ESTADOS EXCEPCIONALES

VISIÓN DE LA PANDEMIA A LA LUZ DE “LA PESTE” DE ALBERT CAMUS

  LA PESTE          

«Aquel olor de muerte que embrutecía a los que no mataba”

                   “No hay una isla en la peste. No, no hay término medio”

                  (Albert Camus)                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                       Aunque en estos cinco últimos meses ha proliferado el recurso a esta impresionante obra de Camus para interpretar la pandemia, tal vez sea oportuno, por su innegable paralelismo y aguda perspectiva volver la mirada a alguna de sus reflexiones (aunque haya  grandes diferencias, más de contexto que morales) desde el ángulo de nuestra triste actualidad.

El libro se abre con una idea clara: a principios de año, nadie esperaba lo que sucedió después. Tampoco lo esperaban los médicos (hoy epidemiólogos), que discrepaban sobre el problema y su alcance. Sin embargo, “la sorpresa de los primeros tiempos se transformó poco a poco en pánico”. Las autoridades, al menos al principio, querían rebajar esa percepción. Y la ciudadanía se agarraba a una idea: “Esto no puede durar”. Declarar la epidemia suponía suprimir el porvenir y los desplazamientos. Había que postergarlo, hasta que fuera inevitable. Sin embargo, la ciudadanía se creía libre, “y nadie será libre mientras haya plagas”. No obstante,  el contagio nunca será absoluto, “se trata de tomar precauciones”. Así se comunicaba. La desinfección era obligatoria, tanto del cuarto del enfermo como del vehículo de transporte.

A pesar de que la situación se agravaba, “los comunicados oficiales seguían optimistas”. Las camas de los pabellones hospitalarios se agotaban. Hubo que improvisar un hospital auxiliar. Y luego abrir más hospitales de campaña. También aparecieron los hoteles de cuarentena. Todo conocido. La percepción ciudadana era paradójica: “Hay los que tienen miedo y los que no lo tienen. Pero los más numerosos son los que todavía no han tenido tiempo de tenerlo. La transmisión de la infección, “si no se la detiene a tiempo”, se producirá “en proporción geométrica”. Como así fue entonces, y ha sido ahora.

Una de las consecuencias más notables  del confinamiento “fue, en efecto, la súbita separación en que quedaron algunos seres que no estaban preparados para ello”. La expresión más utilizada en las comunicaciones fue la siguiente: “Sigo bien, cuídate”. Comenzó, así, una suerte de exilio interior (en sus casas) y en una ciudad cerrada. Las conjeturas iniciales sobre la duración de la epidemia se fueron desvaneciendo, y se mezclaban diferentes sensaciones entre la ciudadanía: “Impacientados por el presente, enemigos del pasado y privados del porvenir”. No es extraño, por tanto, comprender que “a nuestros conciudadanos les costaba trabajo comprender lo que pasaba”. Primaban las preocupaciones personales: al principio, “nadie había aceptado todavía la enfermedad”. Y “la primera reacción fue criticar a la organización”. Sólo “comprobando el aumento de defunciones, la opinión (pública) tuvo conciencia de la verdad”, ya que en los primeros pasos “nadie se sentía cesante, sino de vacaciones”. Conforme la epidemia avanzó, comenzaba a expandirse la sensación de que “nos vamos a volver locos todos”.

La epidemia golpeó fuerte al personal sanitario. El número de muertos crecía y los hospitales (en nuestro caso, preferentemente las residencias de ancianos) eran su antesala. Las frías estadísticas conducían a “la abstracción del problema”, pero había nombres y apellidos; esto es, personas. La forma de maquillar los letales efectos de la plaga fue muy clara: “en vez de anunciar cifras de defunciones por semana, habían empezado a darlas en el día”. Los “casos dudosos” no computaban. Las farmacias se desabastecieron de algunos productos. Las cifras eran la imagen precisa de la abstracción antes comentada. Las colas en comercios de alimentación se hicieron visibles. En todo caso, “cuando la abstracción se pone a matarle a uno, es preciso que uno se ocupe de la abstracción”. La felicidad se congelaba. O se aplazaba.

