FORMACIÓN

HUMANOS Y ROBOTS: EL EMPLEO EN LA ERA TECNOLÓGICA

 

HUMANOS Y ROBOTS

La “literatura especializada” en el ámbito de la revolución tecnológica es inmensa. También abundan las obras relativas a los impactos que sobre el mundo del trabajo tendrá la denominada cuarta revolución. La importancia del objeto es, por tanto, evidente. Más aún si se piensa en el actual y complejo momento de nuestra existencia vital, sumidos como estamos en plena pandemia. La crisis Covid19 ha acelerado la digitalización (más bien el uso y dependencia de la tecnología) y, asimismo, ha puesto de relieve las innumerables carencias que la organización social, el mundo empresarial y el propio sector público tenían al respecto.

El libro de la profesora María Luz Rodríguez Fernández se editó inmediatamente antes de la aparición entre nosotros de la pandemia, por tanto está escrito antes de la era Covid19. Un juicio precipitado podría conducirnos a estimar que, por tanto, el libro ha quedado viejo nada más aparecer. Ese juicio sería a todas luces equivocado. A pesar del contexto, o precisamente por él, este libro cobra indudable actualidad, resultando un trabajo necesario para comprender el momento actual y, especialmente, los desafíos que la era digital presenta ya de forma descarnada, particularmente en este país tan dañado por la triple crisis sanitaria/humanitaria, económica y social.

Nadie duda ya que la denominada transformación digital forma parte de la política de reconstrucción del dañado tejido económico de los países europeos, entre los que afortunadamente se encuentra España, bajo el impulso de las ayudas y préstamos de la Unión Europea (los esperados 140.000 millones de euros), cuya condicionalidad principal (aparte de otras muchas que se les anuden) viene  establecida porque una parte de esos fondos deben dedicarse a inversiones en el ámbito de la digitalización en sus diferentes esferas (empresarial, educativa, tecnológica, laboral, del sector público, ciudadana, etc.). La Gobernanza Pública no puede construirse al margen de lo digital, menos ahora. En este marco encaja el reciente Plan España Digital 2025, que tomando el protagonismo que el proceso de digitalización ha sufrido como consecuencia de la crisis Covid19 y empujado por Europa introduce en la agenda del país el objetivo de transformación digital como palanca para relanzar el crecimiento, sin olvidar la reducción de la desigualdad (brecha digital), poniendo el foco en innumerables ámbitos, entre los que se encuentran la necesidad de reforzar las competencias digitales, la ciberseguridad, el (retórico y siempre incumplido) impulso de la digitalización de la Administración Pública, la economía del dato, la Inteligencia Artificial y, entre otras muchas cuestiones, la garantía de los derechos de la ciudadanía en un entorno digital. En todo caso, no deja de ser paradójico que mientras se lanza a bombo y platillo esa estrategia, bajo el impulso de la Comisión Europea, sigamos haciendo trampas en el solitario y aplazando por tercera vez la aplicabilidad efectiva de la Administración digital hasta el 2 de abril de 2021. Paradojas de una política preñada de comunicación fácil y píos deseos, que el dócil y desinformado ciudadano compra sin pestañear.

Pues bien, muchas de esas cuestiones, que pasarán a estar (si no lo están ya) en el centro de la agenda política, social y empresarial de los próximos años, se tratan en el libro Humanos y robots. Bien es cierto que el trabajo tiene una marcada impronta de sociología y prospectiva del trabajo, derivada como es obvio de la trayectoria profesional de su autora, muy atenta en los últimos años a los impactos que la tecnología está teniendo en el ámbito de las relaciones laborales, y que se acredita en numerosas contribuciones académicas. Por consiguiente, el libro no trata de cómo afecta el trabajo a las Administraciones Públicas y al propio sector público, pero muchas de sus reflexiones pueden ser trasladadas con los consiguientes matices a ese entorno público cuyo peso sobre el PIB tras la crisis Covid19 es cada vez más importante, convirtiéndose así en el elemento tractor o en el freno, en su caso, del proceso de transformación digital. Veremos qué papel juega finalmente en los próximos meses y años.

La autora no engaña. De inmediato se sitúa en el bando de los optimistas tecnológicos. Su frontal apuesta contra el determinismo tecnológico se expresa desde el principio: “no será la tecnología la que determine el destino de los humanos, sino los humanos los que determinemos el destino de la tecnología”. Las decisiones públicas marcarán el futuro y la irrupción mayor o menor de la tecnología en el mundo del trabajo. Es probable que así sea, pero también lo es que esas decisiones públicas más que enérgicas, sean tibias, timoratas y tardías. De hecho, son muy importantes los resultados del análisis  que aporta en el capítulo 5 sobre la persistencia en el mundo empresarial (al menos en buena parte) de una demanda de empleos aún muy marcados por el patrón clásico o analógico, y todavía la menor demanda de aquellos vinculados con las actividades de transformación digital. Algo de esto, corregido y aumentado, es lo que sucede en la Administración Pública. La práctica totalidad de las organizaciones públicas (con muy pocas excepciones) siguen demandando puestos de trabajo de tramitación y gestión administrativa, de desarrollo de tareas cognitivas que pueden fácilmente estandarizarse o, incluso, de perfiles técnicos sin ningún tipo de exigencias en competencias digitales avanzadas. Aquí, nos gusta siempre más predicar que dar trigo.

No orilla el libro, por tanto, el manido debate de si la revolución tecnológica creará más empleos que destruirá. Las cosas ya están más o menos claras, aunque haya un ejército de directivos y gestores, privados y públicos, que no lo quieran ver. La afectación de la revolución tecnológica a determinados empleos será inevitable. Ya lo está siendo. Y en los próximos años, más tras la crisis Covid19, esa tendencia se multiplicará. Realmente, como bien señala la autora, siguiendo a Manuel Hidalgo y a otros muchos autores, la afectación principal será a determinadas tareas, pero si ese daño es sustantivo y no colateral puede comportar la desaparición de numerosos puestos de trabajo, al menos de muchísimas dotaciones. En su impecable análisis sobre el futuro del empleo en el sector público, Mikel Gorriti, al igual que hemos venido advirtiendo otros muchos, sitúa el reto del sector público en un terreno donde el fracaso siempre nos acompaña: la anticipación al problema y la adopción de medidas preventivas que lo anulen o atenúen. Dicho en sus propias palabras: apostar por una estrategia de gestión planificada de vacantes.  Pero, para llegar allí hay que pasar algunas estaciones de tránsito. Y, entre ellas, un correcto diagnóstico y un necesario estudio de prospectiva. Sobre ello también me ocupé recientemente. Y allí dirijo al lector interesado.

En ese proceso de destrucción creativa en el que estamos inmersos, la profesora Rodríguez Fernández acierta al otorgar la importancia debida a las competencias profesionales que la revolución tecnológica exigirá como medio de individualizar el valor añadido de las personas sobre las máquinas. El recetario clásico está perfectamente recogido: pensamiento crítico y analítico; creatividad; competencias tecnológicas; inteligencia emocional; resolución de problemas complejos; y, en fin, todas esas habilidades blandas hoy en día tan en boga. La contradicción es que esos perfiles competenciales, aunque poco a poco se van imponiendo (sobre todo en las organizaciones de mayor tamaño), no siempre son los más demandados, menos aún en el sector público que sigue anclado en unos sistemas selectivos propios del pleistoceno administrativo y que le impide la captación del talento.  La pregunta cabal, que surge de la lectura de este texto, es si con esos mimbres seremos capaces de transitar hacia la revolución digital o no será más bien un largo e infructuoso viaje.

Y, en efecto, esa transición requiere muchas cosas, que el libro desgrana ordenadamente. La primera es dar la centralidad que merece a la educación y, asimismo, a la formación. Los siempre manidos datos del DESI nos pueden llenar de autocomplacencia, cuando no de confusión. Lo que sí está claro es que en competencias digitales no vamos bien. Y ello es transcendental si se quiere migrar correctamente desde una sociedad analógica a una (inevitable) sociedad digital. Mucho tiene que ver con el hecho de que en España –como bien se señala- no terminen de despegar las titulaciones STEM, que siguen sin alcanzar si quiera el 20 por ciento del total del alumnado universitario, y que son la que tienen la mayor capacidad de empleabilidad futura. Igualmente seria es la brecha de género en este punto, puesto que tan sólo una de cada cuatro personas que estudia titulaciones STEM es mujer, por lo que, si la situación no mejora a corto plazo, las consecuencias de discriminación por razones de género pueden ser letales en el futuro. La autora, muy sensible hacia esta problemática, le da el protagonismo que requiere, tanto en atención cualitativa como cuantitativa.

El libro se adentra, en su segunda parte, en aspectos y problemas propios de las relaciones laborales en el sector privado, pero no por ello está exento de reflexiones de indudable interés. El papel esencial de la formación en el proceso de digitalización en el mundo laboral es clave. Y aquí la hipoteca de un modelo muy capturado sindicalmente se advierte con claridad, aunque la autora quiere ser optimista en su solución. Y para ello aporta un ejemplo muy gráfico como es la experiencia de Always Learning de SEAT, un programa de formación digital que ha sido capaz de interiorizar que la digitalización afecta a todas las áreas de la empresa y que, por tanto, es necesario reforzar las competencias digitales de todos los empleados a través de aquello que se necesita y, de forma complementaria, de aquello que se quiere. El papel de la formación en la transformación digital de una organización es, por tanto, nuclear.

También analiza el papel de los sindicatos en este proceso, poniendo de relieve que la revolución digital llega cuando estos están debilitados. Algo que, siendo cierto, lo es menos en el sector público, lo que ya nos advierte que en este terreno la transformación digital irá mucho más lenta por las tenaces resistencias que opondrán a la automatización y, sobre todo, a la amortización de puestos de trabajo o dotaciones que queden ayunos de tareas. Pero es una lucha vana, sólo conseguirán retrasar el problema un tiempo y condenar a la Administración Pública a ser más ineficiente de lo que ya es hoy en día, salvo que alguien dé un golpe de timón. Aunque nadie está, que se sepa, en el cuadro de mando de este problema.

No orilla, finalmente, la autora los problemas de salud laboral ni el recurrente tema (más tras la crisis Covid19) del teletrabajo. Critica acertadamente la mala regulación de la desconexión digital y la anomia reguladora del teletrabajo (con un escueto artículo 13 del Estatuto de los Trabajadores que ni siquiera hace mención a los medios tecnológicos). Muestra algunos ejemplos comparados, y concluye certificando el poco éxito que, hasta la crisis Covid19, había tenido esa fórmula de teletrabajo, que ahora parece haberse convertido en la panacea laboral, aunque, tras reconocer sus indudables ventajas, no deja de advertir de algunas de sus secuelas más serias (aislamiento, falta de socialización, etc.), discriminación en la carrera profesional fruto de la cultura de presentismo y la conversión de los teletrabajadores en “invisibles”, pero especialmente advierte de los riesgos que comporta el teletrabajo en clave de brecha de género, puesto que, si no se estructura adecuadamente, puede ser visto como una solución exclusivamente conciliatoria que reproduzca los roles de la mujer en la sociedad tradicional (como cuidadora de hijos o de personas mayores a su cargo) y limite también sus expectativas de desarrollo profesional. Y, en fin, el tiempo de trabajo en esa modalidad a distancia y las condiciones de ejecución (salud laboral y prevención) también forman parte de su análisis.

En fin, esta obra de la profesora María Luz Rodríguez Fernández abre muchas ventanas, en particular en unos momentos tan críticos como los que nos ha tocado vivir. Y dibuja de forma muy documentada y ordenada cuáles son las tendencias del futuro más o menos inmediato del mundo del trabajo en la era tecnológica. Un futuro, sin duda inquietante, por lo incierto, pero que ya está aquí. Y habrá que insistir en ello más adelante con algunas otras obras pendientes de reseñar. Pero antes volveré sobre temas más clásicos, aunque siempre actuales.

