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LEYES DE FUNCIÓN PÚBLICA: ¿FIN DE UN MODELO?

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(Fotografía cedida por Fernando Escorza Muñoz. Reservados los derechos de reproducción)

Esta entrada perseguía inicialmente plantear una pregunta más que una respuesta. Aunque debo añadir de inmediato que, tras lo que se expondrá, se puede concluir que las actuales leyes de función pública, o (con esa expresión mestiza o bastarda) de empleo público, se muestran cada vez más como instrumentos normativos obsoletos e inadaptados para promover la inevitable transformación que deberá llevarse a cabo en nuestras organizaciones públicas, sobre todo si quieren atender mínimamente los enormes desafíos a los que se enfrenta el sector público a partir de esta tercera década del siglo XXI.

Aunque con precedentes históricos que ahora no interesa traer a colación, lo que se conoce como leyes de función pública son hijas de las reformas administrativas de mediados del siglo XX. Y en ese momento siguen ancladas (aunque se hayan aprobado en desarrollo de un EBEP que, como consecuencia del contexto, ha envejecido a marchas forzadas), con algunos aditamentos que se le han ido añadiendo, muchos de ellos decorativos o sin efectividad prácticamente alguna, como los cantos de sirena a la evaluación del desempeño, la carrera profesional (siempre citada y siempre preterida, aplazada o peor aplicada), la dirección pública profesional (un juego de máscaras carnavalescas de la vieja política, que es la de siempre y la de ahora) o las llamadas cínicas a la ética e integridad en el empleo público, que prácticamente nadie cree y menos aún se aplican o practican. Todavía hoy, casi cuarenta años después de la reforma de 1984, tampoco hemos resuelto cómo casar las agrupaciones funcionariales decimonónicas de los cuerpos (propias de un sistema de carrera cerrado) con la invención ya periclitada (dada la mutación profunda y acelerada de sus tareas) de los puestos de trabajo (elemento innato de un sistema de empleo abierto). Y, al final, nos ha salido un híbrido que nadie sabe bien cómo resolver cabalmente.

También con el paso de los años, descubriendo siempre el Mediterráneo, esas leyes han incorporado llamadas (nunca escuchadas por una política que solo juega al corto plazo o al regate corto) a la planificación estratégica de recursos humanos (el instrumentos menos utilizado en nuestro sector público, al menos en su verdadero sentido, abandono de consecuencias funestas más en estos años de jubilaciones masivas en el sector público); a la apuesta por ofertar públicamente las vacantes necesarias para que la Administración funcione (que,  en no pocos casos, se cubren con el truco del almendruco varios años después de identificadas, mediante el simulacro “selectivo” de estabilización de interinos); o, en fin, a esas relaciones de puestos de trabajo que se han convertido en instrumentos estáticos rígidos en términos de gestión y de blindaje de los derechos de los empleados, cuya inadecuación a las necesidades estratégicas futuras de la Administración son, más que evidentes, sangrantes.

Y, en fin, como son leyes pensadas exclusivamente en clave endógena, para resolver los problemas internos de personal de las organizaciones públicas, que son los únicos que preocupan a las visiones corporativo-burocráticas y corporativo-sindicales, así como a un empleador (político) de una debilidad supina, hay casos incluso en que la referencia legal a la ciudadanía (que es la destinataria última de esos servicios públicos), más allá de la retórica vacua de los preámbulos, es tangencial e incluso casi inexistente. Ese carácter endógeno o esa introspección vergonzante de la regulación de una institución que por esencia debe estar al servicio de la democracia y de los ciudadanos, se muestra cada vez más en que tales leyes están alejadísimas de las necesidades de la sociedad en la cual se insertan (creando, además, un empleo dual público/privado con diferencias abismales e insostenibles). Y ello se advierte en muchísimos datos, traigamos a colación algunos:

El primero es la penetración, incluso colonización, de la lógica laboral en la institución de la función publica (ahora rebautizada como empleo público), cuyo régimen estatutario ha quedado literalmente hecho trizas. Lo que queda de él, corre riesgo de desaparición.

Pero esa impronta laboral, en segundo lugar, que debiera conducir a una legislación formal menos intensa en su contenido al diferir su concreción a los instrumentos normativos de negociación colectiva (acuerdos y convenios), paradójicamente ha producido el efecto contrario. Las leyes de función pública (o de empleo público) son, hoy en día, el lugar normativo por excelencia para blindar las conquistas sindicales o corporativas, porque lo que está en la ley no se quita (o se quita con muchas más dificultades). No se congela el rango, sino más bien se hiberna glacialmente su contenido. Así nos encontramos con textos normativos que, amén de establecer una retahíla de órganos y procedimientos intrascendentes y formales, son un listado eterno de derechos, permisos, licencias y garantías a los empleados públicos y funcionarios. Los deberes y responsabilidades brillan (casi) por su ausencia. El presupuesto público, auténtico “restaurante nacional” como lo describiera Galdós, todo lo avala.

Por consiguiente, en tercer lugar, las leyes de función pública o de empleo público ya apenas contienen principios estructurales de esa institución, ni su imprescindible filosofía de valor público impregna la norma, pues lo que realmente importa es que regulen hasta la extenuación órganos, técnicas, procedimientos y garantías formales que actúen de pantalla frente a las impugnaciones judiciales y, en especial, salvaguarden los derechos y prerrogativas de unos funcionarios públicos (empleados públicos también) inamovibles de por vida, dado que el fin fundamental de tales textos normativos (explícito u oculto) no es otro que regular ventajas “estatutarias” aplicables a esos colectivos. Lo que pase extramuros, no interesa. Son ecos de “la sociedad”, inaudibles en una Administración cerrada a cal y canto en plena era de la ficticia transparencias y del no menos falso Gobierno abierto.

El cuarto dato es, sin duda, que las herramientas que harían posible racionalizar la gestión de la diferencia en las organizaciones públicas están inactivas o funcionando en modo avión. Apenas hay unos pocos casos de aplicación exigente de la evaluación del desempeño con impactos retributivos y en la carrera profesional, como tampoco hay directivos profesionales que ese modelo apliquen. Los responsables políticos y directivos (que actúan en un modelo de colonización intensiva de la alta administración, en el que ahora se comprobarán sus letales efectos con los innumerables cambios de gobiernos) están “de paso” y (piensan en su fuero interno y lo practican cotidianamente) cuantos menos líos mejor, que los asuntos de personal los carga el diablo. Mejor regalar lo que pidan y tener la tropa tranquila, aunque sea en estado de placidez o en zona de confort, aunque los servicios públicos funcionen peor. La disciplina en el sector público es algo innombrable.

Y el quinto y determinante dato es que esas leyes de función pública o de empleo público se han ido convirtiendo con el paso del tiempo en instrumentos normativos elefantiásicos alcanzando unas proporciones inmensas, porque allí debe estar todo (o eso creen algunos). En realidad, sorprende, por ejemplo, que la Ley de empleo público vasco de 2022 tenga casi 200 artículos (198), la muy reciente ley andaluza 181, la non nata Ley de la Función Pública de la Administración del Estado 145. A ese número ingente de artículos cabe añadir un número importante de disposiciones adicionales, finales y transitorias, lo que superaría con creces los más de 200 enunciados normativos. Pero el  número de preceptos no dice nada, más lo hace las páginas que tales textos tienen (la ley vasca tiene 172 páginas de BOE, con letra pequeña; la Ley andaluza ocupa asimismo 172 páginas del BOPA, aún no se ha publicado en el BOJA). Me dirán que eso es un mal de los tiempos y me alegarán, sin duda, el mal ejemplo de otras leyes (por ejemplo, contratos del sector público); pero estamos hablando de un derecho estatutario que se determina(ba) por leyes y reglamentos (¿cuál será la extensión de estos si su norma habilitadora es literalmente diarreica?), sin perjuicio de los márgenes amplísimos que hoy en día se han dejado a los acuerdos y convenios. El “Derecho del Empleo Público” se ha convertido en un burdo listín de procedimientos y requisitos, que solo tienen valor formal; no sirve prácticamente para nada efectivo. La gestión de recursos humanos, dado que es mera aplicación de la norma (sin gestión de la diferencia), se puede automatizar prácticamente toda y se acabaron de un plumazo tantas direcciones, servicios y negociados. Y, además, hacer leyes con esa regulación hiperbólica solo puede tener un doble sentido: blindar derechos y prerrogativas, a espalda de la ciudadanía (que, por cierto, nada se entera de lo que pasa en “el cuarto oscuro” de la Administración; esto es, puertas adentro); y convertirlas derechamente en instrumentos inútiles por su rigidez para una gestión transformadora e innovadora en el ámbito de lo público; que, dicho sea de paso, a nadie importa, y menos aún a nuestra avejentada y ensimismada política.  

Mientras tanto, con un subsistema de función  pública o de empleo público anclado en tiempos pretéritos y con una vocación endogámica insultante, la vida sigue. Quien piense que con esos mimbres la Administración Pública será un actor de transformación del sistema económico y social, o es un cínico mentiroso o un osado estúpido que nada entiende de lo que realmente está ocurriendo desde hace años en nuestro sistema político-institucional y, más concretamente, en el subsistema de empleo público.  Hace mucho tiempo, en efecto,  que se han encendido innumerables luces de alarma que nadie «desde el interior» quiere ver sobre el mal o pésimo funcionamiento de algunos servicios públicos, mientras tanto estamos en un país inmerso en batallas políticas existenciales (“el gran barullo”, que diría Galdós) que apenas nos dejan percibir, salvo cuando lo padecemos, lo que es más terrenal e importante: la institución de la función pública fue creada para servir a la ciudadanía, y solo garantizando su efectividad, profesionalidad e imparcialidad plenas podrá alcanzar ese digno papel que constitucionalmente tiene asignado en la prestación de servicios de auténtica calidad. Y nada o muy poco de ello se salvaguarda en estos momentos. Lo demás es cuento chino, o español. Que a estos efectos, da lo mismo.

REGENERACIÓN POLÍTICA EN ESPAÑA: LA MIRADA DE GALDÓS

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(Fotografía cedida por Fernando Escorza Muñoz. Reservados los derechos de reproducción)

«Resulta que la representación del país está, con unos y con otros partidos, en manos de un grupo de profesionales políticos, que ejercen alternadamente una solapada tiranía sobre las provincias y regiones»

(Benito Pérez Galdós, «La España de hoy», El Heraldo de Madrid, 9 de abril de 1901)

Introducción

El Desastre del 98 implicó la eclosión del regeneracionismo en España, un ensayo frustrado de reformar las corruptas instituciones del país y esa forma caciquil tan patológica de hacer política. Su empuje vino, entre otros, de la mano de la Memoria que sobre Oligarquía y Caciquismo presentó Joaquín Costa en el Ateneo de Madrid en 1901, y que dio lugar a un amplio debate académico, intelectual y político. Costa remitió a Galdós la citada Memoria para que examinara su contenido. El escritor canario -como expuso Yolanda Arencibia- se vio, como cualquier otro intelectual del momento con sensibilidad transformadora, influenciado por esa corriente. En verdad, Galdós fue –según  expongo en el libro El legado de Galdós, Catarata, 2023- un regeneracionista avant la lettre, pues en su obra anterior a 1898 había reflejado las innumerables lacras de la política española (esa “política menuda”) y, especialmente, el uso y abuso del poder oligárquico, así como también puso de relieve las enormes corruptelas burocrático-administrativas y el mal uso del poder (recomendaciones, favores, nombramientos arbitrarios, cesantías, etc.). La mejor descripción de lo que fue y será la política española se encuentra en el episodio Bodas reales.

Muchas de sus novelas previas al cambio de siglo tenían reflejos mayores o menores de esa mala política y de esas lacras administrativas, propias de la corrupción caciquil (Doña Perfecta, La desheredada, El amigo manso, Miau, Realidad, etc.).  Pero, obviamente, fue a partir de principios del siglo XX cuando su compromiso regeneracionista se va haciendo más firme, pero no tanto en su obra (que también), sobre todo en su compromiso político que, a partir de 1907, le une a las filas republicanas. No obstante, como advirtió la profesora Varela Olea, ya en el prólogo a la tercera edición de La Regenta de Clarín su huella regeneracionista se advierte, aunque esta vez llamando a superar nuestro tradicional pesimismo. Los ecos del Desastre del 98 están presentes: «No son los tiempos tan malos ni el terruño tan estéril como afirman los de fuera y más aún los de dentro de casa. Quizás no demos todo el fruto conveniente; pero flores ya hay; y viéndolas y admirándolas, aunque el fruto no responda a nuestras esperanzas, obligados nos sentimos todos a conservar y cuidar el árbol». También en algunos artículos publicados en revistas y periódicos de aquella época surge la vena regeneracionista del autor. Asimismo, en los Episodios nacionales de las dos últimas series, escritos en la primera década del siglo XX, y muchos de ellos cuando su compromiso republicano era más intenso. La huella regeneracionista se advierte asimismo en su teatro posterior a 1898, así como en algunas de sus novelas (El Caballero encantado), pero especialmente en su fábula teatral (como la definiera Sainz de Robles) La razón de la sinrazón y en su obra de teatro representada en 2021 después de su muerte, Antón Caballero. No obstante, Galdós no hizo girar su obra literaria en torno al regeneracionismo, aunque recibió muchas presiones para que su compromiso con esa causa se acrecentara. En verdad, nuestro autor, al describir magistralmente sus lacras, ya era, como se señalaba, un claro renovador de la política y de su “selva obscura” (Emilia Pardo Bazán), que no era otra que la Administración Pública. Su obra anterior y posterior al Desastre así lo confirma.

Veamos un extracto del libro antes citado, que nos muestra una mirada de Galdós ambivalente, entre escéptica y ensoñadora, sobre las posibilidades efectivas de regenerar la política en España.

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Galdós regeneracionista: La razón de la sinrazón (1915).

La razón de la sinrazón se publica en 1915. La obra resalta el fracaso de un modo de hacer política (el tradicional o caciquil). También pone de relieve que los remedios frente a esa política patológica no son fáciles, salvo huir de ella y refugiarse en el Edén de la distancia, que es símbolo, según Atenaida, de la Razón triunfante. Como ella misma concluye: “Somos los creadores del bienestar humano. El raudal de la vida nace de nuestras manos fresco y cristalino; no estamos subordinados a los que lejos de aquí lo enturbian. Somos el manantial que salta bullicioso; ellos la laguna dormida”. Contrapone esta obra, en efecto, la estanqueidad (de la política gubernamental) frente al cambio o las reformas (de quienes se alejan de la corrupción y se erigen en creadores de una nueva pretendida forma de ejercer el poder o los impulsores de una “nueva política” que nunca encontrará acomodo en España); pero el autor no aporta soluciones integrales, sino más bien personales. Así, termina la obra con ese canto a la victoria figurada de la razón frente a la sinrazón. Sin embargo, nada nos permite deducir que, al margen de ese ideal soñado, esa lógica se impusiera finalmente.

