AYUNTAMIENTOS

LA AUTONOMÍA OLVIDADA: LOS AYUNTAMIENTOS ANTE LA CRISIS 

“La vida política se nutre de las preocupaciones, aspiraciones y tendencias que forman el contenido o materia municipal” (Adolfo Posada, El régimen municipal de la ciudad moderna, FEMP, 2007, p. 204)

Solo la casualidad ha querido que el Real Decreto-Ley 27/2020, de 4 de agosto, de medidas financieras, de carácter extraordinario y urgente, aplicables a las entidades locales, coincida en el número de la disposición con la Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de racionalización y sostenibilidad de la administración local. Ambas disposiciones normativas, la primera una norma excepcional (pendiente de convalidación parlamentaria por el Congreso de los Diputados) y la segunda una Ley ordinaria de carácter básico, dictadas por diferentes Gobiernos y de distintos colores, representan probablemente las dos agresiones normativas más serias que la autonomía local ha recibido en la etapa constitucional. Particularmente dirigidas ambas, contra la autonomía municipal. Pero no es momento de precisiones.

Con la LRSAL fui muy crítico y no lo puedo ser menos con este Decreto-Ley, por razones de coherencia personal e institucional. Quien crea de verdad en la autonomía local, no puede compartir ninguna de ambas normas. Tampoco esta última, se adorne el producto como se quiera. Cuando la leí, ciertamente me quedé perplejo: si las entidades locales -como se afirman- son el único subsector de las cuentas públicas saneado financieramente, se les premia con la indiferencia y el abandono. Que se las apañen solas, las que tengan «ahorros» con lo que les transfiera el Estado una vez se haya hecho con ellos como préstamo, las demás que se queden a su propia suerte. Injusto y discriminatorio. Hasta un alcalde tan prudente y equilibrado como el del Ayuntamiento de Bilbao, Juan Mari Aburto, ha tenido que poner el grito en el cielo ante semejante desatino. Y como él otros muchos, alcaldes y alcaldesas.

La LRSAL supuso un ataque frontal a la autonomía político-institucional de los municipios, así como en algunos aspectos también en su dimensión económico financiera; el reciente Decreto-Ley 27/2020 deja la autonomía económico-financiera y, sobre todo, la suficiencia financiera de los ayuntamientos, así como la necesaria y urgente prestación de los servicios básicos a la ciudadanía en la durísima etapa “post-Covid19” que viene, completamente por los suelos. Es difícil justificar unas medidas tan hirientes, por mucho que se empeñe el legislador excepcional en la exposición de motivos en buscar todo tipo de adornos dialécticos. Al margen ahora de su más que dudosa constitucionalidad tanto formal (por atribuir al Alcalde y no al Pleno una decisión existencial de la Hacienda Municipal) como material (por las innegables desigualdades que genera en el tratamiento de los municipios y a su ciudadanía).

Ambas disposiciones normativas tienen en común, además, que fueron o han sido capaces de aunar en contra de ellas a todos los grupos políticos y alcaldes de todos los colores, salvo entonces los del PP y ahora los del PSOE. Ya en 2013 hubo algunas voces críticas municipales en las filas del PP. En estos momentos, llama la atención que alcaldes socialistas muy activos con la defensa a ultranza de la autonomía local y también con la posibilidad de utilizar los remanentes de tesorería sin tales hipotecas financieras como las dibujadas diabólicamente por esa norma excepcional que salió publicada en el BOE un 5 de agosto, guarden un mutismo absoluto. En política local, quienes ejercen las alcaldías se deben siempre a su ciudad y a sus gentes, antes que al partido. Quien no vea esto, probablemente no ha entendido nada.

Mi primera percepción ante estas medidas es de desconcierto, después de tristeza. Nadie se toma en serio la autonomía local. Ni en nuestra historia contemporánea, ni en la ya larga etapa constitucional de 1978, ni tampoco en estos momentos. En 1985, con todas sus limitaciones, se edificó un primer edificio normativo local (la ley de bases de régimen local), que prometía grandes esperanzas. Pronto se vieron parcialmente arruinadas. Aun así, hubo intentos de despegar el vuelo del mundo local; pero siempre se le bajó a tierra. Que en 2020 el porcentaje del gasto público sobre el conjunto del sector público se mueva en porcentajes parecidos que hace veinte o treinta años nos lo dice todo (por ejemplo, a principios de siglo era el 13 por ciento, mientras que en 2016, tras la crisis, había bajado al 11,2 por ciento; datos extraídos de Juan Echániz Sans, Los gobiernos locales después de la crisis, FDGL, 2019, p. 25). Autonomía pobre  e ignorada.

Me produce también honda decepción que quienes lideraron la transformación de los ayuntamientos hayan olvidado sus esencias y de dónde venían. Al menos durante un período, antes de que la política se transformara en comunicación y los partidos en oligarquías cesaristas cerradas, la defensa de la autonomía local había sido una bandera del socialismo español que supo concitar voluntades, entre otros momentos críticos, cuando se produjo, por ejemplo, la agresión de la mal denominada reforma local. Debe ser que el poder (central) todo lo transforma o que el Covid19 termina nublando hasta los sentidos más básicos del gobernante, también las voluntades de defensa de autogobierno de los mandatarios locales, que se convierten, así, en monaguillos de polémicas e irreconocibles decisiones políticas. También me ha sorprendido desagradablemente que en la FEMP se haya aprobado tal acuerdo con el voto de calidad de quien ocupa su presidencia, alcalde de gran trayectoria y no menor prestigio que en el final de su carrera política ha preferido apostar por el Gobierno que tejer voluntades para obtener un buen acuerdo y sacar los dientes, si fuera preciso, frente al Ministerio del ramo. Votar, cuando una decisión ya está tomada, es apostar por fragmentar una organización y dejar hondas heridas que tardarán en cicatrizar. Un triste bagaje queda en esta coyuntura: la FEMP está herida de muerte, o al menos ha quedado tan tocada como la siempre olvidada autonomía local. Este virus político devastador propio de la pandemia no va a dejar una institución en pie. Y las que queden, colonizadas hasta los tuétanos.

Pero bajo el manto de un silencio sepulcral en un agosto tórrido y extraño, que no augura nada bueno, se esconde malestar e indignación. Los alcaldes han saltado en 2020, como lo hicieron en 2013. La paradoja es que son distintos. Nada hay peor que creer que la autonomía local sólo la defiende la oposición y no el gobierno de turno. El sentido institucional es algo que se perdió en España hace mucho tiempo y que no terminamos de encontrarlo de nuevo. De ahí a considerar que lo local -como apuntara Manuel Zafra- es una materia objeto de transacción como cualquier otro sector o ámbito de gobierno, sólo hay un paso. Los Ayuntamientos son un nivel de gobierno y una institución central en el funcionamiento del Estado. Y hacen más feliz o infeliz la vida y existencia de sus ciudadanos. Son la argamasa en la que se fijan los pilares del Estado constitucional. Mientras eso no lo vean nuestros distantes gobernantes (aquellos de 2013 y estos de 2020), solo habrá ceguera en política. Que, al parecer, abunda.

El marco normativo institucional local está en ruinas. Treinta y cinco años de innumerables y desordenadas reformas a la carta han dejado la vida político-institucional local exhausta, con un traje ceñido  e incómodo que impide la necesaria adaptación y en un terreno (ordenamiento jurídico y tribunales de justicia) siempre plagado de arenas movedizas. La financiación local es un tema peor resuelto aún. Se han hecho estudios e informes, algunos muy importantes, sin que ninguna decisión política se tome al respecto. Siempre se aplazan. Para mejores tiempos, que nunca llegan.

A pesar de ese oscuro cuadro político-normativo general, hay Comunidades Autónomas que llevaron a cabo reformas del gobierno local ciertamente pioneras e innovadoras (Andalucía, Euskadi, y la última de ellas, con gran aplomo, en Extremadura). Las instituciones no se cambian por leyes, sino por la práctica gubernamental y política. También por el actuar de los propios ayuntamientos y de sus alcaldes. Y algunos pasos importantes se están dando, como decía, en determinados territorios, aunque desde Madrid no se vean y muchos menos se entiendan. Convendría que algunos de estos modelos se conocieran realmente, pues para el aprendizaje colectivo, también de la propia política, sería importante.

Son los gobiernos locales, en cuanto estructuras institucionales de proximidad a la ciudadanía, los niveles de gobierno que gozan de mayor legitimidad y reconocimiento ciudadano, mucho más que las omnipresentes Comunidades Autónomas y también mucho más que la aparente fortaleza del (finalmente débil) Estado. Estar en la trinchera de los problemas inmediatos y buscar soluciones a las necesidades reales de la ciudadanía, que muchas veces aparentan no tenerlas, ha encumbrado la gestión de innumerables alcaldes y de sus equipos de gobierno.

Hacer política de regate corto con los ayuntamientos es errar el tiro. Ahogar financieramente más de lo que están a quien no tiene superávit porque tuvo unos gobiernos que dilapidaron los recursos o endeudaron más allá de lo razonable a sus ayuntamientos, no puede castigar a una ciudadanía que lo está pasando igual de mal (o peor) que la de los pueblos o ciudades de al lado. Tampoco se entiende premiar a quien, en algunos casos, no supo ejecutar un presupuesto. En los ayuntamientos se hace política, pero sobre todo gestión, ambas de proximidad. Porque si algo no comprendió el poder central en 2013 y sigue sin comprender ahora en 2020, es que la simbiosis entre ayuntamientos y ciudadanía es muy intensa. El sentido de pertenencia es muy alto. Y las agresiones institucionales o la cuarentena financiera concitarán rechazo. También entre la propia ciudadanía. Los alcaldes lo pueden justificar de forma muy obvia: no nos llegan recursos extraordinarios porque el Gobierno no quiere o no nos dejan disponer plenamente de nuestro superávit (o «ahorros»).

Si lo que se pretende hacer con los ayuntamientos (pues aún falta el trámite de convalidación por el Congreso) se hubiera realizado con las Comunidades Autónomas (aunque estas, por lo común, sólo tienen déficit), ya tendríamos incubada una sublevación institucional de proporciones estratosféricas. El nivel local de gobierno ha sido el gran olvidado del maná público presupuestario, financiado, al fin y a la postre con las (esperadas) ayudas europeas o con deuda pública, pues la caída de ingresos fiscales en 2020 será espectacular.

Sin embargo, la paciencia tiene un límite. También la de los Ayuntamientos. Tengo la impresión de que el Gobierno no ha medido bien sus pasos, la necesidad apremiante de recursos financieros le ha hecho buscar atajos políticos atacando una vez más al más débil y con consecuencias incalculables. Querrá arreglarlo todo mediante una negociación cruzada en la votación de convalidación del Decreto-Ley, como nos tiene acostumbrados: sacar el conejo de la chistera en el último minuto con mil y una concesiones puntuales. No obstante, la estructura del Real Decreto-Ley tiene vicios no sanables de edificación, que lo hacen difícilmente reformable, salvo aplicar medidas de apuntalamiento. La imperiosa necesidad de recursos financieros que asoma a unas arcas vacías y sin expectativa alguna de reponerse a corto plazo, ha precipitado una decisión que, se mire como se quiera, es un auténtico atropello a la autonomía local; además, condena a la ciudadanía española (o a una parte de ella) a tener peores servicios públicos locales y ata de pies y manos a los gobernantes locales frente a la durísima crisis del Covid-19 que no ha hecho sino comenzar. Esta decisión sí que “dejará gente atrás”. Y mucha. De carne y hueso.

Lamento que este nuevo paso en la desescalada del autogobierno local lo hayan liderado precisamente quienes se opusieron en 2013 a aquélla otra afrenta a la autonomía local. La paradoja es que han cambiado las posiciones políticas, pero el problema sigue siendo el mismo. Las crisis enturbian profundamente el sentido de la realidad. Más aún en un contexto tan serio y largo como el que ya estamos viviendo y del que todavía nos queda por transitar (crisis sanitaria, humanitaria, económica, social e institucional). En fin, confiemos en que la razón y el buen juicio se impongan, y se enmiende este grave desacierto inicial que, si bien con muchas dificultades, aún podría tener algún remedio o paliativo (aunque la solución óptima, siempre enemiga de la que saldrá, sería derogar ese Decreto-ley). A la política de verdad, en todo caso, le toca poner la solución. Aunque el negro panorama que se advierte en el horizonte financiero inmediato no augure precisamente salidas fáciles a la situación creada. Los malos tiempos para la autonomía municipal, que ya creíamos olvidados, irrumpen de nuevo. Una pena

Epílogo

En un tono más personal, debo añadir que con este Post he roto el silencio estival que me había propuesto, con la finalidad de dedicarme profesionalmente a mis asuntos más urgentes, realizar innumerables lecturas pendientes (que alguna de ellas estoy reflejando y reflejaré en entradas anteriores y posteriores a esta) y, en particular, con la vana pretensión epicúrea de buscar algo de distancia frente a una inmediatez política, económica y social, también mediática y de las propias redes, claramente atosigadora y asfixiante. Y que sólo trae malas noticias, aunque se edulcoren. La situación, sin embargo, por su innegable importancia, me ha exigido hacer esta excepción, que ya anticipo no será la regla. Vuelvo a mi trabajo (por cierto, en varios frentes con la mirada puesta en lo local), lecturas y, si me es posible, a disfrutar de algún período de descanso.

Hace casi siete años, cuando se aprobó la LRSAL, me llamaron para formar parte de una Comisión técnica redactora del conflicto en defensa de la autonomía local, que promovieron finalmente 2.393 municipios. Me sumé entusiasmado al reto, que tuve que abandonar de inmediato por el deterioro de la salud y ulterior fallecimiento de mi padre. Aún así, a partir de entonces difundí, en diferentes foros académicos y políticos, así como en distintos escritos,  innumerables críticas a una reforma local hecha desde Madrid por quienes ya entonces -denunciaba- desconocían el mundo local (valga como ejemplo puntual el artículo sobre la LRSAL publicado en el Anuario Aragonés del Gobierno Local de 2013, número 5, que dirige el profesor Antonio Embid Irujo). Allí, entre otros muchos trabajos, podrá buscar el lector interesado una defensa a ultranza de la autonomía municipal que, si bien realizada igualmente o en términos académicos con mayor rigor por otros muchos colegas académicos y profesionales, sigue siendo necesaria en nuestros días. Y, al parecer, lo seguirá siendo mucho más a partir de ahora. La crisis que viene es inmensa y superarla razonablemente requerirá mucho tiempo y constancia, también trenzar acuerdos transversales como muchas ciudades están haciendo; pero especialmente será necesario disponer de gobiernos municipales sólidos que trabajen por la transformación y la Gobernanza Pública en un marco de la Agenda 2030, que no conviene olvidar nunca, pues su finalidad, como se expone en todos los documentos, es «no dejar a nadie atrás». Y, por lo que estamos comenzando a ver, tanto personas como algunas instituciones (ayuntamientos, entre otras) se están quedando atrás. Si alguien no lo remedia.