Muchos esperaban, además, que la epidemia fuera a detenerse y que quedasen ellos a salvo con toda su familia”, pues “no era para ellos más que una visitante desagradable, que tenía que irse algún día”. La epidemia, asimismo, “era la ruina del turismo”. Con el avance de la enfermedad, los ciudadanos procuraban evitarse: en los transportes, “todos los ocupantes vuelven la espalda, lo más posible, para evitar el contagio mutuo”. Y, fruto de las complejas circunstancia, “el mal humor va haciéndose crónico”. Pero hay un segmento de la población que en buena medida vive al margen del temor: “Todos los días hay un desfile de jóvenes de ambos sexos en los que se puede observar esa pasión por la vida que crece en el seno de las grandes desgracias”. También los restaurantes se llenan, aunque “en ellos existe la angustia del contagio”. Cuando la cosa se pone seria los ciudadanos se acuerdan del placer. También prolifera el consumo de alcohol y las escenas de embriaguez

La enfermedad se transmuta. Al ser pulmonar, el contagio se produce de boca a boca. Pero, en verdad, “como de ordinario, nadie sabía nada”. Ni, en ocasiones, el propio personal sanitario especializado. La miseria y el sufrimiento fueron creciendo conforme la epidemia se  multiplicaba. Pero, aunque la enfermedad se multiplicara, pronto se advirtió que “la miseria era más fuerte que el miedo”.

Frente a todo este complejo cuadro, sólo quedaba una solución: combatir la epidemia. Lo contrario era ponerse de rodillas. Pues, se  mire como se quiera, “toda la cuestión estaba en impedir que el mayor número posible de  hombres muriese”. La espera del fármaco salvador (vacuna)  era la única esperanza. Los materiales escaseaban. Los refuerzos del personal sanitario eran insuficientes. Como dijo  Rieux, el médico cronista: “Aquí no se trata de heroísmo. Se trata solamente de honestidad”, es el único medio de lucha contra la epidemia. “¿Y qué es la honestidad?”, se preguntaba: en mi caso, respondía el doctor, “sé que no es más que hacer bien mi oficio”.  Aún así, el personal sanitario se vio afectado: “Por muchas precauciones que se tomasen el contagio llegaba un día”. Faltaban material y brazos. El durísimo contexto imponía sus reglas: “Los hombres de los equipos sanitarios no lograban ya digerir el cansancio”. Y, como bien añadió el propio médico, “el cansancio es una especie de locura”. El personal sanitario, para su seguridad, “seguía respirando bajo máscaras” (aquí quien las tuviera). En todo caso, “se había sacrificado todo a la eficacia”.

La política primero negó y luego aceptó la evidencia. La burocracia, mientras tanto, vivía encerrada en sus problemas: “No se puede esperar nada de las oficinas. No están hechas para comprender”. Había, además, que afrontar obligaciones aplastantes, con un personal disminuido. La creatividad se impuso.  Pero, “todas las desgracias de los hombres provienen de no hablar claro”. La comunicación no es desinformación o información remozada.

¿Y cómo respondía la ciudadanía ante tan devastador panorama? La única esperanza posible a sus ojos era constatar que “hay quien es todavía más prisionero que yo” (o que había quienes se encontraban en peor condición), en ello se resumía su esperanza. Se impuso “la solidaridad de los sitiados”, pues las relaciones tradicionales se vieron rotas. Y eso desconcertaba. Así, no es de extrañar que comenzaran a prodigarse conductas inapropiadas. En ese contexto, “la única medida que pareció impresionar a todos lo habitantes fue la institución del toque de queda”.  Viendo avanzando el tiempo, la ciudadanía se fue adaptando a la epidemia, “porque no había opción de hacer otra cosa”. Y se introdujo, así, en una monumental “sala de espera”. La confusión fue creciendo, “sin memoria y sin esperanza, vivían instalados en el presente”. La instantaneidad se imponía. El porvenir estaba tapiado por la incertidumbre. Así no cabe extrañarse de que “los hombres que hasta entonces habían demostrado un interés tan vivo por todas las noticias de la peste dejaron de preocuparse de ella por completo”. Las ideas fijas consistían en prometerse unas vacaciones completas después de la epidemia: “después haré esto, después haré lo otro … se envenenan la existencia en vez de estar tranquilos”. Además, la desconfianza aleja a los unos de los otros: “Todo el mundo sabe bien que no se puede tener confianza en su vecino, que es capaz de pasarle la enfermedad sin que lo note y de aprovecharse de su abandono para infeccionarle”. En fin, en un contexto tan duro, “el juego natural de los egoísmos” hizo acto de presencia, agravando “más en el corazón de los hombres el sentimiento de injusticia”. Si bien, no todo era negación, pues hay “algo que se aprende en medio de las plagas: que (también) hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”.