En efecto, la obra descansa en la tensión existente sobre la prudencia de Atenaida, custodia de la razón, y el desapego de Alejandro, desencantado de su virtud inicial y que abraza después la sinrazón, lógica implacable bajo la que funcionaba realmente la vida en este país (“tengo pruebas clarísimas de que mi perdición emana de mi apego a la estricta verdad y al insano influjo de los artificios llamados legales”; “la sinrazón es hoy dueña de los humanos destinos”). Alejandro, en su nueva deriva, es tentado por los prebostes del partido (o los caciques) para que asuma responsabilidades de Gobierno como Ministro, lo cual acepta. Pero, una vez en el cargo, bajo las presiones de la cabal Atenaida, a quien finalmente ama y por quien siempre había sido amado, dejará de abrazar la sinrazón política para sumergirse en un idealismo reformador que le conducirá derechamente a ser cesado como Ministro. Relata el protagonista varón cómo sus primeros días en el cargo ministerial fueron de indudable fatiga “… de no hacer nada”. Así se expresa: “En los días que llevo de este ajetreo, mi única labor ha sido atender al cúmulo de recomendaciones que llueven sobre mí”. Aunque acepta estoicamente la situación: “No hay más remedio que complacer a los amigos que nos sostienen en el Ministerio contra viento y marea”. Además de esa “fatiga” inicial, el flamante Ministro recibe un consejo político que debe seguir para que “el torbellino de gobernar y legislar para los amigos” no se detenga: engendrar “un proyecto de ley, de esos que deslumbran a la opinión y embelesan a la muchedumbre”. Pero, antes de aprobarlo, debe consultar su contenido con, Diáscoro, el “jefe indiscutible de nuestra fracción”.

El Ministro es consciente de que necesita hacer algo para justificar su paso por el Gobierno. Pero Atenaida le pone frente al espejo. En primer lugar, le propone unos cuantos nombramientos disparatados de personas incompetentes para cargos oficiales: el hijo de su portera, su zapatero y un familiar, este último como inspector de Ferrocarriles (“es tartamudo y cojo; escribe hijos sin hache y yegua con elle”). Alejandro responde que “lo que me propones es absurdo”. Y Atenaida, protagonista y maestra de inteligencia sublime, le espeta que si está en el bando de la sinrazón es para hacer tales cosas. Todas ellas disparatadas. Así advierte su incongruencia. Y sutilmente le compromete para que impulse un proyecto regenerador, propio de la razón, que supondrá, como es lógico, “una guerra implacable con tus compañeros de Gobierno”. Nace así la idea del proyecto de Ley Agraria, que los patronos del partido rechazan como iniciativa, y le piden cosas más prosaicas en las que los intereses de los poderosos obtengan rédito, como una Real Orden suspendiendo las operaciones catastrales. El Ministro, empujado por la razón de Atenaida, se embarca en un proyecto que establece “la expropiación forzosa de los latifundios, el reparto de tierras entre los labradores pobres, y la reversión al Estado de los predios que no se cultiven”; que los patronos del partido tachan de “legislar en sueños”, y al que se oponen abiertamente, promoviendo su cese. La sinrazón se impone y la razón declina. La política inmovilista siempre gana, la política reformista no tiene recorrido en este país. Atenaida y Alejandro buscan sus felicidad personal regresando a sus orígenes. Dejan la capital política y todas su miserias. Vuelven a su paraíso. Y en ese final abierto de la obra, como bien ha reconocido Romero Marco, Galdós “participa de la utopía regeneracionista”, al mostrar que los graves sucesos surgidos en la capital han supuesto algunos cambios, pero no identifica cuáles, salvo la afectación de la destrucción de algunos edificios, tales como el que era propiedad de uno de los caciques políticos, Dióscoro. Pero fuera cual fuese la intención última del autor, tampoco nos devela nada sobre qué transformaciones hubo ni qué consecuencias tuvieron. Es, como antes se decía, una ensoñación; pero que, leída en el contexto, también evidencia que la política estancada ha sufrido daños, si bien nada apunta a que haya sido finalmente derrotada. Probablemente, cambiará de programa, alterará a los personajes públicos y seguirá con la impostura como eje de actuación. El Galdós más social y reivindicativo, amén de regenerador, aparece en esta obra otoñal, pero también –a nuestro juicio- emerge el Galdós desencantado: la política española, dominada por la sinrazón, no parece tener remedio alguno; ensoñaciones regeneracionistas aparte. En cualquier caso, esta tesis aquí esbozada no deja de ser, ciertamente, distante a las que se han hecho hasta ahora; si bien se enmarca en la parte central de la obra, no en su desenlace, y sobre todo en la prolongada y profunda mirada galdosiana sobre la política en España, que no permitía grandes esperanzas, aunque el autor las esboce tímidamente en esa tardía entrega. 

Se ha interpretado, asimismo, por parte de Antonio Cao, en cita recogida por Francisco Cánovas, que esa obra  de Galdós es una “propuesta optimista y generosa, (que) quiere creer en la salvación de la sociedad, de España, y (que) espera una revolución magnánima, no cruenta, armónica”. Sin duda, esa interpretación idílica puede extraerse del texto; pero también, insistimos, (se puede deducir) la más prosaica y más dura, o si se quiere la más escéptica. Galdós no era ningún ingenuo, como se ha dicho; y tampoco lo podía ser en el momento que escribe (dicta) la obra, cuando ya tenía casi 73 años. Menos aún lo era cuando escribía de política y de políticos. O de la Administración. De todo ello dejó buena huella en sus innumerables obras anteriores y, también, en esa obra de 1915, una de las últimas.

En todo caso, la tesis generalizada es que Galdós abrió con esa obra una ventana a la esperanza de regeneración política de España. Lo cierto es que, al margen de cuál fuera la intención del autor al escribirla, esa ventana sigue abierta. Lo que entonces se llamaba regeneración (y hoy podemos denominar como renovación institucional y de la propia política), sigue esperando en el mismo sitio donde estaba. En este punto, quizás, es donde radique la enorme vigencia de Galdós, también en nuestros días. Como bien expuso Compte-Sponville, siempre fiel seguidor de Spinoza, “la sabiduría consiste en carecer de esperanza”. Y Galdós era un sabio, más aún a esa edad. Podía intuir perfectamente cuál sería el final de esa historia ensoñada. Conocía demasiado bien España y la forma de hacer política enquistada en este país como para pretender que ese cambio fuera posible. Y de hecho no lo fue, ni hasta ahora –dato nada menor- lo ha sido.

(*) La parte en cursiva de esta entrada recoge algunos fragmentos del Epílogo “¡Y con esos mimbres hicimos el cesto! El legado de Galdós sobre la Política y la Administración en España”, que cierra el libro El legado de Galdós. Los mimbres de la política y ‘su cuarto oscuro’ en España, Catarata, 2023 (Edición con la colaboración del Cabildo de Gran Canaria). Autor: Rafael Jiménez Asensio.

¡FELIZ FERIA DEL LIBRO, ALLÍ DONDE SE CELEBRE!

«Leer no es tan pasivo como oír o ver; es recreación y efervescencia mental»

(Irene Vallejo, Manifiesto por la lectura, Siruela, 2020, p. 53)

«En última instancia, vivimos como leemos»

(Gregorio Luri, Sobre el arte de leer. 10 tesis sobre la educación y la lectura, Plataforma editorial, 2019, p. 97)

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PREFACIO DEL LIBRO «EL LEGADO DE GALDÓS»

«A propósito de la publicación del libro El legado de Galdós. Los mimbres de la política y su «cuarto oscuro» en España, Catarata, 2023. Autor: Rafael Jiménez Asensio)

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“Una vez concluido este libro, el lector siente apremio por leer a Galdós” (Manuel Zafra Víctor).

Este libro es un ensayo un tanto atípico sobre una parte de la obra de Benito Pérez Galdós. No es, ni pretende serlo, pues no forma parte de la especialidad de quien lo escribe, un trabajo de crítica literaria. Sobre este aspecto, su obra ha sido objeto de innumerables libros, artículos y comentarios. Y apenas nada de ello encontrará el lector en estas páginas. Este ensayo no es de investigación, tanto por las fuentes empleadas como porque se ha huido de las notas a pie de página. Tampoco es un ensayo biográfico, pues también abundan los estudios de ese tipo (al menos, recientemente) sobre Galdós. Hay en este trabajo, bien es cierto, alguna referencia muy puntual a su vida; pero siempre instrumental al objeto de este estudio. Y, en fin, tampoco es este ensayo un libro de Historia, si bien tome como hilo conductor central la perspectiva histórica de la obra de Galdós y su particular atención a este hecho. El relato histórico se utiliza solo como medio de enmarcar el análisis galdosiano y para mejor comprensión de su sentido y finalidad. No se pretende otra finalidad. El autor canario es una referencia obligada en la historiografía española del siglo XIX español, como así consta en innumerables estudios de ese cariz, que no serán citados en estas páginas por no sobrecargar un discurso expositivo que se pretende, al menos en su parte central, sea ágil y ameno.

Lo que aquí sigue es, digámoslo ya, un estudio centrado en un aspecto poco transitado hasta ahora por las innumerables contribuciones que se han aproximado a la enorme y amplísima obra del autor: se trata de abordar cómo Galdós observaba España, la política, los políticos y, lo que aquí se denomina como el “cuarto oscuro de la política española”, la Administración Pública o el sistema burocrático imperante por aquellas fechas. En ese terreno, quien esto escribe se siente cómodo tanto por su trayectoria académica como por su devenir profesional.

Con un bagaje que se concretó por nuestra parte en algunos libros que, escritos a partir de 1989, analizaban la política constitucional española, sus instituciones, la Administración Pública y, concretamente, la propia evolución histórica de la función pública, nos hemos asomado de nuevo a la obra galdosiana. El profesor Jover decía que la tesis marca en cierta medida la vida de un académico. Algo de esto puede haber en este ensayo; una serie de retorno parcial a algunos de los aspectos tratados hace casi cuarenta años. Así, partiendo del particular objeto de estudio que animan estas páginas, se ha detenido la atención de forma preferente, pero no exclusiva, en los Episodios Nacionales, pues en esas cuarenta y seis entregas el trazado histórico y el ensayo político se entreveran con particular maestría, configurando, así, la concepción galdosiana a la hora de entender la política y de analizar la Administración en España, tanto la pretérita como la actual. Y fruto de todo ello es el trabajo que el lector tiene en sus manos.

Lo que se ha pretendido en este ensayo es, principalmente, destacar una cualidad poco aireada del extraordinario escritor que fue Galdós, y no es otra que su enorme capacidad analítica para comprender, relatar e interpretar los hechos políticos, y también su excelente facilidad de ver más allá, en clave prospectiva, cuál era el futuro de este país y, en particular, de su política.  Galdós desmenuza con particular detenimiento a los personajes históricos de carne y hueso, que mezcla magistralmente en sus relatos con su amplísimo cosmos de personajes novelados, y se aproxima una y otra vez con particular denuedo al escrutinio de esa institución maltratada por la política española de cada período como fue la Administración Pública, que al fin y a la postre no era otra cosa que la prolongación de una enviciada política clientelar, entonces dominante.

Pocos autores decimonónicos españoles prestaron más y mejor atención al fenómeno de la burocracia y de su feo envés de las cesantías, que no eran sino expresiones puntuales de ese caciquismo que todo lo anegaba. La corriente regeneracionista ulterior bebió, sin duda, mucho y bien de sus escritos. Bien es cierto que esos aspectos de la obra galdosiana, como los análisis de la figura del cesante, con especial reflejo en la obra de Miau (1888), han sido más atendidos por la bibliografía y la crítica literaria sobre la obra del autor, y serán reflejados en su momento; pero la tesis que aquí se mantiene es que el universo burocrático-administrativo galdosiano no es sino una prolongación de su penetrante análisis de la realidad política de España que en cada caso se produce. Realmente, ese ecosistema burocrático no es, aunque lo parezca, un mundo aparte con individualidad propia, en España al menos; ya que su dependencia vicarial (incluso existencial) del poder político era entonces total.  El legado galdosiano en este aspecto es muy obvio:  las concepciones patológicas de entender la política y el espacio burocrático-administrativo de España se comienzan a gestar muy temprano, se instalan cómodamente en una realidad enquistada, que se resistía una y otra vez a ser alterada, y se reproducen con variantes formales que no vienen al caso a lo largo de los siglos XIX y XX. Es más, llegan hasta nuestros días. Y eso es lo realmente preocupante.

Además, Galdós no solo fue un exquisito analista político, sino que también tuvo un compromiso político y social innegable, que ciertamente se incrementó (o, al menos, fue más sobresaliente) en su última época. Fue, además, Galdós un gran patriota, que sintió profundamente España y la amó a lo largo de su vida, una suerte de patriota constitucional antes de tiempo; amén de una persona tolerante y alejada de cualquier fanatismo, ya fuera este autoritario o confesional,  y enemiga de las supercherías y de la superstición. Tuvo amigos y colegas en todos los ámbitos del espectro ideológico, aunque fuera denostado principalmente por los neocatólicos y carlistas, con quienes fue, asimismo, inmisericorde. Es curioso comprobar cómo el fanatismo sectario de ambos lados del espectro ideológico no contaminó nunca su forma de actuar en su vida política y social, lo cual dice mucho en su favor. Solo le alteraba profundamente el extremismo sectario e intolerante. Y buena huella de ello hay en su obra. Su modo de entender la vida fue el de una persona amable, cordial en el trato y sensible, además de atento escuchante, también no exento de un punto de timidez, de discreción y  reserva.

 En buena parte de su obra refleja a España como un país siempre dividido en dos mitades o, a veces, en tres bandos, con odios instalados a lo largo del tiempo y enfrentamientos constantes y permanentes, expresión pura del más enfermizo cainismo. A todo ello se opuso con su pluma y su obra, pero también con su actitud. Era Galdós una persona amante de la libertad y del progreso, liberal a carta cabal, educado en las formas, solidario y laico, amigo de sus amigos, generoso a veces hasta límites cercanos a la prodigalidad, que soñaba con una España distinta que nunca llegó a ver, ni tampoco sus herederos.

Este ensayo desbroza, por tanto, los mimbres de la política en España durante el período en el que Galdós escribió y vivió en este país, también sobre los hechos pretéritos a su existencia que tanto y tan excelentemente trató. El radio temporal de su análisis político-burocrático se extiende a más de cien años. La tesis de fondo de este ensayo es que con mimbres tan imperfectos, desfigurados de origen por la siempre torpe mano humana, resultaba imposible hacer un cesto ordenado que rigiera los destinos de una población que casi siempre navegó en la zozobra ante la inexistencia de liderazgos efectivos que condujeran la nave a buen puerto. El tiempo existencial galdosiano se detiene en 1920. Y luego pasaron muchas cosas en este país, no precisamente buenas, al menos durante un largo período. La política que se hizo después, como la que se hace ahora, así como la concepción patrimonial de la Administración Pública,  proceden, sin embargo, de entonces. El siglo XIX y los primeros pasos del XX marcaron el paso.