AGENDA URBANA POSTCOVID: RESILIENCIA E INCLUSIÓN

«Las organizaciones resilientes afrontan la realidad con firmeza, consiguen otorgar un significado a las dificultades y, en lugar de gritar desesperadas, improvisan soluciones de la nada. Otras no. Esta es la naturaleza de la resiliencia y su gran misterio» (Diane L. Coutu)

Introducción: Papel de los Ayuntamientos, Agenda 2030 y crisis fiscal.

Los ayuntamientos han tenido poca visibilidad en una agenda política de la situación excepcional derivada por la pandemia, dominada por el omnipresente Gobierno central (mando único) y el papel subalterno que se le ha pretendido otorgar a las Comunidades Autónomas, encargadas, no obstante, de la gestión de buena parte de los asuntos más críticos. El papel de algunos alcaldes comenzó a despuntar y fue literalmente tapado por una comunicación voraz que sacó el foco de lo local para elevarlo a otras instancias. El rol del municipio, sin embargo, ha sido determinante y lo será más aún en determinadas esferas (servicios sociales, cohesión social, espacio público, transporte urbano, seguridad, etc.) en un futuro próximo.

En el marco de un trabajo profesional de acompañamiento a la red de municipios Kaleidos[1], he podido compartir espacios de debate y reflexión sobre la Agenda 2030 en relación con el necesario fortalecimiento institucional de los municipios para hacer frente a los diferentes objetivos de desarrollo sostenible. En el último foro, una sugerente intervención de Julio Andrade, Director del Centro Internacional de Formación de Líderes de ONU-UNITAR en Málaga,  puso correctamente el foco en el nuevo escenario que ahora se vislumbra: hay que volver también la mirada -dijo- al ODS 11, que es el propio de las ciudades. No en vano, un equipo de esa ciudad lleva tiempo liderando un programa de Naciones Unidas sobre Agenda 2030 en el ámbito local.

En efecto, la irrupción de la crisis Covid19 ha marcado un punto de inflexión. Tal vez el cambio más sustantivo es que lo urgente (la respuesta al shock) devora hoy en día a lo importante o, al menos, lo aplaza sine die. Las prioridades se han visto alteradas por completo. La gravedad de la crisis económica y de sus letales impactos sociales, así como fiscales (Hacienda Municipal), aún no ha mostrado su verdadero rostro. Lo que viene será de una dureza extrema, cuando el paréntesis del gasto público eche inevitablemente el freno (pues no podemos endeudarnos eternamente) y comience una prolongada fase de contención presupuestaria (muy visible a partir de 2021), que ya se aventura en el horizonte. Sobre ello ya me ocupé en un Post anterior.

¿Qué papel juega la Agenda 2030 en ese complejo escenario? Lo que estamos viendo en estos primeros meses, tras la emergencia sanitaria, es una (relativa) pérdida de protagonismo (o aplazamiento) de los ODS de contenido medioambiental, pero una irrupción con fuerza de políticas de choque que tienden a paliar los efectos catastróficos de carácter económico y social. Entre los fines de la Agenda 2030 (ahora muy utilizados políticamente) siempre han estado atajar la pobreza y reducir la desigualdad (“no dejar a nadie atrás y responder frente a la vulnerabilidad). Y estos fines se convierten ahora en puntas de lanza de la política inmediata “post-Covid19”, al menos en los primeros pasos. Pero junto a ello, el papel de la resiliencia como cualidad de las instituciones locales debe ser leído en clave de (Buena) Gobernanza Municipal, palanca imprescindible para una correcta asignación de recursos en un contexto de crisis de tal gravedad como la incubada en estos momentos y gestión adecuada de la anticipación o prevención de la situación venidera.

Crisis y contexto europeo

Y esa no es una percepción sólo local, aunque también lo sea, por lo que luego diré. Hasta ahora la visión institucional interna (gobierno central y gobiernos autonómicos) es más bien chata. Algo más de perspectiva se advierte desde Bruselas. La propia Comisión Europea en una reciente Comunicación sobre el semestre 2020 (de 20 de mayo de 2020, COM (500) final), recoge, en efecto, que la UE se ha confrontado como consecuencia de la pandemia a una crisis económica sin precedente, que ha hecho adoptar a los distintos países medidas inmediatas para reactivar la actividad económica, pero la Comisión ha recordado que junto a esta política de impulso resulta necesario relanzar la vía de la transición verde y la digitalización, aunque las instituciones europeas son plenamente conscientes de que para encarar este complejo escenario es imprescindible atajar las desigualdades crecientes que se producirán fruto de la recesión económica. En cualquier caso, como también recoge la citada Comunicación, el papel del sector público es cada vez más importante y debe estar acompañado por una administración pública eficaz y por una decidida lucha contra la corrupción. Por tanto, aunque no se cite a la Agenda 2030 expresamente, su orientación y principios están plenamente latentes en esa política que se impulsará desde Europa, como también se le da la importancia debida al fortalecimiento de la Administración Pública y a la lucha por la integridad. La Gobernanza Pública cobra, por tanto, enorme protagonismo como acelerador de la salida de la crisis, también en las ciudades y en un horizonte estratégico de Agenda Urbana.

Y es en este punto donde las conexiones entre algunos ODS finalistas y otros más transversales cobran pleno sentido, más en el ámbito local de gobierno. Se trata, sin duda, de configurar instituciones sólidas (ODS 16), así como de fomentar la cooperación y las redes (ODS 17), pero ello en el marco de acción del municipio se ha de articular también con dos principios nucleares en un contexto de crisis como son, particularmente, los de resiliencia y de inclusión (ODS 11). La Fundación Kaleidos, una red de ayuntamientos con amplio recorrido en buenas prácticas de gestión local, está trabajando en esta línea y este es el valor que añade (por cierto, nada menor) a un contexto de aplicación de la Agenda 2030 en un marco de crisis derivado del Covid-19. Veamos brevemente ambos planos. El documento que finalmente se apruebe puede marcar un hito no solo en la Gobernanza inteligente como medio para alcanzar los distintos ODS, sino además en el papel que los ayuntamientos deben tener como instituciones de reactivación de la Agenda Urbana en un contexto de crisis fiscal.

Resiliencia

Aunque la Agenda 2030 se refiere en dos ocasiones a la resiliencia, no precisa  que tal atributo se anude a la Gobernanza Pública o a las propias instituciones. En cualquier caso, la interpretación de los ODS y sus respectivas metas ha de hacerse de forma holística, pero también contextual. Y bajo esta segunda premisa, es obvio que la resiliencia que se predica de las ciudades, tras un shock tan profundo como el vivido con la pandemia, no solo tiene que ver con la sostenibilidad (que también), sino que debe aplicarse asimismo a la buena disposición y eficacia de las instituciones locales para conducir cabalmente los desafíos que se abren en este nuevo período.

Efectivamente, en un revelador artículo (proporcionado gentilmente por Mikel Gorriti), Peter Milley y Farzana Jiwani, ponen de relieve cómo en un contexto marcado por la incertidumbre el concepto de resiliencia (en cuanto capacidad para enfrentarse de forma proactiva y reactiva a situaciones de shock  o adversas) tiene el potencial de aportar una importante visión a la propia administración pública, con el objetivo de gobernar cabalmente escenarios de alta complejidad que requieren anticipación y adaptación, así como una combinación entre estabilidad y cambio. Se trata de evitar ciertas “trampas”, como señalan esos autores, y una de ellas es la de que poner excesivamente la mirada en la austeridad o en la eficiencia podría reducir la activación de otras capacidades, tales como la innovación. Y erosionar así la resiliencia. El duro contexto de contención fiscal que se avecina no puede aplicarse exclusivamente en clave de ajuste, sin que las instituciones (también las municipales, por lo que ahora respecta) no apuesten decididamente por procesos profundos de reforma o adaptación. Habiendo fallado (como lo ha hecho) la dimensión preventiva o anticipatoria, no se puede abandonar ahora totalmente la agenda de reformas (o de adaptación y transformación). Sería un suicidio institucional. Una visión cortoplacista hundiría totalmente a los ayuntamientos y erosionaría su legitimidad institucional. Por eso, es tan importante unir la resiliencia (ODS 11) con la necesidad inaplazable de instituciones eficaces (ODS 16), así como con el desarrollo de redes municipales (tal como apuesta Kaleidos, ODS 17)), que promuevan la innovación y las buenas prácticas, más en este escenario de crisis.

Inclusión social

Las políticas de inclusión forman parte del ADN de la Agenda 2030. A partir de la situación descrita, no cabe duda que la inclusión social será el gran reto de los próximos años, también en la actuación de los gobiernos municipales. En efecto, las políticas sociales tienen que plantearse como un reto estratégico de la Agenda Urbana. Y, más aún, en un escenario de contención fiscal. Tal como se ha reconocido, incluso por la propia AIReF, los futuros planes de ajuste no pueden castigar el gasto social de los ayuntamientos. Si algo cualifica a las Administraciones municipales es su inmediatez a los problemas. Es la primera puerta a la que puede llamar una ciudadanía, a veces desesperada y desasistida. Y que la Administración esté «abierta» (no sólo digital, sino  también físicamente), que sea próxima, cercana y atenta, es más necesario que nunca. La ética del cuidado no se puede hacer a distancia. Buena parte de los servicios públicos requieren atención directa y personalizada al público, así como elevadas dosis de empatía. Si algo ha enseñado la pandemia en las ciudades es que los servicios sociales han estado, por lo común, también en la trinchera de la atención directa, suplantando a veces algunas de las carencias de la Administración Pública. La brecha digital ha mostrado toda su crudeza en estos meses pasados, afectando a colectivos muy vulnerables en la tramitación de ayudas, también en el plano educativo o en la tercera edad. Y eso es algo que nunca más debiera volver a suceder.

Evitar que quiebre la cohesión social exigirá inversión decidida sobre este ámbito. Pero también eficacia y eficiencia. La Agenda Urbana debe ser vista como una forma de construir políticas sociales creativas e innovadoras. Se trata de salvaguardar la salud, pero también el bienestar de las personas. Esta es la finalidad última de los ODS. Bajo este punto de vista, resiliencia e inclusión social van de la mano. Quien orille que la eficacia en la gestión y la Buena Gobernanza son presupuestos necesarios para mejorar la calidad de vida de la ciudadanía, olvidará lo esencial. Sin liderazgo político efectivo el fracaso será la tarjeta de salida.  Como expuso el filósofo Massimo Cacciari, ex Alcalde de Venecia durante tres mandatos, lo peor está por venir. Y, si no se hacen bien las cosas, la explosión social puede ser letal, también políticamente. A su juicio, se debe superar ese rancio “centralismo burocrático, ineficiencia en la gestión de la máquina pública y (el papel de) una política que se pliega a esto”. Y para ello solo hay una vía: recuperar el espíritu de la Agenda 2030, apostar por reforzar las instituciones municipales en clave de mayor efectividad y resiliencia, así como volcar la política municipal sobre la inclusión social como reto inmediato, sin olvidar los retos medioambientales. La legitimidad de lo local vuelve al centro del escenario, aunque ni en la capital Madrid ni en sus réplicas autonómicas parece que hasta ahora se hayan dado por enterados. Los ayuntamientos siguen siendo un nivel de gobierno preterido y, por paradójico que parezca, imprescindible en su inmediatez y, hoy por hoy, el mejor valorado. En sus manos también está el cambio gradual de modelo. Que no lo desaprovechen.

[1] La red Kaleidos la conforman actualmente los siguientes ayuntamientos: Alicante, Bilbao, Burgos, Concello Santiago, Getafe, Málaga, Sant Boi Llobregat, Valencia, Vitoria-Gasteiz.

ENTRADAS RELACIONADAS: AGENDA 2030 Y GOBIERNOS LOCALES

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https://rafaeljimenezasensio.com/2019/09/22/mas-sobre-la-agenda-2030-desarrollo-sostenible-y-percepcion-ciudadana/

https://rafaeljimenezasensio.com/2019/09/15/agenda-2030-politica-municipal-desarrollo-sostenible-y-fortalecimiento-institucional/

LA AGENDA 2030 DESPUÉS DE LA PANDEMIA: REDEFINIENDO ESTRATEGIAS

Nada será igual una vez superada la pandemia derivada del COVID-19. La emergencia sanitaria pasará, desgraciadamente con miles o decenas de miles de muertos. Y luego vendrá el calvario económico-financiero, ya iniciado en muchos casos, esperemos que sea temporal y no prolongue demasiado en el tiempo. Si todo va razonablemente bien, en un año o algo más se podrá comenzar a sacar la cabeza. Hay quien opina que incluso antes. Mejor aún. De los peores escenarios, ni hablemos, menos ahora.

Mientras tanto, hay muchísimas cuestiones que se encuentran en estado de hibernación. La situación de absoluta excepcionalidad que vivimos ha devorado la normalidad, hasta convertirla en una rareza ya olvidada. Los cuadros de ansiedad y el nerviosismo irán creciendo conforme el encierro consuma días o semanas del calendario. Intentamos normalizar lo que es excepcional. Y no es fácil. Tampoco en la vida de las organizaciones públicas, que -por mucho entusiasmo que pongan los profetas de la administración digital- sigue ofreciendo innumerables puntos negros. La gestión no está siendo precisamente el punto fuerte de esta crisis, teñida de improvisación. Y la voluntad, por muy firme que sea, no todo lo arregla. Hay que tener capacidad de previsión o anticipación de riesgos, planificación, inteligencia política y organizativa, así como fuertes facultades de ejecución, imprescindibles en escenarios de excepción. Más hacer y menos anunciar. Tiempo habrá de ocuparse de ello, cuando esta dramática crisis, no solo sanitaria, sino también ya humanitaria, comience su inevitable curva descendente y se tranquilice (aunque no se normalice) la situación.