La epidemia se prolongó en el tiempo. Y, frente a la percepción inicial “de que pronto desaparecería (…) empezaron a temer que toda aquella desdicha no tuviera verdaderamente fin”. Las estadísticas se mostraban caprichosas. Los arbitristas que las interpretaban se multiplicaban por doquier. Abundaron así los sermones, desconociendo que no “hay que intentar explicarse el espectáculo de la epidemia, sino intentar aprender de ella lo que se puede aprender,” pues una de sus cualidades era que, por lo común, la peste “se complacía en despistar los diagnósticos”. Los gráficos estadísticos se convirtieron, así, en el mapa diario del tiempo de la muerte o del crecimiento de la enfermedad. Daban malas o buenas noticias: “Es un buen gráfico, es un excelente gráfico”, pues –se añadía- “la enfermedad había alcanzado lo que se llamaba un rellano”. Pero siempre quedaba la duda de los rebrotes: “La historia de las epidemias (siempre) señala imprevistos rebrotes”.

En esa situación de hipotéticos rebrotes, cobraba un papel central el sentido de responsabilidad individual y de empatía hacia los otros. En efecto, “hay que vigilarse a sí mismo sin cesar para no ser arrastrado en un minuto de distracción a respirar junto a la cara de otro y pegarle la infección”. La voluntad era una manifestación de la integridad de las personas: “El hombre íntegro, el que no infecta a nadie es el que tiene el menor número de posibles distracciones. ¡Y hace falta tal voluntad y tal tensión para no distraerse jamás”.

Hasta aquí algunos fragmentos del relato, escogidos en virtud de su paralelismo con la actual pandemia, más aún cuando –a punto de finalizar este agosto también inhábil para (casi) todo, no para la propagación del virus, que no guarda vacaciones- la “nueva normalidad” realmente significa –estúpidos de nosotros- un gradual retorno a cifras cercanas al primer brote de la pandemia.

La peste termina cuando se abren las puertas de la ciudad tras casi un año de cierre. Y surgió la imperiosa necesidad tras meses de aislamiento, pues “hay una cosa que se desea siempre y se obtiene a veces: la ternura humana”. Aquí , en la pandemia, se abrieron “las puertas” a finales de junio de 2020 tras un confinamiento de tres meses y una desordenada “desescalada”, y todo el mundo salió en tropel pretendiendo olvidar lo que era inolvidable y volcado a hacer aquello que no había hecho durante el tiempo de confinamiento. En verdad, como expone Camus al final de su obra, a pesar de lo sucedido, “los hombres eran siempre los mismos”. En realidad,  no habían cambiado nada, salvo tal vez quienes perdieron a sus seres queridos.

Tampoco nada ha cambiado desde el poder. Lo que se hizo mal al principio (falta total de previsión y ausencia de  planificación y de precaución, cambios permanentes de criterio, marco normativo inadecuado y obsoleto, impotencia política, fallos de coordinación, ineficacia administrativa, etc.), se está repitiendo después corregido y aumentado, tanto por una desbordada, preñada de tacticismo y errática política y una (en alguna medida) desaparecida Administración Pública como por una ciudadanía también en parte irresponsable a la que está faltando sensibilidad y voluntad o, como decía Camus, “integridad”, y que, salvo excepciones, solo mira “lo suyo” con escasa (o nula) empatía por lo ajeno. Todo hace presumir que el final de este extraño verano y el inicio de la estación otoñal la situación se agravará muchísimo con una más que previsible multiplicación de los contagios a través de un virus que nunca se fue, a pesar de que prácticamente todo el mundo lo dio por enterrado. Y con sus fatales consecuencias sobre un país ya hoy devastado económica y socialmente.

Por su presencia en las librerías, cabe deducir que la lectura o relectura de La peste de Albert Camus ha sido una de las opciones preferidas de estas vacaciones. En mi caso, leí esta irrepetible obra cuando era estudiante y la he releído recientemente.  A pesar del complejo momento y de sus innegables distancias (entre otras muchas, la digitalización ha atenuado/agravado, según los casos, el problema de “la distancia”), hay en este libro enseñanzas sinfín. No he pretendido extraerlas todas, pues su riqueza está fuera del alcance de estas poco más de tres condensadas páginas.

En cualquier caso, puede ser oportuno  concluir este comentario con las palabras con que el autor cierra su obra, muy necesarias cuando dimos alegremente por finiquitado un problema global que estaba aún muy lejos de desaparecer: “(…) esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás (…) y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”. Y en ella estamos. Cuando todo (aun con graves tensiones) se pretendía (relativamente) en orden y (moderadamente) feliz, llegó la pandemia que nadie supo prever y, por lo que afecta a nuestro país, muy pocos, al parecer, saben gestionar. Luego, tras el duro encierro, vino la “apertura”, el relajo público y privado, hasta la proliferación de los rebrotes. Está claro que, visto donde hemos vuelto a tropezar, apenas hemos aprendido nada en estos cinco meses. Si bien, lo más grave es que la pandemia de momento no tiene final, sino continuación. Y aquí está el problema. No en otro sitio.