El legado galdosiano en este aspecto es duro; pero no por ello menos real. No ahorra nuestro autor diagnósticos sombríos y futuros inciertos sobre este país, su forma de hacer política y de los menguados actores de esa “política menuda” que tuvimos en escena. Pero la realidad, también la política y del país, era así. Y Galdós no engañaba a nadie, menos aún a sí mismo. Era un pulcro y penetrante narrador de la realidad existente o de la que había existido, también la político-administrativa. La lectura atenta de su obra es a todas luces necesaria, sobre todo si se quiere intentar algún día reconducir ese rumbo erróneo hacia el que nos ha conducido casi siempre en este país una política equivocada, en no pocos casos sectaria, destructiva y nada edificante, en la que en buena medida, con todos los matices y salvedades que se quieran, seguimos inmersos. Aprender de la Historia es, como dice el autor a través de un pasaje de su obra, saber de Política.  Quien desconoce la Historia y el pasado del país, es un ignorante; pero el gobernante que lo hace es algo mucho peor: resulta un temerario. Aprendamos, pues,  de la increíble capacidad analítica que en el ámbito de la política y de su cuarto oscuro nos enseñó Don Benito, con su penetrante e inteligente mirada. Sus enseñanzas políticas y sus propias virtudes son innumerables e impagables, como cabe desear que comprueben quienes se sumerjan en la lectura de las siguientes páginas.

En Donostia-San Sebastián, abril de 2023.

(*) Se recoge en esta entrada un extracto del Prefacio de la citada obra, omitiendo el apartado de agradecimientos

Descripción de contenidos e índice del libro: https://www.catarata.org/libro/el-legado-de-galdos_147652/

LA CAMPAÑA ELECTORAL DEL 28-M: EL (MAL) ESTADO DEL MUNICIPALISMO

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(Fotografía cedida por Fernando Escorza Muñoz. Reservados los derechos de reproducción)

“El tratamiento de la ciudad es por esencia de carácter político. No olvidemos que la ciudad –nos lo enseña la historia- es la más natural de las unidades políticas” (Adolfo Posada)

“El lenguaje político está siempre impregnado de emociones religiosas, y deviene por ello simbología” (Eric Voegelin)

Esta entrada es fruto de un vano impulso: sensibilizar sobre la imperiosa necesidad de que lo municipal entre, de una vez por todas, en el debate político y legislativo. El estado actual del pulso político y normativo local es de encefalograma plano. Y nada advierte que las cosas vayan a cambiar en un futuro.

Por municipalismo se entiende aquí aquella concepción política que defiende a ultranza la autonomía y el autogobierno local frente a las constantes erosiones que sufre por parte de otros niveles de gobierno. Un municipalismo robusto es imprescindible en España para poner en valor el poder local frente a su desprecio político-institucional o su mera condición de poder instrumental o vicarial, que tanto se ha impuesto desde hace décadas. Lejos de esa concepción robusta se halla el estado actual del problema, propio más bien de un municipalismo moribundo. Y eso es lo que se pretende denunciar en estas líneas.

Sorprende la vacuidad de los primeros pasos aún incipientes de esta larguísima  (pre)campaña electoral para las elecciones municipales y de algunos otros gobiernos intermedios. Prácticamente, lo local ha estado ausente de los mensajes y promesas que se airean por doquier, también de la crítica opositora. Se habla de todo, menos de lo local. Al menos, siendo como creo ser persona preocupada e inquieta por la política local, esa es mi percepción. La política nacional, si a eso se le puede llamar política, todo lo anega. La máquina de las ocurrencias de última hora, tras años de abandono, se ha puesto a pleno rendimiento. Sin embargo, apenas hay un tímido reflejo de propuestas, alternativas, deliberaciones o programas municipales. El ruido “nacional” opaca las iniciativas de la política local. El futuro de la ciudad en la que habitamos y sus más que innumerables problemas cotizan a la baja. O lo hace con poca fuerza. Mientras que, paradójicamente, el nivel local de gobierno es el que genera mayor confianza a la ciudadanía frente a unos cada vez más desgastados  y a veces inoperantes niveles de gobierno estatal y autonómicos.

Cualquier ciudadano mínimamente informado sabe identificar algunas de las debilidades de su pueblo o ciudad y cuáles son (por cierto, innumerables) los aspectos a mejorar. Tiene, así, capacidad de discriminar sobre programas y propuestas, si es que los hay. Los mecanismos de participación ciudadana y de escucha activa, sin embargo, no funcionan más allá de puras expresiones de performance. Los actos de campaña (mejor dicho, de precampaña) están siendo actos de partido, más bien de cofrades o feligreses entusiastas aplaudidores a lo que diga el oficiante político de turno. El común de los mortales permanece ajeno a tales manifestaciones de culto político-religioso. Y cuando, dentro de nada, arranque la campaña formal será todavía peor, el griterío ensordecedor de las consignas más burdas ahogará cualquier gramo de cordura. Hay incluso quienes piensan que se puede hacer política en este país sin patear la trinchera local. Ingenuo intento.

Tras varios años con compromisos institucionales, académicos y profesionales con el entorno local, me entristece sobremanera su gradual pérdida de pulso en la política nacional. Desde la equivocada reforma local de 2013, que la oposición entonces declaró unánimemente su vocación de derogarla una vez que llegara al poder (lo que nunca hizo), no ha habido en diez años ni una sola propuesta legislativa estatal mínimamente seria que intente reforzar la institucionalidad local, ni a rebufo siquiera de la Agenda 2030 y de su ODS 16 (instituciones sólidas). Tampoco se vislumbra ninguna reforma constitucional al respecto, que refuerce una debilitada, por la propia jurisprudencia del TC, autonomía local (como escribió en su día Manuel Zafra). La realidad normativa local está obsoleta y su peso financiero sigue anclado en los estándares de gasto público sobre el total del sector público propios de los primeros pasos del régimen constitucional, inclusive con una tendencia descendente a partir de los años de la crisis de 2008-2010 (en torno al 12 %, como estudió en su día Juan Echániz: Los gobiernos locales después de la crisis, FDGL, 2019). Los niveles locales de gobierno han quedado además preteridos por una voracidad autonómica que apenas les deja espacio decisional y, en fin, con unas competencias, con matizadas excepciones, débilmente garantizadas y una financiación pendiente siempre de revisión. Eso sí, circunstancialmente, con la caja llena y el corazón político (casi) vacío. Sin apenas nervio ni ideas (salvo algunas iniciativas locales de interés que deben ponerse en valor: por ejemplo, en Valencia o Mataró) cuando lo local debería tener hoy día un protagonismo creciente en un entorno institucional tan volátil e incierto.

La institucionalidad de lo local, además, hace aguas. El Ministerio del ramo es más de “política comunicativa” que “territorial”, incapaz de parir una iniciativa de enjundia sobre el refuerzo del municipalismo en los últimos años. Las asociaciones y federaciones de municipios y provincias dormitan cómodamente en los laureles de una captura política y subvencional que apenas nada aporta a la construcción de un municipalismo sólido, que por esencia debe oponerse enérgicamente a cualquier nivel de gobierno que pretenda erosionarlo y, por tanto, no ser complaciente con el poder estatal o autonómico, como lo está siendo desde tiempos inmemoriales. Las Comunidades Autónomas (con alguna honrosa excepción: Extremadura) ven al municipio como su recadero o apéndice ejecutivo. Los partidos políticos conciben el municipalismo como lugar de conquista electoral, una suerte de “campo ocupado en el que poner su banderita”. La academia, por lo común, ha olvidado lo local frente a otros objetos de estudio más lucrativos y/o vistosos. Lo local vende poco, cuando debería ser, sin embargo, su gran momento. Los desafíos futuros son impensables de abordar sin un enfoque local de Gobernanza avanzado. Apenas he visto últimamente debates, entrevistas (sí algunos reportajes sobre alcaldes y poco más), ni siquiera columnas de opinión, que de esto hablen en los medios de comunicación. Todo lo más aparecen reiteradas proclamas electorales y un uso desaforado y hasta cierto punto  obsceno de los presupuestos públicos (“el restaurante nacional”, que diría Galdós), cuyo único objeto es anunciar subvenciones por doquier dirigidas a un pueblo cautivo en sus intereses políticos y al que, sorprendentemente, se le tacha de menor de edad y sin otro juicio político que su mero bolsillo. Sin embargo, la ciudadanía se juega mucho en este viaje. El mejor o peor estado de su ciudad o su pueblo, los mejores o peores servicios públicos, la mejor o peor atención ciudadana, o, en fin, el gasto público eficiente o el recurso a la siempre presente demagogia presupuestaria. Y son solo ejemplos.

Estamos ya inmersos en el mes de mayo. A punto de arrancar “la campaña oficial”, momento en el que el bombardeo de estupideces y propuestas demagógicas será ya irrefrenable. El día 28 se nos convocará a las urnas. ¿Para que votemos qué? ¿Un modelo de ciudad o unas listas de partido? ¿Qué nos ofrecen realmente? ¿Qué quieren? Se lo digo de inmediato: Ganar las elecciones y poder así reforzar su poder para seguir haciendo lo mismo o preparar, en su caso, el presunto y anunciado cambio otoñal, que veremos en qué queda si es que queda en algo. Los medios hablan de “derrota dulce” o de “tumbas electorales”. La ciudad y sus problemas, apenas existen. No les importan ni un pimiento lo local. Nadie parece aterrizar en lo que la ciudadanía necesita y demanda en sus municipios. Las propuestas transformadoras son escasas, por no decir que casi inexistentes. La mirada estratégica de las ciudades y del territorio, se halla prácticamente ausente. La política cada día es más endogámica. Solo le preocupa “lo suyo”. Y si eso pasa también en la política de proximidad por excelencia, que es la local, no quiero ni imaginarme que será en el resto. Es lo que tiene ver las elecciones locales como una suerte de “primarias” de las generales. Lo municipal se diluye hasta (casi) desaparecer, además cuando más visibilidad institucional necesita. Paradojas de la política española.

ÉTICA POLÍTICA Y DEMOCRACIA

buitre clavijo

(Fotografía cedida por Fernando Escorza Muñoz. Reservados los derechos de reproducción)

«La mayoría de los hombres se sienten tan satisfechos con lo que parece como con lo que es, y muchas veces se mueven más por las cosas aparentes que por las que realmente existen» (p. 97)

«Los hombres a menudo se comportan como las pequeñas rapaces, que están tan ansiosas de conseguir su presa que no se percatan de que un pájaro mayor se ha colocado encima de ellas para matarlas» (p. 134)

(Maquiavelo, Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio, Alianza Editorial, 1987)

Han sido varias las entradas de este Blog que tratan, directa o indirectamente, sobre la ética política, con frecuencia (salvo las que se referían a Pepe Mujica) muy poco visitadas y, por tanto, apenas leídas. Lo cual es un termómetro  de lo poco o nada que interesa este tema en España. Siempre se han ninguneado entre nosotros las cuestiones éticas, más si se proyectan sobre el sector público. Viene de lejos. De la pequeña a la gran corrupción solo es cuestión de escalas. La degradación moral comienza por los pequeños detalles del favor y de la recomendación, y pronto, sin apercibirse apenas, se halla inmersa en cimas de podredumbre.

Cuando se habla de ética en el ámbito de la política es recurrente referirse a la clásica distinción weberiana entre dos tipos ideales de ética como son la ética de la convicción y de la responsabilidad. A veces hay que retornar a los clásicos; pero otras muchas a otros que, si no lo son aún, llevan camino de serlo. Pues bien, en un breve libro escrito hace más de veinticinco años por ese politólogo siempre incisivo y riguroso que es Gianfranco Pasquino, La democracia exigente (Alianza Editorial, 2000), se contienen unas interesantísimas reflexiones sobre la ética política que, si bien escritas hace tanto tiempo, puede ser oportuno recordar en nuestros días, al menos como avisos a los más que numerosos navegantes políticos que ignoran o desprecian la transcendencia de la ética (o de la integridad) en el ejercicio de su acción política.

La lealtad política encadenada a una expresión partidista es la norma de funcionamiento de una política que, en caso de manifestar su deserción y protesta (aunque sea gradual), implica que “el precio pagado por el político será bastante mayor” del que tendría que abonar un intelectual, un profesional o cualquier otra persona. Estos últimos, si rompen o erosionan la lealtad inquebrantable partidaria, serán condenados al duro ostracismo político (lo que comporta el cierre del acceso a hipotéticas prebendas, cargos o contratos); pero el político que discrepe tendrán como respuesta quedar fuera de la vida política activa; esto es, su muerte civil, sobre todo cuando no tiene oficio alternativo del cual sobrevivir, lo cual es demasiado frecuente.

Cuando la ética de la convicción se vuelve total y no deja espacio a la ética de la responsabilidad, la política se envilece hasta extremos inusitados. Max Weber lo explicó de forma convincente: «La ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad no están en oposición absoluta, son complementarias y solo juntas hacen el auténtico hombre que puede tener vocación para la política«. El régimen político podrá ser, como señala Pasquino, formalmente democrático (“aunque bajo sospecha y a la defensiva”), pero el predominio de la ética de la convicción (o, en su expresión patológica extrema y extendida, la autodefensa de sus privilegios corporativos) “va cerrando progresivamente los espacios de desacuerdo y controlando, asignando y distribuyendo los recursos según criterios de pertenencia a un partido político”, prescindiendo de ese modo de cualquier consideración ética. La ética de la responsabilidad se diluye o desaparece, y entra en acción el reparto descarado de prebendas del poder entre acólitos. Y la exclusión del resto.

En su línea habitual, el autor italiano puso también en valor en esas páginas el papel de la oposición, aunque en este caso la proyecta no tanto sobre su dimensión político-parlamentaria sino especialmente sobre la oposición social e intelectual, castrada en estos momentos por unos medios también casi siempre banderizos o sectarios, y por unas voces discrepantes desde la intelectualidad cada vez más tibias o apocadas, generalmente alineadas con una tribu política. Esa restricción de espacios de oposición política, social e intelectual o profesional, la califica Pasquino como una respuesta de “una concepción mísera de la democracia”, que la termina convirtiendo en asfixiante. Algo o mucho de eso estamos viviendo ahora.  

