PARTIDOS POLÍTICOS

LA AUSTERIDAD QUE VIENE 

 

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“Una deuda pública muy abultada implica redistribuir recursos entre las generaciones actuales y las del futuro, que no pueden votar mientras están sufriendo un empobrecimiento. Esto es injusto y debe ser tenido en cuenta por aquellos que parecen abogar por más y más deuda”

(Alesina, Favero y Giavazzi, Austeridad. Cuándo funciona y cuándo no, Deusto, 2020, p. 267)

 

Conforme se consumen los meses de este dificilísimo año 2020, y a pesar de que el marco de incertidumbre es aún muy elevado, los datos disponibles son cada vez más precisos y nos retratan con cierta fidelidad el tamaño del desastre que se avecina. Las estimaciones del impacto económico-financiero de la crisis Covid19 se están agravando conforme el tiempo avanza. Los primeros datos del mes de abril del FMI y del Gobierno de España (“Actualización del Programa de Estabilidad”) sufrieron modificaciones importantes al alza en el Informe de la AIReF (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal) de 6 de mayo, así como en la comparecencia del Gobernador del Banco de España ante la Comisión correspondiente del Congreso de los Diputados (18 mayo).

Según datos del 5 de junio, una vez computado el impacto del IMV, las estimaciones de déficit en 2020, según la AIReF, se moverán en una horquilla entre el 11,1 % y 13,9 % del PIB. Siempre que no carguemos más a los Presupuestos. En 2021, el déficit se moverá entre el 7,5 % y el 9,4 %, también según la AIReF.

Siendo ello preocupante, lo es más que las estimaciones de deuda pública (estimaciones de 6 de mayo) se encuentran entre las siguientes horquillas: en 2020, entre el 115 y 122 % del PIB; en 2021, entre el 117 y 124 %.

No cabe duda, por tanto, que nos encontramos ante un escenario de excepcionalidad fiscal. Tal como sucedió en la crisis de 2008 (aunque ambas sean de muy diferente trazado y factura), en estos primeros momentos estamos en una crisis fiscal expansiva de gasto público para hacer frente al shock (ya sin apenas margen de maniobra) y, más temprano que tarde, vendrá la dura resaca; pues habrá que aprobar un programa de consolidación fiscal o también denominado como plan de reequilibrio de las cuentas públicas. Dicho en términos más llanos; un plan de ajuste o de austeridad. Siempre que no haya que pedir un rescate, que no cabe descartarlo. Pero de eso poco se habla ahora, menos por el Gobierno. En 2010 se esperó dos años, y se puso en marcha de forma tardía (2010-2012). Y con errores de bulto. Los costes económicos y sociales fueron inmensos. En 2020 se siguen aplazando “las malas noticias”, pues ahora solo se quieren comunicar las buenas: estamos saliendo del durísimo período de la emergencia sanitaria. Y hay que sonreír, el que pueda. No se puede airear, sin embargo, que estamos saliendo “más fuertes”, pues precisamente se trata de todo lo contrario. No sólo en el plano sanitario/humanitario, que es evidente; sino también en la dimensión económico y social. Por lo que ahora importa, con un estado de las cuentas públicas deplorable, como no se conocía desde hace muchas décadas (probablemente desde la Guerra Civil, tal como recordó el Gobernador del Banco de España).

El diagnóstico de futuro que hizo la AIReF es sencillamente demoledor: “Para mantener estable en 2030 el nivel de deuda de 2021, sería necesario realizar a lo largo de la próxima década un ejercicio de consolidación fiscal similar al realizado en la década pasada, y alcanzar el equilibrio presupuestario en 2030. Adicionalmente, habría que mantener el equilibrio presupuestario casi otra década para poder digerir enteramente las consecuencias de esta crisis y volver al nivel previo de una ratio del 95 % del PIB en 2038”. Dieciocho años apretándose el cinturón para volver a los porcentajes de deuda pública (por cierto elevadísimos) que tenía España a finales de 2019. Ni más ni menos. El déficit entonces estaba en torno al 3 %. La disciplina fiscal no ha sido nunca nuestro fuerte. Al menos últimamente. Y las debilidades estructurales de la economía española son abundantes. Como expuso de forma certera el Gobernador del Banco de España: “Los impactos a medio plazo obligan a tener en cuenta la sostenibilidad financiera, por exigencias del marco europeo y, asimismo, por la necesidad de acudir a los mercados en demanda de financiación (…) La necesidad de un Plan de reequilibrio es inaplazable, así como la realización de un seguimiento estrecho del cumplimiento de los objetivos de consolidación fiscal”. Más claro, el agua.

Lo que sí parece cierto es que, como también ha expuesto la AIReF, el problema está en identificar cómo se hará ese programa de contención fiscal (si pivotará sobre ajustes de gasto o también sobre mayores impuestos), cómo afectará a los diferentes niveles de gobierno (Administración central, autonómicas y locales), y, en fin, de qué manera incidirá sobre los diferentes capítulos de gasto a ajustar. Así se considera que los gastos sanitarios y sociales se deberán incrementar (al menos en la etapa inicial), con lo que los ajustes deberán proceder de otros ámbitos. Y esta cuestión nos conduce derechamente a tres preguntas concatenadas entre sí: a) ¿qué tipo de plan de ajuste se llevará a cabo?; b) ¿sobre qué capítulos y ámbitos presupuestarios se proyectarán esos ajustes?; y c), en fin, ¿un plan de ajuste es realmente un “suicidio político” para el Gobierno que lo impulsa?

En un extraordinario y oportuno libro (Austeridad. Cuándo funciona y cuándo no, Deusto, 2020), los profesores Alesina, Favero y Giavazzi, llevan a cabo un exhaustivo análisis los programas de ajuste que se han aprobado desde 1970 a 2014 en dieciséis países, entre ellos España.  Se trata de un estudio objetivo (escrito, eso sí, antes de la crisis Covid19) basado en evidencias, que pretende alejarse de un tema, la austeridad, con “mucha ideología y poco análisis de datos”. Algunas de sus lecciones, con las matizaciones derivadas del actual contexto, son importantes. Allí afirman que la austeridad es “la respuesta a la mala previsión fiscal y al desarrollo de un gasto excesivo en relación con los ingresos disponibles”. Ciertamente, que la crisis Covid19 ha sido ajena en su estallido (salvo en la falta de previsión) a la gestión política, pero no en su trazado y desenlace. Tampoco en la situación precedente: las características estructurales de la economía española y la ratio disparada de deuda pública, así como el déficit existente, no nos situaban en buen lugar. Y la salida será mucho más compleja. Vienen tiempos de durísima contención fiscal. No conviene esconderlo. Como se señala gráficamente: “Tarde o temprano la estabilización tendrá que llegar, puesto que la alternativa última será la quiebra. Cuanto más se espere, mayores serán los ajustes requeridos, bien sean subidas de impuestos o reducciones de gasto público”.

La tesis central del libro citado, en la que los autores  insisten una y otra vez con evidencias (datos) contundentes es la siguiente: “Los planes (de ajuste) volcados en bajar gastos arrojan costes pequeños en términos de caída del PIB, pero los ajustes centrados en subir los ingresos públicos están asociados con recesiones profundas y duraderas”. Los planes de reequilibrio que empíricamente han funcionado son los de ajuste del gasto público, o los mixtos con prevalencia de esa variable.

Con esta tajante conclusión, la siguiente pregunta es dónde y en qué se ajusta o se recorta (pues recortes son). No cabe duda que las singularidades de esta crisis, como señalara oportunamente la AIReF, obligan a reforzar el gasto público en sanidad y en servicios sociales, al menos los primeros ejercicios. Ciertamente, como han reconocido los dos premios Nobel de Economía, Banerjee y Duflo, “hay una urgencia de diseñar y financiar adecuadamente políticas sociales eficaces”. También sanitarias, habría que añadir en estos momentos. Por consiguiente, en estos ámbitos, en principio, no se reduciría el gasto, sino que incluso cabría ampliarlo. Lo que derechamente conduce a la cuestión determinante: ¿Y dónde ajustamos, entonces? Los autores resaltan la ineficiencia en el gasto existente en los países del sur de Europa, y citan expresamente España e Italia (también Portugal, que ha corregido esas tendencias). También se hacen eco del despilfarro y de la corrupción, concluyendo que “se puede gastar menos y gastar mejor”. La ética (también pública e institucional), como ha reconocido Carlos Sánchez en un interesante artículo, cobra protagonismo especial en la salida digna a esta crisis. Debería formar parte del programa de reformas institucionales. Como otras muchas reformas del sector público a las que nos referimos en una reciente Declaración suscrita por quince académicos y profesionales. Fortalecer el Estado no es engordarlo artificialmente.

Realmente, si las partidas sanitarias y de servicios sociales no se podrán tocar y, es más, deberán verse incrementadas, por la gravedad del momento vivido y por un fortalecimiento del principio de precaución (hoy en día tan olvidado), habrá que hilar muy fino sobre qué ámbitos se producirá el ajuste. Y no iremos muy desviados si ponemos el foco en el gasto corriente, especialmente en los gastos de personal. Tal como se ha dicho, “la reducción en la masa salarial del sector público también tiene un efecto deprimente en la demanda agregada”, pero dicha caída puede compensarse con su traslado al sector privado, “conteniendo sus remuneraciones y aumentando así la rentabilidad y la inversión”. Aunque en España el empleo público es un “estabilizador” frente al brutal desempleo. Habrá que manejar muy finamente el  bisturí  para que esos ajustes se desplieguen efectivamente sobre las bolsas de ineficiencias, el tejido adiposo o aquellos empleos que no añadan valor añadido. No hay que ser ingenuos, la ortodoxia presupuestaria es bastante soez en sus planteamientos de ajuste, al menos en España, pues reduce o congela indiscriminadamente las retribuciones e impone tasas drásticas de reposición que nada ahorran realmente, puesto que el empleo tiende a transformarse en interino o temporal. Se debilita; así, la función pública, la envejece, la convierte en una institución inadaptada e impide atraer el talento. Y “atraer a personas cualificadas es esencial para que un Gobierno funcione bien” (Buena economía para tiempos difíciles, Taurus, 2020). Un diagnóstico muy conocido. Salvo que la cordura se imponga, eso es lo que vendrá. Pero depende cómo se haga ese proceso de ajuste, podrá acelerar una tendencia imparable, también en el sector público, a la automatización de muchas tareas (esto es, la sustitución de personas por máquinas) o a la externalización de determinadas actividades (esperemos que las superfluas y no las críticas).

Siempre cabe también reducir drásticamente las inversiones, pero entonces el motor de la economía sufrirá más aún. Los autores citados la prefieren, incluso, antes que recurrir a bajadas de impuestos, que son propuestas más depresoras. Y ello además teniendo en cuenta que será un ajuste duro y largo, pues en este caso –como también señalan- cuando “un plan (es) más persistente en el tiempo tiene un impacto más drástico para bien o para mal”. El bien lo sitúan empíricamente en el ajuste de gasto público; el mal, en la subida de impuestos. Como bien concluyen, “la recomendación es clara: rebajar el gasto, en vez de subir los impuestos contribuye decisivamente a romper la espiral de una crisis fiscal y revertir la situación de forma satisfactoria”.

Uno de los capítulos finales trata de un tema también recurrente en nuestro ámbito político: “La sabiduría popular sostiene que tomar medidas de ajuste es algo así como un suicidio político”. Poco más o menos que prepararse para la muerte súbita en política. También introducen el factor de si la gestión del plan de ajuste la lleva a cabo un gobierno de coalición, y si este está o no cohesionado. Su conclusión, basada en análisis empíricos, no va por esa línea: “Nuestros cálculos sugieren que no se puede afirmar que las consolidaciones supongan un ‘suicidio político’, ni mucho menos”. Aunque es cierto, y este es un dato nada menor en nuestro actual contexto político, lo siguiente: “La probabilidad de salir reelegido es mucho mayor si la austeridad se toma con más margen hasta las siguientes elecciones (lo ideal sería una distancia de al menos tres años)”. Asimismo, ponen de relieve otro punto nuclear: “La composición interna de las estructuras públicas (reparto de carteras) es más determinante de lo que podría parecer. Si el jefe de gobierno o el ministro de Hacienda tienen más poder, entonces las resistencias ante los ajustes serán menores”. Un liderazgo aceptado socialmente hace más fácil esa reelección. Las sociedades polarizadas y fracturadas políticamente complican la gestión de cualquier ajuste. Pero también añaden: “Las consolidaciones fiscales son más lentas cuando los gobiernos están conformados por una coalición de varios partidos”.

En cualquier caso, cabe concluir que habrá ajuste y, además, muy duro. Pero tendrá que ser de factura muy distinta al anterior de 2010, donde los errores fueron estrepitosos. Hará falta, sin duda, echar mano de la calculadora; pero también de la empatía política y social. Y no es fácil, “puesto que el PIB solo valora las cosas que tienen un precio y se pueden vender” (Adhijit Banerjee y Esther Duflo). Y esta crisis ha mostrado algo más, mucho más duro, también más humano. La Agenda 2030 y sobre todo el tercer mundo padecerá lo suyo. España, en otra dimensión y “amparada” por la Unión Europea (no lo olvidemos), también. Pero, en este complejo escenario, no se puede tolerar ni un día más que nos invoquen las seculares ineficiencias de nuestro sistema público y, cuando se salga del shock, nuestra falta de disciplina fiscal. El problema es que si esto no comenzamos a resolverlo nosotros, con un realista plan de reequilibrio, así como con reformas estructurales serias y bien planificadas, también del sector público, nos vendrán impuestas desde el exterior (Europa y FMI). Y, en ese caso, demostraremos una vez más la impotencia que este país tiene para resolver sus propios problemas.