En nueve días todo ha dado la vuelta. Ya nadie se acuerda de la Agenda 2030. El joven e incipiente Gobierno se ha encontrado en poco más de dos meses sumido en la mayor emergencia que ha podido conocer la inmensa mayoría de la ciudadanía en sus propias vidas. Su programa se ha quedado obsoleto e irrealizable. Sus generosas y fragmentadas estructuras, caducas e inservibles. Ningún responsable ministerial hará lo que anunció, si es que previó algo. Un Ministerio “sin brazos” ejecutivos se encarga, paradojas de la vida, de gestionar los aspectos más sensibles de la crisis inmediata, los que requerirían más capacidad operativa. Ni tiene costumbre, ni sabía cómo hacerlo. Lo intenta. Hace «lo que puede». No es fácil gobernar la excepción. Otros departamentos esperan su turno o ensayan vanamente cómo hacer algo que sea útil, mirándose de reojo. Demasiados timoneles para un barco en plena tempestad. Aunque al timonel sanitario (un ministerio hasta hace unas semanas “casi” decorativo) le ha tocado el papel más duro en el reparto. También han llegado las primeras medidas económicas de choque, y las primeras medidas sociales. Vendrán muchas más. Sólo es el principio.

¿Ha saltado la Agenda 2030 por los aires? Aunque a algunos sorprenda, mi tesis es que en ningún caso. La Agenda sigue viva. Y no queda otra opción que tenerla muy en cuenta, aunque el Gobierno esté salpicado de origen por un desorden de reparto de atribuciones en esta materia digno de ser resaltado. Sin embargo, la Agenda 2030 tendrá un protagonismo secundario o escasamente relevante en los próximos meses (no estamos ahora, por ejemplo, para prohibir desplazamientos en vehículos contaminantes y “meter” a los ciudadanos en transportes públicos atestados de potenciales virus), pero esa es una mirada de corto plazo sin tener en cuenta que si algo necesita este país a partir de que el cielo comience a escampar, es estrategia o, si se prefiere, mirada de luces largas.  Dejar el regate corto. Abandonar el sectarismo. Y remar todos a una. O, al menos, intentarlo. Siempre habrá quien lo haga en sentido inverso.

No cabe duda que los programas de gobierno aprobados por los diferentes niveles de gobierno (central, autonómicos y locales) han sido literalmente calcinados por el COVID-2019. Al menos durante los ejercicios presupuestarios de 2020 y 2021 (si es que, en un inexcusable ejercicio de responsabilidad colectiva, se llegaran a aprobar unos imprescindibles Presupuestos Generales del Estado), la situación de emergencia sanitaria se vestirá con los ropajes de emergencia económico-financiera y social. Tampoco me cabe ninguna duda que la Agenda 2030 deberá redefinirse transitoriamente en sus prioridades y metas inmediatas. Y profundamente.

No pretendo en esta breve entrada indicar en qué sectores o ámbitos habrá que priorizar. Lo he hecho en otro lugar, un trabajo pendiente de difusión. Pero no se puede obviar que ese nuevo contrato social que implicaban los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030, deberá ajustarse, al menos durante un período, al contexto derivado de esta crisis que se está incubando. La lucha contra la pobreza vuelve a primera línea, como asimismo la protección de la salud y la ansiada conquista del bienestar, del trabajo “decente” y del desarrollo económico, ahora parado en seco y con marcha atrás. No deja de ser una paradoja que, en esta emergencia sanitaria, muchos de quienes nos permiten subsistir sean personas que trabajan en empleos precarios y mal retribuidos, mientras otros con trabajo estable y razonablemente o bien retribuido se protegen en sus domicilios. En fin, la reducción de la desigualdad será un ODS importante también en este período. Pero, todos lo son. El problema es que algunos de tales objetivos dormirán un tiempo. Ya habrá tiempo de reanimarlos. Ahora toca lo inmediato.

Si alguna utilidad tiene la Agenda 2030 es que debería hacer pensar estratégicamente a la política y a las administraciones públicas, superando esa visión de corto plazo que ahoga las agendas políticas, directivas y burocráticas: saltar el muro de la legislatura y mirar más allá es lo que nos permite la Agenda.  Algo imprescindible, pero apenas practicado. Y tiene un gran valor, que no se debe perder.

Y, como vengo insistiendo en este Blog, nada de la Agenda 2030 se conseguirá realmente sin una inversión firme y decidida (política, normativa, ejecutiva y social) en la construcción de un sistema de Gobernanza Pública efectivo y eficiente (ODS 16). Si algo nos está enseñando dramáticamente esta crisis triangular (sanitaria-económica-social), aunque aún sea pronto para advertirlo, es que el sistema institucional y de gestión tiene un enorme recorrido de mejora. En lo que afecta en estos momentos a algunas de las dimensiones de la Gobernanza Pública, la situación está ofreciendo unos flancos de debilidad incontestables para detener este desastre humanitario que se está gestando en nuestro país. Por ejemplo, en ámbitos tales como: integridad pública y ejemplaridad, ética del cuidado, transparencia efectiva, administración digital, gobernanza interna o gestión eficiente de las organizaciones públicas, así como de una correcta dirección, gestión y reasignación o movilización de recursos humanos del sector público, o (la ya más que visible) carencia de perfiles estadísticos, informáticos, ingenieros de datos y matemáticos en las Administraciones Públicas. No es ninguna casualidad que sean precisamente Italia y España, con sus enormes debilidades político-institucionales y administrativas (por no hablar de las financieras), los países europeos dónde, por ahora, se está cebando más la destrucción del virus.

Invertir en un modelo de fortalecimiento institucional en sus múltiples facetas o dimensiones (especialmente, en lo que afecta a reforzar las capacidades institucionales y organizativas, la anticipación y prevención de riesgos, la gestión eficiente, la administración digital, los datos abiertos y la protección de datos, así como corregir la política errática e inútil de gestión de recursos humanos en el sector público, etc.), comienza a ser un reto inaplazable.  También el liderazgo contextual es eso. Liderar ese cambio.

No se saldrá adecuadamente de esta tremenda crisis sin un proceso de transformación radical de nuestro sector público. Ya no valen medias tintas. Ni miradas autocomplacientes. Reinventar el sector público será imprescindible, tras la ola de devastación que ya está destrozando sus frágiles cimientos. Quien no lo vea, es que está ciego. O sencillamente que vive en su cápsula ideológica o en su zona política de confort, fuera del mundo real. El gran problema al que nos deberemos enfrentar es que esa política de vieja factura o esa Administración destartalada e ineficiente pretendan seguir funcionando en un futuro inmediato como si nada hubiese pasado. Y está pasando mucho. Más lo que hoy en día se puede ver “desde casa”. Mucho más.

EMPLEO (PÚBLICO) DUAL

 

«¿Qué es el riesgo? Es la incertidumbre sobre el resultado»

Michael Lewis, El quinto riesgo. Un viaje a las entrañas de la Casa Blanca de Trump, Deusto, 2019, p. 180)

Debo reconocer que mi perplejidad va en aumento conforme pasan los primeros días de esta situación excepcional declarada. Me sorprende cómo una crisis de tal magnitud del siglo XXI se pretende gestionar con soluciones institucionales propias del siglo XIX. La (in)capacidad de gestión es lo que añade valor (o lo quita) a un escenario tan preocupante. Hacer frente a esta insólita crisis con soluciones tradicionales, una arquitectura departamental clásica y escasas posibilidades de penetrar en el territorio, implican una más que previsible impotencia en la aplicación efectiva de las (descafeinadas) medidas impuestas por el decreto de declaración del estado de alarma. Las estructuras colegiadas o fragmentadas son inútiles en las situaciones de excepcionalidad máxima. La cadena de mando no se puede delegar cuarteada y absolutamente en un marco de excepción grave, sí en la normalidad. Sin un Comisionado Ejecutivo, al margen de «colegios» que le asesoren o delegaciones expresas, las responsabilidades se diluyen y la coordinación se convierte en pío deseo.

Se sigue viendo el problema con una mirada sectorial, predominantemente sanitaria. Hay que proteger al sistema de salud, sin duda. El personal sanitario es el héroe épico de esta guerra global. Pero nos lo estamos llevando por delante. Y ponerlo de “escudo” me parece poco afortunado, cuando más de dos millones y medio de empleados públicos se refugiarán en sus hogares (y así lo están pidiendo no pocas personas en las redes y en los “blogs”, en un claro ejemplo de insolidaridad funcionarial) para “no ser contagiados”. Claro que hay que protegerse, per también proteger a los demás, y esta es la esencia del servicio civil. El peso de la lucha “contra el virus” lo lleva el sufrido colectivo sanitario que, con escasos medios y logística mejorable, día a día se está viendo diezmado. Y lo peor sería que tuviera dificultades, que presumiblemente las tendrá, de afrontar con éxito la larga batalla. Luego vienen las fuerzas y cuerpos de seguridad, también los militares y algunos otros colectivos de empleados públicos o del sector público que resultan imprescindibles por razones logísticas (transportes, servicios sociales, recogida de basuras, limpieza, etc.). Todos ellos en la trinchera. O en primera línea de fuego. La singularidad de esta «guerra» (Macron dixit) vestida de pandemia silente y difusa hace que no haya “retaguardia”, pues el resto permanece recluido en su domicilio. Si falla la primer línea, se pierde la guerra, aunque mucho de la victoria dependa de la responsabilidad ciudadana. Y del confinamiento efectivo. Mientras no se cierre todo, la función pública debe seguir funcionando, en tareas propias o ajenas, evitando desplazamientos inútiles o focos de contagio, pero ayudando a la población civil.

No creo que entre todos los empleados del sector público movilizados directamente en este largo combate alcancen ni de lejos la cifra de quinientos mil funcionarios. El resto de servidores públicos, alrededor de dos millones y medio, permanecerán en sus domicilios. La Administración Pública paralizada por varias semanas, en verdad por varios meses. A nadie se le ha ocurrido hacer trasvases territoriales, siquiera sean selectivos y temporales (de refuerzo) de personal sanitario allí donde más se necesitan (una herejía en un sistema sanitario “cantonal”), tampoco llevar a cabo reasignaciones de efectivos a través de un plan de choque de las propias Administraciones Públicas para reforzar, siquiera sea logísticamente y en tareas instrumentales al personal sanitario,  en aquellos ámbitos de la gestión administrativa que se verán desbordados (medidas sociales inmediatas, expedientes de regulación temporal de empleo, gestión de ayudas, etc.), en la vigilancia en las calles o en la asistencia a las personas y colectivos más necesitados (que serán legión tras los primeros pasos de esta crisis). Sorprende, por ejemplo, que la atención a las personas mayores en tareas tan sencillas pero vitales como llevarles alimentos o medicinas las estén realizando voluntarios salidos de la sociedad civil. La Administración Pública se aparta de modo insultante de la ética del cuidado y “la delega” vergonzantemente en la sociedad civil, ¿dónde están los ayuntamientos en una crisis de tales magnitudes?, ¿por qué no se refuerzan los servicios sociales con reasignación de efectivos?, ¿por qué los servidores públicos, al menos algunos efectivos, no se movilizan en esas tareas?

Por lo que ahora toca, tengo la impresión de que la institución de función pública o del empleo público no está hoy en día a la altura de las exigencias. Probablemente, porque es una institución ya sin valores y sin sentido (o visión) de cuál es su verdadero papel en la sociedad. Camina sin dirección ni hoja de ruta. Por definición, no puede haber servidores públicos que no sirvan al público, más en situaciones tan excepcionales como las actuales. Ciertamente, como recuerda Lewis, citando a Kathy Sullivan, esa idea de servicio debe estar teñida no de individualismo sino orientada al sentido de bien colectivo. En cierta medida, en el Estado somos todos, aunque haya algunos que ejerzan transitoria o permanentemente funciones públicas. No vale con salir al balcón y aplaudir a “sus compañeros” sanitarios que se están dejando la piel y algunos la vida en el empeño. O llenar las redes de mensajes y emoticonos. Tampoco vale con decir que podrán ser llamados por necesidades del servicio, pues (salvo sorpresas) nadie les llamará. O que están “teletrabajando”, más lo primero que lo segundo, ya que en su práctica totalidad las Administraciones Públicas (con excepciones contadas) no han sido capaces hasta la fecha de organizar racionalmente un sistema objetivo, seguro, eficiente y evaluable de trabajo a distancia. Se improvisa aceleradamente, más de forma chapucera que innovadora.

Franklin D. Roosevelt en sus memorables discursos destacó varias veces el importante papel que jugó el Servicio Civil estadounidense en la superación de la crisis consecuencia del crack de 1929 y en la aplicación de la política del New Deal. Cuando finalice esta monumental tragedia que aún se está gestando, y que dejará miles de muertos, más desigualdad, mucha pobreza, millones de parados, innmerables despidos y decenas de miles de empresas y autónomos arruinados, tal vez llegue la hora de preguntarse si, por un lado, se puede sostener un minuto más un empleo público dual, como el que ha emergido en esta crisis, o si, por otro, no ha llegado la hora definitivamente de enterrar un empleo público plagado de prerrogativas y privilegios frente al común de los mortales, que, con la más que digna excepción del personal sanitario y algunos otros colectivos puntuales, no está a la altura que los acontecimientos extraordinarios exigen.

No pierdan de vista que, como un desafortunado mensaje en las redes sociales recordaba ayer mismo (¿se computarán como trabajados los días hábiles o los naturales?, se preguntaba “jocosamente”), todos esos empleados públicos ociosos temporalmente, computarán este período de permanencia domiciliaria como trabajo activo, por lo que, pasada la tempestad, dentro de unos meses, deberán disfrutar aún de sus vacaciones (“no disfrutadas”) de semana santa y las de verano pendientes, así como los días de asuntos propios y las demás licencias y permisos que generosamente les reconoce la legislación vigente y los acuerdos o convenios colectivos firmados alegremente por empleadores públicos poco responsables y sindicatos del sector público ávidos de conquistas “laborales” para sus clientelas. Las Administraciones Públicas paradas en seco varios meses. Las empresas tocadas o muertas, los autónomos “acojonados”, los trabajadores precarios en situación absoluta de desprotección y los más estables que ven también cómo el suelo se les tambalea a sus pies. Y el personal sanitario en situación de guerra contra un enemigo volátil, que nadie sabe cómo combatir. Si esto no es un dualismo sangrante e inaceptable en estos momentos, que venga quien quiera y lo vea.

