básicos de cualquier moderno sistema institucional comparado como son la objetividad, la imparcialidad, el mérito o la responsabilidad, por solo traer a colación algunos.

No se trata en ningún caso de repetir cosas ya expuestas. Solo se pretende poner el acento en aquellos puntos que nos ayuden a comprender cómo hemos llegado aquí y nos permitan dibujar con trazo grueso a forma de esbozo cuáles podrían ser algunas de las medidas paliativas para mejorar, siquiera sea gradualmente, los defectos de fabricación que ofrece ese sistema político-institucional que padece unas fuertes dosis de subdesarrollo o de retraso secular.

Para lograr ese ambicioso objetivo cabrá detenerse primero en identificar cuál es el legado institucional que el sistema político-constitucional de 1978 ha recibido. Con ese fin se hará un breve (e incompleto a todas luces) repaso histórico, a través del cual se puedan detectar algunos de los puntos neurálgicos en los que residen los problemas que actualmente están enquistados en las instituciones del sistema político-constitucional español. La base de este análisis serán las líneas expuestas en las páginas anteriores, centrando la atención en la nula vigencia efectiva del principio de separación de poderes, así como en la inviabilidad del sistema de controles en el ejercicio del poder durante el frágil, intermitente e incompleto proceso de conformación del Estado Liberal en España.

Sin embargo, esa perspectiva es muy poco útil en algunos momentos, ya que la accidentada historia político-constitucional, así como la existencia de largos períodos de gobiernos de factura conservadora-reaccionaria, o incluso de varias décadas de dictadura, conforman un escenario institucional muy diferente al que existió en buena parte de las democracias avanzadas de nuestro entorno. Hubo, es cierto, momentos en que nuestras diferencias con los países del entorno más inmediato no fueron formalmente muy amplias, pero también existieron largos períodos históricos en los que las distancias entre nuestra situación político-institucional y la de las democracias avanzadas europeas eran lisa y llanamente siderales.

El legado institucional recibido es, por tanto, un pesado fardo. Y lo cierto es que, a pesar de los grandes avances que supuso el régimen constitucional vigente en relación con los largos años de la dictadura franquista, no se supo –como resaltaron en su día Acemoglou y Robinson- “romper el molde”[7]. Las herencias enquistadas de un modelo basado en una concepción de caciquismo político (aunque rebautizado de muchos modos en diferentes contribuciones recientes) echaron de nuevo raíces fuertes, aunque cabe dudar si realmente en algún momento nos abandonaron[8].

Si se quiere entender, en consecuencia, la situación presente desde el punto de vista de la salud del sistema institucional, se deberá hacer hincapié especial en esa dimensión patológica de una lacra como es la concepción caciquil o, en su transformación más reciente, como un clientelismo político que ahoga toda la vida político-institucional del país. Esta lacra se instala en las mentalidades tempranamente y llega sin solución de continuidad hasta nuestros días. Hay, sin duda, razones económicas y también sociológicas (inclusive se podría decir que antropológicas) en ese modo de actuar, como así lo ponen de relieve diferentes trabajos académicos. Pero la falta de construcción efectiva de un auténtico mercado competitivo (transformada más bien en una economía “de amiguetes” dependiente estrechamente del poder), la carencia secular o imposibilidad de construir una democracia sólida y verosímil (frente a la patología del falseamiento electoral o del vaciamiento real del funcionamiento de las instituciones de control) o el radical fracaso de edificar una sociedad basada en el mérito (y no en el amiguismo, el nepotismo o el clientelismo), está todo ello en la base de buena parte de nuestros problemas actuales.

No cabe duda que el país se ha modernizado en muchos sentidos. Por lo que en estos momentos importa, se ha dotado de un sofisticado y denso sistema político-institucional de frenos y contrapesos, pero de impronta meramente formal, que se ha trasladado sin solución de continuidad a buena parte de las entidades territoriales (Comunidades Autónomas) e incluso que se ha proyectado sobre determinados gobiernos locales. El isomorfismo institucional ha hecho el resto. Habrá pocos países en el mundo que dispongan de una estructura institucional tan prolija de mecanismos de supervisión y control del poder o de lugares institucionales en los que sus gobernantes hayan de rendir cuentas (al menos, formalmente) del ejercicio de sus funciones.

Sin embargo, a nadie mínimamente informado se le escapa que todo este alambicado panorama institucional no funciona. Está basado en la trampa de las apariencias (por emplear una noción que acertadamente utilizara Guy Debord[9]). Al menos, es algo evidente que ese sistema institucional dista mucho de funcionar correctamente. Y ese escenario plagado de instituciones de control ofrece ámbitos en los que el recorrido de mejora institucional es sencillamente abrumador. Pero no es tanto un problema de diseño como de funcionamiento o rendimiento institucional, al fin y a la postre de cultura político-institucional. Hay mucha coreografía y apenas papeles principales que actúen de forma efectiva. Las explicaciones a este mal funcionamiento institucional del sistema pueden hallarse en muchos sitios. Sin duda, la historia (el legado institucional) nos da algunas claves. El papel de los partidos políticos nos da alguna otra. También pueden dar respuesta a ese mal funcionamiento otros factores como el marco económico-financiero o la estructura social, así como la diversidad territorial y las distintas fuentes de riqueza según esos mismos territorios que conforman aún hoy esa estructura estatal que se llama España.

En efecto, la lacra que contamina todo el edificio institucional y promueve el mal comportamiento que los diferentes actores llevan a cabo en la gestión de lo público es, sin duda, la existencia de una arraigadísima cultura de clientelismo y de concepción patrimonial del poder que nos acompaña desde épocas remotas. Ningún gobierno, ningún territorio (ya sean estos nacionalidades o regiones), tampoco ningún partido o fuerza política, así como casi ninguna persona con responsabilidades públicas o sin ellas, pero asimismo la mayor parte del tejido empresarial, de organizaciones sociales, del sistema universitario y de la propia ciudadanía, está a salvo de esa epidemia contagiosa que conlleva esa mala praxis que se proyecta sobre todos los niveles de gobierno, en cualquier responsabilidad pública y también en el comportamiento muchas veces censurable de los actores privados que interactúan con los poderes públicos.

Por tanto, la cultura del favor, de la posición dominante a través de la intermediación (antes caciquil y ahora política), así como unas instituciones públicas ayunas por lo común de la construcción efectiva de marcos de libre concurrencia y en las que la cultura del mérito solo es un valor formal y no efectivo, son desgraciadamente el escenario habitual, con algunas excepciones, de nuestro sector público. El retraso institucional es secular y ya lo puso de relieve el economista Douglass North hace muchos años, al hacer hincapié en que, a diferencia de Inglaterra cuyo marco institucional permitió un intercambio impersonal complejo y una estabilidad política, en España “las relaciones personales siguieron siendo la clave de gran parte del intercambio político y económico”[10]. Peor aún, sigue siéndolo también ahora.

Es cierto que algunos espacios institucionales están más contaminados que otros por ese pésimo legado institucional. En algunos ámbitos –más bien limitados- el mérito ha ganado algo de terreno, pero incluso en el sistema universitario o científico en el que ese sistema de mérito debería ser el paradigma exclusivo de su funcionamiento, los agujeros negros son múltiples y desdicen mucho de la efectividad de tal principio.

Por ejemplo, la función pública o la contratación administrativa, a pesar de tener sistemas legales muy estrictos, también en no pocas ocasiones escapan a la lógica del principio de igualdad de oportunidades y de libre concurrencia. Esto es algo patente en las contrataciones laborales en el sector público instrumental, así como en las contrataciones temporales y en el nombramiento de funcionarios interinos o en la perversa aplicación de la figura del personal eventual, por no hacer mención a la provisión de puestos de la alta administración, ya sean estos por libre nombramiento o libre designación, donde la vigencia del principio de mérito desfallece hasta límites vergonzosos. Más serio es que buena parte de esa legión “de enchufados” que han entrado en las Administraciones públicas o en su sector público por la “puerta lateral”, terminen luego (como ha pasado en decenas de miles de casos) sumando las nóminas permanentes de esas estructuras administrativas e hipotecando el funcionamiento de las mismas durante aquellos decenios en los que pastelearán del erario público hasta que llega su jubilación (que, en infinidad de casos, aún no lo ha hecho). Todo ello con el “visto bueno” (más bien el impulso) de unos sindicatos que han sido actores privilegiados, cuando no protagonistas, de ese reparto de un sistema de clientelas.

La efectividad del principio de legalidad siempre ha sido muy relativa o laxa en este país, también hoy en día. Pero no es cuestión de detenerse en esas fallas del modelo, pues alguna publicación reciente lo ha hecho con una mirada crítica[11]. No cabe ser muy incisivo para poner de relieve que la seguridad jurídica es una de las premisas básicas para un buen funcionamiento del Estado de Derecho. Adam Smith, como se ha indicado anteriormente, ya puso el foco de atención sobre las relaciones estrechas entre crecimiento económico y una buena administración de justicia. Pero ese tema se extiende a zonas que quedan fuera del ámbito de análisis de este trabajo.

Tal vez, para algunos lectores parezca excesivo el énfasis que en las páginas que siguen se da a esas lacras de funcionamiento del sistema público insertas desde finales del antiguo régimen y sobre todo desde los primeros pasos de la construcción del débil Estado liberal español. Pero no cabe ocultar que, tras un análisis detenido de los sistemas constitucionales formales que se han producido a lo largo de la historia de este país, las respuestas al mal funcionamiento de las instituciones políticas y de control no se encuentran, si no muy parcialmente, en los problemas de diseño de tal arquitectura institucional, sino más bien en cuestiones sustantivas o materiales (sin duda mucho más intangibles) como son las relativas a la existencia secular de una cultura de clientelismo y patrimonial que se ha instalado en las mentalidades públicas y privadas e impregnado el (mal) funcionamiento del modelo en su conjunto.

En el caso de España, el punto de partida no dista mucho de ser diferente al existente en algunos momentos de su historia en otras democracias hoy en día avanzadas. El clientelismo político (bajo diferentes denominaciones y caras) ha sido algo común –como ya se ha visto- en los sistemas comparados, especialmente durante el siglo XIX. La diferencia estriba en que mientras esos países han ido sentando las bases de construcción de una arquitectura institucional que actuara como freno al poder mediante la prevalencia del sistema de mérito y la erradicación sistemática (aunque gradual) de una corrupción que aun así termina también emergiendo episódicamente, España ha sido por lo común impotente a la hora de romper ese pesado legado institucional que nos sigue acompañando en el ejercicio del poder, sea este el que fuere. Una pésima concepción de la política puede estar en el transfondo de este monumental problema[12].

Por eso permítanme ser un tanto escéptico sobre las bondades infinitas que un proceso de refundación de un nuevo sistema constitucional (tantas veces transitado entre nosotros) o de reforma constitucional (apenas ejercido nunca o casi nunca) provocaría sobre la mejora del sistema institucional en su conjunto. Si se lleva a cabo una reforma intensa y extensa (o una parcial muy bien diseñada), algún efecto beneficioso cabrá predicarle. Hay instituciones que funcionan muy mal debido en parte a su pésimo diseño institucional (Senado, Consejo General del Poder Judicial, etc.), pero otras no ofrecen especiales errores en su diseño de fabricación y su rendimiento institucional es más que discutible, al menos en determinados momentos como los actuales (Tribunal de Cuentas, Tribunal Constitucional, etc.).

Tal vez una reforma constitucional ayude a mejorar el rendimiento institucional o el funcionamiento de una Constitución territorial que nunca ha encontrado su verdadero sitio o de esas instituciones citadas. No cabe obviarlo. En cualquier caso, yerra quien piense que a través de un proceso de adanismo constitucional o de reforma constitucional mejorará la aplicación efectiva del principio de separación de poderes en su concepción de equilibrio institucional y de control efectivo del poder, salvo que se erradiquen las viejas prácticas corruptas (porque de corrupción se trata) de ejercicio del poder sobre bases de clientelismo político, ocupación de las instituciones por los partidos, politización de la Administración Pública, captura descarada de las instituciones de control y de las autoridades independientes y reguladoras, o reinado del amiguismo y el nepotismo en el sector público.

Por tanto, que no se pretendan extraer de la chistera soluciones de prestidigitador constitucional. El problema, como se verá de inmediato, no es formal sino material. Reside en una pésima concepción de las instituciones como instrumentos de ejercicio del poder, que habitualmente son “ocupadas” con un fuerte desparpajo y con ejercicios constantes de cinismo político (que no es menester aportar ejemplos aquí) por la fuerza política gobernante o por el resto de fuerzas políticas para beneficio de sus propias clientelas o de una política sectaria y no como mecanismos al servicio de unas políticas públicas para los ciudadanos. Y eso, con toda sinceridad, no se resuelve con nuevas constituciones o reformas constitucionales como tampoco con la emergencia de nuevos actores políticos, sobre todo cuando estos –de forma consciente o inconsciente- reproducen (o multiplican incluso) algunos de los vicios de los viejos partidos. Unas formaciones políticas “nuevas” no son presupuesto de una “nueva forma de hacer política”. Hay ya varios ejemplos de cómo estas “formaciones nuevas” han hecho cursillos de inmersión acelerada en poner en práctica patologías clásicas de “la vieja política”. El problema es mucho más profundo de lo que muchos quieren ver.

 

El legado institucional: un pesado fardo

El legado institucional recibido por el sistema constitucional de 1978 hunde sus raíces en el Antiguo Régimen y en las concepciones que anidaron entonces en las precarias instituciones públicas del período. También ese legado tiene mucho que ver con cuestiones económico-financieras y sociales. Pero no podemos detenernos en su análisis. Algo ya se ha visto en las páginas precedentes en los juicios emitidos por Steve Pincus o por Douglas North. Se podrían añadir algunos más.

Los análisis económicos, ya desde la pionera obra de Adam Smith, pusieron énfasis especial en el importante papel que tienen las instituciones para el desarrollo de un país desde cualquier dimensión[13].

La monarquía de los Austrias dilapidó enormes recursos de metales preciosos, sin saber construir un tejido económico-social al calor de esos recursos. Sin duda la situación empeoró con la dinastía de los Borbones. A partir de ese momento la influencia político-institucional francesa, mal comprendida y peor trasladada, será una de las constantes de funcionamiento del sistema institucional, acentuada en cierta medida tras la Revolución francesa. Tras ese episodio, el constitucionalismo español solo mirará –y muchas veces de reojo, con efectos propios del estrabismo- a Francia, mientras que la influencia británica será puramente testimonial y aquella otra mirada a realidades institucionales diferentes (como la del parlamentarismo belga o el constitucionalismo estadounidense), más formal que efectiva.

La Administración del Antiguo Régimen se asentaba sobre bases feudales, pero también dispuso de un mínimo aparato administrativo. El Estado moderno, también en España, se construye a partir de la burocracia y del ejército. La compra de empleos públicos –al igual que sucediera en Francia- fue un (pésimo) hábito institucional adoptado por las ingentes necesidades de recursos de la Hacienda del Reino, que adelantaba la instalación de una concepción patrimonial de lo público posteriormente desarrollada (en el peor de los sentidos) por el propio Estado Liberal.

En todo caso, en este período de pretendido absolutismo monárquico (mas aparente que real) “el aparato institucional –como estudió Miguel Artola- es mínimo y tiene en la creación de los Ministerios su pieza clave”[14].

En todo caso, algunas tendencias “modernas”, que se manifiestan en el Estado Liberal, como son las relativas a la burocratización o a la concepción patrimonial del poder, ya están incubadas en ese período del Antiguo Régimen. La presencia del mérito –ausente por lo demás en cualquier institución pública comparada del período, salvo el caso prusiano- se veía debilitada en algunos casos por otros factores de reclutamiento de las élites político-administrativa (estamentales, procedencia territorial, familiares, etc.). Todo esto terminó impregnando, como no podía ser de otro modo, los inciertos y complejos primeros pasos de la construcción del Estado Liberal en España durante las primeras décadas del siglo XIX.

A diferencia del caso francés, en España no se produjo una revolución liberal que marcara un antes y un después en la conformación de las estructuras institucionales y de la propia sociedad civil. El proceso de “constitucionalización del Estado” –en palabras de Adolfo Posada- fue lento y plagado de incidentes o, si se prefiere, de idas y venidas[15].

Las tensiones entre el absolutismo monárquico (Antiguo Régimen) y el liberalismo no se resolvieron realmente hasta bien avanzada la década de los treinta del siglo XIX. La Constitución de 1837, pero sobre todo el final de la primera guerra carlista (1939), marcan el inicio del frágil asentamiento de un fragmentado liberalismo español, que pronto comenzó a facturarse en dos polos antagónicos: el liberalismo “conservador” (de factura fuertemente doctrinaria, sobre todo a partir de 1843) y el liberalismo “progresista”; ambas corrientes políticas marcarán dos modos de entender la libertad y el sistema constitucional muy diferentes entre sí. Más adelante, el progresismo se fracturará asimismo en diferentes sensibilidades que tomaban por bandera presupuestos democrático-radicales, republicanos, nacionalistas o de raíz eminentemente social (socialistas, anarquistas y comunistas). Pero no adelantemos acontecimientos.

Tal como se decía, el constitucionalismo español bebió casi exclusivamente de fuentes francesas. Dejando de lado la Constitución de Bayona de 1808, el sistema constitucional gaditano se inspiró en el modelo revolucionario francés, aunque intentó justificar su existencia como un retorno a la tradición perdida. Así, en efecto, se ensayó esa conexión en el “Discurso Preliminar” a la Constitución de 1812 y también se advierte su reflejo en alguna obra del momento[16]. Pero como bien expuso Adolfo Posada no convenía llamarse a engaño, pues los constituyentes gaditanos establecieron “un régimen nuevo bajo la influencia de la ideología triunfante en la Revolución”[17].

Bajo esa herencia o legado revolucionario francés, bien se puede deducir que la existencia de tres poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) era meramente formal, pues esa arquitectura institucional estaba preñada –al igual que sucediera en Francia- por un innegable desconfianza hacia el Poder Ejecutivo (Rey) que se mostraba fehacientemente en la configuración de unas Cortes unicamerales con fuertes atributos (incluso acrecentados con la titularidad del ejercicio de la potestad reglamentaria en la propia asamblea representativa). El diseño institucional del modelo constitucional francés de 1791 estaba presente en la Constitución de 1812, pues ni siquiera se previó un Legislativo bicameral como freno a la actuación del poder representativo.

Esa concepción rígida y descompensada del principio de separación de poderes ha sido atentamente estudiada por Varela Suanzes-Carpegna, quien pone de relieve la existencia de un recelo de los constituyentes gaditanos hacia el despotismo ministerial y concluye su excelente obra con estas palabras: “Ejecutivo (un ejecutivo hereditario en su cúspide, a diferencia de lo que establecía la muy exitosa Constitución estadounidense de 1787) y legislativo se concibieron, así, como dos poderes casi independientes, sin más mecanismos de unión entre ellos que la débil iniciativa y la sanción regia de las leyes, que llevaba anexa un simple veto suspensivo”[18]. Este era, quizás, el único freno institucional que se preveía, a imagen también del veto establecido en la Constitución francesa de 1791.

La influencia constitucional anglosajona fue muy escasa o anecdótica y en todo caso intermitente, básicamente de orientación doctrinal y poco o nada efectiva en lo que a la articulación de un sistema de pesos y contrapesos frente al ejercicio del poder respecta. Es cierto que algunas huellas de esa influencia se dieron en determinados momentos (algunos pasajes del Discurso Preliminar, dado que Argüelles estuvo exiliado en Inglaterra; las aportaciones de Blanco-White; las de Bentham en el trienio liberal; y, en fin, algunas otras que se dieron en los primeros pasos del período isabelino), pero en términos de configuración institucional del principio de separación de poderes en su variante de checks and balances antes analizado, bien se puede concluir que la influencia del modelo anglosajón fue inexistente.

El constitucionalismo liberal español tardó en arraigar. La restauración del absolutismo, tras el breve paréntesis constitucional en un momento de excepción (invasión de las tropas napoleónicas), abrió un largo período de tensiones entre absolutistas y liberales, aunque estos se fragmentaron pronto en dos tendencias que con el paso del tiempo se harían irreconciliables. Pero la frágil e intermitente vida institucional del constitucionalismo gaditano nos legó una pesada herencia que destruiría, antes incluso de su construcción, el edificio de la Administración Pública: las cesantías.

Esta perversa institución acompañó a la vida político-administrativa española desde los inicios de construcción del primer y temprano liberalismo hasta bien entrado el siglo XX, aunque lo más grave es que anidó a partir de ella una “cultura patológica” de clientelismo en el uso del poder y de los oficios y cargos públicos. La literatura costumbrista del siglo XIX está plagada de referencias a ese mal endémico de la sociedad y de las instituciones, así como a las penurias que los cesantes pasaban una vez que eran apartados de la función pública, pues la pretensión inicial de costear con una pensión ese período de ausencia en el ejercicio de tales funciones públicas fue, una y otra vez, sistemáticamente incumplida ante el endémico estado de la Hacienda Pública decimonónica[19].

La función pública española del siglo XIX estuvo, pues, marcada por cambios constantes de las plantillas de empleados públicos como consecuencia de los cambios también incesantes de gobiernos y ministros. Este mal no era privativo de España en aquellos momentos, pues existía también en otros países europeo[20]. La diferencia fundamental radicaba en que los países europeos se fueron dotando a lo largo del siglo XIX de estructuras burocráticas profesionales, algo que en España tardará mucho en llegar, y cuando lo haga será de forma incompleta. La inestabilidad política o político-constitucional, según los casos, es algo que influyó sobremanera en la escasa profesionalización de la función pública. Solo la lenta y paulatina aparición de los cuerpos especiales atenuó algo esos efectos.

Por lo demás, el análisis formal de las distintas Constituciones que existieron en la España decimonónica puede tener algún interés académico, pero aporta escaso o nulo valor a nuestro enfoque institucional. La práctica totalidad de las Constituciones decimonónicas entronizaron directa o indirectamente el principio de separación de poderes, pero la concepción dominante de esa división de poderes estuvo completamente alejada de la idea de control o de equilibrio. Siempre un poder se impuso (o se pretendió imponer) sobre los demás: en los escasos períodos de constitucionalismo liberal progresista se erigía el Legislativo como poder dominante; en los largos períodos de gobiernos conservadores-doctrinarios era el Ejecutivo (Rey-Gobierno) quien dominaba la escena institucional.

En verdad, como ha sido inteligentemente resaltado por diferentes autores, el principio de separación de poderes nunca existió en la España decimonónica, pues dada la débil configuración del Parlamento, la existencia de un sistema electoral viciado y la debilidad consustancial del Poder Judicial (colonizado por la política hasta al menos 1870), así como de unos fuertes poderes locales basados en la lógica del caciquismo, el poder dominante fue siempre la Administración Pública que repartía los escasos recursos o intermediaba, a través de la polémica figura de los Gobernadores Civiles, con los caciques locales. Este fue un factor diferencial con otros países europeos; cuando en estos sobresalía el papel del Parlamento, entre nosotros el Ejecutivo ocupaba el centro del escenario político.

A ello contribuyó, como se verá de inmediato, el papel residual del progresismo en calidad de actor institucional, a partir de lo cual –según apunta Zafra con acierto- “fue inevitable que los tres poderes se refundieran en un compacto bloque oligárquico que patrimonializó el Estado, esto es, la Administración Pública”[21]. En términos similares se pronuncia Varela Ortega, ya que en el sistema político-institucional del siglo XIX español, a su juicio, “el Ejecutivo lo controlaba todo; entre otras cosas, las elecciones; esto es, el legislativo. Alterada de ese modo la separación e independencia de poderes, desaparecía el margen y los mecanismos políticos que hacían posible la alternancia”[22].

En todo caso, e independientemente del tamaño del cuerpo electoral, las elecciones no funcionaron como medio de identificar las posiciones políticas de la población española. Siempre las ganaba, por lo común, quien estaba en ejercicio del poder. Daba igual que gobernaran los moderados (que hacían uso y abuso de la facultad de fabricar elecciones o, mejor dicho, de “construir” parlamentos a través de ellas) o que lo hicieran los progresistas. Por ejemplo, en el sexenio democrático, “se dio el fenómeno político de que el Gobierno convocante de las elecciones obtuvo siempre una mayoría en las Cortes”[23].

Esa tendencia se confirmó y se hizo sistémica en el denominado sistema político de la Restauración. Javier Moreno Luzón lo puso de relieve en un interesante estudio: “La intervención del Gobierno en el proceso electoral fue constante entre 1876 y 1923 y, aunque varió constantemente de unas elecciones a otras, en todas venció el partido gobernante que las convocaba. Consiguientemente, el nivel de fraude orquestado por el Ministerio fue siempre alto”[24].

Por tanto, la corrupción electoral estaba a la orden del día (el conocido “pucherazo” ). Ni siquiera con la llegada inicial del sufragio universal masculino en el sexenio revolucionario (1868-1874) mejoraron las cosas. Tampoco demasiado –como se ha visto- tras la implantación definitiva del sufragio universal masculino en 1890. En este caso las elecciones eran más limpias en los distritos urbanos, pero también en ocasiones plagadas de irregularidades.

La construcción del Estado Liberal español durante el siglo XIX se hizo sobre pies de barro. Mientras que Francia se dotó (tras los primeros fracasos constitucionales de la Revolución) de una serie de elementos nucleares que sirvieron de argamasa para construir esa “masa granítica” de la que hablara Napoleón: imposición del francés como lengua única en la Administración y en el sistema educativo; codificación; centralización administrativa y profesionalización (relativa) de la función pública (aunque solo la de algunos cuerpos inicialmente y con no pocas debilidades: la extensión de los concursos no se alcanzó en muchos casos hasta finales del siglo XIX), España, por su parte, navegó impotente durante todo el siglo XIX ante el reto de hacer frente a tales objetivos. La construcción del Estado-Nación no podía, así, ser efectiva[25].

En efecto, la débil configuración de un Estado-Nación paupérrimo se arrastrará hasta el siglo XX e, incluso, hasta nuestros días, ya que esa pretendida construcción fuerte del Estado-Nación se quiso hacer bajo períodos de Dictadura en el siglo XX, lo que acarreó una pésima imagen de tal noción y su deslegitimación sobre todo a ojos de las posiciones políticas progresistas. Esta debilidad del Estado Nación, desde una óptica de desarticulación territorial, fue estudiada atentamente por Fusi Aizpurua, quien desarrolló esos males endémicos sucintamente enunciados y otorgó la importancia debida a la escuálida y falta de profesionalización Administración Pública como una de las rémoras para la construcción efectiva de ese Estado-Nación[26].

Pero más determinante a nuestros efectos es que la vida político-institucional española durante el siglo XIX y buena parte del XX (hasta 1931) estuvo dominada por dos tendencias-fuerza que, aunque citadas telegráficamente con anterioridad, conviene analizar con cierto detalle: el predominio abrumador (en términos temporales) del constitucionalismo conservador-doctrinario o, en su defecto, la larga vigencia de períodos dictatoriales (casi 50 años en el siglo XX), así como la impotencia de las fuerzas progresistas de construir un modelo constitucional sólido, por un lado; y, por otro, la instalación y desarrollo a lo largo del tiempo –tal como ya se ha expuesto- de una cultura política basada en el clientelismo, en la patrimonialización del poder político y, por tanto, en la inexistencia casi total (salvo excepciones muy singulares) de una cultura institucional o de un “pensamiento institucional” de quienes ejercían esas tareas de dirección política del país[27].

Estas dos tendencias marcarán, sin duda, las debilidades intrínsecas del sistema constitucional español y llegarán (lo que es más preocupante) con pleno vigor, aunque con desigual intensidad en su aplicación, hasta el régimen constitucional vigente y su posterior desarrollo, donde inclusive echarán profundas raíces. De esas dos tendencias-fuerza interesa al objeto del presente estudio más la segunda que la primera, pues es aquella la que, como se ha visto, actúa como carcoma sobre el sistema institucional, erosionando la más mínima efectividad de funcionamiento de los mecanismos de control, ya sea a través del desfallecimiento absoluto o relativo del principio de mérito o por medio de la captura descarada de la alta administración, del sector público instrumental y del complejo institucional de control y de regulación por parte de los partidos políticos, cuando no a la ocupación de la cúspide gubernativa del Poder Judicial y, a través de ella, la interferencia de una política de nombramientos en puestos clave del sistema judicial español.

No obstante, conviene detenerse brevemente también en la primera línea de tendencia enunciada, pues es constitucional e institucionalmente de una transcendencia fuera de lo común. En efecto, el constitucionalismo liberal español estuvo preñado desde sus inicios y a lo largo de buena parte de su desarrollo de una fuerte impronta del “liberalismo doctrinario”. Mientras que en Francia, patria de esa corriente liberal doctrinaria, esa tendencia político-constitucional adquirió carta de defunción tras la Revolución de 1848, en España encontró pleno apogeo en el período isabelino (1843-1868) y se trasladó sin solución de continuidad al sistema político de la Restauración (1875-1830), un período que el propio Adolfo Posada calificó de “Restauración doctrinaria”, pues su impulsor, Cánovas del Castillo, era una de las figuras relevantes de tal corriente.

No deja de ser curioso, aunque sea abrir un paréntesis en el discurso, cómo la influencia francesa sobre el sistema institucional español siempre se produce con un retraso de varios años, que oscila entre dos décadas (Revolución francesa en el caso de las Cortes de Cádiz, o la influencia del modelo constitucional de Carta Otorgada en el caso del Estatuto Real, así como la revolución democrática del sexenio revolucionario), o en otros casos en un período algo menor de tiempo (como es el supuesto de la formalización constitucional del liberalismo doctrinario y su incidencia en la Constitución de 1845).

Este retraso en la importación de sistemas institucionales o de influencias doctrinales en el ámbito político-institucional, es una manifestación concreta de ese desnivel al que se refirió en su día, con acertado juicio, Julián Marías. Este autor hacía mención, en efecto, al “desnivel de unos quince años (espacio de una generación) que experimenta España en muchas dimensiones de la vida respecto a los países más importantes de Europa”[28]. El drama, en cualquier caso es que ese desnivel se ha transformado en ocasiones en auténtica sima. Muchos avances político-institucionales de las democracias avanzadas no han pasado ni siquiera los Pirineos. Así sigue siendo.

Esa tendencia doctrinal del liberalismo democrático selló su influencia doctrinal francesa con antelación (en la década de los treinta del siglo XIX), pero se instaló políticamente entre nosotros en dos períodos constitucionales que abarcan en su totalidad unos setenta años de la vida político-institucional española durante los siglos XIX y XX. Menospreciar esa fuerte influencia sobre los hábitos y la forma de hacer política solo conduce a la negación de la evidencia.

El liberalismo doctrinario –como es sabido- ponía el foco de atención sobre la idea de la “soberanía compartida” (Rey/Cortes) frente a la defensa de la “soberanía nacional” que predicaba el liberalismo progresista. Pero además apostaba por un bicameralismo con un Senado que fuera una fotografía de “los intereses sociales relevantes” y con un Congreso de los Diputados con base electoral estrecha (mediante el sufragio censitario). El profesor Ángel Garrorena lo explicó en términos correctos, al vincular esa “teoría moderada” como “aquel pensamiento que, salvo breves paréntesis, fuera oficial en la España de gran parte del siglo XIX”[29].

Ese liberalismo doctrinario tuvo aportaciones doctrinales diferentes, que fueron atentamente estudiadas por Luís Díez Corral[30], pero también dieron paso a la construcción de soluciones fuertes que marcan un preludio evidente que abrió paso después a los sistemas dictatoriales o totalitarios. Sin duda la construcción doctrinal tardía de Donoso Cortés iba en esa dirección y como tal fue fuente de inspiración, así como de alabanza, en los escritos de Carl Schmitt durante el periodo de entreguerras[31].

Lo que tal vez no se ha puesto de relieve suficientemente es que entre el liberalismo doctrinario español y las expresiones dictatoriales o autoritarias de ejercicio del poder ha existido una cierta línea de continuidad. Los fracasos de las cortas experiencias constitucionales progresistas (1837, 1869 o 1931) tras períodos más o menos intensos y largos de “soberanía compartida” han dado siempre lugar a soluciones constitucionales, también largas, de regímenes doctrinarios de nuevo o ya entrado el siglo XX a sistemas dictatoriales (Primo de Rivera y Franco).

La impotencia del liberalismo español (o más recientemente de las fuerzas políticas republicanas y progresistas) para construir sistemas constitucionales estables y articulados bajo postulados de la idea de equilibrio o de control del poder, es sencillamente alarmante. Este déficit en parte se puede deber, sin duda, a la cerrazón e intolerancia de una derecha conservadora poco amiga de las libertades públicas y de la democracia, pero también ello puede ser leído como una consecuencia de esa tendencia al “adanismo” que ha impregnado el relato constitucional de las fuerzas progresistas españolas: todo se resuelve (al menos así ha sido a lo largo de una ingenua historia) con una nueva Constitución. Idea que, propia de la noria constitucional en la que estamos inmersos, parece renacer de nuevo en estros momentos.