No es, sin embargo, el autor ningún ingenuo en esas lides, pues detecta con claridad que, siendo como es la democracia un régimen incomparablemente mejor a los demás, ofrece, no obstante, sus inevitables limitaciones. Como expuso con una contundencia evidente: “Ningún orden político alcanzará jamás la perfección. Por lo tanto, no serán las consideraciones complacientes las que harán crecer y mejorar los regímenes democráticos”. Ni que decir tiene que cuando la autocomplacencia política se ha convertido en mercancía dominante en el discurso de los actuales partidos, más aún cuando están en el gobierno, esas palabras resuenan con fuerza: sin espacio para la crítica fundada, ahogada en la política más sectaria, las posibilidades de que la democracia se perfeccione, siquiera sea algo, se convierte en pío deseo, lo que anuncia (tal como se viene produciendo en los últimos tiempos) su degradación paulatina.

Sin reconocer y valorar el pluralismo, la expresión del desacuerdo y la discrepancia, así como sin ser conscientes de las exigencias que comporta la democracia, apenas se avanzará nada, más bien se retrocederá. Algo de esto también se observa en los últimos años, a pesar de tanta nueva política que ha terminado siendo más vieja que el crimen. Y la vieja, enquistada en sus hábitos anquilosados. Aun así lo “nuevo envejecido” se pretende ahora reencarnar, a través de la prestidigitación política, en algo superador de los viejos partidos. Veremos en qué queda.

En cualquier caso, la idea fuerza que lanzó en su día el autor italiano, y que apenas tiene eco en nuestros días, es que la democracia no es ni debe ser “un régimen político privado de un corpus de principios éticos y basado en un relativismo absoluto”. Pues bien, más de veinticinco años después de que tales palabras fueran escritas, el duro y contundente reloj del tiempo nos descubre un día sí y otro también el abandono de tales principios y el imperio absoluto del relativismo moral en política. Lo que conduce derechamente a ahogar el nervio reformista de la democracia, connatural a la esencia de tales regímenes. Y que se manifiesta, con descaro y cinismo, en aquellos que “ven la democracia como un simulacro vacío para el mantenimiento del poder de (unos) pocos”, esto es, de la pretendida élite de los partidos o de los poderes económico-financieros, lo que conduce derechamente a la “idea del vacío de la democracia”, sendero por el que llevamos transitando hace ya demasiado tiempo.

Recuperar la idea de una democracia exigente implica también multiplicar los requerimientos hacia los gobernantes. Y sin sociedad civil robusta ese objetivo es un sueño. Nadie está obligado, sino todo lo contrario, a ponerse la capa de gobernante. Y si lo hace, debe saber que ello debería exigir, sin duda, sacrificios muy relevantes, y no ventajas incalculables como ahora se percibe. En suma, nunca habrá democracia exigente, si no se exige “a los gobernantes dosis extra de ética en sus comportamientos”. Como bien concluyó entonces Pasquino: “La democracia no es en absoluto indiferente a la falta de moralidad de sus gobernantes, actuales y potenciales”. Más claro imposible. Lo sabemos, lo saben, y al parecer nadie se da por enterado. Este es el drama de la ética pública en España, que a nadie interesa. Además, en este país, tampoco ha pasado ni pasa factura a quienes intencionadamente un día sí y otro también la quiebran. Al menos hasta ahora. Está todo dicho.   

ALGUNAS OTRAS ENTRADAS (SELECCIÓN) EN ESTE BLOG SOBRE ÉTICA EN LA ACTIVIDAD POLÍTICA:

https://rafaeljimenezasensio.com/2017/05/01/etica-y-politica-tension-maxima/

https://rafaeljimenezasensio.com/2020/01/09/gobernanza-2020-politica-de-integridad-prevenir-la-corrupcion/

https://rafaeljimenezasensio.com/2016/01/24/mujica-la-autenticidad-de-la-politica/

https://rafaeljimenezasensio.com/2020/04/05/jose-mujica-y-la-libertad-lecciones-para-un-prolongado-confinamiento/

https://rafaeljimenezasensio.com/2020/04/06/sabiduria-politica-manual-para-tiempos-de-crisis/

OTRAS ENTRADAS: LA MIRADA INSTITUCIONAL BUSCADOR “INTEGRIDAD”/”ÉTICA”/”POLÍTICA”

LOS PILARES DE UNA REFORMA DE LA FUNCIÓN PÚBLICA

(EL PROYECTO DE LEY DE FUNCIÓN PÚBLICA DE LA ADMINISTRACIÓN DEL ESTADO II)

semáforo

(Fotografía cedida por Fernando Escorza Muñoz. Reservados los derechos de reproducción)

«Hay que invertir en inteligencia. Insisto especialmente en la palabra ‘invertir’ (…) Sembramos para cosechar. Invertir en inteligencia es poner el punto de mira en el desarrollo del futuro» (Michel Crozier)

El objeto de esta segunda entrada es únicamente poner de relieve cuáles son algunos de los pilares de la pretendida reforma de la función pública de la Administración del Estado (AE), articulada a través del proyecto de ley que está tramitándose en las Cortes Generales. Acierta, sin duda, el proyecto cuando pone en el centro de sus preocupaciones a las personas (“capital humano”, reza el preámbulo) y a sus fórmulas de gestión, así como a la necesaria mirada estratégica, de la que tanto se habla y tan poco se practica.

No contiene, sin embargo, novedades de relieve el citado proyecto en lo que afecta a los valores éticos o de integridad (pendiente como está la aprobación del Sistema de Integridad Institucional de la AGE, lo que debería haber merecido una mayor atención normativa que un huérfano e insulso precepto). Tampoco hay novedades en la predominante apuesta funcionarial, algo exigido por el Tribunal Constitucional desde tiempos pretéritos y relativamente practicado, ante la plétora del empleo laboral en el sector público institucional, huyendo así de un régimen estatutario que ya casi se ha laboralizado por completo.  

Aborda la reforma, en cambio, la necesidad de superar la disfuncionalidad propia de “la existencia de una carrera profesional vinculada al desempeño sucesivo de los puestos de trabajo”; pero optando por la creación de una carrera horizontal que implica sumar un nuevo complemento retributivo, tal como han hecho la inmensa mayoría de las leyes que han desarrollado el EBEP, manteniendo el viejo complemento de destino y el grado personal, decisiones que no eran en la normativa básica las únicas posibles frente a un sistema de carrera profesional integrado, por el que nadie finalmente ha optado. No está claro que, en efecto, el EBEP fuera por esa línea. Pero el peso sindical, y la fragilidad negociadora de los respectivos gobiernos, ha conducido a multiplicar las retribuciones a través de esa vía. Veremos cómo se gestiona esto cuando las reglas fiscales vuelvan por sus fueros, que será muy pronto.

Apuesta el proyecto de ley por “la conveniencia de avanzar hacia un modelo de gestión basado en competencias”. No sé si son muy conscientes los legisladores del jardín en el que se meten. Difícilmente se está gestionando un modelo rudimentario de personal con los rígidos elementos existentes provenientes de la reforma de 1984, tales como las relaciones de puestos de trabajo y la oferta de empleo público (cuyos resultados son, hoy día, bastantes desalentadores), y ahora se pretende sumergir a la AE en la enorme complejidad (técnica y aplicativa) que comporta una gestión integral por competencias de los recursos humanos en el sector público, para la que se necesita personal muy cualificado y una permanente revisión del sistema. Introducir complejidad no es precisamente lo que necesita un gestión a´gil y eficiente de los RRHH. No auguro, y ojala me equivoque, resultados muy esperanzadores en tan importante desafío; salvo que se invierta mucho en reforzar las estructuras de gestión de recursos humanos y sobre todo las competencias de sus técnicos. Sin un plan de choque frontal, ese objetivo será un pío deseo. Y, aun así, veremos. Los cementerios de función pública en España están llenos de modelos de gestión por competencias.

También se persigue –objetivo muy loable- “una regulación de la dirección pública profesional, necesaria para fortalecer la capacidad de liderazgo en la función pública”. El proyecto enmarca la DPP en su espacio natural regulatorio, la función pública; dejando extramuros (pues no es de su competencia) el nivel directivo reservado a los altos cargos, verdadero talón de Aquiles del problema. Para eso hay que reformar otras leyes, que la política no quiere. Se limita, por tanto, la DPP a los órganos directivos de las Subdirecciones Generales y puestos asimilados. La pregunta es si ello logrará, por fin, erradicar la libre designación y el libre cese de la provisión de esos cargos. De la redacción del proyecto no parece que ello se vaya a conseguir, aunque se introducen algunas mejoras (incorporación del principio de “igualdad” en el procedimiento de nombramiento; que deberá convivir con el procedimiento de “libre designación”, lo que anuncia una potencial conflictividad jurisdiccional). Tampoco es un buen cierre del modelo reconocer que “excepcionalmente” se podrá cesar a un directivo profesional por “pérdida de confianza”; con lo cual –ya se sabe, la excepción convertida en norma- el período de cinco años se verá sometido a los vaivenes propios de la política.

Hay, asimismo, un “redescubrimiento” ciertamente tardío (presente normativamente desde la década de los noventa) de la planificación estratégica de los recursos humanos (esperemos que esta vez vaya en serio), pues los problemas a los que se enfrenta la AE a corto y medio plazo son enormes, y los esfuerzos de gestión que se deberán realizar hercúleos. Este “nuevo” planteamiento estratégico de la función pública tiene un triple enfoque: 1) configurar a la política de recursos humanos como auténtica política pública alineada con las políticas estratégicas de la organización; 2) poner el acento en la evaluación de los resultados, pretendiendo incorporar (dieciséis años después de la aprobación del EBEP) “una cultura de la responsabilidad de la gestión”; y 3) el ya expuesto “enfoque basado en competencias”, que se verá complementado con la idea estructural de las áreas funcionales (importadas del modelo vasco de función pública, cuyo recorrido actual es muy limitado o inexistente), que busca .como propuso la profesora Cantero- cuadrar el círculo estructural de la convivencia entre cuerpos y escalas, por un lado, y puestos de trabajo, por otro. La experiencia de otros modelos nos dice que las estructuras corporativas se devoran habitualmente a las áreas funcionales, achicando su espacio. Bien es cierto que en el modelo estatal solo se opta por una áreas funcionales que se proyectan sobre la provisión, carrera y formación, no sobre la selección.

La selección de personas ocupa un espacio importante en los objetivos del proyecto de ley. Se parte por defender un modelo garantista, que cumpla obviamente con los principios constitucionales (hoy en día absolutamente preteridos en los procesos de estabilización, que en la AE son menores), pero que apueste por un carácter mixto; “es decir, basado tanto en los conocimientos como en la evaluación de competencias y habilidades”; algo que exige asimismo (como ya veíamos en la entrada anterior) abrir el modelo a una proyección social y territorial de los candidatos a participar en tales procesos de acceso, lo que sencillamente no se está consiguiendo. Los actuales sistemas de acceso son una rémora a esa apertura; y las resistencias corporativas al cambio mayúsculas. No insistamos.

Como se ha dicho, el carácter «novedoso» de la carrera profesional se configura con la carrera horizontal, lo que implica que esta última consiste “en el reconocimiento  del desarrollo profesional del personal mediante su progresión a través de un sistema de tramos sin necesidad de cambiar de puesto de trabajo”. Hay que advertir de inmediato que, como también señalábamos en la entrada anterior, sin gestión de la diferencia no hay carrera profesional que se precie. Sin evaluación del desempeño no se puede armar un sistema de carrera profesional. Carrera no es cobrar más por hacer lo mismo, tomando como exclusivo elemento los años prestados de servicio; pues para eso están los trienios. Carrera es progresión, crecimiento profesional y mejor desempeño de las funciones y tareas del puesto; esto es, con mejores resultados. Y eso requiere objetivarse y medirse. Ahí viene el problema de gestión. El riesgo que se corre es que la carrera se convierta en una asignación uniforme de tramos conforme transcurra el período establecido en su caso, como ya está pasando en buena parte del sector público allí donde se ha implantado. Si ese es el resultado final, el fracaso será mayúsculo.

Se aboga, en fin, por una promoción interna, con el manido argumento del “incentivar el talento interno”; pero con la clara voluntad de premiar a quiénes ya están (reivindicación sindical por excelencia), para que puedan desarrollar otra vía “per saltum”) de carrera profesional. La idea es consistente en un escenario de relevo generacional intenso y de transformación de algunos empleos (puestos de trabajo instrumentales, aunque no solo) que resultarán vacíos de tareas como consecuencia de la revolución tecnológica. Para facilitar ese tránsito, se reserva un porcentaje no inferior al treinta por ciento de las plazas en las ofertas de empleo público; lo cual ya nos indica que podrán ser muy superiores tales reservas.

Y, en fin, los objetivos del proyecto se cierran con las consabidas llamadas a la igualdad de género, a la igualdad de oportunidades de las personas con discapacidad, tanto en el acceso como en la promoción; así como con referencias al diálogo social (aunque no se habla de “diálogo social estratégico”), y a la formación continua y actualización permanente de las competencias y cualificaciones profesionales, aspectos determinantes ante una transformación inmediata y mediata de los perfiles de los puestos de trabajo y de sus respectivos requerimientos.

En fin, la clave del éxito o fracaso de todos esos objetivos estará, por un lado en el desarrollo reglamentario que se haga y, particularmente, en su aplicación. Si no se refuerzan las capacidades ejecutivas efectivas, la función pública dejará de ser la institución que demanda la sociedad, para encerrarse en sí misma.

EL PROYECTO DE LEY DE FUNCIÓN PÚBLICA DE LA ADMINISTRACIÓN DEL ESTADO (1): CONTEXTO

atencion al público

(Fotografía cedida por Fernando Escorza Muñoz. Reservados los derechos de reproducción)

“Era una disertación breve y sencilla, a propósito para esto que llaman público, que es como si dijéramos una reunión de muchos, de cuya suma resulta un nadie” (Benito Pérez Galdós, El amigo Manso, XVII).

¿Una reforma estructural?

Tras casi dieciséis años desde la aprobación del EBEP, el proyecto de ley de función pública de la Administración del Estado se halla en el Parlamento, para su deliberación y aprobación. Mucha prisa se deberán dar sus señorías, si quieren que en esta legislatura declinante vea la luz. Pero, si se pretende cumplir el compromiso incorporado como reforma en el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, no quedará otra salida que optar por una tramitación rápida. Más teniendo en cuenta que el próximo 1 de julio se inaugura la Presidencia española de la Unión Europea. No sería nada edificante cerrar ese período con un incumplimiento de una reforma estructural de tanta importancia –al menos nominal- como la expuesta.