La aporía de la excepción constitucional: Sobre el artículo 155 CE (y sus medidas)

 

“El estado de sitio en París fue la comadrona de la Constituyente en sus dolores republicanos del parto”

(Karl Marx, El 18 Brumario de Luís Bonaparte, Ariel, 1982, p. 35)

 

La teoría constitucional reciente apenas ha dedicado atención a la excepción constitucional. Esta relativa desatención obedece a causas obvias: en las últimas décadas los países de Europa Occidental, salvo puntuales sobresaltos, han vivido en el marco de una normalidad constitucional. Esa normalidad solo se ha visto rota por los más recientes atentados del terrorismo islámico, que ha obligado a algunos países a adoptar medidas excepcionales que, en algunos casos, se han insertado en el sistema (Estados Unidos) o prologando en el tiempo (Francia). Las medidas de excepción en el Ulster (Reino Unido) quedan más lejos. La quiebra de esa normalidad se ha producido, por tanto, en contadas ocasiones. No es un efecto extraño esa desatención doctrinal, puesto que la teoría florece cuando la necesidad apremia.

La excepción constitucional parecía, por tanto, haberse convertido en una reliquia o una singularidad que pocas veces se aplicaba en los Estados constitucionales. Frente a su frecuente uso en el período de Entreguerras y con anterioridad a la Primera Guerra Mundial, daba la impresión que las situaciones de excepción constitucional habían quedado definitivamente enterradas por un normalidad constitucional que había venido (o eso pensábamos) para quedarse. Pero esa percepción solo es verdad (a medias) si se opta por un concepto estricto de excepción constitucional acotado a las soluciones fuertes que el ordenamiento constitucional ofrece frente a situaciones de grave crisis constitucional. Pero ello no ha sido óbice para que se hayan dado, asimismo, otras muchas situaciones de carácter excepcional (o extraordinarias) en el ámbito normativo (uso y abuso de la figura del Decreto-Ley, por ejemplo). Y otras tantas más, que ahora no procede citar.

La evolución de las excepciones constitucionales en otros países occidentales (pues esto tampoco es una “excepción española”) ha conducido a ciertos autores (por ejemplo, a Giorgio Agamben) a considerar que “el estado de excepción se ha convertido en regla” (por ejemplo, la «legislación de excepción» emanada del Ejecutivo). En efecto, la excepción constitucional, en cuanto técnica incorporada al texto de la Constitución, ofrece una dimensión ambivalente. Paradójicamente, aun siendo excepción, hay ocasiones en que se ha “normalizado” (véase la aplicación del artículo 161.2 CE). Los instrumentos excepcionales fuertes, sin embargo, no se han aplicado en España durante la vigencia de la Constitución de 1978. Solo se ha declarado una vez el estado de alarma, que no puede considerarse una versión fuerte de las medidas de excepción. Sin embargo, entre hoy y mañana (26 y 27 de octubre) el Senado dará luz verde a un conjunto de duras medidas solicitadas por el Gobierno en relación con el incumplimiento de las obligaciones constitucionales realizado por la insurrección manifiesta de las instituciones de la Generalitat de Cataluña en las últimas semanas. Tras días y horas de incertidumbre, ya no parece haber vuelta atrás. Y no creo que quepa celebrarlo, bajo ningún concepto. Y sobre todo por lo que diré.

La normalidad constitucional predica la aplicación de la regla, mientras que, paradójicamente, también los propios enunciados constitucionales acogen la excepción. La excepción es, por tanto, norma constitucional que actúa en determinadas circunstancias. Pero norma constitucional atípica o “anormal”, como la situación que pretende enfrentar. Las dificultades comienzan a la hora de identificar ese extremo: ¿cuándo se produce el hecho habilitante que da pie a la entrada en juego de la excepción? El Derecho, también el Derecho Constitucional, puede intentar ser muy preciso, pero en estos casos suele jugar, por la naturaleza de las cosas, en un terreno ambivalente en el que la discrecionalidad política tiene amplio recorrido. La Constitución misma admite paréntesis o cesuras en sus efectos institucionales que juegan como excepción. La excepción siempre tensa, especialmente el conjunto del texto normativo y su propia armonía. Es un elemento extraño que dormita plácidamente hasta que fruto de la necesidad (como expone, Gomez Canotilho) irrumpe en la escena con fuerza difícil muchas veces de controlar. Lo mejor es no aplicarla nunca.