Probablemente, como defendió hace unos días el economista José Antonio Herce (https://www.jaherce.com/la-geometria-explosiva-del-contagio-virico), quepa adoptar medidas enérgicas que alumbren una política de gran  mutualismo. En ese diseño, creo que el empleo público, dadas su actuales y privilegiadas condiciones para afrontar una situación tan compleja como la que tenemos, debe llevar a cabo no solo una contribución efectiva en prestaciones personales (en todo lo que sea necesario o imprescindible), sino también en una mutualización solidaria y proporcional al conjunto de la sociedad. Veremos qué decisiones se toman y si algunas van por los senderos trazados en esta entrada.

Si algo de eso no sucede, una institución construida con esos mimbres no puede durar mucho en el tiempo. Y si pervive intangible a esta terrible pandemia, entrará a formar parte del misterio de la santísima trinidad. RIP por un empleo público así. Le acompaño en el sentimiento.

ADENDA: Hoy martes, 17 de marzo de 2020, el Presidente del Gobierno acaba de anunciar un importante paquete de medidas económico-sociales que, con una inyección de 200 mil millones de euros, pretende paliar el desastre que en ese ámbito se avecina. Sin duda, a partir de ahora se multiplicarán los análisis sobre tan trascendentales decisiones. Habrá que leer, asimismo, la letra pequeña de tales medidas, que se insertarán en un Real Decreto-Ley, instrumento normativo excepcional para una situación del mismo carácter (un uso plenamente adecuado, en este caso). Sin embargo, en la comparecencia, salvo error u omisión por mi parte, no he advertido ninguna medida relativa al papel de la Administración Pública en la gestión de todo estos programas, aunque será necesaria e imprescindible. Las estructuras administrativo-burocráticas deben dar respuestas adecuadas y en tiempo real a esas necesidades perfectamente detectadas. Y algo convendría hacerse en este terreno. Sí se ha hecho una mención puntual al papel de las Comunidades Autónomas y de la Administración Local. Y, por descontado, varias referencias al encomiable papel que el personal sanitario y el resto del personal del empleo público movilizado están teniendo en esta «batalla» (más bien, «guerra») contra el COVID’19 y todo lo que ello implica. Presumo que, como todo va tan rápido y la decisión de hoy es revisada mañana o a las pocas horas, algún día inmediato habrá que afrontar medidas específicas sobre cómo ordenar las prestaciones funcionariales en una situación de excepción como la que estamos viviendo, así como si se opta o no definitivamente por una «mutualización (pública) de la crisis» (J. A. Herce) o de socialización pública de la solidaridad (también en el plano retributivo y de condiciones de trabajo), o se mira sólo hacia el «otro lado» (exclusivamente hacia el sector privado). Las medidas anunciadas pueden aliviar la dualidad expuesta (al menos las de las personas y entidades más vulnerables), pero apenas cambian el escenario. Las preguntas abiertas en esta entrada siguen sin responderse, al menos de momento. En todo caso, este análisis se centra exclusivamente en la institución del empleo público, y no pretende descalificar el compromiso individual que, sin duda, un buen número de buenos funcionarios acredita, que no son todos ni mucho menos. Pero, tal como van las cosas, algo (al menos me lo parece) no se ha gestionado bien en este complejo escenario. Vuelven los tiempos de «crisis» y sólo nos queda desempolvar los papeles y recetas que en 2010 comenzamos a desarrollar, pero evitando caer en los monumentales errores de entonces. Tal vez ha llegado el momento de afrontar reformas radicales en el empleo público y no recurrir a la siempre socorrida solución lampedusiana de parecer que todo cambia y, sin embargo, que todo siga igual (o peor). A ver si esta vez aprendemos algo de esta crisis que, cuando menos lo esperábamos, ha irrumpido en nuestras vidas. La pandemia pasará. Su efectos cicatrizarán más lentamente.

CONTRATACIÓN PÚBLICA E INTEGRIDAD

 

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«Los mecanismos de integridad deberán establecer estándares estrictos de comportamiento mediante códigos de conducta, (de) ética o políticas similares, que sean claros y accesibles y que aborden, en particular, la contratación de bienes y servicios (y entre otras cosas) los conflictos de intereses (…)»

(OCDE: Directrices en materia de Lucha contra la corrupción e Integridad en las Empresas Públicas, 2019)

 

No descubro nada nuevo si afirmo que el cumplimiento estricto de la legalidad formal no supone necesariamente la plena observancia de la integridad en la contratación pública. Para lograr la efectividad de ese principio (prefiero denominarlo valor), se requieren instrumentos adicionales que, hoy por hoy, apenas existen en nuestras Administraciones Públicas. Todo se fía al Derecho y a su correcta aplicación. Y, en efecto, en este punto radica que la contratación pública pueda hacerse formalmente de modo correcto, pero que, aun así, algo falle. No hay que descuidar un ápice  la importancia del Derecho. No obstante, insisto, siendo ello necesario, no es suficiente. Habrá que explorar vías adicionales, que por lo demás ya recogidas en Programas de Compliance en el sector privado y (todavía de forma muy limitada) en empresas públicas. Nadie duda, como se dirá de inmediato, que la contratación pública es un ámbito de la actuación de los poderes públicos enormemente sensible al que se adhieren con facilidad inusitada comportamientos irregulares, prácticas colusorias, conflictos de intereses o, en fin, actuaciones propias de la más pura y dura corrupción.

La tesis que aquí mantengo es que, junto al cumplimiento estricto de la legalidad (presupuesto básico del Estado de Derecho y de la actuación de los poderes públicos), se requiere impulsar desde lo público una política de integridad que, con un enfoque más holístico, inserte en las instituciones públicas infraestructuras y procedimientos que salvaguarden la ética pública y la integridad del sector público, también en la contratación pública. Rápidamente se me objetará, no sin razón, que bastante tiene el sector público con respetar adecuadamente la tupida selva normativa creada por la LCSP y sus innumerables, cuando no distantes, interpretaciones que, aparte de sumir en la zozobra y en el desconcierto, afectan gravemente a la seguridad jurídica en tan proceloso terreno.

No soy ningún ingenuo. En un panorama institucional público en que, por un lado, la política no ve rédito alguno en la implantación de tales herramientas y, por otro, donde el imperio de lo jurídico abunda por doquier, con el consiguiente efecto, en ambos casos, de devaluar el papel de los instrumentos de autorregulación, la necesidad de articular sistema de integridad pública que complementen los marcos legales, parece una batalla llamada a perderse por goleada de antemano. Pero, aún así, hay que intentarlo. Algunos nos dedicamos a las causas perdidas, aquellas que algún día (más tarde que pronto, por desgracia), tal vez sean ganadas. En todo caso, no pretendo convencer a nadie, únicamente persigo que esta breve contribución sirva para abrir algunas dudas, siquiera sean pequeñas fisuras, sobre la pretendida omnipotencia del Derecho para resolver los problemas relacionados con las malas prácticas y con la corrupción en la contratación pública. Se pueden endurecer las leyes todo lo que se quieran, se pueden asimismo multiplicar los controles internos y externos, invertir mucho en transparencia y publicidad, llenar las leyes de procedimientos onerosos, con múltiples informes, fiscalización constante y garantías, hasta hacerlos incluso eternos e ineficientes, pero algo nos dice que, aún así, las malas prácticas y la corrupción siguen golpeando sobre tan sensible ámbito del actuar público.

Nadie duda, en efecto, que la contratación pública es una de las zonas de riesgo que más pueden afectar a la integridad en cualquier Administración pública o en sus entidades del sector público. Los riesgos a la integridad en la contratación pública se proyectan sobre las distintas fases del procedimiento de contratación, como expuso acertadamente el documento Catálogo de Riesgos por Áreas de Actividad del Consello de Contas de Galicia. Si esto es así, y efectivamente lo es, es necesario que se tengan activados todos los mecanismos y alertas para evitar cualquier lesión a ese principio de integridad, sobre el que descansa en buena medida la plena aplicación del resto de principios motores de la contratación pública (igualdad de trato, libre competencia, transparencia, etc.) y, sobre todo, la confianza de la ciudadanía en sus instituciones.

El Informe de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia de 2015 (“Análisis de la contratación pública en España. Oportunidades de mejora desde el punto de vista de la competencia”) es siempre uno de los puntos de arranque en este tema. Allí se dejó constancia expresa de que la contratación pública era el “área más proclive a la existencia de prácticas irregulares desde el punto de vista de la competencia”. Unos años antes, la OCDE (Integridad en la contratación pública. Buenas prácticas de la ‘A’ a la ‘Z’), había dicho lo mismo. Nada que no sepamos.

Pero, si hay un documento que me interesa resaltar en estos momentos es la Recomendación (UE) 2017/1805, de 3 de octubre de 2017, sobre profesionalización de la contratación pública (Construir una arquitectura para la profesionalización de la contratación pública). Su finalidad, anclada en la lucha contra la corrupción que ya se manifestaba en las directivas de 2014, pretendía minimizar esos efectos mediante una mejora de la profesionalidad de las personas que trabajan en el ámbito de la contratación pública. Para ello, se emplazaba a los estados miembros a “apoyar y promover la integridad a nivel individual e institucional”, dotándose a tal efecto de las herramientas “necesarias para garantizar el cumplimiento y la transparencia y la orientación para prevenir irregularidades”.

Y dentro de esa política de profesionalización de la contratación pública auspiciada por la Comisión Europea, se hacía hincapié en la necesidad de reforzar a través de la formación las capacidades y competencias de los profesionales de la contratación. Entre la batería de instrumentos que contenía la citada Recomendación, destacaban los siguientes: a) establecer códigos deontológicos, así como cartas para la integridad; b) el impulso de programas de formación en integridad; c) la promoción de sistemas de alertas como retroalimentación para desarrollar buenas prácticas de self-cleaning; o, en fin, desarrollar documentos específicos para prevenir y detectar el fraude y la corrupción, también por medio de canales de denuncia (una línea de trabajo que refuerza la Directiva (UE) 2019/1937, de 23 de octubre, de “protección del denunciante”; donde se aboga por implantar canales internos de denuncia que sean efectivos en las Administraciones Públicas, aparte de que se creen, con naturaleza subsidiaria, canales externos).

Cierto es que la legislación de contratos del sector público nada nos indica expresamente sobre esa exigencia de que las Administraciones Públicas se doten de tales herramientas, aunque una interpretación sistemática e integrada de las finalidades de la Directiva 2014/24 y de las previsiones recogidas en la LCSP (no solo en sus artículos 1 y 64), claramente nos advierten de que luchar contra las malas prácticas, las irregularidades, la corrupción y los conflictos de intereses en el sector público implica inevitablemente adoptar “las medidas adecuadas” que sean necesarias para (por lo que ahora interesa) prevenir, detectar y solucionar tales irregularidades y conflictos de intereses.

La lucha contra la corrupción es también prevención. En efecto, tal vez convenga insistir en lo obvio, sobre lo cual (aunque con un enfoque más general) hice hincapié en su día (Integridad y Transparencia. Cómo prevenir la corrupción, Catarata/IVAP, 2017), pero lo que una política de integridad en el campo de la contratación pública persigue es, sobre todo y ante todo, prevenir antes que lamentar, aunque también, y de modo no menos importante, como expuso la OCDE, reforzar la infraestructura ética de las organizaciones públicas. Una política de integridad, también en contratación pública, tiene una dimensión inevitable de Buena Gobernanza, pues su proyección exógena es evidente y, en este punto, central.

Por consiguiente, apostemos por el cumplimiento adecuado y correcto del marco jurídico vigente en materia de contratación pública (para algunos la única tabla de salvación frente al fenómeno de la corrupción), pero seamos asimismo conscientes de que la integridad en la contratación pública no se garantiza sólo con aplicación de las normas (cumplimiento formal), sino que requiere adicionalmente dotarse de esas medidas adecuadas y adicionales que vayan correctamente encaminadas a prevenir (aunque también a detectar) prácticas inadecuadas, malas prácticas, conflictos de intereses y la propia corrupción en sentido estricto, asentando una cultura organizativa de integridad (cumplimiento material).

Es en este ámbito donde aún queda mucho trecho por recorrer. No deja de sorprender, por ejemplo, que en el reciente, documentado y extenso Informe anual de supervisión de la contratación pública de España (diciembre, de 2019), elaborado por OIReScon (“Oficina Independiente Regulación y Supervisión de la Contratación”), apenas haya reflejo alguno sobre la necesidad de implantar políticas internas en materia de contratación pública de prevención y detección de malas prácticas o de corrupción, aunque sí se recogen, en honor a la verdad, determinadas conclusiones y recomendaciones en relación con la prevención y lucha contra la corrupción, fiándolo todo a lo que pueda prever en su día en una Estrategia Nacional de Prevención y Lucha contra la Corrupción. Mucho ayudaría, sin embargo, que, en sucesivos informes, esa Oficina promoviera también buenas prácticas internas de construcción de marcos de integridad en la contratación (análisis de riesgos, códigos de conducta, formación en integridad, canales de dilemas y denuncias, órganos de garantía, etc.), y no lo fiara todo a actores o medidas externos. Está bien que la Oficina lleve a cabo un mapa de riesgos en materia de contratación y que ejerza cabalmente sus competencias, pero la política preventiva se hace, por definición, en la fuente en la que se producen los riesgos y debería ser cada administración pública o entidad quien, en primer lugar, la impulsara; aunque sea con ayuda, cuando fuera pertinente, de actores externos.