Sin embargo, la función pública de la Administración del Estado que se regula en ese proyecto de ley (excluidos colectivos tales como Fuerzas Armadas, FCSE y Administración de Justicia), es proporcionalmente insignificante sobre el total del empleo público español en su conjunto; pues tan solo alcanza al 8,34 %; esto es, poco más de 225.000 empleados públicos; frente a los casi 1.500.000 que dependen de las Comunidades Autónomas (bien es cierto que aquí entran los sectores de educación y sanidad, que por sus cometidos asistenciales o de provisión de servicios directos son intensivos en necesidades de personal). Lo que sea la función pública del Estado (no del poder central) en España, ya hace tiempo que no se identifica con la Administración (central) del Estado. El cuarteado subsistema de personal del sector púbico español tiene otras variables definitorias que aquí no pueden ser expuestas. Se objetará a lo anterior que, siendo función pública del sector público estatal (en sentido estricto), el prestigio de la institución conlleva una importancia cualitativa mayor, como espejo en el que se miran otras Administraciones. Sin duda, ese puede ser su valor intangible. Pero poco más.

Además, la reforma estructural que se pretende es muy relativa. Una reforma estructural sería modificar las bases normativas aplicables a todo el sector público. Eso nadie se atreve a hacerlo; menos con la actual correlación de fuerzas. Pero esta es una ley que se califica a sí misma de desarrollo de la legislación básica del EBEP (aspecto discutible, pues la legislación básica se dicta para las CCAA y no, en principio, para el propio Estado, que podrá seguirla, como aquí se ha hecho, o introducir alguna regulación específica que se apartara de lo básico).  Como se ha dicho, tal marco regulatorio estatal podría actuar como efecto dominó sobre el resto de administraciones territoriales (especialmente, las autonómicas) que concentran lo que ya puede denominarse como un empleo público cantonal, configurado por compartimentos estanco sin comunicación entre sí y cuyo único hilo conductor es una cada vez más delgada normativa básica, además con un fuerte contenido dispositivo y un alto carácter de reinos de taifas donde, en la práctica, un territorializado sindicalismo del sector público impone, por los hechos, su propia ley corporativo-sindical. La función pública en España no existe; hay únicamente tantas funciones públicas como niveles de gobierno con facultades legislativas de conformar estructuras de personal propias.

Aun así, el que la Administración del Estado apruebe, por fin, una Ley de función pública que cierre de una vez por todas una situación –como dice acertadamente la Memoria del Anteproyecto- de transitoriedad permanente, es una buena noticia para el empleo público estatal, y sobre todo para la seguridad jurídica, pues se da carpetazo al “complejo sistema de vigencias y aplicaciones transitorias”. En efecto, esa transitoriedad permanente había sido implantada por el EBEP, diferida hasta que, por parte de los diferentes niveles institucionales de gobierno, tanto estatal como autonómicos, se aprobaran sus respectivos marcos jurídicos de concreción normativa de los importantes nudos críticos que aún restaban vigentes temporalmente. La plena efectividad de los principios y reglas del EBEP hubiese requerido que en el plazo de dos/tres años se hubiesen aprobado tanto la Ley estatal como las autonómicas. Nada de eso fue así, como sabemos. Tan solo se han aprobado unas pocas leyes autonómicas. Todas con un formato muy clásico y sin apenas innovaciones de relieve (hay alguna puntual diferencia), interpretando a su manera las previsiones dispositivas del EBEP. Un continuismo revestido de aparentes reformas que a ningún sitio conduce. La profunda crisis financiera que se abrió a partir de 2008 congeló, incomprensiblemente, una reforma del empleo público que una visión siempre estrecha equiparaba con más gasto público y no con más efectividad. A partir de entonces, si no lo estaba ya, la función pública (hoy, el empleo público) se transformó en una institución cada vez más endogámica y de defensa a ultranza de sus intereses corporativos, en la que la idea de servicio a la ciudadanía languidece día a día inexorablemente. Las actuales leyes de función pública no miran «ad extra» (a la ciudadanía y la sociedad), sino «ad intra» (a su propia organización y empleados). Son testimonio de un modelo ensimismado y agotado. La función pública es una institución al servicio del Estado democrático y de la Gobernanza Pública y, por tanto, de la propia ciudadanía. Si no es esto, no es nada. Y resulta inservible.

En ese contexto irrumpe, con tardanza evidente, este Proyecto de Ley. Sin grandes alharacas. En efecto, si bien es cierto que esta reforma ofrece un marco de seguridad jurídica mucho más estable, no lo es tanto que tal proyecto contenga –como se defiende tanto en la Memoria como en el preámbulo- elementos de innovación o de renovación estructural de la función pública, más allá de algunos puntuales destellos que se habrán de comentar en su momento. Importantes, sin duda, pero destellos.

Breve radiografía de la función pública de la Administración del Estado

Pero antes de exponer los objetivos de la futura Ley y, asimismo, los elementos más destacados de la regulación que se propone, conviene saber qué función pública tiene en estos momentos la Administración del Estado (AE, en lo sucesivo); esto es, sobre qué base personal, profesional y social, se despliega ese conjunto humano y, sobre todo, organizativo, de la AE.

Según se ha visto, tras las exclusiones indicadas, el número de servidores públicos de la AE es cuantitativamente reducido. Y este personal presta servicios en los servicios centrales y periféricos de los Ministerios, pero también en entidades del sector público. Sus tareas, por tanto, son esencialmente burocráticas (Administración General), pero no solo. En verdad, una AE en un contexto constitucional con tan fuerte descentralización territorial (especialmente, autonómica), debería poner su foco funcional en tareas estratégicas, de concepción y coordinación, más que en las propiamente de trámite. Sin embargo, llama la atención que casi el 60 por ciento del personal de la AE siga perteneciendo a los subgrupos de clasificación C1 y C2, mientras que los subgrupos A1 y A2 son algo más del 38 por ciento. Hay, por tanto, un grado medio de tecnificación de la plantilla; pero a todas luces insuficiente en un contexto de Administración cuyas tareas ejecutivas, salvo excepciones puntuales, han sido transferidas a las Comunidades Autónomas. El elevado riesgo de obsolescencia funcional de tales puestos de trabajo instrumentales es obvio, más aún en plena revolución tecnológica. No obstante, la buena noticia es que, por lo que respecta al envejecimiento de la plantilla (en torno a los 52 años de media), las plantillas más envejecidas son las de los subgrupos C1 y C2, lo que podrá permitir una redefinición funcional de tales puestos e, incluso, su transformación en plazas más tecnificadas. Una ventana de oportunidad, sin duda. Veremos si se sabe aprovechar.

Llama la atención, en todo caso, que tan solo el 3,42 % de los empleados públicos tenga menos de 30 años, mientras que los mayores de 50 años representan en torno al 65 % del total. Los datos lo dicen todo. El relevo generacional de la Administración del Estado es un reto de magnitudes estratosféricas, si bien no menor que el existente en otras Administraciones territoriales. La AGE algo ha hecho, pero insuficiente; el resto de administraciones territoriales más bien nada. En efecto, qué poco se está haciendo para diseñar ordenadamente una estrategia y una hoja de ruta que haga frente al problema del vaciamiento intensivo del capital humano de las organizaciones públicas como consecuencia de la jubilación del personal. Hay mucho de retórica vacua y pocas (o ninguna) medida efectiva alrededor del manido relevo generacional. Como siempre, la contingencia impera. Y los problemas terminan reventando en las manos del último responsable político o gestor, pues antes nadie previó los letales impactos que, con un mínimo análisis estadístico y prospectivo, así como con una adecuada hoja de ruta, se podían perfectamente diagnosticar y, en su caso, haber encauzado.  

La tecnificación es elevada, sin embargo, en las Agencias; lo que puede tener sentido si tales entidades son finalmente las que diseñan las políticas, las coordinan y, en su caso, supervisan su ejecución. Más llamativo es que los núcleos de decisión de las políticas gubernamentales, como son los Ministerios, dispongan, por el contrario, de una tecnificación más baja. En cualquier caso, no se puede generalizar, pues la AE está conformada ahora por veintidós ministerios, aunque bajo tales estructuras se acojan realidades que nada tienen que ver entre sí. En cuanto a la extracción del personal por género, la AE dispone hoy en día de más personas varones (50,6 %) que mujeres (49,4 %); pero en el ámbito ministerial y en lo que afecta a la función pública, los términos se invierten. La presencia de la mujer es mucho menos intensa en el sector público institucional y en el personal laboral. El valor añadido del empleo público de la AE, es su baja temporalidad (3 %), frente a más del 30 % de las administraciones territoriales. No es un dato menor. Al menos, la gestión selectiva funciona.

Menos sabemos de la procedencia territorial del personal de la AE, aunque sí conocemos que la concentración de las estructuras ministeriales y los mayores centros de decisión y ejecución están en Madrid. La presencia territorial de la AE es desigual y menguante; se mantiene en algunos ámbitos, pero en otros muchos es testimonial. El tema no es menor, puesto que el sistema de acceso por oposición, y sobre todo el formato de tales pruebas selectivas, así como de la formación ulterior, penaliza con fuerza (sobre todo económicamente) a quien no es de Madrid o no reside en los aledaños. Nada sabemos tampoco sobre la extracción de quienes acceden a la función pública del Estado, al menos con datos exactos. Las intuiciones son muchas y también algunas certezas. ¿Refleja la función pública de la AE la composición territorial del propio Estado y de los diferentes grupos sociales y lingüísticos de la sociedad? Parece obvio que no. Y como muestra un botón: la asignación del primer destino en la AE sigue, por regla general, sin valorar la lengua propia de una Comunidad Autónoma para prestar servicios en la Administración periférica. Tras cuarenta y cinco años de vigencia de la Constitución es algo que sorprende, cuando menos.

Final: los (inciertos) impactos de una futura reforma

En fin, sobre ese universo tan limitado, en términos de lo que es el empleo público en general, se proyecta esa reforma vendida a la Unión Europea como estructural. Que, efectivamente, lo es; pero, para una franja muy reducida del empleo público español. En cualquier caso, conviene detenerse en el análisis del Proyecto de Ley, pues ciertamente contiene elementos de interés que, de concretarse normativamente, pueden servir de palanca para que, en otros ámbitos territoriales, la función pública (o el empleo público, como ahora se le llama a esta institución) camine (aunque sea tibiamente) hacia una profesionalización mayor, que buena falta le hace. En esto, hay que reconocerlo, la Administración del Estado tiene mayores cotas de profesionalización que las Administraciones territoriales (lo cual tampoco es decir mucho, dado los débiles estándares de profesionalización media de las administraciones territoriales), al menos en sus cuerpos de élite (A1), aunque hay nubes que amenazan tormenta. La extracción social de esos miembros de los cuerpos de élite y la conformación de unos procesos selectivos que requieren revisarse en una parte importante de su trazado, que son las grandes debilidades del modelo, están sirviendo de punta de lanza para promover medidas que pueden aún erosionar más si cabe la ya de por sí frágil institución de función pública. La batalla continuará. Está claro que no sabemos buscar puntos de encuentro ni el manido justo medio. De un corporativismo acusado pasamos sin solución de continuidad a un populismo funcionarial falsamente igualitario, sin saber percibir la necesidad del conocimiento profesional y los valores de integridad como presupuesto existencial de la institución, ni tampoco sabemos aplicar la inevitable gestión de la diferencia, siempre olvidada interesadamente por estos pagos. Al menos este Proyecto de Ley, en sus presupuestos finalistas, parece ir por esta vía. La clave, una vez más, será cómo se aplique. Tal y como dijo un personaje de la obra de Balzac en La Comedia Humana: propuestas de reformas tenemos muchas, el problema siempre está en quién las ejecuta. Y ahí, siempre, el pulso tiembla. En fin, sin firmeza ejecutiva, que no se advierte, el empleo público correrá el serio riesgo de no ser de nadie, todo lo más de sí mismo. Con lo cual habrá perdido para siempre su esencia. Camino lleva.   

LOS EMPLEADOS

LES EMPLOYÉS

A la Junta Directiva de ANEXPAL y a sus miembros, por su amable generosidad.

“Un asesor jurídico de empresas me explica sin ningún escrúpulo que él no quiere que su hijo escoja una profesión de la cual pueda ser despedido con tanta facilidad (Kracauer, p. 158)

Tres obras sobre “Los empleados”

Al menos que ahora recuerde, me vienen a la memoria tres libros leídos sobre tan singular tema, todos ellos enunciados igual: Los empleados. El primero, también en el tiempo, es la entrega de Honoré de Balzac, recogida en su monumental obra La Comedia Humana, en la que describe con su particular genio la Administración Pública de hace doscientos años, cuyas similitudes con la actual son sencillamente insultantes. El segundo es el no menos impresionante trabajo ensayístico de Siegfried Kracauer, aparecido en 1930 y editado hace más de quince años por Gedisa, que transita lejos del empleo público, adentrándose en las grandes corporaciones financieras e industriales de principios del siglo XX, y que disecciona con bisturí fino las grandezas y miserias de esa nueva categoría de trabajadores del sector privado que comenzaban a  poblar entonces las grandes ciudades. Y, en fin, el tercero es la reciente traducción de la obra (2023), muy aplaudida por la crítica, de Olga Ravn, una novela distópica, también con el mismo enunciado, que gira sobre el futuro del trabajo en una sociedad que camina, al parecer sin retorno, hacia una sociedad transhumanista, en la que los robots humanoides no solo complementarán el trabajo de los humano, sino que además los podrán sustituir, y llegar incluso hasta arrinconar o eliminar a las personas de carne y hueso.

Ni que decir tiene que el lector atento advertirá con facilidad que esos tres modelos de empleados subsisten aún en esta nuestra sociedad en proceso de transformación digital acelerada y de búsqueda de una sostenibilidad imposible de alcanzar. La entropía en la que, al parecer, estamos inmersos, tiene esas paradojas. Es la innovación disruptiva de Schumpeter. Lo viejo, lo más antiguo, convive con lo moderno, ya envejecido parcialmente, y lo nuevo, disruptivo, aún por llegar, se solapa y entromete sin orden ni concierto con una sociedad que tiene las costuras rotas y el traje deshilachado. Mala vestimenta para tan duro camino.