REFORMAR EL SECTOR PÚBLICO PARA SALIR (MEJOR) DE LA CRISIS 

(Este texto es reproducción del artículo publicado en Vozpópuli el 3 de junio de 2020) 

Quince académicos y profesionales, especialistas en diferentes ámbitos del sector público, hemos suscrito una Declaración que lleva por título Por un sector público capaz de liderar la recuperación . Lo que aquí sigue es una escueta reflexión sobre alguna de las ideas-fuerza allí recogidas, pero siempre desde las propias inquietudes de quien esto escribe.

La Administración Pública se ha puesto frente al espejo del escrutinio público en este duro contexto de la crisis Covid19. No cabe duda que ha sido sometida a un fuerte estrés, al menos por lo que afecta a los denominados “servicios esenciales”. La población ha podido, así, percibir la importancia de lo público; pero también ha sido testigo privilegiado de sus insuficiencias. No han fallado tanto las personas como el sistema, que ha mostrado enormes debilidades. Hemos elevado a determinados profesionales a la categoría de héroes, pero las respuestas político-institucionales y administrativas han sido desiguales y, en algunos casos, marcadamente deficientes. Quizás, casi sin percibirlo, ha quedado una imagen colectiva de que lo público es enormemente importante. Y de que, tal vez, no lo hemos cuidado suficientemente en los últimos años y décadas. También hay una clara percepción de que, a la crisis sanitaria, vendrá anudada una monumental crisis económica y social. De una profundidad desconocida y con una longitud temporal aún por determinar. Esta crisis triangular, si no se gestiona adecuadamente, puede derivar en una crisis político-institucional, cuyas consecuencias podrían ser más devastadoras aún para la convivencia en este país. Hay, por consiguiente, que invertir en lo público y reformar el sistema institucional, del que la Administración Pública es una pieza determinante para que la política funcione de forma cabal y obtenga resultados mínimamente eficiente. Los desafíos a los que se enfrentará el sector público en los próximos años serán mayúsculos. Y de su tino o desatino en la resolución de estos nudos dependerá el futuro de España. Lo afirmó hace más de doscientos años Hamilton: no puede haber buen gobierno donde no hay buena Administración. Algo tan básico, y siempre tan olvidado.

Sin embargo, las reformas de la Administración Pública han estado completamente ausentes de la agenda política española. Son complejas y sus réditos se transfieren tarde. La política dominante, cortoplacista o inmediata, prefiere otros golpes de efecto. Y la niebla o la ceguera estratégica no hace más que acumular los problemas, sin resolverlos realmente. De hecho, se puede afirmar que desde 1978 sólo hubo un intento mínimamente serio de reformar la Administración, emprendido por el entonces Ministro Jordi Sevilla, cesado fulminantemente a mediados de 2007 sin explicación cabal alguna. Antes y después, sobre todo a partir de la crisis de 2008, hubo ajustes fiscales más que reformas. Y desde 2015, la parálisis más absoluta. Nada se ha hecho. Y el tiempo corre. El mundo se acelera. Las transformaciones del entorno son enormes. El desfase entre lo exterior y los muros envejecidos del interior del sector público es cada vez mayor. A todo ello se añaden, nuestro particular contexto como país, particularmente dañado por la gestión de la crisis y por sus futuras secuelas. Sin instituciones fuertes y eficientes afrontar ese complejo escenario se convertirá en un calvario. Por ello se necesita un sistema público que se sitúe en condiciones de liderar la recuperación y ofrezca a este país un futuro esperanzador. Se trata de reforzar, al máximo, las capacidades estatales (de todos y cada uno de los poderes públicos: estatal, autonómicos y locales). Debemos mirar inteligentemente lo que están haciendo las democracias avanzadas que han sabido superar con éxito contextos tan duros como el que nos tocará vivir. Habrá que hacer ajustes, que nadie lo dude. Y serán duros, muy duros. Pero, si no vienen acompañados de reformas profundas y valientes repetiremos los errores del pasado y caeremos en un pozo del que nos costará mucho tiempo salir, con daños colaterales incalculables. Nos jugamos mucho en el empeño.

Tenemos una Administración obsoleta, envejecida, inadaptada, necesitada de una transformación urgente para afrontar los retos inmediatos (particularmente, a la revolución tecnológica). Carecemos de niveles directivos profesionales a diferencia de lo que ocurre en las democracias avanzadas y en nuestro entorno inmediato (por ejemplo, Portugal). Hay que despolitizar urgentemente la alta Administración y proveerla con personas que acrediten previamente competencias profesionales directivas ante órganos independientes de evaluación.  Disponemos de un empleo público sobrecargado de tejido adiposo, con poco músculo y escaso talento. Con perfiles profesionales inadecuados a las exigencias del momento y menos aún del futuro. Necesitamos reforzar la integridad, creer de verdad en la  transparencia y en la rendición de cuentas, así como desarrollar de modo efectivo la digitalización. En fin, nuestras organizaciones públicas necesitan ser repensadas en su conjunto. Y para ello debemos poner el foco en la innovación y en la evaluación. Dos ámbitos también muy olvidados en el quehacer público. Requeriremos captar talento y retenerlo: internalizar la inteligencia y externalizar el trámite (aunque la automatización creciente deje tales tareas reducidas a su mínima expresión). Y para ello se tendrán que cambiar gradual e intensamente los procedimientos de acceso al empleo público, marcados aún por una fuerte impronta decimonónica con escaso o nulo valor predictivo. El empleo público se juega su futuro en cuatro retos y otros tantos frentes. Los retos son las jubilaciones masivas, la renovación generacional, la revolución tecnológica y el contexto de crisis fiscal de los próximos años. Los frentes no son otros que reivindicar los valores públicos, la planificación estratégica, el fortalecimiento del sistema de mérito y la gestión de la diferencia. Quien aborde estos frentes y retos deberá luchar con coraje, y no vale llamarse a engaño, contras cuatro tenazas que dificultan cualquier proceso de cambio: la intensa politización de la alta Administración, el corporativismo endogámico, un sindicalismo del sector público reactivo y defensor a ultranza del statu quo, y un poder judicial (necesitado también de profundas reformas) que no acompaña habitualmente en tales procesos de transformación. Tenemos un empleo público, por si no lo saben, anoréxico en valores y bulímico en derechos. Muy diferente al sector privado, también en sus aspectos retributivos, por no hablar de la estabilidad. Convendría comenzar a equiparar ambos planos. O aproximarlos.

No le den más vueltas. Esa transformación inaplazable requiere como premisa hacer cocina política de tres estrellas. Se requieren maestros del arte político. De los que no abundan. Pero previamente se debe hacer un pacto político transversal que integre la transformación de la Administración Pública dentro de las reformas institucionales que debe promover inexcusablemente este país si quiere tener credibilidad europea e internacional. Hay que dar urgentemente señales a Europa y “a los mercados” de que vamos en serio, y no de farol. El país se juega su futuro. Pero también la política y las instituciones. Si la política sigue sin comprender que su esencia es la buena gestión (o “la acción”, como diría Hanna Arendt), y no tanto el mensaje o la comunicación, nada avanzaremos. España ha de gestionar temas cruciales próximamente y, asimismo, recibirá innumerables cantidades de ayudas o préstamos (que engordarán más aún nuestra abultada deuda pública). Tales retos de gestión y transferencias financieras corren el riesgo de fugarse por las deficientes cañerías de un sector público que está pidiendo a gritos su transformación.  Pongamos urgente remedio.

SOBRE NOMBRAMIENTOS Y CESES POLÍTICOS (METAFÍSICA DE LA CONFIANZA Y REMODELACIÓN DE EQUIPOS)

“El modelo actualmente vigente (en España) de dirección pública es un modelo viejo, sin perspectivas de futuro y con lastres evidentes para el desarrollo institucional, lo que tiene consecuencias directas sobre el plano de la competitividad y del propio desarrollo económico”

(La Dirección Pública Profesional en España, Marcial Pons/IVAP, 2009, p. 62)

Hace algunos años el profesor Francisco Longo acertaba cuando describía la relación entre responsables políticos y directivos públicos en clave de “metafísica de la confianza”. Con ello pretendía resaltar que, en nuestro país, lo importante para ser nombrado cargo público o personal directivo es disponer de algo tan evanescente e impreciso como la confianza (política o personal) de quien tiene la competencia de designar o proponer tales nombramientos o ceses.

El spoils system o sistema de botín (como lo acuñara Weber) nació del impulso político del presidente populista estadounidense Andrew Jackson a partir de 1828. En España, su aplicación castiza se plasmó en el sistema de cesantías (Alejandro Nieto). Junto a esa tendencia, fue emergiendo con el paso del tiempo un spoils system «de circuito cerrado» (Quermonne, 1991), que limita los nombramientos discrecionales a personas que tengan previamente una serie de requisitos (por ejemplo, ser funcionarios públicos del grupo de clasificación A1). Pero en ambas modalidades, la discrecionalidad (sea absoluta o relativa) es determinante. Y el nombramiento, la permanencia o el cese, se basan en «la metafísica de la confianza».

¿Qué hay detrás de una confianza así entendida? No hace falta ser muy incisivos para advertirlo. La confianza se mantiene o se quiebra dependiendo de cómo evolucionen los acontecimientos: en un inicio, se deposita y, en un instante o en una secuencia tenporal, se pierde. El movimiento del dedazo discrecional se convierte en la señal que marca el inicio o el final de una relación de marcada dependencia. En efecto, quien es nombrado discrecionalmente ha de obedecer ciegamente o, al menos, acreditar día a día una lealtad inquebrantable, salvo que quiera correr el riesgo de ser cesado de forma fulminante. La política se rodea, así, de aduladores o palmeros.  O, en su defecto, de personas complacientes con «el que manda». La crítica siempre procede del “enemigo exterior”. La naturaleza humana es muy caprichosa. También la de quienes mandan. Hace muchos años, un cargo público que designó a su hermano para ejercer una responsabilidad pública fue interrogado por un periodista: ¿Qué justifica el nombramiento de su hermano para una responsabilidad pública en la que no se le conoce experiencia previa? La respuesta fue sublime: “Es un cargo de confianza. En quién voy a confiar más que en mi hermano”. Se zanjó el asunto. Eran otros tiempos. Aun así hoy, el periodismo patrio sigue dando por bueno el argumento de la confianza (ya no el del nepotismo). Y ello tiene graves consecuencias.

Pero, junto a la confianza, también se alude con frecuencia a otro «argumento», más físico y recurrente, vinculado estrechamente con el anterior: la necesidad que alega el gobernante de formar o remodelar equipos. Se concibe, así, a la alta Administración como una suerte de equipo que, dependiendo de los avatares, se puede recomponer a cada momento al libre arbitrio del líder. Al inicio de mandato, hay que formar equipos que se configurarán políticamente. Si cambia la persona titular del departamento o entidad, vuelta a empezar. Si hay cambios de gobierno sobrevenidos (por ejemplo, moción de censura), las cabezas directivas ruedan por la plaza pública. La noria de los ceses y nombramientos se pone en circulación. La Administración se configura así como una suerte de permanente página en blanco que se reescribe con nuevas personas y pretendidos nuevos proyectos cada cierto tiempo. A veces, y no es retórica, tales cargos directivos aprenden lo que deben hacer cuando ya el mandato ha declinado o está a punto de hacerlo. Si la penetración de la política en la Administración Pública es tan elevada como en nuestro caso, tales cambios de gobierno o de personas detienen además en seco la máquina gubernamental, que tardará unos meses en arrancar de nuevo. No es broma. La parálisis política y gestora se paga con facturas elevadas.

Como es una materia sobre la que he escrito en exceso y con la finalidad de no repetirme por enésima vez,  me limitaré en esta ocasión a reproducir unos fragmentos de un trabajo publicado en 2009, en una obra colectiva en la que también participaron los profesores Manuel Villoria y Alberto Palomar: La dirección pública en España (Marcial Pons/IVAP). Y de ahí extraeré unas breves conclusiones.  Veamos:

Si queremos caminar hacia un modelo de dirección pública profesional, a quien primero se ha de convencer es a los políticos, pues la primera lectura que lleva a cabo el personal de extracción política es que con la implantación de ese sistema pierde espacio de poder. El político invocará ‘las excelencias’ del sistema vigente: la flexibilidad de nombrar y cesar por criterios  estrictos de confianza, la posibilidad de conformar ‘equipos’ en torno a su proyecto o programa político, la ‘lealtad’ de tales personas (…)”. 

“Dentro de la batería de pretendidas razones que se esgrime como ‘escudo’ por parte de la clase política, hay una en la que quisiera detenerme por su enorme potencial retórico y por su fuerte carácter destructivo. Me refiero al argumento de ‘formar equipos’, que posiblemente es una de las más perversas manifestaciones de esa forma de razonar. En efecto, bajo el manto de ‘formar equipos’ se decapitan constantemente las estructuras directivas de los diferentes gobiernos y, lo que es más grave, se desangra el conocimiento y la continuidad de las diferentes políticas públicas (…) El coste que todos esos cambios tienen sobre el funcionamiento del sector público (dicho de forma más directa sobre la sociedad y el sistema económico) nadie los ha evaluado todavía, pero intuitivamente puedo indicar que son altísimos”.

“El argumento de ‘formar equipos’ esconde, sin embargo, algo más turbio. Sin duda es un buen argumento para fomentar la ‘cohesión ideológica’ del cuadro de mando de una determinada organización, pero también sirve para generar lealtades inquebrantables y mal entendidas, ausencia de cualquier atisbo, por mínimo que sea, de crítica o censura de una determinada decisión política y, en el peor de los casos, un medio espurio para colocar a fieles, amigos o, incluso, parientes más o menos próximos”.

“Pero tal práctica tiene todavía unos efectos más letales para el sistema político, puesto que sirve para diluir o, en su caso, desviar las responsabilidades políticas en las que pueden incurrir los responsables políticos máximos de un gobierno o de un concreto departamento. En no pocas ocasiones nuestros políticos (ministros, consejeros, alcaldes) han huido de asumir responsabilidades políticas directas en asuntos de notable envergadura cesando a ‘mandos intermedios’ (esto es, cargos directivos) de su respectiva entidad o departamento”.