Tengo la percepción de que en España lo fiamos todo a la actuación de controles externos (poder judicial, tribunales de cuentas, autoridades de la competencia, autoridades de control de protección de datos, órganos de garantía de la transparencia, agencias de lucha contra la corrupción, etc.), pues no nos fiamos de que funcionen de forma adecuada los sistemas internos (sean de prevención o de detección y control). Cierto que en los sistemas internos puede haber riesgos evidentes de captura o de control político (también los hay en los sistemas externos, y no menores precisamente); pero la lucha por la integridad, también en la contratación pública, implica necesariamente apostar por sistemas internos de análisis de riesgos y creación de marcos de integridad efectivos, que se doten de aquellos elementos antes citados, y que inviertan adecuadamente en su desarrollo y efectividad. Sin ellos, la batalla contra la corrupción siempre será más larga y, probablemente, con peores resultados. Cuando los actores externos intervienen, el mal ya está hecho. Y la confianza pública, por lo general, devastada. Mejor preservarla que reconstruirla, tarea hercúlea. Lo dijo recientemente, Belén López Donaire: «El compliance llegó para quedarse». Esperemos que así sea, también en la contratación del sector público (*). Pero aún está muy verde el terreno, por mucho que lo abonen algunas contribuciones edictoriales recientes (**).

Algunos ejemplos y buenas prácticas

Desgraciadamente, poco hasta ahora se está haciendo en este campo. Algunas primeras e incipientes prácticas en este terreno (hay más, sin duda), son, por ejemplo, las siguientes: la Diputación Foral de Gipuzkoa aprobó en 2018 un primer Código de conducta y marco de integridad institucional aplicable a la contratación pública; la FEMP impulsó en 2019 una Guía de Integridad en la contratación pública local; la Asociación Española de Compliance, elaboró en 2019, a través de un grupo de trabajo, un documento sobre Sector Público. Compliance en el Sector Público (donde aborda el tema de la contratación pública como un ámbito de riesgo). Y, más recientemente, cabe destacar que el Ayuntamiento de Vigo ha aprobado un Plan de Integridad en la Contratación, con un marco estratégico y un plan operativo. En el campo normativo autonómico, se puede citar, entre otras la Ley 22/2018, de la Generalitat Valenciana (sistema alertas). Algo se mueve, aunque muy lentamente.

(*) La cita está tomada del siguiente enlace: https://www.jaimepintos.com/compliance-en-la-contratacion-publica/

(**) Sobre esta cuestión, en general, la reciente obra colectiva dirigida por Concepción Campos Acuña, Guía práctica de Compliance en el sector público, Wolters Kluwer, 2020.

ESTATUTO DEL DENUNCIANTE: CANALES INTERNOS DE DENUNCIA E INTEGRIDAD INSTITUCIONAL

Introducción

La publicación de la Directiva (UE) 2019/1937, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de octubre (DOUE de 26-XI-2019) abre un período de adaptación normativa y ejecutiva con la finalidad de incorporar sus previsiones que, por lo que afecta al sector público, se deben cumplir como máximo el 17 de diciembre de 2021. Queda mucho trabajo por hacer y, aunque no lo parezca, tampoco demasiado tiempo. Ningún nivel de gobierno ni entidad del sector público puede dormirse en los laureles, menos aún las obligadas en términos de la normativa europea.

En cualquier caso, al margen de lo que haga el legislador estatal o autonómico, o de lo que puedan llevar a cabo las entidades locales, uno de los elementos sustantivos del sistema institucional diseñado para la protección del informador o denunciante, es el establecimiento de canales internos que sean efectivos para la tramitación adecuada de tales denuncias y, asimismo, al objeto de garantizar la confidencialidad del denunciante, poniéndolo a resguardo de cualquier represalia por el desarrollo de esa importante función. Se trata de evitar que el desamparo del denunciante o el funcionamiento deficiente de sus canales internos, conlleve un efecto de desaliento en la aplicación del sistema. Lo que está en juego es mucho: preservar el interés público y evitar, en la medida de lo posible, cualquier perjuicio a las instituciones. La dimensión preventiva del modelo es obvia. La lucha contra la corrupción y las malas práctica es un combate interminable.

Como bien expuso en su día Elisa de La Nuez, la Directiva 2019/1937 es “un suelo” del que hay que partir. Esa idea se expresa de modo diáfano en su considerando 104: “La presente Directiva establece normas mínimas y debe ser posible para los Estados miembros introducir o mantener disposiciones que sean más favorables”. Por tanto, respetando su espíritu y contenido, se pueden levantar edificios muy distintos. Unos formales o pegados a la letra de la Directiva, otros más creativos y operativos, y también los habrá que se construyan con material de derribo o que sean poco consistentes. Las soluciones institucionales serán, sin duda, diferentes en su trazado. Y ello comportará inevitables consecuencias.

Lo que aquí sigue es un breve repaso a las líneas-fuerza de la Directiva en lo que a los canales internos de denuncia respecta, y también unas sucintas propuestas sobre cómo articular un sistema de gestión interno de informaciones/denuncias, que vaya más allá de las limitaciones que, a mi juicio, ofrece la Directiva en este punto, y se inserte en un Sistema de Integridad Institucional o en un Programa de Compliance, en aquellas entidades del sector público que lo tengan implantado.

Los canales internos de denuncia en la Directiva 2019/1937

La Directiva contiene una serie principios y reglas aplicables a los canales internos de denuncia que se pueden sintetizar del siguiente modo, y extraer de ellos algunos apuntes:

  • La obligación de disponer de un canal interno de denuncias es aplicable a todas las entidades del sector público. Pero el margen de configuración de cada Estado miembro es amplio, puesto que cabe eximir a los municipios de menos de 10.000 habitantes o con menos de 50 empleados, así como a aquellas entidades públicas que no alcancen esa cifra de trabajadores. En estos casos, los riesgos son evidentes, pues si se quieren combatir determinadas prácticas irregulares (por ejemplo, en la contratación pública), dejar fuera de esa obligación a las empresas o entidades públicas en esos casos (o incluso a un altísimo número de ayuntamientos) no parece lo más adecuado. El legislador o el correspondiente nivel de gobierno tendrá la última palabra.
  • En general, la Directiva apuesta por priorizar el canal interno de denuncias frente a aquellos otros de naturaleza externa (autoridades, organismos o entidades), salvo en los casos citados antes (excepciones) donde el modelo pivotaría exclusivamente por el “control externo”. El argumento es un tanto singular, pues se considera que “los denunciantes se sienten más cómodos denunciando por canales internos”; pero añade: “a menos que tengan motivos para denunciar por canales externos”. No cierra, por tanto, la vía a los “canales externos” (en algunos casos será la única transitable, como se ha visto), pero los caracteriza con una naturaleza subsidiaria o
  • La preferencia de la Directiva por los canales internos es clara, siempre que existan garantías de que la denuncia se tratará de manera efectiva. Así, se anima “a los denunciantes a utilizar en primer lugar los canales de denuncia interna e informar a su empleador, si dichos canales están a su disposición y (si) puede esperarse razonablemente que funcionen”. La prioridad de los canales internos se supedita, por consiguiente, a que ofrezcan garantías. En caso contrario, los “canales externos” se convierten en la red que salvará el modelo y protegerá de verdad a los denunciantes.
  • Por tanto, la premisa de disponer de un sistema que garantice la efectividad de tales denuncias es clara y contundente: “Las entidades jurídicas de los sectores privado y público deben establecer procedimientos internos adecuados para la recepción y el seguimiento de denuncias”. El énfasis de la Directiva por un modelo procedimental y no institucional, parece aquí obvio. Quizás se ha descuidado el diseño institucional, algo que deberá atender el legislador o la entidad correspondiente. Si se cree de verdad en este modelo. Las trampas en el solitario pueden ser numerosas.
  • Pero lo más importante es que tales canales internos de denuncia deberían tener como función principal aportar valor institucional y generar infraestructuras éticas o cultura de integridad en la respectiva entidad pública. Desde el punto de vista preventivo, no puede funcionar un sistema de denuncias (buzón, registro, seguimiento, etc.) si previamente no se inserta en un sistema de integridad y se articula junto a unos valores y normas de conducta (códigos), aplicados por órganos de garantía dotados de autonomía funcional o, incluso, independencia orgánica (y este será el gran reto). Articular un “buzón ético de denuncias”, cuando no hay previamente definidos unos valores y normas de conducta, es una apuesta incompleta y centrada en la sanción. Se debe contribuir “a fomentar una cultura de buena comunicación y responsabilidad social empresarial en las organizaciones, en virtud de la cual se considere que los denunciantes contribuyen de manera significativa a la autocorrección y la excelencia dentro de la organización”. El papel positivo de la figura del denunciante debe enmarcarse, por tanto, en el reforzamiento de esa cultura de integridad, como una pieza más de la política de compliance o de integridad de la institución. Y, si no existe, hay que crearla. Este es el reto.
  • Un ámbito típico del sector público (que no es ni mucho menos el único) donde se debe proyectar un sistema de canales internos de denuncia es en la contratación pública, a efectos, tal como reconoce la Directiva, de que se respeten las normas de contratación pública y se eviten afectaciones a la integridad, transparencia, igualdad de trato o prácticas colusorias en materia de libre competencia. Pero esto requiere un tratamiento monográfico, que en otro momento se hará.
  • Los procedimientos de denuncia interna, deben incluir una serie de exigencias (artículo 9), entre ellas destacan a aquellas que sean establecidos y gestionados de una forma segura”, garantizando la confidencialidad de la identidad del denunciante, y que se impida el acceso a esa información o a esos datos por parte de “personal no autorizado”. Se requiere, además, la designación de un departamento o persona imparcial y competente para el ejercicio de tales funciones, lo que nos conduce derechamente a un estatuto singular de tal órgano o de tales personas (a imagen y semejanza de la figura del delegado de protección de datos; esperemos que con mejores resultados en cuanto a su autonomía funcional).
  • Es, asimismo, muy importante la referencia que la Directiva lleva a cabo sobre la posibilidad de que los canales de denuncias sean gestionados, tras la autorización correspondiente, “por terceros”, una expresión que engloba muchas y diferentes realidades. Y puede representar algunos problemas añadidos. Tales “terceros” deben cumplir las exigencias establecidas para los órganos o personas que gestionen canales internos, pero a su vez se exige que “ofrezcan garantías adecuadas de respeto de la independencia, la confidencialidad, la protección de datos y el secreto”.
  • Los canales internos de denuncia deben asimismo articularse sobre una serie de ejes:
    • Llevar a cabo un seguimiento de las denuncias que genere “confianza en la eficacia del sistema de protección del denunciante”.
    • Informar al denunciante en un plazo razonable, que no será superior a tres meses
    • Proveer de información clara y fácilmente accesible sobre los procedimientos de denuncia externa.
    • Se deben ofertar cursos y seminarios de formación sobre ética e integridad (algo infrecuente aún en buena parte de las entidades públicas).

A modo de conclusión

En consecuencia, la Directiva supone un paso adelante. Su enfoque central es, obviamente, de protección del denunciante, pero para que el sistema sea efectivo requiere no solo procedimientos y garantías, sino también establecer un modelo institucional de canal interno de denuncias que salvaguarde la independencia del órgano que asuma tales funciones, garantice la confidencialidad, la protección de datos y el secreto en sus actuaciones. La protección efectiva del denunciante requerirá que tales canales internos de denuncia se inserten adecuadamente y de modo efectivo en Sistemas de Integridad Institucional (o Programas de Compliance) de la respectiva entidad, así como que se articulen como sistemas de gestión dotados de independencia funcional y garanticen la acusada profesionalidad de quienes ejerzan tales tareas, con patrones morales y éticos estrictos.

En caso contrario, si falla la primera línea de defensa (canales internos), se abandonará (por inútil o no garantista) esa vía y proliferará el recurso a los canales externos ejercidos por las autoridades competentes (autoridades judiciales, organismos de regulación y supervisión, así como, en su caso, agencias de lucha contra la corrupción). Y, en ese caso, al menos cuando la cuestión está en manos de los tribunales o de los organismos de control, la batalla de la prevención se habrá perdido por completo, haciendo, así, girar el modelo hacia un sistema de sanción (administrativa o penal), en cuyo caso las consecuencias finales serán obvias: una vez adoptada la resolución correspondiente, la confianza de la ciudadanía en la institución ya se habrá roto. Por tanto, si el sector público quiere avanzar decididamente en la lucha por la integridad institucional no tiene otra salida que construir un sistema de denuncias internas dotado de esos principios y rasgos expuestos anteriormente. No hay otro camino. Lo demás es engañarse.

GOBERNANZA 2020: PARTICIPACIÓN CIUDADANA Y AGENDA 2030

 

“El ‘demos’ está sobrecargado, pero también las élites y los expertos” (Daniel Innerarity)

 “El pueblo no habla con una sola voz, ni las voces plurales y contradictorias convergen espontáneamente en el acuerdo, deben ser articuladas” (Manuel Zafra)

 

Sobre la participación ciudadana todavía sobrevuela la distinción formal que se deriva de la cicatera regulación de la Constitución de 1978 (un modelo muy poco receptivo a mecanismos de participación que vayan más allá de la elección de representantes), entre participación mediada a través de representantes y aquella otra cuya configuración es directa o semidirecta. Un enfoque reduccionista, pero también dos caras de una misma moneda con intensidades muy dispares. La representación es consustancial a la idea de la democracia en su acepción contemporánea y las opciones referendarias o deliberativas un complemento, más en clave de Gobernanza Pública. Tema complejo del que solo se dibujan aquí unas pinceladas.

En efecto, participación y democracia van de la mano, no se entienden la una sin la otra. Y para tener una idea cabal de esa relación dialéctica que alimenta ambos conceptos, nada mejor que adentrarse en la lectura de dos contribuciones, breves de extensión, pero ricas en matices. Una de ellas, que pasó totalmente desapercibida (algo común en muchos libros), es la imprescindible obra del profesor Manuel Zafra Víctor titulada La democracia según Sartori (Tirant Humanidades, 2015), prologada por Innerarity. Para Zafra, en diálogo con el autor ahora citado, la deliberación no es una alternativa a la representación, sino un medio para mejorar esa representación y articular mejor la diversidad social. No debe necesariamente acabar en acuerdo, pero sí estimular que, una vez planteados los términos del debate, quien deba decidir valore razonadamente los distintos argumentos y pondere cuáles son aplicables a la política que se quiere poner en marcha y descarte, también motivadamente, cuáles no lo deben ser. La manida democracia participativa encubre un pleonasmo.