Sin embargo, con frecuencia se olvida que las Constituciones tienen arraigo donde hay estabilidad constitucional y donde existe con carácter previo una cultura constitucional asentada a lo largo del tiempo, mientras que las Constituciones pasajeras se alzan como banderas de un cambio radical que nunca llega a materializarse, siempre se frustra. Hay que recurrir, por tanto, a la clásica distinción que utilizara Costa entre la Constitución formal y la Constitución real. Y es allí donde nuestros problemas comienzan a multiplicarse.

En efecto, sobre las numerosas Constituciones o regímenes constitucionales que ha vivido España durante los siglos XIX y XX, sobreviven una serie de lacras o patologías que anidan en el sistema político-institucional y que se adhieren a cualquier régimen político, fuerza política que se precie o al comportamiento común de la propia sociedad; esto es, tales patologías se encuentran adheridas a las conductas y comportamientos de la propia ciudadanía y de sus organizaciones sociales (sindicatos, empresas, universidades, iglesia, etc.). No son solo propias del poder político en sentido estricto.

Y entre esas lacras seculares sobresale una especialmente, cual es la “sociedad de favor” o, en clave partidista, la del “clientelismo político”. Difícilmente un sistema institucional puede actuar bajo los principios democráticos, con imparcialidad e igualdad real, así como objetivamente y con pleno funcionamiento de los valores propios del Estado de Derecho, cuando se ve acosado o incluso dominado por fuerzas intangibles que promueven un intercambio basado no en reglas sino en favores. El poder político, a ojos de quienes lo ejercen y de aquellos a los que van destinadas sus decisiones, se concibe siempre como un medio de reparto de prebendas o posiciones de poder entre clientelas, amigos, familiares, grupos o empresas, organizaciones o profesionales, que ayudan, así, a constituir complejas y opacas redes que en no pocas ocasiones se transforman en una suerte de sociedades de socorros mutuos. Ya no existe la figura del cacique, pero este se ha travestido de “barón” territorial del partido o adopta otros ropajes (intermediario, “conseguidor” o “maestro”, por solo traer algunos a colación).

En un excelente libro, al que se ha hecho referencia en las páginas pasadas que, en su día, pasó casi inadvertido, como por lo demás pasan la inmensa mayoría de los libros en este país, se analiza desde un enfoque pluridisciplinar (antropológico, politológico, sociológico e histórico) el fenómeno del clientelismo y su incidencia a los largo de la historia político-institucional hasta llegar a nuestros días[32].

No es lugar este para llevar a cabo un detenido análisis de sus interesantes y sobresalientes aportaciones, pero al menos es oportuno subrayar cómo ese fenómeno del clientelismo político se proyecta a lo largo del tiempo con persistencia y continuidad, en un proceso de adaptación permanente que atraviesa los distintos regímenes políticos, llegando transmutado en sus formas, pero con gran energía vital, hasta nuestros días, que –como sabemos- se manifiesta actualmente a través de las múltiples expresiones de corrupción política[33].

En la literatura y en innumerables ensayos del XIX se resaltó una y otra vez cómo el clientelismo se apropió de las estructuras de funcionamiento del sistema político a través –como se ha dicho- de la figura del cacique en connivencia con el poder central mediado por el papel estelar que en ese proceso tenían primero los Jefes Políticos y luego los Gobernadores Civiles. Esta última figura distaba diametralmente de la existente en Francia, donde el Prefecto fue transformándose en un profesional de la Administración Pública y no un muñidor electoral como fue en nuestro caso. Nadie pone en duda que la Administración Pública española decimonónica estaba plagada de prácticas clientelares.

Como decía, los testimonios son innumerables y algunos gráficos sobremanera. La triste figura del “cesante” se insertó en el panorama administrativo español con raíces intensas, alimentando la esperanza de que el acto arbitrario que lo llevó a la nómina de la Administración o que lo sacó de ella, retorne de nuevo; mientras tanto alimentaba pronunciamientos o simplemente conspiraba, cuando no sobrevivía en un mar de penurias. Un testimonio de la época lo describe en términos magistrales: “El cesante anda siempre por los alrededores de la higuera de la situación, esperando con la boca abierta la caída de alguna breva. Le sucede alguna vez, aunque muy rara, que hallándose distraído cae la breva y le pega en las narices; lo que sucede con más frecuencia es que otros consumidores más listos se la arrebatan de entre los dientes”[34].

Lo realmente preocupante es que esos testimonios críticos sobre el estado de nuestra Administración Pública se prolongaran a lo largo del tiempo, no solo durante la totalidad del siglo XIX, sino también hasta bien entrado el siglo XX. Algún ilustre científico e intelectual, como fue el caso de Ramón y Cajal, lo describía en términos desgarradores en un libro editado en 1941 y reeditado en el año 2000, a través de una sentencia lapidaria: “Nada más fácil que diferenciar en el orden político un inglés de un español. El primero cree que su primordial deber es mantener al Estado; mientras que el segundo cree que el Estado debe mantenerle a él”[35].

El sistema político de la Restauración fue el momento donde ese fenómeno del clientelismo se enquistó por completo. A pesar de que España se modernizó notablemente en ese largo período de “estabilidad político-constitucional”, pervertido por el sistema del turno político, no se supo poner remedio en modo alguno a tan profunda lacra. Es más, el cinismo político fue una moneda que no solo manejaron los conservadores, sino también los liberales y luego los republicanos. Las reflexiones del Conde de Romanones sobre su visión de la Administración Pública del período y el uso perverso del poder son un pésimo ejemplo de la concepción de clientela que tenían los políticos del período[36].

Ningún régimen político, ni partido que se preciara, estuvo exento de la aplicación de tan perversas prácticas. Cierto que estas echaron raíces más fuertes en la Administración Local, pero tampoco la Administración del Estado estuvo al margen de sus letales influencias. Es verdad que los cuerpos de funcionarios se fueron profesionalizando gradualmente, pero la estabilidad general en el empleo público no llegó hasta las leyes departamentales de principios del siglo XX y, en particular, hasta la aprobación del Estatuto de Maura de 1918, que sentó el principio de inamovilidad en la función pública. Pero los cambios radicales de sistema político que se sucedieron a partir de entonces (Dictadura Primo de Rivera en 1923, II República en 1931 y Dictadura de Franco a partir de 1939) introdujeron, con mayor o menor intensidad, la depuración (o selección negativa) de funcionarios públicos, especialmente grave por su intensidad en el régimen político franquista, donde se expulsaron a innumerables funcionarios tachados de republicanos o enemigos del “Nuevo Estado” y en el que se llegaron a generalizar las “oposiciones patrióticas”.

Incluso durante la precaria vigencia de la Segunda República el fenómeno del clientelismo político anegó su funcionamiento, a pesar de los frustrados intentos de Azaña de erradicarlo. Todos los partidos, en mayor o menor medida, promovieron y azuzaron las prácticas de clientela. Tal como se ha dicho, entonces “el patronazgo inició una nueva metamorfosis, incrustándose en los propios partidos republicanos, tanto conservadores como progresistas. Un nuevo patronazgo, de patronos colectivos, que se mostraban personalizados ante el electorado, estableció nuevas redes de clientela, en las que el personalismo del líder jugó un papel importante al establecer las relaciones de dominación-sumisión”[37].

La trasformación del viejo caciquismo en clientelismo político ya se había producido para aquellas fechas. Daba igual si la fachada del sistema constitucional era oligárquica o democrática, por sus cañerías discurría la auténtica naturaleza del sistema: el clientelismo políticos lo anegaba todo. Fue, por tanto, un clientelismo de partidos que, tras el larguísimo paréntesis del sistema político franquista, reverdecerá con ímpetu inusitado a partir de 1978 y se instalará cómodamente en el quehacer político del régimen “constitucional democrático” instaurado tras la transición política, tal como se trata en el siguiente epígrafe. El auténtico legado institucional decimonónico, perverso y paralizador de todo cambio real en nuestras instituciones políticas, se volvió a instalar de nuevo cómodamente entre nosotros. Y ahí sigue.

Con una Administración Pública tan escasamente profesionalizada y colonizada por la política (o “canibalizada”, como recordara Varela Ortega, por intereses espurios), no era difícil que anidara la corrupción, pero sobre todo la ineficiencia y el dispendio. Los dos períodos de dictaduras que padecimos en el siglo XX pretendieron, al menos formalmente, profesionalizar la función pública, sobre todo los cuerpos de élite, dado que eran la cantera de cuadros políticos del régimen. Pero esa profesionalización, cierta en algunos extremos, estuvo teñida, por un lado, de elitismo en la composición de las nóminas de determinados cuerpos funcionariales (donde los apellidos ilustres se repetían por doquier), y, por otro, de una adhesión al régimen dictatorial o autoritario fuera de toda sospecha, salvo en las etapas finales del franquismo donde en algunos cuerpos de la alta función pública se insertaron personas no adictas al franquismo e incluso algunas de tendencias democrático-liberales o de izquierdas.

Pero, efectivamente, el Poder Ejecutivo y especialmente la Administración Pública era el centro del sistema político en la España de estos siglos. Lo demás resultaba hasta cierto punto pura coreografía, claramente en los períodos de Dictadura y en menor medida, aunque también, en las etapas democrático-liberales. Las debilidades consustanciales del sistema económico, la escasa industrialización y el peso irrisorio de la libre competencia, hicieron de ese Ejecutivo y de aquella Administración Pública la parada obligatoria para realizar cualquier inversión o emprender un negocio. Todo pasaba por el molino burocrático.

Y el Poder Judicial, ¿no actuaba de freno? Apenas hemos hecho referencia a ese “poder” prácticamente inexistente en la España constitucional examinada. Al igual que el modelo francés, aunque con más taras en su diseño y evolución, lo que existía entre nosotros era una Administración de Justicia que dependía del Ejecutivo a través del siempre presente Ministerio de Gracia y Justicia. Es más, hasta el año 1870 la politización del sistema judicial fue una constante, año en que se implantó el secular (y hoy en día anticuado) sistema de oposiciones para el acceso a la carrera judicial que, con ligeras variaciones, nos ha acompañado hasta nuestros días. Aún así siguió existiendo una política de nombramientos judiciales preñada de política en algunos casos.

El control de la Administración Pública se vehiculó –al igual que en el modelo francés- inicialmente a través de la institución del Consejo de Estado, pero mucho más tarde que en el país vecino (en 1845), primero como jurisdicción retenida y luego como delegada. Años después, en un largo y complejo proceso, tras una serie de iniciativas promovidas por Santamaría de Paredes, por ley de 5 de abril de 1904 la jurisdicción contencioso-administrativa pasó a la sala tercera del Tribunal Supremo y posteriormente se modificó la composición de los Tribunales provinciales.

Pero esos controles del Poder Ejecutivo fueron tardíos y con escasa efectividad. Hasta la Ley de Jurisdicción contencioso-administrativa de 1956 no se logró un sistema de revisión jurisdiccional de la actuación normativa y ejecutiva (o de la simple vía de hecho) de la Administración Pública digno de ser enunciado como un modelo de contrapesos frente al ejercicio del poder. Esta ausencia ofreció una cierta imagen de impunidad a todos aquellos cargos públicos que desempeñaban funciones en sede ejecutiva y consolidó una máxima acuñada en el período de la Restauración por el Conde de Romanones que afirmaba: “A los amigos el favor; a los enemigos la Ley”. Ese uso arbitrario del poder se instalará en el imaginario colectivo y anidará con fuerza en la práctica de la política en cualquier período de nuestra historia. Algo que, a pesar de los avances realizados, en este ámbito de la Justicia en España, no se ha conseguido erradicar ni mucho menos en los momentos presentes.

Tampoco la breve y tormentosa vigencia del Tribunal de Garantías Constitucionales en el período republicano mejoró las cosas. Es cierto que, en un plano formal, el sistema constitucional republicano fue generoso en la regulación de los derechos fundamentales y asimismo de los derechos sociales, como también lo fue en la implantación de la arquitectura del sistema de garantías de tales derechos (al incorporar el recurso de amparo, la cuestión de inconstitucionalidad o los procedimientos sumarios y preferentes ante la jurisdicción ordinaria).

Pero lo cierto es que durante las primeras décadas del siglo XX el sistema de derechos y libertades heredado del siglo XIX estuvo sometido a los vaivenes de la política, a períodos intermitentes de suspensión de garantías y a su limitada efectividad. La existencia de dos dictaduras consagraron la negación de tales derechos y, por tanto, un escaso bagaje de cultura de derechos fundamentales, que sin embargo la transición política y el régimen constitucional de 1978 supieron darle la vuelta de modo pertinente. Quizás fue uno de sus principales aciertos.

 

Puntos críticos de la arquitectura institucional y de control del poder en el sistema constitucional de 1978: el peso del legado institucional, las correcciones del modelo y algunos escenarios de futuro.

España fue el último país de Europa occidental en sumarse de nuevo al carro constitucional tras la Segunda Guerra mundial. No había otra opción. Y ese proceso tan retardado es un síntoma evidente, ya en sí mismo, de las resistencias al cambio que el país ha mostrado a lo largo del tiempo. Las adaptaciones a los entornos de desarrollo del Estado liberal, a la profundización de la democracia o al empuje y consolidación del Estado social, han sido procesos siempre tardíos y en gran parte de las ocasiones incompletos.

La transición política desde un régimen autoritario como era el franquista a los postulados de un sistema constitucional democrático fue vendida durante mucho tiempo como un éxito o, incluso, como un modelo a seguir. En tiempos más recientes esa percepción parece haber dado un vuelco radical: todos nuestros males, al parecer, vienen de un proceso de transición que fue equivocado y sentó las bases de la actual y profunda crisis institucional[38].

Ni lo uno ni lo otro. Siempre dados a los extremos, ambas concepciones pecan de un simplismo exagerado. La transición política, con mayor o menor acierto, condujo a una transformación formal del ejercicio del poder y a una configuración de un sistema institucional que se asemejaba, también formalmente, al existente en las democracias avanzadas de nuestro entorno. No cabían muchas alternativas. Tal como se ha dicho, España era el único reducto en Europa occidental no democratizado. A la fuerza ahorcan.

No hubo, eso es cierto, una convocatoria expresa de un proceso constituyente. En eso el proceso estuvo trucado. Pero “de facto” unas Cortes legislativas bicamerales jugaron ese rol, luego confirmado por una convocatoria de un referéndum. Bajo este último canon, nada que objetar. La legitimación del proceso quedó sellada en ese acto.

Los problemas, sin embargo, provenían de un sistema institucional en buena parte heredado, nada acostumbrado, por lo demás, al funcionamiento típico de los sistemas constitucionales democráticos. Un titular de la Corona que jugó un papel estelar en el proceso de transición, pero que estaba manchado por la secuencia que implicaba su inicial aval por el franquismo. Unas Cortes Generales pobladas por unos representantes de débiles estructuras de partidos y con dos Cámaras que nacieron hipotecadas por decisiones electorales y de composición de la propia transición política. Un Ejecutivo que, inicialmente, estuvo compuesto por no pocas personas procedentes del “bando azul” del viejo régimen, reconvertidos en demócratas de nuevo cuño. Una Administración Pública formada por funcionarios, muchos de ellos aún con estrechos vínculos con el “Movimiento”, que no estaban habituados a funcionar en un contexto de división de poderes y de control político de sus actuaciones. Y, en fin, un Poder Judicial que no tenía entonces cultura constitucional alguna, dada la ausencia de una Constitución en sentido liberal del término, dependiente del Ejecutivo a través del Ministerio de Justicia y formado por un conjunto de jueces y magistrados que, salvo excepciones singulares, no compartía una mirada crítica del viejo régimen e incluso ejercía sus funciones con una especial connivencia con el poder establecido, siendo en algunas ocasiones brazo ejecutor del mismo (Tribunales de Orden Público).

Una visión completa desde la perspectiva institucional nos obliga, asimismo, a detener la atención sobre dos aspectos más: la concepción territorial del poder y la dimensión institucional del sector público.

Por lo que hace a la configuración territorial del poder, en la transición política (esto es, antes de la entrada en vigor de la Constitución de 1978) se adoptaron decisiones de primera importancia que marcarían la senda futura de las decisiones constituyentes en lo que afecta a la organización territorial del Estado y su sistema institucional. La primera fue, sin duda, la creación en entes preautonómicos que prefiguraban en buena medida el tipo de Estado que se pretendía construir y que no solo dotó de tales instituciones a Cataluña y Euskadi, sino que multiplicó el modelo en la práctica totalidad del territorio español. El “café para todos” comenzó a tomar cuerpo y territorios sin conciencia entonces de diferenciación la fueron importando a marchas forzadas en procesos acelerados de creación de identidades y símbolos. El mal ya estaba hecho. Y, a partir de entonces, no tenía solución. La homogeneidad, más temprano que tarde, haría acto de presencia. Y con ella la frustración que conlleva ser tratados como iguales territorios que son diferentes o ser tratados como diferentes territorios que, tras ese proceso acelerado de conversión, se consideran (erróneamente) como iguales.

No fue así, en cambio, en todos los casos. Las provincias vascas y Navarra retomaron la senda foral, tras un paréntesis de casi cuarenta años que había castigado a “las provincias traidoras”. Los territorios históricos recuperaron plenamente el régimen económico financiero y sus propias instituciones. Todo ello quedó blindado en la propia Constitución (disposición adicional primera). Ahora, también esto parece cuestionarse.

El nivel local de gobierno había estado sumamente dependiente del poder central durante el régimen franquista. El principio de autonomía local era algo ajeno al funcionamiento de los ayuntamientos y diputaciones provinciales. Las elecciones democráticas no habían existido, sustituidas por un falso sucedáneo o por nombramientos directos desde el poder central o desde los Gobiernos Civiles. Todo ello empezó a cambiar con una Ley de elecciones locales de 1978 que condicionará totalmente la forma de gobierno local y el sistema de elección de alcaldes y diputaciones provinciales. Ambas “soluciones institucionales” se prolongarán hasta nuestros días. La planta local heredada sigue siendo la misma, el diseño institucional (con algunos ajustes), también. Problemas enquistados.

El poder administrativo instrumental también había crecido en las décadas que van de 1940 (con la creación del Instituto Nacional de Industria) a 1976. Pero el desarrollo de ese sector público dependiente de la Administración del Estado se produjo especialmente a partir de la Ley de entidades estatales autónomas de 1958. A ello se sumó la multiplicación de empresas mixtas y de consorcios, especialmente en el ámbito local, lo que complicó el panorama institucional existente en el ámbito administrativo.

En consecuencia, el sistema institucional que nació a partir de 1979, fruto de la puesta en marcha del sistema democrático derivado del texto constitucional, no fue realmente una creación “ex novo” o un sistema “nueva planta”, sino que venía condicionado por el legado institucional remoto o por decisiones institucionales críticas adoptadas, sin apenas deliberación ni sosiego, en la fase de la transición política. El poder constituyente actúo encorsetado por la tradición y las hipotecas del pasado. Su margen creador fue, por tanto, limitado.

Este contexto será, en efecto, una pesada losa que actuará como hipoteca para el desarrollo institucional avanzado y sobre todo creativo; esto es, que partiera de presupuestos nuevos. Pero con todas sus limitaciones, que no eran pocas, se hizo lo que se pudo. Y, al menos, en sus aspectos formales el sistema constitucional que nacía tras la Constitución de 1978 era perfectamente asimilable al existente en países con tradición democrática avanzada y se estaban sentando las bases, incluso, para avanzar en un proceso de descentralización territorial en un país en el que el poder –salvo la breve y desigual experiencia de la II República- estuvo siempre centralizado. Cambiar ese enfoque conceptual, esa práctica y sobre todo esas mentalidades, no sería tarea fácil. Aun hoy, cuando esto se escribe treinta y seis años después, esos tres anunciados cambios siguen ofreciendo más sombras que luces.

Pero la arquitectura institucional que diseña la Constitución de 1978, los Estatutos de Autonomía que se aprueban con posterioridad y las leyes orgánicas que desarrollan las previsiones constitucionales, era, según se decía, plenamente asimilable a la existente en cualquier estructura constitucional avanzada. Para entonces (1978), ya estaba todo inventado en lo que a diseños institucionales respecta en el constitucionalismo comparado. Solo hacía falta, como así se hizo, “copiar y pegar”. En lo único que fuimos originales, puesto que nos copiamos a nosotros mismos, fue en el diseño del proceso (que no modelo) de organización territorial del poder político. Sin duda, lo peor que tiene la Constitución de 1978, que continuó con el modelo abierto establecido en la Constitución republicana de 1931 y asentó todo ese proceso en un difuminado principio dispositivo, cuyas muestras de disfuncionalidad son hoy en día evidentes[39]. Mejor hubiese sido no ir por esa senda, pero las predecisiones de la transición así nos obligaron. Craso error, que se está pagando caro.

En cualquier caso, disponer de una estructura institucional bajo patrones homologables a las democracias avanzadas no garantiza en sí mismo que el rendimiento y los resultados de tales instituciones sean comparables también. Y esto es algo que hemos ido aprendiendo con el paso del tiempo. Veamos brevemente algunos de estos pasos.

En la Constitución de 1978 sorprende el hecho de que el principio de separación de poderes no haya encontrado eco en ninguno de sus artículos. Se incorporaron muchos principios propios del constitucionalismo contemporáneo, pero la división de poderes no tuvo reflejo expreso. Siempre se podrá objetar a lo anterior que tal principio está implícito en la estructura institucional. Y así efectivamente es. Pero, aun con todo, no es lo mismo. No hubiese sido superfluo incorporarlo a la Constitución, si no todo lo contrario.

Aunque en verdad, tal como se ha visto en las páginas precedentes, nuestra tradición constitucional heredera de los modelos constitucionales propios de la Revolución francesa nunca interiorizó tal principio de separación de poderes en el funcionamiento real de las instituciones. La incorporación de la forma parlamentaria de gobierno al legado institucional anterior, que se trasladó tal cual al sistema constitucional de 1978, conllevaba más –tal como expresó Duguit- una “colaboración” entre los poderes Legislativo y Ejecutivo, que una separación propiamente dicha[40]. No deja de ser paradójico que el único poder que se enuncia como tal en la Constitución de 1978 sea precisamente el Poder Judicial, que es sin duda el menos poder de los poderes.

La monarquía parlamentaria transformó a la Corona en una institución representativa, sin poder efectivo, al igual que el resto de sistemas monárquicos existentes en Europa. Nada que objetar. La institución vivió momentos de placidez, con fuerte legitimación de la opinión pública, hasta que incurrió en una serie de errores de libro que hundieron su reconocimiento social hasta límites fuera de lo común. Ello forzó, como es conocido, un cambio urgente en la titularidad de la Corona, con el fin no confesado de evitar su quiebra definitiva, pretendiendo así recuperar la confianza perdida y paliar el desgaste institucional que determinadas conductas del Rey saliente y de algunas personas vinculadas a la Casa Real habían ocasionado. De ser la institución más valorada por la ciudadanía pasó a transformarse en una de las más vilipendiadas. Aquel crédito perdido parece haberse recuperado algo en los momentos actuales, pero ya nada volverá a ser lo mismo.

El Poder Legislativo, también fuertemente condicionado por el diseño institucional de la transición política, se articuló en dos Cámaras. El Congreso de los Diputados con una primacía notable en un sistema de bicameralismo imperfecto, pero con una composición y un sistema electoral cautivo igualmente de decisiones críticas tomadas en los años 1977 y 1978. Su funcionamiento no ofrece diferencias sustantivas con el existente en otros países de nuestro entorno, salvo en que es un espacio institucional no de deliberación, sino de debate crispado e irresponsable, sin apenas oradores de altura y con una incapacidad supina de trenzar acuerdos en la aprobación de textos legales que son pilares del sistema institucional. Este “parlamento-gallinero” corre el riesgo de transformarse en algo más ingobernable aún en los próximos años.

El Congreso de Diputados ha perdido oportunidades inmejorables de adaptarse a los tiempos. En el ámbito del control al gobierno sigue fórmulas y procedimientos muy transitados, así como escasamente eficientes. La tensión mayoría/oposición se basa en un planteamiento dicotómico entre el bien y el mal, dependiendo de la posición del sujeto político en cada caso. No hay matices, ni recorrido alguno para el acuerdo. Las fórmulas transaccionales siempre esconden ventajas de ciertos actores políticos, sociales o económicos. La transparencia está lejos de alcanzarse, mientras que es alarmante que la ética institucional a través de sistemas de integridad no haya hecho acto de presencia en el Parlamento español, a diferencia de lo que sucede en otros países democráticos desde hace décadas o años. Las comparencias en los procesos de designación y nombramiento de cargos públicos son actos impropios de una institución que debe velar porque las personas que asuman tales competidos tengan profesionalidad acreditada y conductas éticas irreprochables. Se han convertido en actos de papel o puro trámite, sin sentido alguno. Perversión de un sistema que tiene, en sí mismo, recorrido interesante.

Del sistema de producción de las leyes y de sus resultados finales, mejor no hablar. Nunca ha sido nuestro fuerte eso de legislar de forma coherente. Se ha usado y abusado de la legislación de excepción que representan los decretos-leyes, pero además se ha instalado la percepción ingenua de que gobernar es publicar en el BOE cuantas más leyes mejor. Legislación líquida, que apenas dura dos asaltos tras los permanentes cambios que atenazan a la sociedad. Tejer u destejer. Leyes que no se aplican o sencillamente se ignoran. Técnica legislativa deplorable, que la crisis ha terminado por acentuar. Eso de la “legislación inteligente” y de la “mejor regulación” no pasan de ser píos deseos en nuestro caso, que la realidad cotidiana desmiente una y otra vez.

El Senado, por su parte, vive asimismo hipotecado por el diseño de la transición, apenas alterado por su mentirosa configuración constitucional como Cámara de representación territorial. Con un papel subordinado y en infinidad de momentos irrelevante frente al Congreso de los Diputados, es una Cámara que nunca ha encontrado su sitio en el panorama institucional, pues su papel de freno ante la Cámara baja tampoco lo cumple, y se ha ido convirtiendo con el paso del tiempo en un “cementerio de elefantes” donde aparcar a aquellos políticos que los partidos no saben ya donde meter, con el fin de que sigan de un modo u otro enchufados a los presupuestos públicos y no deban así buscar empleo alternativo a la profesión de la política. Probablemente, en este caso tengo sentido cualquier reforma constitucional que redefina el papel institucional del Senado y lo configure como Cámara de representación territorial de verdad.

El Ejecutivo es el poder que mejor rendimiento institucional ha dado en el sistema democrático derivado de 1978 por una razón muy simple: es el poder institucional por excelencia. En efecto, tras el declive de la democracia representativa y el auge de la democracia ejecutiva y más aún en la era de la democracia de apropiación, como nos recuerda Pierre Rosanvallon en su última obra, es obvio que el papel estelar del Gobierno se multiplica[41]. Además, salvando los primeros pasos del régimen constitucional, al menos hasta ahora, los ciclos de gobierno de los diferentes Presidentes de Gobierno, ya sea con mayoría absoluta o con minorías cualificadas, han sido largos: como mínimo de dos legislaturas. Esto ha constituido un factor importante de estabilidad política, que en buena parte se ha dilapidado por algunas decisiones políticas gubernamentales que nunca se debieron adoptar y que han marcado en buena medida la agenda política del país durante mucho tiempo y complicado sobremanera la paz y tranquilidad que la ciudadanía exige a la política. Pero ese Poder Ejecutivo, en un Estado de estructura compuesta, también se ha fragmentado. Y ello tiene también sus efectos, sobre cómo la ciudadanía percibe quién hace qué.

Sin embargo, desde una óptica de análisis del principio de separación de poderes y de control de las instituciones, el amplio poder que ha tenido el Ejecutivo en estos últimos treinta años lo ha empleado intensamente en adoptar de forma permanente un conjunto de decisiones encaminadas a huir del control del poder y obturar el funcionamiento ordinario de las instituciones encaminadas a ejercer ese control. Todos los Ejecutivos sin excepción, también los autonómicos y locales, han llevado a cabo una política de nombramientos institucionales marcada descaradamente por el partidismo y sin rubor alguno a la hora de situar auténticos incompetentes al mando de instituciones clave en el funcionamiento del control o regulación, así como en entidades financieras (Cajas de Ahorro, por ejemplo). Las consecuencias de tal forma de proceder han sido gravísimas, tanto en el ámbito de las políticas o en la multiplicación de los casos de corrupción, como de la imagen (marca) de país y de desastrosos efectos sobre las finazas públicas. Si tales nombramientos dependían del Parlamento, daba lo mismo. En ese caso, el partido mayoritario gubernamental se repartía los sillones con los partidos de la oposición. Así ha sido siempre y así es todavía.

Las estructuras de Gobierno no se han adaptado a los nuevos tiempos. El funcionamiento departamental sigue siendo una mirada parcial a los ingentes problemas de nuestra sociedad, apenas paliado por la colegialidad y la función de coordinación que ejerce la presidencia del Gobierno. La transparencia ha entrado tardíamente (somos el último país europeo occidental en aprobar una regulación sobre esa materia) y además lo ha hecho “con calzador” o con una mirada muy limitada, mientras que las políticas de integridad institucional se han enfocado por “la ruta” o el lado fácil (regulación legal sancionadora, con letales consecuencias una vez que se producen los hechos, aunque su aplicabilidad no deja de ser en muchos casos puramente testimonial), huyendo de la construcción de marcos de autorregulación de integridad institucional que, como se ha visto en las páginas de este estudio, es la opción general por la que transitan la mayor parte de las democracias avanzadas[42]. De la Buena Gobernanza no se han enterado ni el Gobierno central ni la inmensa mayoría de los gobiernos territoriales. Se sigue anclado en una concepción vertical del poder, cuando este claramente ha transformado su ejercicio –en buena parte de las democracias avanzadas- en una dimensión horizontal[43].

Los Gobiernos funcionan con esquemas de hace siglos o décadas, con algunos ajustes estructurales, pero sin apenas transversalidad y menos aún participación ciudadana en el proceso de identificación, diseño, ejecución, decisión o evaluación de las políticas públicas. Algo se está experimentando con la idea de Gobierno Abierto, especialmente en el nivel local de gobierno, pero con resultados más testimoniales que efectivos.

Donde el legado institucional resulta más pesado es, sin duda, en la configuración y composición de la alta administración o lo que comúnmente se conoce entre nosotros como “altos cargos”, así como en el sistema de personal eventual. La Administración del Estado tras la implantación del régimen constitucional vivió un proceso de intensa politización de la alta administración, al que se le intentó poner coto mediante algunos intentos de “corporativización” (o de reserva a funcionarios) de esos estratos directivos. El resultado final, decepcionante a todas luces, es un sistema híbrido de designación política, sin restricción alguna en los niveles más elevados de la organización administrativa (Secretarios de Estado y Secretarios Generales) y de spoils system de circuito cerrado (de provisión discrecional entre funcionarios) en el resto de puestos de la estructura de altos cargos ministeriales, con algunas excepciones[44].

Esas meras restricciones formales, que en nada garantizan competencia técnica para el ejercicio de tales funciones y tampoco predicen comportamientos éticos en el ejercicio del cargo, convierten a esos niveles directivos en puestos vinculados ideológica y estrechamente al gobierno de turno, con lo que el cambio de ministro o de gobierno conlleva la destrucción de la continuidad y del conocimiento hasta entonces creado, empezando de nuevo un nuevo ciclo. Tiempo perdido, energías dilapidadas, conocimiento a la basura y aprendizaje constante. Un proceso, como dice la doctrina francesa, de “reinvención permanente del agua caliente”. Un auténtico dispendio de recursos.

En las Administraciones autonómicas el grado de politización de los altos cargos y asimilados de esas estructuras es todavía mayor. Disponer de carnet político del partido en el gobierno es todavía hoy el aval casi imprescindible para ejercer tales funciones. En muchos casos, la competencia y la experiencia es prescindible, en otros se manipula o disfraza y en pocos supuestos se garantiza. No hay concurrencia pública ni acreditación de competencias profesionales para cubrir tales puestos directivos, a diferencia de lo que sucede en la práctica totalidad de las democracias avanzadas. Siguen siendo entre nosotros pasto de clientelas políticas. Y así nos va. No tiene pinta de cambiar. Nadie se da por aludido. Todos miran hacia otro lado, pues es un comportamiento enquistado en la totalidad –sin excepción de ninguna clase- de las fuerzas políticas que actúan en los niveles estatal, autonómicos y locales. Imagen lamentable de subdesarrollo institucional. Lacra secular.

La colonización política intensiva se produce, por lo común, en la provisión de puestos reservados al personal eventual y dedicados a tareas de confianza o de asesoramiento especial. A diferencia de lo que sucede en otras democracias avanzadas, el personal asesor, con la excepción de la Administración General del Estado y de alguna Comunidad Autónoma en donde se combina el nombramiento político con una búsqueda de perfiles profesionales, habitualmente se recluta de militantes de partidos políticos “ya quemados” en el ejercicio de otros cargos o de personal joven que se inserta en una suerte de carrera política cuyo primer estadio es ese. Esto es frecuente en buen número de Administraciones autonómicas y en la práctica generalidad de las entidades locales, pobladas de asesores que no asesoran simple y llanamente porque carecen del conocimiento mínimo necesario para hacerlo. No hay ninguna exigencia en el sistema jurídico para la provisión de tales puestos, lo que da lugar a nombramientos que en no pocos casos lindan con la frontera de una actitud más propia de la corrupción, puesto que cobran del presupuesto público sin apenas aportar nada al interés público.