 

ALGUNAS OTRAS ENTRADAS EN ESTE BLOG SOBRE REVOLUCIÓN TECNOLÓGICA Y EMPLEO  

https://rafaeljimenezasensio.com/2018/04/08/revolucion-digital-2050-sector-publico/

https://rafaeljimenezasensio.com/2020/02/16/los-empleados-publicos-mirando-al-futuro/

El empleo (público) del futuro (a propósito del libro de Manuel Alejandro Hidalgo)

https://rafaeljimenezasensio.com/2017/12/02/el-empleo-publico-ante-la-digitalizacion-y-la-robotica/

GOBERNANZA ÉTICA E INTEGRIDAD INSTITUCIONAL

 

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“La aprobación de códigos de conducta por las instituciones, si nos van unidos a la construcción de sistemas de integridad institucional, se convierten al fin y a la postre en los peores embajadores de la ética institucional: el cinismo político nunca ha conjugado bien con la moral pública”

(Cómo prevenir la corrupción: Integridad y Transparencia, Catarata/IVAP, 2017, p. 99)

Desde hace tiempo, cuando pretendo poner en valor la ética pública y la integridad de las instituciones recurro a diferentes autores clásicos. Tanto a Séneca, como a Marco Aurelio, también Montesquieu. La tradición del pensamiento filosófico está plagada de referencias a la necesaria probidad del gobernante como espejo de ejemplaridad y refuerzo, así, de su imagen institucional ante la población. Adam Smith, en su Teoría de los sentimientos morales, define al buen estadista como aquel que reúne dos grandes atributos: “Es la mejor cabeza unida al mejor corazón. Es la sabiduría más perfecta combinada con la virtud más cabal (Alianza, 2009, p. 377). Dicho en términos más llanos: buen gobernante o servidor público sería aquel que une competencia política o profesional (en expresión de Léon Blum) junto a integridad de conducta. La reivindicación de los valores públicos es algo muy importante, más aún cuando nos deslizamos hacia una sociedad en la que la pobreza y la desigualdad harán fuerte mella en la población en los próximos meses y años. En este contexto, los servidores públicos (políticos, directivos y funcionarios) deben multiplicar su probidad hasta límites desconocidos. Cualquier esfuerzo será pequeño. La mejora de la confianza de la ciudadanía en las instituciones públicas, hoy en día tan maltrecha, dependerá mucho de ello.

Sin embargo, la integridad institucional y la ética pública han sido las grandes olvidadas de la agenda política española. Tan sólo en el corto período de mandato del Ministro Jordi Sevilla tomaron algo de visibilidad. Pronto olvidada. Ha habido que esperar varios años para que algunos niveles territoriales de gobierno retomaran la iniciativa. El inicio del cambio de paradigma de produjo con la puesta en marcha en 2013 del Código Ético y de Conducta del Gobierno Vasco (altos cargos), que implantó un sistema de integridad parcial que ha sido aplaudido incluso por el GRECO (Consejo de Europa). El liderazgo de quien ha sido presidente de la Comisión de Ética desde su puesta en marcha, Josu Erkoreka, tiene mucho que ver en ese fuerte impulso. Luego han seguido otras instancias territoriales (Comunidades Autónomas, entidades locales, organismos reguladores, etc.), que también han desarrollado modelos de integridad institucional, algunos incluso con pretensiones de transformarse en sistemas holísticos o de carácter integral (como ha sido el caso de la Diputación Foral de Gipuzkoa).

Sorprende, en cualquier caso, la insensibilidad que hacia las cuestiones de ética pública y de integridad institucional ha tenido siempre (hasta la fecha) el nivel central de gobierno. El último informe del GRECO sobre España (publicado en noviembre de 2019) pone de relieve tal déficit. Tras varias tarjetas rojas, el Poder Judicial se dotó de unos denominados Principios de Ética Judicial y, finalmente, bajo la presión del GRECO, puso en marcha una Comisión de Ética Judicial. De las Cámaras parlamentarias, mejor no hablar. Incapaces hasta ahora de construir un sistema de integridad propio de carácter integral. Han aprobado medidas cosméticas y poco más, cuya efectividad es más que dudosa. O de otros órganos constitucionales, que tampoco se han dotado de código de conducta alguno (salvo algún órgano regulador o administración independiente como la CNMC). Y, lo más paradójico, es que hoy día el Gobierno y sus altos cargos carecen de tal sistema de integridad. El Código de Buen Gobierno de 2005 “se derogó” por la Ley 3/2015, reguladora del estatuto del cargo público.  El Gobierno que entonces llevaba la riendas fue absolutamente insensible hacia la problemática de la integridad. Y, mientras tanto, la corrupción carcomía los cimientos de las instituciones y de la sociedad española. Igualmente grave es que el Gobierno que llegó al poder tras una moción de censura por un grave caso de corrupción, dedicara ni entonces ni ahora ni un solo minuto a construir o restablecer un mínimo sistema de integridad institucional. No hay órgano alguno en la Administración General del Estado que asuma tales competencias. El Código de conducta del TREBEP, aplicable a empleados públicos, ha pasado sin pena ni gloria, como un perfecto desconocido. Y si ese es el “ejemplo” del Gobierno central, no cabe extrañarse de que ese “modelo” de escepticismo cínico se haya reproducido en la inmensa mayoría de Comunidades Autónomas y entidades locales. Salvo códigos cosméticos, apenas nada se ha hecho.

Ahora que la Gobernanza, pésimamente entendida, vuelve a primer plano de la actualidad, cabe preguntarse qué es eso de la “Gobernanza Ética y la Integridad Institucional”. Dicho en términos muy sencillos: el comportamiento y las conductas de los gobernantes y de los servidores públicos, así como de aquellas entidades o personas que se relacionan con los poderes públicos, son fuente de legitimación o de deslegitimación de las instituciones y, por tanto, de la mayor o menor confianza que la ciudadanía tenga en ellas. Por tanto, si bien es importante para quien ejerce un cargo público o un empleo público actuar éticamente o de forma íntegra, pues en ello está en juego su propia reputación personal,  mucho más lo es para la institución a la que representa o en la que desarrolla su actividad profesional; pues rota la imagen institucional por una actuación (personal) incorrecta o corrupta, restablecer la confianza en las instituciones es algo muy complejo y laborioso en el tiempo. El daño a la reputación personal (falta de probidad o corrupción) tendrá, en su caso, su sanción penal o administrativa, pero el perjuicio institucional será probablemente irreparable. Y eso es lo que ha sucedido en este país y en su sistema institucional los últimos años. Por tanto, no se entiende tanto descuido, abandono o cinismo hacia el papel que la integridad institucional tiene en el fortalecimiento o debilitamiento de nuestras instituciones.

Así las cosas, en España se sigue fiando todo a la actuación “ex post”, sancionadora o penal; esto es, al castigo de quien infringe las normas. La actuación preventiva se descuida o abandona. Y en no pocas veces, se ignora. Multiplicamos las leyes, que apenas aplicamos. Cargamos a unos tribunales de justicia, por lo demás lentos y escasamente efectivos, de querellas, demandas y litigios vinculados con la corrupción. Creamos instituciones de control que apenas controlan, y nos vanagloriamos de llevar a cabo políticas de Gobierno Abierto, basadas en la transparencia, participación ciudadana y rendición de cuentas, olvidando que la premisa sustantiva de todo gobierno y de las personas que allí desempeñan sus funciones es el comportamiento íntegro y la probidad como guía. Sin ella, lo demás es pura coreografía. Las leyes y las sanciones son necesarias, sin duda; pero cuando se aplican el mal ya está hecho. Y la imagen institucional rota. Restablecerla es tarea compleja.

Por tanto, no se puede hablar de Gobernanza sin construir adecuadamente un Sistema de Integridad Institucional. Y ello requiere impulsar una Política de Integridad, algo que sólo lo puede hacer la propia política; esto es, quien gobierna. Y si la política no cree en ello, no hay nada que hacer (como ahora sucede). Esa política de integridad hay que definirla, impulsarla e interiorizarla. La ética no es cosmética, como dijera Adela Cortina. No basta con aprobar códigos, hay que insertarlos en un sistema de integridad y darles vida. La ética, como expuso el maestro Aranguren, se hace siempre in via. Es cambiar hábitos, mejora continua, al fin y a la postre desarrollo de una nueva cultura organizativa y de gestión. También de un modo diferente de hacer política.

Simplificando mucho, un sistema de integridad institucional debe configurarse de forma holística y disponer, al menos, de una serie de elementos que le dan coherencia y sentido. A saber:

  • Un código o códigos de conducta, como normas de autorregulación o de carácter deontológico que definan valores y principios, así como normas de conducta y de actuación.
  • Un conjunto de mecanismos de prevención y difusión de la cultura de integridad en la organización.
  • Articular canales internos de dilemas éticos, quejas o, en su caso, denuncias (en este último punto desarrollando la Directiva (UE) 2019/1937, de protección del denunciante.
  • Implantar órganos de garantía con autonomía e independencia orgánica y funcional (Comisiones de Integridad o Comisionados de Ética) que tramiten y resuelvan los dilemas, quejas o las denuncias e interpreten y apliquen los principios o normas de conducta. Sirvan de faro u orientación en cada organización.
  • Disponer de un sistema continuo de evaluación y de adaptación permanente de tales códigos como instrumentos vivos (OCDE).

Como expuso la OCDE en 2017 (en un documento enunciado Integridad Pública), tal política de integridad pública tiende a preservar a las instituciones frente a la corrupción, y se debe basar en tres ejes: a) Un sistema de integridad coherente y completo (no basta con exigir sólo la integridad de los políticos); b) Un desarrollo de la cultura de integridad; y c) Un mecanismo eficaz de rendición de cuentas.

En verdad, queda mucho trecho por recorrer para que las instituciones públicas en España apuesten de forma decidida y sincera por una política de integridad. Lo positivo es que se están dando algunos pasos importantes, pero siempre en ámbitos territoriales no estatales. Hay todavía mucho desconocimiento, no pocas actitudes escépticas o cínicas (tanto en la política como en el empleo público o, incluso, en la propia academia), así como una desvalorización permanente de lo que no es exigible por normas coactivas. En esa magnificación del Derecho y correlativo olvido o repulsa de la prevención y de la autorregulación, probablemente  se encuentre la propia impotencia de aquél, así como esa multiplicación de conductas irregulares proliferan en nuestro espacio público que, por cierto muchas de ellas, quedan impunes. Trabajar en gestión y prevención de riesgos (en el ámbito de la contratación pública, gestión de personal,  ámbito económico-financiero, subvenciones, etc.) es la mejor inversión que puede hacer una organización pública. Y ello sólo puede enmarcarse en una política de integridad institucional o de Gobernanza ética. Algo que, por cierto, apenas tiene coste económico alguno y ofrece unos retornos (en términos de legitimación institucional) incalculables. En los duros años que vienen de contención presupuestaria y de prioridades dramáticas de recursos escasos, todavía será más importante su implantación y desarrollo.  Hay que evitar toda mala práctica (favoritismo, clientelismo), como cualquier manifestación de conductas corruptas. La prevención es una de las claves. Pongámosla en funcionamiento. La buena política tiene la última palabra.

ANEXO: POLÍTICA DE INTEGRIDAD INSTITUCIONAL. ELEMENTOS BÁSICOS

Dimensión           Ejes Finalidad Preventiva
Endógena o interna 1. Plan de Integridad

 

 

 

2. Código(s) de Conducta(s)

 

 

3. Canales internos (garantías)

 

 

 

 

4. Órganos de garantía  (Comisión Integridad o Comisionado)

 

5. Sistemas de evaluación y adaptación permanente

 

6. Sistemas de Cumplimiento (Compliance) Empresas Públicas

1.1 Visión estratégica y Valores

2.1. Valores/Normas de conducta

 

3.1. Canales y/o procedimientos  de resolución dilemas o de quejas y denuncias (Directiva 2019/1937)

 

4.1. Tramitación y propuestas de resolución dilemas, quejas y/o denuncias

 

5.1.Escrutinio modelo. Instrumento vivo (OCDE)

 

6.1 Marcos de riesgo. Prevención. Código penal: delitos societarios

Mixta. Gobernanza Ética (Endógena/Exógena) 1. Integridad en la Contratación Pública

 

 

 

 

2. Integridad procesos selectivos y gestión personal

 

 

3. Integridad Subvenciones y ayudas

 

4. Ética pública del cuidado

 

 

 

 

5. Integridad y cultura ciudadana

 

1.1.          LCSP: Prevención: Códigos de conducta. Conflictos de interés.

 

2.1. Códigos de conducta tribunales. Provisión y carrera. Evaluación. Códigos sindicatos.

 

3.1.Códigos de conducta subvenciones

 

4.1. Principios y normas de conducta en sanidad, servicios sociales, atención colectivos vulnerables, etc.

 

5.1. Educación (valores); participación; convivencia y espacio público (respeto)

Exógeno o externo 1. Agencias de prevención y lucha contra la corrupción

 

 

 

2. Otras instituciones

 

 

 

 

3. Fiscalía y Poder Judicial

1.1.    Ámbito autonómico o local (donde existen)

 

 

2.1        Consejos de Transparencia, Defensorías, Tribunales de Cuentas, CNMC, etc.

3.1        Demandas, denuncias y querellas ante tribunales.

DIRIGIR EN TIEMPOS DE CRISIS

La dirección es una actividad siempre compleja. Requiere, como decía Minztberg (y me gusta recordar), conjugar equilibradamente obra (experiencia), arte (visión) y ciencia (análisis). Asimismo, hoy en día, la dirección debe sumar excelentes conocimientos tecnológicos, conocimientos de idiomas y un arsenal de habilidades blandas. Y, encontrar personas que ofrezcan tal batería de competencias profesionales no resulta fácil. Menos aún en el ámbito público, en el que los directivos se eligen (por criterios de confianza política o personal) y no se seleccionan (en función de sus competencias profesionales acreditadas); donde hoy por hoy no hay excepciones: quienes dirigen las organizaciones públicas en sus niveles superiores son amateurs de la dirección pública. Quienes aprenden a dirigir lo hacen a costa del tiempo dedicado (experiencia) o porque algunas de estas personas añaden ciencia (análisis) o se dotan de formación complementaria que les pueda dar visión estratégica. Pero, no nos llamemos a engaño, son una absoluta minoría. O llevan mucho tiempo en esas posiciones directivas y, mal que bien, algo han aprendido con el paso del tiempo. También está muy asentada la falsa creencia de que, simplemente por ser funcionario de cuerpo o escala superior, ya se tienen competencias directivas innatas. Craso error. Y muy extendido.