En la excepción constitucional se aloja una evidente aporía. La excepción, como decía, se halla en la propia Constitución, pero a su vez sirve para contradecirla, siquiera sea temporalmente y en circunstancias (siempre las circunstancias) determinadas. Se plantea, así, una cuestión nada menor, la de determinar si el estado de excepción (o la excepción constitucional) es un fenómeno interno o externo al ordenamiento jurídico, puesto que se adhiere a este, pero a su vez excepciona el mismo. Este complejo problema ha sido tratado magistralmente por Girogio Agamben, quien al respecto expone que “si lo propio del estado de excepción es una suspensión (total o parcial) del ordenamiento jurídico, ¿cómo puede integrarse tal suspensión en el orden jurídico?”. Pregunta oportuna. De ahí no es fácil deducir las enormes complejidades que plantea la excepción constitucional para ser objeto de contraste y análisis por el Derecho, pues también es Derecho, pero de excepción. Todo ello no es difícil deducir que nos conduce a los límites. Sin embargo, que tengamos esa vía de salida tampoco está claro que ese camino nos conduzca a soluciones unívocas, si no todo lo contrario. En cualquier caso, habrá que intentarlo.

Sin duda, en este planteamiento del uso de fórmulas excepcionales trasluce si ambages el estado o principio de necesidad que, como se ha visto, está detrás de todas esas manifestaciones o herramientas de corte excepcional recogidas en el propio ordenamiento jurídico. La teoría político-constitucional de la excepción constitucional se ha hecho siempre partiendo de las expresiones más fuertes (lo que en nuestro caso serían el estado de excepción y el estado de sitio, de conformidad con lo establecido en el artículo 116 de la Constitución), pero hay muchos grados de intensidad y manifestaciones plurales de tales excepciones constitucionales, entre las que sin duda se encuentra el artículo 155 de la Constitución, sobre el que me detendré al final de esta entrada. Aparentemente más leve, pero de estructura abierta. Y su aplicabilidad, como todo en la excepción, depende de las circunstancias, de los hechos que provocan su puesta en acción. Como decía Duguit, un medida de excepción es «un concepto altamente subjetivo», aunque se pueda pretender objetivar.

Carl Schmitt, de forma incisiva, en su obra Ensayos sobre la dictadura, hurgó en la herida de las expresiones excepcionales más fuertes. Así observaba cómo en el estado de excepción Estado y Derecho en cierto modo se escinden: “El Estado sigue existiendo, mientras el Derecho desaparece”. Se produce en cierto modo una suerte de suspensión o intervención, según el grado de intensidad de las medidas adoptadas, de la Constitución o del sistema jurídico, pero siempre con la justificación objetiva de garantizar o salvaguardar su existencia. Esa es la aporía que, como se decía antes, se esconde detrás de las medidas excepcionales fuertes recogidas en cualquier Constitución. Por tanto, también es cuestión de grados, de intensidad y de extensión temporal, aspectos todos ellos de indudable importancia en este análisis. Asimismo, de proporcionalidad y límites, entre otras muchas cosas (como la interpretación holística o integral de tales medidas en el marco del sistema constitucional en su conjunto).

Pero la clave de la excepción constitucional es que, como bien señala Carl Schmitt, “el caso excepcional no se puede delimitar rigurosamente”. Este autor, fiel a su planteamiento de la decisión política como elemento central de su teoría constitucional, añade lo siguiente: la excepción constitucional “no se trata, por consiguiente, de una competencia”. Todo lo más, concluye, “la Constitución puede, a lo sumo, señalar quien está llamado a actuar en tal caso”. La Constitución regula, por tanto, procedimientos (aspectos formales), pero los contenidos materiales no pueden ser objeto de su tratamiento, lisa y llanamente porque la situación excepcional es impredecible a priori. Dependerá (volvemos siempre a lo mismo) de las circunstancias, del contexto: ¿qué estado de necesidad impone acudir a tales medidas excepcionales? Una de las características más acusadas de la excepción constitucional, como también expuso brillantemente Agamben, es la de “estar-fuera y, no obstante, pertenecer; esta es la estructura topológica del estado de excepción”.

Pero la tesis de Schmitt fue escrita en el período de entreguerras y construida a través de la idea de que “soberano es quien decide el estado de excepción”, que abre su libro de Teología política. La excepción constitucional y soluciones fuertes como elementos de una misma ecuación. Hoy en día, la excepción constitucional, al menos en sus expresiones duras, está menos transitada, como se ha dicho. Pero en este complejo y volátil mundo globalizado, con un retorno cada vez más intensos de expresiones políticas de momentos pretéritos (populismo de derechas e izquierdas, nacionalismo, movimientos xenófobos, etc.), nada nos dice que también en contextos europeos de normalidad institucional, no sea en algún momento necesario recurrir al uso de esos mecanismos de excepción previstos en las Constituciones de los países miembros o en los Tratados de la Unión Europea (piénsese en algunos países del Este, en la mente de todos).

