Autor: rafaeljimenezasensio

LA CIVILIZACIÓN DE ESPAÑA

 

Solo la casualidad ha querido que este sugerente libro, La civilización de España, cuyo autor es J. B. Trend, publicado inicialmente en 1943 y editado ahora en Renacimiento (2024), haya caído en mis manos. Por un lado, me lo regaló Alicia, mi mujer, quien oyó hablar entusiásticamente de la citada obra en un programa televisivo avanzada la noche, cuando la inmensa mayoría de la población duerme y casi nadie escucha; porque leer, lo que se dice leer libros, en este país es un verbo que apenas se conjuga, salvo por un segmento muy reducido de la población, principalmente femenino. Sin embargo, esta obra que se reseña debería ser leída por todos aquellos a quienes les preocupe este país y quieran saber algo más de dónde venimos, quizás para saber responder dónde estamos y, sobre todo, hacia dónde vamos. Sin duda, es lectura recomendable en los institutos y colegios, por no decir también en las universidades, de todo España, sin excepciones. Aprenderían mucho quienes lo hagan. Aunque no compartan todo.

Por otro lado, es casual asimismo que su aparición coincida con un compromiso editorial, que si todo va bien verá la luz el próximo mes de septiembre. Al hilo de ese empeño editorial, leí en su día la obra de Alberto Jiménez Fraud, editada en 1973 por Taurus, sobre la generación de 1868, atraído por las buenas referencias que José Luis Abellán daba de este autor y su obra en su monumental trabajo Historia Crítica del Pensamiento Español. Debo reconocer que me cautivó el enfoque aquella obra, a medio camino entre el ensayo de crítica literaria y la semblanza de los autores de esa pretendida “generación”, en concreto de Juan Valera, Benito Pérez Galdós (a quien ensalza sobremanera) y Pereda, entre otros. Tal libro nació de unas conferencias impartidas en la Universidad de Cambridge el año académico 1953-54. Para quien no lo sepa, Jiménez Fraud había sido largo tiempo director de la Residencia de Estudiantes y, tras la guerra civil, emigró al Reino Unido, y fue profesor de las universidades de Cambridge y Oxford, gracias al profesor Trend a quien había conocido en España; pues, en sus largas estancias en nuestro país, este último se refería a la Residencia como “mi colegio en España” (“Introducción” de William Chislett, al libro La civilización de España, p.11).

Como nos relata Chislett, Trend fue un hispanista y musicólogo inglés, así como primer catedrático de español en Cambridge, que vino a España en 1919, con la finalidad de explorar géneros musicales y se quedó prendado de este país. Aquí conoció a Lorca y a Manuel Falla, con quien mantuvo correspondencia hasta 1936. Pero tuvo muchos amigos de la élite intelectual de aquellos años, tales como Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Américo Castro o el propio Jorge Guillén, además del citado Alberto Jiménez Freud. Además, Trend, si bien no acreditaba conocimientos de español, lengua que aprendió en sus reiteradas visitas a nuestro país, había publicado varios y magníficos libros sobre España, lo que le valió obtener, contra pronóstico, la cátedra de Cambridge en 1933. Su compromiso con España y con la República se incrementó más aún. Aunque su amor al país le venía de lejos. Fue un ardiente defensor de Francisco Giner de los Ríos y de la Institución Libre de Enseñanza, a quienes dedicó una atención especial en sus obras, también en este libro que se reseña. Su primer libro publicado en inglés en 1921, Retrato de la España Moderna: Sus hombres y su música, “está dedicado en muchos aspectos a Cataluña”; también a Giner y los institucionistas. Y allí decía: “La cuestión de Cataluña es principalmente, si no enteramente, una cuestión de dinero”. Su compromiso republicano llegó a tal grado que, tal como se dice en la Introducción de la obra, “en protesta por la victoria de Franco, y por respeto a sus numerosos amigos republicanos, Trend nunca regresó a España”.