Si algo nos ha mostrado esta crisis sanitaria y la brutal crisis económico-social en ciernes, es que no se puede gobernar un contexto tan complejo con una política inexperta (Felipe González, dixit). Especialmente, con muchos políticos recién llegados, que además ellos o los que estaban habían cambiado radicalmente a sus equipos de altos cargos y asesores, con la finalidad de gobernar una legislatura corta con una (pretendida) eficiente política comunicativa, pero nunca asomarse al precipicio de una crisis de estas magnitudes y mucho menos afrontarla. Que hayan sido desbordados por los acontecimientos, es lo mínimo que les ha podido pasar. Tampoco es circunstancial que, salvo excepciones de liderazgo individual (alcalde de Madrid), los gobiernos que mejor están “campeando” la crisis son aquellos que ya tenían un cierto recorrido temporal y sus estructuras directivas estaban más asentadas. Aunque no fueran las más idóneas, ni mucho menos. Estos durísimos momentos nos han recordado, no sin enorme frustración, algo que ya sabíamos: la dirección y gestión pública es mucho más importante de lo que algunos creen.

En cualquier caso, si ya en sí misma dirigir es una actividad sumamente compleja, mucho más lo resulta en una crisis de las magnitudes de la actual. Y si esa dirección no es profesional, sino amateur, como la propia política a la que está unida umbilicalmente, no queda otra solución que abrazar el criterio experto como paraguas de decisiones políticas que no son ni pueden ser por esencia «científicas», por mucho que la política practique el arte de la prestidigitación: por muy obvio que parezca, las decisiones en política siempre serán políticas. Como nos recuerda Innerarity (Una teoría de la democracia compleja. Gobernar el siglo XXI, p. 343), «la política debe aprender a tomar decisiones con un conocimiento incompleto, en entornos de incertidumbre». El conocimiento experto nunca es unívoco.  Como bien dicen muchos ahora, no es tiempo de crítica, sino de remar juntos. Pero sí es oportuno identificar, al menos, aquellos cuellos de botella que han hecho aún más compleja la (mala) gestión de esta crisis. Y uno de ellos, aunque nadie en política lo quiera reconocer (y menos ahora), es que no se pueden seguir gobernando y, sobre todo, dirigiendo las instituciones públicas con personas reclutadas por crietrios exclusivos de clientelismo o de favor o proximidad política, sin acreditación previa y objetiva, en procesos competitivos y de libre concurrencia, de sus competencias profesionales directivas. Es una temeridad. Y la factura es larga. Pero, el clientelismo tiene hondas raíces. Y habrá que extirparlas.

Lo (mal) hecho, hecho está. Ya vendrá luego la rendición de cuentas. Ahora se trata de mirar al futuro. Y dirigir el sector público en los próximos meses y años va requerir un cúmulo de energías, destrezas y habilidades sin parangón. La crisis económica, de mayor o menor extensión temporal, será aterradora. No valen medias tintas. Ahora más que nunca el sector público necesita gobernantes y directivos que acumulen, inteligentemente, las dos propiedades que Adam Smith predicaba de los grandes estadistas: la mejor cabeza (excelentes competencias políticas o directivas), junto al mejor corazón (integridad y ética pública, así como no pocas dosis combinadas de prudencia, magnificencia y valentía).

Con toda franqueza, los partidos políticos ya han mostrado todas sus limitaciones para proveer de gestores públicos eficientes a las nóminas de altos cargos, cargos de libre nombramiento y remoción, directivos de libre designación o asesores que poco o nada asesoran, pues cuando la necesidad aprieta hay que acudir a expertos o profesionales. No es cuestión de recordar aquí la «lista de los horrores», lugares donde se ha fallado y se está fallando, sobre todo en gestión. Afrontar un futuro plagado de decisiones críticas y dramáticas, con una contracción del crecimiento económico excepcional y, por tanto, con muchísimos menos recursos, requiere excepcionales atributos para quienes se encarguen a partir de entonces de dirigir lo público. En las manos de quienes nos gobiernan está cambiar el rumbo o hundir el barco. Ellos sabrán.

Pero, al menos, desde esta modesta atalaya, pretendo esbozar unas líneas de mejora que vayan encaminadas a reclutar aquellos futuros directivos que deberán hacer frente a tan complejo escenario. A saber:

  1. La elefantiasis estructural (innumerables departamentos con infinidad de cargos directivos y asesores) debe suprimirse de inmediato. Las estructuras departamentales deben ser livianas, con mucho cerebro (talento), buen músculo y eliminando tejido adiposo e ineficiente. La coordinación efectiva.
  2. Las entidades del sector público institucional y empresarial, así como fundacional, deben ser reducidas en número, mediante procesos de fusión o supresión. Sólo se deben mantener aquellas que sean objetivamente necesarias (en términos de eficacia y eficiencia, así como de economía, previa ejecución de una auditoría efectiva y no formal al respecto). No volver a cometer los errores de la crisis anterior, que dejó casi incólume el sector público, y sólo adoptó medidas cosméticas. Se trata de resetear lo público.
  3. Los niveles y número de órganos directivos de la administración pública deben ser asimismo reducidos a su mínima expresión, mediante procesos de acumulación funcional o supresión. Su cobertura se ha de llevar a cabo por criterios estrictamente profesionales, en línea con lo realizado en la Administración portuguesa desde hace años. También los niveles directivos de segundo grado (funcionariales).
  4. Los asesores (personal eventual) deben ser asimismo radicalmente limitados en número. Y exigir normativamente una serie de requisitos de conocimientos, experiencia, idiomas, etc., para su cobertura. Quien no los acredite, no puede ser designado.
  5. La Integridad Institucional y la Transparencia, así como la rendición de cuentas han de ser exigencias ineludibles en el comportamiento y actividad profesional de quienes trabajen en posiciones políticas y directivas. Cualquier brote de comportamiento irregular o de corrupción debe ser causa de cese inmediato. Se deben aprobar de inmediato Sistemas de Integridad Institucional en todas las organizaciones públicas y modelos de Gobernanza Pública, que incluyan asimismo una política de transparencia efectiva y de rendición de cuentas.
  6. No deberían ser designados directivos públicos quienes no acreditasen conocimientos digitales avanzados y una razonable comprensión del entorno y retos tecnológicos a los que se enfrentan las Administraciones Públicas. Crisis y revolución tecnológica conforman un cóctel complejo que debe ser gestionado de forma cabal, sino quiere quedarse la Administración Pública no sólo devastada sino totalmente obsoleta.
  7. Tampoco deberían ser designados directivos públicos quienes, aparte de las lenguas oficiales en su respectivo ámbito, no acrediten muy buenos conocimientos en inglés o, al menos, de una lengua extranjera que sea necesaria para su ámbito de desarrollo profesional.
  8. Quienes asuman funciones directivas en el sector público en sentido lato deberán suscribir un acuerdo de gestión, siquiera sea de mínimos, en el que se determinen objetivos y adquieran compromisos a desarrollar durante el período de su mandato. Los objetivos deben ser evaluables y la continuidad o no directamente imbricada con sus logros. Los directivos fijarán objetivos y evaluarán a las estructuras intermedias que de ellos dependan.
  9. Los directivos del sector público en los próximos meses deberán, asimismo desarrollar especialmente una serie de competencias críticas, aparte de las tradicionales de la función de dirigir. Y, dentro de esta incompleta lista, se pueden incorporar las siguientes:
    1. Liderazgo contextual, propio de una crisis de las magnitudes como la que se ha de afrontar. Saber estar a la altura de las circunstancias. Con vocación de servicio. Implicación absoluta. Y liderazgo ejemplar.
    2. Visión estratégica. Las soluciones de hoy serán los problemas del mañana, si no se encauzan razonablemente.
    3. Trabajo por resultados. Nunca más que ahora se necesitan resultados. Resolver problemas inmediatos, pero con mirada estratégica.
    4. Gestión eficaz y eficiente. Resultados sí, pero al menor coste posible, sin menoscabo de su calidad. Hay que erradicar la ineptitud, la incompetencia, la burocracia estéril, etc.
    5. Digitalizar las organizaciones públicas es una obligación inaplazable. Captar perfiles profesionales tecnológicos (analistas de datos, ingenieros, estadísticos, matemáticos, etc.).
    6. Impulsar en sus organizaciones la creatividad, innovación y fomento de la iniciativa.
    7. Reforzar la capacidad de negociación en tiempos críticos. Firmeza y saber decir un “no” positivo (argumentado), como decía Ury. Ninguna veleidad, ni la más mínima, con el corporativismo ni con la política o el sindicalismo clientelar.
    8. Empatía, resilencia, solidaridad, adaptabilidad y fomento de los valores públicos.
    9. La formación de directivos y de personal predirectivo debe ser una prioridad estratégica en las organizaciones públicas.

En fin, una pequeña muestra de algunas de las competencias imprescindibles que nuestros directivos públicos (y también en buena medida nuestros políticos) deberán atesorar en los complejos tiempos que se avecinan. De que se cumpla siquiera sea una parte de ellas en los perfiles profesionales que se hagan cargo de la difícil gestión del sector público en los años venideros, dependerá que salgamos mejor o peor parados como sociedad de esta tremenda crisis. Que por una vez impere la cordura, aunque sea excepción.

ESTATUTO DEL DENUNCIANTE: CANALES INTERNOS DE DENUNCIA E INTEGRIDAD INSTITUCIONAL

Introducción

La publicación de la Directiva (UE) 2019/1937, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de octubre (DOUE de 26-XI-2019) abre un período de adaptación normativa y ejecutiva con la finalidad de incorporar sus previsiones que, por lo que afecta al sector público, se deben cumplir como máximo el 17 de diciembre de 2021. Queda mucho trabajo por hacer y, aunque no lo parezca, tampoco demasiado tiempo. Ningún nivel de gobierno ni entidad del sector público puede dormirse en los laureles, menos aún las obligadas en términos de la normativa europea.

En cualquier caso, al margen de lo que haga el legislador estatal o autonómico, o de lo que puedan llevar a cabo las entidades locales, uno de los elementos sustantivos del sistema institucional diseñado para la protección del informador o denunciante, es el establecimiento de canales internos que sean efectivos para la tramitación adecuada de tales denuncias y, asimismo, al objeto de garantizar la confidencialidad del denunciante, poniéndolo a resguardo de cualquier represalia por el desarrollo de esa importante función. Se trata de evitar que el desamparo del denunciante o el funcionamiento deficiente de sus canales internos, conlleve un efecto de desaliento en la aplicación del sistema. Lo que está en juego es mucho: preservar el interés público y evitar, en la medida de lo posible, cualquier perjuicio a las instituciones. La dimensión preventiva del modelo es obvia. La lucha contra la corrupción y las malas práctica es un combate interminable.

Como bien expuso en su día Elisa de La Nuez, la Directiva 2019/1937 es “un suelo” del que hay que partir. Esa idea se expresa de modo diáfano en su considerando 104: “La presente Directiva establece normas mínimas y debe ser posible para los Estados miembros introducir o mantener disposiciones que sean más favorables”. Por tanto, respetando su espíritu y contenido, se pueden levantar edificios muy distintos. Unos formales o pegados a la letra de la Directiva, otros más creativos y operativos, y también los habrá que se construyan con material de derribo o que sean poco consistentes. Las soluciones institucionales serán, sin duda, diferentes en su trazado. Y ello comportará inevitables consecuencias.

Lo que aquí sigue es un breve repaso a las líneas-fuerza de la Directiva en lo que a los canales internos de denuncia respecta, y también unas sucintas propuestas sobre cómo articular un sistema de gestión interno de informaciones/denuncias, que vaya más allá de las limitaciones que, a mi juicio, ofrece la Directiva en este punto, y se inserte en un Sistema de Integridad Institucional o en un Programa de Compliance, en aquellas entidades del sector público que lo tengan implantado.