La otra contribución corresponde al también profesor Daniel Innerarity que, en diferentes obras (desde El nuevo espacio público, Espasa Calpe 2006), ha ido dando a la participación ciudadana, con los matices oportunos, un protagonismo relevante en la evolución de la democracia de nuestros días. En efecto, en una de sus últimas aportaciones (Comprender la democracia, Gedisa, 2018), Innerarity se interroga sobre posibles soluciones para reforzar la competencia política de la ciudadanía, y opta por una receta clara: la solución al problema que nos ocupa no sería menos democracia, sino más democracia, en el sentido de una mejor interacción y un ejercicio compartido de las facultades políticas”. Así concluye que “todas las propuestas de participativa o deliberativa se basan en este presupuesto de entender la democracia como ‘reflexión cooperativa’”. Y ese aprendizaje cooperativo de la democracia en su dimensión deliberativa tiene, por las condiciones del contexto, una mejor aplicación en el ámbito local de gobierno, especialmente en el municipal.

El modelo jurídico-institucional de municipio se asienta sobre el papel que ese nivel de gobierno tiene como cauce de participación ciudadana en los asuntos públicos. Tan categórico principio no encuentra el eco suficiente en el desarrollo legal básico. La razón de ser de esa opción normativa (por la que se inclina la propia LBRL), no es otra que la proximidad. La instancia municipal de gobierno es la que mejor puede cabalmente construir sistemas institucionales de participación ciudadana que resulten prácticos y efectivos. Aunque algunas experiencias participativas sectoriales pueden tener buena acogida en estructuras gubernamentales “más altas” (provincia, Comunidad Autónoma o Administración General del Estado), lo cierto es que, por lo común, es en los ayuntamientos donde esas políticas participativas tienen eco real y, sobre todo, resultados más efectivos. Proximidad e inmediatez de los problemas y de las instituciones ayudan a involucrar mejor a la ciudadanía. Pero no nos engañemos, siempre existirá en ese doble rol de ciudadano común (despreocupado o alejado de la cosa pública) y de ciudadano intenso (militante de causas), de la que hablara Zafra, aunque solo fuera para refutar las tesis de Schumpeter (y de Sartori), sobre el primitivismo del ciudadano común, que, a mi juicio, ha vuelto con fuerza en la era de las redes sociales.

Las potencialidades de la participación ciudadana son, sin embargo, amplias. La participación ha transitado por tres estadios: uno primitivo, que conllevaba su articulación a través de consejos sectoriales o de ciudad; el segundo basado en el ejercicio del derecho de voto en consultas que habitualmente se estructuran de forma binaria (si/no), con participaciones a veces irrelevantes; y, en fin, el tercero, ha sido explorar fórmulas de democracia deliberativa (probablemente la que tiene mejores cartas de presentación) cuyo hito básico es una participación selectiva (muestra), bien documentada e informada, que lleva a cabo una labor de contraste de opiniones y propone soluciones gubernamentales a determinados problemas previamente planteados. No se excluyen, a veces se solapan. Y, con más o menos tirantez, conviven esas tres modalidades de participación, junto con otras menores o diferenciadas.

La participación ciudadana representa uno de los ejes del modelo de Gobernanza Municipal. En el campo de la Agenda 2030 ese papel se acrecienta, pues tal como se ha visto sin una implicación efectiva de la ciudadanía será tarea imposible la puesta en marcha de los ODS en los municipios. La ciudadanía debe recibir información, pero también participar en los procesos de impulso, diseño, ejecución y evaluación de todas aquellas políticas derivadas de los ODS. Y eso no es fácil. Pero sobre todo y ante todo debe colaborar activamente en ese proceso de transformación cambiando hábitos, conductas y actitudes con la finalidad de hacer efectivos en el plano operativo y en la vida cotidiana tales ODS. En este punto los ayuntamientos tienen un papel sustantivo no solo para comunicar o formar a la ciudadanía, sino especialmente para involucrarla en la efectividad de la puesta en marcha de todas las políticas transversales afectadas por la Agenda 2030. Una buena práctica, de la  que he tenido conocimiento gracias a la red de municipios Kaleidos (especialmente volcada, aunque no solo, en el ámbito de participación ciudadana: http://kaleidosred.org/), es la que, siguiendo otros modelos de ciudades europeas, se está llevando a cabo en el Ayuntamiento de Málaga desde 2018, donde se combina inteligentemente Agenda 2030 y participación ciudadana. Conviene ponerlo de relieve: https://ciedes.es/el-plan/agenda-ods-2030.html

Ciertamente, la participación ciudadana no está teniendo el protagonismo que requiere, más en un período en el que la confianza ciudadana en las instituciones se está viendo resquebrajada, así como cuando el crédito público en los partidos políticos (y, por ende, en el sistema representativo) se está desplomado, como certifica la última encuesta del CIS. Cuando sería el momento de impulsar iniciativas de participación ciudadana que fueran innovadoras, observamos que su pulso político no late con fuerza (¿cómo se entiende, si no, que las consultas populares de ámbito local sigan requiriendo aún la autorización del Consejo de Ministros, tal como prevé la LBRL?. Una “autonomía local” condicionada a la voluntad ministerial en uno de sus ámbitos existenciales que conforman su naturaleza. Y, si no, para estropearlo todo ya están los tribunales de justicia. Frente al impulso “innovador” del Reglamento de Participación Ciudadana de Barcelona, el TSJ de Cataluña (STSJCat 874/2019) ha dictado, con un pobre razonamiento, una desproporcionada sentencia anulatoria en su integridad de tal manifestación normativa por motivos formales (aunque con alguna objeción material; pero que somete la potestad normativa local a trámites circulares y la aleja de cualquier otra manifestación del mismo carácter por parte de otros niveles de gobierno). Ver: STSJ 874:2019 rgto participacion bcn.

En fin, entre que la participación ciudadana no está en la agenda política central de buena parte de los niveles de gobierno (salvando honrosas excepciones, principalmente locales, que las hay) y que disponemos de un marco normativo básico todavía con innumerables restricciones, interpretado restrictivamente por los tribunales de justicia (también con algunas excepciones como la interesante STSJ del País Vasco sobre el Ayuntamiento de Basauri: STSJ PV 157/2018, en relación con las consultas ciudadana reguladas en la Ley de Instituciones Locales de Euskadi), el trabajo que queda por hacer, tanto de alta política como de política de proximidad es un auténtico desafío. Pues sin un modelo avanzado de participación ciudadana la Gobernanza Pública no tendrá un diseño acabado, el gobierno abierto no pasará de ser una mera quimera y la transparencia, así como la rendición de cuentas, tampoco superarán el umbral de convertirse en algo más que píos deseos.

Anexo: Esbozo de líneas de trabajo para profundizar en el impulso de una política de Participación Ciudadana alineada con los ODS de la Agencia 2030:

“La dramática crisis de la democracia puede paliarse dando una nueva oportunidad al sistema de sorteo” (David Van Reybrouk, Contra las elecciones. Cómo salvar la democracia, Taurus, 2017, p. 169)

  • Diseñar la participación ciudadana con un horizonte estratégico (2030)
  • Promover la reforma normativa de los instrumentos de participación ciudadana en el ámbito local de gobierno, especialmente (aunque no solo) en lo que afecta al régimen de consultas ciudadanas.
  • Impulsar prácticas o pruebas pilotos de democracia deliberativa en determinados ámbitos, creando incluso espacios o foros específicos de debate ciudadano, mediante personas elegidas por sorteo.
  • Aprobar Ordenanzas de Participación Ciudadana que se puedan configurar como de “nueva generación”.
  • Promover pactos o acuerdos que articulen compromisos institucionales y ciudadanos con los ODS de la Agenda 2030.
  • Involucrar a asociaciones, entidades públicas y privadas, colectivos, etc., en la toma de conciencia, en el el diseño y puesta en marcha, así como en la evaluación, de políticas dirigidas a alcanzar los ODS de la Agenda 2030.
  • Construir sistemas de integridad institucional en clave participativa o compartida con los diferentes actores.
  • Vincular la participación ciudadana con la política de transparencia, por medio del desarrollo de la Transparencia colaborativa. Derecho al saber y participación ciudadana.
  • Apertura de la Administración digital a la participación ciudadana como medio de garantía de los derechos de la ciudadanía en un entorno de revolución tecnológica.
  • Datos abiertos, protección de datos y participación ciudadana (articular modelos de relación)
  • Desarrollo de las consultas electrónicas mediante pruebas piloto.
  • Articular la participación ciudadana en la confifuración de un sistema de rendición de cuentas.

INSTITUCIONES, ADMINISTRACIÓN Y EMPLEO PÚBLICO EN EL ACUERDO DE COALICIÓN (ADENDA: El nivel local de gobierno en el Acuerdo de coalición)

“Coalición: Reunión de perros y gatos con el objeto de atrapar un hueso. Si lo atrapan los primeros muerden a los segundos porque reclaman su parte; si son estos últimos los que lo cogen arañan también; siguiéndose de aquí que se separan unos de otros con más encarnizamiento que nunca”

(Juan Rico y Amat, Diccionario de los políticos, Imprenta F. Andrés y Compañía, Madrid, 1855. Subrayado en el texto del autor)

Aunque ha sido difundido en unos días en que todos pensamos más en las celebraciones, considero necesario abrir un hueco y reflexionar en voz alta sobre sus consecuencias. Cada lector pondrá el foco en aquellos aspectos que le interesen o afecten. Por mi parte, he leído el Acuerdo de coalición PSOE-UP, titulado “Coalición Progresista. Un nuevo Acuerdo para España”, con la mirada puesta en los temas institucionales. Y ya les anticipo que, salvo aspectos muy puntuales que luego citaré, la frustración que me ha despertado su contenido es muy elevada. Por tanto, este análisis debería ser necesariamente breve, pues prácticamente nada se dice, salvo lugares comunes, sobre un tema que es muy importante ante el desgaste, descrédito y pérdida de confianza de la ciudadanía en el sistema institucional, que desde hace algunos años se cae a pedazos. Da la impresión que, sin embargo, el documento es ajeno a la crisis institucional que nos invade, ignorándola (casi) por completo.

Con una redacción plana de periodismo raso, sin apenas presentación, sorprende, así, que en un documento de 50 páginas las cuestiones institucionales se despachen en unos pocos y escasamente trabajados párrafos, frente a la importancia que en términos de extensión se le dan a otros muchos temas, sin duda más populares. Tal vez las cuestiones relativas a “Regeneración democrática y transparencia” son, junto con las de Justicia eficaz (que aquí no se tratarán), las que han merecido mayor atención (un poco más de media página por lo que afecta a las primeras, pero al menos incluyen 9 puntos u objetivos). Sin embargo, una lectura atenta de esas propuestas no pueden sino sumirnos en una cierta perplejidad.

En efecto, si comenzamos con la elección y renovación de los órganos constitucionales y organismos independientes, en cuyo listado se advierte alguna omisión clamorosa (por ejemplo, la Agencia Española de Protección de Datos o las renovaciones parciales del Tribunal Constitucional y de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia), nada parece que cambiará, pese a las apariencias, en el modo y manera de designar a tales miembros: todo apunta a que el reparto por cuotas políticas seguirá siendo la regla dominante tan apreciada por una política clientelar de uno u otro signo, solo atemperada en el Acuerdo por un evanescente compromiso de que “en los acuerdos parlamentarios de consenso” que se trencen se primará (ya veremos cómo) “los principios de mérito, capacidad, igualdad, paridad de género y prestigio profesional”, algo que realmente solo se puede obtener mediante concursos abiertos o convocatorias competitivas, una modalidad que ni en sueños aparece reflejada en ese documento. Dicho en lenguaje más llano: el reparto del botín entre los “amigos políticos” seguirá siendo –salvo sorpresas agradables, que no se esperan- el sistema de designación para tales responsabilidades públicas, edulcorado –cabe presumir- con airear los currículum tan acreditados (aunque ya nadie crea en esos historiales engordados artificialmente) que ostentarán quienes sean elegidos finalmente por el dedo democrático.

La corrupción está muy bien que se afronte, pues es un gravísimo problema que anega la vida pública y los cimientos de la sociedad, pero difícilmente se resolverá tan gruesa cuestión sólo con leyes y más leyes. No parece que los redactores del Acuerdo hayan leído con atención el último Informe sobre España del GRECO (editado el 13 de noviembre de 2019; ver: https://rafaeljimenezasensio.com/documentos/), donde se aboga por medidas preventivas que ni siquiera aparecen de refilón en tal documento. Todo se fía a la Ley y al valor taumatúrgico del BOE, que publicará las normas que se promueven y que luego no se aplicarán o desfallecerán en su puesta en práctica. La fiebre reguladora se extenderá además a los lobbies y a la transparencia, a la reforma de la propia Constitución (aforamientos), a la ley de incompatibilidades y a la ya envejecida prematuramente Ley de Transparencia. Imponer la probidad a golpe del BOE representa un necesario, pero a todas luces insuficiente, modo de afrontar el problema. Ni una sola referencia a la integridad institucional ni a los sistemas de esa naturaleza. Nada sobre cultura ética ni rastro de códigos de conducta y marcos de riesgo. Pobre, muy pobre.

Si el foco lo ponemos sobre la Administración Pública, se advertirá de inmediato que la apuesta por una Administración digital, más abierta y eficiente, puede ser compartida por la totalidad de los ciudadanos. El Plan de Digitalización es su buque insignia, y el impulso de la digitalización su camino. Nada que objetar, sino todo lo contrario. No obstante, se reitera o repite la reforma de la Ley de Transparencia, aunque en este caso se concreta la aprobación del largamente esperado (tras más de cinco años) Reglamento de desarrollo (ya elaborado). La extensión de la carpeta ciudadana es una buena línea de trabajo. Tampoco cabe objeción alguna. Y la apertura de los datos de la Administración es un necesario reto que debe cohonestarse con la eficiencia y la protección de los datos de carácter personal (un tema que hubiera requerido algún apartado específico). La compra pública innovadora también forma parte de los píos deseos del nuevo Gobierno. Así como la digitalización del sector público empresarial. No hay, en este punto, cosas que chirríen, tal vez algunas ausencias. Es la parte institucional más engrasada, dado que la política de Administración digital tiene ya largo recorrido en la AGE.