La cualidad fundamental de esta obra que ahora se reseña reside en la extraordinaria capacidad del autor para sintetizar en 200 páginas la historia de las civilizaciones que poblaron lo que hoy conocemos como España, desde los celtas e íberos, pasando por los fenicios y griegos, cartagineses y, con especial atención, a los romanos, y llegar hasta el siglo XX. Pone de relieve las dificultades que los romanos encontraron para conquistar España. Entrevera desde el inicio del libro los hechos históricos con la cultura y rasgos de los pueblos que conformaban esa Península. Se detiene, por ejemplo, en la “escuela peculiar de escritores que floreció en Córdoba, ciudad magnífica en la época romana, lo mismo que lo fue bajo los musulmanes”. Entre los autores del momento cita a Marcial, Lucano, Séneca y Quintiliano, este último “procedía del Valle del Ebro (realmente, de Calahorra) región de sobriedad, obstinación y sentido común”. Un capítulo esencial en esta obra es el dedicado a las provincias musulmanas, con especial atención a Al-Ándalus. Muy interesante es su apreciación de que “con el tiempo los musulmanes de España, llegaron a ser tan españoles como los mismos cristianos”. Y lo expone en los siguientes términos: “Había musulmanes españoles y cristianos españoles; pero todos eran españoles y lo que hicieron y pensaron pertenece de igual manera al mundo español. España no es solo la España cristiana”. El pensamiento hispánico musulmán y judaico, no solo el cristiano, es objeto de su atención: dedica atención a Avempace, a Ibn Tofail, así como a Averroes, y a los filósofos judíos Ben Gabirol y Maimónides. Con la toma de Córdoba y de Sevilla en el siglo XIII, no quedó más que el reducto musulmán del Reino de Granada y sus costas adyacentes. Tras la rendición de este último, y el incumplimiento de lo pactado por el cardenal Cisneros que, en 1499, “obligó a todos a quemar sus libros árabes”. Tal como se dijo: “Quería aniquilar el testimonio de siete siglos de cultura musulmana en un solo día; o “purificar con el fuego antes que con el agua”. Las consecuencia económicas y sociales fueron devastadoras. El fanatismo y la intolerancia religiosa hacían acto de presencia.

Muy interesante, asimismo, es el capítulo dedicado a los reinos cristianos. Según se expone, “antes de que la religión se convirtiese en arma política candente, los cristianos españoles encontraban la manera de convivir con sus vecinos musulmanes y judíos”. Luego llegó la fatídica expulsión de los judíos y luego de los moriscos, preludio de lo que sería siglos después la gran decadencia de España. Antes, sin duda, el poder dominante en la Península se reflejaba en una suerte de “Estados balcanizados”, que se fueron reconduciendo de forma muy compleja hacia una aparente unidad, asentada básicamente en la Corona, no en otros ámbitos. Sugerente es la primacía que en la España romana ya adquirió el municipio, que luego fue fortalecido mediante fueros en la era medieval, y particularmente la tesis del autor de que “el gobierno representativo no empezó en Inglaterra sino en España. Y pone varios ejemplos tanto de las Cortes de León (1188) como de Huesca (1162), con algunos precedentes. La parte del libro dedicada a la Monarquía y el Imperio arranca, como es obvio, con los Reyes Católicos, indicando que fue la religión la fuerza unificadora que pretendió mantener la cohesión. Como también surgió en otras partes de Europa, pone el ejemplo de los Tudor, “la intolerancia era despierta y movida, enérgica y expansiva”. La diferencia, que no cita, es que en España la guerra de religiones se cortó de raíz en sus inicios y dio origen a la intolerancia; mientras que en otros países europeos la tolerancia, como ejercicio de síntesis, se terminó imponiendo, no sin indudables excesos. Y con esa bandera religiosa, así como con la de la lengua que acompañaba a aquella se llevó a cabo la colonización de América, donde el autor pone de relieve algunos claroscuros. Y nos dice, por ejemplo, que “Pizarro no era solo brutal: era insensato”. Pero también destaca la labor de Vasco de Quiroga o de Bartolomé de las Casas, aunque este último, con “su apasionada extravagancia (…) contribuyó más que nadie -con la excepción de Guillermo de Orange- a difundir la ‘leyenda negra’ de la crueldad y fanatismo españoles”.

Muy interesante es el escueto tratamiento del reinado de Carlos V, con sus desacertados primeros pasos y su ataque a las Cortes y leyes del país, que ocasionaron la rebelión de los Comuneros, que fue finalmente derrotada: “La tragedia de los Comuneros fue la misma de todos los movimientos reformadores en España: la ambición, el desorden, la tardanza, la falta de unidad, la traición del apoyo aristocrático, de una parte y, de otra, la tendencia a la violencia extremista”. El autor se adentra luego en el reinado de Felipe II, muy distinto al de su padre, con su pretensión imposible de controlar todo con un resultado claramente adverso: “España había conseguido el dominio del mundo, pero sus arterias comenzaban a anquilosarse”. El papel de la Inquisición y la intolerancia imperante, hicieron el resto: “Así se preparó el camino para aquel aislamiento de España que tuvo tan desastrosos efectos en su ulterior desarrollo”.