Esas palabras están escritas hace casi doce años. Por lo visto últimamente, no han perdido ni un ápice de vigencia. La política de cualquier signo sigue blindando sus argumentos con los mismos mimbres que antaño. Aunque el número tan elevado de cargos y puestos de trabajo dependientes de la confianza no ha parado de crecer. No tiene parangón en ninguna democracia avanzada. Tampoco existen administraciones comparadas en las que se aluda con tanta persistencia a ese argumento tan grosero y débil de reajustar o remodelar el equipo. Allí donde existen estructuras directivas profesionales (sin ir más lejos, en Portugal), tales responsables directivos deben acreditar competencias profesionales para ser nombrados y gozan de una garantía de continuidad temporal si desarrollan adecuadamente sus objetivos, que no puede ser alterada súbitamente por los cambios de humor del titular de la entidad o departamento ni por supuestas necesidades de remodelar equipos a mitad del partido. No hay ceses discrecionales. Si así se hiciera, la puesta en marcha de las políticas padecería lo suyo al encadenarse al capricho personal y a los ciclos políticos. Algo letal. Y mucho de eso es lo que nos pasa actualmente.

Como dijo Hanna Arendt, la política es mensaje (palabra), pero sobre todo capacidad de acción. La comunicación, por mucho énfasis que se le dé, no puede sustituir a la gestión. Sin capacidad ejecutiva la política se queda sin esencia, sin sangre. Una política intermitente ejercida ejecutivamente por fieles que, directa o indirectamente, están bajo el manto de la propia política, supone apostar descaradamente por una gestión amateur y discontinua, siempre atada a la tiranía del mandato (Hamilton) o, incluso peor aún, dependiente o esclava del arbitrio de quien tiene la capacidad omnipresente de nombrar o cesar políticamente a todas aquellas personas que están llamadas a ejercer funciones o responsabilidades directivas en tales organizaciones públicas. Además, castra el correcto alineamiento entre política y gestión, al situar a la alta Administración en una posición vicarial regida por aficionados o escuderos políticos que, aunque tengan la condición de funcionarios públicos, una vez que asumen tales cargos se pasan “al otro lado” (al de la política), y así son vistos. No hay espacio intermedio entre política y gestión. La (mala) política ha bombardeado en España la creación de un espacio directivo profesional, como ámbito de intersección o de mediación (OCDE) entre ambos mundos (política y gestión). A la vieja política no le gusta este sistema porque no lo entiende, sigue anclada en el clientelismo más atroz y en una concepción patrimonial. Se siente cómoda en ese insólito papel. Y ello en pleno 2020. Con consecuencias muy serias, que son las que estamos padeciendo.

Aparte de todas esas disfunciones institucionales y estructurales, asoma otra más grave: esconderse detrás de la metafísica de la confianza o de la necesidad (subjetiva) de remodelar equipos, en algunas ocasiones representa huir de las responsabilidades que todo gobernante debe asumir. Eso no es rendir cuentas, es despistarlas. Tal conducta no es democrática, pues la auténtica democracia se basa en la transparencia y en el escrutinio ciudadano, así como en la exigencia de responsabilidades. Y tal fallo institucional habría que corregirlo de inmediato. Políticos y directivos deben rendir cuentas por su respectiva gestión.  Al menos, eso ha de garantizarse si algún día pretendemos homologar plenamente a este país con las democracias avanzadas europeas. Una pretensión que, hoy por hoy, al menos en este punto, parece aún lejos de alcanzarse.

GOBERNANZA ÉTICA E INTEGRIDAD INSTITUCIONAL

 

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“La aprobación de códigos de conducta por las instituciones, si nos van unidos a la construcción de sistemas de integridad institucional, se convierten al fin y a la postre en los peores embajadores de la ética institucional: el cinismo político nunca ha conjugado bien con la moral pública”

(Cómo prevenir la corrupción: Integridad y Transparencia, Catarata/IVAP, 2017, p. 99)

Desde hace tiempo, cuando pretendo poner en valor la ética pública y la integridad de las instituciones recurro a diferentes autores clásicos. Tanto a Séneca, como a Marco Aurelio, también Montesquieu. La tradición del pensamiento filosófico está plagada de referencias a la necesaria probidad del gobernante como espejo de ejemplaridad y refuerzo, así, de su imagen institucional ante la población. Adam Smith, en su Teoría de los sentimientos morales, define al buen estadista como aquel que reúne dos grandes atributos: “Es la mejor cabeza unida al mejor corazón. Es la sabiduría más perfecta combinada con la virtud más cabal (Alianza, 2009, p. 377). Dicho en términos más llanos: buen gobernante o servidor público sería aquel que une competencia política o profesional (en expresión de Léon Blum) junto a integridad de conducta. La reivindicación de los valores públicos es algo muy importante, más aún cuando nos deslizamos hacia una sociedad en la que la pobreza y la desigualdad harán fuerte mella en la población en los próximos meses y años. En este contexto, los servidores públicos (políticos, directivos y funcionarios) deben multiplicar su probidad hasta límites desconocidos. Cualquier esfuerzo será pequeño. La mejora de la confianza de la ciudadanía en las instituciones públicas, hoy en día tan maltrecha, dependerá mucho de ello.

Sin embargo, la integridad institucional y la ética pública han sido las grandes olvidadas de la agenda política española. Tan sólo en el corto período de mandato del Ministro Jordi Sevilla tomaron algo de visibilidad. Pronto olvidada. Ha habido que esperar varios años para que algunos niveles territoriales de gobierno retomaran la iniciativa. El inicio del cambio de paradigma de produjo con la puesta en marcha en 2013 del Código Ético y de Conducta del Gobierno Vasco (altos cargos), que implantó un sistema de integridad parcial que ha sido aplaudido incluso por el GRECO (Consejo de Europa). El liderazgo de quien ha sido presidente de la Comisión de Ética desde su puesta en marcha, Josu Erkoreka, tiene mucho que ver en ese fuerte impulso. Luego han seguido otras instancias territoriales (Comunidades Autónomas, entidades locales, organismos reguladores, etc.), que también han desarrollado modelos de integridad institucional, algunos incluso con pretensiones de transformarse en sistemas holísticos o de carácter integral (como ha sido el caso de la Diputación Foral de Gipuzkoa).

Sorprende, en cualquier caso, la insensibilidad que hacia las cuestiones de ética pública y de integridad institucional ha tenido siempre (hasta la fecha) el nivel central de gobierno. El último informe del GRECO sobre España (publicado en noviembre de 2019) pone de relieve tal déficit. Tras varias tarjetas rojas, el Poder Judicial se dotó de unos denominados Principios de Ética Judicial y, finalmente, bajo la presión del GRECO, puso en marcha una Comisión de Ética Judicial. De las Cámaras parlamentarias, mejor no hablar. Incapaces hasta ahora de construir un sistema de integridad propio de carácter integral. Han aprobado medidas cosméticas y poco más, cuya efectividad es más que dudosa. O de otros órganos constitucionales, que tampoco se han dotado de código de conducta alguno (salvo algún órgano regulador o administración independiente como la CNMC). Y, lo más paradójico, es que hoy día el Gobierno y sus altos cargos carecen de tal sistema de integridad. El Código de Buen Gobierno de 2005 “se derogó” por la Ley 3/2015, reguladora del estatuto del cargo público.  El Gobierno que entonces llevaba la riendas fue absolutamente insensible hacia la problemática de la integridad. Y, mientras tanto, la corrupción carcomía los cimientos de las instituciones y de la sociedad española. Igualmente grave es que el Gobierno que llegó al poder tras una moción de censura por un grave caso de corrupción, dedicara ni entonces ni ahora ni un solo minuto a construir o restablecer un mínimo sistema de integridad institucional. No hay órgano alguno en la Administración General del Estado que asuma tales competencias. El Código de conducta del TREBEP, aplicable a empleados públicos, ha pasado sin pena ni gloria, como un perfecto desconocido. Y si ese es el “ejemplo” del Gobierno central, no cabe extrañarse de que ese “modelo” de escepticismo cínico se haya reproducido en la inmensa mayoría de Comunidades Autónomas y entidades locales. Salvo códigos cosméticos, apenas nada se ha hecho.

Ahora que la Gobernanza, pésimamente entendida, vuelve a primer plano de la actualidad, cabe preguntarse qué es eso de la “Gobernanza Ética y la Integridad Institucional”. Dicho en términos muy sencillos: el comportamiento y las conductas de los gobernantes y de los servidores públicos, así como de aquellas entidades o personas que se relacionan con los poderes públicos, son fuente de legitimación o de deslegitimación de las instituciones y, por tanto, de la mayor o menor confianza que la ciudadanía tenga en ellas. Por tanto, si bien es importante para quien ejerce un cargo público o un empleo público actuar éticamente o de forma íntegra, pues en ello está en juego su propia reputación personal,  mucho más lo es para la institución a la que representa o en la que desarrolla su actividad profesional; pues rota la imagen institucional por una actuación (personal) incorrecta o corrupta, restablecer la confianza en las instituciones es algo muy complejo y laborioso en el tiempo. El daño a la reputación personal (falta de probidad o corrupción) tendrá, en su caso, su sanción penal o administrativa, pero el perjuicio institucional será probablemente irreparable. Y eso es lo que ha sucedido en este país y en su sistema institucional los últimos años. Por tanto, no se entiende tanto descuido, abandono o cinismo hacia el papel que la integridad institucional tiene en el fortalecimiento o debilitamiento de nuestras instituciones.

Así las cosas, en España se sigue fiando todo a la actuación “ex post”, sancionadora o penal; esto es, al castigo de quien infringe las normas. La actuación preventiva se descuida o abandona. Y en no pocas veces, se ignora. Multiplicamos las leyes, que apenas aplicamos. Cargamos a unos tribunales de justicia, por lo demás lentos y escasamente efectivos, de querellas, demandas y litigios vinculados con la corrupción. Creamos instituciones de control que apenas controlan, y nos vanagloriamos de llevar a cabo políticas de Gobierno Abierto, basadas en la transparencia, participación ciudadana y rendición de cuentas, olvidando que la premisa sustantiva de todo gobierno y de las personas que allí desempeñan sus funciones es el comportamiento íntegro y la probidad como guía. Sin ella, lo demás es pura coreografía. Las leyes y las sanciones son necesarias, sin duda; pero cuando se aplican el mal ya está hecho. Y la imagen institucional rota. Restablecerla es tarea compleja.

Por tanto, no se puede hablar de Gobernanza sin construir adecuadamente un Sistema de Integridad Institucional. Y ello requiere impulsar una Política de Integridad, algo que sólo lo puede hacer la propia política; esto es, quien gobierna. Y si la política no cree en ello, no hay nada que hacer (como ahora sucede). Esa política de integridad hay que definirla, impulsarla e interiorizarla. La ética no es cosmética, como dijera Adela Cortina. No basta con aprobar códigos, hay que insertarlos en un sistema de integridad y darles vida. La ética, como expuso el maestro Aranguren, se hace siempre in via. Es cambiar hábitos, mejora continua, al fin y a la postre desarrollo de una nueva cultura organizativa y de gestión. También de un modo diferente de hacer política.

Simplificando mucho, un sistema de integridad institucional debe configurarse de forma holística y disponer, al menos, de una serie de elementos que le dan coherencia y sentido. A saber:

  • Un código o códigos de conducta, como normas de autorregulación o de carácter deontológico que definan valores y principios, así como normas de conducta y de actuación.
  • Un conjunto de mecanismos de prevención y difusión de la cultura de integridad en la organización.
  • Articular canales internos de dilemas éticos, quejas o, en su caso, denuncias (en este último punto desarrollando la Directiva (UE) 2019/1937, de protección del denunciante.
  • Implantar órganos de garantía con autonomía e independencia orgánica y funcional (Comisiones de Integridad o Comisionados de Ética) que tramiten y resuelvan los dilemas, quejas o las denuncias e interpreten y apliquen los principios o normas de conducta. Sirvan de faro u orientación en cada organización.
  • Disponer de un sistema continuo de evaluación y de adaptación permanente de tales códigos como instrumentos vivos (OCDE).

Como expuso la OCDE en 2017 (en un documento enunciado Integridad Pública), tal política de integridad pública tiende a preservar a las instituciones frente a la corrupción, y se debe basar en tres ejes: a) Un sistema de integridad coherente y completo (no basta con exigir sólo la integridad de los políticos); b) Un desarrollo de la cultura de integridad; y c) Un mecanismo eficaz de rendición de cuentas.

En verdad, queda mucho trecho por recorrer para que las instituciones públicas en España apuesten de forma decidida y sincera por una política de integridad. Lo positivo es que se están dando algunos pasos importantes, pero siempre en ámbitos territoriales no estatales. Hay todavía mucho desconocimiento, no pocas actitudes escépticas o cínicas (tanto en la política como en el empleo público o, incluso, en la propia academia), así como una desvalorización permanente de lo que no es exigible por normas coactivas. En esa magnificación del Derecho y correlativo olvido o repulsa de la prevención y de la autorregulación, probablemente  se encuentre la propia impotencia de aquél, así como esa multiplicación de conductas irregulares proliferan en nuestro espacio público que, por cierto muchas de ellas, quedan impunes. Trabajar en gestión y prevención de riesgos (en el ámbito de la contratación pública, gestión de personal,  ámbito económico-financiero, subvenciones, etc.) es la mejor inversión que puede hacer una organización pública. Y ello sólo puede enmarcarse en una política de integridad institucional o de Gobernanza ética. Algo que, por cierto, apenas tiene coste económico alguno y ofrece unos retornos (en términos de legitimación institucional) incalculables. En los duros años que vienen de contención presupuestaria y de prioridades dramáticas de recursos escasos, todavía será más importante su implantación y desarrollo.  Hay que evitar toda mala práctica (favoritismo, clientelismo), como cualquier manifestación de conductas corruptas. La prevención es una de las claves. Pongámosla en funcionamiento. La buena política tiene la última palabra.