Los canales internos de denuncia en la Directiva 2019/1937

La Directiva contiene una serie principios y reglas aplicables a los canales internos de denuncia que se pueden sintetizar del siguiente modo, y extraer de ellos algunos apuntes:

  • La obligación de disponer de un canal interno de denuncias es aplicable a todas las entidades del sector público. Pero el margen de configuración de cada Estado miembro es amplio, puesto que cabe eximir a los municipios de menos de 10.000 habitantes o con menos de 50 empleados, así como a aquellas entidades públicas que no alcancen esa cifra de trabajadores. En estos casos, los riesgos son evidentes, pues si se quieren combatir determinadas prácticas irregulares (por ejemplo, en la contratación pública), dejar fuera de esa obligación a las empresas o entidades públicas en esos casos (o incluso a un altísimo número de ayuntamientos) no parece lo más adecuado. El legislador o el correspondiente nivel de gobierno tendrá la última palabra.
  • En general, la Directiva apuesta por priorizar el canal interno de denuncias frente a aquellos otros de naturaleza externa (autoridades, organismos o entidades), salvo en los casos citados antes (excepciones) donde el modelo pivotaría exclusivamente por el “control externo”. El argumento es un tanto singular, pues se considera que “los denunciantes se sienten más cómodos denunciando por canales internos”; pero añade: “a menos que tengan motivos para denunciar por canales externos”. No cierra, por tanto, la vía a los “canales externos” (en algunos casos será la única transitable, como se ha visto), pero los caracteriza con una naturaleza subsidiaria o
  • La preferencia de la Directiva por los canales internos es clara, siempre que existan garantías de que la denuncia se tratará de manera efectiva. Así, se anima “a los denunciantes a utilizar en primer lugar los canales de denuncia interna e informar a su empleador, si dichos canales están a su disposición y (si) puede esperarse razonablemente que funcionen”. La prioridad de los canales internos se supedita, por consiguiente, a que ofrezcan garantías. En caso contrario, los “canales externos” se convierten en la red que salvará el modelo y protegerá de verdad a los denunciantes.
  • Por tanto, la premisa de disponer de un sistema que garantice la efectividad de tales denuncias es clara y contundente: “Las entidades jurídicas de los sectores privado y público deben establecer procedimientos internos adecuados para la recepción y el seguimiento de denuncias”. El énfasis de la Directiva por un modelo procedimental y no institucional, parece aquí obvio. Quizás se ha descuidado el diseño institucional, algo que deberá atender el legislador o la entidad correspondiente. Si se cree de verdad en este modelo. Las trampas en el solitario pueden ser numerosas.
  • Pero lo más importante es que tales canales internos de denuncia deberían tener como función principal aportar valor institucional y generar infraestructuras éticas o cultura de integridad en la respectiva entidad pública. Desde el punto de vista preventivo, no puede funcionar un sistema de denuncias (buzón, registro, seguimiento, etc.) si previamente no se inserta en un sistema de integridad y se articula junto a unos valores y normas de conducta (códigos), aplicados por órganos de garantía dotados de autonomía funcional o, incluso, independencia orgánica (y este será el gran reto). Articular un “buzón ético de denuncias”, cuando no hay previamente definidos unos valores y normas de conducta, es una apuesta incompleta y centrada en la sanción. Se debe contribuir “a fomentar una cultura de buena comunicación y responsabilidad social empresarial en las organizaciones, en virtud de la cual se considere que los denunciantes contribuyen de manera significativa a la autocorrección y la excelencia dentro de la organización”. El papel positivo de la figura del denunciante debe enmarcarse, por tanto, en el reforzamiento de esa cultura de integridad, como una pieza más de la política de compliance o de integridad de la institución. Y, si no existe, hay que crearla. Este es el reto.
  • Un ámbito típico del sector público (que no es ni mucho menos el único) donde se debe proyectar un sistema de canales internos de denuncia es en la contratación pública, a efectos, tal como reconoce la Directiva, de que se respeten las normas de contratación pública y se eviten afectaciones a la integridad, transparencia, igualdad de trato o prácticas colusorias en materia de libre competencia. Pero esto requiere un tratamiento monográfico, que en otro momento se hará.
  • Los procedimientos de denuncia interna, deben incluir una serie de exigencias (artículo 9), entre ellas destacan a aquellas que sean establecidos y gestionados de una forma segura”, garantizando la confidencialidad de la identidad del denunciante, y que se impida el acceso a esa información o a esos datos por parte de “personal no autorizado”. Se requiere, además, la designación de un departamento o persona imparcial y competente para el ejercicio de tales funciones, lo que nos conduce derechamente a un estatuto singular de tal órgano o de tales personas (a imagen y semejanza de la figura del delegado de protección de datos; esperemos que con mejores resultados en cuanto a su autonomía funcional).
  • Es, asimismo, muy importante la referencia que la Directiva lleva a cabo sobre la posibilidad de que los canales de denuncias sean gestionados, tras la autorización correspondiente, “por terceros”, una expresión que engloba muchas y diferentes realidades. Y puede representar algunos problemas añadidos. Tales “terceros” deben cumplir las exigencias establecidas para los órganos o personas que gestionen canales internos, pero a su vez se exige que “ofrezcan garantías adecuadas de respeto de la independencia, la confidencialidad, la protección de datos y el secreto”.
  • Los canales internos de denuncia deben asimismo articularse sobre una serie de ejes:
    • Llevar a cabo un seguimiento de las denuncias que genere “confianza en la eficacia del sistema de protección del denunciante”.
    • Informar al denunciante en un plazo razonable, que no será superior a tres meses
    • Proveer de información clara y fácilmente accesible sobre los procedimientos de denuncia externa.
    • Se deben ofertar cursos y seminarios de formación sobre ética e integridad (algo infrecuente aún en buena parte de las entidades públicas).

A modo de conclusión

En consecuencia, la Directiva supone un paso adelante. Su enfoque central es, obviamente, de protección del denunciante, pero para que el sistema sea efectivo requiere no solo procedimientos y garantías, sino también establecer un modelo institucional de canal interno de denuncias que salvaguarde la independencia del órgano que asuma tales funciones, garantice la confidencialidad, la protección de datos y el secreto en sus actuaciones. La protección efectiva del denunciante requerirá que tales canales internos de denuncia se inserten adecuadamente y de modo efectivo en Sistemas de Integridad Institucional (o Programas de Compliance) de la respectiva entidad, así como que se articulen como sistemas de gestión dotados de independencia funcional y garanticen la acusada profesionalidad de quienes ejerzan tales tareas, con patrones morales y éticos estrictos.

En caso contrario, si falla la primera línea de defensa (canales internos), se abandonará (por inútil o no garantista) esa vía y proliferará el recurso a los canales externos ejercidos por las autoridades competentes (autoridades judiciales, organismos de regulación y supervisión, así como, en su caso, agencias de lucha contra la corrupción). Y, en ese caso, al menos cuando la cuestión está en manos de los tribunales o de los organismos de control, la batalla de la prevención se habrá perdido por completo, haciendo, así, girar el modelo hacia un sistema de sanción (administrativa o penal), en cuyo caso las consecuencias finales serán obvias: una vez adoptada la resolución correspondiente, la confianza de la ciudadanía en la institución ya se habrá roto. Por tanto, si el sector público quiere avanzar decididamente en la lucha por la integridad institucional no tiene otra salida que construir un sistema de denuncias internas dotado de esos principios y rasgos expuestos anteriormente. No hay otro camino. Lo demás es engañarse.

GOBERNANZA 2020: POLÍTICA DE INTEGRIDAD, PREVENIR LA CORRUPCIÓN

Las instituciones de integridad tienen esencialmente una dimensión preventiva”

(Pierre Rosanvallon, Le bon gouvernement, Seuil, París, 2015, p. 368)

La Integridad Institucional, o lo que ahora también se difunde como Public Compliance, apenas ha logrado entrar en la agenda política de nuestros diferentes gobiernos. Ahora, tras el enésimo “tirón de orejas” del GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción, del Consejo de Europa), esta vez dirigido a la Administración General del Estado (https://rafaeljimenezasensio.com/documentos/), no caben muchas excusas para seguir dilatando sine die la puesta en marcha de Sistemas de Integridad Institucional en las instituciones y organizaciones públicas de este país.

En 2017 la OCDE aprobó una importante Recomendación dirigida a los Estados miembros, que llevaba por enunciado Integridad Pública. Tal Recomendación, salvando algunas excepciones, ha sido completamente ignorada por estos pagos, a pesar de ser España miembro integrante de esa organización internacional. Aunque bien es cierto que, algunas partes de su contenido, han sido difundidas por diferentes autores (valga como ejemplo: Concepción Campos Acuña); pero académica y políticamente existe un notable desconocimiento sobre su trascendencia, así como su propio contenido: ver, al respecto, un resumen en el Cuadro que se adjunta sobre Ejes de la Integridad Pública según la OCDE). Esa Recomendación pretendía apuntalar, profundizando en algunas de sus líneas-fuerza, el modelo de Integridad y de lucha contra la corrupción que desde la OCDE se promueve desde 1997, y que fue estudiado en su día por el profesor Manuel Villoria. Ese modelo pivotaba sobre la idea de construir infraestructuras éticas en las organizaciones públicas que se asentaran en una concepción holística (un “sistema de integridad coherente y completo”); esto es, la integridad se debe predicar de toda la institución y no solo de un segmento o sector de la misma.

No vale, por tanto, con implantar un modelo de integridad institucional aplicable solo a los altos cargos o a responsables políticos de un determinado nivel de gobierno, sino que se debe promover su extensión al resto de instituciones y entidades del sector público, a los propios funcionarios y empleados públicos, aplicar el modelo asimismo a la contratación pública (en la que la integridad es un principio nuclear tal como prevé la normativa aplicable), así como a la política subvencional y, en fin, a la actitud y hábitos que debe acreditar la propia ciudadanía que se relaciona con la Administración Pública. Desde 2017 la OCDE promueve que la creación de una cultura de integridad debe permeabilizar asimismo el comportamiento de la sociedad en su conjunto.

En consecuencia, la integridad institucional es una política y, por tanto, debe liderarse al más alto nivel, pero también es un sistema de gestión con impactos importantes sobre la organización (“rendición de cuentas”). Tal como ha sido recordado en un reciente documento editado por la Alta Autoridad para la Transparencia de la Vida Pública en Francia (de 19 de diciembre de 2019), institución que ha cumplido seis años bajo el liderazgo clave de Jean-Louis Nadal, “la promoción de una cultura ética está siempre al servicio de la confianza”. Como también recordaba Malroux, “la cultura (también la ética, habría que añadir) no se hereda, se conquista”. Y es una lucha larga, muy larga, en la que no se puede desfallecer. Que nadie se llame a engaño. La desconfianza pública ha anidado muy fuerte en la sociedad civil. No lo olvidemos nunca.

La erosión de la confianza ciudadana en las instituciones y, especialmente, en las personas que las lideran o en quienes sirven en ella, es evidente hoy en día. Y restaurar esa pérdida de confianza es una tarea titánica, por lo que se debe invertir todo lo que sea posible en prevención o, si se prefiere, en identificar marcos o situaciones de riesgo sobre los cuales se deba desarrollar una especial vigilancia y control (contratación pública, recursos humanos, gestión financiera, subvenciones, etc.). Comienza a haber, tal como se expone brevemente en un trabajo reciente que elaboré, algunas buenas prácticas que conviene resaltar y poner en valor (https://rafaeljimenezasensio.com/lecturas-y-citas/ ).

Por tanto, insertadas en una concepción de Gobernanza Pública de cada entidad y también vinculadas con el necesario fortalecimiento institucional que deriva del ODS 16 de la Agenda 2030, es imprescindible que los diferentes niveles de gobierno incorporen la puesta en marcha de políticas de Integridad Institucional, que deberían ir encaminadas, entre otras muchas, a las siguientes acciones:

  • Diseñar e impulsar una política de integridad institucional que se desarrollaría con estándares de exigencia cada vez más intensos durante los años 2020-2030.
  • Apuesta decidida por la prevención y por la creación de una cultura institucional de integridad en las organizaciones públicas, así como por el fomento de infraestructuras éticas.
  • Impulsar la construcción de un Sistema (holístico) de Integridad Institucional, que se despliegue con diferentes instrumentos, al menos, sobre los siguientes ámbitos:
    • Miembros de asambleas representativas
    • Miembros de cualquier nivel de gobierno
    • Altos cargos y personal directivo, también del sector público
    • Personal eventual
    • Funcionarios y empleados públicos
    • Ámbitos específicos (Contratación Pública, Subvenciones, Gestión de recursos públicos, Gestión financiera, Recursos Humanos, Policía, etc.)
    • Usuarios de servicios públicos y ciudadanía en general cuando se relacione con entidades públicas.
  • Elaborar códigos de conducta y buenas prácticas para todos esos colectivos que actúan desde la Administración o en relación con la Administración.
  • Llevar a cabo programas de difusión y formación en materias de integridad pública dirigidos a los responsables públicos (políticos y directivos), empleados públicos y sociedad civil. Formar a los nuevos empleados públicos (relevo generacional) en ética institucional y vocación de servicio. Acciones de formación continua.
  • Creación de una Comisión de Ética o de un Comisionado de Ética en las diferentes instituciones, con autonomía funcional y auctoritas en su trayectoria personal y profesional,
  • Desarrollo de un modelo de Public Compliance para las entidades del sector público dependiente o adscrito a cada nivel de gobierno.