Sin embargo, Trend combina de forma sublime política y cultura (pensamiento, arte, literatura y música), poniendo de relieve que España también vivió su “Siglo de oro”, si bien es cierto -aunque tampoco lo dice- coincidiendo paradójicamente con una etapa de apogeo de la Inquisición. Las grandes obras de la literatura española como La Celestina, El Quijote, el pensamiento erasmista de Juan Valdés, el Lazarillo de Tormes, las comedias de Lope de Vega, la obra de Calderón de la Barca, el pensamiento de Santa Teresa de Jesús, por solo traer a colación algunos ejemplos, desgranan los comentarios del autor británico. Pero también la pintura es objeto de su atención, poniendo el foco de forma sublime en el sublime cuadro del Greco, El entierro del conde Orgaz, “con su grupo de caballeros neuróticos vestidos de negro, rodeados de curas y frailes”, donde a su juicio encontramos “un sentido de frustración”, que abre la fase de la decadencia de España. Contrapone a partir de ahí el autor dos miradas sobre España, la de Menéndez Pelayo, tradicional-conservadora, y la de Ramón y Cajal, que veía al país desde el punto de vista de la ciencia, y consideraba que el nuestro “no era un país ineducado y su ignorancia era la consecuencia de su pobreza”. Cajal, según el autor, reconocía que “la exageración de la religiosidad había sido una de las causas de la decadencia”, tesis que mucho más depurada había sido ya expuesta por algún otro autor decimonónico. Maneja Trend la tesis del “orgullo castellano”, que no es solo de aquella época, sino que trasluce ya en la etapa de su análisis de la ocupación romana, como el propio autor reconoce. Otro insigne escritor decimonónico precisó esas mismas tesis con enorme rigor:  

“La enfermedad estaba más honda (…) fue una fiebre de orgullo, un delirio de soberbia que la prosperidad hizo brotar en los ánimos al triunfar después de ocho siglos en la lucha contra los infieles. Nos llenamos de desdén y fanatismo judaico. De aquí nuestro aislamiento del resto de Europa (…) Merced al desdén ignorante y al engreimiento fanático, cuando en el siglo XVIII despertamos de nuestros ensueños de ambición, nos encontramos muy atrás de la Europa culta, sin poder alcanzarla, y obligados a seguirla a remolque

En fin, tras el fiasco de los Austrias y los titubeantes pasos iniciales de los Borbones, llegaron las reformas de Carlos III, o su pretensión de llevar a cabo “una revolución desde arriba”, que no dieron los resultados queridos y, en todo caso, a su muerte, Carlos IV, ese “ignorante imbécil que Goya caricaturizó en sus retratos”, deshizo toda la obra anterior y sumió a España en otra era oscura, alimentada con fervor despótico por ese rey felón que fue Fernando VII, luego profundizado por el reaccionario afán de retrotraer a España a los tiempos más oscuros que pretendió la insurrección carlista. Se adentra así el breve relato de Trend en el siglo XIX. Y lo hace de la mano, primero, de Valera, con el desencanto revolucionario del protagonista de su novela El comendador Mendoza, y con mucho más detenimiento con “las grandes novelas de Galdós”, particularmente los Episodios Nacionales, que cita profusamenteReconoce que España no había tenido un siglo XVII y XVIII a la altura de otros países europeos. Su declive y aislamiento fue manifiesto. Y ello no podía pasar en el siglo XIX, pero en buena medida también sucedió. Tampoco analiza sus causas. Se recrea el autor con la obra de Larra, con esa satírica descripción de una sociedad española “brutalizada”, con una clase media encogida, y una clase alta “deslumbrada por lo extranjero”, pero impotente para fortalecer una sociedad política que solo disponía de “casi instituciones”, realmente de un sistema -como describió lúcidamente Galdós- “sin sólidas instituciones”. El movimiento romántico, como prematuramente descubrió Serafín Estébanez Calderón era un mal remedio para una España que necesitaba mano firme y no tenue.