Cabe recordar que cuando Hitler llega al poder e implanta un estado de excepción permanente, la República de Weimar había vivido ya innumerables episodios de declaración del medidas excepcionales. Así, tal como recuerda Agamben, “los gobiernos de la República, empezando por el de Brüning utilizaron permanentemente –con una pausa relativa entre 1925 y 1929- el artículo 48 de la Constitución de Weimar, proclamando el estado de excepción y promulgando decretos de urgencia en más de 250 ocasiones”. Tal como expone ese mismo autor, “el fin de la República de Weimar muestra con claridad que una ‘democracia protegida’ no es una democracia y que el paradigma de la dictadura constitucional funciona más bien como una fase de transición que conduce fatalmente a la instauración de un régimen totalitario”.

Tal vez la tesis sea excesiva y no sea trasladable a nuestro contexto actual, aunque conviene tomar nota de que las medidas de excepción, por su propio carácter y su alcance material indefinido (la alta indefinición de sus contornos que admiten amplios espacios de discrecionalidad), pueden representar alteraciones constitucionales (o, en nuestro caso, también estatutarias), en principio no visibles (o sí), pero que se pueden quedar insertas en el funcionamiento cotidiano del sistema o alterar su normal funcionamiento (a través de esa “normalización atípica de la excepción”), al menos durante algún tiempo. Hacer convivir excepción con normalidad institucional no es un terreno fácil, probablemente sea un campo de minas. Al margen de su mayor o menor intensidad, según los casos, las experiencias de aplicación del derecho de excepción claramente conduce al fortalecimiento del Poder Ejecutivo y al correlativo debilitamiento del Legislativo. La clave del funcionamiento razonable del modelo radica, en última instancia, en que el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional, en su caso, puedan actuar como contrapesos efectivos de ese debilitamiento inevitable del sistema de controles políticos; pero su actuación es jurídica y sus parámetros de control, por lo común, serán únicamente a través de principios o del cumplimiento de las exigencias formales. La norma constitucional de excepción es enormemente escurridiza a un pretendido control de constitucionalidad o de legalidad, pues “está y no está en el ordenamiento constitucional”.

La excepción constitucional pretende dar respuesta, por tanto, a una anomalía o alteración en el funcionamiento normal de las instituciones. La anomalía o alteración constitucional puede ser institucional, puntual o temporal. Su configuración normativa nos conduce habitualmente a una suerte de “válvula de escape” o mecanismo de defensa del Estado o de la propia Constitución (según la gravedad de la anomalía o de la alteración padecidas). En sus manifestaciones más fuertes ha sido identificada como “protección extraordinaria de la Constitución”, justo cuando fallan los mecanismos ordinarios de garantía de esta. Lo extraordinario como solución o alteridad de lo ordinario. La finalidad de su uso siempre se conecta con la salvaguarda del orden constitucional o, al menos, con una difusa protección del “interés general”, que es una cláusula habilitante de contornos muy imprecisos y que puede dar lugar a interpretaciones expansivas. Los presupuestos habilitantes de la intervención pueden estar más o menos tasados, pero siempre el ámbito de indeterminación material será uno de los elementos distintivos del enunciado normativo. No puede haber otra solución, aunque se haya intentado de forma constante enmarcar y racionalizar su uso, como así se hizo en el constitucionalismo de la postguerra tras los excesos vividos en el pasado. De ahí vienen sus riesgos de una aplicación poco ortodoxa, que siempre es más factible que cuando existen reglas claras y precisas o reina la normalidad, por muy perturbada que esta sea.

Para evitar esos males, las Constituciones de la postguerra son más concretas al regular tales excepciones y recurren sobre todo al legislador para que configure sus contornos (así lo hace, por ejemplo, el artículo 116 CE). Pero eso no siempre es así, y en ocasiones el enunciado constitucional que prevé medidas excepcionales solo norma procedimientos y cláusulas generales de intervención, esto es, un presupuesto habilitante de carácter genérico (ese es el caso del artículo 37 de la Ley Fundamental de Bonn  o del artículo 155 CE). En este caso los problemas de deslinde material son más complejos, pues la estructura abierta de la norma permite amplios espacios de discrecionalidad, que solo pueden ser acotados por una compleja operación de interpretación del ordenamiento constitucional en clave finalista e integral, atendiendo a las especiales circunstancias que animan su aplicación.