Son solo algunos “deberes” pendientes. El listado se puede ampliar y concretar en muchos de sus detalle. Hay, no obstante, algunas organizaciones públicas (pocas aún) que ya han comenzado a remar en esa dirección. Cabe esperar que, poco a poco, vayan impregnando esa todavía embrionarias buenas prácticas. Lo importante en este terreno es avanzar, pues queda un larguísimo camino aún por transitar. Hay algo que, por último, nunca cabe olvidar: tanto los responsables políticos como los servidores públicos, como bien expusieron los revolucionarios franceses (talento y virtudes) deben ser los más dignos de la confianza pública. Y hoy día, no siempre lo son. Algo falla. Corrijámoslo, por tanto. Invirtamos en integridad pública y en la prevención de malas prácticas y de lucha contra la corrupción. Larga batalla, en efecto. Pero merece la pena.

ADENDA:

RECOMENDACIÓN OCDE 2017: INTEGRIDAD PÚBLICA. UNA ESTRATEGIA CONTRA LA CORRUPCIÓN”

EJES DE LA ESTRATEGIA CONTRA LA CORRUPCIÓN DESGLOSE DE LÍNEAS DE ACTUACIÓN
SISTEMA DE INTEGRIDAD COHERENTE Y COMPLETO 1)     Compromiso de niveles directivos y de gestión por la integridad

2)     Clarificar responsabilidades para fortalecer la eficacia del sistema de integridad

3)     Desarrollar enfoque estratégico para el sector público

4)     Fijar normas de conducta estrictas para funcionarios

CULTURA DE INTEGRIDAD PÚBLICA 5)     Promover cultura de integridad pública que abarque al conjunto de la sociedad

6)     Invertir en liderazgo y compromiso ético

7)     Promover un sector público profesional, basado en el mérito y valores públicos

8)     Orientar, asesorar y formar en integridad a los servidores públicos

9)     Favorecer la cultura de transparencia

RENDICIÓN DE CUENTAS EFICAZ

10)   Control y gestión de riesgos

11)   Garantizar mecanismos de ejecución por conductas no ajustadas a la integridad

12)   Reforzar el papel de supervisión y control

13)   Fomentar transparencia y participación en el proceso de toma de decisiones

GOBERNANZA PÚBLICA: RETOS 2020

 

“La gobernaza democrática aparece así hoy como la posibilidad de salvar al poder político de su ineficacia y de su insignificancia, de recuperar la política y, al mismo tiempo, transformarla profundamente”

(Daniel Innerarity, Política para perplejos, Galaxia Gutenberg, 2018, p. 152)

Después de un largo paréntesis navideño, las administraciones públicas, con sus gobiernos respectivos a la cabeza, comenzarán a desperezarse. El año se inicia a partir del martes 7 de enero, haya o no haya Gobierno en Madrid, pues afortunadamente el pulso de los poderes públicos no depende exclusivamente de lo que pase en el centro. En efecto, en nuestro modelo de descentralización territorial existen otras muchas organizaciones públicas al margen de la Administración General del Estado que funcionan y están en marcha desde hace algunos meses o años, según los casos. A unas y otras les llega la hora de afrontar los retos de este 2020, que inaugura una década con una hoja de ruta precisa: la Agenda 2030 y sus objetivos de desarrollo sostenible.

Por tanto, también las administraciones públicas, en el marco de sus respectivos programas de gobierno o de mandato, deben formular sus objetivos (“propósitos”) para el año que acaba de comenzar. Racionalizar la actividad pública es una imperiosa necesidad que ningún nivel de gobierno, sea cual fuere su tamaño, debería dejar de impulsar. Pero, para ello, se requiere un marco conceptual y una mirada estratégica. Es la premisa de partida. Algo que, por desgracia, falla en no pocos niveles de gobierno.

Y en ese sentido la Agenda 2030 se convierte en una ventana de oportunidad, puesto que ofrece a las organizaciones públicas un horizonte estratégico sobre el cual deberán armar sus políticas, tanto las de carácter sectorial como las de naturaleza transversal. Ya no hay excusa. Los gobiernos deben elevar la vista más allá de la legislatura o el mandato correspondiente, pues los desafíos a los que se enfrentan no son a corto plazo (nuevo régimen climático, revolución tecnológica, avance de las concepciones de democracia iliberal, migraciones, desigualdad creciente, empobrecimiento de las clases medias, despoblamiento del medio rural, envejecimiento de la población, desempleo, etc.), sino que superan con creces los estrechos márgenes de un ciclo político de cuatro años.

El cumplimiento de los ODS, como vengo insistiendo, solo se logrará si se articula un Sistema de Gobernanza Pública que dé respuesta a esos objetivos y metas recogidos en la Agenda 2030 de forma efectiva. Sin una profunda mejora de la calidad institucional y de la eficiencia de las organizaciones públicas los ODS se convertirán en un pío deseo.

Si centramos el punto de mira en la Gobernanza (o si se prefiere: “en cómo gobernar mejor”), la pregunta resulta obligada: ¿en qué cabría que invirtieran su tiempo y sus recursos los distintos gobiernos y sus administraciones públicas en este recientemente inaugurado año 2020? La hoja de ruta de un mejor gobierno y una buena administración tiene unos mojones que deben servir de guía para ir avanzando en el camino marcado. Y sucintamente esa mejora organizativa de las instituciones públicas debería ir encaminada hacia los siguientes retos:

  • Organizaciones públicas íntegras. Definir una política de integridad en cada institución e ir construyendo gradualmente un modelo que abogue por la mejora de las infraestructuras éticas de las organizaciones públicas. Abogar por la ejemplaridad pública como medio de fortalecer la confianza en las instituciones.
  • Organizaciones públicas efectivamente transparentes. Impulsar una política de profundización de la transparencia con reforzamiento de los sistemas de mejora en el acceso a la información, así como de supervisión y control en su aplicación. Abandonar la transparencia cosmética.
  • Organizaciones públicas abiertas a la participación ciudadana. Extender las diferentes modalidades de participación ciudadana en las políticas de los diferentes niveles de gobierno. Articular experiencias piloto de democracia participativa y evaluar sus resultados. Mejorar los marcos reguladores de la participación ciudadana.
  • Organizaciones públicas digitalizadas y con apertura de datos. La apuesta por la Administración digital ya no admite demora. 2020 es un año de retos normativos, pero también aplicativos. La digitalización es un presupuesto para la apertura de datos, refuerzo de la transparencia, pero también del desarrollo económico. Una Gobernanza de datos es necesaria en todas las organizaciones públicas.
  • Organizaciones públicas eficientes. Las administraciones públicas son, por lo común, máquinas burocráticas con marcadas ineficiencias. Sin duda, se trata de uno de los aspectos más difíciles de corregir, por las fuertes inercias que se arrastran. Pero cabe intervenir sobre una serie de ámbitos, de los que por su inmediatez objetiva y su alta prioridad recogemos sólo algunos de ellos:
    • Profesionalización gradual de los niveles directivos.
    • Desarrollo e impulso de las estructuras directivas intermedias en la función pública.
    • Reforma de los sistemas selectivos e implantación de formación inicial de carácter también selectivo, con incidencia en valores públicos.
    • Planificación estratégica de RRHH, con especial atención a las bajas en plantilla con objeto de las jubilaciones y a las nuevas demandas de perfiles profesionales en el empleo público. Estudios de prospectiva de evolución de plantillas y necesidades de nuevos empleos, así como de gestión planificada de vacantes (Gorriti, 2018).
    • Desarrollar la evaluación del desempeño en aquellas organizaciones donde no esté implantada. Iniciar, al menos, pruebas piloto. Existen buenas prácticas en funcionamiento o en marcha (Ayuntamiento Valencia).
    • Diálogo social estratégico con el horizonte puesto en las transformaciones que sufrirá la Administración Pública en la década 2020-2030 y en identificar y compartir cómo afectarán a cada organización pública.
  • Organizaciones públicas que trabajen en redes. Participación efectiva de los diferentes niveles de gobierno en redes de instituciones públicas o público-privadas con la finalidad de que actúen como medios para impulsar sinergias y de aprendizaje compartido.
  • Organizaciones públicas que rindan cuentas. La rendición de cuentas es la base de la democracia (Bernard Manin, 1999). Se deben implantar paulatinamente sistemas de rendición de cuentas objetivos que se anuden a los planes de gobierno y de mandato, a los planes operativos anuales y al propio presupuesto de la institución. Vincularlos a las herramientas de transparencia efectiva.

Tal hoja de ruta, como es obvio, requiere un desarrollo y asimismo una adecuada priorización en función de las necesidades y de los recursos de los que disponga cada administración pública. Una tarea que requiere un previo diagnóstico de cada caso y un detalle de los instrumentos y acciones que ahora no procede hacer. Iremos desarrollando algunos de estos puntos en entradas futuras.

¡Feliz entrada en el 2020! Qué los objetivos enunciados se cumplan, siquiera sea en pequeña medida, que ya será algo. En todo caso, lo importante es avanzar. Si es en la buena línea, mejor.

INSTITUCIONES, ADMINISTRACIÓN Y EMPLEO PÚBLICO EN EL ACUERDO DE COALICIÓN (ADENDA: El nivel local de gobierno en el Acuerdo de coalición)

“Coalición: Reunión de perros y gatos con el objeto de atrapar un hueso. Si lo atrapan los primeros muerden a los segundos porque reclaman su parte; si son estos últimos los que lo cogen arañan también; siguiéndose de aquí que se separan unos de otros con más encarnizamiento que nunca”

(Juan Rico y Amat, Diccionario de los políticos, Imprenta F. Andrés y Compañía, Madrid, 1855. Subrayado en el texto del autor)

Aunque ha sido difundido en unos días en que todos pensamos más en las celebraciones, considero necesario abrir un hueco y reflexionar en voz alta sobre sus consecuencias. Cada lector pondrá el foco en aquellos aspectos que le interesen o afecten. Por mi parte, he leído el Acuerdo de coalición PSOE-UP, titulado “Coalición Progresista. Un nuevo Acuerdo para España”, con la mirada puesta en los temas institucionales. Y ya les anticipo que, salvo aspectos muy puntuales que luego citaré, la frustración que me ha despertado su contenido es muy elevada. Por tanto, este análisis debería ser necesariamente breve, pues prácticamente nada se dice, salvo lugares comunes, sobre un tema que es muy importante ante el desgaste, descrédito y pérdida de confianza de la ciudadanía en el sistema institucional, que desde hace algunos años se cae a pedazos. Da la impresión que, sin embargo, el documento es ajeno a la crisis institucional que nos invade, ignorándola (casi) por completo.

Con una redacción plana de periodismo raso, sin apenas presentación, sorprende, así, que en un documento de 50 páginas las cuestiones institucionales se despachen en unos pocos y escasamente trabajados párrafos, frente a la importancia que en términos de extensión se le dan a otros muchos temas, sin duda más populares. Tal vez las cuestiones relativas a “Regeneración democrática y transparencia” son, junto con las de Justicia eficaz (que aquí no se tratarán), las que han merecido mayor atención (un poco más de media página por lo que afecta a las primeras, pero al menos incluyen 9 puntos u objetivos). Sin embargo, una lectura atenta de esas propuestas no pueden sino sumirnos en una cierta perplejidad.

En efecto, si comenzamos con la elección y renovación de los órganos constitucionales y organismos independientes, en cuyo listado se advierte alguna omisión clamorosa (por ejemplo, la Agencia Española de Protección de Datos o las renovaciones parciales del Tribunal Constitucional y de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia), nada parece que cambiará, pese a las apariencias, en el modo y manera de designar a tales miembros: todo apunta a que el reparto por cuotas políticas seguirá siendo la regla dominante tan apreciada por una política clientelar de uno u otro signo, solo atemperada en el Acuerdo por un evanescente compromiso de que “en los acuerdos parlamentarios de consenso” que se trencen se primará (ya veremos cómo) “los principios de mérito, capacidad, igualdad, paridad de género y prestigio profesional”, algo que realmente solo se puede obtener mediante concursos abiertos o convocatorias competitivas, una modalidad que ni en sueños aparece reflejada en ese documento. Dicho en lenguaje más llano: el reparto del botín entre los “amigos políticos” seguirá siendo –salvo sorpresas agradables, que no se esperan- el sistema de designación para tales responsabilidades públicas, edulcorado –cabe presumir- con airear los currículum tan acreditados (aunque ya nadie crea en esos historiales engordados artificialmente) que ostentarán quienes sean elegidos finalmente por el dedo democrático.