La España moderna cierra el libro. Y aquí el autor vuelve a su vieja obsesión por el trascendental papel de Francisco Giner de los Ríos en su afán por modernizar España a través de la educación (Institución Libre de Enseñanza), actuando al margen de la política. Había que educar a todos, también a las clases gobernantes, que, a pesar de estar entonces nutridas de notables, y no repletas de numerosos ignorantes como por desgracia tenemos hoy en día, también requerían romper ese molde caciquil en el que cómodamente vivían (y viven), denunciado por Costa. Relevante es la conversación que reproduce el autor entre Francisco Giner y Joaquín Costa a cuenta de un poema que hablaba de la Castilla desertizada, los campos yermos, soldados desnudos y nobleza descalza, con el pueblo convertido en mendigo:

–       Giner, esto es España //–  No, Joaquín -contes // Giner: esto era España; ahora es distinta // –       Giner, hace falta un hombre // –       Joaquín, lo que hace falta es un pueblo

Luego el libro se desliza con referencias a la obra de Unamuno, Federico García Lorca, Valle-Inclán, Antonio Machado, etc. Y pone de relieve que esa España “moderna fue dispersada en 1939”. Volvíamos a las tinieblas. El eterno exilio era el destino de buena parte de la inteligencia. El fracaso del liberalismo político (concepto que estira el autor hasta límites poco precisos, al contraponer dictadura a liberalismo), que solo lo sitúa en intelectuales como Giner y Costa (podría añadir muchos más), dio pie a una República llamada a resolver problemas “delicados y de profundas raíces”, tal vez en demasiado corto espacio de tiempo y con un contexto internacional e interno adverso, como había pasado en otros momentos de nuestra Historia. A su juicio, la España republicana “no solo heredó una defectuosa tradición parlamentaria, sino una burocracia de poca corpulencia e ineficacia”. Tampoco fue “un experimento ininterrumpido de liberalismo progresista”, pues se dividió nítidamente en tres momentos políticos. Insiste finalmente Trend en los dos problemas territoriales de la España del momento en el que escribió su obra (Cataluña y el País Vasco), donde marca sus diferencias.

Y concluye con algunas ideas que no dejan de tener innegable actualidad. De ellas, destacaré dos. La primera: “La unidad política (de España) no puede ser lograda ignorando las diferencias”. Y la segunda: “España necesita una administración flexible basada en la realidad, cuidadosamente equilibrada entre autoridad central y la local, tal como la Península no ha conocido desde la época romana”. Ni que decir tiene que el franquismo fracasó estrepitosamente en la primera vía; y el régimen constitucional de 1978, que comenzó su andadura con el objetivo de pretender ese equilibrio nunca alcanzado, está perdiendo pie en las últimas décadas. España sigue dirimiendo su futuro entre una falsa e impracticable unidad que ahoga las diferencias, y una heterogeneidad fáctica, si bien desordenada, que nunca parece hallar el imprescindible equilibrio de una autoridad central que le dé armonía. Y ahí estamos. En los mismos términos que dejamos el problema en el pasado. Sin saber nunca cómo desatar ese complejo nudo.   

REGENERACIÓN POLÍTICA EN ESPAÑA: LA MIRADA DE GALDÓS

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(Fotografía cedida por Fernando Escorza Muñoz. Reservados los derechos de reproducción)

«Resulta que la representación del país está, con unos y con otros partidos, en manos de un grupo de profesionales políticos, que ejercen alternadamente una solapada tiranía sobre las provincias y regiones»

(Benito Pérez Galdós, «La España de hoy», El Heraldo de Madrid, 9 de abril de 1901)

Introducción

El Desastre del 98 implicó la eclosión del regeneracionismo en España, un ensayo frustrado de reformar las corruptas instituciones del país y esa forma caciquil tan patológica de hacer política. Su empuje vino, entre otros, de la mano de la Memoria que sobre Oligarquía y Caciquismo presentó Joaquín Costa en el Ateneo de Madrid en 1901, y que dio lugar a un amplio debate académico, intelectual y político. Costa remitió a Galdós la citada Memoria para que examinara su contenido. El escritor canario -como expuso Yolanda Arencibia- se vio, como cualquier otro intelectual del momento con sensibilidad transformadora, influenciado por esa corriente. En verdad, Galdós fue –según  expongo en el libro El legado de Galdós, Catarata, 2023- un regeneracionista avant la lettre, pues en su obra anterior a 1898 había reflejado las innumerables lacras de la política española (esa “política menuda”) y, especialmente, el uso y abuso del poder oligárquico, así como también puso de relieve las enormes corruptelas burocrático-administrativas y el mal uso del poder (recomendaciones, favores, nombramientos arbitrarios, cesantías, etc.). La mejor descripción de lo que fue y será la política española se encuentra en el episodio Bodas reales.