Solo hace falta echar un rápido vistazo a las tesis que alumbran las tres obras citadas para darse cuenta de ello. El hábitat de Los empleados de Balzac emerge en una organización jerarquizada y disfuncional, que entonces era la incipiente Administración francesa, y que hoy en día son, en buena medida, las Administraciones que aún tenemos en este país llamado España. Sorprende la actualidad innegable del magnífico relato del genio francés de la novela, tan bien narrado por Stefan Zweig en Balzac, La novela de una vida; donde su biógrafo constata que “la realidad es una mina inagotable”. Y la realidad administrativa fue eso para ese magistral autor, un banco inapreciable de anécdotas y de terribles desgarros, también humanos. La novela gira, al margen de la central intervención de su mujer que ahora no interesa, en torno a una disputa aparentemente banal como era la promoción de un empleado a la categoría de Jefe de Sección, pues a pesar de sus cualidades profesionales, que casi nadie discutía, llevaba ya cierto tiempo apalancado en la Jefatura de Negociado, habiendo sido preterido por un incompetente en el nombramiento anterior. Parece como si el reloj de la Historia administrativa se hubiese parado en seco; pues hoy en día, en 2023, nuestras organizaciones públicas siguen haciendo uso de tan añejas categorías (Jefaturas de Negociado y de Sección, así como de Servicio) para describir las mismas situaciones. El protagonista, Rabourdin, es un funcionario probo y aplicado, que comete el bisoño error de diseñar, motu proprio, una revolucionaria reforma de la Administración, que al fin y a la postre constituirá su propia ruina. Pretendía el probo empleado reducir drásticamente los Ministerios y las estructuras jerárquicas, al fin y a la postre iniciar un proceso de simplificación y racionalización de estructuras (¿les suena?), con la finalidad de mejorar la eficacia y eficiencia de la organización. También perseguía, era la auténtica finalidad de la reforma, aliviar al Tesoro del enorme peso del gasto público existente; para dedicar los recursos sobrantes a otros menesteres más necesarios. Pero, a su vez, buscaba mejorar las retribuciones de los empleados, abogando por la excelencia (o lo que hoy llamaríamos con esa vacía expresión, “el talento”; que nunca nace, pese a lo que se presume, por generación espontánea). La cuadratura del círculo la lograba el funcionario con una medida valiente y revolucionaria, a la vez: reducir cuantitativamente la plantilla de los empleos, muchos de ellos banales y otros prescindibles. Obviamente, cuando, tras interesada filtración, se tuvo conocimiento oficial de tan osadas propuestas, rápidamente se advirtió desde la cúpula que llevar a cabo tal reforma supondría enfrentarse a la oposición parlamentaria, a la implacable prensa y a los damnificados empleados a quienes se debía sacrificar. La reforma, como todas las reformas, se aplazó sine die, con banales excusas. Nadie realmente quería cambiar nada.

La excelente obra del alemán Kracuaer, propia del género de psicología social, descansa sobre otras premisas: el empleo en el sector privado. Relata la emergencia de ese burócrata empresarial, con tareas principalmente rutinarias, aunque también técnicas, que se suma a la hasta entonces existente clase media burguesa o artesanal, como una categoría o clase social de perfiles propios, que ha llegado hasta nuestros días. Con un estimulante Prólogo de Walter Benjamin, “Sobre la politización de los intelectuales”, la obra transita por los rasgos que caracterizan a tales empleados en la sociedad industrial (y, hoy en día, en la sociedad de servicios). Muchas de sus características se replican en estos momentos. Son reales las reflexiones que sobre la selección plantea el autor alemán y el papel de “los diplomas” en tales procesos, que aún siguen hipotecando muchos de los hábitos actuales en los sistemas de reclutamiento de tales organizaciones. Plantea, descarnadamente, y en términos que hoy tal vez ofendan, aunque siguen estando presentes, lo que denomina como la selección física (en función de los atractivos mayores o menores de la persona a reclutar y de su aspecto externo). Nada que no se sepa. Resalta el miedo que los empleados tienen “a ser retirados de la circulación como productos viejos, cómo damas y caballeros se tiñen los cabellos y los cuarentones hacen deporte, a fin de mantenerse esbeltos”. La monotonía del trabajo del empleado se compensa siempre con el tiempo de ocio, el deporte, los viajes y la búsqueda de salidas fuera de la rutina cotidiana, de la que todos huyen. Son, como dice el autor, las “válvulas de ventilación por las que puede evaporarse el descontento”. La mortandad civil de los empleados de cierta edad es, sin embrago elevada: “Hay muchas personas de 40 años (hoy en día 50) que aún creen estar vivos y en forma pero que, por desgracia, están muertos en términos económicos”. Como bien se dice entonces: “La auténtica desventura de los mayores es que difícilmente se los emplea una vez han sido despedidos. Se les cierran las puertas de las empresas como si estuvieran afectados por la lepra”. Y concluye: “La general desconsideración hacia los mayores es propia de esta época”. Y de la actual, cabe sentenciar, aún en mayor medida. La capacidad que tienen las empresas de sustituir mano de obra ha ido creciendo con el paso del tiempo en la empresa privada (las carreras profesionales se acortan sin piedad en cuanto a edad se refiere), la volatilidad de los empleos se dispara, más aún cuando tales organizaciones profesionales y empresariales tienen también vida más corta y, por tanto, rehacen sus plantillas con facilidad pasmosa, salvo en las cúpulas directivas, que tienden a protegerse con blindajes. La precariedad se impone. Más en nuestros días. El contraste entre lo público (garantía de estabilidad) y lo privado (precariedad in crescendo) es, en muchos casos, insostenible e insultante.

Distinto es el enfoque de la reciente novela, singular en su trazado, de la escritora danesa Olga Ravn, que despliega su foco sobre una organización del futuro, más bien mediato, en el que la revolución tecnológica ya ha circunscrito a los empleados humanos a determinadas tareas que comparten con robots humanoides que con ellos conviven y laboran. Como dice la autora: “Están los humanos y los que luego tienen apariencia humana. Los que han nacido y los que han sido fabricados. Los que morirán y los que no”. Las preguntas éticas se suceden: “¿Por qué razón los habéis hecho con un aspecto tan parecido al de los humanos? Así hasta soy capaz de olvidarme de que ellos no son como nosotros, puedo encontrarme en la cola de la cafetería sintiendo casi ternura por la cadete número catorce”. Los efectos de tal revolución transhumanista sobre la organización del trabajo no se hacen esperar: “Cada vez más los empleados de apariencia humana trabajan a un ritmo que yo no puedo seguir. Por eso no aguanto más. No estoy en condiciones. He llegado a mi límite”. Los humanos se rompen y triunfan los humanoides en ese experimento infernal. Aunque con algunas fisuras, no menos importantes, que no es momento de narrar. Ese mundo de distopía está aún lejos, sin duda. Pero ya la automatización y la Inteligencia Artificial se superponen con fuerza sobre el viejo y destartalado sistema burocrático público, anclado en tiempos pretéritos, así como sobre ese mundo empresarial que aún aguanta en sus líneas básicas la profunda erosión del tiempo.

Lo viejo, lo moderno y lo disruptivo: tres mundos que se solapan

Llama la atención, de cualquier modo, cómo lo viejo, lo moderno y lo futuro siguen conviviendo en estado de aparente placidez; lo cual es falso. Las tensiones son cada vez más obvias, y las vive con mucha mayor intensidad el sector privado empresarial y las personas que en él laboran, mientras que el sector público dormita sobre las mieles presupuestarias que la demagogia política y sindical, así como las numantinas resistencias burocráticas y corporativas (hoy en día en auge), se resisten a cambiar. Como decía cínicamente un personaje de la obra de Balzac: “¡Bah! No careceremos nunca de planes de reforma”. A lo que otro respondía con la llave del problema: “No son las ideas las que faltan, sino los hombres que las ejecuten”. Estos nunca aparecen o, cuando lo hacen, siempre se arrugan. También las mujeres, que en esto no son excepción.

En España, sector público y sector privado se han alejado sideralmente hasta conformar dos mundos que prácticamente nada tienen que ver ya entre sí. El primero vive enchufado literalmente al presupuesto y el segundo pretende que su subsistencia asistencial se mantenga también con inyecciones puntuales del erario público, vía ayudas y subvenciones. Los empleados de uno y otro lado son, sin embargo, especies distintas, alejadas en su existencia. Aquella imagen que describía Balzac sigue siendo plenamente válida. Pero, al menos, esa Administración francesa, con dificultades sinfín, es cierto, se fue profesionalizando con el paso de los años. Algo que la nuestra está lejos de alcanzar, menos aún con medidas tan demagógicas y baratas como la de estabilizar gratuita y automáticamente a centenares de miles de empleados que, muchas veces sin rigor alguno, se incrustaron en las nóminas circunstanciales de la Administración, y que por consecuencia de esos procesos estabilizadores, aplicados en este caso al material humano, se convierten por arte y magia administrativa en inamovibles para el resto de sus días; procesos que serán sancionados en su constitucionalidad por el Tribunal presidido por un nuevo Conde, distinto del de Romanones. Ni siquiera este, cacique por excelencia, pudo sospechar nunca en sus mejores sueños que se llegara tan lejos, pues al menos en su época el libremente designado cesaba cuando Álvaro de Figueroa o cualquier otro cacique dejaba el Ministerio o el Ayuntamiento. Ahora se quedan para toda la vida, cobrando pensión eterna. El Estado benefactor se ensancha hasta la estolidez absoluta, con avales de todos los partidos, del Ejecutivo, del Legislativo, del Judicial y hasta, cabe presumir, del Tribunal Constitucional. Nadie se quiere quedar atrás en este reparto de prebendas por la lotería con premio del poder hacia sus amigos políticos, como son muchos de ellos. La imparcialidad y profesionalidad de la función pública, y sus principios constitucionales, están de vacaciones permanentes. Ad calendas graecas.

La España política en la que nada cambia: el rocoso y periclitado empleo público

Permítanme, por último, la licencia de una citar una obra recién ultimada por quien esto escribe y pendiente en estos momentos de la siempre prosaica búsqueda de editor, que lleva por título Galdós, los mimbres de la política en España. La cita es larga, pero puede ser pertinente para cerrar estas reflexiones, aunque se remonte a hechos de casi 190 años:

“En ese complejo contexto la llegada al poder de Mendizábal fue vista como la del hombre nuevo, con claros partidarios y furibundos detractores. Pero, pronto, como el escepticismo popular afirmaba, sus capacidades de rematar se iban erosionando en un tejemaneje político-institucional y una sociedad nada propensa a los cambios. Era muy propio de la política hablar, auténtica ‘sarna del país’; pero cuando se trataba de hacer, poco o nada. Siempre aparecían -como una y otra vez relata el autor- los ‘obstáculos tradicionales’ que impedían cualquier transformación. El curso de las cosas seguía su dormido y cansino ritmo burocrático, pues en ese entorno administrativo se trataba de ‘fumar cigarrillos, repetir y comentar todo lo que en Madrid se hablaba de política y literatura, echando de vez en cuando una plumada a los expediente (…) Cada cual salía y entraba en aquella bendita oficina a la hora que mejor le cuadraba’. La descripción de ese ecosistema burocrático volvía a beber mucho de las lecturas que Galdós hiciera de las obras de Balzac y de Mesonero Romanos, entre otras. Todo eran recomendaciones y padrinos para avalar a quien aspiraba insertarse en las nóminas públicas. En lo demás, se palpaba ‘la placentera holganza en que vivían’ los funcionarios. Hasta el punto de que ni corto ni perezoso un personaje galdosiano sentenciaba con énfasis no menor la siguiente filosofía existencial que se insertará como lema en la Administración española hasta nuestros días: bulimia de derechos y anorexia de responsabilidades. Así se quejaba tan singular personaje:

“Este buen señor (recriminaciones dirigidas a Mendizábal) nos trata como si fuéramos dependientes de comercio. La dignidad del funcionario público no consiente excesos de trabajo, pues ni tiempo le dejan a uno para almorzar, ni para dar un mero paseo, ni para encender un mero cigarrillo. Pues para despachar esto, excelentísimo señor, necesito aumento de personal y aun así, no podríamos concluirlo dentro de las horas reglamentarias. Soy partidario de que a los empleados se les remunere bien, pues de otro modo la buena administración no es más que un mito, un verdadero mito” (XII, 76)

En fin, pocos pasajes galdosianos son más explícitos sobre los males que aquejaban a la Administración del momento. Llamativa, sin duda, la referencia temprana al «novedoso» principio de buena administración. Es obvia aquí la influencia sobre el autor canario de la obra de Balzac, “Los empleados”; sin embargo, el protagonista de la novela francesa, que propone también una subida general de salarios, acompaña tal medida con una reducción drástica de las plantillas funcionariales para erradicar la falta de eficiencia. La solución hispana, de la que tomarán nota en fechas recientes sobre todo los insaciables sindicatos del sector público, es muy distinta: mejorar siempre las condiciones laborales de los funcionarios, también las salariales, garantizar su zona de confort y evitar cualquier tipo de estrés o valoración de su rendimiento que cuestione «su dignidad funcionarial», acompañando todo ello de un incremento constante y permanente de las plantillas. En España, la “olla presupuestaria” es, en términos galdosianos, un comedero público del que hay que prevalerse egoístamente siempre que se pueda. Aunque sea a costa de despilfarro y de la falta de eficacia. Mendizábal lo intentó, promoviendo según Galdós una suerte de “regeneración”, pero nada pudo hacer contra el curso natural de las díscolas aguas en ese afluente ennegrecido y contaminado de la política (su “cuarto oscuro”), que era la burocracia española. Pocos intentos de reforma habrá más, todos ellos también vanos. Seguíamos y seguiremos condenados a esa expresión galdosiana: “¡Vivir amarrados al pesebre de la administración!” (Mendizábal, XXVII).

Pues eso, que no ha cambiado nada. Ni pinta tiene de que lo hará. Los empleados públicos abundan en número y también, para desgracia del país, en algunos casos, en su ineficacia probada, ya sea personal o del sistema, que tanto da al sufrido ciudadano. En su esencia, apenas se asemejan ya a los privados. Son especies distintas. Tampoco se quiere decir que estos sean siempre efectivos, ni mucho menos; pero su ley de supervivencia, dura donde las haya, es inapelable. Aquellos se sienten blindados, estos a los pies de los leones. En todo caso, la abundancia cada vez más desorbitada de los primeros ayuda a la estadística oficial a maquillar nuestras tradicionales vergüenzas en las tasas de desempleo. Todo tiene su lado bueno. Hasta que el Tesoro reviente, que algún día será. O no.

DOCE LÍNEAS FUERZA SOBRE LOS SISTEMAS INTERNOS DE INFORMACIÓN

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(Fotografía cedida por Fernando Escorza Muñoz. Reservados los derechos de reproducción)

La publicación en el BOE de la esperada Ley 2/2023, de 20 de febrero, de protección de las personas que informen sobre infracciones normativas y de lucha contra la corrupción (LPINF, en lo sucesivo), es sin duda una novedad importante que introduce obligaciones más o menos inmediatas a determinadas empresas y a todas las Administraciones Públicas y entidades de su sector público, órganos constitucionales y estatutarios y autoridades independientes, así como a partidos políticos, sindicatos y asociaciones empresariales.

El objeto de esta entrada es poner de relieve doce ideas fuerza en lo que respecta a los sistemas de internos de información en el ámbito del sector público (pues tratar también su aplicación al sector privado la haría aún más extensa). Tampoco se busque aquí una valoración general de la citada Ley, que ya fue hecha en un primer y temprano momento (véase: https://rafaeljimenezasensio.com/2023/02/21/la-ley-2-2023-de-proteccion-del-informante-primeras-impresiones/).