La corrupción está muy bien que se afronte, pues es un gravísimo problema que anega la vida pública y los cimientos de la sociedad, pero difícilmente se resolverá tan gruesa cuestión sólo con leyes y más leyes. No parece que los redactores del Acuerdo hayan leído con atención el último Informe sobre España del GRECO (editado el 13 de noviembre de 2019; ver: https://rafaeljimenezasensio.com/documentos/), donde se aboga por medidas preventivas que ni siquiera aparecen de refilón en tal documento. Todo se fía a la Ley y al valor taumatúrgico del BOE, que publicará las normas que se promueven y que luego no se aplicarán o desfallecerán en su puesta en práctica. La fiebre reguladora se extenderá además a los lobbies y a la transparencia, a la reforma de la propia Constitución (aforamientos), a la ley de incompatibilidades y a la ya envejecida prematuramente Ley de Transparencia. Imponer la probidad a golpe del BOE representa un necesario, pero a todas luces insuficiente, modo de afrontar el problema. Ni una sola referencia a la integridad institucional ni a los sistemas de esa naturaleza. Nada sobre cultura ética ni rastro de códigos de conducta y marcos de riesgo. Pobre, muy pobre.

Si el foco lo ponemos sobre la Administración Pública, se advertirá de inmediato que la apuesta por una Administración digital, más abierta y eficiente, puede ser compartida por la totalidad de los ciudadanos. El Plan de Digitalización es su buque insignia, y el impulso de la digitalización su camino. Nada que objetar, sino todo lo contrario. No obstante, se reitera o repite la reforma de la Ley de Transparencia, aunque en este caso se concreta la aprobación del largamente esperado (tras más de cinco años) Reglamento de desarrollo (ya elaborado). La extensión de la carpeta ciudadana es una buena línea de trabajo. Tampoco cabe objeción alguna. Y la apertura de los datos de la Administración es un necesario reto que debe cohonestarse con la eficiencia y la protección de los datos de carácter personal (un tema que hubiera requerido algún apartado específico). La compra pública innovadora también forma parte de los píos deseos del nuevo Gobierno. Así como la digitalización del sector público empresarial. No hay, en este punto, cosas que chirríen, tal vez algunas ausencias. Es la parte institucional más engrasada, dado que la política de Administración digital tiene ya largo recorrido en la AGE.

El fiasco monumental viene cuando se trata de reflejar las medidas propias del empleo público. Llama la atención sin duda que estas se despachen a modo de telegrama, salvo en lo que respecta a los servicio de prevención y extinción de incendios y salvamento (SPEIS), un ámbito al que sorprendente y desproporcionadamente se le dedica más de la mitad de la extensión de las propuestas relativas al empleo público. Tal vez de forma maliciosa se podría pensar que ello se debe a que ese futuro Gobierno de coalición deberá “apagar muchos fuegos” (políticos o sociales, se entiende; pero también internos), pues si no sencillamente no se puede comprender cómo los SPEIS puedan ser para los redactores del Acuerdo el punto más relevante de la inevitable y necesaria transformación del empleo público, a la que solo se le dedican lugares comunes y objetivos de una pobreza conceptual y estratégica sencillamente supinos. Por fin, tras décadas de estudio, he comprendido que el problema existencial de la función pública española radica en los bomberos. Paradojas de un país a veces incomprensible.

No hay, en efecto, en el citado Acuerdo ni una sola referencia a los temas claves que afectan a la función pública en estos momentos y, sobre todo, a los que se deberá enfrentar la institución en la próxima década, por no decir de forma inmediata. Tales como el impacto del envejecimiento de las plantillas y el necesario relevo generacional, unido al dato de las consecuencias que la revolución tecnológica tendrá, más temprano que tarde, sobre los perfiles de empleos públicos que requerirá la Administración Pública (Gorriti, 2019). Los problemas de selección se identifican en los Acuerdos cuando se trata de los jueces (Elisa de la Nuez), pero no en la función pública, aunque sus métodos de reclutamiento estén en este último caso tan periclitados o casi como en el de sus señorías. De las titulaciones STEM se habla en el capítulo de la política feminista (como cierre de la brecha de género educativa y profesional), pero no se hace mención alguna a la necesidad que tendrá la Administración Pública de dotarse de tales perfiles profesionales. Tampoco hay referencia de ningún tipo (y aqui los silencios son muy medidos) a la profesionalización de la dirección pública, con lo que no le den muchas vueltas al tema: la colonización política o de las clientelas de los partidos de la alta dirección pública seguirá siendo la nota existencial en la provisión de tales niveles, solo que ahora incrementada puesto que los partidos en liza son más (PSOE, UP e IU, debiendo atender también sus cuotas territoriales).

Lo mas cándido de los Acuerdos en materia de empleo público consiste en la propuesta de aprobar “un Plan de Formación y capacitación de los empleados públicos”. ¿Es que no existía?, ¿cuál es, por tanto, la novedad? Se lo podrían haber ahorrado o insertarlo de otro modo. No quiero desmerecer a la formación, cuyo rol en el proceso de adaptación del empleo público a la revolución tecnológica será determinante, pero nada de eso se dice. Y no digamos de la revisión del “contrato de interinidad en la Administraciones Públicas”, que presumiblemente se debe referir de modo elíptico e incorrecto a reducir la interinidad en el empleo público y, pongámonos a temblar, a aplantillar por determinación legal o mediante procedimientos espurios a todo el personal interino existente (aunque eso, en honor a la verdad, no se dice en el Acuerdo y deriva de mi propia cosecha, siempre tan ensoñadora y malpensada), una tendencia a la que el grupo UP ya mostró sus debilidades en la Asamblea de Madrid la pasada legislatura.

El Acuerdo aboga de modo expreso por la elaboración de un nuevo Estatuto de los Trabajadores para el siglo XXI, centrando una de sus exigencias precisamente en su adaptación a la revolución tecnológica (que transformará de raíz la concepción tradicional del empleo), pero en lo que al empleo público respecta ni siquiera se aproxima a esa realidad, como si la función pública quedará inmunizada de tales tendencias por el sacrosanto caparazón de la inamovilidad funcionarial. Convendría que se hubiesen planteado sensatamente si tiene sentido hoy en día la dualidad de regímenes jurídicos (funcionarios/laborales) en el empleo público (más concretamente la dualidad de jurisdicciones para conocer de los litigios del empleo público), pues si se renueva el Estatuto de los Trabajadores y, a su vez, se deja inmaculado el estatuto de los empleados públicos, el problema heredado se puede agravar.

En fin, confiemos en que en la formación ministerial, en las decisiones estructurales y en el pulso cotidiano, el futuro Gobierno enderece esas primeras imprecisiones y tape inteligentemente las innumerables carencias que se advierten en el Acuerdo de coalición en lo que al sistema institucional respecta. Pero el arranque no es ciertamente para tirar cohetes. Más bien llena de preocupación que un sistema institucional, una Administración Públicas y una función pública que están plagadas de desafíos e incertidumbres haya merecido tan poca atención en lo que pretende ser una hoja de ruta del futuro Gobierno. Al menos en estos temas aquí analizados (esto es, desde la perspectiva exclusivamente institucional) lo único que se advierte es que el futuro timonel carece de carta de navegación fiable. Más le valdrá que se provea pronto de ella. Por el bien de todos aquellos que vamos en la nave. Y más concretamente de nuestras maltrechas instituciones, a las que desgraciadamente nadie atiende si no es para prevalerse de ellas.

ADENDA: EL NIVEL LOCAL DE GOBIERNO EN EL ACUERDO DE COALICIÓN

El nivel local de gobierno, en lo que a su autonomía respecta, parece resultar mejor tratado en el Acuerdo, aunque sus propuestas se limiten a derogar la Ley 27/2013, de racionalización y sostenibilidad de la Administración Local (¿lo admitirá la Comisión Europea en lo que afecta a sostenibilidad financiera?) y a unos vagos compromisos en materia de financiación municipal (mediante una redefinición de los tributos locales). No se anuncia, sin embargo, la aprobación de un nuevo marco normativo básico, salvo en lo que respecta a materia tributaria, cuando la Ley de Bases de Régimen Local ofrece ya (tras casi treinta y cinco años de vigencia) síntomas de agotamiento absoluto y de clara inadaptación a las exigencias actuales de los ayuntamientos. Se requiere, sin demora, afrontar una redefinición del marco normativo básico local. Aunque mucho mejor sería reformar la Constitución y fortalecer, así, el nivel local de gobierno (una propuesta que el profesor Manuel Zafra lleva tiempo defendiendo). De todos modos, regular el nivel de gobierno local es diseñar un marco institucional sobre el que se debiera alcanzar el máximo consenso político, pues dejar la regulación a los humores políticos de una mayoría parlamentaria transitoria es cometer los mismos errores en los que se incurrió en la reforma local de 2013. En materia de las competencias municipales se pretende su «ampliación», olvidando que el legislador básico de régimen local no atribuye competencias propias a los municipios sino que garantiza un estándar de autonomía municipal que deberá ser respetado por el legislador sectorial autonómico, que -junto con el estatal- es quien determina qué competencias propias tienen los ayuntamientos (por todos, Francisco Velasco). Es sintomática la ausencia de cualquier referencia a las diputaciones provinciales, lo que abre la duda sobre cuál es el futuro que se le depara a tales instituciones en la estrategia del futuro Gobierno. Pero ciertamente, impulsar la política de «revertir la despoblación» a la que se le dedica un amplio espacio en el Acuerdo requerirá superar las enormes limitaciones que tiene la atomización de la planta municipal y en esa línea el papel de las diputaciones provinciales como de las fórmulas de asociación municipal o las propias comarcas, no puede ser despreciado. Sorprende, en todo caso, que en materia local no se haga ninguna referencia a los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030 (solo citada en un momento cuando se habla de la Unión Europea y de la internacionalización).

Hay algunas otras referencias puntuales a las entidades locales (que se siguen denominando en varios pasajes como «Corporaciones locales»), así algunas más a los ayuntamientos (por ejemplo, en materia de vivienda, alquileres y personas sin hogar), pero se echa de menos una concepción más holística del nivel local de gobierno como una estructura institucional de proximidad que presta servicios a la ciudadanía en aquellos ámbitos en los que el resto de los poderes públicos no alcanzan a cubrir, lo que requiere asimismo una financiación complementaria. Los ayuntamientos representan el nivel de gobierno con mayor legitimación social de las estructuras gubernamentales, sin embargo han estado hasta ahora escasamente atendidos (cunado no completamente olvidados) por las agendas políticas. El Acuerdo de Coalición no termina de acertar en el enfoque institucional de la realidad local, aunque muestre algunas propuestas de interés, otras de marcada ingenuidad (derogar toda la LRSAL), aspectos marcados por la ambigüedad y algunos silencios que son, cuando menos, reveladores (en el documento no se cita ni una sola vez la expresión «diputaciones» ni tampoco «provincias»). En todo caso, habrá que esperar cómo se articulan efectivamente esas aún abstractas propuestas, pero ya se dan algunas pistas.

LA GESTIÓN EFICIENTE DE PERSONAS EN LOS GOBIERNOS LOCALES (II): DESAFÍOS Y DECÁLOGO DE LÍNEAS DE ACTUACIÓN (*)

 

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Desafíos del empleo público local

El empleo público local se encuentra, tal como se ha visto en la entrada anterior, en una compleja encrucijada. No será fácil salir de ella. Pero, al menos, se debe intentar. No hacerlo sería un ejercicio supino de cinismo y de irresponsabilidad. Y la política local, la buena política, no se lo puede permitir. Sin un empleo público de mínima calidad institucional, nunca habrá una administración local eficiente ni menos aún un gobierno local que haga política con resultados tangibles.

Los retos a los que se enfrenta cualquier gobierno local en materia de personal son, sin embargo, innumerables. Muchos de ellos proceden de la herencia recibida. Y estos no son fáciles precisamente de resolver. El contexto de cada administración local marcará, por tanto, la diferencia. Y se debe analizar caso por caso. Aquí no caben las generalizaciones. Los retos endógenos se deben diagnosticar adecuadamente y articular medidas efectivas para intentar resolverlos. Sobre estos muy poco puedo decir aquí. Requieren tratamiento individualizado.