ANEXO: POLÍTICA DE INTEGRIDAD INSTITUCIONAL. ELEMENTOS BÁSICOS

Dimensión           Ejes Finalidad Preventiva
Endógena o interna 1. Plan de Integridad

 

 

 

2. Código(s) de Conducta(s)

 

 

3. Canales internos (garantías)

 

 

 

 

4. Órganos de garantía  (Comisión Integridad o Comisionado)

 

5. Sistemas de evaluación y adaptación permanente

 

6. Sistemas de Cumplimiento (Compliance) Empresas Públicas

1.1 Visión estratégica y Valores

2.1. Valores/Normas de conducta

 

3.1. Canales y/o procedimientos  de resolución dilemas o de quejas y denuncias (Directiva 2019/1937)

 

4.1. Tramitación y propuestas de resolución dilemas, quejas y/o denuncias

 

5.1.Escrutinio modelo. Instrumento vivo (OCDE)

 

6.1 Marcos de riesgo. Prevención. Código penal: delitos societarios

Mixta. Gobernanza Ética (Endógena/Exógena) 1. Integridad en la Contratación Pública

 

 

 

 

2. Integridad procesos selectivos y gestión personal

 

 

3. Integridad Subvenciones y ayudas

 

4. Ética pública del cuidado

 

 

 

 

5. Integridad y cultura ciudadana

 

1.1.          LCSP: Prevención: Códigos de conducta. Conflictos de interés.

 

2.1. Códigos de conducta tribunales. Provisión y carrera. Evaluación. Códigos sindicatos.

 

3.1.Códigos de conducta subvenciones

 

4.1. Principios y normas de conducta en sanidad, servicios sociales, atención colectivos vulnerables, etc.

 

5.1. Educación (valores); participación; convivencia y espacio público (respeto)

Exógeno o externo 1. Agencias de prevención y lucha contra la corrupción

 

 

 

2. Otras instituciones

 

 

 

 

3. Fiscalía y Poder Judicial

1.1.    Ámbito autonómico o local (donde existen)

 

 

2.1        Consejos de Transparencia, Defensorías, Tribunales de Cuentas, CNMC, etc.

3.1        Demandas, denuncias y querellas ante tribunales.

LA (COMPLEJA) REFORMA DE LA ADMINISTRACIÓN: CUATRO MIRADAS “CLÁSICAS”.

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“El reformador no regula, crea las condiciones que permitirán el cambio; es decir, el nuevo orden de las cosas”

(Michel Crozier, À contre-courrant. Mémoires, Fayard, 2004, p. 50)

 

Los libros de Administración y Función Pública ocupan una parte de mi biblioteca profesional. Acopio de muchas décadas dedicado, entre otras cosas, a esos menesteres, Algunas veces, cuando he de preparar un artículo, conferencia o intervención, como es el caso, retorno a esas estanterías. Y siempre reparo en algunas monografías que, por distintas circunstancias, no abría desde hace años (a veces décadas). Como mañana mismo tengo dos intervenciones puntuales en sendas videoconferencias (o Webinars tan de moda en estas semanas de confinamiento), he “perdido” el tiempo reabriendo algunas obras que hacía tiempo no visitaba.

La organización del desgobierno (Ariel, 1984) de Alejandro Nieto es un clásico. El capítulo 5 de esta obra, dedicado a los funcionarios, sigue siendo de obligada consulta. No es, como dice el autor, la cuestión administrativa, sino una de sus cuestiones (o problemas). Y lo sigue siendo. Ya entonces decía su autor que habían perdido consideración social, que la legitimación de las oposiciones (en las que basaban su superioridad) había desaparecido. Mejor que no mire ahora. También afirmaba que los mayores atractivos que tenía hacerse funcionario eran el empleo estable y “la tolerancia en el servicio” (o el bajo nivel de exigencia). Hay más atractivos, al menos hoy en día. Pero ya son bastantes. Sobre todo si se mira al precipicio privado. Lo más relevante es que “el funcionario ya tiene resuelta su vida para siempre” (algo que puede resultar obsceno en estas circunstancias), y viven “atrincherados en sus privilegios y en la confianza de que, hagan lo que hagan, nada puede pasarles”. En ese microclima cultural, “las actitudes parasitarias se van extendiendo como un cáncer”, sobre todo cuando se llega al convencimiento de que el trabajo y el rendimiento son factores absolutamente intrascendentes en la carrera funcionarial”. Como bien decía el autor, “marginado el mérito, lo único que cuentan son las maniobras: políticas, sindicales, corporativas y aun simplemente individuales”. Así, “las oficinas públicas son un hervidero de conspiraciones”. Con la mirada siempre en la evolución histórica, y un perfecto análisis de la situación del momento, el profesor Nieto pone el foco en el punto exacto de los problemas, por mucho que su mirada a veces sea desgarradora y crítica hasta el extremo. El problema de aquella función pública de 1984 era su naturaleza invertebrada. Casi cuarenta años después, los problemas se han ido enquistando e, incluso, multiplicando. Bien es cierto que ya entonces el autor situaba a aquellos funcionarios individuales y responsables (“con sentido del deber”) como la pieza maestra que hacía sobrevivir esa caduca estructura burocrática. Igual que hoy en día. Y clamaba por la reforma, como seguimos haciendo ahora, con el mismo resultado: nadie se da por enterado. Estamos donde estábamos, con mucha más modernidad aparente (administración digital, gobierno abierto, transparencia, etc.). Miento: si soy honesto, debo decir que estamos peor. Por el tiempo transcurrido y la impotencia (EBEP, incluido) manifiesta de reformar nada.

También publicado en 1980 he repescado de mi biblioteca una breve obra que no abría desde hace décadas. Se trata de una magnífica entrevista que Redento Mori hace a Sabino Cassese, en un libro que lleva por título Servitori dello Stato (editado por Zanichelli, Bolonia). En esas páginas se habla mucho de la reforma administrativa y del papel de la política y de los funcionarios públicos en ella (entonces se estaba impulsando en Italia la reforma Giannini). A la pregunta de quiénes puede ser agentes del cambio o de la transformación administrativa, el profesor Cassese comienza citando a los propios empleados públicos, a los que –subraya- es necesario “interesarles al máximo en lo que hacen y como podrían cambiar la Administración Pública, estimulándoles para obtener mejores resultados”. Introduce luego al Parlamento como actor del cambio, sobre todo legislativo. Pero aquí es donde la reforma puede torcerse, puesto que en el Parlamento se sientan los partidos. Y, tal como indica el entrevistado, “los partidos no están interesados realmente en la reforma administrativa, porque ésta, en realidad, no les da rédito político” (inmediato). A pesar de que una reforma de la Administración es muy relevante políticamente, los partidos no la visualizan, porque consideran que es una cosa neutra. La solución estriba en hacerles ver que esa “reforma (debe ser) positiva y no un simple instrumento. Por tanto, que añada valor a la política y supere la secular “ineficiencia del aparato administrativo” italiano (también del nuestro). Además, Cassese, como agudo analista, sitúa el problema de la burocracia en su entorno sociológico: los empleados públicos son clase media (hoy en día en descomposición) y tienen percepción de su rol. Su trascendencia económica es importantísima (más aún en una situación de crisis tan devastadora como la que actualmente nos encontramos): “el primer servicio que la administración pública ofrece a la sociedad es ser un empleador intensivo”. Pero, cumplido ese papel, desatiende el resto: no gestiona adecuadamente el personal y hay un bajo nivel de disciplina interna. Además, la burocracia italiana de entonces, por su propia función vicarial, permanecía cerrada en su propio cascarón. Lecciones importantes que conviene recordar en estos momentos, sobre todo la escasa (o nula) percepción política de la necesidad de reformar la Administración. Cuarenta años después sigue siendo así entre nosotros. Lamentablemente.

Otra autoridad indiscutible de la Administración Pública fue Michel Crozier. En dos de sus obras que acabo de recuperar de las estanterías, reflexiona sobre estos temas. De una de ellas tomo la cita del inicio de la entrada. Por su parte, en su imprescindible libro No se cambia la sociedad por decreto (INAP, Madrid, 1984), contiene algunas reflexiones que es necesario recuperar. La primera de ellas: “Todo sistema sobre el que no se interviene se degrada”. Más cuando “hoy (decía hace casi cuarenta años) se lucha menos por realizar algo que por imponer una imagen” (¡qué no será en el imperio de las redes sociales y de la comunicación!). Ya entonces Crozier incidía en la noción de cambio y en la necesidad de innovar en organización y gobierno ante la creciente complejidad. Pero de inmediato afirmaba: “no se cambia  por gusto, sino porque es necesario”. Pero, ¿cómo diseñar una estrategia de cambio? Su receta era muy sencilla y todavía aplicable, invirtiendo en tres ámbitos: en conocimientos; en hombres (personas); y en experiencia. Pero advertía de las falsas ilusiones: “El entusiasmo, desgraciadamente, no dura demasiado, y en absoluto remedia la incompetencia”. Hay que invertir en selección (de los mejores) y en formación. Recetas clásicas. Intervenir eficazmente en la sociedad requiere reformar la Administración. Una lección que se olvida. La Administración Pública sigue rigiéndose, decía, por lo que Tocqueville llamaba “doctrina dura, práctica muelle”. Muchas leyes, por lo común inaplicadas, y siempre vigencia de las excepciones. Su capítulo (“Abrir las élites”) es central. Algunos destellos: “La incapacidad para adaptarse e innovar (de la Administración) proceden en gran parte del carácter cerrado y monopolista de sus élites”. Unas élites estrechas (que ahora Macron quiere debilitar con una profunda reforma), que se caracterizan por el problema de la selección y por el maltusianismo de los cuerpos. En fin, como ya decía Jean Bodin en pleno siglo XVI, “no hay riqueza mayor que las personas”. Y si la Administración no las cuida, se empobrece. El vicio de todos modos está en la (mala) organización, aspecto frecuentemente abandonado: “la estructura actual de la autoridad tiene forma de nido de abeja, todo el mundo depende de todo el mundo, nadie manda y todos obedecen”.  Falla el sistema. Y nadie lo remedia.

El último libro es más reciente, aunque tampoco mucho. Trata de un reforma que salió adelante, aunque ha sido y es contestada. Tuvo atributos y límites. Pero interesa destacar solo algunos aspectos. La obra de Keraudren, Les modernisations de l’Etat et le thatcherisme (Bruselas, 1994), es un magnífico recorrido por las reformas del Civil Service (en lengua española puede encontrarse una buena síntesis de este proceso en el libro de J. A. Fuentetaja Pastor, Pasado, presente y futuro de la función pública. Entre la politización y la patrimonialización, Civitas, 2013) desde la implantación del merit system tras el informe Northcote-Trevelyan de 1853, como respuesta política a la ineficacia administrativa entonces existente, hasta llegar a las reformas de la década de los ochenta del siglo pasado (no alcanza a las reformas de 1996 y posteriores, dada su fecha de edición). Lo más relevante de este libro es algo que con frecuencia en España no hemos entendido ni los profesionales, ni los académicos, ni tampoco los políticos: “El Public Management es una manifestación discursiva (un relato, como diríamos ahora) del personal político y no un discurso de los altos funcionarios; es un discurso nuevo sobre la Administración, pero nuevo sobretodo porque no es de la Administración”. Dicho de otro modo, es la política (como ya sucedió antaño en otras ocasiones en el Reino Unido) la que detecta e impulsa la necesidad de reformar la Administración para hacer mejor política. Y de este enfoque se beneficiaron tanto los gobiernos conservadores como los regidos por el laborismo. Ello no dejó de generar tensiones entre políticos y altos funcionarios, pero finalmente el modelo se impuso. Por una razón muy obvia: hubo voluntad política decidida. Poco después, en 1996, se reformó el Senior Civil Service (la función directiva), creando la estructura abierta. Allí la política sí comprendió que debía reformar la Administración Pública para disponer de un entramado organizativo-institucional del Civil Service más eficiente. Pues ello revertiría en unos resultados mejores de la política.

Al parecer ideas tan sencillas cuestan una eternidad que sean interiorizadas por nuestra clase política. Nuestros actuales líderes políticos, presumo que por razones de edad, no han leído a ninguno de estos “clásicos modernos”. Ellos se lo pierden. Gobernarían mejor. Y se despreocuparían algo (aunque fuera un poco) de lo inmediato, pues verían cómo estas reformas no sólo dan réditos electorales, sino que sobre todo mejoran las capacidades de gestión del poder público y los servicios a la ciudadanía. Mejoran la propia política. Desgraciadamente, aún siguen obrando igual. Abandonando lo sustantivo. Por mucho que trampeen, nunca habrá buena política gubernamental donde no hay buena Administración Pública. Lo dijo Hamilton hace más de doscientos años. Y sigue siendo una afirmación absolutamente vigente. Que se la vayan metiendo en la cabeza.

EMPLEO PÚBLICO 2020-2030 (I): DESAFÍOS MÚLTIPLES EN UN ESCENARIO DE CRISIS [1]

 

 

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“A menudo los sistemas pueden sostenerse más tiempo de lo que pensamos, pero terminan desplomándose mucho más rápido de lo que imaginamos” (Kenneth Rogoff)

Si ya las dificultades para articular una política de gestión o transferencia del conocimiento en las Administraciones Públicas son enormes, debido a su particular contexto organizativo, fáctico y cultural, pero especialmente normativo, mucho más lo son cuando se trata de enfrentarse a una salida masiva de personas vía jubilación legal (cuando no voluntaria) y un relevo generacional también intensivo. Esta es una singularidad española: pues en este país las Administraciones Públicas tuvieron una oleada de ingresos en las décadas de los ochenta y noventa, y tendrán otra oleada de salidas en la década de 2020-2030.