1.- UN SISTEMA DE INTEGRIDAD INSTITUCIONAL DESORDENADO Y POR ETAPAS. Una vez más, el desorden normativo es nuestra pauta común de actuación. Da la impresión de que la construcción de los sistemas de integridad pública se hace por entregas inconexas, que van añadiendo exigencias normativas sin aparente hilo conductor: principios éticos TREBP; transparencia y código de buen gobierno LTAIPBG; medidas antifraude en la gestión de fondos europeos del RMRR y del PRTR; y ahora los canales de denuncias y la protección del denunciante por exigencia de la Directiva (UE) 2019/1937 y su transposición por medio de la LPINF. En vez de articular un Sistema de Integridad Institucional holístico, vamos siempre a impulsos de las Leyes y de las exigencias de la UE.

2.- LA REGULACIÓN DEL SISTEMA INTERNO DE INFORMACIÓN (1). Dada su aplicación al sector privado y al público, el Título II de la LPINF se articula sistemáticamente en 3 Capítulos que tienen por objeto la regulación de un pomposo Sistema interno de información (SIINF), que contrasta con la mayor discreción terminológica de los canales externos, diseñados de forma mucho más efectiva en cuanto a las garantías del denunciante y efectividad de la información. El primero recoge las disposiciones generales aplicables tanto al sector privado como público (aunque algunas de ellas se matizan en este caso, como son las normas relativas a la gestión del sistema interno de información por tercero externo); el segundo se ocupa de las reglas aplicables al sector privado; mientras que el tercero tiene por objeto las reglas específicas aplicables al sector público.

3.- LA REGULACIÓN DEL SISTEMA INTERNO DE INFORMACIÓN (2). Pero, en verdad, el alcance regulatorio y sus posibilidades de desarrollo de ese SIINF no acaban en lo expuesto, pues hay constantes referencias y no pocas normas que afectan al SIINF en otros muchos pasajes de la Ley. Sin ir más lejos, son de aplicabilidad en lo que al SIINF respecta: la subsidiariedad de los canales externos; el título IV relativo a la publicidad de la información y Registro de Informaciones; las importantes referencias del Título VI a la Protección de datos personales en esas denuncias (un punto crucial para que el sistema genere una mínima confianza en su uso); las medidas de protección recogidas en el Título VII, con la excepción, en su caso, de la obligatoriedad de las medidas de apoyo, y con las modulaciones de los supuestos de exención y atenuación de la sanción cuando sean aplicadas por las autoridades independientes, que tienen el monopolio en lo que al régimen sancionador de la Ley afecta, sin perjuicio de las facultades disciplinarias en el ámbito interno de que disponga cada Administración Pública; así como las medidas transitorias en lo que afecta a la aplicación del SIINF, que al final de esta entrada se tratan.

4.- LA PRETENDIDA “PREFERENCIA” DEL SISTEMA INTERNO DE INFORMACIÓN. Siguiendo el carácter “fundamental” que la Directiva (UE) 2019/1937, de protección del denunciante, otorgaba a “los canales de denuncia interna”, en cuanto que su proximidad a la fuente del problema permite mejor (algo de lo que cabe dudar) su investigación y remedio (considerando 47), la LPINF va más lejos y configura al SIINF como “el cauce preferente” para tramitar las denuncias o informaciones. Bien es cierto que, según establece el propio artículo 4.1 LPINF, esa pretendida “preferencia” será tal “siempre que se pueda tratar de una manera efectiva la infracción y si el denunciante considera que no hay riesgo de represalias”. Olvida la ley, sin embargo, que es el denunciante quien optará por uno u otro canal, interno o externo, en función de su propia valoración y de los riesgos que corra (y no conviene orillar nunca nuestra altísima politización de las estructuras de la alta Administración Pública, que jugará en contra para que esos canales –como dice la Directiva- generen confianza y sean efectivos).

5.- LOS CUATRO ELEMENTOS BÁSICOS DEL SISTEMA INTERNO DE INFORMACIÓN. EL IMPULSO DE LA CREACIÓN DEL SISTEMA POR EL ÓRGANO DE GOBIERNO. La LPINF prevé cuatro piezas o elementos básicos que integran el SIINF: 1) El órgano de gobierno impulsor; 2) El responsable del SIINF; 3) El canal interno de Información (CIF); y 4) El procedimiento de gestión de informaciones. Así, en primer lugar, compete al órgano de gobierno de cada entidad impulsar la implantación del SIINF, que tendrá así, por tanto, la condición de responsable a efectos de la aplicación, en su caso, de algunas conductas infractoras y de sus consiguientes sanciones (que no son menores), pues el incumplimiento de la obligación de disponer de un SIINF se tipifica como infracción muy grave (otra cosa es cuándo estará creada efectivamente la Autoridad Independiente de Protección del Informante para hacer efectivas tales previsiones; aunque en las CCAA que ya tienen Agencias antifraude la aplicabilidad de la Ley parece ser inmediata tras su entrada en vigor, con lo que las asimetrías territoriales aplicativas podrían resultar intolerables en términos comparativos).

6.- FINALIDADES A LAS QUE DEBE DAR RESPUESTA EL SISTEMA INTERNO DE INFORMACIÓN. La LPINF, por tanto, establece en su artículo 6.2 un conjunto de finalidades y obligaciones a las que deberá dar respuesta ese SIINF que el órgano de gobierno impulse, que no procede ahora detallar, pero entre las que se encuentran, por ejemplo, la definición de un procedimiento de gestión de informaciones recibidas y articular un sistema de garantías de protección de los informantes, de acuerdo con lo establecido en el artículo 9 LPINF, que luego se detallan sus líneas generales. Lo cierto es que si se atiende a ambos preceptos lo que parece obvio es que en las Administraciones Públicas la creación de esos SIINF y, especialmente, la aprobación de los procedimientos de gestión de informaciones se configuran con un contenido, en principio, no solo organizativo, sino que también de concreción de normas de procedimiento que podrían llegar a afectar al papel del denunciante (al invocarse en estos casos un perjuicio patrimonial a la Administración, tal como prevé el artículo 62.2 LPAC) y a garantías de terceros. Tal como señala el preámbulo, “toda comunicación de hechos que pueda constituir una infracción ha de ser considerada como una denuncia” (artículo 62.2 LPAC)”. Y tal actuación da lugar, por tanto a un procedimiento, que se habrá que regular en sus detalles, pues la Ley no lo define (a diferencia del previsto para los canales externos). Por tanto, la opción más prudente para crear el SIINF sería elaborar, tramitar y aprobar la creación del SIINF a través de una disposición general de naturaleza reglamentaria. Y, si así se hiciera, los plazos previstos en la disposición transitoria segunda, uno, son de muy difícil cumplimiento. Tempus fugit.

7.- LA FIGURA DEL RESPONSABLE DEL SISTEMA INTERNO DE INFORMACIÓN. La LPIINF prevé en su artículo 7 la obligación de que el órgano de gobierno designe un responsable del sistema. Asimismo, prevé la competencia de que lo pueda cesar y sustituir, en su caso. Con lo cual, la autonomía e independencia en el ejercicio de sus funciones que se predica en la norma, se pone en tela de juicio por la misma norma. El responsable debe ser una persona física, y si la atribución se hace a un órgano colegiado este deberá delegar en uno de sus miembros tal responsabilidad. Ni que decir tiene que ese diseño institucional abre la puerta de par en par a que el puesto de trabajo que ocupe ese responsable del sistema se configure como libre designación. Y si solo se le atribuyen tareas de responsable del sistema a otro puesto de trabajo existente previamente, tal asignación será discrecional y el cese o destitución en el ejercicio de las mismas, también. Mal empieza el modelo legal de SIINF para hacer efectiva esa necesaria confianza de los informantes en tal estructura. Este puede ser uno de los puntos de fuga que haga fracasar esa pretendida preferencia de los sistemas internos de información sobre los externos. La única limitación que se pone es que tanto el nombramiento como el cese de estos responsables sea comunicado en el plazo de diez días a la Autoridad Independiente competente, justificando sus razones. Veremos si tales conductas, cuando lo sean de obstrucción o impeditivas de la necesaria independencia o autonomía funcional de tales responsables, se pueden subsumir en los tipos de infracciones establecidas en el Título IX de la Ley. De momento, no se ha establecido un tipo específico de infracción para potenciales abusos o arbitrariedades en los ceses, pudiendo ser incorporado el hecho en algún tipo más genérico o, en su caso, quedando la aplicación de la cláusula residual de las infracciones leves (artículo 63.3 c) LPINF). Asimismo, se prevé expresamente que si la entidad pública dispone de un responsable de cumplimiento (por ejemplo, en empresas públicas o fundaciones) o de un responsable de políticas de integridad, tal persona pueda asumir las funciones de responsable del sistema. Nada se dice si eso mismo cabe hacer en el caso del DPD, lo que dadas las diferencias funcionales entre ambas figuras puede ser más discutible.

8.- EL CANAL INTERNO DE INFORMACIÓN Y SU “MULTICANALIDAD”. Otro elemento clave del SIINF es, sin duda, el canal interno de información, que debe estar integrado en aquel. Bajo el esquema de la Directiva, se opta por un modelo multicanal, en el que caben todas las opciones de comunicación, verbales y escritas, telemáticas y (cabe presumir) en papel (por mayores garantías de confidencialidad), y con un régimen más restrictivo (amparándose en la propia directiva, “en un plazo razonable”) mediante reunión presencial, que la LPI establece en un plazo máximo de siete días. No interesa adentrarse en las modalidades de presentación de las denuncias, pero su puesta en práctica, dado que la Ley parece optar por las comunicaciones exclusiva o preferentemente telemáticas, con la salvedad ya expuesta, o el sistema ofrece garantías absolutas de que esos datos personales del denunciante están blindados (lo cual no es fácil por las variadas posibilidades de acceso que ofrece, a determinados responsables o encargados, el artículo 32 de acceder al SIINF). La opción es, siempre que se dude de la confidencialidad y seguridad del sistema (más aún cuando puede estar gestionado instrumentalmente por externos), realizar la denuncia de forma anónima, que la ley (recogiendo el margen de configuración de la Directiva) prevé de forma expresa. La denuncia anónima impide, en todo caso, pedir información adicional o precisiones. La duda es si esas denuncias anónimas podrán ser formuladas también en papel, sin dejar huella digital, dirigidas al responsable del sistema, o si se obligará a que se efectúe exclusivamente por medios telemáticos y cerrando incluso el acceso al sistema solo a los empleados públicos (y no, por ejemplo, a los directivos o cargos públicos, así como a los contratistas, subcontratistas, proveedores, etc.), lo que significaría mutilar las potencialidades que ese canal interno tiene, limitando también los canales de información en la lucha contra la corrupción. No han quedado precisamente claros todos estos puntos en la Ley. Y ello no es buena noticia en el combate contra las irregularidades y el fraude. Ese canal interno de información cabe que pueda ser gestionado externamente, pero en el caso del sector público solo podrá acordarse en aquellos casos en que se acredite insuficiencia de medios propios (artículo 116, 4 f) LCPS), y en ese caso solo se puede proyectar sobre el procedimiento para la recepción de informaciones sobre infracciones, con un carácter meramente instrumental.

9.- EL PROCEDIMIENTO DE GESTIÓN DE INFORMACIONES. El último elemento del SIINF es el procedimiento de gestión de informaciones, regulado en el artículo 9. La competencia para aprobarlo es del órgano de gobierno y la obligación de que responda a una “tramitación diligente” compete al Responsable del Sistema. Como es obvio, ese procedimiento debe ajustarse a lo establecido en la Ley, así como en la propia LPAC (preámbulo) y el legislador establece unas previsiones mínimas que se recogen en el artículo 9.2 LPINF. Al ser una normativa que se aplica tanto al sector privado como público la concreción no es precisamente su atributo, salvo en lo que respecta a los plazos (acuse de recibo 7 días, respuesta a los 3 meses máximo, ampliación como máximo otros 3 meses cuando la complejidad del asunto lo requiera), así como algunas reglas específicas que tienen que ver con el derecho de la persona afectada (denunciado) a ser oído en cualquier momento, la garantía de confidencialidad cuando la comunicación sea canalizada por otros medios (lo que parece admitir implícitamente la comunicación en papel) o ante personas no responsables de su tratamiento, debiendo advertir de la tipificación como falta muy grave la quiebra de la confidencialidad, con obligación de remitirla al Responsable del Sistema. Asimismo, se reconoce la presunción de inocencia del denunciado, el pleno respeto al derecho a la protección de datos personales y, en fin, la obligación de comunicar, en su caso, al Ministerio Fiscal o la Fiscalía Europea cuando los hechos derivados de la denuncia puedan ser constitutivos de delito.

10.- MEDIOS COMPARTIDOS PARA IMPLANTAR EL SISTEMA INTERNO DE INFORMACIÓN. Una de las singularidades que en el campo del sector público se regula en la Ley estriba en lo que se denomina como medios compartidos en el sector público; esto es, la posibilidad que se abre (también en el sector privado para empresas de menos de 250 trabajadores) de que los municipios de menos de 10.000 habitantes, ya sea entre sí o con cualesquiera otras Administraciones Públicas del territorio autonómico, puedan compartir el SIINF y los recursos destinados a las investigaciones y las tramitaciones. También se abre esta posibilidad a las entidades del sector público, en relación con su Administración matriz, siempre que cuenten con menos de 50 trabajadores (no se entiende por qué en el sector privado se permite esa posibilidad de compartir medios cuando se trata de menos de 250 trabajadores y ese umbral se baja a 50 en el sector público). Sí que se exige, en todo caso, que el sistema resultante aparezca diferenciado en aras a evitar cualquier confusión entre los diferentes canales internos de información.