De otro lado, los desafíos generales que en los próximos años deben encarar los niveles locales de gobierno en materia de recursos humanos son muy conocidos y están bien identificados. Citaré solo algunos de ellos, resumiéndolos en diez puntos:

  • Reforzar el sistema de mérito y la profesionalización en el acceso al empleo público y provisión de puestos de trabajo, especialmente –aunque no solo- en los procesos de estabilización del empleo temporal, donde se corren elevadísimos riesgos de que quiebren completamente los principios de igualdad, mérito y capacidad, adosándose al empleo público local funcionarios sin perfiles profesionales cualificados.
  • Tecnificar cada vez más las plantillas de personal ante una Administración Local en la que la profesionalización especializada y de atención a personas serán esferas de demanda creciente, mientras que los empleos instrumentales entrarán en una inevitable espiral de contracción.
  • Realizar estudios de prospectiva que determinen, por un lado, qué afectación tendrá en la plantilla de personal las jubilaciones futuras en un horizonte de 10/15 años, así como detectar, por otro, cuál será la demanda de servicios públicos que deberá atender el gobierno local en ese período.
  • Afrontar el envejecimiento de plantillas (en algunas entidades locales muy evidente y en otras menos intenso, aunque en todos los casos preocupante), preparando un relevo generacional que sea coherente funcionalmente con las tareas que deberán desarrollarse en los años venideros en los diferentes puestos de trabajo.
  • Llevar a cabo procesos de identificación de ámbitos críticos de conocimientos y destrezas que también inevitablemente se van a perder, como consecuencia principalmente de jubilaciones masivas, y proceder a articular un sistema de gestión ordenado de transferencia de ese conocimiento sin que la organización pase a transformarse de repente en una hoja en blanco.
  • Enfrentarse gradualmente a unos procesos cada vez más intensos de digitalización y de automatización, que preparen el terreno para la implantación gradual de la Inteligencia Artificial, algo que también impactará más temprano o más tarde en la Administración local (Ramió, 2109).
  • Implantar en las organizaciones locales una gestión planificada de vacantes (Gorriti, 2018), que detecte las tareas que se van a automatizar a corto/medio plazo, amortizando aquellos puestos o dotaciones que sea vean más afectados por la automatización de tareas, redefinir asimismo las funciones y tareas de los que se mantenga, y crear, en paralelo, nuevos puestos de trabajo que hagan frente a las necesidades a medio plazo de las organizaciones locales (titulaciones STEM).
  • Fortalecer el perfil de las competencias profesionales de las personas de la organización con la finalidad de que aporten valor añadido (creatividad, iniciativa, innovación, pensamiento crítico, soft skills, etc.), exigiendo tales competencias en procesos selectivos o en la provisión de puestos de trabajo.
  • Estimular la formación y el aprendizaje permanente a lo largo de la vida profesional de los empleados públicos como política central de recursos humanos en las organizaciones locales como medio de adaptación imprescindible a las aceleradas transformaciones derivadas de la revolución tecnológica que se producirán en el ámbito público en los próximos años.
  • Promover un diálogo social estratégico en los niveles locales de gobierno sobre el futuro del empleo público, que prepare a estas Administraciones Públicas para poder adaptarse a la revolución tecnológica que ya se ha iniciado, sin duda, como se ha dicho, la más disruptiva de todas aquellas a las que se ha enfrentado la sociedad contemporánea.

En fin, son solo algunos (e importantes) desafíos, cuyo impacto sobre los gobiernos locales será muy variable en función del tamaño de tales organizaciones. Los municipios pequeños verán todos esos retos como algo lejano o, incluso, distante en el tiempo. Las entidades locales de ciertas dimensiones no podrán orillarlos. En cualquier caso, no conviene perder de vista su existencia. Y, en la medida de lo posible, ir preparando el terreno para que sus efectos colaterales dañen lo menos posible a las organizaciones locales. Aunque cabe ser conscientes de que esa “mirada de luces largas” contrasta con una perspectiva inmediata (“de luces cortas”), por cierto muy asentada en la política local, que solo ve los problemas cotidianos que aquejan a cualquier organización pública, que son –para desgracia de todos- los que por lo común concitan las energías e intereses inmediatos de políticos y gestores. Hay que ser realistas.

Decálogo de líneas de actuación

Al margen de esas hipotecas que representa una visión estratégica poco alimentada en el mundo local que choca siempre contra el muro temporal de 2023, sí que cabe ensayar algunas ideas-fuerza que actúen como meras propuestas o líneas de actuación para preparar, siquiera sea modestamente, un cambio. Al menos para caminar en la buena dirección. Veamos:

1.- Mirar al futuro y pensar estratégicamente, planificar y preparar las organizaciones para que puedan adaptarse a transformaciones futuras de gran profundidad. Definir los empleos del futuro y preparar a la Administración para ese gradual tránsito. No hacer nada es un suicidio.

2.- Redefinir sustancialmente los instrumentos de gestión del empleo público, particularmente flexibilizar las relaciones de puestos de trabajo, caminar hacia ofertas de empleo público que se ejecuten en el año natural (a ser posible en seis meses), acabando así con la interinidad estructural.

3.- Optar, donde no haya certezas de que determinados ámbitos funcionales serán estructurales y, por tanto, cubiertos indefinidamente con empleados públicos, por programas temporales, proyectos o misiones, que incorporen talento joven y permitan flexibilidad organizativa, sin hipotecar la organización a un futuro incierto en su demanda de servicios.

4.- Seleccionar a los mejores perfiles de personas para las Administraciones Locales. Dicho de otro modo: captar talento, no mediocridad. Un error selectivo en las entidades locales, más aún si estas son pequeñas, se paga carísimo y a largo plazo. Las organizaciones públicas deben reclutar a los mejores candidatos, pues esas personas son las que deberán servir a la ciudadanía en las próximas décadas.

5.- Dar el valor que merece y el protagonismo debido a la formación y aprendizaje permanente en un contexto de mutación acelerada de las funciones y tareas en las organizaciones públicas. Las organizaciones locales no pueden permitirse la licencia de que su personal se quede obsoleto e inadaptado frente a cambios funcionales que serán profundos.

6.- Ofrecer a los empleados públicos locales carreras profesionales atractivas basadas en la gestión de la diferencia y el buen desempeño, articulando asimismo una movilidad interadministrativa efectiva. Romper el cantonalismo del empleo público local no depende de las entidades locales sino del legislador. Pero se pueden dar pasos.

7.- Reforzar el compromiso ético y la cultura de los valores de lo público en las organizaciones locales, hoy en día preterido o, hasta cierto punto, maltrecho. La formación de acogida debe ser implantada en todas las organizaciones locales, con un fuerte contenido en transmisión de valores.

8.- Cabe resituar el papel de los sindicatos en el ámbito de lo público fortaleciendo los poderes de dirección en las organizaciones públicas. Si los gobiernos locales declinan de esta responsabilidad, nada podrán hacer de forma efectiva.

9.- Despolitizar al máximo la Administración Local, así como sus entidades del sector público, y crear, allí donde sea factible, estructuras directivas profesionales. Lo que implica, asimismo, fortalecer profesionalmente las unidades de gestión de recursos humanos con programas de choque que las transformen gradualmente en estructuras que combinen estrategia con gestión.

10.- Impulsar políticas de igualdad de género y de diversidad en el empleo público local, que reduzcan gradualmente la discriminación e integren a los diversos colectivos de la comunidad local en las estructuras de personal. El empleo público local debe ir pareciéndose a la sociedad-mosaico que muchas entidades locales representan.

Este decálogo de propuestas podría enriquecerse mucho más aún. Pero si al menos se dan estos pasos (o algunos de ellos), no duden lo más mínimo que sus organizaciones locales mejorarán gradualmente de forma sustantiva. En cualquier caso, será la política local quien active o desactive “la puesta a punto” de la máquina burocrática, con el necesario impulso de la tecnoestructura. Si no es consciente la política de la trascendencia institucional que tiene el empleo público local, como bien apuntara Javier Cuenca, nada se logrará. Continuaremos perdiendo el tiempo y los recursos. Algo que la ciudadanía responsable nunca perdonará. Y la política se ahogará a sí misma, sin saberlo. Por tanto, manos a la obra. Hay mucho por hacer en este mandato 2019-2023, que acaba de iniciarse. También en lo que afecta a la gestión de personas en las organizaciones locales. Que nadie con responsabilidades públicas lo olvide. Por el bien de todos.

(*)  Esta entrada y la anterior que también se publicó en este Blog reproducen, con algunas variaciones en los contenidos y desarrollo, las ideas recogidas en una contribución sobre «Situación, desafíos y propuestas de la Política de Recursos Humanos en la Administración Local (2019-2023)» que será difundida por la FEMP en el marco de un libro colectivo que, a suerte de Guía de mandato, se editará en septiembre/octubre de 2019. Agradezco a Borja Colón de Carvajal y a los responsables de la FEMP la confianza depositada para participar en ese interesante proyecto colectivo.

LOS PUESTOS DE TRABAJO DEL FUTURO EN EL SECTOR PÚBLICO [1]

Mikel Gorriti Bontigu

 

 

Robot works at keyboard. Futuristic 3d illustration

 

NOTA DEL EDITOR:

En el presente Blog se han venido editando diferentes entradas (algunas de ellas recientes) sobre los previsibles impactos de las jubilaciones masivas y de la revolución tecnológica sobre el empleo público. Dentro de esta línea de reflexión, se ha considerado importante difundir por este cauce un trabajo de Mikel Gorriti sobre “Los puestos de trabajo del futuro en el sector público” (presentado en su versión original en el Seminario de Relaciones Colectivas de la Federación de Municipios de Cataluña), pues se trata de una de las escasas aportaciones que, desde un enfoque predictivo de impactos y apoyado en análisis comparativos y estadísticos, existe en nuestra literatura especializada sobre tan relevante objeto. Lo que aquí sigue es un resumen del trabajo citado, acompañado de un PDF donde el lector interesado puede consultar el estudio en su integridad. Esperemos que esta importante contribución ayude a sensibilizar a los responsables políticos, directivos y técnicos de recursos humanos del sector público sobre la agenda de planificación que deberán acometer con carácter inmediato para enfrentarse a tales desafíos estratégicos que ya no admiten ningún aplazamiento.

Abordar el reto de las jubilaciones masivas a las que están abocadas todas las administraciones públicas (AAPP) en los próximos años pasa, necesariamente, por tener alguna estrategia para gestionar vacantes. La marcha masiva de personal debe concebirse como una oportunidad para no ofertar empleo público innecesario, para rediseñar el que la demanda social exija, y para crear los que ella y la automatización de las tareas administrativas identifiquen. Sólo teniendo esto hecho con carácter previo se dispondrá de criterio para utilizar de forma inteligente las vacantes que se vayan produciendo. Esto se concreta en saber: a) qué puestos debo diseñar: b) cuáles tengo que rediseñar; y c) cuáles no reponer. La jubilación solo debe activar un diseño ya realizado, no debe ser la que desencadene este proceso, lo importante es la consciencia no la urgencia.

Corroboradas por distintos autores, las nuevas exigencias de la ciudadanía en relación con la naturaleza servicial de las AAPP serán las siguientes: a) las AAPP o son de utilidad social o no serán; b) debe prevalecer la agilidad y la flexibilidad en la gestión organizativa y de recursos humanos, no la rigidez normativa, y ella debe ser servidora de estos fines y no tanto un corsé para su gestión; c) es evidente la necesidad de realizar un rediseño organizativo de las AAPP, su concepción es antigua y no sincrónica con las nuevas realidades del trabajo; d) los líderes públicos deben centrar sus esfuerzos en motivar a sus empleados para acometer los retos del futuro con una base axiológica de servicio público. Las AAPP deben dedicar esfuerzos e imaginación para conseguir la efectiva igualdad de género tanto en sus diseños organizativos como en sus procesos de gestión de RRHH. Toda selección de empleados públicos debe tener como objetivo la predicción demostrada de un desempeño eficaz y hacerlo en condiciones de igualdad. Las AAPP son responsables de evitar la descapitalización por la fuga del conocimiento experto o por la no captacion del talento joven altamente especializado. Por último, parece una evidencia que el análisis de multitud de datos es una realidad imprescindible para cumplir con los valores públicos, de ahí la necesidad de incorporar puestos de analistas de big data en las RPT’s de las AAPP.

El documento que se adjunta describe posibles puestos de futuro y sus destrezas necesarias. También hace una prospectiva de los puestos que serán innecesarios. Por último identifica los algoritmos que dos de los principales estudios de automatización han usado para objetivar la automatización.