La función pública española llegó a la etapa de modernidad y de profesionalización también muy tarde. Hasta 1918 no se alcanzó el estatuto de inamovilidad con carácter general y se puso así a esta institución al abrigo de la política y de los cambios políticos. La profesionalización se cerró más tarde con la Ley de Funcionarios Civiles de 1964, pero esta norma mantuvo la libre designación como medio de provisión de los puestos de trabajo. Este procedimiento de provisión fue reservado por la Ley 30/1984, de 2 de agosto, para los puestos directivos o de especial responsabilidad, aunque con carácter potestativo. Ello supuso que, a partir de entonces, las administraciones públicas multiplicaran los puestos de libre designación en las estructuras de la alta función pública. Resultado, una mayor entrada de la política en una institución profesional que ha tenido en algunos casos consecuencias funestas.

La profesionalización de la función pública se ha conseguido parcialmente a través de los sistemas de acceso. Cuanto más objetivo y exigente es un sistema de acceso el grado de profesionalidad es mayor. Pero para ello tiene que ser, además, un sistema abierto a la libre concurrencia en condiciones de igualdad de todas aquellas personas aspirantes a un empleo público. Esto es algo que solo se ha alcanzado en algunas estructuras funcionariales y determinados niveles de gobierno. Por lo común, se ha producido desde los años ochenta entradas masivas de funcionarios y personal laboral mediante la inserción en plantilla de interinos y laborales temporales a través del sistema de concurso-oposición en el que se valoran como méritos los años de servicios prestados y se cierra de un portazo la libre concurrencia en condiciones de igualdad.

Santificado el sistema por el propio Tribunal Constitucional, el resultado está a la vista: un empleo público que ha sufrido un proceso gradual de desprofesionalización, cada vez menos competitivo y con muchas dificultades de adaptación a las nuevas tendencias y marcos de actuación de una administración pública en una etapa de Gobernanza. El cierre de las ofertas de empleo público tras el inicio de la crisis fiscal en estos últimos años, hará reverdecer en un futuro más o menos inmediato ese procedimiento atípico de “aplantillar” interinos y temporales por procedimientos que en nada garantizar la preeminencia de los principios constitucionales de libre concurrencia y de mérito. Los sindicatos, con una mirada de corto alcance, echarán el resto en la generalización de esos discutidos procesos que eufemísticamente se conocen como “consolidación del empleo temporal”. Lo veremos en los próximos años. Si es así, no habremos aprendido nada.

Ese proceso de desprofesionalización es particularmente acusado en algunas Comunidades Autónomas y especialmente en un buen número de entidades locales, pero singularmente en el sector público instrumental donde el acceso al empleo público se ha hecho en muchos casos sin pruebas selectivas y por mera “recomendación” o nombramiento directo. De todos modos, no se puede generalizar pues la situación es muy desigual según el nivel de gobierno de que se trate y el caso particular. La Administración General del Estado tiene un elevado grado de profesionalización, aunque con un sistema de oposiciones bastante tradicional y poco adaptado al perfil de exigencias profesionales que la situación actual requiere. Algunas Comunidades Autónomas y entidades locales han cuidado especialmente los procesos selectivos, sobre todo en los casos de personal técnico, dando ello como fruto unas estructuras de función pública con un potencial razonable de profesionalización. Pero el mayor riesgo en estos casos es la elevada presencia de puestos de libre designación y el uso torticero de las facultades de cese y nombramiento que los actores políticos hacen con inusitada frecuencia.

Las debilidades de la institución del empleo público no acaban ahí. Sin una función pública profesional que desarrolle sus tareas con imparcialidad, carcomida por la política o por la corporativización, así como erosionada por la zona baja e intermedia por una captura sindical, se corre el riesgo de que la corrupción anide más fácilmente en el escenario público. Y los retos de adaptación que la institución del empleo público afrontó en 2007 para adecuar su funcionamiento al de otros sistemas de función pública comparados, se pueden decir que han fracasado de forma estrepitosa. En efecto, el Estatuto Básico del Empleado Público se aprobó en esa fecha con un cuádruple objetivo: a) Incorporar la Ética Pública al funcionamiento de la institución; b) Establecer una dirección pública profesional; c) Introducir la cultura y herramienta de Evaluación del Desempeño; y d) Articular un sistema de carrera profesional vertical y horizontal.

Transcurridos más de ocho años desde la entrada en vigor de ese Estatuto Básico del Empleado Público, bien se puede concluir que lo alcanzado hasta ahora en esos cuatro objetivos es prácticamente cero. Lo de la Ética en la función pública no hay un solo gobernante que se lo haya tomado en serio; todo se quedó en el enunciado retórico de unos principios éticos y de actuación reflejados en la propia Ley de los que nada más se supo. La implantación de la dirección pública profesional es la prueba evidente de que la vieja política en España no quiere cambios que alteren su ecosistema de clientelismo, a diferencia de lo que han hecho otros muchos países, algunos tan cercanos geográfica o culturalmente como Portugal o Chile. La evaluación del desempeño, pieza esencial de un proceso de modernización del empleo público, solo muy pocas administraciones la han aplicado o intentado aplicar, el resto marea la perdiz y orilla o aplaza cualquier decisión al respecto. Y, en fin, la carrera en el empleo público, pilar esencial de un modelo profesional en la función pública que premie el talento, identifique la adecuación competencias/puesto de trabajo y no automatice la progresión en las estructuras administrativas, fue inicialmente bastardeado por oscuros pactos con los agentes sociales cuya única finalidad era pagar más a los empleados públicos por hacer lo mismo y, por si no fuera suficiente, a todos sin excepción. Sobran comentarios.

Probablemente la crisis económica que se abrió a partir de 2008 tuvo parte de culpa en el cambio brutal de escenario y en el aplazamiento de las reformas pendientes en el sistema de empleo público. Aunque también hubo otros factores más inconfesables. Pero, a diferencia de otras crisis económicas que han servido como palanca de cambio o de transformación de la función pública, el largo y profundo ciclo de crisis que se abre entonces no ha servido para cambiar nada, absolutamente nada, de la administración ni de la función pública. Solo para ir a peor. Las duras medidas de ajuste fiscal se cebaron (se siguen cebando) sobre el empleo público, mediante una congelación salarial y una congelación de plantillas que dura ya varios años.

Se impuso, en efecto, un ajuste fiscal vestido con la noción de moda, “racionalización”. De repente, al parecer, nos dimos cuenta que todo lo que teníamos era “irracional”, pero en verdad ello era también un eufemismo que solo se refería a recortes o ajustes, nada de reformas. Y además recortes o ajustes transitorios o aparentes, que pronto se olvidan cuando el escenario electoral está próximo.

De todo ese largo proceso de estos últimos seis años tenemos una administración con menos conocimiento, sin incorporación de nuevo talento, desmotivada, envejecida hasta límites insospechables y sin referentes éticos, falsamente igualitaria en sus retribuciones, carente de sistemas objetivos y reales de promoción profesional y con fuertes presiones de las estructuras políticas sobre un débil cuerpo administrativo impotente de aguantar tales embestidas. Una institución en crisis, agudizada tras los años de crisis. Y no es un juego de palabras.

El resultado final es una Administración pública nada competitiva. En su zona alta indecente y exageradamente polítizada: decenas de miles de puestos directivos y de la alta función pública se proveen por criterios de discrecionalidad política, en los que ni el mérito ni siquiera la acreditación de competencias profesionales se tiene en cuenta. Y estos son quienes llevan las riendas del sector público. El tema fue atentamente estudiado en su día por Miguel Sánchez Morón en un interesante artículo[45]. En todo caso, no hay ningún país occidental que ofrezca semejante panorama. Además, no hay voluntad política alguna por cambiar ni un ápice ese statu quo en el que todas las fuerzas políticas (antiguas o emergentes) se encuentran cómodas. A todo ello se une una presencia muy débil o todo lo más deformada del principio de mérito. Con esos mimbres no puede sorprender que la presencia de la profesionalización sea tibia o limitada y que se erosione la imparcialidad. Campo abonado para que crezca la corrupción o, al menos, esta no encuentre muchos obstáculos a su desarrollo.

Por lo que afecta a las llamadas entre nosotros administraciones independientes no cabe añadir mucho a lo que ya se ha dicho en otros pasajes de este estudio. Esas entidades que crecen por doquier en el escenario institucional estatal, pero que por el juego del isomorfismo se trasladan sin solución de continuidad a buena parte de las Comunidades Autónomas (aunque algunas han comenzado un proceso de supresión de algunas de estas estructuras), fueron creadas unas veces por mandato estatutario y otras por decisión legal. Sus fines son en unos casos de control del poder ejecutivo y de la administración pública (defensores del pueblo, tribunales de cuentas, consejos consultivos o comisiones jurídicas asesoras, etc.), en otros casos se trata de entidades o instituciones especializadas (agencias de protección de datos, comisiones de transparencia, consejo de lo audiovisual u oficina antifraude) y hay un buen número de entidades cuya finalidad principal es actuar como órganos reguladores y de supervisión (Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia, autoridades de competencia en el nivel autonómico, autoridad independiente de responsabilidad fiscal, etc.).

Lo que une a todo tipo de entidades como las descritas es, en primer lugar, una cosa: dada la complejidad de la sociedad existente, son piezas imprescindibles en estos momentos para el ejercicio efectivo del control de las instituciones, particularmente del poder ejecutivo y de las administraciones públicas, aunque en algunos casos sus competencias se embriden con el mercado y el papel de las empresas en un sistema de libre competencia.

Pero en segundo plano (y no por ello menos importante) todas esas instituciones de control, vigilancia y supervisión tienen asimismo una nota común que las inhabilita para el ejercicio de sus funciones y de su papel como instancias promotoras de la imparcialidad que predicara Pierre Rosanvallon en su libro muchas veces citado en este estudio[46]: esos órganos de control están capturados totalmente por la lógica de clientelismo político y se nombran para desempeñar cargos públicos en tales instituciones no a profesionales de reconocido prestigio e imparcialidad acreditada, sino a personas de su propio partido o de otros partidos con los que “pastelean” la composición del órgano, o en su defecto a profesionales, de mayor o menor prestigio, que tengan acreditada lealtad y simpatía contrastada por la fuerza política que promueve su nombramiento. Y aquí no hay excepciones, todo es regla.

Esas instituciones de control se transforman así en superfluas, en una arquitectura institucional de decorado, que incrementa el gasto público y no aporta solución alguna a los problemas reales. Eso sí, da de comer, en ocasiones con magnanimidad, a todos aquellos que obtienen los favores del poder en el reparto infame entre los distintos partidos. Si no fuera tan grave, se podría decir que raya lo esperpéntico.

El Poder Judicial, como se ha dicho, sí que se enuncia constitucionalmente con el sustantivo “poder”. Es el único. Y es precisamente el que menos puede alardear de serlo. Realmente, la impronta de “administración de justicia” está en los propios enunciados constitucionales, cuando se afirma que jueces y tribunales “administran” la justicia en nombre del Rey. Curiosa forma de entender eso de la división de poderes. Jueces y tribunales conforman una “carrera judicial” y, por consiguiente, su condición funcionarial o burocrática marca su destino. Bien es cierto que, entre sus funciones, está también controlar a la Administración Pública ya sea por la vía contencioso-administrativa, penal, civil o social, cuando no militar. En verdad, su función es juzgar y ejecutar lo juzgado, también cuando los poderes públicos son parte en los procesos judiciales. La complacencia ante los poderes públicos es relativa y diferente según los órdenes jurisdiccionales, aunque se incrementa conforme se asciende en las estructuras judiciales.

En cualquier caso, jueces y tribunales no han cultivado precisamente la imagen de imparcialidad, que es consustancial a la importante función que cumplen. Han apostado, desde el principio, por reforzar su independencia, batalla perdida en casi todos los frentes durante el proceso largo e interrumpido de construcción del Estado constitucional en la España contemporánea. La Constitución de 1978 orilló, en efecto, el principio de imparcialidad del poder judicial, cuando, de forma paradójica, lo reconocía a funcionarios públicos y a los miembros del Ministerio Fiscal. Paradojas.

La independencia del poder judicial se intentó armar a través de la configuración de una institución denominada Consejo General del Poder Judicial, que trasladaba un modelo de funcionalidad discutible aplicado en Italia, Francia y otros países europeos de tradición constitucional continental. Vano intento. Probablemente se trate del órgano constitucional más desgraciado, con peor conocimiento por parte de la ciudadanía, colonizado hasta la extenuación por la política partidista y con un cúmulo de crisis en su haber que desdicen su labor y su papel. El ensayo de la última presidencia de renovar su papel institucional está lejos de conseguir resultados positivos. No es un problema de voluntad, es de diseño y de “reparto” de canonjías. Algo que no desaparece.

En efecto, mal diseñado, peor gestionado y con un rendimiento institucional bajo mínimos, el Consejo es un órgano constitucional que su función principal es proveer de cargos judiciales a los órganos gubernativos territoriales y nombrar magistrados del Tribunal Supremo, así como del Tribunal Constitucional. Lo demás, si bien no lo debiera ser, es adjetivo, aunque la potestad sancionadora a los jueces y magistrados puede jugar en ocasiones un papel también estelar, si bien su uso no pasa de ser más bien anecdótico. La política judicial consume las energías y los pactos espurios en los pasillos y despachos del Consejo en estos nombramientos: ir a “marmolear” al Consejo (a obtener favores) es la palabra de moda allí desde hace tiempo. Aquí las filias y fobias “entre los compañeros” de carrera judicial toman a veces la dimensión de peleas entre bandas rivales de matones. Surgen censuras, vetos, apoyos condicionados o venta de votos. Todo vale en este juego de reparto de sillas o sillones, que de todo hay. Lamentable espectáculo.

Por lo demás, la demanda de territorialización del Poder Judicial desde algunas Comunidades Autónomas ha quedado en agua de borrajas. El Poder Judicial es único y sobre todo hay una sola carrera judicial. Nada que ver con el sistema judicial alemán y menos aún con el doble circuito del federalismo estadounidense. El Estado de las Autonomías ha permeado poco la estructura judicial, apenas algo en los méritos para el ascenso o los concursos y nada o poco en la práctica, menos en la cultura judicial. La Administración de Justicia, el aparato vicarial de que se sirve el Poder Judicial, es otro cantar. Se ha cuarteado en un reparto disfuncional entre tareas que competen al propio Ministerio de Justicia, otras al Consejo General del Poder Judicial y las demás (residuales e instrumentales) a las Comunidades Autónomas que han asumido esas competencias. El resultado está a la vista: hemos creado “un monstruo de tres cabezas” que pretende gobernar ese poder, carente de coherencia institucional, que no funciona apenas y con una multiplicación de problemas en la gestión del sistema judicial en su conjunto.

Y, en fin, la pieza de cierre de este sistema institucional es el Tribunal Constitucional. Su diseño constitucional no ofrece grandes diferencias a lo que ya existía en el mercado del constitucionalismo comparado de tradición europea continental. En su estructura, composición y funciones no cabía objeción alguna. Tampoco había mucho recorrido para la invención. Otra cosa es su funcionamiento y rendimiento institucional, pues en un Estado Constitucional sin tradición constitucionalista, como era y es el español, esa institución era capital para interpretar cabalmente un nuevo texto constitucional e ir adaptando su contenido a las exigencias puntuales de cada momento histórico, tarea que adquiría un sentido especial ante la resistencia numantina (o aversión congénita) que la política española siempre ha mostrado a hacer uso de la reforma constitucional como herramienta de esa necesaria adaptación.

El Tribunal Constitucional ha tenido diferentes etapas y ha jugado papeles distintos en función de las materias que le ha tocado abordar. En lo que respecta a las etapas, es obvio que los primeros años del Tribunal Constitucional fueron los mejores, tanto por los magistrados y letrados que nutrieron su nómina como por las resoluciones judiciales, que sentaron importantes precedentes. Aun así nunca lloverá a gusto de todos.

La defensa de los derechos fundamentales ha sido y sigue siendo su mayor activo, si bien en algunos casos concretos desfalleció y tuvo que se rectificada esa doctrina por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. La resolución de recursos y cuestiones de inconstitucionalidad, uno de los aspectos de mayor carácter político del Tribunal, ha dado una de cal y otra de arena. En todo caso, el retraso intolerable en la resolución de estos asuntos convierte algunas decisiones del Tribunal en papel mojado: el tiempo político y el tiempo judicial tienen en este caso relojes completamente distintos. Ya no es una institución de reflexividad (en expresión de Pierre Rosanvallon), es sencillamente una institución retardataria e ineficiente, pues su tarea principal –la que está en el fundamento de su creación- es la de cumplir el papel de control de constitucionalidad de las leyes y normas jurídicas con rango de ley. Y la tiene absolutamente abandonada.

La “patata caliente” del Tribunal Constitucional ha sido y presumiblemente seguirá siendo mientras no se reforme de forma sensata y clara la Constitución en este tema, el reparto de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas. No es objeto de este estudio analizar este punto, pero la función de control del poder en ese ámbito viene trucada por una posición desigual de las partes en el proceso constitucional, que nace preñada de desconfianza y sin solución fácil en un Estado donde la principal conflictividad territorial se ha trabado entre el Gobierno central, por un lado, y los gobiernos de Cataluña y Euskadi, por otro. La agitación política extrema que vive actualmente Cataluña ha conducido a reformas puntuales y aceleradas de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, que tampoco nada ayudan a restaurar el prestigio perdido. El déficit de la política no puede ser sustituido por el constante recurso al Tribunal Constitucional. El desgaste que implica incorporar a esa institución al agrio debate político terminará (si no lo ha hecho ya) por llevarse al propio órgano constitucional por delante.

Pero su función de órgano constitucional imparcial y de reflexividad para resolver conflictos o controversias constitucionales se ve ampliamente desmentida por la política de nombramiento y selección de sus miembros, procesos en los que la transparencia está generalmente ausente y en los que los acuerdos transversales entre las dos fuerzas mayoritarias esconden difíciles equilibrios por “meter siempre a uno de los nuestros”, con disfraz o sin él. Juristas de reconocida competencia lo son todos, pues nadie puede acotar qué significa realmente esa locución, aunque más de uno de los nombrados aguante difícilmente la comparación con otros profesionales más acreditados.

Las comparecencias ante el Congreso de los Diputados previas al nombramiento de tales miembros son inútiles. Una pérdida de tiempo y una puesta en escena sin sentido. Difícilmente los representantes parlamentarios saben algo sobre cuál ha de ser el perfil de competencias profesionales y ético que debe acreditar un candidato a tan importante institución. Ninguno de aquellos lo ha acreditado para estar donde está. Favores políticos. Sin embargo, lo más preocupante son las constantes interferencias que se han dado constantemente por parte del Poder Ejecutivo, sea cual fuere su color político, en el funcionamiento puntual del Tribunal Constitucional, sobre todo cuando se dirimían asuntos –que no han sido pocos- con consecuencias políticas directas. Penoso. La cultura institucional de nuestros gobernantes en este ámbito ha estado en muchas ocasiones próxima al cero.

Así, no cabe extrañarse que el Tribunal Constitucional haya ido encaminándose a una pérdida de reconocimiento institucional y de legitimidad en clave ciudadana cada vez más creciente. Su prestigio, que lo tuvo, se ha desmoronado. Desde finales de la década de los noventa hasta la actualidad su caída ha ido en picado. El turbio asunto de la impugnación del Estatuto de Autonomía de Cataluña y los incidentes sin par que se sucedieron en ese largo proceso terminaron por arruinar la ya desvalida imagen de la institución. Nombramiento ulteriores terminaron por enterrarla. Tiempo costará que emerja de nuevo su prestigio institucional, si es que alguna vez lo consigue.

Y este es el panorama institucional de un régimen constitucional que hace aguas por todos los costados. Una descripción sombría, pero que también tiene algunas luces que conviene resaltar. No todo es negro. España se ha modernizado, ha mejorado sustancialmente su Estado Social a pesar de las sacudidas recibidas tras la dura crisis económica y fiscal a partir especialmente de 2010. Tenemos un sistema sanitario francamente bueno, con excelentes profesionales, aunque necesitado de recursos que no será fácil encontrar. En el ámbito del control del poder, nuestro sistema de protección de derechos fundamentales es una de las grandes fortalezas[47].

También en la mejora del control del poder en España han intervenido factores exógenos y algunas evoluciones endógenas. Como dato exógeno relevante destaca la plena inserción de España en la Unión Europea y en la moneda única, lo que nos ha obligado a adaptar nuestra legislación, así como algunos de nuestros hábitos políticos o administrativos, las exigencias de ese contexto. Y también a mejorar (a duras penas) la disciplina fiscal. De ello nos hemos beneficiado, a pesar de ser alumnos retrasados en muchos ámbitos. Qué hubiera sido de una España fuera de las instituciones europeas, es mejor ni pensarlo. También nuestra vinculación con el Consejo de Europa y, especialmente, la aplicación del Convenio Europeo de Derechos Humanos por medio de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha mejorado la calidad de nuestro sistema institucional desde la óptica del respeto a los derechos fundamentales. Algo muy importante. Y, en fin, la participación activa en otras instancias internacionales (ONU, OCDE, OIT, etc.) no ha traído sino mejoras en los diferentes ámbitos económicos o sociales.

En el plano de las evoluciones endógenas cabe subrayar el incremento multiplicador que ha tenido la sociedad del conocimientos y de las tecnologías de la información en lo que respecta a una ciudadanía más preparada y mucho más crítica. Hay segmentos de población con alta cualificación (algunos desgraciadamente en otros países y otros en el paro) que contrastan frontalmente con las limitadas competencias profesionales que acreditan muchos de los responsables públicos. Esa distancia está pasando honda factura a las instituciones públicas, incapaces de incorporar apenas nada de ese talento que representa la generación más preparada de la historia de este país. La sociedad del favor y el clientelismo político actúan como barrera indigna de tal proceso de renovación del conocimientos y de generación de una nueva élite.

En efecto, el gran problema –el problema real- para que nuestro sistema de separación de poderes y de control del poder funcione de forma efectiva no es otro que la patrimonialización del espacio institucional público, así como el clientelismo político galopante que, como metástasis en un cáncer, se expande por todos los rincones de la vida pública y anega la libre concurrencia, el mérito, la imparcialidad y la profesionalización siempre pendiente de nuestras instituciones. Un problema que tiene un nombre: partidos políticos. Estos se han convertido, sin apenas darse cuenta de ello, en los nuevos caciques del siglo XXI[48]. Pero son necesarios y algo habrá que hacer para cambiar radicalmente esos deplorables hábitos de intermediación y relación con la cosa pública. Tal vez haga falta, como recuerda Adela Cortina, una “transición ética” que complete aquella transición política formal que se llevo a cabo hace más de tres décadas.

Como nos recordaba Schumpeter de forma premonitoria, el método democrático pone en el centro del debate “el problema de la calidad de los hombres” que nos gobiernan. En efecto, la crítica a la democracia se asienta muchas veces en el presupuesto de que “el método democrático crea políticos profesionales, a los que convierte después en administradores y “hombres de Estado” amateurs. Como carecen de todos los conocimientos necesarios para la solución de los problemas con que se enfrentan , les llaman, por usar la frase de Lord Macaulay, ‘jueces sin carrera de derecho y diplomáticos sin francés’, que arruinan la burocracia y desalientan a sus mejores elementos”. La receta de ese autor es, sin embargo clara: alcanzar la posición de liderazgo político está asociada a cierto grado de energía personal y también a otras aptitudes, lo realmente importante es “impedir el paso al tonto o al charlatán”[49]. También al corrupto o al que hace del relativismo moral su bandera.

Si ello no se supera, nada mejorará en el funcionamiento del sistema democrático en su conjunto. Ni nuevas Constituciones ni reformas constitucionales ni modificaciones sustantivas del marco normativo pueden atemperar las hondas huellas que deja la concepción patrimonial de lo público y el clientelismo político en el funcionamiento ordinario de las instituciones político-administrativas y asimismo en las instituciones de control. Esa pésima cultura del favor a la clientela todo lo obtura, todo lo pervierte y nada realmente claro se obtiene de esa lógica institucional formal, que gran parte de la ciudadanía –por no decir casi toda- ya es plenamente consciente de que con este pervertido modelo España no logrará nunca homologarse con las democracias avanzadas de nuestro entorno. Ya no será un problema –como recordara Julián Marías- “de desnivel”, puede transformarse en algo endémico, además cuando pensábamos que estábamos ya inmersos en una homologación (siquiera fuera relativa) con las democracias avanzadas.

Pero para cambiar el sesgo de las cosas, no valen nuevas formaciones ni cambios aparentes en las ya existentes, hace falta un cambio radical en la forma de hacer política en este país. Y, con toda franqueza, eso es algo que no se vislumbra por ningún sitio. Sin duda, como recordara recientemente Innerarity[50], la buena política es el mejor antídoto contra la mala política. Hay que desterrar la mala política del funcionamiento de nuestras instituciones. En efecto, como bien recuerda este mismo autor, la política es sobre todo buscar puntos de encuentro con la finalidad de trenzar acuerdos, no construir trincheras: por tanto, como diría Pepe Mujica, “negociar, negociar y negociar”, lo que también implica ceder.

“La política todavía importa”, como escribía recientemente David Runciman[51]. Los valores, recordaba Gary Hamel[52], importan ahora más que nunca. Mejorar la política requiere apostar por hacer mejor las cosas (“mejor gobierno”) e invertir en valores, restablecer el prestigio de aquella mediante gestión eficiente, conductas ejemplares y perseguir sin descanso cualquier mínima desviación en el ejercicio del poder que pretenda favorecer a sus clientes, amigos o familiares, así como quebrar esa relaciones de mediación subjetiva que siguen ejerciendo los partidos políticos a favor de determinados intereses espurios. Tarea hercúlea.

Emerge con fuerza en nuestro actual contexto –como también nos recuerda Pierre Rosanvallon- una “democracia de confianza” que se anuda al Buen Gobierno o a lo que se ha denominado en estas páginas como Buena Gobernanza. En ese marco, “la calidad de los actores del mundo político resulta una variable clave en la opinión de la ciudadanía”. Retornan con fuerza las exigencias de “talentos y virtudes” que deben predicarse de todo gobernante[53].

Esa “institución invisible” que es la confianza –como la denomina también Rosanvallon- exige ejemplaridad y credibilidad de nuestros gobernantes. La integridad y la transparencia se configuran, así, como paradigmas necesarios de esa Buena Gobernanza. Esa democracia “de apropiación” intensifica la demanda de información pública sobre quienes gobiernan o administran, lo que multiplica también la rendición de cuentas y hace más crítico y complejo el ejercicio de responsabilidades públicas. Parece que este ciclo no tiene vuelta atrás. Y tal vez en este terreno en uno de los que el control del poder democráticamente ejercido esté sufriendo mayores mutaciones en estos momentos. El principio de separación de poderes se sumerge en un nuevo escenario de control de las instituciones un contexto de Buena Gobernanza. Los partidos, los gobiernos y los políticos deberán tomar nota de todo ello. También la ciudadanía.

Si no se da ese cambio, si no somos capaces de sumarnos a esa tendencia imparable de la Buena Gobernanza, no esperen que las cosas mejoren. Seguiremos siempre siendo desgraciadamente los últimos en coger las diferentes olas de modernización o de transformación que otros países asumieron antes. Eso no es gratis. Tiene un alto precio, político, económico y social. Y, de no mejorar, lo seguiremos pagando.

[1] Este trabajo es el “Epílogo” al libro titulado Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones, pendiente en estos momentos de publicación por parte de Marcial Pons/IVAP. Dos versiones no definitivas de este Epilogo se han publicado en El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, número de diciembre de 2015; y en el libro La corrupción en España (Atelier, Barcelona, 2016). El libro sobre Los frenos del poder es un estudio conceptual y comparado (en clave evolutiva) de la construcción del principio de separación de poderes y de las diversas lecturas que ha recibido en diferentes sistemas constitucionales, así como de su fundamento último, que no era otro que establecer un mejor y más efectivo control del poder. Por tanto, teniendo en cuenta nuestro secular retraso político-institucional en relación a otras democracias avanzadas, en el contenido del libro apenas se contienen referencias a España. Es por ello que, en términos más bien divulgativos (alejados del enfoque planteado en general en ese trabajo), se incluye este Epílogo que pretende identificar (en pocas páginas) algunos de las causas por las cuales nunca ha existido en España una buena articulación del principio de separación de poderes y, por tanto, qué circunstancias son las que explican por qué siempre ha desfallecido   –también en los tiempos presentes y de forma acusada- el control de las instituciones.En verdad, la correcta comprensión del alcance del Epílogo solo se advierte tras la lectura del libro. Pero, por razones de contexto, se ha optado también por publicarlo de forma individualizada, lo que también se hizo en su día con una primera versión de la “Introducción” a ese trabajo. Ver: “Los frenos del poder: Una introducción al principio de separación de poderes y al control de las instituciones en los sistemas constitucionales”, Revista Vasca de Administración Pública, núm. 99-100, pp. 1751 y ss.

[2] Véanse, por ejemplo, los libros de C. Molinas (Qué hacer con España) o de L. Garicano (El dilema de España). También tiene interés el libro editado por el colectivo “Nada es Gratis”, por traer a colación solo algunos ejemplos). Estos trabajos centran su análisis no solo en cuestiones económicas, sino también en la dimensión institucional de los problemas que es la que aquí interesa.

[3] La aportación más relevante, sin duda, aunque no la única, es la de S. Muñoz Machado, en su libro Informe sobre España, especialmente en sus capítulos primero y último donde describe magistralmente el desmoronamiento del sistema institucional derivado de la Constitución de 1978 por la captura de esos órganos por unos partidos y unos hábitos institucionales poco edificantes.

[4] Ese ha sido el caso, por ejemplo, de Antonio Muñoz Molina, en su libro Todo lo que era sólido, Seix Barral, 2013. Más recientemente, Valentí Puig, ha tomado el pulso también a la situación política en su libro Fatiga o descuido de España, Galaxia Gutenberg, Madrid, 2015. Desde una óptica más periodística tiene interés asimismo la aportación de J. A. Zarzalejos, Mañana será tarde. Un diagnóstico valiente para un país imputado, Planeta, Barcelona, 2015.

[5] Algo que censura, por lo que afecta a las obras de contenido económico, J.I. Crespo, en su libro Cómo acabar de una vez por todas con los mercados. Deusto, Bilbao, 2014.

[6] J. Marías, La guerra civil. ¿Cómo pudo ocurrir? (Prólogo de J. P. Fusi), Fórcola, Madrid, 2012.

[7] Véase su libro ¿Por qué fracasan los países?, Deusto, Bilbao, 2012.

[8] Para entender la omnipresencia del caciquismo en la política española, aparte de la conocida obra de J. Costa (Oligarquía y caciquismo, Simancas Ediciones, 2005), sigue siendo imprescindible las reflexiones (algunas de ellas cargadas de un cinismo político atroz) del Conde de Romanones, recogidas por ejemplo en su libro Notas de una vida, Marcial Pons, Madrid, 1999. Pero más representativas aún son las opiniones de este mismo autor vertidas en su libro Breviario de Política experimental, Editorial Plus Ultra, Madrid, 1974, donde en relación con el caciquismo expone lo siguiente: “El caciquismo, planta que en maraña espesa y ligante domina el suelo español, no desaparece en un año ni en diez; tiene las raíces muy hondas, y estas raíces no son como vulgarmente se creen los hombres que han gobernado; esas raíces están arraigadas en todo el ámbito nacional y en todas sus clases”

[9] G. Debord, La sociedad del espectáculo, Pre-textos, Valencia, 2005.

[10] D. C. North, Instituciones, cambio institucional y desempeño económico, FCE, México, 1993, p. 151.

[11] Ver, Sansón Carrasco, Hay Derecho, Península, 2014.

[12] Sobre esta última idea, es imprescindible el libro de D. Innerarity, La política en tiempos de indignación, Galaxia Guttemberg, Madrid, 2015.

[13] Este autor ponía de relieve la paradójica situación derivada de que los países de España y Portugal, propietarios entonces de las minas de oro y plata americanas, eran, sin embargo, “los países más pobres de Europa después de Polonia” (La riqueza de las naciones, Alianza Editorial, Madrid, 1996, p. 328). Tal vez el juicio fuera exagerado, pero pone de relieve cómo esa riqueza de metales preciosos no sirvió realmente para crear nada productivo, sino como medio o ayuda “para sostener el derroche suntuoso de los mercaderes de Cádiz y Lisboa” (p. 622). Ciertamente, el juicio de Smith sobre el papel económico-institucional de España está plagado de constantes censuras y lo contrasta con la situación existente entonces en Holanda o en la propia Inglaterra. El papel de las instituciones fue determinante en esa deriva.