El fiasco monumental viene cuando se trata de reflejar las medidas propias del empleo público. Llama la atención sin duda que estas se despachen a modo de telegrama, salvo en lo que respecta a los servicio de prevención y extinción de incendios y salvamento (SPEIS), un ámbito al que sorprendente y desproporcionadamente se le dedica más de la mitad de la extensión de las propuestas relativas al empleo público. Tal vez de forma maliciosa se podría pensar que ello se debe a que ese futuro Gobierno de coalición deberá “apagar muchos fuegos” (políticos o sociales, se entiende; pero también internos), pues si no sencillamente no se puede comprender cómo los SPEIS puedan ser para los redactores del Acuerdo el punto más relevante de la inevitable y necesaria transformación del empleo público, a la que solo se le dedican lugares comunes y objetivos de una pobreza conceptual y estratégica sencillamente supinos. Por fin, tras décadas de estudio, he comprendido que el problema existencial de la función pública española radica en los bomberos. Paradojas de un país a veces incomprensible.

No hay, en efecto, en el citado Acuerdo ni una sola referencia a los temas claves que afectan a la función pública en estos momentos y, sobre todo, a los que se deberá enfrentar la institución en la próxima década, por no decir de forma inmediata. Tales como el impacto del envejecimiento de las plantillas y el necesario relevo generacional, unido al dato de las consecuencias que la revolución tecnológica tendrá, más temprano que tarde, sobre los perfiles de empleos públicos que requerirá la Administración Pública (Gorriti, 2019). Los problemas de selección se identifican en los Acuerdos cuando se trata de los jueces (Elisa de la Nuez), pero no en la función pública, aunque sus métodos de reclutamiento estén en este último caso tan periclitados o casi como en el de sus señorías. De las titulaciones STEM se habla en el capítulo de la política feminista (como cierre de la brecha de género educativa y profesional), pero no se hace mención alguna a la necesidad que tendrá la Administración Pública de dotarse de tales perfiles profesionales. Tampoco hay referencia de ningún tipo (y aqui los silencios son muy medidos) a la profesionalización de la dirección pública, con lo que no le den muchas vueltas al tema: la colonización política o de las clientelas de los partidos de la alta dirección pública seguirá siendo la nota existencial en la provisión de tales niveles, solo que ahora incrementada puesto que los partidos en liza son más (PSOE, UP e IU, debiendo atender también sus cuotas territoriales).

Lo mas cándido de los Acuerdos en materia de empleo público consiste en la propuesta de aprobar “un Plan de Formación y capacitación de los empleados públicos”. ¿Es que no existía?, ¿cuál es, por tanto, la novedad? Se lo podrían haber ahorrado o insertarlo de otro modo. No quiero desmerecer a la formación, cuyo rol en el proceso de adaptación del empleo público a la revolución tecnológica será determinante, pero nada de eso se dice. Y no digamos de la revisión del “contrato de interinidad en la Administraciones Públicas”, que presumiblemente se debe referir de modo elíptico e incorrecto a reducir la interinidad en el empleo público y, pongámonos a temblar, a aplantillar por determinación legal o mediante procedimientos espurios a todo el personal interino existente (aunque eso, en honor a la verdad, no se dice en el Acuerdo y deriva de mi propia cosecha, siempre tan ensoñadora y malpensada), una tendencia a la que el grupo UP ya mostró sus debilidades en la Asamblea de Madrid la pasada legislatura.

El Acuerdo aboga de modo expreso por la elaboración de un nuevo Estatuto de los Trabajadores para el siglo XXI, centrando una de sus exigencias precisamente en su adaptación a la revolución tecnológica (que transformará de raíz la concepción tradicional del empleo), pero en lo que al empleo público respecta ni siquiera se aproxima a esa realidad, como si la función pública quedará inmunizada de tales tendencias por el sacrosanto caparazón de la inamovilidad funcionarial. Convendría que se hubiesen planteado sensatamente si tiene sentido hoy en día la dualidad de regímenes jurídicos (funcionarios/laborales) en el empleo público (más concretamente la dualidad de jurisdicciones para conocer de los litigios del empleo público), pues si se renueva el Estatuto de los Trabajadores y, a su vez, se deja inmaculado el estatuto de los empleados públicos, el problema heredado se puede agravar.

En fin, confiemos en que en la formación ministerial, en las decisiones estructurales y en el pulso cotidiano, el futuro Gobierno enderece esas primeras imprecisiones y tape inteligentemente las innumerables carencias que se advierten en el Acuerdo de coalición en lo que al sistema institucional respecta. Pero el arranque no es ciertamente para tirar cohetes. Más bien llena de preocupación que un sistema institucional, una Administración Públicas y una función pública que están plagadas de desafíos e incertidumbres haya merecido tan poca atención en lo que pretende ser una hoja de ruta del futuro Gobierno. Al menos en estos temas aquí analizados (esto es, desde la perspectiva exclusivamente institucional) lo único que se advierte es que el futuro timonel carece de carta de navegación fiable. Más le valdrá que se provea pronto de ella. Por el bien de todos aquellos que vamos en la nave. Y más concretamente de nuestras maltrechas instituciones, a las que desgraciadamente nadie atiende si no es para prevalerse de ellas.

ADENDA: EL NIVEL LOCAL DE GOBIERNO EN EL ACUERDO DE COALICIÓN

El nivel local de gobierno, en lo que a su autonomía respecta, parece resultar mejor tratado en el Acuerdo, aunque sus propuestas se limiten a derogar la Ley 27/2013, de racionalización y sostenibilidad de la Administración Local (¿lo admitirá la Comisión Europea en lo que afecta a sostenibilidad financiera?) y a unos vagos compromisos en materia de financiación municipal (mediante una redefinición de los tributos locales). No se anuncia, sin embargo, la aprobación de un nuevo marco normativo básico, salvo en lo que respecta a materia tributaria, cuando la Ley de Bases de Régimen Local ofrece ya (tras casi treinta y cinco años de vigencia) síntomas de agotamiento absoluto y de clara inadaptación a las exigencias actuales de los ayuntamientos. Se requiere, sin demora, afrontar una redefinición del marco normativo básico local. Aunque mucho mejor sería reformar la Constitución y fortalecer, así, el nivel local de gobierno (una propuesta que el profesor Manuel Zafra lleva tiempo defendiendo). De todos modos, regular el nivel de gobierno local es diseñar un marco institucional sobre el que se debiera alcanzar el máximo consenso político, pues dejar la regulación a los humores políticos de una mayoría parlamentaria transitoria es cometer los mismos errores en los que se incurrió en la reforma local de 2013. En materia de las competencias municipales se pretende su «ampliación», olvidando que el legislador básico de régimen local no atribuye competencias propias a los municipios sino que garantiza un estándar de autonomía municipal que deberá ser respetado por el legislador sectorial autonómico, que -junto con el estatal- es quien determina qué competencias propias tienen los ayuntamientos (por todos, Francisco Velasco). Es sintomática la ausencia de cualquier referencia a las diputaciones provinciales, lo que abre la duda sobre cuál es el futuro que se le depara a tales instituciones en la estrategia del futuro Gobierno. Pero ciertamente, impulsar la política de «revertir la despoblación» a la que se le dedica un amplio espacio en el Acuerdo requerirá superar las enormes limitaciones que tiene la atomización de la planta municipal y en esa línea el papel de las diputaciones provinciales como de las fórmulas de asociación municipal o las propias comarcas, no puede ser despreciado. Sorprende, en todo caso, que en materia local no se haga ninguna referencia a los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030 (solo citada en un momento cuando se habla de la Unión Europea y de la internacionalización).

Hay algunas otras referencias puntuales a las entidades locales (que se siguen denominando en varios pasajes como «Corporaciones locales»), así algunas más a los ayuntamientos (por ejemplo, en materia de vivienda, alquileres y personas sin hogar), pero se echa de menos una concepción más holística del nivel local de gobierno como una estructura institucional de proximidad que presta servicios a la ciudadanía en aquellos ámbitos en los que el resto de los poderes públicos no alcanzan a cubrir, lo que requiere asimismo una financiación complementaria. Los ayuntamientos representan el nivel de gobierno con mayor legitimación social de las estructuras gubernamentales, sin embargo han estado hasta ahora escasamente atendidos (cunado no completamente olvidados) por las agendas políticas. El Acuerdo de Coalición no termina de acertar en el enfoque institucional de la realidad local, aunque muestre algunas propuestas de interés, otras de marcada ingenuidad (derogar toda la LRSAL), aspectos marcados por la ambigüedad y algunos silencios que son, cuando menos, reveladores (en el documento no se cita ni una sola vez la expresión «diputaciones» ni tampoco «provincias»). En todo caso, habrá que esperar cómo se articulan efectivamente esas aún abstractas propuestas, pero ya se dan algunas pistas.

OLVIDO DE LO LOCAL

 

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A Ferran Torres, in memoriam. Excelente amigo y mejor persona. Un gran jurista que dedicó honesta y profesionalmente su vida al mundo local. Hoy 16 de diciembre de 2019 nos ha dejado. Temprana e injusta ausencia. Descanse en paz.

 

Resulta cuando menos curioso que una institución tan próxima a la ciudadanía y tan legitimada ante la opinión pública como es el nivel local de gobierno, en particular el municipal, esté tan maltratada políticamente tanto por las instancias centrales como por las autonómicas, cuando ambas gozan cada vez más de una crisis de confianza mucho mayor que la institución municipal entre la ciudadanía. No deja de ser vergonzante que el porcentaje del gasto público local sobre el PIB haya permanecido prácticamente inalterado en torno al 13 por ciento desde 1980. La culpa de esto la tiene el “centralismo”, también el autonómico que no ha dejado crecer al gobierno local y, salvo excepciones, lo ha sometido a una asfixia competencial y financiera. No deja de ser humillante que, por ejemplo, la dimensión comparada de la Hacienda Local española (6 por ciento del PIB), sea casi el cincuenta por ciento menor que la existente de media en los países de la UE en 2015 (11,1 por ciento UE), conforme se expuso en 2017 en el Informe de la Comisión de Expertos para la revisión del modelo de financiación local (Madrid, 2017). Y luego se nos llena la boca diciendo que España es el país más descentralizado de Europa.

La agenda política de estos últimos años ha venido caracterizada por un empobrecimiento paulatino del autogobierno local, con especial ensañamiento sobre el gobierno municipal. La desastrosa e inútil reforma local de 2013 y las intensas medidas de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera, regla de gasto incluida (con sus evidentes distorsiones aplicativas fruto de una concepción rígida de tal criterio por parte de la alta burocracia madrileña), no han mejorado el estado de la política local y de la prestación de servicios, sino más bien lo han empeorado, a pesar de la razonable gestión financiera que han acreditado buena parte de los municipios.

De la cadena de procesos electorales que ha sumido a la Administración General del Estado en una parálisis (casi) absoluta, tampoco se han alumbrado iniciativas que hayan metido en la agenda política la inaplazable renovación de un marco normativo básico institucional, jurídico y financiero local, que ofrece hoy en día síntomas evidentes de absoluto agotamiento. Tampoco ninguna fuerza política ha sabido dotar a lo local del protagonismo que se merece. Lamentable, pero cierto. Solo, ante la presión mediática y el alarmante estado del problema, la España vaciada ha entrado demagógicamente en los discursos electorales, pero no en las medidas efectivas.

La política se sigue haciendo desde las alturas o levitando. No hay líderes políticos que aterricen en los problemas inmediatos. A eso se le llama “alta política” o mejor dicho “mal de altura”, donde la casta vieja y nueva de una clase política autista vive absolutamente alejada de las inquietudes y necesidades ciudadanas, pretendiendo dar respuesta a sus problemas por elevación, ignorando que sólo haría falta con reconocer mayores capacidades de gestión, recursos suficientes y más poder político efectivo a los ayuntamientos para que estos comenzaran a revertir muchos de los problemas que las hiperbólicas administraciones del Estado y de las Comunidades Autónomas, plagadas de ineficiencia, son incapaces de resolver.

La parálisis política conlleva, además, parálisis legislativa y administrativa. No se mueve una hoja en las decisiones político-administrativas. La Administración del Estado lleva casi un año en coma. Las Comunidades Autónomas, contaminadas por la inacción y tributarias de unos recursos que nunca llegan, ofrecen asimismo una imagen desvaída y prácticamente nada promueven. Los pocos nichos de innovación que emergen en el sector público se encuentran hoy en día en el espacio institucional local. Representan la llama que aún permanece viva, evitando así que la oscuridad plena se imponga y que el tractor público del desarrollo económico y social se transforme en un carro sin bueyes parado en la cuneta.

En lo local está, por tanto, la esperanza inmediata. A pesar del mal trato institucional que está recibiendo. Hay iniciativas locales que apuntan maneras. Los retos, no obstante, son inmensos, pues la bola de problemas se va haciendo cada día más grande y el aplazamiento continuo solo hace agravarlos. La voluntad local de promover cambios y afrontar tales desafíos encuentra sus límites en la incapacidad manifiesta del legislador estatal de dar respuesta cabal a las necesidades inmediatas, que abruman al nivel local de gobierno.

La Agenda 2030 no podrá funcionar realmente sin un papel activo de los municipios, sin fortalecer sus alianzas y sin reforzar su modelo de Gobernanza. Algunos ayuntamientos comienzan a ser conscientes del problema. Pero miran hacia arriba y nadie responde. El panorama financiero local es, como se ha expuesto, desolador. Pero no menos frustrante es la existencia de un desvencijado sistema normativo institucional local y un régimen jurídico en buena medida obsoleto que fagocita buena parte de las energías transformadoras que se mueren en el laberinto burocrático.

Va siendo hora de que los distintos niveles de gobierno, especialmente el gobierno central y los gobiernos autonómicos, dejen de tratar a lo local con lejanía e ignorancia, y reconozcan su innegable visibilidad institucional de nivel político gubernamental que goza, a pesar de sus penurias, de mucho mayor reconocimiento ciudadano y legitimidad institucional que “sus (pretendidos) mayores”.

Es momento de reivindicar lo local. No solo la centralidad de las ciudades, sino también la trascendencia de ese mundo rural del que nadie se acuerda salvo cuando hay elecciones. Hay mucho trabajo por hacer en ese espacio institucional tan singular, variopinto y estimulante. Los liderazgos políticos locales son los que mayor aceptación ciudadana están teniendo en momentos de liderazgos desvaídos o inconsistentes.