Muchas de sus novelas previas al cambio de siglo tenían reflejos mayores o menores de esa mala política y de esas lacras administrativas, propias de la corrupción caciquil (Doña Perfecta, La desheredada, El amigo manso, Miau, Realidad, etc.).  Pero, obviamente, fue a partir de principios del siglo XX cuando su compromiso regeneracionista se va haciendo más firme, pero no tanto en su obra (que también), sobre todo en su compromiso político que, a partir de 1907, le une a las filas republicanas. No obstante, como advirtió la profesora Varela Olea, ya en el prólogo a la tercera edición de La Regenta de Clarín su huella regeneracionista se advierte, aunque esta vez llamando a superar nuestro tradicional pesimismo. Los ecos del Desastre del 98 están presentes: «No son los tiempos tan malos ni el terruño tan estéril como afirman los de fuera y más aún los de dentro de casa. Quizás no demos todo el fruto conveniente; pero flores ya hay; y viéndolas y admirándolas, aunque el fruto no responda a nuestras esperanzas, obligados nos sentimos todos a conservar y cuidar el árbol». También en algunos artículos publicados en revistas y periódicos de aquella época surge la vena regeneracionista del autor. Asimismo, en los Episodios nacionales de las dos últimas series, escritos en la primera década del siglo XX, y muchos de ellos cuando su compromiso republicano era más intenso. La huella regeneracionista se advierte asimismo en su teatro posterior a 1898, así como en algunas de sus novelas (El Caballero encantado), pero especialmente en su fábula teatral (como la definiera Sainz de Robles) La razón de la sinrazón y en su obra de teatro representada en 2021 después de su muerte, Antón Caballero. No obstante, Galdós no hizo girar su obra literaria en torno al regeneracionismo, aunque recibió muchas presiones para que su compromiso con esa causa se acrecentara. En verdad, nuestro autor, al describir magistralmente sus lacras, ya era, como se señalaba, un claro renovador de la política y de su “selva obscura” (Emilia Pardo Bazán), que no era otra que la Administración Pública. Su obra anterior y posterior al Desastre así lo confirma.

Veamos un extracto del libro antes citado, que nos muestra una mirada de Galdós ambivalente, entre escéptica y ensoñadora, sobre las posibilidades efectivas de regenerar la política en España.

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Galdós regeneracionista: La razón de la sinrazón (1915).

La razón de la sinrazón se publica en 1915. La obra resalta el fracaso de un modo de hacer política (el tradicional o caciquil). También pone de relieve que los remedios frente a esa política patológica no son fáciles, salvo huir de ella y refugiarse en el Edén de la distancia, que es símbolo, según Atenaida, de la Razón triunfante. Como ella misma concluye: “Somos los creadores del bienestar humano. El raudal de la vida nace de nuestras manos fresco y cristalino; no estamos subordinados a los que lejos de aquí lo enturbian. Somos el manantial que salta bullicioso; ellos la laguna dormida”. Contrapone esta obra, en efecto, la estanqueidad (de la política gubernamental) frente al cambio o las reformas (de quienes se alejan de la corrupción y se erigen en creadores de una nueva pretendida forma de ejercer el poder o los impulsores de una “nueva política” que nunca encontrará acomodo en España); pero el autor no aporta soluciones integrales, sino más bien personales. Así, termina la obra con ese canto a la victoria figurada de la razón frente a la sinrazón. Sin embargo, nada nos permite deducir que, al margen de ese ideal soñado, esa lógica se impusiera finalmente.

En efecto, la obra descansa en la tensión existente sobre la prudencia de Atenaida, custodia de la razón, y el desapego de Alejandro, desencantado de su virtud inicial y que abraza después la sinrazón, lógica implacable bajo la que funcionaba realmente la vida en este país (“tengo pruebas clarísimas de que mi perdición emana de mi apego a la estricta verdad y al insano influjo de los artificios llamados legales”; “la sinrazón es hoy dueña de los humanos destinos”). Alejandro, en su nueva deriva, es tentado por los prebostes del partido (o los caciques) para que asuma responsabilidades de Gobierno como Ministro, lo cual acepta. Pero, una vez en el cargo, bajo las presiones de la cabal Atenaida, a quien finalmente ama y por quien siempre había sido amado, dejará de abrazar la sinrazón política para sumergirse en un idealismo reformador que le conducirá derechamente a ser cesado como Ministro. Relata el protagonista varón cómo sus primeros días en el cargo ministerial fueron de indudable fatiga “… de no hacer nada”. Así se expresa: “En los días que llevo de este ajetreo, mi única labor ha sido atender al cúmulo de recomendaciones que llueven sobre mí”. Aunque acepta estoicamente la situación: “No hay más remedio que complacer a los amigos que nos sostienen en el Ministerio contra viento y marea”. Además de esa “fatiga” inicial, el flamante Ministro recibe un consejo político que debe seguir para que “el torbellino de gobernar y legislar para los amigos” no se detenga: engendrar “un proyecto de ley, de esos que deslumbran a la opinión y embelesan a la muchedumbre”. Pero, antes de aprobarlo, debe consultar su contenido con, Diáscoro, el “jefe indiscutible de nuestra fracción”.