La Administración Pública no es una organización sincrónica con los avances tecnológicos de la sociedad; es más, no es difícil que sea la última en incorporar las novedades que las nuevas tecnologías pueden aportar. Eso es mala noticia para la propia Administración Pública, pero peor para la ciudadanía. Hay varios condicionantes propios de lo público que conviene recordar: sólo se automatiza lo que está bien definido y decidido. ¿Cuántas administraciones tienen información exhaustiva y detallada de sus procesos como para generar la información necesaria para su automatización? Automatizar procesos no tiene sentido si no se pretende obtener una ganancia relativa a la eficiencia o a la eficacia. Estos criterios no están claros en las AAPP porque tampoco está claro que la eficacia y la eficiencia sean sus únicas metas. Optar por la automatización aboca hacia un modelo gerencialista cuyas condiciones de existencia son la burocracia abierta y la separación de las carreras de los políticos y los empleados públicos. Esto es raro en las AAPP españolas, muy identificadas con el modelo corporativo que se caracteriza por burocracia cerrada (muy normativizada) y donde la carrera de los funcionarios está solapada con la carrera de los políticos o condicionada por ella.

Es muy probable que al optar por la automatización de los procesos de las AAPP nos encontremos no con la desaparición de puestos sino con la necesidad de su rediseño. Si optamos por automatizar tareas, la realidad será que muchos puestos las compartan con máquinas y la labor del/la empleado/a se complejice y complemente con la de las máquinas por referirse a las competencias no automatizables. Ello exigirá un nivel educativo mayor, demostrado o susceptible de adquirirse, por lo que la formación y la promoción interna serán más importantes en las políticas de RRHH en la próxima década.

La principal limitación de la automatización y el diseño de nuevos puestos en las AAPP, a mi juicio, es el propio modelo corporativista de las AAPP del Estado. No se puede decir que el modelo gerencialista haya triunfado por propia voluntad de la política. Es más, hemos migrado (o pretendemos hacerlo) al modelo de gobernanza sin haber saturado éste. La automatización es imparable por evidencia y por necesidad de legitimidad ante la sociedad que mirará a la administración pública como un órgano que le debe defender de la polarización del mercado de trabajo y de la incapacidad de todos sus estratos para alcanzar la complejidad necesaria. También como alguien que debe mirar a la formación como algo más estratégico que como lo hace actualmente, tanto dentro de ella misma para reciclar a los que salgan desubicados del inevitable rediseño organizativo, como para reflexionar sobre su modelo educativo que debe preparar para una sociedad compleja donde no solo el trabajo tal y como ahora lo concebimos será el reto sino la salud, el ocio y la sostenibilidad.

En suma, las AAPP están abocadas a reflexionar seriamente su modelo corporativista. Para ello puede aprovechar la ola de la automatización y la realidad de las jubilaciones masivas. Ambas le pueden ayudar a diseñar un modelo de servicio público con la seguridad jurídica necesaria para ubicarla en la realidad líquida del Siglo XXI.

[1] Este trabajo resume la presentación realizada por el autor en el Seminario de Relaciones Colectivas de la Federación de Municipios de Cataluña en noviembre de 2018.

EL ARTÍCULO ÍNTEGRO SE PUEDE CONSULTAR EN EL SIGUIENTE ENLACE: Los puestos de trabajo del futuro en el sector público_Gorriti_marzo_2019

MÁSTERES

 

 

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“Fíjese en los másteres que, en general, son de un patetismo terrible” (Emilio Lledó)

“¿Mal aliento? Pruebe el elixir Colgate. ¿Problemas con su carrera profesional?: Apúntese a un MBA” (Testimonio de dos profesores, recogido por H. Minzberg)

 

No hace falta calificarlos, siempre que se refieran a educación superior. Dejemos de lado los masters deportivos. Son universitarios, no hay duda, de los que hablo. Al menos los que ahora interesan. Muchos profesores o ex profesores (entre los que me encuentro) transitan por sus aulas impartiendo su “conocimiento” o su “experiencia”, los hay incluso que “entretienen” (algo que se valora cada vez más, por cierto), que de todo hay; aunque algunos ni eso, pues nada tienen que aportar realmente, pero allí están y en ellos se prodigan. Y de ellos cobran, pues los másteres y postgrados (salvo excepciones tasadas que se computen como horas lectivas o de trabajo) son sobresueldos para las magras retribuciones universitarias, funcionariales o profesionales. Plato ansiado por no pocos, para endulzar sus ingresos, engordar la vanidad o simplemente “estar en la pomada”.

En cosa de másteres y postgrados los hay menos buenos, regulares, malos o pésimos de solemnidad. No conozco ninguno que pueda ser calificado de excelente o muy bueno. Debe ser porque soy un profesor provinciano y de segunda división. Y eso que he llegado a trabajar en los aledaños de lo que se llama una “Escuela de Negocios”, aunque no me dejaron acercarme a las mieles del asunto: los másteres para formar directivos en empresa o en el sector público. Algo que el propio Henry Minztberg denunció inteligentemente en un recomendable libro: Directivos. No a los MBA (Editorial Deusto 2005). Hay mucho escaparate y algunas estafas en toda esa educación de postgrado. Y una necesidad objetiva: quien no tiene un Máster no es nadie. Entre estos últimos me encuentro.

El caso “Cifuentes” ha sido una auténtica bomba que ha irrumpido sobre las ya turbias aguas universitarias. Quién lo ha sacado ahora y por qué es algo que al parecer no interesa (aunque también pudiera ser relevante preguntarse). En todo caso, ha puesto a la institución frente al espejo. Quienes nos hemos dedicado durante algunos años a esa función docente universitaria sabemos que en esos postgrados universitarios la exigencia es un valor relativo, al menos en buena parte de los casos. Se va, se imparte clase, cuentas lo que te da la gana (con mayor o menor rigor, según las personas), te pagan y a callar. Por poner un caso, los innumerables Másteres de Acceso a la Abogacía que pululan por doquier son, por lo común, un rosario interminable de profesorado que desfila con escaso orden y concierto por las aulas ante la perplejidad de un desconcertado alumnado. Cumplir el expediente.

Hay, no obstante, quienes cursan con empeño y elaboran concienzudamente su “TFM” (Trabajo de Fin de Máster). Pero no nos llamemos a engaño, son una minoría de personas siempre responsables, que en cualquier actividad harían lo mismo. Tienen conciencia ética y sentido del deber. No abundan. Pero dignifican la institución y el producto. Gracias a estas personas el sistema aguanta. Normalmente esos alumnos (cargos directivos, altos funcionarios, profesionales, técnicos o estudiantes) están comprometidos con el valor de lo público o con la propia institución, interesados en la innovación y en el aprendizaje continuo o con la necesidad de mejorar ellos mismos y transferir esos conocimientos a las instituciones en las que sirven. Son muy importantes, pero aún son pocos. Aunque, en honor a la verdad, me los he ido encontrado en las aulas de diferentes postgrados, lo cual siempre es un estímulo. También hay profesores (así como algunas Universidades) que se empeñan en dar un producto digno y actualizado, lo cual también es de aplaudir, pues cobran lo mismo por hacerlo o no. Hay que romper una lanza por estas mujeres y hombres que se toman en serio algo que el sistema universitario desprecia o ignora, pues no nos llamemos a engaño para la Universidad lo trascendental no son esos estudios de Postgrado (fuente adicional de ingresos), sino sigue siendo el Doctorado. Al menos hasta ahora.

Y sobre esto último, mejor no hablar. Como me dijo alguien que asistió a una tesis doctoral: “¡Vaya comedia!” Una puesta en escena muchas veces puramente formal y en la que no pocos miembros de tales tribunales se escuchan a sí mismos, tienen su momento de gloria, cuando no incurren en irregularidades que es mejor no tipificar. Pocas personas habrá en el mundo universitario que hayan asistido como miembros de tribunales de Doctorado que no se hayan visto involucradas en algunas “malas prácticas” (y no me pondré como excepción); por ejemplo, en la calificación final (donde los regalos, a pesar del «sobre cerrado», siguen siendo una relativa constante, salvo en alguna Universidad que se ha ido poniendo seria). Otras veces no se detectan los plagios, “las copias contextuales” o, en fin, las innumerables citas prestadas. También hay no pocos casos en que la paciencia no acompaña para leerse (algo que algunas veces ni siquiera se hace) centenares de páginas o llevar a cabo una redacción minuciosa y pulcra de los informes previos. Por no hablar de las “direcciones de tesis”, una tarea que en ocasiones se transforma en mera formalidad o peor aún en una carrera de obstáculos insalvables para el doctorando, más que en ayudas reales y efectivas. Siempre he sido defensor de que las tesis no deberían ser leídas al inicio de la “carrera académica”, pues desvían la atención de quien debe crear poso general de conocimientos y no “segmentado” o particular. Y no pondré más “ejemplos”, pues tengo varios que sonrojarían a cualquiera.

Si esto es así en “la joya de la Corona” (los doctorados), qué no pasará en sus productos subalternos (los másteres y cursos de postgrado), que proliferan como setas, con unas comprobaciones paupérrimas sobre su pretendida calidad, pues calidad no es “llenar con mentalidad de burócrata digital infinidad de papeles”. Por no hablar de su sistema de evaluación (¿cuántos suspenden en estos formatos universitarios y qué calificaciones medias se ponen?). Y ahora me pondré cínico. La verdad es que no sé porqué se rasgan las vestiduras quienes censuran a Cristina Cifuentes. ¿Dónde está publicada la tesis o los TFM de muchos de nuestros políticos que airean por doquier su condición de doctores o postgraduados (y no pongamos nombres porque hay bastantes)? ¿Con qué recursos han abonado los gastos de matrícula (algunas veces cuantiosos) algunos de esos políticos que se han formado en tales programas universitarios mientras ejercían o ejercen sus cargos públicos? ¿Sabemos realmente qué defendieron y por qué les dieron el solemne título de Doctor o de Máster? ¿Conocemos cuál fue la calificación que obtuvieron y por qué? En fin, mejor no miremos mucho por el retrovisor. Seguro que tiene efectos colaterales y expansivos.

Me dirán que no es lo mismo, pues ellos no mintieron (al menos algunos de ellos). De acuerdo. Así es, en efecto. Lo peor del “caso Cifuentes” no es que presentara o no el TFM, pues podría haber entregado una auténtica birria y le hubieran dado el título igual (y no es broma). Aunque desde el punto de vista de la Universidad que expide el título no acreditar su entrega es un hecho ciertamente insostenible. Lo grave es que se mienta o, al menos, que parezca que se miente (tanto ella como la Universidad): ¿Quién, que haya elaborado una tesis doctoral o un TFM, no guarda la copia de su trabajo en el ordenador o en una o varias copias en papel?, ¿No hay ningún repositorio de trabajos de estas características en las Universidades? Sencillamente nadie “tira” o “elimina” una tesis o un TFM. Todavía conservo mi tesis doctoral de hace más de treinta años, publicada por el INAP en 1989.  Y mejor que “no aparezca ahora” el trabajo perdido, pues el tufillo existente se transformaría en insoportable hedor. Lo grave es, por tanto, que se enrede así, con tan escasa credibilidad; que se erosione más aún la débil confianza que la ciudadanía tiene en la política y se resquebraje y deteriore profundamente la imagen de una malherida Universidad; que se predique con el mal ejemplo. Y, en especial, que se nos tilde de estúpidos. Al menos a quienes conocemos cómo (mal) funcionan las cosas en tales programas universitarios.

La Universidad española necesita, sin duda, recuperar el espíritu perdido, tal como sugiere el excelente filósofo y siempre profesor universitario que es Emilio Lledó (lean la entrevista que ayer le hacía un diario, no tiene desperdicio: https://elpais.com/cultura/2018/03/27/actualidad/1522176484_685088.html). Su nuevo libro (Sobre la educación. La necesidad de la Literatura y la vigencia de la Filosofía, Taurus, 2018), se antoja imprescindible en estos momentos de estupor colectivo. Un profesor al que por cierto el establishment universitario español no le puso precisamente las cosas fáciles cuando intentó volver a ejercer la docencia en España. Su extraordinaria y pulcra imagen debiera servir como espejo de recuperación de una Universidad que desde hace décadas languidece. El caso Cifuentes es un ejemplo más de tan evidente declive, pero ni es el único ni cabe alarmarse cínicamente por este y no por los otros habidos y por haber. También todos esos casos son muestra, sin duda, de que la integridad y la ética no son atributos de nuestra clase política, sea cual fuere su origen y procedencia ideológica (y no pondré en marcha el ventilador citando nombres). Tampoco enaltecen a un sistema universitario que muestra, así, sus peores vergüenzas. Y, se resuelva como se resuelva, la herida ya está abierta, tanto en la Universidad como en la Política. No es mortal, pero sí grave. Una vez más nos vamos desangrando, sin que se pongan otros remedios que meras tiritas. Y en esas seguimos.