11.- MEDIDAS TRANSITORIAS DE ADAPTACIÓN O CREACIÓN DEL SISTEMA INTERNO DE INFORMACIÓN. Y, en fin, las reglas transitorias son indudablemente un reto y, como también se dijo en la anterior entrada, configuran una normativa preñada de irrealidad en su aplicación. La transitoria segunda prevé que si las administraciones públicas o sus entidades disponen ya de un canal interno, tales canales “podrán servir para dar cumplimiento a las previsiones de esta ley siempre y cuando se ajusten a los requisitos establecidos en la misma”. Obviamente, con medidas administrativas propias o mediante los planes de medidas antifraude, gran parte de las organizaciones públicas disponen ya de canales antifraude internos, pero normalmente son telemáticos y también más abiertos en cuando a su posibilidad de acceso (por cualquier persona). Pero no tienen un responsable del sistema ni –salvo algunos casos- un procedimiento de gestión. La adaptación de esas herramientas y de los planes de medidas antifraude en este punto parece obligada. Además, según la transitoria segunda, los SIINF deben estar implantados por las Administraciones Públicas y entidades de su sector público en el plazo de tres meses desde la entrada en vigor de la Ley (sobre este punto ver, asimismo, el post citado), esto es, durante el mes de junio de 2023 (cuando se están constituyendo los Ayuntamientos), aunque para los municipios de menos de 10.000 habitantes ese plazo se amplía hasta el 1 de diciembre de 2023. En todo caso, un plazo irreal y muy estrecho, que solo obedece presumimos a querer dar muestras a la UE de que esto nos lo tomamos en serio, dado que la tardanza en la puesta en marcha de la Autoridad Independiente estatal será inevitable. Asimismo, se prevé una confusa regla transitoria dirigida a las CCAA que ya dispongan de Agencias o entidades de este tipo, que establece lo siguiente: “Los canales y procedimientos de información externa específicos se seguirán rigiendo por su normativa propia”, resultando aplicable la LPINF solo en los casos de que no se adecue a la Directiva (UE) 2019/1937. No obstante, en los casos de inadaptación, se requiere que tal modificación se haga en el plazo de seis meses. Si se ha de modificar alguna ley, tal plazo, con elecciones por medio en muchos casos, es inalcanzable.

12.- DESAFÍOS EN SU IMPLANTACIÓN Y ALGUNAS PARADOJAS. La ley apuesta por acelerar la implantación de los SIINF en las Administraciones Públicas y entidades de su sector público. Un verdadero desafío temporal y un reto importante de gestión, así como de configuración normativa y organizativa. Siempre se ha dicho que las prisas son malas consejeras. También que lo mejor es enemigo de lo bueno. Habrá que optar por sistemas pragmáticos, viables y operativos, que den respuesta cabal a las finalidades últimas de la ley en lo que a garantías y confianza respecta. Pero no será fácil. Menos coherente es aún esa puesta en marcha asimétrica que dejará temporalmente buena parte del territorio nacional a oscuras en lo que a la disponibilidad de canales externos alternativos respecta, que son al fin y a la postre la pieza de cierre del modelo al concentrar las facultades sancionadoras directas en aplicación de esta Ley. Que en unas CCAA se aplique ya en su plenitud la Ley, mientras que en otras se difiera por razones fácticas, no es de recibo. La creación por Ley autonómica de tales autoridades independiente irá para largo. El arranque efectivo de la Autoridad estatal posiblemente no será antes de doce meses. Largo se fía esta tardía batalla normativa en la lucha contra la corrupción. Que tomen nota en la UE.

LA LEY 2/2023, DE «PROTECCIÓN DEL INFORMANTE»: PRIMERAS IMPRESIONES

PDF: LEY 2-2023 DE PROTECCIÓN DENUNCIANTE

Tras una larga espera, y una vez más con incumplimiento de los plazos de transposición por casi año y medio desde aquel “a más tardar” de la Directiva (UE) 2019/1937, ha visto la luz la denominada como Ley reguladora de la protección de las personas que informen sobre infracciones normativas y de lucha contra la corrupción, un largo enunciado que pretende evitarla expresión “denunciante” (aunque se desliza en el preámbulo y en un artículo de la Ley, como es, por ejemplo, en el artículo 4). En todo caso, informar es algo muy distinto de denunciar, por mucho que se empeñe el legislador español, alejándose en este punto de la expresión más exacta que utilizó la Directiva (UE) 2019/1937, que no se anduvo con remilgos y se tradujo por “denunciante”. Debe ser por la asimilación que todavía algunos hacen entre el denunciante y el chivato de épocas pasadas. En fin, cosas de este país.

Realmente, la Ley 2/2023 ha sido muy esperada y se ha estado cociendo a fuego lento;  pero no por ello a muchas instituciones públicas y empresas pillará con el pie cambiado, a pesar de que estamos en plena vorágine de gestión de fondos europeos y de plena aplicación (¿?) de las medidas preventivas y de detección del fraude, la corrupción, los conflictos de intereses y la doble financiación y, por tanto, ya tendríamos que estar bastante familiarizados con esos canales internos y externos de denuncia (perdón, de “información”) y, por consiguiente, tales canales, ahora integrados en los llamados Sistemas Internos y Externos “de Información”, deberían ya formar parte de nuestra incipiente y acelerada cultura institucional de lucha contra la corrupción.

De todos modos, la Ley ha tardado en insertarse en nuestro marco normativo, y siempre, además, como pasa en este país, gracias al empuje de la Unión Europea, que por si nosotros fuera esto de la integridad y de la lucha contra la corrupción son zarandajas que apenas interesan a quienes ejercen el poder, no sea que les perturben su plácido disfrute. Si hace diez años se aprobó la Ley de Transparencia, que ha llegado hasta hoy con más pena que gloria, ahora le toca el turno a una medida puntual de lo que debería ser un Sistema de Integridad Institucional (que la Administración General del Estado, al igual que han hecho algunas pocas instituciones, está queriendo poner en marcha, lo que es de aplaudir), como es la creación de canales internos y externos de “información” como una potente medida (siempre que se ejerza y facilite) de prevención y detección de las irregularidades y la corrupción.

La citada Ley es, en verdad, algo más que un marco normativo de protección del denunciante, y así se intuye tanto por su finalidad principal, pero también por los objetivos complementarios. Su ámbito de aplicación material es generoso, pero no tanto el personal (que se reduce a “empleados”; cerrando, al parecer, el paso al personal directivo o a los miembros de los órganos de gobierno, salvo que extendamos impropiamente aquella noción). En todo caso, ya veremos si realmente protege tanto como enuncia (algunas dudas ya se han vertido al respecto), puesto que diseña (y es el punto que ahora me interesa resaltar) un sistema institucional de garantía frente a las denuncias o informaciones que se trasladen a las respectivas instituciones en relación con las infracciones tanto del Derecho de la UE como del Derecho interno, en lo que afectan a acciones u omisiones que tengan por objeto irregularidades administrativas graves o muy graves, así como infracciones penales.

Este marco normativo tiene ciertas similitudes y fuentes de inspiración, por un lado, con el RGPD y la LOPDGDD, en cuanto que su aplicabilidad se extiende tanto al sector privado como al público (no es, por tanto, una ley exclusivamente administrativa, sino con despliegue más allá del Derecho Público al establecer normas de aplicación a las empresas privadas (también a partidos políticos y a sindicatos), con desigual intensidad si se trata de la aplicabilidad de los canales internos (solo para empresas de más de 50 trabajadores) o de los externos (que, cabe presumir, que es generalizada). Por otro lado, esta Ley busca también su fuente de inspiración en el molde institucional establecido en la Ley de Transparencia (Ley 19/2013) de quien copia la reproducción de una Agencia estatal (Autoridad Independiente de Protección del Informante, nombre feo donde los haya, que describe solo parcialmente los  cometidos de tal institución), y permite la convivencia (pues algunas de ellas ya están en pleno funcionamiento bastante antes de que el Estado poder central se despertara) de las Agencias autonómicas que tienen, por lo común, el hilo conductor de la vocación antifraude y lucha contra la corrupción, orillando lo bonito que hubiese sido ver las cosas de forma más positiva y haber llamado a todas esas Instituciones Agencias o Autoridades de Integridad Pública (por esa línea iba, por ejemplo, la Ley aragonesa de 2017, que entró en vía muerta aplicativa). Pero la impronta europea antifraude ha marcado el terreno. Además, se admite que si las CCAA no crean tales Autoridades Independientes puedan suscribir convenios con la Autoridad estatal, a fin de cuentas el mismo modelo que la Transparencia; pero la duda que cabe en este caso es más seria: ¿Qué ocurre si una Comunidad Autónoma no suscribe tales convenios?; ¿Quedan los “denunciantes” desprotegidos? ¿Cabe una aplicación asimétrica territorial y temporalmente para una materia de tanta importancia? Todo apunta a que se aplicaría la posibilidad de acudir directamente al canal externo de información regulado en el título III de la Ley; pero el problema es cuándo estará plenamente operativa la Autoridad estatal, y qué sucede mientras tanto. Las cuestiones que trata esta Ley son más prosaicas y terrenales (con fuertes impactos personales de vidas, como hemos visto, algunas heroicas, arruinadas parcialmente por ajustes de cuentas políticos) que la poesía de la transparencia. Y convendría haber estado un poco más atinados en la regulación, máxime cuando su autor es el Ministerio de Justicia, del que cabe predicar la excelencia regulatoria (¿de quién si no?).

Pero ahí no acaba todo, las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla también podrán crear sus tingladillos protectores (disposición adicional segunda), al igual –si es que lo admite el legislador vasco; aunque el anuncio de la Ley parece ir encaminado al reconocimiento elíptico de “un derecho histórico”- que los propios Territorios Históricos Vascos, que ya crearon sus Comisiones de Reclamaciones del derecho de acceso a la información pública (¿pero, realmente, estamos hablando de las mismas cosas?). Pues nada, que si todos se ponen alegres y combativos dispondremos en España de veintitrés Autoridades “Independientes” (¿alguien se cree esto último?) de protección de denunciantes/informantes. Como pongan mucho celo y dados los escasos mimbres protectores que en una primera lectura parece ofrecer la Ley, podría darse el caso (aunque sin duda es una opinión exagerada a todas luces) de que haya más agencias que denuncias. Pero, ya se sabe: la función hace al órgano. Hay Agencias autonómicas que funcionan muy bien (léase la Agencia Antifraude de la Comunidad Valenciana), otras que funcionan razonablemente y las hay menos vistosas. Imagínense cuando proliferen como setas. Me objetarán que eso es el Estado autonómico. Sin duda, así es. Veremos si funcionan los píos deseos y cantos de sirena a la coordinación entre Autoridades, cuyo liderazgo se le asigna a la non nata Agencia estatal, cuya puesta en marcha efectiva se dilatará por varios meses.

Lo relevante ahora es que tal normativa se aplica a todas las Administraciones Públicas y entidades de su sector público, con lo cual se despejan así algunas de las dudas que planteó la Directiva en torno al margen de configuración normativa que implicaba su aplicabilidad a municipios de menos de 10.000 habitantes. En nuestro caso, todos los ayuntamientos están obligados a disponer de un Sistema de Información y, por tanto, de canales internos; aunque para ello lo puedan mancomunar o ser prestado por otros niveles de gobierno (aunque individualizando su aplicación), tales como las diputaciones provinciales o las comunidades autónomas uniprovinciales, por no hablar de Cabildos, Consejos Insulares o Diputaciones Forales (que, incluso, en este último caso se abre la posibilidad de que creen, si así lo prevé la normativa autonómica, su propia Autoridad de protección del denunciante, tal como prevé la disposición adicional cuarta).

Sin poder ahora comentar todos los aspectos de una Ley ciertamente extensa, cuyo nudo gordiano es la protección del denunciante (Título VII), que serán tratados en otra ocasión, baste con indicar que, a nuestros efectos, nos interesan más tratar ahora las cuestiones institucionales y aplicativas de tal norma. Por lo que respecta a las primeras, el Título II prevé una detallada regulación de lo que denomina como el Sistema interno de información, cuya pieza central son los canales internos. Un marco normativo que tiene reglas de aplicación general para las empresas y las entidades públicas, así como reglas específicas de aplicación para el sector privado y público, respectivamente. Asimismo, como se detalla exhaustivamente en el preámbulo, la Ley incorpora, tanto en los canales internos como externos, la posibilidad de presentar denuncias anónimas, lo cual es, sin duda, un importante avance, dado que la Directiva admitía también en este caso márgenes de configuración. Además, es un paso importante, como ya preveía la Directiva, la presentación de las denuncias o informaciones a través de un sistema multicanal, en el que tal vez la dimensión presencial debería haber recibido un trato más amplio.

La Ley, además, es muy optimista en los plazos de ejecución de sus mandatos. Nada más y nada menos que obliga a que en el plazo de tres meses desde su entrada en vigor todas las entidades dispongan de canales internos de denuncias. Pues, nada, a correr, y además en plena vorágine electoral municipal y en no pocas CCAA; con lo cual, cuando transcurra ese plazo expeditivo se podrán contar con los dedos de una mano quienes, si no lo tenían ya, hayan espabilado y aprobado a velocidad de vértigo un Sistema interno de Información. Afortunadamente, el legislador ha estado atento a nuestra atomizada realidad municipal, y ha aplazado hasta el 1 de diciembre de 2023 la creación de tales canales internos para los ayuntamientos de menos de 10.000 habitantes (y a las empresas de menos de 250 trabajadores).  En fin, esto del realismo pragmático no es precisamente una virtud que adorne a los legisladores de Justicia ni a los innumerables senadores y diputados que han dado al botón aprobando o desaprobando ese texto normativo.

También mete presión el legislador a las Comunidades Autónomas que ya dispongan de agencias u oficinas antifraude, pues les dan seis escasos meses para adaptar su normativa a la establecida en la Ley, si ello fuera necesario. Un tiempo reducidísimo para modificar textos legales, más en algunos casos en período electoral. Otro ejercicio sublime de escaso realismo normativo.

Y, en fin, la Ley 2/2023, contiene una minuciosa regulación, solo aplicable a la AGE y su sector público, de la Autoridad Independiente de Protección del Denunciante, cuyo molde institucional –como decía anteriormente- se ha calcado de la Ley de Transparencia, con una Presidencia y un órgano consultivo, con funciones relevantes, que van mucho más allá de la protección del informante, y que si son bien empleadas pueden ir gradualmente incorporando la cultura de la integridad en la Administración General del Estado, sirviendo tal vez de espejo a otras instituciones y territorios. Pero, como todo en la vida político-institucional, dependerá del acierto o desacierto que se tenga en el nombramiento de la Presidencia, pues si siguen con la línea de nombrar ex altos cargos de la Administración o amigos políticos de los gobernantes de turno, la flamante Autoridad Independiente perderá pronto el adjetivo para transformarse en uno de tantos artefactos institucionales, que tanto abundan en este país, que sirven de comedero político para quienes quieren cerrar con más púrpura extensas carreras en ese ámbito. Lo de siempre. Oportunidades hay, esperemos que no se pierdan.

La Ley es básica, salvo el Título VIII, aunque haya alguna regla que distorsione esa impresión (disposición transitoria segunda, 3). En cualquier caso, la Autoridad estatal se fía para largo: en un año como máximo se aprobará el Real Decreto que regule sus Estatutos. O se dan prisa en este proceso, o la puesta en marcha de esa sofisticada maquinaria institucional de protección del denunciante y de fomento de la integridad llegará en el momento en el que la gestión de los fondos europeos NGEU esté en su fase declinante. Cuando más se necesitan instrumentos de este carácter, la política legislativa sigue yendo a ritmo “caribeño”. ¿Por qué será?