El Ministro es consciente de que necesita hacer algo para justificar su paso por el Gobierno. Pero Atenaida le pone frente al espejo. En primer lugar, le propone unos cuantos nombramientos disparatados de personas incompetentes para cargos oficiales: el hijo de su portera, su zapatero y un familiar, este último como inspector de Ferrocarriles (“es tartamudo y cojo; escribe hijos sin hache y yegua con elle”). Alejandro responde que “lo que me propones es absurdo”. Y Atenaida, protagonista y maestra de inteligencia sublime, le espeta que si está en el bando de la sinrazón es para hacer tales cosas. Todas ellas disparatadas. Así advierte su incongruencia. Y sutilmente le compromete para que impulse un proyecto regenerador, propio de la razón, que supondrá, como es lógico, “una guerra implacable con tus compañeros de Gobierno”. Nace así la idea del proyecto de Ley Agraria, que los patronos del partido rechazan como iniciativa, y le piden cosas más prosaicas en las que los intereses de los poderosos obtengan rédito, como una Real Orden suspendiendo las operaciones catastrales. El Ministro, empujado por la razón de Atenaida, se embarca en un proyecto que establece “la expropiación forzosa de los latifundios, el reparto de tierras entre los labradores pobres, y la reversión al Estado de los predios que no se cultiven”; que los patronos del partido tachan de “legislar en sueños”, y al que se oponen abiertamente, promoviendo su cese. La sinrazón se impone y la razón declina. La política inmovilista siempre gana, la política reformista no tiene recorrido en este país. Atenaida y Alejandro buscan sus felicidad personal regresando a sus orígenes. Dejan la capital política y todas su miserias. Vuelven a su paraíso. Y en ese final abierto de la obra, como bien ha reconocido Romero Marco, Galdós “participa de la utopía regeneracionista”, al mostrar que los graves sucesos surgidos en la capital han supuesto algunos cambios, pero no identifica cuáles, salvo la afectación de la destrucción de algunos edificios, tales como el que era propiedad de uno de los caciques políticos, Dióscoro. Pero fuera cual fuese la intención última del autor, tampoco nos devela nada sobre qué transformaciones hubo ni qué consecuencias tuvieron. Es, como antes se decía, una ensoñación; pero que, leída en el contexto, también evidencia que la política estancada ha sufrido daños, si bien nada apunta a que haya sido finalmente derrotada. Probablemente, cambiará de programa, alterará a los personajes públicos y seguirá con la impostura como eje de actuación. El Galdós más social y reivindicativo, amén de regenerador, aparece en esta obra otoñal, pero también –a nuestro juicio- emerge el Galdós desencantado: la política española, dominada por la sinrazón, no parece tener remedio alguno; ensoñaciones regeneracionistas aparte. En cualquier caso, esta tesis aquí esbozada no deja de ser, ciertamente, distante a las que se han hecho hasta ahora; si bien se enmarca en la parte central de la obra, no en su desenlace, y sobre todo en la prolongada y profunda mirada galdosiana sobre la política en España, que no permitía grandes esperanzas, aunque el autor las esboce tímidamente en esa tardía entrega. 

Se ha interpretado, asimismo, por parte de Antonio Cao, en cita recogida por Francisco Cánovas, que esa obra  de Galdós es una “propuesta optimista y generosa, (que) quiere creer en la salvación de la sociedad, de España, y (que) espera una revolución magnánima, no cruenta, armónica”. Sin duda, esa interpretación idílica puede extraerse del texto; pero también, insistimos, (se puede deducir) la más prosaica y más dura, o si se quiere la más escéptica. Galdós no era ningún ingenuo, como se ha dicho; y tampoco lo podía ser en el momento que escribe (dicta) la obra, cuando ya tenía casi 73 años. Menos aún lo era cuando escribía de política y de políticos. O de la Administración. De todo ello dejó buena huella en sus innumerables obras anteriores y, también, en esa obra de 1915, una de las últimas.