[14] M. Artola, La economía española al final del Antiguo Régimen. IV. Instituciones, Alianza Universidad, 1982, p. XVI. Este autor se quejaba amargamente de la escasa bibliografía que entonces se había ocupado del análisis de las instituciones del Antiguo Régimen. Algo se ha corregido este déficit, pero aún es preciso acudir a obras de hace muchos años para dar respuesta a algunas preguntas, al menos desde una concepción integral del problema.

[15] A. Posada, La nueva Constitución española (en versión bilingüe castellano-francés), INAP, 2006.

[16] Por ejemplo, en Martínez Marina con su insigne obra Teoría de las Cortes. Actualmente en formato digital en www.cervantesvirtual.com

[17] A. Posada, La nouvelle Constitutiton espagnole, INAP, Madrid, 2006, p. 15.

[18] J. Varela Suanzes-Carpegna, La monarquía doceañista 1810-1837, Marcial Pons, 2013, pp. 50 y ss. y 433.

[19] En efecto, la literatura y el ensayo decimonónicos están plagadas de referencias al tema de las cesantías. Sin ánimo alguno de exhaustividad alguna, valga como referencias un solo ejemplo. Mesonero Romanos (Escenas matritenses, Austral, 4ª edición, 1975), recogía este extradionario y delicioso pasaje: “Uno de estos tipos peculiares de nuestra época, es sin duda alguna el hombre público reducido a esta especie de muerte civil, conocida en el diccionario moderno como cesantía, y ocasionada, no por la notoria incapacidad del sujeto, no por la necesidad de su reposos, o no, en fin, por los delitos o faltas cometidas en el desempeño de su destino, sino por un capricho de la fortuna, o más bien de los que mandan a la fortuna; por un vaivén político, por un fiat ministerial; por aquella ley, en fin, de la física que no permite a dos cuerpos ocupar un mismo espacio”. Preñado de modernidad. Asimismo, una dureza inusitada contra la sociedad del favor, el amiguismo y la preterición del talento y del mérito, puede hallarse en R. Macías Picavea, El problema nacional, Biblioteca Nueva, 1996, pp. 155 y ss.

[20] Por ejemplo, en Francia, donde Tocqueville en 1848 describía un sombrío cuadro: “(…) la mendicidad política es de todos los regímenes, y se acrecienta incluso con las revoluciones que se hacen para acabar con esa venalidad, porque todas las revoluciones arruinan a un cierto número de hombres, y porque en nuestro país un hombre arruinado nunca cuenta más que con el Estado para rehacerse”; Recuerdos de la Revolución de 1848, Trotta, 1994, p. 125. Más expresiva tal vez de ese arraigo de una cultura patológica de clientela es la breve contribución de ese mismo autor titulada “El deseo de cargos públicos” y recogida en su obra Discursos y escritos políticos, publicada por al CEPC en 2005 y antes citada, pp. 69 y ss.

[21] M. Zafra, “El marco político y la génesis del caciquismo”, en A. Robles Egea (comp.), Política en penumbra. Patronazgo y clientelismo políticos en la España contemporánea, siglo XXI, Madrid, 1996, p. 110.

[22] J. Varela Ortega, Los señores del poder, Galaxia Gutenberg, Madrid, 2013, p. 76.

[23] G. I. De La Fuente Monge, “Élite Política y clientelismo durante el sexenio democrático”, en Política en Penumbra, cit. p. 159.

[24] J. Moreno Luzón, “’El poder público hecho cisco’. Clientelismo e instituciones políticas en la España de la Restauración”, en Política en penumbra, cit. p. 179.

[25] Sobre la débil construcción del Estado Nación en la España decimonónica, ver: J. Álvarez Junco, Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Taurus, Madrid, 2001.

[26] Ver: J. P. Fusi Aizpurua, “Organización territorial del Estado”, en Autonomías, Espasa Calpe, Madrid.

[27] Ver, al respecto, H. Heclo, Pensar institucionalmente, Paidós, Barcelona, 2010.

[28] J. Marías, España inteligible. Razón histórica de las Españas, Alianza Editorial, Madrid, 2014, p. 329.

[29] A. Garrorena, “Estudio Preliminar” al libro de Antonio Alcalá Galiano, Lecciones de Derecho Político; CEC, Madrid, 1984, p. XI.

[30] Ver su importante obra: El liberalismo doctrinario, cit.

[31] Las referencias a Donoso Cortés son frecuentes en la obra de C. Schmitt. Valga como ejemplo, Ensayos sobre la Dictadura 1916-1932, Tecnos, Madrid, 2013.

[32] Política en penumbra, cit.

[33] Tal como señala gráficamente en un espléndido estudio Robles Egea, “las estructuras clientelares han demostrado una enorme capacidad de adaptación que se asemeja a la del camaleón, que varía la pigmentación de su piel en función del color que predomina en su entorno natural” (“Sistemas políticos, mutaciones y modelos de las relaciones de patronazgo y clientelismo en la España del siglo XX”, Política en penumbra, cit., p. 229).

[34] Juan Rico y Amat, Diccionario de los Políticos, Madrid, 1855, p. 101.

[35] S. Ramón y Cajal, Charlas de café. Pensamiento, anécdotas y confidencias, Editorial Espasa Calpe, Madrid, 2000. Y añadía poco después que, en España, “salvo contadas excepciones, nadie ocupa su puesto: los altos cargos políticos, militares y administrativos se adjudican a gente sin la adecuada preparación, con tal de pertenecer al partido imperante, por donde adviene su rápido desprestigio” (p. 274).

[36] Véase su libro: Notas de una vida; Marcial Pons, 1999, cit.

[37] A. Robles Egea, “Sistema políticos, mutaciones y modelos …”, cit., p. 248.

[38] Sobre la transición política en España la bibliografía es inmensa, tanto de aquellas obras que la ensalzan como, en menor medida (y más recientes) de aquellas otras que reniegan de su ejemplo. Una mirada bastante equilibrada y bien contextualizada de ese período, se puede encontrar en J. Pradera, La transición española y la democracia, FCE, 2014.

[39] El proceso de construcción y desarrollo del Estado autonómico ha recibido asimismo una atención bibliográfica desmesurada, en particular de carácter especializado por académicos del Derecho Público. Entre esa amplia bibliografía destacan los trabajos de Santiago Muñoz Machado, en concreto (por su contenido más divulgativo, aunque incorpora parte de sus textos anteriores) el libro ya citado de Informe sobre España. No se puede citar aquí esa amplísima bibliografía, ni siquiera de forma selectiva, porque excedería del limitado objeto de este trabajo.

[40] L. Duguit, La separación de poderes y la Asamblea Nacional de 1789, CEC, Madrid, 1996.

[41] P. Rosanvallon, Le bon gouvernement, Seuil, París, 2015.

[42] Sobre esta cuestión es de lectura obligada el libro de M. Villoria Mendieta y A. Izquierdo Sánchez, Ética Pública y Buen Gobierno. Regenerando la democracia y luchando contra la corrupción desde el servicio público, Tecnos, Madrid, 2016.

[43] En este tema, por todos: D. Innerarity, El futuro y sus enemigos, Paidós, Barcelona, 2009.

[44] La expresión “spoils system de circuito cerrado” (“un sistème de dépouilles ‘en circuit fermé”) fue empleada hace muchos años por J. L. Quermonne, L’appareil administrative de l’État, Seuil, París, 1991, p. 236.

[45] M. Sánchez Morón, “La situación actual del empleo público”, El Cronista del Estado Social y Domocrático de Derecho, Iustel, núm. 10, 2009, pp. 59 y ss.

[46] P. Rosanvallon, La legitimidad democrática. Imparcialidad, reflexividad y proximidad, cit.

[47] En efecto, en el Rule of Law Index de 2015, a diferencia de otros factores que también se incluyen en ese ranking (por ejemplo, ausencia de corrupción o gobierno abierto), en materia de protección de derechos fundamentales España ocupa la decimonovena posición lo que es un puesto discreto, pero es de los ocho factores que se evalúan en el que se obtiene la mejor puntuación.

[48] Una opinión muy crítica sobre los partidos, se contiene en el breve opúsculo de Simone Weil, titulado Ensayo sobre la supresión de los partidos políticos, Confluencias Editorial, 2015, pp. 19 y ss. Incide también sobre la pérdida de protagonismo de los partidos políticos, en los términos antes analizados, P. Mair, Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental, Alianza Editorial, Madrid, 2013, pp. 61 y ss.. Y, en fin, al declive de los partidos en un marco de “buen gobierno” y de reforzamiento del Ejecutivo, se refiere P. Rosanvallon, en su último ensayo (Le bon gouvernement, cit., entre otras, pp. 26 y ss.

[49] Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia, volumen II, Página Indómita, Barcelona, 2015, pp. 98-99.

[50] D. Innerarity, La política en tiempos de indignación, cit, p. 298.

[51] D. Runciman, Política, Turner, Madrid, 2014, p. 184.

[52] G. Hamel, Lo que ahora importa, Deusto, 2012.

[53] P. Rosanvallon, Le bon gouvernement, cit., en especial pp. 305 y ss.

 

INTEGRIDAD Y TRANSPARENCIA, IMPERATIVOS DE UNA BUENA GOBERNANZA

En un reciente libro, Pierre Rosanvallon ha puesto de relieve que integridad y transparencia son dos imperativos del buen gobierno y de la democracia de confianza (Le bon gouvernement, Seuil, París, 2015, pp. 353 y ss.; edición en castellano en Editorial Manantial, 2016). Sin integridad y transparencia no se puede pretender reforzar esa institución invisible, como también la enunciara ese mismo autor, que es la confianza de la ciudadanía en lo público y en sus representantes y agentes.

Esa reflexión nos muestra asimismo la importancia que tiene el orden de enumeración de ambos principios. Y luego explicaré porqué. El enunciado de este libro no es neutro. De los dos imperativos expuestos, la primacía debe estar siempre en el lado de la integridad (aspecto sustantivo) y no de la transparencia (carácter instrumental). En nuestro país hemos cambiado el relato: lo trascendente es lo instrumental, mientras que lo sustantivo se adjetiva. Cosas del subdesarrollo institucional.

Los casos de corrupción que han sacudido los últimos años a un buen número de democracias avanzadas y a otros muchos sistemas políticos que no pasan de ser meramente democracias formales, han removido las conciencias de la ciudadanía y multiplicado las exigencias de integridad y transparencia. El tránsito desde la “democracia de audiencia” (de la que hablara Bernard Manin, en su magnífico libro Los principios del gobierno representativo, Alianza Editorial, 1998, pp. 267 y ss.) a la “democracia digital” ha multiplicado exponencialmente las posibilidades de que los ciudadanos accedan a información relevante y actualizada sobre quiénes son sus servidores públicos, qué hacen, cómo ejercen sus funciones y a qué dedican los recursos públicos. El test de escrutinio se incrementa notablemente, al menos en apariencia. El caudal de información pública es inmenso, otra cosa es que sirva realmente para un correcto ejercicio del control del poder y de la rendición de cuentas. El volumen de información por sí sola lo es todo y no es nada.

No cabe duda que, asimismo, la fuerte e intensa crisis económico-financiera que ha golpeado a los países occidentales, especialmente a los europeos y más aún a los mediterráneos, a partir de los años 2007-2008, así como unas políticas de austeridad sin contrapartidas sociales, ha generado un fuerte crecimiento de la desigualdad y condenado a amplios colectivos de personas a situaciones existenciales precarias o a una pérdida ostensible de su estatus previo (véase el duro paisaje de los efectos de la crisis y el potencial estancamiento fruto de las políticas neoliberales, en P. Mason, Postcapitalismo. Hacia un nuevo futuro, Paidós, 2016) . En ese contexto, la situación de quienes ejercen responsabilidades públicas o están protegidos por el manto de la inamovilidad que conlleva un estatuto de empleo público (particularmente funcionarial), pasan a estar en el punto de mira de la ciudadanía. Lo que hagan, cómo lo hagan, lo que cobren y porqué, es algo que cada vez más interesa a una creciente y afectada ciudadanía.

Del mismo modo, en los últimos años se ha producido un declive evidente de unos valores comunes básicos como consecuencia de una sociedad –tal como explicitó en su día Bauman- cada vez más consumista. Una sociedad, además, dominada por la conectividad instantánea –como advirtiera en su día Paul Virilio (La Administración del miedo, Barataria, 2012)- a través de un sinfín de dispositivos móviles, en la que el pensamiento rápido, en palabras de Maffei (Alabanza de la lentitud, Alianza Editorial, Madrid, 2016), se apodera brutalmente de la reflexión hasta condenar a esta al ostracismo y generar de modo imperceptible cambios profundos en el modo y manera de actuar de la humanidad. El ritmo acelerado y a veces irreflexivo que se genera a partir de un uso poco adecuado del mundo digitalizado, a pesar de algunas visiones plagadas de optimismo, no está de momento ayudando precisamente a mejorar la calidad de nuestras instituciones, sino sobre todo a cuestionarlas más abiertamente. Tampoco de las personas. Paradojas, que tal vez se vayan paliando con el tiempo.

Todo ello contribuye a una pérdida notable de la confianza de la ciudadanía en sus instituciones, que se manifiesta de modo gráfico en el surgimiento explosivo de un populismo de diferente cuño en función de países y que cuestiona (o puede llegar a cuestionar) en algunos momentos las bases tradicionales de asentamiento de los pilares del Estado constitucional-democrático (sobre este tema, por todos: Víctor Lapuente, El regreso de los chamanes, Península, Barcelona, 2015).

Estos elementos de contexto han empujado, sin duda, a un reverdecer de las políticas de integridad y de transparencia en el marco no solo del Buen Gobierno, sino también de la Buena Gobernanza. Ni la integridad ni la transparencia puede verse solo como políticas intra-organizativas (esto es, dirigidas exclusivamente a mejorar las instituciones públicas y el comportamiento de sus cargos o servidores públicos), pues sus proyecciones externas son evidentes en ambos casos. Interesa, por tanto, observar cómo interactúan poder y sociedad en estos ámbitos.

Algunos autores de forma acertada han acuñado el término de Gobernanza Ética (Longo y Albareda, Administración pública con valores. Instrumentos para una gobernanza ética, INAP, Madrid, 2015). Otros han vinculado la ética pública con la noción de buen gobierno (M. Villoria y A. Izquierdo, Ética Pública y Buen Gobierno, Tecnos/INAP, 2016; también, C. Ramió, La renovación de la función pública. Estrategias para frenar la corrupción en España, catarata, 2016). Y, efectivamente, la ética pública perfora de forma evidente los muros de las instituciones públicas, para adentrarse de lleno en la imagen que la ciudadanía percibe de sus organizaciones públicas y de quienes desarrollan sus actividades políticas, directivas o profesionales en tales estructuras organizativas.

No puede haber, ni de hecho la hay (o, cuando menos, no debería haberla), indiferencia ciudadana en lo que afecta al comportamiento ético de los responsables públicos, sean estos quienes fueren. La crisis y el empobrecimiento de una parte de la población, así como la pérdida descomunal (auténtica sangría) de confianza política, están multiplicando –tal como se ha dicho- los test de escrutinio de la ciudadanía frente a quienes ejercen el poder o prestan servicios públicos.

Sin embargo, la ética institucional es de doble dirección. En efecto, la buena o mala ética pública juega como espejo en el que se mira la ciudadanía; es decir, impregna la sociedad, replica sus valores (o desvalores) y conductas (o malas conductas), pudiendo incluso incentivar comportamientos patológicos que se instalan en el imaginario colectivo e, incluso, llegan a justificar determinadas formas de actuar que se transforman en modalidades, con mayor o menor intensidad, de corrupción. La integridad institucional ha despertado, en efecto, conforme la corrupción se hacía más presente en el espacio público, como mecanismo reactivo, pero no suele ser buena práctica, o al menos no es la mejor, solo reprimir. Mejor es prevenir. Es la esencia auténtica de la integridad institucional.

Lo que se haga en las instituciones públicas no es ni puede ser indiferente a la ciudadanía. Pero, por otro lado, lo público, por mucho que nos empeñemos, no es algo aislado de la sociedad en la que se integra. La cultura ciudadana, la ética individual o social existente, por emplear la noción de ética social que defendiera Aranguren (Ética, Biblioteca Nueva, Madrid, 2009, p. 266), así como las propias conductas o comportamientos de las personas que conforman ese tejido social, se trasladan con mecánica repetición y gran persistencia del ámbito privado al propiamente público, interactúan de forma continua. El trasvase, apenas perceptible en unidad de acto, es constante y conforma una ética pública que nunca puede estar aislada, por la naturaleza de las cosas, de la ética privada o de la ética social imperante. Quienes dirigen o gestionan nuestros asuntos públicos son parte de esa estructura social y trasladan sus valores al ejercicio de su actividad. Nos gusta escandalizarnos de los políticos que tenemos, sin embargo nunca nos sorprendemos de nuestra baja calidad moral. Como bien dijo La Rochefoucauld, “olvidamos con más facilidad nuestras faltas cuando solo las conocemos nosotros” (Máximas, Akal Básica de Bolsillo, 2012, 196). No puede haber políticos íntegros moralmente o políticos transparentes cuando la sociedad no ha interiorizado esos valores. Es algo absurdo o sencillamente un pío deseo.

Un comportamiento político no moral (por pequeño o insignificante que fuera o, mejor dicho, aparente ser) debería tener consecuencias políticas, sobre todo si quien lo ejercita es un cargo público representativo o ejecutivo. Cuando no las tiene, algo grave pasa. Asistimos un día sí y otro también a faltas evidentes desde el plano ético individual de quienes ejercen la actividad política o funcionarial sin que tales conductas tengan consecuencias: hay reproche moral (cuando existe), pero quienes han adoptado esas conductas no se dan por aludidos. Adoptan la táctica del escaqueo: no va conmigo. Ni la “vieja” política ni lo que es peor aun la “nueva” adoptan solución alguna frente a tales hechos. Se multiplican los casos y la tribu del partido protege a quienes no han acreditado una conducta moral acorde con la ejemplaridad debida. Todo se transforma en una falsedad o, incluso, en una mentira. Una vez más se pretende que el paso del tiempo todo lo entierre, hasta la memoria. No en vano, Pascal ya calificó a la política como un “hospital de locos” (Pensamientos, Alianza Editorial, 2004, p. 93, 331).

Una sociedad que multiplica y mantiene actuaciones no ajustadas a los patrones éticos, también en su relación con lo público, no puede pretender disponer de unas instituciones intachables desde el punto de vista moral. Si los ciudadanos no somos íntegros y honestos en nuestras relaciones con lo público –y en no pocas ocasiones, si hacemos un ejercicio de sinceridad, no lo somos- no es fácil construir sistemas de integridad institucional que no dispongan de fisuras o, en el peor de los casos, de auténticos agujeros negros. El reto es de envergadura, porque la moral, especialmente en el campo institucional solo predica en el presente o en el futuro. Apenas vale lo que el pasado nos diga, solo como predicción, a veces equivocada.

Y sobre este último punto sobrevuela un evidente error de perspectiva. Todo consiste en creer que se es o no se es íntegro. Como si fuera algo innato o inherente a la persona. La moral como la ética es una conquista cotidiana, siempre presente. Pero es una lucha continua, lo logrado puede evaporarse en cuestión de segundos. Una conducta no ajustada echa por tierra toda una “vida ejemplar”. Se olvida, además, de donde venimos y quiénes somos. Se orilla la sociedad en la que estamos y las prácticas perversas que la inundan. Es absurdo pensar que, en España o en un país mediterráneo como Grecia o Italia, la integridad formará parte sustantiva del quehacer cotidiano de sus cargos y servidores públicos en el ámbito público e institucional de un día para otro. La integridad es un más un camino que un objetivo. Como dijo Aranguren, la ética está “siempre in via”. Un camino además largo, permanente, pues requiere sobre todo una política de integridad bien diseñada y mejor conducida; exige, por tanto, continuidad y una constancia en la persecución de esa finalidad. Pero sobre todo requiere adoptar hábitos que marquen un carácter, por retornar de nuevo al profesor Aranguren (Ética, cit., pp. 22 y ss.). La ética institucional es un proceso, además de mejora continua. Partimos de donde partimos; para bien o para mal, más de lo segundo que de lo primero.

Sobre este tema, por su innegable importancia, me detendré en su momento. Pero ya cabe anticipar que la ética publica, como la propia moral, no es algo que se pueda prevaler de conductas pasadas, sino que lo realmente importante –tal como vengo resaltando- es el presente, la acción. Y probablemente preparar el futuro, prevenir. Vladimir Jankélévitch puso el acento en el futuro intencional como campo propio de la moral, no en el pasado (Curso de Filosofía moral, Sexto Piso, México/Madrid, 2009). Sin embargo, nos encanta en este (y en otros temas) mirar por el retrovisor: las conductas pasadas pueden predecir comportamientos futuros, pero la integridad es, sin embargo, una conquista permanente, diaria. Lo que fue o lo que se hizo no garantiza en la esfera moral lo que pasará. La tensión es constante.

La integridad tiene, en efecto, una perspectiva temporal que no se debe abandonar nunca si se quiere analizar objetivamente el problema. Más aun cuando de escrutar o valorar la conducta de los cargos o servidores públicos se trata. El cumplimiento de las normas jurídicas es una obligación moral, pero sobre todo ciudadana. Su incumplimiento acarrea sanciones de distinto calado, según los casos. Los problemas surgen de dos fuentes. La primera cuando el cargo o servidor público (sea político, directivo o empleado público) incurrió en una conducta sancionable penal o administrativamente. En este caso el Derecho, más concretamente el sistema jurídico y judicial, debe dar la respuesta a ese incumplimiento. La segunda se produce cuando la conducta no es sancionable jurídicamente, pero tiene en cambio un hondo reproche social, porque implica expresa o tácitamente una acción éticamente reprobable. En este caso, si no hay regulación normativa solo un marco autorregulador puede servir de garantía, tal como se verá. Si no existe esto último, la valoración de lo que es o no ético institucionalmente se “universaliza”, cualquiera puede definirlo, esto significa una suerte de antesala “a la selva” o la creación de un espacio de contornos completamente abiertos (¿quién define lo que es ético o no?: ¿los medios, la oposición, las personas con sus distintos enfoques?). Y todo ello abre la puerta al linchamiento mediático o social (preferentemente en las redes). Por eso es recomendable fijar principios y reglas, normas de conducta, ya sea por las normas o por medio de instrumentos de autorregulación.

En otros términos, los problemas morales en el ámbito público (y la integridad institucional se encuadra dentro de esta noción) deben mirar más al futuro que al pasado, siendo este último importante por las consecuencias jurídicas que esas conductas pudieron implicar. La ética institucional tiende a preservar la institución por medio de unas conductas apropiadas (públicas, pero también privadas) de sus gobernantes o funcionarios, al menos durante el período en que tales personas están en el ejercicio de sus funciones, en unos casos en períodos temporalmente acotados (políticos y directivos), mientras que en otros más extensos (empleados públicos). Interesa poco para la conducta presente el comportamiento pasado, salvo que este haya estado salpicado por incumplimientos graves de las obligaciones legales y hayan sido merecedoras de sanción, en cuyo caso lo que debe existir es un filtro suficientemente eficaz para impedir el tránsito (de detección o alerta temprana) desde las funciones privadas a las públicas. La propuesta y elección de los cargos públicos o la selección de los empleados públicos no deben orillar (como es nuestro caso) quiénes son y qué han hecho, también en el ámbito de los deberes éticos, esas personas que quieren pasar a engrosar la nómina de las instituciones públicas. No es indiferente, pero es sobre todo un elemento profiláctico. Tampoco predice nada de forma absoluta. Una vez accedido al cargo o función pública, lo realmente relevante es lo que hagan esas personas en el ejercicio de su cargo o en el desempeño de sus funciones. También desde el plano ético. El tiempo presente se convierte en el verdadero escrutinio moral de la conducta de los cargos y servidores públicos. Lo demás es humo o pasado que nada acredita (predice vagamente) sobre conductas futuras (en este caso previene).

Las instituciones públicas deben, por tanto, procurar la construcción de infraestructuras éticas en su funcionamiento ordinario, unas vendrán definidas por marcos normativos que tipifiquen las infracciones y sanciones, mientras que otras estarán configuradas por sistemas de integridad que hagan –como decía- de la autorregulación su pauta de funcionamiento. La gran conquista de la integridad pública será, sin duda, llevar a cabo ese proceso de mejora continua de cumplimiento leal de las normas y de la adhesión por el cargo público (voluntaria, en tanto que querida y “sentida” o internalizada, como explicitó en su día Victoria Camps) a los valores y estándares de conducta que previamente se hayan determinado.

La transparencia es otro de los pilares de la Buena Gobernanza, aunque con un carácter mucho más instrumental. Contribuye a hacer efectiva la integridad, pero no solo. Tiene otras muchas proyecciones, que en su momento trataré. La transparencia, en efecto, nos ayuda a visualizar muchas cosas vinculadas con otras dimensiones de la Buena Gobernanza. Tiene, como decía, muchas caras y sobre ellas habrá tiempo de detenerse. Por ejemplo, sus conexiones son evidentes con el control democrático del poder, especialmente con la rendición de cuentas (el aspecto nuclear, como se verá, de la transparencia), pero también con la eficacia y eficiencia del funcionamiento de las estructuras institucionales y administrativas o con el impulso de la digitalización en el funcionamiento de las organizaciones públicas y en sus procesos. También con el cambio de cultura organizativa, aspecto siempre preterido o ignorado. Y, sin embargo, de gran importancia estratégica.

La transparencia, tal como se verá, es hija de una sociedad digitalizada en la cual las tecnologías de la información y de las comunicaciones tienen un desarrollo acelerado y están modificando de forma radical el modo de relacionarnos socialmente con otras personas, con nosotros mismos, con el entorno y también (aunque en menor medida aún) con las instituciones públicas. La sociedad analógica no desarrolló el concepto de transparencia, al menos tal como lo conocemos hoy en día. Sí que impulsó en algunos ámbitos el derecho de acceso a la información pública como una manifestación puntual de esa noción más genérica que es la transparencia, pero no se fue más allá. Sin la aparición del homo digitalis (Byung-Chul Han, En el enjambre, 2014, p. 28) no se entiende el contexto actual de la idea de transparencia.

Sin embargo, la transparencia como medio de la Buena Gobernanza da lugar a muchas paradojas. Gran parte de ellas las trataré en la parte final de esta libro, pero no se puede ocultar que en torno a la transparencia se han ido insertando una serie de prácticas viciadas, enfoques cosméticos y actuaciones marcadas por la propaganda política o el fervor técnico, cuando no por el puro negocio privado o semipúblico. Como bien expuso Innerarity, “conviene que el entusiasmo por la transparencia no nos oculte las dificultades de ejercerla verdaderamente” (La política en tiempos de indignación, Galaxia Gutenberg, 2015, p. 269).

La falsedad ha sido una etiqueta demasiado utilizada por quienes se predican apóstoles de la transparencia Es una manifestación más de lo que denomino como “mentiras de la transparencia”. Allí me remito. En efecto, el uso inapropiado o inadecuado de la transparencia también ha dado lugar a la multiplicación de patologías sinfín. Algunas groseras, otras sofisticadas o sutiles, piadosas las menos. Transparencia es verdad. La verdad es factual o no es. Y la verdad es algo que en política (cuando no en el ámbito público) no se suele practicar con frecuencia. La mentira política, como se verá, no ha sido muy estudiada, aunque Koyré (La función política de la mentira moderna, Pasos Perdidos, 2015) y Hanna Arendt escribieron páginas memorables sobre ello, pero no nos llamemos a engaño: es omnipresente. Poder y transparencia, nunca han conjugado bien. Ni lo harán en el futuro. No cabe engañarse sobre este punto. Los arcana forman parte integrante esencial (y seguirán formando) de la política. Tal como decía, Hanna Arendt escribió un importante opúsculo sobre este tema, que recuperaré en su momento. Pero allí, por ejemplo, recordaba que la verdad era solo una, mientras que la mentira (o la “falsía” en palabras de Montaigne) tiene mil formas y un campo ilimitado. Es más, dentro de su configuración de la verdad política como realidad factual, constataba una realidad: “que los hechos no están seguros en manos del poder es algo evidente”. Ello le conducía a concluir que “el poder es un instrumento poco fiable , pues no solo los hechos están inseguros en sus manos, sino también la no-verdad y los no-hechos” (Verdad y Política, recogido en el libro de la misma autora Entre el pasado y futuro, Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Península, Barcelona, 2016, p. 395).

La transparencia solo puede ser tal si es realmente efectiva. El objeto de la transparencia no es tanto la política como la actividad administrativa, aunque el empuje de la integridad ha conducido a que también los políticos, sobre todo sus actividades y bienes patrimoniales, se hayan puesto en el frontispicio de la actividad escrutadora a través de exigencias legales, en unos países mayores y en otros menores, de transparencia. Pero no convendría mezclar las exigencias legales de declaración de actividades y bienes, derivadas del sistema de incompatibilidades y conflictos de interés, con la transparencia. No tiene porqué haber una total correspondencia entre ambos planos. Sus finalidades son coincidentes en unos casos y diferenciadas en otros.

La lucha contra la corrupción en el ámbito de la política y de la Administración exige inexorablemente una mayor transparencia. El problema que se puede generar (algo que ya está pasando) es que las exigencias intensas de transparencia frente a los políticos como personas (de sus actividades, bienes, patrimonio, incluso de sus relaciones, contactos o, incluso, movimientos bancarios), unido a las trabas legales anudadas a la prevención y persecución de conflictos de interés “ex ante”, necesarias en todo caso, durante y “ex post” del ejercicio de la actividad pública, puedan actuar como mecanismos que activen un efecto de desaliento para que determinadas personas se dediquen a la actividad política o pública. Algo de eso advirtió hace varias décadas el destacado sociólogo Juan José Linz. Y, sobre este punto, también me detendré, pues sus consecuencias pueden ser letales: llenar la política -como ya está pasando- de funcionarios, de quienes «no tienen nada mejor que hacer» o de personas que “acceden a su primer empleo”.

La efectividad de la transparencia, sin embargo, siempre es relativa en un mundo en el que la hipocresía o el ocultamiento, cuando no las medias verdades, forman parte de la cotidianeidad. La efectividad de la transparencia, con los matices indicados, se dará solo si producen los resultados queridos y no las desviaciones antes citadas. Si se diseña como auténtica política y se evalúan permanentemente sus resultados. La transparencia es una política y un proceso continuo. Y no otra cosa. Pero no cabe confundirse en este empeño: el reto principal para caminar hacia esa efectividad es que la Administración Pública sea transparente en sus procedimientos y resoluciones. Que cambie sus patrones culturales y sus propios procedimientos o procesos. Y esta actitud transparente toca a los políticos, pero también a directivos y funcionarios. Este es el primer paso. Sin él nada sabremos en realidad ni nada podremos avanzar en el futuro, por mucho que los Portales de Transparencia nos digan qué tienen los políticos en sus cuentas corrientes, cuántos vehículos disponen, qué cobran o de qué patrimonio disponen o nos llenen de información pública de cualquier otro tipo, mucha de ella superflua o prescindible. No cabe errar el enfoque ni desviar la atención.

Para lograr esa efectividad de la transparencia hay que ser conscientes de muchas otras cuestiones, pero sobre todo de cuatro: la transparencia es un valor o principio institucional; es, asimismo, una política instrumental con las dificultades que plantea su diseño en cuanto que su finalidad va dirigida a controlar al poder de quien, paradójicamente, la debe impulsar (y que, por la naturaleza de las cosas, procurará por todos los medios posibles que tal control no le afecte o “no le despeine”; recuerde, al efecto, la reflexión de Hanna Arendt); también es un proceso continuo de mejora o de adaptación de las organizaciones públicas, puesto que no puede haber transparencia si esta no es finalmente efectiva, sirviendo para los fines a los que debe atender; y, en fin, la transparencia efectiva conlleva necesariamente, tal como se ha dicho, un cambio radical de cultura en la organización, tanto en sus aspectos formales como materiales: los políticos y los empleados públicos no pueden seguir funcionando igual que antaño. Si lo hacen (y en buena medida lo siguen haciendo), esa transparencia es puro efecto cosmético. Sobre todas estas cuestiones tiempo habrá de detenerse.

Pero, junto a todo ellos, como también se apuntará, la transparencia requiere una premisa sustancial: un comportamiento ciudadano responsable con lo público y un demos, por tanto, maduro. Dicho de otro modo: se debe evitar a toda costa que la transparencia se convierta en puro chismorreo o en escándalo público, como también se ha de eludir que la transparencia sea un vehículo exclusivo para buscar noticias escabrosas o chocantes y difundirlas por doquier (en un uso irresponsable, por ejemplo, de las redes sociales o de la profesión periodística). Asimismo, se ha de evitar hacer a través de la transparencia oposición política o sindical con ánimo destructivo del gobierno de turno y sin afán de construir un espacio público-institucional adecuado a una serie de valores y principios que deben informar la Buena Gobernanza. Las instituciones son de todos.