La historia nos muestra, sin embargo, cómo en no pocas ocasiones esas situaciones de excepción adoptadas como soluciones fuertes son la antesala de un desmoronamiento del Estado Constitucional o de una transformación del mismo en clave -tal como he dicho- del fortalecimiento del Poder Ejecutivo y de debilitamiento notable de los poderes legislativo y judicial, así como de la centralización del modelo territorial o la multiplicación de tendencias centrífugas que pueden poner en cuestión la propia existencia del Estado. El agotamiento constitucional es el síntoma de la multiplicación de las excepciones constitucionales fuertes. Un preludio, tal vez, de cambio de sistema o, al menos, del hundimiento del estado de cosas existente. La teoría constitucional, como recuerda Friedrich, “permanece aprisionada en el círculo vicioso en virtud del cual las medidas excepcionales que se trata de justificar para la defensa de la constitución democrática son las mismas que conducen a su ruina”. Como expone lapidariamente este msmo autor: “No hay ninguna salvaguardia institucional capaz de garantizar que los poderes de emergencia sean efectivamente utilizados con el objetivo de salvar la constitución”. Las medidas excepcionales -como recuerda Agamben- no pueden nunca transformarse «en técnica de gobierno». Siempre puede haber objetivos espurios nunca formalizados.

Y en relación con el artículo 155 de la Constitución (tan de moda, desgraciadamente, en estos momentos) cabe determinar ¿qué tipo de medidas excepcionales pueden adoptarse con cobertura en tal precepto constitucional?

Como han reiterado las opiniones doctrinales (muy numerosas últimamente y no menos variopintas) que se han aproximado al análisis del artículo 155 CE, este precepto está inspirado en el artículo 37 de la Ley Fundamental de Bonn, del que traslada parte de su contenido (si bien allí nunca se ha aplicado, pues el principio de lealtad federal y los mecanismos de integración funcionan), aunque con algún añadido nada irrelevante. Debe ponerse de relieve, de inmediato, que las medidas que se puedan adoptar con cobertura en tal artículo de la Constitución no son “ordinarias”, sino excepcionales. Y este es un dato nada menor, porque, con mayor o menor calado, perturbarán de modo inevitable el funcionamiento ordinario del sistema institucional afectado y se convertirán, guste más o guste menos, en el injerto de “un cuerpo extraño” en el regular desarrollo del modelo organizativo-institucional sobre el cual se despliegan. Bien es cierto que con muchos matices. Pues la textura abierta del enunciado constitucional es, sin duda, innegable.

Se trata, además, de un artículo constitucional que no llama expresamente al legislador para su desarrollo y que, en consecuencia, no ha sido objeto de desarrollo legal alguno. Hay, en efecto, un innegable vacío a la hora de intentar definir cuáles son aquellas “medidas necesarias” que el Gobierno, previa aprobación de la mayoría absoluta del Senado, pueda aplicar en cada caso. El enunciado abierto de esta norma constitucional excepcional se ajusta precisamente a aquel tipo de norma cuyos límites no están precisados y en el que la discrecionalidad política es, en principio, amplia; al menos más amplia que en otro tipo de supuestos, siempre que se cumpla con el presupuesto de hecho habilitante de su activación (“Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España (…)”).

Pero el horror vacui no solo procede de sus vagos contornos o de su indeterminación material en lo que afecta a las medidas aplicables (que deberán ser idóneas, adecuadas y proporcionadas a la situación que se deba reparar o encauzar) y que algunas interpretaciones limitan solo a “instrucciones”, sino que viene explícitamente de que se trata de una medida excepcional que no tiene precedente; esto es, que nunca se ha aplicado en ningún tipo de supuestos (aunque se cita el precedente canario, que no se llegó a activar realmente), tampoco en Alemania. Dejemos de lado el precedente de la II República, puesto que, sin bien ha sido tomado como modelo (por ejemplo en el Informe de varios Letrados del Parlamento de Cataluña) su diseño institucional, sus presupuestos normativos y su finalidad es radicalmente diferente.

Así las cosas, no cabe extrañarse de que en torno a ese precepto y sus posibilidades operativas haya un intenso debate jurídico-constitucional, con opiniones para todos los gustos. Se ha llegado a afirmar que eso dice muy poco de la consistencia argumental del Derecho Constitucional español, pero con frecuencia se prescinde de que una medida de excepción no se ajusta a parámetros convencionales de control de constitucionalidad, menos aún de carácter material, pues dependerá de la necesidad que pretenda afrontar (gravedad de los hechos que haya que reconducir). Además, no se debe olvidar que el tiempo político y el de la justicia tienen relojes distintos. La excepción es factual, inmediata, la medida de control diferida, tardía. Es un juego, también, de cálculo político.