En todo caso, la tesis generalizada es que Galdós abrió con esa obra una ventana a la esperanza de regeneración política de España. Lo cierto es que, al margen de cuál fuera la intención del autor al escribirla, esa ventana sigue abierta. Lo que entonces se llamaba regeneración (y hoy podemos denominar como renovación institucional y de la propia política), sigue esperando en el mismo sitio donde estaba. En este punto, quizás, es donde radique la enorme vigencia de Galdós, también en nuestros días. Como bien expuso Compte-Sponville, siempre fiel seguidor de Spinoza, “la sabiduría consiste en carecer de esperanza”. Y Galdós era un sabio, más aún a esa edad. Podía intuir perfectamente cuál sería el final de esa historia ensoñada. Conocía demasiado bien España y la forma de hacer política enquistada en este país como para pretender que ese cambio fuera posible. Y de hecho no lo fue, ni hasta ahora –dato nada menor- lo ha sido.

(*) La parte en cursiva de esta entrada recoge algunos fragmentos del Epílogo “¡Y con esos mimbres hicimos el cesto! El legado de Galdós sobre la Política y la Administración en España”, que cierra el libro El legado de Galdós. Los mimbres de la política y ‘su cuarto oscuro’ en España, Catarata, 2023 (Edición con la colaboración del Cabildo de Gran Canaria). Autor: Rafael Jiménez Asensio.

¡FELIZ FERIA DEL LIBRO, ALLÍ DONDE SE CELEBRE!

«Leer no es tan pasivo como oír o ver; es recreación y efervescencia mental»

(Irene Vallejo, Manifiesto por la lectura, Siruela, 2020, p. 53)

«En última instancia, vivimos como leemos»

(Gregorio Luri, Sobre el arte de leer. 10 tesis sobre la educación y la lectura, Plataforma editorial, 2019, p. 97)

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PREFACIO DEL LIBRO «EL LEGADO DE GALDÓS»

«A propósito de la publicación del libro El legado de Galdós. Los mimbres de la política y su «cuarto oscuro» en España, Catarata, 2023. Autor: Rafael Jiménez Asensio)

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“Una vez concluido este libro, el lector siente apremio por leer a Galdós” (Manuel Zafra Víctor).

Este libro es un ensayo un tanto atípico sobre una parte de la obra de Benito Pérez Galdós. No es, ni pretende serlo, pues no forma parte de la especialidad de quien lo escribe, un trabajo de crítica literaria. Sobre este aspecto, su obra ha sido objeto de innumerables libros, artículos y comentarios. Y apenas nada de ello encontrará el lector en estas páginas. Este ensayo no es de investigación, tanto por las fuentes empleadas como porque se ha huido de las notas a pie de página. Tampoco es un ensayo biográfico, pues también abundan los estudios de ese tipo (al menos, recientemente) sobre Galdós. Hay en este trabajo, bien es cierto, alguna referencia muy puntual a su vida; pero siempre instrumental al objeto de este estudio. Y, en fin, tampoco es este ensayo un libro de Historia, si bien tome como hilo conductor central la perspectiva histórica de la obra de Galdós y su particular atención a este hecho. El relato histórico se utiliza solo como medio de enmarcar el análisis galdosiano y para mejor comprensión de su sentido y finalidad. No se pretende otra finalidad. El autor canario es una referencia obligada en la historiografía española del siglo XIX español, como así consta en innumerables estudios de ese cariz, que no serán citados en estas páginas por no sobrecargar un discurso expositivo que se pretende, al menos en su parte central, sea ágil y ameno.

Lo que aquí sigue es, digámoslo ya, un estudio centrado en un aspecto poco transitado hasta ahora por las innumerables contribuciones que se han aproximado a la enorme y amplísima obra del autor: se trata de abordar cómo Galdós observaba España, la política, los políticos y, lo que aquí se denomina como el “cuarto oscuro de la política española”, la Administración Pública o el sistema burocrático imperante por aquellas fechas. En ese terreno, quien esto escribe se siente cómodo tanto por su trayectoria académica como por su devenir profesional.