Pero, si a ello unimos el cuadro de la aún incipiente revolución tecnológica, así como nuestro particular retraso, el escenario resultante se complica sobremanera. Y el ingrediente que tal vez convertirá la situación actual en panorama diabólico es, sin duda, la confluencia en estos momentos de una crisis fiscal que, como mínimo, se prolongará algunos años. El Fondo Monetario Internacional pronostica una caída del PIB en el primer semestre de 2020 de más de 8 puntos, lo que resultan ser peores indicadores de los que se dieron en la crisis de 2008 a lo largo de varios años.

Cuando esto se escribe, aún no hay un criterio experto asentado sobre el tipo de crisis económica al que nos enfrentamos y las consecuencias que ella tendrá sobre la economía (aunque todas las hipótesis de trabajo son muy malas o pésimas), limitándose el consenso a que será una crisis de caída profunda, entre el 6-10 por ciento del PIB en 2020 (incluso hay quienes vaticina que la caída será mayor), y que requerirá para afrontarla de inmediato un endeudamiento que puede alcanzar el 110-120 por ciento del PIB, con unas subidas correlativas del déficit público que se puede disparar hasta cifras desconocidas en los últimos años (se habla del 15/16 por ciento del PIB sólo en 2020). Una crisis brutal. No tiene otro calificativo. Mucho más fuerte en sus efectos inmediatos (ya veremos los mediatos) que la de 2008.

A partir de estos consensos frágiles en el diagnóstico, las diferencias se acrecientan. Hay quienes estiman que puede ser una crisis “V”, mientras que hay otros que opinan que será tipo “U”, incluso que en algunos sectores (como el turismo) la crisis puede representarse por una “L”. Sea cual fuere el resultado final, lo que resulta obvio es que será una crisis económica que dejará las arcas públicas exhaustas, con un empobrecimiento colectivo espectacular y un crecimiento del desempleo también desorbitado (por encima del 20 por ciento de la población activa), al margen de la desaparición de parte de la actividad empresarial y un esponjamiento del denso tejido de PYMES, autónomos y profesionales que sostienen buena parte de la economía española. La digitalización intensiva y la automatización serán, tal como decíamos, las respuestas más inmediatas a este escenario ciertamente sombrío, lo que paradójicamente comportará asimismo pérdida de empleos netos. La crisis castigará, por tanto, a tres fuentes principales de empleo y recursos que mueven la economía española: turismo, construcción y servicios.

En ese contexto, los impactos sobre las Administraciones Públicas son obvios, algunos directos y otros indirectos. Los impactos directos tienen que ver con dos premisas. El hundimiento de la economía comporta inevitablemente una caída en picado de ingresos fiscales, por lo que la fuente de financiación principal del sector público en este contexto es el endeudamiento. En esto España no será una excepción, la única singularidad consistirá en que, dada su dependencia económica de tales sectores críticos y dado también el previsible incremento desbordado del desempleo (una tara endémica), los desajustes en nuestro caso serán muy superiores a los de otras economías. Como comentó  el analista bursátil Juan Ignacio Crespo, cada país tendrá su propio calvario. Y, por tanto, a la caída de ingresos se le debe sumar cómo atender esas necesidades sociales (empobrecimiento de la población) que tienen su origen en el hundimiento (total o parcial) de sectores económicos, el crecimiento del desempleo o las innumerables demandas que deberán atenderse en los próximos años en  muy diferentes frentes.

En ese complejo escenario es en el que hay que encuadrar esas jubilaciones masivas (que durante la década de 2020 se irán produciendo), así como el pretendido relevo generacional que se deberá (o se debería) llevar a cabo. Bien es cierto que, como se viene insistiendo en estas páginas, se correrán dos riesgos. El primero de ellos es el más evidente: que las necesidades inaplazables de recursos financieros conlleven un desplazamiento claro de prioridades políticas que, marcadas por el retorno a una ortodoxia presupuestaria, suponga amortizaciones en masa de las vacantes producidas en las organizaciones públicas en los próximos años (al menos, en los dos o tres ejercicios presupuestarios venideros). Si fuera un corto espacio temporal, la cuestión podría tener remedio gradual. Pero se corre el riesgo evidente de que la entropía derivada del complejo contexto se apropie de la siempre frágil agenda política, quebrando la racionalidad y sobre todo nublando la visión estratégica. Dicho de otro modo, que la precipitación por la búsqueda de soluciones (falsamente) inmediatas gane la batalla a la previsión, a la planificación y a la racionalidad. Es un escenario que no puede descartarse. En ese caso, el empleo público saldrá de esta crisis (sea en “V”, “U” o “L”) más devastado aún de lo que está y con un sinfín de problemas no solo no resueltos, sino incrementados. Probablemente, herido de muerte. Cuando se dice (retóricamente) que hace falta más Estado. En verdad, mejor Estado. 

También se corre el riesgo, en nada despreciable, de que, frente a los inevitables e inaplazables requerimientos tecnológicos y la inexistencia de personal propio que pueda asumir esas tareas, las administraciones públicas se echen de brazos abiertos al mercado y contraten toda esa actividad creciente y estratégica mediante servicios externos. La dependencia tecnológica del sector público será, por tanto, absoluta, si esto se produjera.

Con este marco sumariamente descrito, cabe preguntarse: ¿Cómo llevar a cabo una política de traspaso o transferencia del conocimiento, así como de relevo generacional y hacer frente a las demandas de la revolución tecnológica en el empleo público?, ¿con un escenario en los próximos años de descapitalización intensiva de las administraciones públicas? Las dificultades para hacerlo eran notorias antes de la crisis. Y se acrecientan notablemente después de ella. Recordemos de forma telegráfica algunas de ellas ya tratadas in extenso en páginas anteriores.

  • El marco normativo que disponemos en la función pública está obsoleto y, sobre todo, totalmente inadaptado para poder abordar esa nueva realidad. Muchos nudos legales y prejuicios habrán de ser desatados.
  • A ello se añade la visión cortoplacista de la política, que hasta la fecha es incapaz de elevarse lo más mínimo más allá de la propia coyuntura inmediata y, todo lo más, hasta el final del mandato (hoy en día, por lo demás, un escenario inexistente, pues ya no hay mandato, solo supervivencia). Hacer política con “luces cortas” impide planificar el futuro mediato y conlleva acumular errores cuya factura se pagará los años siguientes. Sobre este déficit o necesidad de reformas insiste hoy mismo Francisco Longo, en una recomendable entrada. Se trata de abandonar, de una vez por todas, la política sectaria y circular (dicho en términos más vulgares, de «rayas rojas» y de “marear la perdiz”) a la que, por desgracia, nos tienen acostumbrados.
  • Si a lo anterior se suma la mirada reactiva (en cuanto exclusivamente endogámica) del sindicalismo del sector público, el cuadro definitivo del problema se cierra. Sobre esta cuestión ya se ha emitido opinión en estas páginas. No es necesario insistir. Cualquier reforma que perturbe el statu quo les incomoda. Y cierran su paso. Al menos hasta ahora, no son amigos de la transformación. Las cuentas públicas son, según su particular forma de observar el mundo, una «caja sin fondo». Pronto observarán que no es así.
  • Además disponemos, como ya se ha resaltado, de una institución del empleo público muy debilitada, y que se ha erosionado más aún en una última década plagada de desconcierto (desorientación), abandono y recortes. La política de función pública lleva prácticamente ausente de la agenda política desde hace más de doce años. Y es algo que estamos pagando caro, por falta de capacidad de gestión efectiva. La política poco inteligente, la que nunca ha visto el problema, lo está padeciendo en sus carnes. Y lo que es peor, sigue sin enterarse. O sin darse por enterada. La política sin buena gestión es vacío.
  • La Administración actual continúa siendo un hábitat en el que los juristas colonizan funcionalmente una Administración que tiene al «BOE» como puntal sus políticas, pero cuyo futuro (algo que no termina de interiorizarse) está en la digitalización, en la revolución tecnológica y en la gestión (y protección) de datos. Otro gran agujero negro, como el de la Administración electrónica (digital), que está costando muy caro en estos momentos. Los juristas seguirán siendo necesarios, pero en mucho menor número y con funciones altamente cualificadas, pero no de tramitación. Seguir cargando la nómina pública de juristas tramitadores y de personal administrativo, es un viaje a ninguna parte.
  • Se puede llevar a cabo un ejercicio de prospectiva y formular algunas hipótesis, y en ese horizonte no es exagerado afirmar que en el plazo de pocos años sobrarán decenas de miles, cuando no centenares de miles, de dotaciones de puestos de trabajo que actualmente desempeñan funciones de tramitación administrativa, que serán de inmediato o de forma más mediata automatizadas. No hay alternativa, por mucho que se pretenda distraer su llegada. Negar el problema, como si no existiera, tampoco es solución. Lo dramático es que la crisis puede acelerar este proceso (amortizaciones), pero sin hacerlo racional (transformación de nuevos perfiles de puestos). Ajuste salvaje, se le llama. No lo descarten.
  • Y, en fin, algo ya reiterado también en este texto. Si la política no toma en serio a la función pública, es muy difícil que ésta pueda despegar. Tampoco aquélla, Así, abandonadas a su propia suerte, las unidades de recursos humanos del sector público (donde las hay) se dedican preferentemente a hacer administración de personal (a realizar tareas muchas veces propias de una gestoría administrativa de personal), no llevan a cabo apenas funciones de planificación u organización como tampoco gestión de recursos humanos, salvo en su dimensión meramente formal, pero no hay una apuesta seria por una gestión de la diferencia basada en la evaluación del desempeño. Es la única vía. Nadie quiere tomar decisiones molestas. Y sin medir resultados («todo el mundo es bueno»), el igualitarismo barato anega la función pública y la convierte en inútil. Una burocracia formal que se recrea a sí misma. Hay excepciones, pero son muy pocas. La política de gestión de personas está prácticamente ausente en los distintos niveles de gobierno. Hasta hoy, nos les interesa. Veremos mañana.

Ese contexto, resumido sumariamente, es en el que se debe encuadrar una compleja política de renovación generacional y de adaptación a la revolución tecnológica como consecuencia de las jubilaciones en masa.  Ese proceso debería implicar una sustitución ordenada del conocimiento perdido (gestión y transferencia del conocimiento) en aquellos casos que sea necesario, así como una adecuación o adaptación acelerada de las estructuras de empleo público a la imparable revolución tecnológica, en la que la Administración Pública lleva un retraso espectacular. Y todo ello, condimentado a última hora  (o condicionado, mejor dicho), por la enorme crisis económica y fiscal que nos espera. ¿Cómo cuadrar cabalmente ese complejo escenario? A dar respuesta a esta cuestión, dedicaremos la siguiente entrada.

 

[1] Esta entrada y la que se publicará como continuación incorporan algunas ideas (con aportaciones puntuales «más ligeras») de la parte final de un artículo que se publicará próximamente en el Anuario de Derecho Municipal 2019 editado por el Instituto de Derecho Local de la Universidad Autónoma de Madrid y por Marcial Pons, que lleva por título “El (inaplazable) relevo generacional en las Administraciones Públicas: desafíos en un entorno de revolución tecnológica y de crisis fiscal como consecuencia de la pandemia de 2020”. Este origen es el que explica que, por lo que afecta al empleo público, se traten específicamente cuatro tipo de problemas: jubilaciones masivas de empleados públicos, relevo generacional, impactos de la revolución tecnológica y los previsibles condicionamientos derivados de la crisis fiscal como consecuencia del COVID-19 para afrontar tales retos. Agradezco al profesor Francisco Velasco Caballero, la invitación cursada para redactar este artículo, aunque el impacto de la emergencia sanitaria y sus secuelas fiscales, haya empañado la redacción final de este trabajo, que se ha debido de reconstruir en buena parte.

DIRIGIR EN TIEMPOS DE CRISIS

La dirección es una actividad siempre compleja. Requiere, como decía Minztberg (y me gusta recordar), conjugar equilibradamente obra (experiencia), arte (visión) y ciencia (análisis). Asimismo, hoy en día, la dirección debe sumar excelentes conocimientos tecnológicos, conocimientos de idiomas y un arsenal de habilidades blandas. Y, encontrar personas que ofrezcan tal batería de competencias profesionales no resulta fácil. Menos aún en el ámbito público, en el que los directivos se eligen (por criterios de confianza política o personal) y no se seleccionan (en función de sus competencias profesionales acreditadas); donde hoy por hoy no hay excepciones: quienes dirigen las organizaciones públicas en sus niveles superiores son amateurs de la dirección pública. Quienes aprenden a dirigir lo hacen a costa del tiempo dedicado (experiencia) o porque algunas de estas personas añaden ciencia (análisis) o se dotan de formación complementaria que les pueda dar visión estratégica. Pero, no nos llamemos a engaño, son una absoluta minoría. O llevan mucho tiempo en esas posiciones directivas y, mal que bien, algo han aprendido con el paso del tiempo. También está muy asentada la falsa creencia de que, simplemente por ser funcionario de cuerpo o escala superior, ya se tienen competencias directivas innatas. Craso error. Y muy extendido.

Si algo nos ha mostrado esta crisis sanitaria y la brutal crisis económico-social en ciernes, es que no se puede gobernar un contexto tan complejo con una política inexperta (Felipe González, dixit). Especialmente, con muchos políticos recién llegados, que además ellos o los que estaban habían cambiado radicalmente a sus equipos de altos cargos y asesores, con la finalidad de gobernar una legislatura corta con una (pretendida) eficiente política comunicativa, pero nunca asomarse al precipicio de una crisis de estas magnitudes y mucho menos afrontarla. Que hayan sido desbordados por los acontecimientos, es lo mínimo que les ha podido pasar. Tampoco es circunstancial que, salvo excepciones de liderazgo individual (alcalde de Madrid), los gobiernos que mejor están “campeando” la crisis son aquellos que ya tenían un cierto recorrido temporal y sus estructuras directivas estaban más asentadas. Aunque no fueran las más idóneas, ni mucho menos. Estos durísimos momentos nos han recordado, no sin enorme frustración, algo que ya sabíamos: la dirección y gestión pública es mucho más importante de lo que algunos creen.