Caminar por esas vías patológicas supone renunciar a construir de modo efectivo una política de transparencia y acabar finalmente en una de las dos opciones siguientes: por un lado, condenar a que la transparencia se transforme en un mero mensaje publicitario sin otro valor que el meramente propagandístico (con el descrédito que ello implicaría); o por otro, destruir el potencial transformador que solo la transparencia bien gestionada tiene: es decir, que la transparencia sirva de instrumento de control del poder político y de la administración pública, así como de herramienta para un cambio de cultura organizativa. Ambas cosas difíciles de alcanzar, no cabe engañarse. Pero en ellas está la esencia de una transparencia bien entendida. Lo demás es coreografía. Tiempo habrá de analizar todas estas cuestiones.

 

Integridad

Si centramos nuestro foco sobre España, sorprende de inmediato que esas tendencias generalizadas a la integridad de las instituciones y al desarrollo de la transparencia hayan tardado tanto tiempo en aterrizar en nuestro espacio público. Además, no solo han tardado mucho tiempo en instalarse en nuestras organizaciones públicas (si es que se puede decir que lo están, lo cual no deja de ser un tanto exagerado), sino que también cabe afirmar que ese proceso de inserción de la ética pública o de la integridad en nuestro sistema institucional se ha hecho de forma claramente incorrecta. Conviene tener clara esta idea, pues es fruto de no pocas confusiones.

Aunque es cierto que en el año 2005 se publicó en este país un primer Código de Buen Gobierno de altos cargos de la Administración General del Estado y que un año después se publicó un marco normativo regulador de los conflictos de interés de ese mismo colectivo de altos cargos, los temas de integridad institucional han tardado mucho en cristalizar de forma efectiva. Y lo han hecho, tal como se verá, con un enfoque equivocado.

Salvo algunos modelos que han apostado claramente por la construcción de Sistemas de Integridad Institucional, que todavía hoy son excepciones a la regla y se encuentran aún en estado embrionario, la mayor parte de las instituciones públicas españolas siguen gravitando en torno a la exclusiva concepción de la integridad como un problema legal o, todo lo más, concibiendo esta con un marcado sello sancionador. No perciben, por tanto, la necesidad de prevenir ni tampoco la de crear de forma efectiva políticas de integridad institucional que caminen decididamente hacia la creación de infraestructuras éticas en las respectivas organizaciones o instituciones públicas. Un error de concepto que conviene resaltar y, en su caso, reparar.

El error fundamental de enfoque del legislador procede de colocar a la integridad como una suerte de elemento complementario o adjetivo de la transparencia, como inmediatamente se dirá. Cuando –como ya he resaltado- la integridad es, en cambio, lo esencial y la transparencia lo adjetivo. Por decirlo en otros términos, la transparencia no es más que el arsenal instrumental por el que se dota a la ciudadanía de medios (información, datos, procedimientos e órganos) para fiscalizar si la institución es íntegra (también, sus personas y sus formas de actuar). Dicho de otra manera: el concepto de integridad institucional alcanza no solo a quienes ejercen funciones políticas. Este es el error de la mayor parte de nuestros marcos normativos: solo predican y adoptan medidas de integridad para los cargos públicos representativos o ejecutivos. ¡Cómo si la integridad de la institución dependiera solo de las conductas o comportamientos de quienes se encuentran en la zona alta de las instituciones! Error de bulto.

La integridad institucional alcanza de modo diáfano también al personal al servicio de las Administraciones Públicas, funcionarios o laborales. Un aspecto tratado legalmente de forma retórica y también errónea, al pretender codificar en una ley las conductas éticas de los empleados públicos sin ningún desarrollo ulterior (artículos 52 a 54 EBEP), por lo que no ha tenido una traducción aplicativa que se mueva por parámetros de efectividad, a diferencia de los pasos que están dando otros países de nuestro entorno (Francia, por ejemplo, ha aprobado recientemente la Ley de 20 de abril de 2016, relativa a la deontología y a los derechos y deberes de los funcionarios; como consecuencia del Rapport Nadal “Renouer la confiance publique” de enero de 2015, que abogó por extender los códigos deontológicos también a la función pública). En efecto, esta idea es importante: la integridad cabe predicarla de la institución en su conjunto (OCDE), no solo de las personas que la conforman, tampoco solo –como vengo insistiendo- de los políticos o de los altos cargos. Error de enfoque en el que ha caído la legislación estatal y la mayor parte de las normativas autonómicas.

Pero como España siempre va desgraciadamente con retraso en los procesos de transformación y reforma institucional en comparación con otros países (el maldito desnivel del que hablara Julián Marías y que este autor situaba en el retraso de una generación que tenía España frente a los países europeos avanzados, La España inteligible. Razón histórica de las Españas, Alianza Editorial, 2014, p. 329), lo que ha venido impulsando la OCDE en materia de ética pública desde 1997 (los Marcos de Integridad Institucional, que analizaré en su momento) está en estos momentos siendo objeto de revisión por la propia organización institucional. Cuando nosotros no acabamos ni siquiera de llegar, la OCDE está dando ya un paso más; convendría que esta vez cogiéramos mejor el ritmo. En efecto, según la nueva orientación que se está gestando en la OCDE, la integridad institucional exige para su plena aplicación una sociedad igualmente madura desde el plano ético, pues la interrelaciones entre público-privado son cada vez más intensas y los valores públicos no pueden estar aislados de lo que sucede en su entorno y contexto.

En efecto, la Ley básica de transparencia incurrió en un grave error de percepción: confundir la política de integridad con el comportamiento o las conductas que tuvieran los altos cargos y personal asimilado. Reducir la integridad a la zona alta de la Administración pudo ser una idea condicionada por el contexto de corrupción y por la focalización de esta en el estrato político-directivo. La presión mediática manda. Aun así, nada justifica ese enfoque, pues tal planteamiento no ayuda a entender la idea-fuerza sustantiva de la integridad: esta es institucional o no lo es. Al menos es la que aquí interesa. Y afecta a todos aquellos que desarrollan su actividad, permanente o temporalmente, en la institución y (en esa nueva concepción a la que hacíamos referencia) también a quienes se relacionan con ella. La OCDE lleva años predicándolo y lo ha reforzado más aún en una última Recomendación en proceso de elaboración (cuando esto se escribe): no puede haber instituciones íntegras donde no haya una ciudadanía que no lo sea.

Las instituciones son las personas que la componen, como ya nos lo hicieran saber Emerson, cuando afirmaba que “una institución es la sombra alargada de un hombre” (“Confianza en sí mismo”, en Ensayos, Cátedra, 2014, p. 83). También Schumpeter se refería al “problema de la calidad de los gobernantes”, pues “la primera condición de la política consiste en que el material humano debe ser de una calidad suficientemente elevada”; de todo ello concluía: “la idoneidad del material humano es especialmente importante para el éxito del gobierno democrático” (Capitalismo, socialismo y democracia, Página Indómita, 2015, pp. 101 y ss.). Nadie pone en duda esa necesidad. Pero esa calidad no solo debe manifestarse a través de competencias políticas (como así las denominara Leon Blum, La reforma gubernamental, Tecnos, Madrid, 1996, p. 112) , sino también de comportamiento, conductas o valores. Por emplear una expresión muy gráfica de Adam Smith referida a las cualidades del estadista, lo que se pide de un político o gobernantes es “la mejor cabeza unida al mejor corazón” (La teoría de los sentimientos morales, Alianza Editorial, 2009, p. 377). Sin duda las virtudes de los gobernantes son muy importantes en el devenir de las instituciones, en sus resultados prácticos (en su rendimiento institucional), pero asimismo lo son para apuntalar la confianza que los ciudadanos depositan en sus instituciones. Algo también se dirá sobre ello.

Los atributos morales de los gobernantes y también de los empleados públicos importan ahora más que nunca, parafraseando la idea-fuerza que formuló Gary Hamel en relación con el papel actual de los “valores” en la actividad empresarial (Lo que ahora importa, Deusto, 2012). Cuando la elección política ha iniciado un tránsito, como señala Rosanvallon, desde la política de los programas a la política de las personas, solo roto por la emergencia transitoria –como así vaticina Bauman- del populismo, parece razonable pretender exigir a quienes gobiernan y administran la cosa pública unos valores y conductas éticas a la altura de las funciones que les han sido encomendadas. Las virtudes de los responsables públicos se convierten en una nota distintiva que salvaguarda la integridad de las instituciones.

Pues como luego se dirá, lo realmente importante en el diseño y ejecución de una política de integridad no es tanto que las personas que desarrollan su actividad en ese ecosistema público hayan sido honestas (aspecto importante, pero no determinante), sino sobre todo lo que realmente importa es que tales personas durante el ejercicio de sus funciones públicas (así como tras su paso por las instituciones en lo que a estas afecten) asuman e interioricen los valores, conductas o comportamientos que hayan sido definidos como propios por la institución. Y no se aparten un ápice de ellos. Si rompen los principios o las reglas de conducta previamente establecidos tal quiebra debería tener consecuencias.

Pero lo realmente importante es evitar que allí se llegue. Lo que tiene realmente valor añadido en toda política de integridad es, por tanto, preservar la institución, ya que el daño que hagan unas determinadas personas que desarrollan su actividad (permanente o temporalmente) en ese ámbito no solo afecta a su reputación personal, sino sobre todo impacta sobre la propia imagen de la institución y, en particular, puede conllevar el reforzamiento o la pérdida de la confianza que la ciudadanía deposita en aquella. Este es el valor fundamental a preservar a través de una política de integridad institucional. Y este es, por tanto, el enfoque correcto del problema. Prevención, formación y construcción de infraestructuras y sistemas de Gobernanza ética en todas y cada una de nuestras instituciones públicas. Esta es la respuesta. No hay atajos.

Transparencia

La transparencia ha llegado a nuestro país más tarde, tal vez demasiado tarde. Pero ha irrumpido con fuerza en el panorama público. La ley estatal básica que regula esta materia es, tal como se sabe, de 2013, pero su aplicabilidad y eficacia se difirió en el tiempo según los casos. No me detendré en el análisis de ese texto normativo ni de ningún otro, para eso están los innumerables trabajos jurídicos que se han publicado estos últimos años, algunos de ellos son de consulta obligada (Por ejemplo: E. Ghuichot (Coord.), Transparencia, Acceso a la información pública y Buen Gobierno. Estudio de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre; M. A Blanes, La transparencia informativa de las Administraciones Públicas, Aranzadi, 2014; M. Razquin Lizarraga, El derecho de acceso a la información pública, IVAP, Oñati, 2014; entre otros muchos). Me interesa solo identificar los errores conceptuales que anidan en ese marco normativo y en los que sucesivamente (al menos en la mayor parte de ellos) se han ido aprobando con posterioridad.

El primer error procede del enunciado. Tal como se ha expuesto, la transparencia es un instrumento de control democrático del poder. La transparencia es, sin duda, una herramienta importante, pero no conviene perder nunca de vista su naturaleza exquisitamente instrumental. El buen gobierno (o, mejor dicho, la “buena gobernanza”) incorpora la integridad y la transparencia como imperativos de tal noción, junto con otros muchos. Pero la transparencia –y esto es, como subrayaba antes, lo importante- es “una parte” (además instrumental) del buen gobierno, no es algo diferenciado de este. Y menos aún se puede entender una concepción de vía estrecha que configure una ecuación simplificadora que no es correcta: buen gobierno como ética pública. O, peor aun, como algo anudado a un régimen de sanciones de cargos públicos (“altos cargos” y asimilados). Es un error evidente, ya resaltado, en el que incurre la conocida Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno. Y que terminó por contaminar a no pocas leyes de Comunidades Autónomas que le siguieron. Sobre ello volveré en el momento oportuno.

El segundo error deriva de considerar a la transparencia como un fin, cuando no es más que un medio. Hay, como recordara Innerarity, un auténtico “entusiasmo” en los últimos tiempos por la transparencia, que incluso se puede caracterizar de fervor. La transparencia se ha convertido en una suerte de mantra que da respuestas a todo lo que circunda el ámbito de lo público. Demasiadas expectativas abiertas o sobreabundancia de (falsas) esperanzas puestas en un instrumento que tiene, al menos de momento, muchas limitaciones. No se pasa de la noche al día de disponer unas instituciones marcadas por la opacidad y el secreto a tener organizaciones de cristal, donde la verdad trasluce por todos los costados. Las resistencias son muchas y lo seguirán siendo: en el ámbito de la política y en el espacio del empleo público. De todo hay.

Y el tercer (aunque no último) error procede de su (mal) enfoque conceptual. La transparencia es la versión contemporánea de la publicidad de la actuación de los poderes públicos en un contexto –como también se ha dicho- de sociedad digitalizada. Su sentido finalista más marcado es proveer a la ciudadanía de información pública como medio directo de control democrático del poder (tanto político como administrativo; aunque especialmente de este último). Esta es su esencia. Por tanto, no se espere que –al menos de momento- los poderes públicos abran de par en par sus ventanas, cuando las han tenido tradicionalmente cerradas a cal y canto. La paradoja de la transparencia es que, como también se ha dicho, se “encarga” (u “obliga”) a través de la Ley a que sean los propios poderes públicos los que doten a la ciudadanía de mecanismos para que les controlen a ellos mismos a través de la difusión en masa o puntual de información pública. Y recuérdense, a este efecto, las palabras antes citadas de Hanna Arendt, bien es cierto que en un contexto histórico y momento de evolución de la comunicación muy distinto al actual, pero que guardan innegable actualidad: el poder rara vez transmitirá los hechos como verdad objetiva, no está en su esencia. Por mucho que se empeñen las leyes. Me objetarán que el “dato” es objetivo. Y cabe responder que efectivamente es así, pero depende de cómo se vista y de qué se aderece. Hay muchas formas de enterrar la información o al menos disimularla. Solo una acción ciudadana constante y penetrante puede paliar algo las cosas. Aun así no es un remedio suficiente.

Esa idea de que la propia Administración es la encargada de “estimular” su propio control la expresó de forma muy gráfica hace más de sesenta años Raymond Aron, cuando afirmaba lo siguiente: “(…) la democracia es el único régimen que incita a los gobernados a protestar contra los gobernantes. La organización del descontento implica ventajas considerables para los ciudadanos, pero también enormes inconvenientes para el poder” (Introducción a la filosofía política. Democracia y Revolución, Página Indómita, 2015, p. 78). Habrá que ver si se confirman sus palabras. Hay algunas personas que, con mirada optimista, así lo ven. No diré que no se llegue a producir.

Efectivamente, la transparencia es, siguiendo las palabras de este autor, una incitación a que los gobernados controlen al poder, pero también resulta (en su aplicación perversa o desviada ejercida por una ciudadanía poco madura o responsable) un estímulo a fomentar el descontento o incluso el escándalo. Sobre esto ya nos han advertido con notable rigor tanto Byung-Chul Han como el propio Innerarity, ambos filósofos.

De ahí que, por tanto, dejar en manos de los propios poderes públicos su transparencia tenga considerables límites. Hay muchas formas de “empaquetar”, disfrazar o esconder, incluso, la información pública relevante. Sobre todo cuando quien la tiene que difundir es el que será objeto ulteriormente de control. De ahí también que se haya configurado en nuestro sistema jurídico-institucional un derecho de acceso a la información pública y un sistema de garantías del ejercicio de ese derecho y del propio modelo de transparencia a través de la configuración (por cierto muy variopinta y sin un patrón común o hilo conductor coherente) de “instituciones independientes” que velan por el ejercicio efectivo de la transparencia. La tesis escéptica antes citada de Hanna Arendt es matizada al final de su trabajo, pues –aunque sin desarrollarla en exceso- admite implícitamente que el funcionamiento de los gobiernos constitucionales se refuerce a través de ciertas instituciones públicas situadas fuera de las garras de la política más inmediata donde la verdad y la veracidad puedan tener real acogida. “Una observación de la política desde la perspectiva de la verdad, como la aquí presentada, significa situarse fuera del campo político” (Verdad y Política, cit., pp. 396-397). Un brote de esperanza, pero que pasa por la construcción real de instituciones independientes e imparciales que velen por la transparencia integral. Algo de lo que ya trató magistralmente Pierre Ronsanvallon en su día (La legitimidad democrática. Imparcialidad, reflexividad y proximidad; Paidós, 2010, en especial pp. 113 y ss.).

También habrá que referirse sucintamente a esta importante cuestión, pues no cabe ocultar que una de las premisas del buen funcionamiento de un sistema democrático, como bien apuntaron tanto Schumpeter como el propio Aron, es sacar a determinadas instituciones de la competición político-electoral y dotarlas de un funcionamiento autónomo no preñado por la política partidista. Si esto se consiguiera (algo de lo que todavía estamos muy lejos de alcanzar), tanto las políticas de integridad como las de transparencia podrían dar algunos pasos efectivos a corto plazo.

Pero no se hagan muchas ilusiones. La transparencia es un principio que hoy en día todo lo impregna: hay, como se dijo por el colectivo Politikon, una “moda de la transparencia” (La urna rota. La crisis política e institucional del modelo español, Debate, 2013). Si fuera una “moda”, mal vamos, pues sería pasajera. Mejor presumir que, si bien tiene un repunte obvio relacionado con la novedad (cada vez menor), no cabe duda que tardará mucho tiempo en dar réditos efectivos en unas instituciones públicas acostumbradas a un actuar no visible. Sus resultados, algunos ya se advierten, ponen más énfasis en el volumen de información que se provee que en los propios contenidos. O inciden mucho en la presentación, como medio de llegar a un público bastante poco receptivo a tales bombardeos de los portales de transparencia. En verdad, a la ciudadanía “interesa” patológicamente un tipo de información que la define como una sociedad poco madura (con preferencia, los datos sobre la clases política, vinculados con una curiosidad malsana), mientras que se transita mucho menos por lo que hacen y cómo lo hacen los diferentes niveles de gobierno, así como en qué y cómo gastan, sus recursos las organizaciones públicas.

Además, la transparencia –al menos en su dimensión de publicidad activa- tiene por objeto “enseñar” o “mostrar” todo lo que se hace, mucho menos pretende exponer cómo se hace y qué consecuencias tiene lo hecho. La transparencia mira al pasado (lo que se ha hecho) y rara vez se proyecta sobre el futuro (lo que se hará y con qué medios). Disocia transparencia (lo que pasó) y los indicadores de calidad (lo que debe hacerse), tal como expone Felipe Gómez-Pallete Rivas (Una vindicación de la acción política, CCD, 2015, pp. 155 y ss.). Es un retrato, por lo demás retocado, de una realidad que rara vez existió en esos términos. Traslada en no pocas ocasiones mundos idílicos, que poco tienen que ver con la realidad cotidiana. Nos provee de información, datos, cifras, cuadros, imágenes, etc., pero quien crea y gestiona ese mundo o ecosistema transparente es quien ha de estar sujeto al control democrático de la ciudadanía: esta, en ese modelo, adopta un rol pasivo, receptor. Cierto que las propuestas de transparencia colaborativa intentan romper ese esquema unidireccional y situar a las administraciones públicas y los ciudadanos en una relación bidireccional o, incluso, en red. Pero esta línea de actuación está aún en sus primeros pasos. Lo urgente es “construir portal”. Y ese proceso tiene enormes limitaciones y no pocas trampas.

La política, ya lo he dicho, es una actividad que se presta poco a la transparencia. Siempre ha sido así y lo seguirá siendo, salvo que se quiera acabar con la propia política. Este es un tema controvertido, que se analiza en las páginas siguientes. La transparencia tiene como objeto central la información pública. Y no es gratuito que el objeto principal de la transparencia, según los diferentes marcos normativos que la regulan, sea la actividad administrativa (las Administraciones Públicas y entes del sector público) y no tanto la propia acción política. La transparencia (publicidad activa) de partidos políticos y sindicatos prácticamente en nada ha mejorado su control: una vez más se deja en exclusiva a las propias instituciones exponer su transparencia, en este caso sin mecanismos compensatorios (no hay derecho de acceso a la información pública). Trampas en el solitario. Es algo que no se debe perder de vista.

Aun así, como también se ha subrayado, la transparencia tiene el foco puesto sobre los políticos. En verdad, sobre sus personas, familias, actividades y bienes. Un foco probablemente muy intenso, pero cuya intensidad no es sino buena muestra de la desconfianza. La caída en picado de la confianza ciudadana en la política y en las personas que se dedican a esa actividad, antes noble y hoy denostada, puede tener a medio plazo consecuencias muy serias sobre los sistemas democráticos occidentales. Ya las está teniendo en algunos casos, con una presencia cada vez mayor en Europa de las expresiones políticas populistas.

En efecto, no debe orillarse el dato objetivo de que la combinación entre transparencia e integridad ha multiplicado en estos momentos los test de escrutinio sobre los servidores públicos, especialmente sobre los gobernantes y los políticos (también sobre los directivos públicos). Tal como he indicado antes, ese cóctel entre integridad y transparencia, unido a un marco regulador cada vez más restrictivo del ejercicio de las funciones públicas con un sistema sancionador exigente formalmente, pueden derivar (ya están derivando), paradójicamente, en un conjunto de desincentivos que dificulten el tránsito de la vida privada a la pública y que esta solo atraiga a determinadas personas “sin pasado” profesional y “sin recursos”. Políticos de perfil plano, sin competencias efectivas y sin huellas previas. Gente “de la calle” (aspiración muy legítima” para dirigir organizaciones complejas. Pero para gobernar correctamente, como reconocía Léon Blum, se requiere no solo voluntad, sino “competencias políticas” acreditadas.

De conformarse esta tendencia de forma generalizada, el empobrecimiento de la calidad personal y profesional, pero en especial de la experiencia, de los responsables públicos institucionales puede tener un duro y elevado coste en los años venideros. Algo ya se barrunta en el ambiente. En ciertos casos, asumir un cargo público comienza a ser algo de lo que hay que huir. Empieza a haber no pocos casos de personas que se niegan a asumir responsabilidades públicas en un contexto tan elevado de desconfianza, descrédito y potencial linchamiento público. Ni tiene compensaciones económicas, carece de incentivos profesionales y coloca a quien lo asume en el foco de la mirada pública por todo lo que hizo, hace y hará, no solo él o ella, sino también todo su entorno. Alto coste para tan pocos réditos.

Final

El presente estudio no persigue, tal como decía, ningún análisis normativo o descriptivo de lo que actualmente existe en España en ambos campos. Su finalidad es principalmente conceptual: intentar acotar de forma precisa qué es la integridad y la transparencia institucional en un sistema político-constitucional, definiendo cuál es su alcance, cuáles son sus dimensiones y qué sistemas de garantías se deben arbitrar para hacer efectivos ambos valores sustantivos en un Estado democrático avanzado.

Las páginas que siguen y estas reflexiones previas recogidas en esta Introducción son, en cierta medida, continuidad del capítulo VIII del libro recientemente publicado titulado Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones (Marcial Pons/IVAP, 2016). No obstante, estas páginas tienen total autonomía se pueden leer completamente al margen de la fuente citada, pues allí solo se esbozan algunos problemas que en este texto se tratan de manera detallada y exhaustiva.

A pesar de la proximidad temporal de ambos libros (el citado y el presente), este trabajo es resultado de diferentes inquietudes académicas y, sobre todo, de distintas actividades profesionales desarrolladas en los últimos seis años (tanto en la elaboración de Estudios, artículos o Informes, como de actividades de consultoría institucional o de formación para un amplio número de estructuras de gobierno, organizaciones públicas, organismos internacionales o asociaciones de municipios).

No pretendo recoger aquí todas y cada una de las instituciones en las que he desplegado alguna de las actividades citadas, pero la experiencia adquirida en tareas de consultoría institucional en el ámbito de la Ética Pública o de la reforma de la Administración en diferentes países (Chile, Colombia o Túnez), gracias a diferentes organizaciones multilaterales y a los gobiernos de los citados países (BID, CLAD, FIIAPP, OCDE), el trabajo desarrollado para diferentes niveles de gobierno en estas materias (Gobierno Vasco, Diputación Foral de Bizkaia, Diputación Foral de Gipuzkoa), las innumerables actividades formativas realizadas en los ámbitos de integridad y transparencia (IVAP-EUDEL, INAP, IAAP-Adolfo Posada, CGPJ, IVAP-Comunidad Valenciana, FMC, FEMP, EGAP, Gobierno balear-EBAP, Transparencia Internacional España, Diputación de Barcelona, Diputación de Valencia, Diputación de Ourense, Diputación de Sevilla, Diputación de Valencia, Diputación de Valladolid-FDyGL, Ayuntamiento de Bilbao, Ayuntamiento de Mataró, Ayuntamiento de Valencia, Fundación Ortega y Gasset, etc.), así como los Informes, Publicaciones y Estudios elaborados a iniciativa de algunas otras instituciones o entidades (EUDEL, FMC-ACM, IVAP), han sido un campo de reflexión abonado para que las ideas que aquí se vierten tengan un contraste empírico y un proceso de maduración que se ha prolongado durante un amplio espacio temporal y con diferentes experiencias de contraste. Otra cosa bien distinta es que se comparta su enfoque, acierto y resolución. Al menos, la idea de este trabajo es que pueda contribuir a abrir el debate y clarificar los conceptos. Si eso se consigue, habrá merecido la pena el esfuerzo realizado.

Donostia-San Sebastián, agosto-septiembre 2016.

Rafael Jiménez Asensio, Consultor Institucional/Catedrático de Universidad (acr.) UPF

rjimenezasensio@gmail.com 

www.rafaeljimenezasensio.com

[1] Algunas de estas ideas, condiferentes matices y añadidos, se trasladaron después a la Introducción del libro Cómo prevenir la corrupción. Integridad y Transparencia, Catarata/IVAP, 2017)

Víctor Lapuente (Coordinador): La corrupción en España. Un paseo por el lado oscuro de la democracia y el gobierno, Alianza Editorial, Madrid, 2016.

En los últimos tiempos comienzan a proliferar en España los estudios sobre corrupción. El libro también colectivo dirigido por Gimeno, Tejedor y Villoria (Atelier 2016), así como los números monográficos 104-II de la RVAP y 9 RVOP sobre este tema o conexos, son algunos otros ejemplos. Síntoma evidente, como se afirma en el presente libro, de que “tenemos un problema”. Esta obra agrupa a ocho prestigiosos especialistas universitarios en el ámbito de la corrupción (algunos de ellos con bastantes estudios detrás sobre esta materia)  desde diferentes perspectivas, aunque predominantemente la mayoría de ellos son politólogos. El libro tiene ocho capítulos y unas Conclusiones (“Cómo salir del lado oscuro”), que describen perfectamente los contenidos más relevante de todos y cada uno de los capítulos.

No son nunca fáciles las obras colectivas, pues la desigualdad suele ser tradicionalmente uno de sus rasgos distintivos. En este caso, aunque obviamente se note “el sello particular” de cada autor en el tratamiento del tema y las correspondientes diferencias de enfoque, se advierte al menos un esfuerzo por alinear los contenidos y darles una mínima coherencia. Un esfuerzo conjunto, bien orquestado por Víctor Lapuente, coordinador del trabajo de equipo. Aun así, las diferencias entre unos y otros contenidos son notables, no solo en el planteamiento, sino también en algún aspecto puntual del desarrollo del problema.

Se trata de un libro de ensayo académico, aunque con una pretensión de hacer fácil su lectura para el público no especializado, lo cual ayudará sin duda a su difusión. También lo hará la editorial que lo publica. En este breve reseña no puedo sino resaltar algunos de los puntos que, en mi particular lectura y mis personales obsesiones, son dignos de ser divulgados (lo cual no quiere decir que no haya otros muchos que, para el resto de los lectores, no sean igualmente importantes). A saber:

Se parte de un concepto de corrupción muy preciso: “Corrupción es el abuso de poder público para beneficio privado”. Tal vez algo limitativo, pero sirve de hilo conductor del resto de trabajos. Interesante a todas luces es que la mirada comparativa a la corrupción (¿qué pasa en otros países del globo?) es una constante, lo cual nos sitúa muy bien donde estamos: “Dicho de forma cruda, estamos en el vagón de cola de los países avanzados, y muchos emergentes empiezan a superarnos”. Suerte que, como ya sabíamos, estamos mejor que Italia y Grecia. No es ningún consuelo.

Sugerente es también el planteamiento de la existencia de una geografía de la corrupción en España (algo a lo que, coincidiendo en grandes líneas con los autores, me referí en su día en un Estudio publicado en el número 5 de la RVOP): las Comunidades de Asturias, País Vasco o La Rioja, presentan mejores indicadores (también los presentaba entonces Aragón y Navarra); mientras que las Comunidades del arco Mediterráneo, Galicia y Canarias, ofrecen resultados peores. No obstante, sorprende que las Administraciones autonómicas no hayan sido objeto de análisis de este libro y sí se haya puesto el foco en los gobiernos locales. Los problemas de la corrupción anudada a la burbuja inmobiliaria (y a la financiación de los partidos) han sesgado presumo esa elección.

La percepción ciudadana frente a la corrupción ya es conocida: alta en lo que se refiere a la política; baja por lo que afecta a la administración. Pero sobre eso también cabría hablar. Cierto que España “no es un país de mordidas”, pero en los capítulos sobre Corrupción y Administración Pública, así como sobre las “Administraciones Locales”, eso parece desmentirse en algunos puntos. La corrupción administrativa está muy extendida en los nombramientos de personal directivo alto e intermedio (en este punto los datos manejados de la OCDE pueden incluso cuestionarse; aunque no hay estudios empíricos serios en España que así lo acrediten), así como en materia de personal eventual (tal como se expone en uno de los Capítulos), por no extender la mirada también hacia el (poroso) sistema de reclutamiento, promoción o provisión que se ha llevado a cabo en no pocas administraciones públicas y especialmente en su sector público instrumental.

Muy transitado es el tema de la politización de la alta Administración y sus perversos efectos sobre la creación de frenos a la corrupción. Menos lo es que no solo se ha de evitar la colonización de la administración por parte de los políticos, sino –como apuntan los autores- “también evitar la colonización de la política por parte de funcionarios”. Estoy de acuerdo en el enfoque. Es oportuno. Tengo más dudas que esta sea una causa central de los problemas de corrupción en España. Las medidas no son fáciles, puesto que nuestra Administración Pública, de patrón continental francés, está muy alejada en este punto de las soluciones institucionales anglosajonas o nórdicas. Aunque algo podríamos avanzar en el establecimiento de algún sistema que al menos no incentive ese tránsito. También lo podríamos hacer, como lo han hecho Bélgica, Portugal o Chile (Administraciones de patrón continental”) en la profesionalización (siquiera sea relativa) de la dirección pública. Algo que ninguna agenda política incluye.

El análisis local está bien sistematizado. Es obvio que España se encuadra en un modelo de “alcalde todopoderoso” distante de los modelos anglosajones y nórdicos de council manager o committee leader. También lo es que los años de la burbuja inmobiliaria han hecho mucho daño a unas administraciones locales que, a pesar de lo que se indica en el libro, ya ofrecían muestras evidentes de corrupción en no pocos casos y, tal como se ha dicho, en ámbitos muy determinados (reclutamiento del personal, contratación, etc.). Pero no fueron las únicas. Asimismo es cierta la fragmentación (atomización) municipal y evidentes los problemas que ello genera. Pero una vez más, dada la “familia administrativa” a la que pertenecemos, no creo que las comparaciones exclusivas con los países nórdicos sirvan para otra cosa que para sacarnos los colores y producirnos sana envidia. Se deben adoptar medidas de reforma institucional en este campo, pero este es –con toda franqueza y creo conocerlo bien- un tema endiablado. No hay un recetario tan sencillo como el que se nos ofrece con cinco grandes medidas: separar los intereses políticos y técnicos; situar una serie de contrapesos; favorecer los gobiernos de coalición con base ideológica (…); hacer municipios más grandes; avanzar hacia un sistema de financiación local más responsable. Algunas de ellas son interesantes. Pero el tema requiere mayor profundidad.

El libro también se introduce en la compleja relación entre “política, dinero y corrupción”, que pone el foco de atención en el siempre debatido tema de la financiación de los partidos políticos. Destaca la desconfianza generalizada de la ciudadanía en los partidos, pero “el caso español es especialmente dramático”. La dependencia de la financiación pública es asimismo puesta de relieve, junto al funcionamiento poco efectivo de la transparencia, los sistemas de supervisión y el régimen sancionador. Este Capítulo enlaza con el tratamiento de los aspectos penales de la corrupción pública, donde se hace una reformulación de la corrupción (“la corrupción es mucho más que el soborno”), se analizan las modalidades delictivas y se plantea un decálogo de acciones inmediatas (de distinto alcance e importancia) contra la corrupción.

La Transparencia es, asimismo, objeto de análisis, desde la perspectiva de prevención de la corrupción o como “antídoto” frente a ella. Se trata, sin embargo, de un análisis descriptivo, aunque trufado de algunas valoraciones moderadamente críticas sobre la regulación de la transparencia y sobre algunas de sus ausencias (lobbies).