Se ha puesto en cuestión, por ejemplo, que aquellas medidas que pretenden el cese de los miembros del Gobierno de la Generalitat no pueden encontrar acomodo en ese precepto, como tampoco se justificaría la convocatoria de un proceso electoral, dado que ello vulneraría las previsiones recogidas en el Estatuto de Autonomía. Por no decir otras tantas más. Ciertamente, el artículo 155 CE no prevé expresamente la destitución de autoridades ni tampoco la suspensión de la autonomía, solo en principio unas laxas medidas de «intervención» para obligar al cumplimiento forzoso de lo incumplido, pero cabe insistir en que el enunciado constitucional es tan abierto que la adopción de las medidas que se adopten deberán ser proporcionadas a la gravedad del incumplimiento y, asimismo, a la actitud reiterada de los receptores de las mismas de ajustarse o no a las “instrucciones” emanadas. Un incumplimiento frontal de tales instrucciones justificaría la adopción escalonada y proporcional de medidas que preserven el fin constitucional para el que se ha establecido esa intervención excepcional. La proporcionalidad y, sobre todo, la gradualidad, es el mejor método de casar lo difícilmente compatible: la norma excepcional con la vida constitucional (o estatutaria) normalizada. Siempre la maldita aporía, de estar dentro y a la vez fuera de la Constitución. Aún así, el principio de prudencia constitucional en la adopción de medidas excepcional debería guiar la articulación escalonada de las medidas de intervención. No ha sido así, ante la gravedad de los incumplimientos pasados (y algunos presentes), se ha optado por una línea más directa, sin escalonar su aplicación, fulminante, dura. A la yugular. Tal vez convendría diferenciar entre dureza y firmeza. Y optar por esta última más que por la primera. Pero es materia opinable.

La batalla está plantada en esos términos. También se suscitará en definir hasta qué punto hay límites externos al propio enunciado de la Constitución que operan como barrera insalvable de la aplicación de algunas de las medidas propuestas. En todo caso, tanto el Tribunal Constitucional como el Poder Judicial no lo tendrán fácil. Deberán ponderar si realmente las circunstancias exigían la aplicación de ese precepto constitucional y, sobre todo, si las medidas adoptadas son proporcionadas y no había otras alternativas que hubiesen podido alcanzar el mismo resultado con menor sacrificio.

Ya no hay tiempo de corregir. Pero creo honestamente que hubiese sido mucho más adecuado y proporcional graduar temporal y escalonadamente las medidas en función de la reacción que mostraran los destinatarios de aquellas y no prever soluciones más traumáticas o de intervención directa salvo en aquellos supuestos en que la desobediencia fuera manifiesta y reiterada, pero en el marco del procedimiento iniciado y no por las circunstancias anteriores o presentes. En este caso, la estructura abierta del enunciado constitucional y los fines para los que estableció, quizás pudieran justificar una intervención más contundente con el objetivo de garantizar esa “protección del interés general” cuando ya el cumplimiento forzoso de las instrucciones emanadas hubiese encontrado (como era de prever) el muro de acero de la absoluta desobediencia o de la marcada insurrección. La política también requiere tiempo y las medidas de excepción llaman a la prisa. Son un atajo constitucional que solo cabe adoptar cuando definitivamente y sin remedio alguno se han cerrado todas las puertas, lo que conduce a la necesidad de acudir a un procedimiento excepcional como el establecido en el artículo 155 CE, que quiebra (con mayor o menor intensidad, según su uso) la normalidad constitucional (y estatutaria).

Toda medida de excepción, como también recuerda Agamben, se mueve en una “zona ambigua e incierta, donde procedimientos de hecho, extra o antijurídicos en sí mismos, se convierten en Derecho y donde las normas jurídicas se indeterminan en mero hecho; un umbral pues en el que el mero hecho y el Derecho parecen hacerse indecidibles”. De esos contornos tan evanescentes y de ese trasiego entre hechos y Derecho es donde derivan los riesgos de la excepción constitucional. De no aplicarse con exquisita corrección (algo que no suele darse en esos contextos) o de cometerse excesos (muy fáciles de producirse en esas circunstancias de excepción), las medidas excepcionales, tal como decía, pueden ser la antesala de la destrucción del propio sistema constitucional al que tratan de defender o proteger. Tengamos, por tanto, cuidado exquisito de que un quebrantamiento claro y evidente del orden constitucional por parte de las instituciones catalanas, no se transforme en la puerta que abra -en expresión de Carl Schmitt- un proceso de destrucción de la Constitución, que se quiere defender. Ya lo dijo Marx en la cita que abre este trabajo. Una paradoja más de la excepción constitucional. Que siempre nos sorprende. Y nos puede llegar a dejar mudos. Tal vez se busque eso y que, por tanto, la trampa mortal tan perseguida por el independentismo mártir (también por los «morados/rojos/adanistas de Iglesias») surta efectos. De momento, ya se ha mordido el anzuelo. Que no nos arrastre.