En cualquier caso, si ya en sí misma dirigir es una actividad sumamente compleja, mucho más lo resulta en una crisis de las magnitudes de la actual. Y si esa dirección no es profesional, sino amateur, como la propia política a la que está unida umbilicalmente, no queda otra solución que abrazar el criterio experto como paraguas de decisiones políticas que no son ni pueden ser por esencia «científicas», por mucho que la política practique el arte de la prestidigitación: por muy obvio que parezca, las decisiones en política siempre serán políticas. Como nos recuerda Innerarity (Una teoría de la democracia compleja. Gobernar el siglo XXI, p. 343), «la política debe aprender a tomar decisiones con un conocimiento incompleto, en entornos de incertidumbre». El conocimiento experto nunca es unívoco.  Como bien dicen muchos ahora, no es tiempo de crítica, sino de remar juntos. Pero sí es oportuno identificar, al menos, aquellos cuellos de botella que han hecho aún más compleja la (mala) gestión de esta crisis. Y uno de ellos, aunque nadie en política lo quiera reconocer (y menos ahora), es que no se pueden seguir gobernando y, sobre todo, dirigiendo las instituciones públicas con personas reclutadas por crietrios exclusivos de clientelismo o de favor o proximidad política, sin acreditación previa y objetiva, en procesos competitivos y de libre concurrencia, de sus competencias profesionales directivas. Es una temeridad. Y la factura es larga. Pero, el clientelismo tiene hondas raíces. Y habrá que extirparlas.

Lo (mal) hecho, hecho está. Ya vendrá luego la rendición de cuentas. Ahora se trata de mirar al futuro. Y dirigir el sector público en los próximos meses y años va requerir un cúmulo de energías, destrezas y habilidades sin parangón. La crisis económica, de mayor o menor extensión temporal, será aterradora. No valen medias tintas. Ahora más que nunca el sector público necesita gobernantes y directivos que acumulen, inteligentemente, las dos propiedades que Adam Smith predicaba de los grandes estadistas: la mejor cabeza (excelentes competencias políticas o directivas), junto al mejor corazón (integridad y ética pública, así como no pocas dosis combinadas de prudencia, magnificencia y valentía).

Con toda franqueza, los partidos políticos ya han mostrado todas sus limitaciones para proveer de gestores públicos eficientes a las nóminas de altos cargos, cargos de libre nombramiento y remoción, directivos de libre designación o asesores que poco o nada asesoran, pues cuando la necesidad aprieta hay que acudir a expertos o profesionales. No es cuestión de recordar aquí la «lista de los horrores», lugares donde se ha fallado y se está fallando, sobre todo en gestión. Afrontar un futuro plagado de decisiones críticas y dramáticas, con una contracción del crecimiento económico excepcional y, por tanto, con muchísimos menos recursos, requiere excepcionales atributos para quienes se encarguen a partir de entonces de dirigir lo público. En las manos de quienes nos gobiernan está cambiar el rumbo o hundir el barco. Ellos sabrán.

Pero, al menos, desde esta modesta atalaya, pretendo esbozar unas líneas de mejora que vayan encaminadas a reclutar aquellos futuros directivos que deberán hacer frente a tan complejo escenario. A saber:

  1. La elefantiasis estructural (innumerables departamentos con infinidad de cargos directivos y asesores) debe suprimirse de inmediato. Las estructuras departamentales deben ser livianas, con mucho cerebro (talento), buen músculo y eliminando tejido adiposo e ineficiente. La coordinación efectiva.
  2. Las entidades del sector público institucional y empresarial, así como fundacional, deben ser reducidas en número, mediante procesos de fusión o supresión. Sólo se deben mantener aquellas que sean objetivamente necesarias (en términos de eficacia y eficiencia, así como de economía, previa ejecución de una auditoría efectiva y no formal al respecto). No volver a cometer los errores de la crisis anterior, que dejó casi incólume el sector público, y sólo adoptó medidas cosméticas. Se trata de resetear lo público.
  3. Los niveles y número de órganos directivos de la administración pública deben ser asimismo reducidos a su mínima expresión, mediante procesos de acumulación funcional o supresión. Su cobertura se ha de llevar a cabo por criterios estrictamente profesionales, en línea con lo realizado en la Administración portuguesa desde hace años. También los niveles directivos de segundo grado (funcionariales).
  4. Los asesores (personal eventual) deben ser asimismo radicalmente limitados en número. Y exigir normativamente una serie de requisitos de conocimientos, experiencia, idiomas, etc., para su cobertura. Quien no los acredite, no puede ser designado.
  5. La Integridad Institucional y la Transparencia, así como la rendición de cuentas han de ser exigencias ineludibles en el comportamiento y actividad profesional de quienes trabajen en posiciones políticas y directivas. Cualquier brote de comportamiento irregular o de corrupción debe ser causa de cese inmediato. Se deben aprobar de inmediato Sistemas de Integridad Institucional en todas las organizaciones públicas y modelos de Gobernanza Pública, que incluyan asimismo una política de transparencia efectiva y de rendición de cuentas.
  6. No deberían ser designados directivos públicos quienes no acreditasen conocimientos digitales avanzados y una razonable comprensión del entorno y retos tecnológicos a los que se enfrentan las Administraciones Públicas. Crisis y revolución tecnológica conforman un cóctel complejo que debe ser gestionado de forma cabal, sino quiere quedarse la Administración Pública no sólo devastada sino totalmente obsoleta.
  7. Tampoco deberían ser designados directivos públicos quienes, aparte de las lenguas oficiales en su respectivo ámbito, no acrediten muy buenos conocimientos en inglés o, al menos, de una lengua extranjera que sea necesaria para su ámbito de desarrollo profesional.
  8. Quienes asuman funciones directivas en el sector público en sentido lato deberán suscribir un acuerdo de gestión, siquiera sea de mínimos, en el que se determinen objetivos y adquieran compromisos a desarrollar durante el período de su mandato. Los objetivos deben ser evaluables y la continuidad o no directamente imbricada con sus logros. Los directivos fijarán objetivos y evaluarán a las estructuras intermedias que de ellos dependan.
  9. Los directivos del sector público en los próximos meses deberán, asimismo desarrollar especialmente una serie de competencias críticas, aparte de las tradicionales de la función de dirigir. Y, dentro de esta incompleta lista, se pueden incorporar las siguientes:
    1. Liderazgo contextual, propio de una crisis de las magnitudes como la que se ha de afrontar. Saber estar a la altura de las circunstancias. Con vocación de servicio. Implicación absoluta. Y liderazgo ejemplar.
    2. Visión estratégica. Las soluciones de hoy serán los problemas del mañana, si no se encauzan razonablemente.
    3. Trabajo por resultados. Nunca más que ahora se necesitan resultados. Resolver problemas inmediatos, pero con mirada estratégica.
    4. Gestión eficaz y eficiente. Resultados sí, pero al menor coste posible, sin menoscabo de su calidad. Hay que erradicar la ineptitud, la incompetencia, la burocracia estéril, etc.
    5. Digitalizar las organizaciones públicas es una obligación inaplazable. Captar perfiles profesionales tecnológicos (analistas de datos, ingenieros, estadísticos, matemáticos, etc.).
    6. Impulsar en sus organizaciones la creatividad, innovación y fomento de la iniciativa.
    7. Reforzar la capacidad de negociación en tiempos críticos. Firmeza y saber decir un “no” positivo (argumentado), como decía Ury. Ninguna veleidad, ni la más mínima, con el corporativismo ni con la política o el sindicalismo clientelar.
    8. Empatía, resilencia, solidaridad, adaptabilidad y fomento de los valores públicos.
    9. La formación de directivos y de personal predirectivo debe ser una prioridad estratégica en las organizaciones públicas.

En fin, una pequeña muestra de algunas de las competencias imprescindibles que nuestros directivos públicos (y también en buena medida nuestros políticos) deberán atesorar en los complejos tiempos que se avecinan. De que se cumpla siquiera sea una parte de ellas en los perfiles profesionales que se hagan cargo de la difícil gestión del sector público en los años venideros, dependerá que salgamos mejor o peor parados como sociedad de esta tremenda crisis. Que por una vez impere la cordura, aunque sea excepción.

EL VIEJO DILEMA: AJUSTES O REFORMAS

“Ajuste fiscal no equivale a reforma y, sin reforma, las medidas de ajuste, tienden a empeorar la calidad de la gestión pública”

(Koldo Echebarría, “Crisis fiscal y empleo público en España: algunos datos para la reflexión”, Revista Aragonesa de Administración Pública número monográfico XIII, p. 63).

El frenesí normativo, una vez más, se ha apoderado del BOE. No hay día que no aparezcan nuevas medidas normativas. Y la producción de decretos-leyes ya está en los dos dígitos desde el pasado domingo. La máquina de producir “leyes” y “reglamentos” se acelera. Sin embargo, en esta borrachera normativa falta por llegar la resaca “pública”: un paquete de medidas que afronte lo que ya aflora sin pudor en la inquietud social y nadie responde. ¿Seguirá el Gobierno sin adoptar ni una sola medida que suponga afectación retributiva a quienes perciben todos los meses sus salarios de las instituciones del sector público?, ¿podrá mantener el Gobierno esa política de esconder el bulto durante mucho tiempo más?; ¿se mantendrán igual las pensiones más altas? Preguntas que habrán de recibir algún día las correspondientes respuestas, también gubernamentales.

Es obvio que el cierre de actividades está comportando el empobrecimiento de amplios colectivos de la población, y las consecuencias mediatas serán aún peores. Las arcas públicas se van a quedar sin recursos en muy poco tiempo. La caída de ingresos fiscales se augura excepcional, como la crisis de la que nace. Pero, mientras tanto, se mantienen más que activos los servicios públicos esenciales, a medio gas o parados los no esenciales, se siguen abonando sus nóminas mensuales, como no puede ser de otro modo, a decenas de miles de personas que viven de la actividad política y de sus aledaños (representantes, cargos públicos, cargos institucionales, cargos ejecutivos, asesores, etc.), así como a millones (aproximadamente, tres) de empleados públicos de toda condición (burócratas, profesores, sanitarios, policías, personal del sector público empresarial, etc.). Esto es la normalidad, pero la situación no lo es. La Administración, mientras tanto, mirando para otro lado: el Ministerio de Política Territorial y Función Pública reconoce lo que ya sabíamos, los empleados públicos que estén en casa “cruzados de brazos” no tienen que recuperar los días, cobrarán todas las retribuciones íntegras como si hubiesen estado trabajando. El RDL 10/2020 sólo se aplica a “los trabajadores por cuenta ajena”, no a los funcionarios ni empleados públicos. No creo que se puedan justificar esas diferencias de trato en estos momentos, menos en motivos meramente formales (aplicación TREBEP).

No deja de ser paradójico que, mientras en el ámbito privado, por sólo poner algunos ejemplos, se habla de centenares de miles de expedientes (de momento, temporales) de regulación de empleo (que se transformarán pronto en millones de despidos), de bancarrota financiera de miles de empresas, de decenas o centenares de miles de autónomos que están arruinados o al borde la ruina, no haya existido hasta la fecha apenas ni una muestra de ejemplaridad solidaria por parte de las instituciones del sector público y de sus representantes, ni tampoco del sector público, rebajándose el sueldo o aportando parte del mismo a los colectivos más necesitados. Tampoco siquiera para hacer transferencias financieras y retribuir con un complemento transitorio a todos aquellos servidores públicos de sectores estratégicos que se están dejando la vida en este empeño, y merecen (piénsese en el personal sanitario), cuando menos, esa compensación tangible añadida a la emocional de todos los días.

El Gobierno, hasta ahora, no ha movido un dedo en esa dirección. Desconozco por qué. Quizás no quiere dar, por ahora, peores noticias. O tal vez está esperando a ver cómo van las negociaciones europeas. Los soñados “coronabonos” serían una excelente buena nueva para quienes nos gobiernan, sobre todo porque quedarían exentos de la condicionalidad que requieren otros sistemas de financiación, más ortodoxos (como el MEDE, del que no se quiere oír ni hablar). Podrían, así, seguir gastando alegremente en algunas de sus políticas populistas, mantener unas estructuras políticas y burocráticas elefantiásicas teñidas de clientelismo, continuar con los miles de chiringuitos que pueblan un sector público que se asemeja en ocasiones a la cueva de Alí Babá, así como continuar alimentando la ineficacia e ineficiencia que nos corroe, y dejar para mejor momento (esto es, para nunca) las profundas e inaplazables reformas estructurales que el país necesita (sistema de pensiones, rediseño institucional, revolución digital y tecnológica, administración pública, sistema judicial, sistema educativo y de salud, empleo público, nuevo régimen climático, etc.).

Con toda franqueza, pero también con toda crudeza y con todo dolor (por nuestra impotencia), lo peor que nos puede pasar es que, frente al imparable endeudamiento y empobrecimiento del país, que ya nadie puede ocultar, nos presten decenas o centenares de miles de millones de euros sin ningún tipo de condicionalidad. Eso podrá resolver alguna inmediatez y sobre todo aliviar al Gobierno, tal vez paliar instantáneamente los efectos duros de la crisis, pero nos conducirá inexorablemente, si no se hacen reformas profundas, a un escenario todavía más atroz a medio/largo plazo. Si se quieren dar señales efectivas de responsabilidad fiscal, y que nos tomen en serio en Europa, hay que emprender decididamente la senda de las reformas. No se puede malgastar ni un euro público a partir de ahora. Es una cuestión no sólo de responsabilidad, sino existencial. La corrupción, en todas sus variantes, debe perseguirse radicalmente. La integridad pública y la transparencia incrementarse. La rendición de cuentas ser efectiva, y no cosmética.