El papel de los medios de comunicación en la persecución de la corrupción es objeto de estudio por este libro. Los medios no están ayudando precisamente al reforzamiento de la confianza de los ciudadanos en las instituciones. Hay, en efecto, “un elevado nivel de complicidad entre partidos y medios de comunicación”. Nada que no sepamos. El escenario mediático, como bien se describe, “se asemeja a una guerra de trincheras”. Y, en fin, el libro se cierra la pregunta de hasta qué punto en España la corrupción tiene castigo electoral? Una vez más el boom urbanístico centra (tal vez como consecuencia de un trabajo de Garicano, Villaverde y Santos citado en numerosos pasajes de la obra) el foco del problema. La corrupción local no es tan reciente como se supone. Otra cosa es su intensidad. Una mirada a la historia (que en algunos pasajes del libro se hace) nos haría matizar esa tesis. Al menos el consuelo que queda es que los efectos modestos que la corrupción tiene sobre el impacto electoral no es solo propio de nuestro país.

En suma, una aportación sin duda de gran interés para disponer de una perspectiva de la corrupción en España en clave comparada. Aporta ideas-fuerza muy interesantes, otras más transitadas o conocidas, pero se trata de un libro de lectura ágil y a todas luces recomendable para aquellas personas, académicos o no, que tengan interés por la cosa pública y el estado actual de nuestras erosionadas instituciones como consecuencia de una corrupción que, no obstante, viene (en sus elementos institucionales) de lejos. Los “fallos institucionales”, como bien se dice en el libro, son el fondo del problema. Quizás algunas referencias bibliográficas a trabajos más recientes (que probablemente no se ha podido hacer por motivos de la producción editorial del trabajo que intuyo larga) hubiese dado una perspectiva más completa de un problema que está estrechamente vinculado con una concepción de España como Estado clientelar que hunde sus raíces en el tiempo.

FORMACIÓN DE EMPLEADOS PÚBLICOS: CÓMO TRANSFORMAR LO QUE NO FUNCIONA

 

Reseña del libro de Jesús Martínez Marín, Nuevos modelos de formación para empleados públicos. Guía para la transformación, UOC, Barcelona, 2016.

La reflexión conceptual e incluso empírica de la formación de empleados públicos no abunda, precisamente. Quizás, dentro de la política de recursos humanos, es el ámbito menos tratado. Proliferan, como es conocido, los estudios sobre organización y análisis de puestos, selección, provisión de puestos de trabajo, carrera profesional, evaluación del desempeño e, incluso, sobre sistema retributivo o relaciones laborales. Pero la formación siempre ha sido “el patito feo” de los elementos básicos de cualquier política de gestión de personas en las organizaciones públicas. Sin embargo, su importancia está fuera de lugar.

La reciente obra de Jesús Martínez Marín, una persona comprometida desde hace años con la formación de empleados públicos y con su dimensión más innovadora, tiende a suplir parcialmente ese vacío. Los gestores de formación ya tienen a partir de ahora una referencia obligada de lectura. También todos aquellos que pretendan mejorar las administraciones públicas a través de nuevas herramientas, metodologías y prácticas formativas. Hay mucha riqueza de soluciones en este libro.

Ciertamente no se habla “de” formación de empleados públicos, sino de formación “para” empleados públicos. Matiz importante. El libro arranca de un análisis de contexto en el que se mueve la política de formación, en el que destacan, entre otros, una serie de elementos: explorar y consolidar metodologías de formación alternativas; el reto de la edad de las plantillas en los procesos de formación; la inmensa información existente en estos momentos; el “desenganche” de la formación por parte de amplios colectivos; el fracaso de la formación de “talla única” o de los modelos de gestión tradicionales de formación; así como los innumerables recortes que en programas formativos se han producido en estos últimos años.

El contexto, por tanto, manda. El “modelo de negocio” ha sufrido cambios radicales en estos últimos años, en el que el desarrollo tecnológico (aunque no solo) ha sido determinante. De ahí que “aprender en tiempo de redes” sea una de las soluciones que el autor propone. Aprendizaje con múltiples facetas. Pero el debate sobre la formación en la Administración Pública sigue abierto de par en par. Llevamos pocos años con el modelo iniciado (menos de 25) y ya lo damos por muerto. Así son las cosas en este mundo en constante mutación. Algo hemos hecho mal, sin duda. En la omnipresente todavía formación presencial se sigue sin evaluar al asistente y cuando se hace lo es sin criterio discriminador: todos (o la inmensa mayoría) son buenos, ¿no hay ninguno excelente?, ¿tampoco malos? Tratar igual a quien dedica esfuerzo, a quien no lo emplea o a quien racanea tiempo y recursos, no es justo. No es evaluación, es simulación. La formación «plana» se impone, con aplauso sindical. Y la transferencia de conocimiento se queda en lo que todavía es: un pío deseo.

En el campo de la formación (y sobre todo en las metodologías docentes) hay una tendencia clara y contundente a cambiar las cosas de forma radical, a innovar (el ejemplo de Manel Muntada, emtre otros, así lo testimonia), pero también a “realizar experimentos con gaseosa”. En vez de corregir, damos un fuerte volantazo y el coche difícilmente se tiene en pie. Bolonia ha sido un (mal) ejemplo de lo que digo. La formación universitaria (centrada ahora aparentemente en competencias) ha ninguneado o reducido al papel de «dinaminzador» el rol del profesor (sobre este tema es de interés el libro de Carles Ramió Manual para los atribulados profesores universitarios, Crítica, 2014), pero sobre todo (y esto es importante) ha mandado a paseo o ninguneado de forma extrema el conocimiento: nadie puede discutir o debatir sobre lo que no sabe. Menos aún un estudiante de 20 años. Tampoco un funcionario de 50. Leer libros se ha convertido en una propuesta grosera o en un reto imposible. Hace unas semanas se me quejaba amargamente una alumna porque les había “recomendado” leer un libro de 290 páginas. En quince asignaturas que habían tenido hasta entonces era el segundo libro que debían leer. Sin comentarios. Universidad que ni se mira siquiera al ombligo. Aprender de la nada es imposible. En el empleo público la lectura (profesional) tampoco es una pasión colectiva, solo termómetro de (reducidos) colectivos innovadores que algo empujan. El libro que comentamos es un ejemplo.

Por muchos dispositivos tecnológicos que se manejen, no se aprende de la información en bruto ni de lo que está digitalizado. Son instrumentos o medios. Muy útiles, pero instrumentos. La comprensión y el entendimiento es algo más complejo, necesita pensamiento lento. Si no lo practica nadie, allá ellos. La rapidez digitalizada casa mal con los conceptos. Tanto me da. Algunos ya nos estamos yendo de ese prostituido sistema universitario. Con la formación de empleados públicos, siento decirlo, pasa otro tanto: lo que se valora ya no son los contenidos, sino en no pocas ocasiones el espectáculo o “la puesta en escena”. Se busca entretenimiento, el trabajo burocrático es muy aburrido y sus tareas a veces reiterativas. La formación debe producir un fondo de diversión o, cuando menos, relajo. Si son carcajadas mejor, pues ayudan a soportar la dura existencia de quien se siente maltratado (no pregunten por qué; es mejor no saberlo). El docente como payaso en escena cada día cotiza más; como en la política espectáculo. Las presentaciones elaboradas y plagadas de efectos han sustituido a los aburridos y densos discursos. El conocimiento se orilla, pues siempre se presume de quien expone sus cuitas o de quien es destinatario del mensaje. Una presunción, con todos los respetos, muy lejana a una realidad en constante transformación. Información no es lo mismo que conocimiento. Y conocer no es igual a aplicar. Lo mismo que estar no es igual a hacer. O estar de cuerpo presente y de mente ausente, también en la formación («formar no es estar o asistir»), no solo en el puesto de trabajo. Los móviles y dispositivos múltiples cuartean la atención de los asistentes o de los virtuales. Fiebre sin remedio, que nadie sabe cómo atajar. Cosas obvias. Que duelen.

El libro no se adentra en estas cuestiones (obsesiones puras de quien reseña), pero da cumplida respuesta a muchos retos a los que se enfrenta la formación en el empleo público. Sistematiza bien los modelos pedagógicos y los roles que se proyectan sobre ellos. Pone de relieve las limitaciones de la formación a distancia, así como resalta las debilidades del modelo tradicional de formación (“por catálogo”). Apuesta, como ya expusiera José Antonio Latorre, por “aprovechar los recursos internos, utilizar aplicaciones abiertas y compartir materiales”. Todo lo que represente sumar bienvenido sea. Y lanza la idea de sistemas de aprendizaje adaptativos y personalizados. Lo que obliga a un cambio de rol y perspectiva de los centros de formación, asentados en una “zona de confort” de la que no parecen querer salir (o, tal vez, no saben). Pero no pequemos de poner el acento en “los envoltorios”, pues eso conlleva obviar los contenidos. El peso en la pedagogía y en los instrumentos puede ser importante, pero la formación es aprendizaje y sobre todo desarrollo de marcos conceptuales y de competencias que se aplican después en el trabajo profesional y en el entorno organizativo (muchas veces tóxico hasta la saciedad). Crecimiento profesional y mejora organizativa. Lo demás es humo.

Sin duda la agenda de transformación de la formación obliga a pasar de la formación al aprendizaje. Gran reto estructural. Pero en ese tránsito es importante saber donde nos movemos: barreras todas, ventanas de oportunidad muy pocas. He invertido los términos que maneja el autor: pues esas sabias lecciones que recoge de innumerables autores se proyectan en este caso sobre el sector público. El recetario privado sirve lo que sirve. Y ese hábitat público tiene, nos guste más o menos, sus pautas de funcionamiento, muchas de ellas patológicas, preñadas en ocasiones por vicios sindicales y no pocas resistencias corporativas. El ecosistema público nos hace modular muchas cosas, también en el campo de la formación: estructuras directivas inapropiadas e insensibles a ese fenómeno, contingentes o plagadas de amateurismo, amplios colectivos de personas que no se movilizan frente a una rica o menos rica oferta formativa, así como una desconexión (en ocasiones brutal) entre las políticas de gestión de personas y las propias políticas formativas, que muy pocos se toman en serio. Error monumental, pero muy afincado.

El libro transita después por el correcto diseño de un plan de acción para obtener un sistema integrado de formación, muy útil por lo demás para los gestores de este ámbito. Pone en valor una experiencia de indudable interés en el campo del aprendizaje colaborativo: el programa Compartim, al que dedica un amplio capítulo. Y nos pone de relieve, entre otras cosas, una serie de reflexiones sobre experiencias aplicadas de aprendizaje informal en la organización: siguiendo a Cross, el autor propone no hacer una dualidad entre el trabajo y el aprendizaje, pues “ahora el aprendizaje y el trabajo son lo mismo”. Hasta el punto de poner de relieve, tal como subrayó Charles Jenning, la insignificancia presencia del aprendizaje formal (10 por ciento) frente al aprendizaje en el puesto de trabajo (70 por ciento) o el aprendizaje social (20 por ciento).

El problema es la traslación de ese esquema al funcionamiento de nuestras organizaciones públicas; ¿qué aprenden realmente nuestros empleados públicos en el puesto de trabajo y en el ecosistema público?, ¿pautas innovadoras o formas de trabajar rituales y agotadas?, ¿vicios o respuestas? La apuesta por soluciones tipo coaching o mentoring están lejos aún de arraigar en el sector público. Sobre la primera tengo mis dudas de su real utilidad. Las evaluaciones ex post o “las prácticas reflexivas” sobre las acciones emprendidas suenan en nuestro contexto público a música celestial. Es cierto que algunos programas del sector público, como el Plan estratégico del Gobierno Vasco para sustituir el conocimiento y las destrezas que se perderán en los próximos años como consecuencia de las jubilaciones en masa de funcionarios públicos que ocupan puestos estratégicos en la Administración, están incidiendo en algunos puntos de ese esquema: el mentoring, como ha estudiado con notable premonición Mikel Gorriti, puede ser una solución parcial al problema. La formación tiene retos hercúleos en ese cambio generacional que transformará el sector público en los próximos quince años. Quien no lo vea no ha entendido nada del futuro que viene.

En efecto, nadie puede poner en duda que la gestión del conocimiento, la innovación, el liderazgo de proyectos, así como un buen diseño organizativo y una correcta estrategia, mejorarán las cosas –como bien concluye el autor- en este complejo mundo que es el de la formación de o para los empleados públicos. El libro de Jesús Martínez Marín es una excelente herramienta en ese largo camino. Ayudará mucho a todos los responsables y gestores de recursos humanos en esa difícil tarea. Ahora solo hace falta que, aparte de los anteriores, algunos responsables políticos de la gestión de personas lo lean o, al menos, tengan conocimiento de sus propuestas. Pero mientras la política de formación no se engarce férreamente como subsistema dentro de un modelo coherente e integral de la política de recursos humanos del sector público, sus posibilidades de rendimiento institucional serán limitadas. Aunque gracias a la acción de muchos innovadores que el autor relata, comenzando por él mismo, las cosas vayan avanzando, si bien lentamente. Tiempo al tiempo.

LA “PRIMAVERA ÁRABE” CINCO AÑOS DESPUÉS

YOUSSEF SEDDIK: Tunisie. La révolution inachevée, Med Ali Editions, 2 ème Edition, 2015 (Editeur original : Editions de l’Aube, 2014).

 

 (Entrevistador) “Usted dice amar el texto del Corán. ¿Considera la religión como un estado de ánimo, como una emoción?”: (Youssef Seddik) «La felicidad o dicha de formar parte de la comunidad espiritual y cultural del islam no me ha abandonado nunca; incluso como  intruso, porque no practico la religión (…) Cuando se convierte en dogma,  cuando combate por el exclusivismo, es entonces cuando la religión se transforma en antipática “.

 

En el marco de una serie titulada “Conversaciones para el futuro” que lleva a cabo Gilles Vanderpooten, este libro-entrevista representa  un extraordinario testimonio del estado actual de la revolución (primavera) árabe en el país que la vio nacer a principios de 2011. La persona entrevistada es un intelectual tunecino de gran prestigio no solo en su país, sino también en Francia: Youssef Seddik.

Seddik es filósofo, helenista y especialista en antropología del Corán. En esta última faceta es respetado, incluso, por sectores importantes del islamismo político. Su erudicción en este campo es incontestable. El libro pasa revista a las cuestiones y momentos clave por los que ha transitado la revolución árabe en Túnez y muestra asimismo de forma fehaciente el complejo estado de su desarrollo y (hasta cierto punto) de su relativa parálisis actual.

Túnez ha sido y sigue siendo la gran esperanza de una revolución que no ha terminado por cuajar. Pero para conocer cómo están las cosas en ese país y en este momento (aunque la entrevista se publicó a inicios de 2014, antes de las elecciones de octubre de 2014 y por tanto de los atentados terroristas en ese país de 2015), la visión que aporta Youssef Seddik es sencillamente clarificadora e imprescindible.

Este intelectual tunecino es autor de innumerable obras publicadas en francés, entre ellas el libro Nous n’avons jamais lu le Coran (Éditions de l’Aube, La Tour d’Aigues, 2004; traducida al árabe en 2013), obra que, a pesar de su gran importancia e impacto, no me consta se haya traducido al castellano. Su conocimiento del país, su visión respetuosa de una religión apartada de la política, el particular enfoque de los problemas y su amplia formación, le dotan de una visión extraordinaria sobre lo que está pasando en los países árabes (especialmente, pero no solo, en Túnez) y sobre lo que puede pasar: dónde están los retos y también los riesgos de todo ese proceso. Es obvio que lo que allí suceda no puede dejarnos indiferentes a quienes vivimos “al lado” de tales países.

Particular interés tiene la visión de Seddik del proceso constituyente y de la propia Constitución de 2014, a la que considera preñada de esperanza, pero también de ambigüedades.  Una Constitución que combina elementos de modernidad no recogidos en ningún otro texto constitucional (el papel de la gobernanza como motor institucional del país) con rasgos de tradición que se plasman principalmente en la presencia transversal de la religión. En efecto, la omnipresencia de la religión en el propio texto constitucional es un aspecto que no convence a Seddik, como rechaza que se haya consagrado realmente la igualdad entre mujeres y hombres, pues hay cuestiones importantes (como la sucesión hereditaria) donde esta, a su juicio, no existe.  Tampoco se salvaguarda, a su juicio, el derecho a la vida, pues pende de los “casos extremos” que la ley determine como excepción. Ese cóctel entre religión y pena de muerte podría conducir (de ahí el riesgo) a algunas lecturas islamistas radicales que pretendieran dotar, según el autor, su propia interpretación del Corán a la Constitución, como reconoce este autor.

Túnez es un país, como también expone Saddik, con una homogeneidad social, cultural y religiosa arraigada, pero esa especificidad no puede ocultar los “reales peligros” a los que se enfrenta el país, tales como aquel que “divide a los ciudadanos, a los partidos y a las regiones en torno a la religión”. Así, expone que los dirigentes de Ennhada (el partido islamista de Túnez; la segunda fuerza política tras las elecciones de finales de 2014) no ocultan que su fin es “re-islamizar”  gradualmente (“con paciencia, pero sin descanso”) el país y sus instituciones, también aquellas que hoy en día están lejos de su influencia (ejército, policía, etc.). Un objetivo que aún está lejano, pero que no se debe menospreciar. Tras su paso por el poder, los pocos éxitos de su gestión dieron a la fuerza política isalamista unos malos resultados en noviembre de 2014, pues perdieron 20 escaños (Sobre este tema: Berenguer Hernández, “Las elecciones en Túnez”, IEEE.ES, 14/2014). Los magros resultados que hasta la fecha están obteniendo también los últimos gobiernos presididos por “laicos” pueden, sin embargo, reactivar ese proceso de islamización política.

El libro se adentra en innumerables temas de interés, que no se pueden abordar en un breve comentario. La profundidad de análisis, el conocimiento detallado del mundo islámico, de la política tunecina y de las lecturas incorrectas o “interesadas” que se hacen por el fundamentalismo islámico de los textos religiosos (con juicios muy críticos hacia «la demagogia teocrática»), están presentes en las sugerentes reflexiones que Saddik destila con su particular y profunda mirada crítica.

Entre esos temas aborda en distintos pasajes el tema de la mujer. Aspecto central y polémico en el mundo islámico. En Túnez la igualdad política, cultural y social de la mujer ha sido una conquista que se fue imponiendo a partir de que Burguiba proclamó el “Code du statut personnel (CSP). Sin embargo, a juicio de Seddik, la inquietud frente a estos temas que plantea la llegada del fundamentalismo al poder es “más profunda aún cuando se constata una verdadera histeria en torno no tanto al estatuto ‘intelectual’, social o cultura de la mujer (dimensiones que el autor entiende al menos hoy en día bastante asentadas), sino de su cuerpo, de su sexualidad y de su libre arbitrio ético, así como de su manera de concebir y vivir la honorabilidad en el espacio público”. Así concluye: “Una sociedad que no respeta la autonomía corporal de cada persona, está encaminada más tarde o más temprano hacia la perdición”. Valiente alegato y duro pronóstico.

Las reflexiones más profundas y probablemente más inquietantes están en las últimas páginas de este excelente libro-entrevista. La revolución árabe enterró una dictadura ciertamente corrupta (la de Ben Ali), “pero el retorno del fenómeno religioso en la política, hasta en aquellas cuestiones más banales de la vida cotidiana, dibuja una grave amenaza: aquella que podría instalar una más peligrosa dictadura en caso de fracaso o agotamiento de la dinámica revolucionaria”. Una dictadura, afirma el autor, “dirigida no por una persona perecedera y mortal, sino por la figura imperceptible de Dios (Alá), tal como se la imagina el candidato al poder”.   Conforme señala Seddik, “el islam es un bien común y su apropiación privada por una u otra facción lo reducirá a un objeto privado. Privado de lo divino que lo habrá así desertado”.

¿Y cuál es el papel de la juventud en este proceso revolucionario abierto?, ¿Cómo reaccionan los jóvenes occidentales frente a los cambios que se han producido en los países árabes? Los jóvenes –según Seddik- no sueñan más que en una cosa: “deshacerse de todo lo que –y de todos aquellos que- deciden por ellos”. La democracia parlamentaria y representativa está derivando -a juicio del filósofo- en una “sociedad del espectáculo”. El espectáculo es el barniz que recubre el mundo verdadero. Aquel donde la política no llega.

Respecto a la segunda pregunta, el entrevistado no se engaña: “los intercambios con los jóvenes del sur del Mediterráneo, de África y de los países desarrollados en general, no son todavía más que de admiración lejana”. El contacto máximo no atraviesa más allá de las redes sociales. No se ha producido, como se dio en otras épocas, una involucración personal física. Hay lejanía física e, inclusive, miedo a viajar a esos países del Magreb, si bien esta no es una constatación del autor, sino personal. Temor que desparece una vez que estás allí, donde la hospitalidad es la regla. Pero el daño que han producido determinados atentados terroristas (posteriores a la entrevista que comentamos) es incalculable; como “saqueo turístico” lo calificaba un reconocido interlocutor tunecino con el que conversé. El siete por ciento del PIB bloqueado «sine die».

¿Puede hablarse de una caída de influencia de Occidente sobre el Magreb? La pregunta es respondida en términos contundentes y muy lúcidos por Youssef Seddik: “No. Hay una mutación general planetaria, en la cual los valores de la política están transformándose hacia lo más digno, hacia lo más humano, hacia lo más justo. El coraje, el sacrificio, están siempre del lado de aquellos que sufren más. Y creo que una vez liberados, esos valores serán incorporados también por la juventud de Europa y Occidente, todavía bajo los efectos de la anestesia del confort y de la vida fácil que les ofrecen sus países desarrollados”.

Con estas bellas palabras de esperanza termina este interesante libro.

ORDEN POLÍTICO Y DECADENCIA DE LA POLÍTICA

Francis Fukuyama:

Volumen I: Los orígenes del orden político. Desde la Prehistoria hasta la Revolución francesa

Volumen II: Orden y decadencia de la política. Desde la Revolución industrial hasta la globalización de la democracia, Deusto 2016

No es fácil, ciertamente, reseñar en breves líneas esta ambiciosa e impresionante obra de Fukuyama. Revisita las tesis de Huntington recogidas en su obra ya clásica El orden político en las sociedades en cambio, publicada en el ya lejano 1968. Su objeto es el estudio de los orígenes históricos de las instituciones políticas y el proceso de decadencia política. Este último lo centra en la democracia liberal más importante del planeta: Estados Unidos. Pero eso es el final.

Antes se adentra en un análisis antropológico que marcará buena parte de la obra: la concepción tribal de la humanidad y su tendencia al patrocinio (luego clientelismo), solo detenida por las instituciones, cuando existen. Su pretensión es acabar con la amnesia histórica explicando de donde proceden las instituciones políticas básicas en nuestras sociedades y definiendo las tres categorías de instituciones: 1) Estado; 2) Principio de legalidad (en sentido amplio); y 3) Gobierno responsable. La unión de las tres nos da una democracia de calidad o un buen gobierno. Pero es rara la coincidencia.

La tesis de fondo es que hay países que han sabido construir un Estado de forma muy temprana, como China (con un sistema meritocrático envidiable que se anticipó 1.800 años al surgimiento de la primera función pública profesional, pero que sufrió procesos de retroceso), aunque nunca edificó un modelo basado en el principio de legalidad o en el gobierno responsable. Otros, en cambio, han construido más tardíamente el Estado, pero han sabido edificar un sistema basado en el principio de legalidad y, finalmente, en el gobierno responsable. El mejor ejemplo es Inglaterra o, más recientemente, el Reino Unido. Pero al final Fukuyama acaba seducido por Alemania y los países nórdicos. Y, en fin, están otros muchos países (la mayor parte) que no han sabido (o no hemos sabido) superar el clientelismo atroz (de componentes tribales) y no han creado realmente el Estado (o lo han hecho con bases muy endebles), campando a sus anchas el clientelismo y la administración patrimonial.

En el segundo volumen Fukuyama analiza ese proceso a través de cinco casos muy dispares entre sí: Prusia (Alemania), Grecia, Italia, Reino Unido y Estados Unidos, aunque con referencias también a Francia. El autor pone el acento en la creación de un sistema de servicio civil profesional como base para erradicar el clientelismo y la patrimonialización. Aspecto de indudable importancia. Luego analiza las experiencias de diferentes países del mundo, centrándose en las tres regiones (Asia, Latinoamérica y África). La región mejor parada en términos de Estado es la asiática, pero la democracia no cala si no de forma epidérmica. Latinoamérica padece el pesado legado institucional de los países mediterráneos (especialmente de España), pero cae en el error estadounidense, construye antes la democracia que el Estado. Ese equivocado (y elitista) proceso fuente de todos los males, sobre todo de la corrupción y el clientelismo.

El libro acaba con un estudio de caso: Estados Unidos. Muy crítico con el sistema actual. La aplicación de la decadencia política a un país que lo ha sido todo en el esquema de las instituciones democráticas. La culpa, un tanto exagerada a mi juicio, la tiene un sistema de checks and balances que se ha transformado, en palabras de Fukuyama, en una “vetocracia”. También echa su parte de responsabilidad a una política ideologizada y radicalizada. Aquí tiene más sentido.

Libro de enorme interés y no exento de tesis polémicas que, a través de sus más de mil quinientas páginas, abre un sinfín de debates y plantea sugerentes cuestiones. De lectura obligada para todas aquellas personas interesadas por la política, la Administración Pública y la democracia, que, en verdad, deberían ser la mayor parte de la ciudadanía, aunque eso no sea cierto. Quien le interese la cosa pública no debe dudar en leerlo.

NOTA: Una serie de tres reseñas-comentarios sobre algunos de los aspectos más importantes desde la perspectiva institucional de los dos volúmenes de esta obra pueden encontrarse en: https://rafaeljimenezasensio.com/

                       

 

INTEGRIDAD INSTITUCIONAL COMO PRESUPUESTO DE LA BUENA GOBERNANZA

(A propósito del libro de Manuel Villoria Mendieta y Agustín Izquierdo Sánchez, Ética Pública y Buen Gobierno. Regenerando la democracia y luchando contra la corrupción desde el servicio público. Tecnos/INAP, Madrid, 2016)

 

Rafael Jiménez Asensio

(Profesor de Organización Constitucional del Estado del Grado de Filosofía, Política y Economía de la UPF, UC3M y UAM. Catedrático de Universidad acr./Consultor Institucional: www.rafaeljimenezasensio.com)

Presentación

En el marco de esa idea-fuerza que Pierre Rosanvallon ha denominado como “democracia de confianza” (Le bon gouvernement, Seuil, París, 2015, pp. 305 y ss.), no cabe duda que la integridad de los gobernantes se convierte en una premisa indispensable para reforzar esa “institución invisible” que, como también señala ese autor, es la confianza de la ciudadanía en sus instituciones, aquejada –en buena parte de los países occidentales- de una erosión reciente.

En ese contexto, la multiplicación de códigos éticos o de conducta ha irrumpido con fuerza en el sector público de esas democracias avanzadas, aunque –como siempre sucede en nuestro país- esas nuevas tendencias tarden en llegar y mucho más en asentarse por estos lares. Todavía existe mucha impermeabilidad política y no poco desconocimiento sobre el papel que cumple la integridad en el efectivo desarrollo de la buena gobernanza.

Sin embargo, algo está cambiando, aparentemente de forma imperceptible. Un dato objetivo de ese cambio es la aparición en la bibliografía de algunos estudios que dan a la “ética pública” el protagonismo que merece. El INAP ya publicó hace unos meses el importante libro de Francisco Longo y Adriá Albareda titulado Administración Pública con valores (INAP, Madrid, 2015), cuyo subtítulo enmarca correctamente la “dimensión externa” de la ética pública (Instrumentos para una gobernanza ética).

El libro de Villoria e Izquierdo que da pie a estas reflexiones se suma a esa línea de aparición de estudios que tienen como objeto la “ética pública”, entre los que también cabe incluir el reciente y recomendable número monográfico de la Revista de Gestión de Personas y Organizaciones Públicas sobre ese mismo tema, con interesantes trabajos de varios profesores y profesionales (el mismo Villoria, Garcia Gultián, Ausin Díez, Pérez Vera, Unanue y Bikandi, Campos Acuña), así como con una sugerente entrevista que se le hizo a la profesora Victoria Camps. Este número monográfico de la RVOP (IVAP-HAEE, núm. 9, julio-diciembre, 2105) puede consultarse en abierto (http://www.ivap.euskadi.eus/r61-vedrvop/es/contenidos/informacion/9revgp/es_def/index.shtml).

En esta línea de aparición de estudios sobre la ética pública cabe enmarcar el reciente y documentado trabajo conjunto de los profesores Izquierdo y Villoria sobre Ética Pública y Buen Gobierno, donde también el subtítulo nos sitúa en la pretensión final de los autores que, como se indicará, se proyecta especialmente en la parte final de su obra, aunque con precedentes en algunos trabajos previos de uno de estos autores: Regenerando la democracia y luchando contra la corrupción desde el servicio público.

Efectivamente, esa regeneración de la democracia y esa lucha contra la corrupción tienen mucho que ver con la integridad de los gobernantes o con la importancia de las personas (políticos, directivos y funcionarios) en el nuevo contexto político-institucional. Esta idea la ha expresado de forma precisa el propio Rosanvallon recientemente: “La exigencia de integridad de los gobernantes se inscribe siempre ciertamente en una tradición de rechazo de la corrupción como subversión moral e institucional inaceptable en un buen orden político”. Pero esa necesaria integridad adquiere una importancia creciente en un contexto como el actual que se manifiesta en el cambio “de una política de programas a una política de personas”. La persona o el gobernante (y, por tanto, sus conductas), se sitúan en el centro de la política, algo que el propio Daniel Innerarity ya advirtió hace algún tiempo.

El INAP, asimismo, publicará en breve plazo una nueva obra que, si bien sitúa el foco en la corrupción, tiene innumerables conexiones con lo expuesto en el libro que en estos momentos comentamos. En efecto, en la obra colectiva que aparecerá en las próximas semanas titulada La corrupción en España. Ámbitos, causas y remedios jurídicos (dirigida por los profesores Villoria y Gimeno, y coordinada por el profesor Tejedor), se analizan algunas cuestiones emparentadas con los temas que el libro de Ética Pública y Buen Gobierno trata. En esa misma línea también pretendemos incidir en nuestro caso a través de un capítulo (“El valor de las instituciones. Nuevos paradigmas de limitación y control del poder: La Buena Gobernanza”) de un libro (pendiente cuando eso se escribe de publicación) titulado Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones, en el que se tratan los nuevos paradigmas del control ciudadano del poder en el contexto de la “democracia de confianza”, como son especialmente la integridad y la transparencia.

Esta ola de trabajos que han aparecido o están a punto de aparecer denota, en todo caso, una preocupación académica y profesional creciente por una serie de materia estrechamente imbricadas entre sí, anunciando tal vez su traslación más temprano que tarde a la agenda política de los gobiernos locales, autonómicos o estatal. Esa incorporación a la agenda ya se está produciendo en algunos casos. Aun así, como decíamos, las resistencias e incomprensiones de los actores políticos españoles ante esta tendencia generalizada en las democracias avanzadas siguen siendo el sello de identidad de una política que vive en buena parte aislada o ahogada en sus problemas endogámicos y apenas tiene una mirada externa e inteligente que le haga captar por dónde camina el mundo exterior. Una vez más “el desnivel” que ofrece España frente a las democracias occidentales (tal como indicaba Julián Marías) debería ser objeto de preocupación colectiva.

Cabe aplaudir, por consiguiente, el esfuerzo editorial del INAP al proceder a avalar la publicación de esta reciente obra, lo que demuestra una especial sensibilidad sobre un problema que –como se viene insistiendo- está costando mucho que entre plenamente en la agenda política, al menos de forma generalizada. Lo cierto es que sobre estos ámbitos del “buen gobierno” y de la “ética pública” existe una amplia y extendida confusión conceptual, así como una innegable carga de escepticismo e incluso de cinismo político, que se ha trasladado a nuestro sistema normativo-institucional y que ha tenido importantes consecuencias en la desactivación o fracaso de las primeras experiencias sobre la regulación de esta materia, produciendo algunos efectos de desaliento o de mala concepción del problema. La ética pública ha sido por muchos enterrada antes de nacer. Tal vez el débil y fragmentario marco conceptual existente y la propia incomprensión de la política de sus finalidades y efectos han ayudado a esa (al menos hasta ahora) precaria implantación.

El recurso constante y permanente a la Ley como medida y parámetro de las buenas o malas conductas es, sin duda, un tributo de un país como el nuestro de tradición continental europea frente a los modelos anglosajones, en los que el campo de la autorregulación dispone de mayores espacios de recorrido. Pero incluso en países como Francia, patria del “legicentrismo”, ya se ha iniciado un proceso de evolución irreversible hacia la complementación de las reglas legales por códigos deontológicos en la administración pública, de la que los Informes “Jospin” (2012) y “Nadal” son testimonio evidente, así como la aprobación de algunos códigos de deontología en determinadas instituciones y actividades públicas.