Lo local solo necesita un fuerte empuje institucional desde arriba. Pero no hay que ser ingenuos. Hasta que la “alta política” no sepa bajar a los problemas cotidianos y comprenda su sentido y circunstancias, eso no se logrará. Quienes están en las “nubes” estatales o autonómicas deberían interiorizar que el nivel local de gobierno puede ser, por su proximidad y por su facilidad para ser controlado y rendir cuentas, mucho más eficiente objetivamente que los otros niveles de gobierno. Siempre que se le den recursos y medios. Puede mover montañas. Es la verdadera descentralización siempre pendiente. La otra, la autonómica, de momento solo ha sabido reproducir con peor condición un isomorfismo institucional cuyos resultados son, salvo puntuales excepciones, muy poco consistentes. Y es triste reconocerlo.

AGENDA 2030: POLÍTICA MUNICIPAL, DESARROLLO SOSTENIBLE Y FORTALECIMIENTO INSTITUCIONAL

AGENDA 2030

“Afirmar ‘somos terrestres en medio de terrestres’ no conduce en absoluto a la misma política que afirmar ‘somos humanos en la naturaleza” (p. 126)

“Migraciones, explosión de las desigualdades y nuevo régimen climático son la misma amenaza” (p. 24)

(Bruno Latour, Dónde aterrizar. Cómo orientarse en política, Taurus, 2019)

 

No cabe duda alguna que la política municipal, al igual que la política del resto de niveles de gobierno (UE, Estado y CCAA, u otros gobiernos intermedios), se hará a partir de ahora (ya se está haciendo) impregnada de la “Agenda 2030” y de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible allí recogidos. En el mundo local ello implica un cambio notable, puesto que representa dar un paso más allá de la Agenda 21 y mirar estratégicamente a una Agenda 2030 marcada por un futuro plagado de retos ambientales, económicos y sociales.

Esa Agenda 2030, con sus 17 Objetivos y 169 metas, ha sido desplegada por diferentes niveles de gobierno que han concretizado, con mayor o menor acierto, tales objetivos y metas llevándolos al espacio territorial y a las necesidades sociales y personales que en cada entorno se producen, pero siguiendo el esquema diseñado por Naciones Unidas. Va mucho en juego en ese empeño. Solo hace falta recordar aquí la extraordinaria reflexión de Bruno Latour, en una reciente obra ya reseñada en estas páginas (https://bit.ly/2mblte3) , donde este autor se hacía eco de lo que denomina como el nuevo régimen climático que gobernará y condicionará la política mundial en las próximas décadas.

Entre nosotros ya comienzan a proliferar los documentos de análisis, estratégicos o simples Guías que tienen por objeto la Agenda 2030, en su proyección sobre los diferentes niveles territoriales de gobierno. Valga una rápida mirada para recordar algunos de ellos:

  • El Gobierno central publicó en 2018 un extenso documento que lleva por título Plan de acción para la implementación de la Agenda 2030. Hacia una estrategia española de desarrollo sostenible. Allí se defiende que la puesta en marcha de la Agenda 2030 constituye una verdadera política de Estado, que requiere un correcto alineamiento entre niveles de gobierno y diferentes actores, así como identifica una serie de “políticas palanca” (que no son otras que las que ya estaba impulsando entonces la Administración General del Estado) y articula una serie de medidas transformadoras, aún en un estadio poco preciso. El futuro gobierno central, si alguna vez se constituye, deberá retomar esa senda y profundizarla adecuadamente, lo mismo que los gobiernos autonómicos que ahora inician su andadura.
  • Por su parte, por traer un ejemplo de Comunidades Autónomas, el Gobierno Vasco aprobó en 2018 el documento titulado Contribución Vasca a la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. Se trata de un documento más conciso, pero no exento de notable interés y que encuadra dentro de los ODS las distintas medidas contenidas en el Plan de Gobierno para el vigente mandato elaborado en 2017, incluyendo los proyectos normativos a aprobar y asimismo diferentes planes sectoriales.
  • Por otro lado, en el ámbito local los documentos sobre esta materia son abundantes. Recordemos aquí exclusivamente dos de ellos. El primero se titula Mirando hacia el futuro: ciudades sostenibles. Los ODS en 100 ciudades españolas, Y es un análisis cuantitativo y comparado de datos sobre el cumplimiento de los ODS por parte de tales ciudades. Y el segundo es un documento más reciente cuyo enunciado es Agenda 2030 LOCAL, impulsado por Udalsarea, que es la Red Vasca de municipios sostenibles. Se trata de una Guía útil como herramienta de trabajo para afrontar las políticas locales vinculadas a la Agenda 2030, aunque en algunos de sus puntos (más concretamente la parte institucional) las debilidades de la propuesta son evidentes, aunque no debe de sorprender, pues tal como veremos es la tónica de todos los documentos hasta ahora analizados.

Lo que sí parece obvio es que, a partir del actual mandato 2019-2023 (tanto en el ámbito local como autonómico), la Agenda 2030 supondrá un punto de arranque imprescindible para articular las diferentes políticas sectoriales y transversales. Como se indica en uno de los documentos antes citados, la Agenda 2030 se configura como un referente ético y operativo para todos los Gobiernos, una suerte de “contrato social global”, que debe luego proyectarse sobre niveles de gobierno estatales, autonómicos o locales. Y esta es la operación que a partir de ahora debe ponerse en marcha por cada Administración pública, sin perjuicio de las interrelaciones que todos los niveles de gobierno tienen en esas políticas.

Es evidente que, dado el tipo de competencias y prestaciones que ejercen, los gobiernos locales son instituciones nucleares para garantizar la plena efectividad de tales ODS, más aún por la proximidad que tienen a la ciudadanía y a sus problemas. La lucha contra la pobreza, las desigualdades, la discriminación por razón de sexo, la inclusión social, la seguridad y convivencia ciudadana, la calidad del agua y el correcto tratamiento de residuos, así como otras medidas vinculadas con el medio ambiente, por solo citar algunas de ellas, son cuestiones que deben hacer frente los municipios teniendo la mirada puesta en tales objetivos estratégicos de desarrollo sostenible.

Pero en este breve comentario quiero resaltar sobre todo la importancia que tiene el ODS número 16. Una cuestión que, por lo que he podido analizar, ha pasado hasta ahora bastante desapercibida. Es cierto que este Objetivo es muy amplio en sus contornos, pues alcanza ámbitos tales como la paz (seguridad y convivencia), justicia o instituciones fuertes e inclusivas. De ahí que no sorprenda que el documento los ODS en 100 ciudades españolas concluya que es uno de los objetivos en los que los municipios analizados obtienen mejores resultados (esencialmente, cabe presumir, por la seguridad existente en las ciudades españolas, pero no tanto, intuyo, por la calidad del funcionamiento de sus instituciones).

La verdad es que, como acertadamente expone el documento publicado por el Gobierno central en 2018, los objetivos contenidos en el número 16 “constituyen un acelerador del resto de los ODS”. Pero, también se podría objetar que, depende cómo esté configurada la institución local y su propia organización, así como sus estructuras, procesos y personal, pueden suponer, por el contrario, no un acelerador sino “un freno” para la plena efectividad de los ODS de carácter sectorial y finalista, que son la mayoría. Y eso es lo que se trata de evitar.

En verdad, el dato determinante es que el fortalecimiento institucional del ámbito local de Gobierno debe venir de la mano de la construcción de un modelo coherente de Gobernanza Pública, aspecto que también traté en algunas entradas anteriores. Como reconoció en su día la Comunicación de la Comisión Europea «Próximas etapas para un futuro europeo sostenible» [COM (2016) 739 final]: “El desarrollo sostenible requiere un enfoque político global e intersectorial para asegurarse de que los retos económicos, sociales y medioambientales se abordan conjuntamente. Por ello, en última instancia el desarrollo sostenible es una cuestión de gobernanza que requiere los instrumentos adecuados para garantizar la coherencia política en las diversas áreas temáticas”. Se trata, al fin y a la postre de construir modelos de Gobernanza Pública Local, que sean de carácter holístico, eficientes e inclusivos (ODS 16) y, por consiguiente, los ODS se materializarán en la medida en que logremos construir instituciones íntegras, transparentes, abiertas y participativas, así como basadas en la rendición de cuentas, pues todos esas dimensiones son la base sobre la que se debe asentar la implantación de los ODG en los gobiernos locales, así como en cualquier otro gobierno.

Por tanto, una política adecuada de Gobernanza Pública es una palanca transversal para alcanzar la efectividad de los ODS. Sin ella, los ODS pueden quedarse en fines programáticos o no alcanzar las metas que inicialmente se habían fijado. Sin embargo, del análisis de los documentos que abordar la implantación de la Agenda 2030 en los diferentes niveles de gobierno, sorprende que el fortalecimiento institucional cumpla hasta el momento un papel casi retórico o se le dedique escasa atención. Así, el plan estatal es muy tímido en este punto, poniendo el foco exclusivamente en el “Gobierno abierto” (digitalización) y en “impulsar una función pública con los conocimientos y capacidades para implantar los ODS”, un reto que se pretende alcanzar en 2022, mediante unas políticas de difusión y formación. El Gobierno Vasco ha sido algo más ambicioso, ya que inserta dentro de ese objetivo la política de integridad institucional, transparencia y rendición cuentas. Mientras que los gobiernos locales aún no han desplegado totalmente esas herramientas institucionales, y la Gobernanza sigue siendo más un reto que una realidad, que se deberá plasmar necesariamente en los planes de mandato 2019-2023.

Cabe concluir, por tanto, que, desde la perspectiva institucional (ODS 16), si se quieren alcanzar de modo eficiente los ODS y las metas que les acompañan, así como su concreción en cada nivel de gobierno, es imprescindible construir un modelo de Buena Gobernanza en cada nivel de gobierno, que se adapte al contexto y necesidades de cada realidad institucional.

 

ESFERAS O DIMENSIONES DE UN SISTEMA DE GOBERNANZA LOCAL PARA HACER REALIDAD LAS POLÍTICAS SECTORIALES DE DESARROLLO SOSTENIBLE

  • Un sistema de Integridad institucional (Códigos de conducta y marcos de integridad, políticas de Compliance en el sector público, integridad en la contratación pública, etc.)
  • Una política eficaz, eficiente y sincera de Transparencia Pública, así como de datos abiertos.
  • Un modelo de participación ciudadana creativo, efectivo y abierto. Difundir e incrementar la sensibilización de la ciudadanía hacia los ODS de la Agenda 2030, haciéndola copartícipe de sus metas, promoviendo Cartas de Compromiso Institucional y Ciudadano con los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
  • Una digitalización de la Administración Pública y de sus relaciones con la ciudadanía, facilitando su acceso.
  • Una política de Gobernanza interna, que se proyecte sobre la organización, los procedimientos y los recursos humanos, también mediante una proximidad real de la organización y del personal a la ciudadanía, cultivando la empatía y la comunicación (hacer la “vida administrativa” más fácil y amable a los ciudadanos). Sin un empleo público altamente profesional, imparcial e íntegro no habrá resultados efectivos en la obtención de los ODS. Cualificar al personal y captar talento para garantizar los ODS. Realizar sistemas de compra pública sostenible.
  • Desarrollar las redes de cooperación horizontal y de aprendizaje recíproco, así como los espacios de relación entre gobiernos multinivel.
  • Y, en fin, como cierre del modelo, articular un sistema transparente y efectivo de rendición permanente de cuentas ante la ciudadanía. Una base del sistema democrático local.

En suma, poner en marcha hoy en día políticas municipales o elaborar, un plan de mandato para el período 2019-2023 con acciones impregnadas por los ODS de la Agenda 2030 exige inexcusablemente implantar un modelo de Gobernanza Local que pivote sobre todas y cada una de las esferas o dimensiones que anteriormente han sido citadas. En caso contrario, invertir en ODS puede resultar vacuo o, cuando menos, inefectivo; esto es, un dispendio o una pérdida de recursos necesarios. Apostar por fortalecer las instituciones locales o sus organizaciones (estructuras, procesos y personas) es también invertir en Desarrollo Sostenible y en una ciudad mejor, así como en la felicidad de las personas, aunque todavía cueste visualizarlo.

 

ANEXO: OBJETIVOS DE DESARROLLO SOSTENIBLE AGENDA 2030

1.- Erradicar la pobreza en todas sus formas en todo el mundo.

2.- Poner fin al hambre, conseguir la seguridad alimentaria y una mejor nutrición, y promover la agricultura sostenible.

3.- Garantizar una vida saludable y promover el bienestar para todos y todas en todas las edades.

4.- Garantizar una educación de calidad inclusiva y equitativa, y promover las oportunidades de aprendizaje permanente para todos.

5.- Alcanzar la igualdad entre los géneros y empoderar a todas las mujeres y niñas.

6.- Garantizar la disponibilidad y la gestión sostenible del agua y el saneamiento para todos.

7.- Asegurar el acceso a energías asequibles, fiables, sostenibles y modernas para todos.

8.- Fomentar el crecimiento económico sostenido, inclusivo y sostenible, el empleo pleno y productivo, y el trabajo decente para todos.

9.- Desarrollar infraestructuras resilientes, promover la industrialización inclusiva y sostenible, y fomentar la innovación.

10.- Reducir las desigualdades entre países y dentro de ellos.

11.- Conseguir que las ciudades y los asentamientos humanos sean inclusivos, seguros, resilientes y sostenibles.

12.- Garantizar las pautas de consumo y de producción sostenibles.

13.- Tomar medidas urgentes para combatir el cambio climático y sus efectos.

14.- Conservar y utilizar de forma sostenible los océanos, mares y recursos marinos para lograr el desarrollo sostenible.

15.- Proteger, restaurar y promover la utilización sostenible de los ecosistemas terrestres, gestionar de manera sostenible los bosques, combatir la desertificación y detener y revertir la degradación de la tierra, y frenar la pérdida de diversidad biológica.

16.- Promover sociedades pacíficas e inclusivas para el desarrollo sostenible, facilitar acceso a la justicia para todos y crear instituciones eficaces, responsables e inclusivas a todos los niveles.

17.- Fortalecer los medios de ejecución y reavivar la alianza mundial para el desarrollo sostenible.