El problema es que vuelvan las viejas recetas. Y el problema reside también en que no se ha aprendido nada de la larga y dolorosa crisis pasada. Durante y desde la última y durísima crisis, no he hemos hecho acopio, sino dispendio. El déficit público en 2019 vuelve a desbocarse (2,7 % del PIB). Y de la deuda pública, ni hablemos. Los tres dígitos los pasaremos pronto (si no están ya superados: algunos ya hablan de que alcanzaremos el 120 % del PIB), endosando a las generaciones futuras (¿son conscientes?) un país mucho más pobre y con menor futuro. Ya lo decía Peter Drucker, lo peor que se puede hacer es que las pretendida “soluciones” de hoy, se transformen en los problemas del mañana. Así seguimos, trampeando constantemente. Con alegría y sin responsabilidad. Huyendo hacia ninguna parte. Mirando el corto plazo de esta política amnésica, que ha olvidado completamente la visión estratégica (Innerarity) y se mueve en el regate corto y sectario.

Y mucho me temo que las viejas recetas volverán. Intuyo que los países (ricos) del norte de Europa (salvo que la catástrofe del COVID-2019 se generalice) querrán aplicar condicionalidades dolorosas para cualquier préstamo. Habrá que negociar muy duro, y no será nada fácil. La brutal caída del turismo (entre otros muchos sectores afectados: construcción, transportes, servicios, etc.) va dejar a la economía española (y a las arcas públicas) temblando.

Si detenemos la mirada en el sector público, el escenario peor no será solo la reducción salarial (que cabe dar por descontada), que debiera ser escalonada y proporcional (dejando incluso fuera, en un primer estadio, al personal de servicios esenciales, que bastante tiene con su excepcional compromiso público), lo más preocupante es que luego vengan las recetas de siempre que nada arreglan. La maldita y disfuncional tasa de reposición de efectivos y otros remedios de ortodoxia presupuestaria retornarán de nuevo a escena (¿qué ahorro supone realmente en el ejercicio presupuestario?: ya se lo anticipo, pírrico o ninguno), con sus letales consecuencias en materia de crecimiento inusitado de la temporalidad (¿más aún?), obviando la doctrina (que ya forma parte de “otra época”) de la reciente STJUE de 19 de marzo (que fue dictada sin tener en cuenta que las crisis económicas en España devastan las cuentas públicas y congelan las pruebas de acceso). Esas medidas comportarán, además, el cierre a cal y canto de las ofertas de empleo público, lo que acarreará un empleo público más envejecido aún y menos adaptado a las exigencias de la inaplazable revolución tecnológica, amortizaciones masivas de vacantes por jubilaciones en masa, así como con la suspensión o modificación de acuerdos y convenios colectivos (cuando los indicadores económico-financieros de las entidades públicas se vean, que se verán, literalmente rotos), y afectación radical de las condiciones de trabajo de los empleados públicos. Los sindicatos del sector público protestarán con su voz falsamente enérgica y endogámica, pero viendo el escenario devastador que les rodea no creo que vayan mucho más lejos. No tienen autoridad moral.  Menos ahora. Ello son parte del problema, y no de la solución. Al menos, mientras no cambien radicalmente de estrategia.

Hace siete años, puede parecer una eternidad, Koldo Echebarría, actualmente Director General de ESADE, escribió un lúcido artículo al que conviene retornar en estos momentos, al menos a sus conclusiones recogidas en en las páginas 45 y 46. El dilema que entonces planteaba este autor se resolvió desgraciadamente mediante el peso dominante de los ajustes y el abandono real de la política de reformas. Si se continúa por esa senda, lo que se debería hacer tampoco se hará ahora, desgraciadamente, salvo que nos lo impongan. Parece que somos incapaces de llegar a pactos de Estado. Y, por tanto, mejor esperar (terrible escenario) a que nos pongan condiciones leoninas desde fuera, dada nuestra impotencia política populista (se mire donde se mire) para imponerlas. Una crisis es también, independientemente de su gravedad, como es en la que ya estamos inmersos, una ventana de oportunidad para llevar a cabo una política de reformas, en estos momentos más necesarias que nunca. Si ahora no se hacen reformas radicales, no se harán nunca. Lo peor que nos puede pasar es que, como se llevó a cabo durante la crisis que se inició en 2008-2010, sólo se hagan ajustes y ninguna reforma realmente seria; las escasas reformas que se adoptaron, entonces, no fueron estructurales, sino contingentes, marcadas por la necesidad de aflorar recursos públicos o racionalizar (esto es, reducir ad infinitum) el gasto público, más que ordenar el sector público. Pan para hoy y hambre para mañana. Se ha visto con los brutales recortes de la sanidad. Además, desde 2015 no se ha hecho reforma de ningún tipo, ni siquiera contingente. Han pasado cinco años y ahora nos miramos de nuevo en el espejo y observamos lo que nunca nos gusta ver: un país empobrecido y con muy escasa o nula (de momento) capacidad de pacto transversal y de reacción político-institucional.

¿Seremos esta vez capaces de hacerlo bien? Nunca mejor dicho, nos va la vida y el futuro en ello. Aprendamos algo de lo que no supimos hacer entonces. O, en su defecto, habrá que comenzar a pensar que las desgracias que nos están pasando obedecen en buena medida a nuestra estupidez política, pero también a nuestra estulticia, social y ciudadana. Me resisto a creer que ello sea así. Al menos por el vigor instantáneo y la solidaridad que la población está mostrando. ¿Estará a la altura la clase política de este monumental empeño? Pronto lo sabremos.

FIN DE CICLO (Impotencia política e ineficacia administrativa)

“En la administración pública no se piensa, se improvisa” (Alejandro Nieto)

Nadie podrá ocultar que el reto al que se enfrentan los poderes públicos con la pandemia es extraordinario, excepcional y de una complejidad inusitada. Cualquier calificativo se queda corto. Las medidas adoptadas, aunque tardías y, además, objeto siempre del legítimo debate político sobre si ir o no más lejos en su alcance, eran necesarias. Otra cosa es cómo se estén ejecutando. La respuesta ciudadana está siendo, por lo común, bastante razonable. Aunque el bochorno nos inunde viendo determinadas actitudes puntuales. El cansancio y el estrés por el confinamiento hacen mella. La responsabilidad individual, aún así, está primando. Y no digamos nada del compromiso del personal sanitario, de las fuerzas y cuerpos de seguridad o de las unidades del ejército, de las trabajadoras y empleados de supermercados, comercios de alimentación, farmacias, transportistas y repartidores, entre otros colectivos. Algún día habrá que dar infinitas gracias a estas personas que se están dejado la piel (cuando no la vida) y asumiendo enormes riesgos por mantener nuestra existencia sin más sobresaltos que los derivados de la situación excepcional propia del confinamiento.

Sin embargo, algo está fallando estrepitosamente. Salvo excepciones contadas y puntuales, que afortunadamente existen y están sirviendo para entronizar algunos liderazgos contextuales (Nye Jr.), todavía hay un buen número de responsables políticos ausentes, otros desnortados, algunos carentes de estrategia y, en fin, los hay incluso sin apenas capacidad de reacción. Cuando más reflejos se necesitan, menos se muestran. La inteligencia política, ahora más necesaria que nunca, salvo destellos puntuales, brilla por su ausencia. Las estructuras directivas de las organizaciones públicas, hipotecadas completamente por la política, van a remolque de las circunstancias. Y la Administración Pública, sin apenas política efectiva ni dirección que se precie, carece de hoja de ruta, perdiéndose en el laberinto de leyes, reglamentos y medidas de excepción o pasillos burocráticos. Algunos finos juristas claman al cielo afirmando que el estado de alarma es insuficiente: se debe recurrir al estado de excepción. Y si me lo fían más alto, por qué no al estado de sitio, pues sitiados estamos por un virus cabrón, ayuno de piedad o de consuelo. La normalidad constitucional está hecha trizas, no la compliquemos más.

Hay cosas que me siguen llamando la atención. No ahondaré en los déficits de gestión en los procesos de compra pública de material sanitario, donde un Ministerio sin atribución ni experiencia alguna en gestionar (pues desde hace décadas no tiene competencias de esa naturaleza), ha demostrado hasta la fecha (ojalá se corrija) una manifiesta incapacidad para llevar a cabo tareas complejas. No cabía sorprenderse. El error de diseño consistió, como ya he expuesto varias veces, en departamentalizar la autoridad competente y hacer descansar el peso mayor en el Ministerio más débil. En todo caso, esa carencia se podría haber reforzado con recursos procedentes de otros departamentos: ¿Dónde están los cualificados funcionarios de élite de la AGE que debían dar respuestas adecuadas y eficientes a un problema de tal envergadura?, ¿no se han sabido movilizar y reasignar? Si es esto último, la cosa es grave. Muchas preguntas que algún día se habrán de contestar. De momento, la gestión de la Administración Central, esa “autoridad competente” en el estado de alarma, está dando, paradojas del lenguaje, muestras notables de incompetencia. Lo peor que se puede hacer es centralizar competencias para, acto seguido, no saber qué hacer con ellas. Para eso hubiese sido mejor centralizar decisiones y descentralizar ordenadamente la gestión. Otro modelo de diseño de gestión del estado de alarma. Al final, por la vía de los hechos, es lo que se está haciendo. La necesidad, obliga. Más cuando de resolver una crisis sanitaria (ya humanitaria) se trata.

Las Comunidades Autónomas se quejan, además, una y otra vez de que no tienen ni les llegan los recursos para afrontar tal pandemia. El gradual desmantelamiento (“recortes”) de la sanidad pública es una explicación cabal. Pero no la única. Todos, con mayor o menor intensidad, han recortado, como ahora volverán a hacerlo por necesidades del contexto (esperemos que no en sanidad). Se verá en pocos días o en unas semanas. Y serán recortes durísimos. Tal vez como no hemos conocido nunca.

Nuestra percepción era equivocada, no disponíamos de una sanidad excepcional, sino más bien de personal sanitario extraordinariamente cualificado (medicina y enfermería, entre otros). Y con una vocación de servicio público que en estos momentos no hace falta calificar. Los hechos lo dicen todo. Pero el Sistema Nacional de Sanidad era una entelequia legal, inexistente. Pura ficción. La gestión sanitaria, avanzada en algunas Comunidades Autónomas (en otras, no tanto), sigue, sin embargo, necesitada de la introducción de criterios de profesionalidad en la dirección sanitaria, con capacidad de anticipación, así como estratégica, pero también con autonomía organizativa y recursos para desarrollar sus competencias de forma efectiva. Cuando esta pandemia se supere, habrá que hacer balance. Y adoptar medidas drásticas. No hay alternativas. Reconstruir el diezmado sistema de salud pública será una tarea inaplazable y hercúlea. Imprescindible. Pero debe salir algo nuevo, no más de lo mismo: nuevos valores, nuevas formas de organización y de gestión, captar excelencia también en profesiones tecnológicas, así como más flexibilidad y menos burocracia. Medidas imprescindibles. La gestión de datos sanitarios está mostrando uno de los puntos negros más evidentes de esta crisis. Uno más.

Otro punto caliente que, por ejemplo, también ha saltado a los medios es la inexistencia de plantilla por parte de las Comunidades Autónoma para gestionar los expedientes de regulación temporal de empleo. Los servicios administrativos de gestión de ERTES están colapsados. El Consejo de Ministros de hoy viernes ha pretendido una vez más solucionar problemas de gestión con el «BOE», arma formal y no siempre efectiva, que no pocas veces choca contra una realidad testaruda. Paradojas de la vida burocrática, mientras centenares de miles de empleados públicos han sido enviados a sus domicilios a trabajar (para hacer -con salvedades- más “tele” que “trabajo”), a nadie se le ha ocurrido iniciar un expediente exprés de planificación de recursos humanos que reasigne transitoriamente efectivos (o, en su caso, tareas) y refuerce profesionalmente esos servicios administrativos que han de gestionar tales trámites. A los funcionarios técnicos y de tramitación les costará más o menos adaptarse a esa gestión de expedientes, pero lo pueden hacer en un tiempo razonable y con el debido apoyo de formación y asesoramiento telemático. Y si la legislación encorseta esa posibilidad inmediata de reasignación (que, con voluntad, se puede resolver en unas horas o en muy pocos días), a qué espera el Gobierno para adoptar medidas normativas extraordinarias en la función pública que flexibilicen una legislación ya obsoleta e inservible. Ha sido sorprendente que, en el ámbito público, todas las medidas de organización y gestión del tiempo de trabajo se hayan adoptado en “notas”, “circulares” e “instrucciones” (cada Administración Pública “a su bola”). Hasta hoy no se ha dictado ni una sola medida normativa excepcional, algo muy diferente al sector privado (Real Decreto-Ley 8/2020 y, hoy mismo, Real Decreto 9/2020), salvo las relativas a contratación pública y procedimiento administrativo). Regulan «lo externo» y abandonan a su suerte a la organización y a sus empleados públicos.

En fin, son solo algunas muestras de las fatales consecuencias de un desorden político y de gestión, que pondrá muchas cosas patas arriba cuando la crisis amaine (pues tardará tiempo en cerrarse). Por mucho que algunos sigan empeñados en mantener sus prebendas y privilegios, nada volverá a ser como antes. Se barruntan cambios radicales, de actitud y de exigencia. A la Administración y al empleo público se le mirará con lupa, en un escenario de paro desbocado, empresas cerradas, autónomos arruinados y crecimiento inmediato de la pobreza, por mucho que se empeñe el Gobierno en utilizar el BOE una vez más como dique de contención de una sangría de despidos que no se podrá detener.