Esa omnipresencia de la Ley ya fue advertida con claridad por Victoria Camps en la entrevista citada anteriormente. En efecto, cabe partir de la premisa de que hay determinadas formas de comportamiento o de corrupción que no son resueltas por la legislación (los vacíos o anomias normativas son muchas veces más que evidentes; especialmente intensos en el ámbito de la regulación de los gobiernos locales). En esos casos esas anomias deben ser resueltas por la ética, porque en caso contrario densificaríamos en exceso la regulación legal. Aunque ese desplazamiento de las normas jurídicas a los códigos a la hora de “autorregular” conductas tiene unas exigencias para su correcto funcionamiento. Así, Victoria Camps afirma: “Yo creo que nos hemos dado cuenta de que el problema no se resuelve solamente con códigos. Lo realmente importante es que los códigos se cumplan, y que se cumplan sin la coacción ni la pena, la multa o la cárcel, que supone el incumplimiento de la ley” (“Entrevista”, Revista Vasca de Gestión de Persona y Organizaciones Públicas, número 9, 2015, pp. 99 y ss.). Volveremos sobre esta idea central.

En estas reflexiones, construidas bajo el paraguas de las importantes cuestiones tratadas en la obra de Villoria e Izquierdo, se pretende no solo comentar el citado trabajo, sino también aprovechar la oportunidad para divulgar y recrear, en algún caso, el marco conceptual que late detrás de ese estudio, así como con la finalidad de abrir un debate sobre algunos de los puntos que se plantean en la obra. Vaya por delante que comparto en su práctica totalidad el planteamiento y desenlace que realizan los autores de tan trascendental objeto. Su conocimiento de la materia, acreditado por años de estudio e innumerables publicaciones al respecto, es innegable. Buena parte de mis conocimientos en esta materia son tributarios de la obra de tales autores. Mis diferencias (alguna de ellas expondré a continuación) son solo de matiz y pretenden exclusivamente enriquecer un objeto necesitado entre nosotros de una difusión y clarificación con el fin de eludir o evitar definitivamente algunas concepciones que subyacen sobre los temas de ética pública en determinados ámbitos de la política, del mundo del Derecho o de las estructuras gubernamentales y funcionariales. Objetivos a los que contribuye con creces la obra citada.

La Ética Pública como Ética Institucional

El libro arranca con un extenso capítulo dedicado a las “Bases teóricas y justificativas de la Ética” que analiza planteamientos teóricos clave de esa filosofía práctica que es la Ética. De tal enfoque nos interesa ahora situar el punto de atención sobre un problema específico: la ética pública como “ética profesional”, aunque desplegada sobre diferentes niveles o ámbitos (tales como por ejemplo la ética política y la ética de la administración). Con carácter previo se debe realizar una reflexión: la ética, en efecto, se corresponde con una determinada actuación personal basada en estándares morales individuales, pero en el ámbito de lo público las dimensiones de esa concepción de ética individualizada se enriquecen y matizan hasta límites insospechados.

Sin perjuicio de que los postulados éticos informen en mayor o menor medida las Leyes, sí que se puede afirmar que el Derecho o la Ley tiene un alto contenido regulador o coactivo (de normas imperativas), mientras que la Ética (simplificando muchos las cosas) se refiere más a convicciones internas o de la propia persona: el tribunal de esos actos es, en efecto, la propia persona, de acuerdo con sus convicciones o postulados morales. Esta es una idea muy arraigada, pero en verdad la ética –como se viene subrayando- adquiere una fuerza cualitativamente superior en el ámbito de las instituciones públicas y de la propia Administración pública.

En efecto, en el campo de la Ética Institucional de carácter público el locus en el que desarrollan su actividad los actores públicos cualifica completamente el ejercicio de las funciones y las propias conductas de las personas. La pertenencia de un servidor público (representante, gobernante, directivo o funcionario) a una determinada institución le obliga no solo a cumplir con las normas del propio ordenamiento jurídico, sino también a adecuar sus conductas o comportamientos a un conjunto de valores y principios que son de necesario cumplimiento dada la posición que ocupa esa persona en la estructura institucional (algo que podríamos hacer extensivo, incluso, a contratistas y concesionarios de servicios públicos). Las malas conductas de tales actores públicos no solo son censurables “personalmente” (esto es, no solo afectan a “su reputación personal o privada”, que al fin y a la postre puede ser solo un asunto privado o del partido en el que una persona está encuadrado), sino que además “manchan” o “perturban” la imagen de las propias instituciones, erosionando la confianza de la ciudadanía en ellas. Este es el punto nuclear de una Ética que se enmarca en una dimensión exquisitamente institucional.

En consecuencia, si bien es cierto que –como dicen los autores- “en el ámbito moral la fuente de la obligación es el propio individuo el que se obliga o prohíbe a hacer determinadas acciones”, ese presupuesto conceptual (siendo cierto también en el espacio institucional público) no lo es menos que se modula frontalmente en las estructuras gubernamentales o administrativas, pues las consecuencias de las acciones de los sujetos que intervienen o actúan en ellas trascienden a la propia persona. Sin duda, siguen vigentes las premisas de la ética en cuanto que el propio sujeto es “espectador imparcial” de sus actos, de los que debe sentirse orgulloso, razonablemente satisfecho o “experimentar sentimientos de vergüenza”, pero los efectos de tales conductas transcienden del plano personal y se sitúan en el terreno institucional, así como repercuten de forma directa en el plano de la mayor o menor confianza de los ciudadanos en las instituciones.

Lo que interesa especialmente en el ámbito de la Ética Pública no es tanto la dimensión subjetiva del problema (aunque sea presupuesto, sin duda, de todo lo ulterior), sino los efectos o consecuencias que esas conductas pueden tener sobre la credibilidad, imagen o legitimación de la institución a ojos de la ciudadanía. Por eso la Ética Pública o las Políticas de Integridad deberían tener una construcción preventiva y positiva, pues se trata de evitar los letales efectos que produce la entrada en acción del derecho sancionador o, peor aún, la irrupción del derecho penal. Cuando esto se produce, ya no hay solución: el mal ya está hecho y el daño institucional puede ser irreparable. Además, de todos es conocido que los resultados de la lucha penal contra la corrupción tienen límites funcionales, temporales y de rendimiento que tienen mucho que ver con el sistema procesal y la administración de justicia, pero también con la propia tipificación penal. Como ha expresado correctamente el profesor Yves Mény, existe una falta de concordancia o una falla evidente entre “la majestuosidad de la regla y la mediocridad en su aplicación” (Informe Nadal, Renouer la confiance publique, París, 2015, p. 126).

La Ética Pública se caracteriza por los autores como una ética aplicada o, más exactamente, como una “ética profesional”. Y como tal ética de las profesiones es natural que se traslade a un campo más empírico, como es la determinación de valores, principios y normas de conducta en documentos que se denominan códigos. Como exponen Villoria e Izquierdo, “la ética aplicada en el campo de las profesiones se concreta a veces en la elaboración de códigos de conducta, conjunto de reglas o pautas que regulan la conducta de los miembros de una determinada profesión, evidenciando la corrección o incorrección de ciertas prácticas de esa profesión” (Ética Pública y Buen Gobierno, cit. pp. 19-20). Pero según advierten esos mismos autores, “la ética gubernamental está dirigida a diversos grupos de profesiones”, que va desde cargos electos o gubernamentales hasta los propios funcionarios.

Esta caracterización de la Ética Pública (gubernamental o administrativa, por solo poner dos ejemplos) como Ética profesional puede ser adecuada en algunos casos, pero su encuadre conceptual nos limita el campo de visión, pues nos conduce a una ética “de cargos u oficios” (sean estos representativos, ejecutivos, asesores, directivos, funcionarios público o empleados) y en no pocas ocasiones de “sectores” de actividad (docentes, personal médico y sanitario, policías, jueces, etc.). Para disponer de una visión más completa del problema puede ser más oportuno referirse a “Ética Institucional” o a la noción de “Integridad Institucional”, obviamente en el ámbito de lo público. Esa dimensión institucional nos puede proveer de un marco general a partir del cual se pueda construir una “Política de Integridad” con elementos sin duda normativos (en su dimensión jurídica o coactiva), pero también de herramientas preventivas que anticipen marcos de riesgo y generen cultura encuadrada en una infraestructura ética institucional.

La ética institucional pública está, por tanto, volcada sobre una dimensión de deontología o un cuadro de deberes que se enmarcan en principios y valores. Lo determinante en este caso es la dimensión objetiva del problema, pues el bien a salvaguardar es algo tan preciado como la confianza de la ciudadanía en sus instituciones, un intangible necesario para el correcto funcionamiento del Estado democrático.

Ética y Política

Las complejas relaciones entre Ética y Política también forma parte de la reflexión de estos autores. En el conjunto de la obra, sin embargo, esta tensa coexistencia entre política y ética ocupa un espacio limitado. En todo caso, el pensador ilustrado Holbach, en un espléndido libro (Etocracia. El gobierno fundado en la moral, editorial Laetoli), ya nos advertía de la disociación fatal existente tan a menudo entre política y moral, así como de sus letales efectos. Diagnóstico que asentaba en un certero diagnóstico: “Para gobernar sabiamente un Estado corrompido y expulsar el desorden y el vicio son necesarios esfuerzos largos y continuos: hacen falta luces, una firmeza y unas virtudes que raramente se encuentran en los príncipes”. Tras un recorrido doctrinal interesante, los autores se detienen en Weber y en la necesaria complementariedad de la ética de la convicción y de la responsabilidad cuando de ejercer la actividad política se trata.

A nuestros efectos, el punto de interés se sitúa en que la política tiene como objetivo hacer posible lo ideal, en esa tenaz resistencia –como también recordaba Weber- entre pasión y mesura en que consiste esa actividad, pues como bien decía ese autor “es completamente cierto, y así lo prueba la historia, que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez”. Realmente, tal como recuerdan Izquierdo y Villoria siguiendo al propio Weber, “un político con vocación tiene que ser capaz de no quebrarse cuando vea claramente que no puede alcanzar el ideal y tiene que aceptar realistamente el mal menor”, y   por tanto debe –tal como concluyen- “saber actuar con responsabilidad cuando las circunstancias claramente nos indican que las convicciones llevarán a la comunidad al desastre, (pues ello) es uno de los requisitos del político” (p. 144).

El problema de las relaciones entre política y ética en nuestros días lo sitúan correctamente los autores en la imperiosa necesidad de control con la finalidad de evitar la corrupción. La línea de razonamiento es correcta: es, en efecto, en el ejercicio de los cargos públicos dónde se plantea una tensión evidente entre el bien común y el interés privado. En ese ámbito hay zonas de riesgo evidentes, pues –tal como reconocía El Federalista los hombres distan mucho de ser ángeles, pues en no pocas ocasiones las personas se aproximan más a la noción de “bribones” que acuñara Hume. Por tanto, “el conflicto entre el interés organizativo y el privado es mucho más peligroso en el ámbito público que en cualquier otra actividad de carácter privado”.

La Ética de la Administración Pública y de las instituciones, entidades u organizaciones públicas.

Y con el objetivo de hacer frente a esos riesgos evidentes se trata de regular y prevenir. Las leyes regulan y establecen un sistema de infracciones y sanciones. Pero, es evidente que “las leyes son necesarias para atajar toda clase de conducta desviada, pero a veces no es suficiente” (p. 145). Se hace necesario, por tanto, arbitrar un conjunto de medidas que vayan encaminadas a prevenir y completar las lagunas legales y reforzar las conductas adecuadas de los responsables públicos. Entran así en juego medidas de difusión, formación, prevención, así como la determinación a través de mecanismos de autorregulación de los principios, valores y normas de conducta, todo ello insertado en un marco o sistema de integridad institucional, al que los autores prestan la atención debida en un importante capítulo de su obra.

Efectivamente, el capítulo tercero tiene por objeto central la Ética de la Administración, cuyos presupuestos podrían hacerse extensivos a otras instituciones, entidades u organizaciones públicas. Es una parte sustancial del libro y, sin duda, la que más virtualidad práctica puede tener, pues arranca de la concepción de la Ética de la Administración como Ética aplicada. Cabe, por tanto, insertar esa dimensión ética en esa Política de Integridad Institucional antes enunciada. Los autores prestan la debida atención a la idea-fuerza de Integridad, aunque reiteran esa dimensión más subjetiva matizada con la persistencia en caracterizar a esa ética como “profesional”. Sin duda puede haber algo de ética profesional en esa configuración de la Ética de la Administración Pública, pero solo cuando segmentamos los planos del problema y nos ocupamos de colectivos específicos (con sus códigos deontológicos provistos de principios, valores y normas de conducta de cada actividad política, profesional o sectorial). Si hablamos de la Administración en su conjunto, seguimos pensando que es más adecuado hacer uso del concepto Ética Institucional.

No obstante, los autores son plenamente conscientes de esa dimensión objetiva del problema enunciado, pues aportan algunos ejemplos que ponen claramente en entredicho la dimensión subjetiva o personal de las conductas y analizan perfectamente los impactos que esa conductas tienen sobre el conjunto del sistema institucional. Así afirman: “Lo mismo puede decirse de un político que está en política para enriquecerse y no para servir al bien común. Desprestigia la política y genera en los ciudadanos la creencia de que la política es algo negativo, sucio, despreciable” (p. 159). Los ejemplos próximos de esas nefastas consecuencias los tenemos por centenares y los efectos de esas pésimas conductas los estamos pagando a precio muy alto.

El reverdecer de la ética institucional en nuestros días representa también una cierta superación del modelo burocrático y asimismo la constatación de que el New Public Management no daba respuesta adecuada a muchos problemas, pues olvidaba completamente las virtudes y valores de quienes ejercían funciones directivas en el sector público. Así, a partir de la década de los noventa, como reconocen los autores, comienza a aparecer en la escena pública la exigencia de la ética en el ejercicio de las funciones públicas. A ello contribuyeron diferentes iniciativas de algunos países anglosajones (Estados Unidos, Canadá o Reino Unido), así como de la propia OCDE.

Esta última organización internacional hizo una apuesta importante por la construcción de una ética del servicio público, aspecto sobre el que después han incidido algunos autores que resaltan esa dimensión objetiva de la ética institucional-pública. Como recogen Villoria e Izquierdo, “la naturaleza de la propiedad tiene profundas implicaciones éticas” (tal como expresaron Gueras y Garofalo), o el propio Estado adquiere una “misión moral” que se plasma, según Lakoff, en “la ética del cuidado de la forma de gobierno”.

El hecho evidente es que, a partir de esos presupuestos, la Ética de la Administración adquiere unas dimensiones aplicativas evidentes. En primer lugar, según los autores, mediante la formulación de una serie de “principios” que los políticos y funcionarios deben respetar. Pero realmente tales principios (por ejemplo, “promover y respetar la democracia” o la “defensa de los derechos humanos”) son en verdad principios o presupuestos constitucionales del Estado social y democrático de Derecho; forman parte integrante de la arquitectura básica de un Estado Constitucional. Y no creemos que quepa reiterarlos en ningún tipo de documentos que no tenga valor normativo (menos aún en los Códigos Éticos o de Conducta): son verdades evidentes de los propios sistemas constitucionales democráticos, aunque en algunos casos haya personas o grupos políticos que parezcan ignorarlos o que actúen desconociéndolos.

Otra cosa son los valores. Siguiendo la definición de Grotner, los autores definen los valores como “concepciones de lo deseable que influencian la selección de fines y medios para la acción”. La identificación de los valores, como presupuestos nucleares de la Ética Institucional, es sin duda una de las tareas más importantes en el plano conceptual y operativo. Pues tales valores, como bien indican Villoria e Izquierdo, se configuran como auténticos “polos de integridad” que normalmente se proyectan como pieza basilar de los distintos Códigos de Conducta o Códigos Éticos (ponen varios ejemplos al respecto).

A diferencia de los valores, las normas de conducta (que deberían derivar directamente de esos valores o de esos polos de integridad) son reglas. Y es ahí donde se advierte la importancia de su enunciado, pues no es nada nuevo descubrir que “el diablo está en los detalles”. La determinación de las normas de conducta es algo difícil de concretar, pero necesario. Sin perjuicio de que la configuración de los Códigos de Conducta como “instrumentos vivos” (también en palabras de Villoria), permitan su adaptación permanente a las circunstancias siempre cambiantes y a los mayores estándares de exigencia que en cada momento la sociedad demanda.

Los Marcos de Integridad Institucional: elementos.

La buena administración pública, como recuerdan los autores, genera confianza pública. Para alcanzar esa meta no cabe otra medida que impulsar una política de prevención, pero asimismo completar esta con un control exigente de las organizaciones públicas. La transparencia bien entendida y aplicada coadyuva, sin duda, a ese control democrático y facilita del mismo modo la rendición de cuentas. Pero en sociedades tan complejas las presiones, los conflictos de interés o simplemente las apariencias de conflicto (que también destruyen o socavan la confianza) están a la orden del día.

Para hacer frente a esos problemas no bastan las leyes, como decíamos. Pero tampoco bastan los Códigos de Conducta, pues su mera aprobación no cambia en nada el statu quo existente. El cambio real y efectivo, como promovió en su día la OCDE y los autores explican de forma exhaustiva, solo se puede realizar a través de la configuración de Sistemas o Marcos de Integridad Institucional. Y este es, sin duda, uno de los puntos clave de la obra que comentamos. Al menos una de las cuestiones peor comprendidas en nuestro panorama público y donde la confusión abunda por doquier. Merece la pena detenerse en su examen.

En este análisis del problema (“Marcos de Integridad Institucional”) no solo expondremos las tesis de los autores sino que asimismo aportaremos algunas ideas complementarias e intentaremos explicar en pocas líneas un concepto complejo, identificando lo que se pueden considerar como elementos básicos o piezas centrales de tal marco, aunque simplificando el modelo propuesto por la OCDE y que es detallado de forma precisa en el libro comentado.

Los Marcos de Integridad organizacional (Integrity Framework) son, en efecto, una construcción conceptual de la OCDE. Su planteamiento inicial es que esos marcos se proyectan sobre una organización y no sobre el conjunto del sector público. Su finalidad es evitar riesgos de malas prácticas y de corrupción, por un lado; pero, por otro, pretenden también fortalecer el clima ético de tales estructuras organizativas procurando paliar así que incluso personas decentes puedan contaminarse por los desincentivos o estímulos perversos que se le puedan plantear, presentar u ofrecer tanto interna como externamente. De tal modo que un “Marco de Integridad Institucional” debe establecer –tal como han reconocido Manuel Villoria y Agustín Izquierdo- normas, procesos y órganos dentro de cada organización pública que prevengan las conductas inmorales (p. 202).

En efecto, como bien reconocen esos autores “entre los elementos esenciales de un Marco de Integridad se encuentran, como instrumentos clave, los Códigos Éticos, las evaluaciones de riesgo de integridad, la formación ética de los servidores públicos, el establecimiento de un sistema de consultas para problemas o dilemas éticos de los empleados (comités de ética), sistemas de denuncias de casos de corrupción, fraude, abusos o ineficiencias (con sistemas de protección a los denunciantes), sistemas de gestión de los conflictos de intereses e incompatibilidades, sistemas de detección e investigación de conductas antiproductivas o administración de encuestas de clima ético entre los empleados” (pp. 203-204).

Un Marco de Integridad Institucional también puede incorporar “normas jurídicas”. En ese caso, el “marco normativo de integridad” se incorpora dentro de la Política de Integridad y del Modelo Institucional de esa política. Su característica principal es que se trata de normas jurídicas que tienen detrás (esto es, para garantizar su cumplimiento) todo el sistema institucional y el aparato coercitivo del Estado constitucional democrático. De ese marco jurídico no nos ocupamos aquí si bien es pieza central de un Sistema global de Integridad Institucional, pues se ha de poner de relieve que ese marco normativo es el que regula, por ejemplo, un sistema de incompatibilidades, define los conflictos de interés (o al menos algunos conflictos de interés “ex ante”, durante y “ex post” el ejercicio de las funciones públicas), establece obligaciones de declarar actividades y bienes, así como estipula un régimen sancionador (e, inclusive, tipos penales) que pretende hacer frente a los incumplimientos de tales obligaciones normativas. Esta es la dimensión más tratada de la integridad por nuestras leyes (aunque con escaso acierto) y cuya aplicabilidad o efectividad plantea, en principio, lagunas evidentes. Pero, a pesar de su innegable importancia, no puede ser objeto de estas líneas, pues no se trata apenas en el libro que comentamos.

En estos momentos nos interesa especialmente la noción de “marco ético de integridad” o, si se prefiere, de las “infraestructuras éticas” que una determinada organización pública debe dotarse para fomentar una cultura ética en sus respectivas instituciones y prevenir la corrupción.

Y siguiendo el esquema de la OCDE, aunque simplificando sus postulados, cabe resumir que un “Marco de Integridad Institucional” que pretenda articular una “infraestructura ética” debería incorporar, al menos, los siguientes elementos:

  1. Un Código Ético o de Conducta, también denominado en ocasiones como Código Ético y de Buen Gobierno (aunque son aspectos diferentes o, al menos, deberían serlo), en el que se recojan, entre otras cosas, los Valores que deben orientar la organización y la actuación de los servidores públicos, así como unas Normas de conducta que deben guiar asimismo el comportamiento de tales empleados públicos. A pesar de su carácter “positivo” (y no “represivo), pues trata de construir cultura ética de las organizaciones, todo ello no es óbice para que los Códigos también prevean como última ratio sistemas de reprobación de conducta y algunas medidas traumáticas. Como bien ha expuesto Victoria Camps, los códigos deben partir de una base de realismo: las personas no siempre se conducen voluntariamente por el bien, los incentivos para apartarse del cumplimiento de los deberes y obligaciones son constantes, mantener actitudes éticas irreprochables y continuadas exige tensión interna y vigilancia externa.
  2. Los Códigos por si solos no incorporan otra cosa que “letra” y pueden convertirse fácilmente en Códigos declarativos. Donde se aprueban Códigos de Conducta sin insertarlos en Marcos de Integridad Institucional, tales Códigos derivan fácilmente en apuestas formales o aparentes. Y como bien expuso Adela Cortina (Para qué sirve realmente la ética, Paidós, 2013, p.43), la ética no es cosmética. Es por ello muy importante que, dada su finalidad preventiva y la necesidad objetiva de que se “internalicen” o “interioricen” (como también expuso Victoria Camps en su conocida obra El Gobierno de las emociones, Herder, 2012), incorporen Mecanismos de Difusión, Prevención y Desarrollo de la Cultura Ética en las organizaciones a través de Programas o planes anuales que comporten la realización de una batería de acciones dirigida a que los Códigos sean “asumidos” y que se proyecten, en mayor o menor medida, pero siempre en un proceso gradual de avance, en mejores “hábitos” y en “conductas éticas reforzadas”. El objetivo último es un proceso de mejora continua que pretende, paso a paso, cambiar la cultura organizacional y, por tanto, impregnar el funcionamiento ordinario de la institución de prácticas y comportamientos éticos. Por eso, los Programas de Desarrollo Éticos o de Integridad deberían formar parte sustantiva de la Política de Recursos Humanos de las organizaciones, una cuestión que hasta ahora es por lo común ajena a la política de gestión de personas de nuestras instituciones. No hay otro modo de actuar seriamente que este. Además, deben ser políticas marcadas por la continuidad y la tenacidad (sostenibilidad) en su desarrollo.
  3. Junto a todo lo anterior, un Marco de Integridad Institucional que promueva la infraestructura ética debe disponer, asimismo, de procedimientos, canales, circuitos, para garantizar la efectividad del Código Ético o de Conducta. Este aspecto puramente formal o procedimental es muy importante. Se trata de configurar cauces para que aquellos actores institucionales (representantes, gobernantes, directivos o empleados públicos) puedan formular los dilemas éticos que se les puedan suscitar en el desarrollo de sus funciones públicas en las respectivas organizaciones en las que presten su actividad (garantizando, cuando ello sea necesario, la confidencialidad). Asimismo, se trata de prever canales a través de los cuales se puedan plantear quejas o denuncias, con la instauración incluso de “sistemas de alerta temprana” que puedan identificar con cierta rapidez y con carácter preventivo cuando existen situaciones de riesgo en tales organizaciones.
  4. El Código debe garantizar asimismo su efectividad por medio de la articulación de un Sistema de Garantía, que habitualmente es una Comisión de Ética (órgano colegiado) o un Comisionado de Ética (órgano unipersonal), encargado, entre otras cosas, de resolver los dilemas éticos, orientar en caso de consultas, dirimir conflictos éticos y resolver las quejas o reclamaciones que se puedan suscitar. La cuestión clave es quién o quiénes componen esos órganos; y sobre todo si tales órganos deben estar compuestos exclusivamente por personas de la propia organización o cabe incorporar externos (expertos) que aporten una mirada de fuera y ayuden a promover esa cultura ética desde una posición endógena y no autocomplaciente. En el ámbito anglosajón, donde la cultura ética está arraigada, suelen ser personas de la propia organización, obviamente que dispongan de un recorrido moral intachable o tienen su reputación personal y profesional intacta. En los países que no tienen tradición de cultura ética en el sector público cabe recomendar que se incluyan algunos externos que ayuden en el proceso de implantación y desarrollo de esa cultura ética.
  5. Y, por último, el Marco de Integridad se debe cerrar con un Sistema de Seguimiento y Evaluación de la aplicabilidad del Código y del funcionamiento del Marco en su conjunto. Lo habitual en el mundo anglosajón es que los Códigos se configuren como “instrumentos vivos”, que se van actualizando a través de modificaciones o adaptaciones permanentes al nuevo contexto y a las exigencias o estándares del momento, pero también por medio de Guías Aplicativas que son las que, a partir de las resoluciones e informes de las Comisiones de Ética, van definiendo a través de protocolos sistemáticos la interpretación y alcance de los distintos valores y normas de conducta. Además de este sistema de seguimiento de la aplicación del Código, es determinante la Evaluación del Código y del propio Sistema, ya sea mediante Memorias anuales o, de forma complementaria, a través de una Evaluación externa que mida a través de indicadores cómo evoluciona la infraestructura y el clima ético en cada organización pública.

En fin, muchas de estas cuestiones se abordan en el libro citado, aunque bien es cierto que con otra sistemática y con un enfoque más doctrinal y menos operativo. Algunas otras son incorporaciones nuestras a ese modelo de integridad institucional fruto de la experiencia contrastada de haber participado en procesos de construcción de tales sistemas de integridad en diferentes niveles de gobierno tanto estatales (en otros países) como autonómicos, forales o locales de la realidad institucional española.

Los Códigos Éticos y de Conducta como parte sustantiva de los Marcos de Integridad Institucional: algunas cuestiones.

En verdad, los Códigos y los respetivos Marcos de Integridad Institucional se integran –como bien señalan los autores- en una Política de Integridad Institucional como elementos sustantivos (no exclusivos) y forman parte importante –como luego se dirá- de la Buena Gobernanza. Hay, asimismo, varios aspectos interrelacionados con esta materia en los que conviene detenerse: el carácter autorregulador de los Códigos, su naturaleza “orientadora” o “sancionadora”, la existencia de uno o varios Códigos en las Administraciones Públicas (esto es, en función de diferentes segmentos o niveles: políticos, directivos, asesores y funcionarios); así como la idea-fuerza del “liderazgo ético”. Veamos sucintamente estos puntos.

Los Códigos Éticos o de Conducta, a diferencia de los marcos establecidos en la legislación, tienen un carácter “autorregulador”. No son, por tanto, normas jurídicas, ni deben ser aprobados a través de las disposiciones normativas típicas del sistema de fuentes del Derecho (leyes o reglamentos). Todo lo más son simples acuerdos, que se pueden reformar y adecuar con relativa facilidad. Muchos de ellos prevén incluso sistemas de adhesión individualizada, aunque si los Códigos despliegan deberes institucionales o normas propias de una dimensión de deontología la adhesión debería ser obligatoria para todos aquellos que presten una determinada actividad pública. Esta es una confusión muy corriente en la que ha incurrido a veces incluso el propio Consejo de Estado.

Lo normal es que los Códigos sean herramientas de “orientación” (la ética como faro), aunque como bien señalan los autores hay un debate abierto sobre “el valor normativo y disciplinario del Código frente a su valor meramente orientador” (p. 212). Si bien este debate existe, no es menos cierto que se debe relativizar su existencia, al menos en nuestro caso, a riesgo si no de impedir la emergencia de tales códigos dado el papel expansivo y monopolizador de la legislación en estas materias. Su valor debe ser preferentemente orientativo y preventivo, de ayuda a la mejora constante del clima ético en las organizaciones públicas. Y, en determinados supuestos, deben anudarse a los incumplimientos graves o reiterados consecuencias traumáticas que deberá valorar siempre un órgano independiente con capacidad de propuesta, activando en unos casos el cese y en otros la incoación del régimen disciplinario que proceda. Pero esa es la última ratio. Las políticas de integridad deben construirse en clave positiva y siempre con carácter preventivo. Villoria e Izquierdo encuadran perfectamente esos marcos de integridad institucional y los elementos en los que estos se despliegan dentro de una dimensión aplicativa práctica y, asimismo, “como parte esencial de cualquier estrategia anticorrupción”.

Otra cuestión importante es si debe existir uno o varios códigos de conducta en cada institución en función de los niveles de responsabilidad o de los respectivos ámbitos sectoriales. Sobre este punto los autores se limitan a reconocer que existen soluciones de diferentes tipos. Hay, en efecto, modelos de códigos únicos, de códigos diferenciados o incluso de “códigos en cadena” (un código marco y códigos de desarrollo). Como señalan los autores, “parece extenderse la idea de que un código colectivo es perfectamente compatible con códigos por agencia, como se hace en Australia y Nueva Zelanda” (p.211). Pero también existen soluciones segmentadas, como es el caso del Reino Unido, donde hay un código de ministros, otro de asesores y uno aplicable al Civil Service, junto con códigos de las Cámaras del Parlamento o de los gobiernos locales.

En cualquier caso, la segmentación de códigos abre un debate interesante. Entre nosotros, por ejemplo, los códigos hasta ahora existentes están fijando el punto de atención en la política y en los altos cargos. El empleo público aprobó con el Estatuto Básico del Empleado Público un denominado “código ético”, con principios éticos y de conducta (artículos 52 a 55), pero que no ha tenido desarrollo alguno (más bien ha pasado sin pena ni gloria). La cuestión se centra en si las buenas conductas y los polos de integridad solo se han de respetar en la alta administración o en las estructuras de gobierno, dejando de lado la propia función pública. Se objetará a este argumento que la función pública (empleo público) ya dispone de su régimen sancionador. Pero son dos cosas distintas, las conductas antiproductivas que existen por doquier en la función pública no son prácticamente nunca sancionadas, mientras que el desarrollo de un sistema de integridad en el empleo público podría mejorar bastante ese estado de cosas.

No obstante, la focalización de las políticas de integridad sobre la política y la alta administración pueden tener asimismo unos efectos beneficiosos, en la medida en que quienes gobiernan y dirigen las organizaciones públicas representan el espejo en el cual mira la ciudadanía a sus instituciones y pueden servir asimismo de ejemplo para el resto de personas que trabajan en tales instituciones. El “liderazgo ético” puede, sin duda, reforzar el clima ético de las organizaciones y ayudar a una mejor internalización de esos valores y normas de conducta por el resto de empleados públicos.

La corrupción: ¿cuáles son sus causas?

El libro comentado, de acuerdo con el subtítulo del mismo, se adentra asimismo en el análisis de la corrupción. Es, en efecto, este tema objeto de tratamiento por parte del Capítulo IV de la obra citada. Manuel Villoria ya se había ocupado de la corrupción en otras obras y en esta los autores llevan a cabo una síntesis de muchos de los postulados recogidos en otros lugares. A efectos de nuestro comentario, sin embargo, este Capítulo no deja de ser algo instrumental, por muy serias que sean no obstante sus consecuencias. Lo importante, en todo caso, radica en que el arraigo de la corrupción requiere –como dicen los autores- normalmente una colaboración privada (p. 242). En este trabajo se distingue entre corrupción política o corrupción administrativa, a la que califican “de menor”, se presume que por los estragos que causa, aunque la corrupción administrativa es una sintomatología muy fuerte de una Administración Pública anegada por ese fenómeno.

Un aspecto interesante de la reflexión radica en la diferenciación entre corrupción propiamente dicha y percepción de la corrupción, pues a juicio de los autores se trata de dos cosas distintas (p. 248). Asimismo, ponen de relieve que la menor corrupción es, sin duda, una manifestación de calidad gubernamental, como también existe una correspondencia entre mayor transparencia y menor corrupción, algo que con frecuencia se olvida: no puede haber una administración transparente cuando existe corrupción detectada. Algo falla en este esquema.

En fin, los autores se adentran también en el complejo análisis de las causas de la corrupción, aspecto sobre el que se podrían introducir nuevos elementos al esquema aportado, tales como por ejemplo el propio “legado institucional “ o la “cultura patológica” heredada por muchos países (sobre todo los del mediterráneo), con sus manifestaciones seculares de caciquismo revestidas a partir de determinados momentos históricos de clientelismo político. En efecto, Villoria e Izquierdo aciertan cuando afirman que “es preciso conocer diacrónicamente el sistema político y social del país en el que se inserta y ver en qué medida las diferentes variables sociales, económica y políticas afectan a la corrupción y cómo ésta influye en las estructuras sociales, en los sistemas de incentivos y en el comportamiento político”. También cabe compartir plenamente su juicio al considerar que “la falta de confianza en las instituciones favorece la corrupción, pero a su vez la falta corrupción favorece la falta de confianza en las instituciones” (p. 263). Qué fue antes en este círculo infernal es algo que no es fácil de advertir.