En ese incierto y preocupante contexto que se alumbra, sólo quisiera traer a colación algunas reflexiones finales sobre determinados puntos críticos pésimamente resueltos que deben corregirse de inmediato, si es que el sector público de este país quiere realmente salir adelante. Aunque la lista es solo telegráfica, indicativa e incompleta, ahí va:

  • La política debe racionalizarse radicalmente, echar de sus filas a incompetentes y corruptos, así como dejar de utilizar los presupuestos y cargos públicos como premios para sus amigos políticos y afines ideológicamente. O se hace política con visión de futuro, o estará muerta. Es la hora de la Integridad y de la Transparencia, así como de la Rendición de Cuentas. Se ha de eliminar la mediocridad política, es una medida de salud pública. Deben dejar de recalar en puestos de responsabilidad política quien no sabe qué hacer en la vida profesional ni nada acredita. El Gobierno de la sociedad es cosa seria.
  • No podemos tolerar ni un minuto más tanta incompetencia directiva teñida de amateurismo. Está costando muchos recursos y, sobre todo, en estos momentos (no es retórico) muchas vidas. La dirección de las organizaciones públicas de todo tipo y condición, deben profesionalizarse sin demora. Echar a patadas a directivos políticos amateurs es una necesidad existencial. El clientelismo político debe erradicarse totalmente de las instituciones públicas y del propio sector público. Quien utilice el presupuesto para “colocar” amigos, familiares o miembros de su partido, debe ser denunciado públicamente de forma inmediata. Y debe dejar el cargo sin demora. Una sociedad civil exigente es la premisa.
  • Es imposible afrontar los retos de futuro con una Administración de corte decimonónico, bañada de palabras hueras (Buen Gobierno, Gobernanza inteligente, etc.), cuando hemos sido incapaces (excepciones aparte) de implantar una efectiva Administración digital (electrónica) que sirviera como instrumento para gestionar una crisis como la actual, cuyas letales consecuencias estamos pagando.
  • Con unas Administraciones Públicas sobrecargadas de funcionarios que tramitan y que, aplicando una legislación casi siempre inadaptada e interpretada formalmente también por algunos jueces que apenas miden sus consecuencias económicas y de gestión (podría poner varios «ejemplos»), se ponen trabas sinfín a necesidades imperiosas e inaplazables. Un marco normativo desvencijado, que no puede dar respuesta real a lo ordinario, menos a lo excepcional. Y una Administración envejecida (como factor de riesgo) en la que proliferan (casi hasta el monopolio) los juristas y escasean (o simplemente no existen) los informáticos, tecnólogos, ingenieros de datos, estadísticos, matemáticos, etc. Así, resulta un sueño enfrentarse a desafíos del siglo XXI a pandemias o catástrofes, pero también a las exigencias del futuro. No se puede afrontar esos retos con recursos humanos del pleistoceno administrativo, tribunales de justicia incluidos.
  • Y, en fin, con una política de recursos humanos inexistente en el sector público, sin planificación estratégica ni operativa, sin modelo selectivo real y efectivo, con una formación obsoleta y un empleo público cargado graciosamente de derechos y con absoluta carencia de valores, enfrentarse a retos del futuro es un pío deseo. O se refunda completamente la función pública o su declive será todavía más imparable, hasta hacerse completamente prescindible. Nada puede seguir como hasta ahora. También hay que redefinir de raíz el papel del sindicalismo en el empleo público y ponerle límites estrictos a una función que sólo piensa en términos de endogamia (por su propias clientelas) y nunca sociales o en la ciudadanía en su conjunto. La brecha existente entre el sindicalismo y su deformada versión pública es insostenible. Su insolidaridad (algo radicalmente ajeno al ADN sindical), hoy en día ya es manifiesta.

Podría multiplicar el cuadro de dolencias que aqueja al sector público español, sea cual fuere el nivel de gobierno. No obstante, es suficiente con lo expuesto para concluir que lo que está pasando no es casualidad. Con este cuadro sumariamente descrito, que las cosas salieran razonablemente bien rayaría el milagro. La dureza de la pandemia no podría haberse evitado. No hay que ser demagogos. Pero sí se podrían haber atenuado algunos de sus efectos más duros y, en todo caso, atender mejor a la ciudadanía, evitar algunas muertes y prestar más atención y mejor servicio a una población, especialmente aquellos colectivos más vulnerables, cuyos zarpazos están causando hondo dolor colectivo (personas de tercera edad). También deberíamos haber sido más previsores (análisis de riesgo), y haber tenido mejor capacidad de respuesta, así como tendríamos que haber gestionado de modo más eficiente los recursos públicos, siempre escasos. Eso también habrá que aprender.

En estos momentos sólo cabe lamentar que, siempre con excepciones, que afortunadamente las está habiendo, el sistema político-burocrático está mostrando todas sus limitaciones, ineficacias e ineficiencias. Reina una vez más la improvisación y el amateurismo, cargado (eso sí) de buena voluntad y excelentes palabras, así como mensajes de una esperanza que no llega y de héroes entronizados, pero también sacrificados. Tiempos muy duros. Pero no se trata de eso. Lo que está pasando no debería volver a pasar nunca más. El bienestar de la ciudadanía y la dignidad humana (pues también se trata de eso) se defiende con buena política y con eficacia administrativa. No con discursos ni proclamas. Ya no hay excusas. De aquí sólo se puede salir mínimamente airosos con una agenda de transformación radical de lo público y de las instituciones públicas. Lo demás, será absolutamente insuficiente y una pérdida de tiempo. Quien primero lo vea, tendrá premio. Tiempo de descuento.

LA AGENDA 2030 DESPUÉS DE LA PANDEMIA: REDEFINIENDO ESTRATEGIAS

Nada será igual una vez superada la pandemia derivada del COVID-19. La emergencia sanitaria pasará, desgraciadamente con miles o decenas de miles de muertos. Y luego vendrá el calvario económico-financiero, ya iniciado en muchos casos, esperemos que sea temporal y no prolongue demasiado en el tiempo. Si todo va razonablemente bien, en un año o algo más se podrá comenzar a sacar la cabeza. Hay quien opina que incluso antes. Mejor aún. De los peores escenarios, ni hablemos, menos ahora.

Mientras tanto, hay muchísimas cuestiones que se encuentran en estado de hibernación. La situación de absoluta excepcionalidad que vivimos ha devorado la normalidad, hasta convertirla en una rareza ya olvidada. Los cuadros de ansiedad y el nerviosismo irán creciendo conforme el encierro consuma días o semanas del calendario. Intentamos normalizar lo que es excepcional. Y no es fácil. Tampoco en la vida de las organizaciones públicas, que -por mucho entusiasmo que pongan los profetas de la administración digital- sigue ofreciendo innumerables puntos negros. La gestión no está siendo precisamente el punto fuerte de esta crisis, teñida de improvisación. Y la voluntad, por muy firme que sea, no todo lo arregla. Hay que tener capacidad de previsión o anticipación de riesgos, planificación, inteligencia política y organizativa, así como fuertes facultades de ejecución, imprescindibles en escenarios de excepción. Más hacer y menos anunciar. Tiempo habrá de ocuparse de ello, cuando esta dramática crisis, no solo sanitaria, sino también ya humanitaria, comience su inevitable curva descendente y se tranquilice (aunque no se normalice) la situación.

En nueve días todo ha dado la vuelta. Ya nadie se acuerda de la Agenda 2030. El joven e incipiente Gobierno se ha encontrado en poco más de dos meses sumido en la mayor emergencia que ha podido conocer la inmensa mayoría de la ciudadanía en sus propias vidas. Su programa se ha quedado obsoleto e irrealizable. Sus generosas y fragmentadas estructuras, caducas e inservibles. Ningún responsable ministerial hará lo que anunció, si es que previó algo. Un Ministerio “sin brazos” ejecutivos se encarga, paradojas de la vida, de gestionar los aspectos más sensibles de la crisis inmediata, los que requerirían más capacidad operativa. Ni tiene costumbre, ni sabía cómo hacerlo. Lo intenta. Hace «lo que puede». No es fácil gobernar la excepción. Otros departamentos esperan su turno o ensayan vanamente cómo hacer algo que sea útil, mirándose de reojo. Demasiados timoneles para un barco en plena tempestad. Aunque al timonel sanitario (un ministerio hasta hace unas semanas “casi” decorativo) le ha tocado el papel más duro en el reparto. También han llegado las primeras medidas económicas de choque, y las primeras medidas sociales. Vendrán muchas más. Sólo es el principio.

¿Ha saltado la Agenda 2030 por los aires? Aunque a algunos sorprenda, mi tesis es que en ningún caso. La Agenda sigue viva. Y no queda otra opción que tenerla muy en cuenta, aunque el Gobierno esté salpicado de origen por un desorden de reparto de atribuciones en esta materia digno de ser resaltado. Sin embargo, la Agenda 2030 tendrá un protagonismo secundario o escasamente relevante en los próximos meses (no estamos ahora, por ejemplo, para prohibir desplazamientos en vehículos contaminantes y “meter” a los ciudadanos en transportes públicos atestados de potenciales virus), pero esa es una mirada de corto plazo sin tener en cuenta que si algo necesita este país a partir de que el cielo comience a escampar, es estrategia o, si se prefiere, mirada de luces largas.  Dejar el regate corto. Abandonar el sectarismo. Y remar todos a una. O, al menos, intentarlo. Siempre habrá quien lo haga en sentido inverso.

No cabe duda que los programas de gobierno aprobados por los diferentes niveles de gobierno (central, autonómicos y locales) han sido literalmente calcinados por el COVID-2019. Al menos durante los ejercicios presupuestarios de 2020 y 2021 (si es que, en un inexcusable ejercicio de responsabilidad colectiva, se llegaran a aprobar unos imprescindibles Presupuestos Generales del Estado), la situación de emergencia sanitaria se vestirá con los ropajes de emergencia económico-financiera y social. Tampoco me cabe ninguna duda que la Agenda 2030 deberá redefinirse transitoriamente en sus prioridades y metas inmediatas. Y profundamente.

No pretendo en esta breve entrada indicar en qué sectores o ámbitos habrá que priorizar. Lo he hecho en otro lugar, un trabajo pendiente de difusión. Pero no se puede obviar que ese nuevo contrato social que implicaban los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030, deberá ajustarse, al menos durante un período, al contexto derivado de esta crisis que se está incubando. La lucha contra la pobreza vuelve a primera línea, como asimismo la protección de la salud y la ansiada conquista del bienestar, del trabajo “decente” y del desarrollo económico, ahora parado en seco y con marcha atrás. No deja de ser una paradoja que, en esta emergencia sanitaria, muchos de quienes nos permiten subsistir sean personas que trabajan en empleos precarios y mal retribuidos, mientras otros con trabajo estable y razonablemente o bien retribuido se protegen en sus domicilios. En fin, la reducción de la desigualdad será un ODS importante también en este período. Pero, todos lo son. El problema es que algunos de tales objetivos dormirán un tiempo. Ya habrá tiempo de reanimarlos. Ahora toca lo inmediato.

Si alguna utilidad tiene la Agenda 2030 es que debería hacer pensar estratégicamente a la política y a las administraciones públicas, superando esa visión de corto plazo que ahoga las agendas políticas, directivas y burocráticas: saltar el muro de la legislatura y mirar más allá es lo que nos permite la Agenda.  Algo imprescindible, pero apenas practicado. Y tiene un gran valor, que no se debe perder.

Y, como vengo insistiendo en este Blog, nada de la Agenda 2030 se conseguirá realmente sin una inversión firme y decidida (política, normativa, ejecutiva y social) en la construcción de un sistema de Gobernanza Pública efectivo y eficiente (ODS 16). Si algo nos está enseñando dramáticamente esta crisis triangular (sanitaria-económica-social), aunque aún sea pronto para advertirlo, es que el sistema institucional y de gestión tiene un enorme recorrido de mejora. En lo que afecta en estos momentos a algunas de las dimensiones de la Gobernanza Pública, la situación está ofreciendo unos flancos de debilidad incontestables para detener este desastre humanitario que se está gestando en nuestro país. Por ejemplo, en ámbitos tales como: integridad pública y ejemplaridad, ética del cuidado, transparencia efectiva, administración digital, gobernanza interna o gestión eficiente de las organizaciones públicas, así como de una correcta dirección, gestión y reasignación o movilización de recursos humanos del sector público, o (la ya más que visible) carencia de perfiles estadísticos, informáticos, ingenieros de datos y matemáticos en las Administraciones Públicas. No es ninguna casualidad que sean precisamente Italia y España, con sus enormes debilidades político-institucionales y administrativas (por no hablar de las financieras), los países europeos dónde, por ahora, se está cebando más la destrucción del virus.

Invertir en un modelo de fortalecimiento institucional en sus múltiples facetas o dimensiones (especialmente, en lo que afecta a reforzar las capacidades institucionales y organizativas, la anticipación y prevención de riesgos, la gestión eficiente, la administración digital, los datos abiertos y la protección de datos, así como corregir la política errática e inútil de gestión de recursos humanos en el sector público, etc.), comienza a ser un reto inaplazable.  También el liderazgo contextual es eso. Liderar ese cambio.

No se saldrá adecuadamente de esta tremenda crisis sin un proceso de transformación radical de nuestro sector público. Ya no valen medias tintas. Ni miradas autocomplacientes. Reinventar el sector público será imprescindible, tras la ola de devastación que ya está destrozando sus frágiles cimientos. Quien no lo vea, es que está ciego. O sencillamente que vive en su cápsula ideológica o en su zona política de confort, fuera del mundo real. El gran problema al que nos deberemos enfrentar es que esa política de vieja factura o esa Administración destartalada e ineficiente pretendan seguir funcionando en un futuro inmediato como si nada hubiese pasado. Y está pasando mucho. Más lo que hoy en día se puede ver “desde casa”. Mucho más.