Elo estudio pasa revista luego a algunas causas potenciales de la corrupción que, por lo común, son bien obvias: el bajo desarrollo moral, la desigualdad y la desconfianza social, la corrupción de los partidos políticos o las tendencias clientelares de estos (de repartir prebendas entre sus allegados), así como una causa clásica como es la ausencia de una Administración pública (o de una dirección pública) profesionalizada. Pero, sin duda, donde se pueden detectar todos los males de la corrupción es en la ausencia o en el mal funcionamiento del sistema de controles del poder. La ausencia de corrupción requiere sociedades maduras en valores democráticos y éticos, pero asimismo un sistema de controles efectivo y rápido, que sea capaz de prevenir o reprimir de forma inmediata tales desmanes.

Las instituciones de control, como hemos detallado in extenso en otro lugar (Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones) no pueden estar “capturadas” por la política, pues en tal caso no serán más que mera coreografía. Este es un aspecto clave en una “democracia de responsabilidad y de confianza”, pues como señaló en su día Pierre Rosanvallon (La legitimidad democrática, Paidós, 2010), la imparcialidad de tales órganos o instituciones de control es un presupuesto existencial del funcionamiento de tales sistemas. Sin esa garantía el control desfallece por completo. Es cierto que los nuevos paradigmas de control de las instituciones públicas, asentadas en esa idea doble de “democracia de apropiación” y “de confianza” (que implica apoderar a la ciudadanía con nuevos resortes de control), pueden ser elementos nuevos que faciliten ese necesario control democrático de las instituciones, pero tales herramientas (transparencia publicidad activa, derecho de acceso a la información pública, transparencia colaborativa a través de instrumentos de escucha activa y de participación, apertura de datos, así como rendición de cuentas) están todavía lejos de haber mostrado sus auténticas fortalezas para sustituir o complementar a los mecanismos tradicionales de control de las instituciones.

El Buen Gobierno

El Buen Gobierno es, asimismo, objeto de análisis –en coherencia plena con el título de la obra- en este libro. Una expresión esta (la de “buen gobierno”) que hunda sus raíces en el tiempo y que, si bien utilizada profusamente en estos tiempos, forma parte consustancial del pensamiento clásico de los teóricos de la política. Valga como mero ejemplo una cita de esa obra monumental de la Ciencia Política y del Derecho Constitucional como es El Federalista, donde allí hay constantes referencias a esa idea en los diferentes documentos o “papeles” escritos por Hamilton, Madison y Jay. En uno de ellos expresamente se decía lo siguiente: “La verdadera prueba de un buen gobierno es su aptitud y tendencia a producir una buena administración” (LXVIII).

En este apartado de la obra, los autores asientan sus opiniones sobre bases muy firmes: la importancia que la calidad de las instituciones tiene para el desarrollo político y social de un país, la necesidad de una buena gobernanza y los elementos o bases que caracterizan a esta, así como la necesidad de disponer de Sistemas de Integridad nacionales. Con base en estos presupuestos conceptuales y en otras aportaciones escritas en obras anteriores, los autores se adentran en una suerte de diagnóstico de evaluación de las instituciones españolas en relación con la lucha contra la corrupción. Una análisis que, con base en otro realizado en 2012, tiene la ventaja de actualizar la información existente y el balance que el sistema institucional actual, tanto central como autonómico o local, merece a los autores de este trabajo.

Entre los múltiples males que aquejan al sistema político-institucional español se pueden resaltar –a juicio de los autores- como elementos importantes de ese análisis la debilidad del sistema de representación y el bajo funcionamiento del sistema de controles (checks and balances; pues nuestro sistema institucional siempre ha permanecido históricamente alejado de tales prácticas), la existencia de un spoils system “moderado” (en un juicio un tanto complaciente de la ocupación intensiva por la política de la alta administración), una cultura cívica caracterizada por la desconfianza y la baja implicación, así como un débil control de los conflictos de interés. Muchos de estos temas los hemos desarrollado de forma amplia en un trabajo que saldrá publicado en el libro antes citado y que lleva por título “España, ¿un país sin frenos?”. Allí me remito.

El capítulo dedicado al Buen Gobierno se cierra con un conjunto de interesantes reflexiones sobre ese concepto (que más bien habría que redefinir como “Buena Gobernanza), poniendo en valor lo que son algunos de sus elementos centrales: fomento de la transparencia; rendición de cuentas y efectividad. Pero del que debe formar parte como primer pilar del sistema una Política de Integridad Institucional. Todos esos elementos, que son desarrollados por los autores, conforman efectivamente pilares básicos de esa idea fuerza que es la Buena Gobernanza, cuyas dimensiones más evidentes a juicio de Villoria e Izquierdo son, por ejemplo, la integridad, la profesionalidad e imparcialidad, la efectividad, la transparencia, la rendición de cuentas y la participación, entre otros. En cualquier caso, cabría redefinir ese esquema de Buena Gobernanza con una dimensiones muy precisas, que se manifiestan en determinadas políticas: a) Política de Integridad Institucional; b) Política de Transparencia; c) Políticas de innovación organizativa, de efectividad y de profesionalidad (Gobernanza “intra-organizativa, en palabras del profesor Aguilar); d) Políticas de Gobierno relacional; e) y Políticas de rendición de cuentas.

En fin, la conclusión que provee la lectura de este importante trabajo nos conduce a una constatación obvia: el cumplimiento de la legalidad es, sin duda, presupuesto necesario en la existencia de un Estado Constitucional de Derecho de factura democrática, pero no es condición suficiente para el buen funcionamiento de sus instituciones. Se ha de dar un paso más allá, en la línea abierta por esa política de cumplimiento normativo que se asienta asimismo en la prevención de riesgos (política de compliance), ya arraigada en el mundo mercantil privado, así como –vía Código Penal- en las sociedades mercantiles públicas. Las Políticas de Integridad Institucional son un modesto baluarte de esa necesaria prevención.

El libro finaliza con un breve e interesante Epílogo donde se predica la necesidad de una sociedad madura (con “espíritu cívico”) para que arraigue el buen gobierno y se erradique la corrupción. Erradicar esa “sociedad del favor” o de “intercambios de baja calidad” es un presupuesto necesario para ello. No será tarea fácil. Son conductas muy arraigadas en la sociedad civil y cuya metástasis impregna las instituciones públicas y los comportamientos políticos y personales de sus actores. Hay que mejorar mientras tanto los controles institucionales y fiarlo todo a una correcta construcción de la buena gobernanza como “atmósfera institucional” que implique una mejora de nuestros estándares de convivencia y felicidad. No puede acabar mejor esta importante obra de Villoria e Izquierdo que debería ser lectura obligada de todos aquellos (políticos, directivos, funcionarios y ciudadanía en general) interesados por la cosa pública.

 

 

Marina Mazzucato, El Estado emprendedor. Mitos del sector público frente al privado, RBA Economía, Barcelona, 2014.

Todas aquellas personas preocupadas o dedicadas al sector público, más aún si sus inquietudes se sitúan no solo en el papel menguante del Estado sino además en el necesario impulso innovador, deberían leer este importante libro de la profesora de la Universidad de Sussex, Marina Mazzucato. Sin duda se trata de una obra sugerente sobre el papel del Estado en la economía. Un papel que, como señala, es menguante en esta época en la que vivimos, cuya reducción se pretende justificar en que los mercados son más dinámicos y competitivos.

El libro, sin embargo, rompe muchos de esos tópicos. Es, según dice la autora al final del mismo, «un llamamiento a cambiar nuestra manera de discutir sobre el Estado» (p.319). El trabajo está lleno de propuestas sugerentes, adopta un enfoque claramente económico, pero no exento de una fuerte dimensión institucional.

A lo largo de sus páginas, la profesora Mazzucato destroza el mito del Estado ineficiente, demostrando que en no pocos casos (en todos aquellos que tienen que ver con inversiones fuertes que han dado lugar a innovaciones transcendentales para el crecimiento económico) el Estado ha sido una fuerza innovadora y de cambio. A su juicio, el problema radica en que el Estado debe estar convenido de ese papel, pues en caso contrario será capturado por los intereses económicos en juego.

En el ámbito de la investigación y de la innovación el Estado no solo incentiva, sino también dinamiza, crea visión, misión y plan. Así, el resultado de un papel reductor del Estado es letal en todos los sentidos: «Cuanto más se minimice el papel del estado en la economía menos capaz será de atraer talento de alto nivel». En ese caso, su captura será fácil.

La autora pone de relieve una y otra vez el papel central del Estado en la historia de la industria informática y en Internet (el Capítulo dedicado a Apple es revelador), en la industria farmacéutico-biotecnológica, en la nanotecnología y, en fin, en el sector verde. El capital privado no dedica los suficientes recursos a tales apuestas de I+D y de innovación, pues se retrae pronto cuando no hay respuestas rápidas, mientras que la innovación, como pone de relieve el libro, está muy vinculada con el fracaso, se necesitan recíprocamente.

De forma muy sugerente, la autora combina las tesis de Keynes y de Schumpeter, defendiendo de forma clara y contundente que innovación e igualdad pueden ir de la mano. También nos alerta de que aquellos países que no invierten en I+D un porcentaje suficiente del PIB están condenados a la dependencia y que se transformen en sistemas parasitarios. Los países que más han sufrido la crisis de la deuda soberana (entre los que está de forma destacada España corren serios riesgos de caer en esas redes descritas.

La revolución de las tecnologías de la información y de las comunicaciones nació como resultado de las inversiones del Estado. Pero, tal como indica la autora, para «iniciar la revolución industrial verde y enfrentarse al cambio climático, necesitamos de nuevo a un estado activo, que asuma la elevada incertidumbre de las etapas iniciales que el sector privado tiene». Ese objetivo no lo puede cumplir la empresa privada ni el «capital riesgo», se requiere un «capital paciente», que solo el Estado lo puede proveer.

El libro acaba con tres conclusiones clave. A saber:

  • La primera: no basta con hablar del «Estado emprendedor», sino que debemos construirlo.
  • La segunda: si se le pide al Estado que se implique en el mundo de la incertidumbre, cuando lleguen las ganancias debería haber un beneficio para cubrir las pérdidas.
  • Y la tercera: El Estado, como actor institucional central, tiene el potencial de definir mejor las políticas enfocadas a otros actores del «ecosistema» de innovación.

En fin, una reseña incompleta, pues el libro está plagado de sugerentes propuestas y de un análisis del problema francamente certero. Su lectura atenta les abrirá nuevas fuentes de reflexión sobre aspectos tan importantes como la tecnología, la innovación y el crecimiento, el papel del Estado emprendedor, la necesaria revolución industrial verde y las energías eólica y solar, así como sobre la necesidad de romper ese círculo diabólico que consiste en socializar el riesgo y privatizar el riesgo.

 

 

Roberto Casati, Elogio del papel. Contra el colonialismo digital, Ariel, 2015

Puede resultar paradójico que recurra a un medio digital para reseñar esta importante contribución editorial del filósofo Roberto Casati que, según su título, aparentemente sugiere una andanada hacia los medios digitales. Sin embargo, esa primera apreciación se desvanece puesto que el excelente libro de Casati es, sobre todo, una aportación sutil e inteligente sobre las enormes limitaciones que el mundo digital presenta en algunos casos frente a las ediciones en papel y, en especial, para salvaguardar una lectura en profundidad que implique el desarrollo de las facultades cognitivas. Elogio del libro de papel, pero sobre todo de la “atención y profundidad” que exige la lectura. Algo que los medios digitales desvanecen por completo. Y que, en muchos casos, se está perdiendo a marchas forzadas. Los docentes lo sabemos. Recomendar la lectura de un libro de 200-300 páginas se aproxima ya, para algunos alumnos, a una suerte de tortura.

El autor, un excelente conocedor de los recursos digitales (cosa que acredita sobradamente en las páginas de esta obra), de sus posibilidades y limitaciones, hace desde el principio una declaración contundente: no es un “ludista” digital, solo denuncia un “colonialismo digital”, hasta cierto punto enfermizo, por parte de aquellos que pretenden desplazar el libro en papel y la lectura atenta. Su objeción central, no exclusiva, es salvaguardar el espacio institucional de la escuela de esa penetración digital que nadie ni nada parecen detener.

No se puede sintetizar en pocas líneas el caudal de sugerencias que presenta este libro. Pero, a riesgo de simplificar, centraré el punto de mira en tres cuestiones que atraviesan toda la obra: las ventajas del papel sobre los recursos digitales en la lectura (sobre todo de ensayo); la importancia de la lectura en la escuela; y la censura del voto electrónico.

La muerte del libro en papel por el libro electrónico ya no es un problema. Este último ha perdido la batalla frente al IPAD. Pero una lectura atenta, profunda y exigente está reñida con el IPAD. Estos instrumentos digitales nos ofrecen una variedad de recursos que transforman la atención, la fragmentan y abogan por una lectura de “picoteo”, muy superficial. No está en peligro la lectura, sino la lectura “atenta” o en profundidad. La ventaja cognitiva y social del libro en papel es, a juicio del autor (que comparto plenamente), incuestionable. La pobreza cognitiva de los recursos digitales es, cuando menos, obvia en muchos aspectos.

El peligro de la invasión de los recursos digitales en la escuela es para Casati uno de los problemas nucleares. Hay que preservar la escuela como espacio de lectura inteligente, atenta y profunda, que dote de recursos efectivos a los alumnos. La crítica al colonialismo digital en este caso es más directa, pues sus consecuencias pueden ser letales. Reniega claramente de la denominada “inteligencia digital”, como algo inexistente. Tal como indica el autor: “Acceder a la información no es leer, leer no es entender, y entender no es aprender”. Certero juicio.

Menos desarrollado, pero no por ello menos sugerente, es su frontal oposición al voto electrónico, que analiza en el Capítulo relativo al “argumento colonialista y el mito del rastro”. El carácter secreto del voto, la confidencialidad, la trazabilidad en el caso del voto electrónico (un mundo saturado de rastros digitales), la pérdida de confianza en el sistema o la duda razonable de su gestión, así como las innegables posibilidades de presión que ese sistema de voto electrónico comportan, conducen a una sentencia muy clara: “luchemos para que el voto electrónico y el voto por internet no se hagan jamás realidad”. Sorprenderá este contundente juicio, pero abre un espacio de reflexión inmenso.

Un libro que apuesta por el uso racional de los medios digitales. El mismo autor confiesa que los emplea cotidianamente para múltiples fines (por ejemplo, pero no solo, docentes: elaboración de materiales, pero que en el aula orilla su uso). La cuestión clave que gravita sobre toda la obra es cómo proteger la lectura en profundidad. Y para lograr este objetivo la escuela es un lugar que debe protegerse institucionalmente frente al colonialismo digital (cuyo papel ha de ser “formar ciudadanos tecnológicamente responsables” y convertirse en “espacio protegido” del zapping digital), se deben reciclar “las tecnologías, utilizándolas de manera diferente a la imaginada por su diseñadores y productores” y que todos nos convirtamos en “designers” y algo “hackers”, con la mirada puesta en que el verdadero cambio no es el desarrollo tecnológico (solo un medio), sino “el desarrollo moral e intelectual de los individuos”. Mejor no se puede terminar un libro.

 

Michael Ignatieff, Fuego y cenizas, Taurus, 2014

Aunque este libro tiene ya algunos meses y ha sido divulgado por diferentes medios (por ejemplo, en «Babelia» o en la Web de Enrique Sacanell, “La danza del cambio”), tal vez es oportuno hacer una breve reseña de su contenido ante los múltiples procesos electorales y el próximo desembarco en la política de algunos intelectuales y otros que pretenden serlo.

Una obra cuyo título sugiere ya parte de su contenido. El libro, en efecto, describe con un excelente tono discursivo la entrada colateral en política y la salida por la puerta de atrás de un profesor universitario de prestigio, como es sin duda su autor. Una entrada que se produce en uno de los partidos tradicionales de Canadá (una democracia avanzada). Y que nos muestra, sin embargo, cómo las miserias y la dureza de la política no son privativas de ningún rincón del globo.

Con toda seguridad un profesor como Ignatieff leyó en su día la obra de Robert Michels, «Los partidos políticos». Tal vez por eso sorprende que no sea más consciente de dónde entraba. Michels, por ejemplo, describió con particular intensidad hace más de un siglo las dificultades que siempre han tenido los intelectuales, más aún si son “outsiders”, para encajar en la lógica interna de un partido político. Otros muchos autores han puesto, asimismo, el dedo en la llaga de la dificultad intrínseca que tiene un «recién llegado» por mucho prestigio y poder que acumule al inicio para ser respetado por los políticos de siempre, esto es, los que han fundido su vida con la del partido.

El libro de Ignatieff está plagado de sugerentes observaciones sobre cómo funciona la política real. Por ejemplo, lo que supone dejar el anonimato para pasar a los focos mediáticos (con sus innegables miserias). El reconocimiento de que la política tiene mucho de espectáculo. O el acento que pone en el carácter local de la política, así como en el papel del lenguaje y de la comunicación en ese complejo oficio. Una actividad, como el autor califica, «brutal, excitante y arriesgada». Donde las enemistades surgen sin que apenas se haga nada por alimentarlas. Cainismo puro. Pero sobre todo resalta el duro papel de la oposición en política, donde no hay nada que repartir. Pues la esencia de la política es alcanzar el poder. Un juego de pierde o gana. Sin medias tintas.

Un libro de amena lectura, pero con un final un tanto ambivalente. Es revelador el capítulo penúltimo donde constata con amargura la solitaria realidad de la derrota en política. Sin embargo, no deja de ser algo frustrante el intento final del autor por «recuperar» una política de la que previamente ha dibujado un retrato tan poco edificante y no menos real. Tal vez ese loable empeño hubiera requerido más espacio y quizás un punto de mayor rigor conceptual.

Las soluciones con las que cierra el libro en torno a que la política es un noble combate, en el que se deben desarrollar ideas como el respeto y las virtudes que deben acompañar al gobernante (autocontrol, fortaleza interior y buen juicio), así como la afirmación de que la política no es una profesión, sino un arte carismático, son de notable interés. Pero tal vez no terminan de compensar el amargo sabor que deja el mensaje explícito de este libro: la política rara vez admite las entradas colaterales y menos aún por la cúspide. Al menos en los partidos convencionales. Esas aventuras o fichajes por lo común no terminan bien.

Veremos qué resultados da en nuestro caso el desembarco en masa de docentes o investigadores universitarios para dirigir la cosa pública. Pasar de los libros o del aula al arte de gobernar va un largo trecho. Ignatieff, con un excelente bagaje intelectual, lo intentó hacer. Y se dio de bruces con la dura realidad de la política. Cabe por tanto preguntarse: ¿Es la política actual una actividad para “amateurs”? Como bien dice el autor, en Política no hay margen de error alguno. Aprender del error es tener un pie fuera. O los dos.

 

Buyng-Chul Han, Psicopolítica, Herder, Barcelona, 2014, 127 páginas.

Quien se aproxime a las obras del filósofo alemán-coreano Byung Chul-Han tal vez se sorprenda por su aparente brevedad y por la estructura de aquellas. No se llamen a engaño. La carga de profundidad no tiene nada que ver con la extensión.

No son libros, en efecto, de fácil lectura; requieren leerlos y releerlos constantemente. Pero están plagados de miradas sugerentes y reflexiones sutiles. Además sus obras, al menos las publicadas en castellano (que son cinco, salvo error u omisión por mi parte) reiteran y profundizan temáticas y argumentos muy emparentados entre sí.

“Psicopolítica” es el último libro de este autor editado por Herder. Su cabal comprensión vendrá ayudada por la lectura de sus obras previas, especialmente por “La sociedad del cansancio”, “La sociedad de la transparencia” y “En el enjambre”. Estos dos últimos libros citados condensan en buena medida algunas de las tesis que en este último trabajo se mantienen.

La tesis de fondo no es otra que el nuevo tipo de dominación que sobre las personas impone la sociedad digitalizada, así como la auto-explotación como recurso generalizado frente a la sociedad disciplinaria o del “encierro” que previera Foucault. Esta idea ya estaba incubada en sus libros anteriores.

¿Qué aporta de valor añadido “Psicopolítica”? Varias cosas. La primera es poner el acento en “la dictadura de la transparencia”. Una vuelta de tuerca a la idea del “panóptico digital”. La multiplicación de la información que “circula sin contexto” en un imperio de la positividad. Así, a su juicio (idea importantísima) “el concepto de protección de datos se vuelve obsoleto”. Nos dirigimos –afirma- “a la época de la psicopolítica digital” a través del Big Data. Sus sentencias lapidarias lo dicen todo. Algunos ejemplos: “El Smartphone no es solo un aparato eficiente de vigilancia, sino también un confesionario móvil”; “Facebook es la iglesia, la sinagoga global (literalmente, la congregación) de lo digital”. Caminamos hacia el “registro total de la vida”.

El neoliberalismo ha encontrado una forma de ejercer un poder omnímodo que aparentemente no coacciona, seduce. Actúa silenciosamente: “En lugar de hacer a los hombres sumisos, intenta hacerlos dependientes”. Un poder “inteligente”. El neoliberalismo es el capitalismo del me gusta. Adiós a la coacción y a las prohibiciones disciplinarias. El primer explotador de la persona es uno mismo (léase, muy recomendable, “La sociedad del cansancio”).

De especial interés en este libro son los apuntes sobre el capitalismo de las emociones: la emoción representa un medio muy eficiente para el control piscopolítico del individuo. En síntesis, el management racional deja paso al management emocional. La motivación como fundamento energético del incremento de la productividad.

Y, en fin, el Big Data cierra el círculo. El imperio de los datos (“dataísmo”) es el reflejo de la “segunda Ilustración”, como fue la estadística para la primera. La transparencia es la palabra clave en este momento. Ese proceso conduce “al totalitarismo digital” a “la barbarie de los datos” (“cuando hay suficientes datos, la teoría sobra”). Los datos son, además, un gran negocio. La voluntad general se materializa a través de la información, sin comunicación alguna. La versión más totalitaria de Rousseau (que el autor denuncia en diferentes obras) retorna de nuevo. El Big Data es ciego ante los acontecimientos y ciego, asimismo, ante el futuro. Ya no hay espacios de quietud, soledad o silencio. En el infierno de lo igual, alcanza la comunicación su velocidad máxima (tal vez una idea extraída de Paul Virilio). Inquietante.

La conclusión del libro está en su primera frase: La libertad ha sido un episodio. “Episodio” significa “entreacto”. Una sentencia que, por el bien de todos, deberemos paliar o evitar de algún modo. Nada fácil, por otro lado. Miremos a nuestro entorno, propio o ajeno, para comprobarlo.

 

 

Antonio Díaz, Óscar Cortés: Gestión inteligente de las redes sociales en la Administración Pública, IVAP/HAEE, 2014.

El pasado miércoles 21 de enero de 2015 se presentó este libro en la sede de EUDEL en Bilbao. Ya había sido presentado en Madrid. Se trata, sin duda, de una importante contribución editorial sobre la Administración Pública. Sus autores, fieles a las redes sociales y expertos en el ámbito de la Administración Pública desde diferentes facetas, consiguen llevar a cabo un trabajo conjunto que apenas se resiente de ser escrito » a cuatro manos».

La era de la información, como bien señalan Cortés y Díaz ha terminado impactando con fuerza en las Administraciones Públicas y en su personal. El fuerte asentamiento de la Web 2.0 en el sector público está cambiando, casi sin percibirnos, el paisaje, el modo de trabajar y el propio hábitat administrativo. Los autores llevan a cabo una apuesta encendida por el Gobierno abierto como cauce aglutinante que identifica un cambio de paradigma en la Administración Pública, aunque lejos de un planteamiento ingenuo, pues reconocen que hay mucho trabajo por hacer.

Con una edición excelente (también se debe apludir en este caso la labor del IVAP y de sus técnicos y directivos), un elenco no exento de gran interés de buenas prácticas y ejemplos de éxito en la esfera del Gobierno Abierto y de Internet, los autores se adentran en el uso de las redes sociales en el sector público trayendo a colación metodologías, contenidos y aportando, asimismo, un buen marco conceptual de análisis.

El libro es de suma utilidad para todas aquellas personas que trabajen (políticos, directivos y funcionarios) en entornos de innovación tecnológica, ya que Díaz y Cortés aportan una espléndida sistematización de herramientas vinculadas a la Web 2.0 en el sector público, ofrecen unos sensatos consejos para configurar las Webs institucionales, y, en fin, incluyen una importante enumeración de todas las posibilidades que se ofrecen en este terreno.

Debe, por tanto, ponerse de relieve la importancia que este trabajo tiene por su enorme contenido práctico y aplicativo. En cualquier caso, cabe objetar, sin que ello desmerezca nada la calidad del producto final resultante, el notable optimismo que destilan Cortés y Díaz en el resultado que las redes sociales tendrán en nuestro sector público. Ojalá sea como ellos predicen. Si bien barruntan someramente algunas sombras. Sobre este punto nos detendremos en una próxima reseña de un libro que pone de relieve la incidencia de ese panóptico digital sobre el ejercicio del poder y las restricciones a la libertat. Pero ese es otro asunto.

Tal vez los autores ponen, en efecto, expectativas algo exageradas en los hipotéticos resultados de ese proceso. Quizás, también prodigan con generosidad el calificativo «inteligente» (aunque «la marca» del excelente Blog de Antonio Díaz tiene sus inevitables efectos en ese uso), que adosan probablemente a demasiadas cosas. La gestión inteligente, también de las redes sociales, mejorará agunas cosas del funcionamiento de nuestro todavía vetusto sector público, pero fiarlo todo a los instrumentos es, tal vez, tener demasiada fe en que a través de las estructuras administrativas, de los procedimientos o de las tecnologías de la información, sin tocar radicalmente (aunque esta se vea algo afectada) la «máquina» (Back office) de la organización ni los, por lo común, la (mala) «cultura» y pésimos diseños institucionales, se pueden resolver todos los problemas. Sin duda, algo contribuirá a ello.

Al margen de este paréntesis. Recomiendo encarecidamente que quienes persigan disponer de estructuras de gobierno y administraciones públicas enmarcadas en el irreversible proceso de las Webs 2.0 (y camino de las Webs 3.0); esto es, de administraciones abiertas a la ciudadanía y que interactúan constantemente con ella (en esa concepción de «horizontalidad» del poder, de la que hablara el filósofo Daniel Innerarity en El futuro y sus enemigos), se sumerjan en la lectura y estudio de este trabajo. Aprenderán muchas cosas.

 

 


Francisco Longo y Adrià Albareda: Administración Pública y Valores

 

Aunque este libro ha sido publicado inicialmente en catalán (Administració Pública i valors, Barcino, Barcelona, 2015), pronto aparecerá una edición en castellano publicada por el INAP. Sirva este dato también como “promoción anticipada” de un estudio que, sin duda, merece la pena ser leído.

Gary Hamel, en su libro Lo que ahora importa (Deusto, 2012), hace hincapié en la tarea de “renacimiento moral” con la que se enfrentan las organizaciones del futuro. Afirma, así, lo siguiente: “Hay un punto en el que parece existir unanimidad: ahora los valores importan más que nunca”.

Los autores se enfrentan a ese problema poniendo el foco en la Administración Pública. Y hay que agradecer ese enfoque, pues la literatura especializada en este campo, con algunas excepciones sobresalientes como es la de Manuel Villoria, no es precisamente abundante en España.

El libro toma como hilo conductor “la ética pública”, una suerte de ética institucional aplicada al ámbito de la Administración Pública, aunque no olvida sus plurales dimensiones con la política y con la ciudadanía, así como con el sector privado, pues no cabe olvidar que, atendiendo a sus funciones institucionales, la ética de la Administración Pública ha de ser, obviamente, relacional.

Con muy buen arsenal documental, pulso narrativo correcto y sistemática apropiada, estos dos especialistas en el ámbito público (una persona consagrada como experto y referente obligado en Administración Pública, Francisco Longo, y la otra, Adrià Albareda, con un recorrido profesional sólido en ese mismo ámbito) abordan el tratamiento de este complejo objeto con rigor y solvencia.

Cabe destacar algunas referencias. La imperiosa necesidad, por ejemplo, de construir un discurso de integridad en la gestión pública como reto de futuro. Importante es, en esa línea, el diseño de un modelo de gestión de la integridad o lo que podríamos denominar como un Marco de Integridad Institucional.

Ese modelo de Integridad Institucional descansa sobre Códigos de Conducta, pero también sobre la creación de un Sistema de Seguimiento, Evaluación y Propuesta que se conforme por medio un órgano imparcial (con presencia de especialistas externos) y con funciones efectivas; esto es, una Comisión de Ética. Sin ello el modelo se torna “cosmético” o puramente “retórico”.

Ya lo expuso con claridad Adela Cortina, la ética no es cosmética: “el maquillaje se esfuma al cabo de unas horas, mientras que el carácter se labra día a día”(¿Para qué sirve realmente la Ética?, Paidós, 2013). Abundan en el panorama público Códigos “cosméticos”. Flor de un día.

Los autores traen a colación un buen número de ejemplos comparados de interés y alguno de ellos del ámbito estatal (Código Ético y de Conducta del Gobierno Vasco). Pero, tal vez, se echa de menos una mayor carga crítica hacia esa proliferación indiscriminada de Códigos Éticos y de Conducta en las instituciones públicas que no cumplen otro papel que terminar por desacreditar o multiplicar el escepticismo sobre la propia idea que pretenden implantar. Códigos retóricos unos, defensivos otros, que pretenden (y no lo consiguen) tapar miserias o pestilencias. Abundan entre nosotros.

La crisis institucional que nos invade ha puesto sobre el tapete, como bien se concluye en este libro, una preocupación creciente por la ética pública. El siguiente paso es tomársela en serio. La construcción de una infraestructura ética en la Administración Pública es un objetivo hasta ahora inédito. Y para ello la lectura de esta importante trabajo resulta una herramienta capital para caminar en esa dirección.

 

 


Carles Casajuana, «Las leyes del castillo. Nota sobre el poder», Península, Barcelona, 2014

Para todos aquellos que nos agrada la actividad política como objeto de análisis o de estudio, siempre es bienvenido cualquier libro que indague sobre tal materia. El libro de Casajuana ha sido recibido con vítores por la crítica y fue objeto, incluso, de un premio de ensayo periodístico (premio Godó). Su título es sugerente, pero su subtítulo es más indicativo de su contenido real.

Con un amplio bagaje de lecturas sobre el poder, que acredita sobradamente en sus páginas, así como con una larga experiencia diplomática y bastante menor en los aledaños del ejercicio del poder, el autor aborda uno de los temas más difíciles a los que se enfrenta cualquier ensayista: el análisis del poder y de los políticos (o de «la clase política», de la que hablara Mosca).

El libro comienza muy bien, con un capítulo sugerente sobre «La ecología del castillo», buena metáfora. Para sobrevivir en el castillo la cualidad más necesaria no es la competencia profesional, sino la fortaleza emocional, así como el sentido del humor. Buen arranque. El capítulo del espectáculo y los paralelismos entre un actor y un político también puede ser calificado de sobresaliente. Sin embargo, algunas sombras planean sobre un discurso fresco y vivo, que mantiene la atención del lector siempre despierta. Me ha parecido epidérmico, por ejemplo, el tratamiento de la toma de decisiones y de los nombramientos; cargados ambos capítulos de un enfoque de relativismo moral y de falta de perspectiva o mirada estratégica, males que al parecer aquejan a nuestra clase política (¿la vieja o también la nueva?). Poder chato.

¡Pobre política! La que sale de tal retrato. Ayuna de virtudes y plena de defectos. Con otra factura, me recuerda en su resultado al «Breviario de los políticos» del Cardenal Mazarino, aunque este libro contiene consejos y la obra de Casajuana descripciones, pero en el retrato de lo que es la política y el medio (el ecosistema) en la que se desenvuelve hay ciertas similitudes.

Tampoco el análisis de la corrupción es muy convincente. La integridad o la falta de ella se despacha con la cita de Lucano («De la corte salga quien quiera ser honrado») y con la sumaria apreciación de que «es muy difícil manejar el poder sin mancharse las manos». Combinar ética con ejercicio del poder parece, por tanto, tarea imposible.

Libro de lectura amena, de ensayo ligero («periodístico»), muy bien escrito y con una selección de citas que, a mi juicio, es lo mejor de la obra, Por lo demás, no se le «pidan peras al olmo». El autor es sincero con el lector desde sus inicios, el libro no tiene pretensiones especiales, es fruto de sus múltiples lecturas, de su experiencia como embajador y de su paso por La Moncloa en calidad de «fontanero». Este último dato tal vez sesga en exceso su contenido y le hace perder un tratamiento más global de una cuestión difícil por si misma de analizar con rigor. Aunque veladamente lo expone en algún pasaje del libro, hay también otra forma de hacer política. También sugiere, incidentalmente, que hay algunos políticos serios, honestos y que piensan más allá de la pura contingencia. Por el bien de todos.

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