Con un bagaje que se concretó por nuestra parte en algunos libros que, escritos a partir de 1989, analizaban la política constitucional española, sus instituciones, la Administración Pública y, concretamente, la propia evolución histórica de la función pública, nos hemos asomado de nuevo a la obra galdosiana. El profesor Jover decía que la tesis marca en cierta medida la vida de un académico. Algo de esto puede haber en este ensayo; una serie de retorno parcial a algunos de los aspectos tratados hace casi cuarenta años. Así, partiendo del particular objeto de estudio que animan estas páginas, se ha detenido la atención de forma preferente, pero no exclusiva, en los Episodios Nacionales, pues en esas cuarenta y seis entregas el trazado histórico y el ensayo político se entreveran con particular maestría, configurando, así, la concepción galdosiana a la hora de entender la política y de analizar la Administración en España, tanto la pretérita como la actual. Y fruto de todo ello es el trabajo que el lector tiene en sus manos.

Lo que se ha pretendido en este ensayo es, principalmente, destacar una cualidad poco aireada del extraordinario escritor que fue Galdós, y no es otra que su enorme capacidad analítica para comprender, relatar e interpretar los hechos políticos, y también su excelente facilidad de ver más allá, en clave prospectiva, cuál era el futuro de este país y, en particular, de su política.  Galdós desmenuza con particular detenimiento a los personajes históricos de carne y hueso, que mezcla magistralmente en sus relatos con su amplísimo cosmos de personajes novelados, y se aproxima una y otra vez con particular denuedo al escrutinio de esa institución maltratada por la política española de cada período como fue la Administración Pública, que al fin y a la postre no era otra cosa que la prolongación de una enviciada política clientelar, entonces dominante.

Pocos autores decimonónicos españoles prestaron más y mejor atención al fenómeno de la burocracia y de su feo envés de las cesantías, que no eran sino expresiones puntuales de ese caciquismo que todo lo anegaba. La corriente regeneracionista ulterior bebió, sin duda, mucho y bien de sus escritos. Bien es cierto que esos aspectos de la obra galdosiana, como los análisis de la figura del cesante, con especial reflejo en la obra de Miau (1888), han sido más atendidos por la bibliografía y la crítica literaria sobre la obra del autor, y serán reflejados en su momento; pero la tesis que aquí se mantiene es que el universo burocrático-administrativo galdosiano no es sino una prolongación de su penetrante análisis de la realidad política de España que en cada caso se produce. Realmente, ese ecosistema burocrático no es, aunque lo parezca, un mundo aparte con individualidad propia, en España al menos; ya que su dependencia vicarial (incluso existencial) del poder político era entonces total.  El legado galdosiano en este aspecto es muy obvio:  las concepciones patológicas de entender la política y el espacio burocrático-administrativo de España se comienzan a gestar muy temprano, se instalan cómodamente en una realidad enquistada, que se resistía una y otra vez a ser alterada, y se reproducen con variantes formales que no vienen al caso a lo largo de los siglos XIX y XX. Es más, llegan hasta nuestros días. Y eso es lo realmente preocupante.

Además, Galdós no solo fue un exquisito analista político, sino que también tuvo un compromiso político y social innegable, que ciertamente se incrementó (o, al menos, fue más sobresaliente) en su última época. Fue, además, Galdós un gran patriota, que sintió profundamente España y la amó a lo largo de su vida, una suerte de patriota constitucional antes de tiempo; amén de una persona tolerante y alejada de cualquier fanatismo, ya fuera este autoritario o confesional,  y enemiga de las supercherías y de la superstición. Tuvo amigos y colegas en todos los ámbitos del espectro ideológico, aunque fuera denostado principalmente por los neocatólicos y carlistas, con quienes fue, asimismo, inmisericorde. Es curioso comprobar cómo el fanatismo sectario de ambos lados del espectro ideológico no contaminó nunca su forma de actuar en su vida política y social, lo cual dice mucho en su favor. Solo le alteraba profundamente el extremismo sectario e intolerante. Y buena huella de ello hay en su obra. Su modo de entender la vida fue el de una persona amable, cordial en el trato y sensible, además de atento escuchante, también no exento de un punto de timidez, de discreción y  reserva.

 En buena parte de su obra refleja a España como un país siempre dividido en dos mitades o, a veces, en tres bandos, con odios instalados a lo largo del tiempo y enfrentamientos constantes y permanentes, expresión pura del más enfermizo cainismo. A todo ello se opuso con su pluma y su obra, pero también con su actitud. Era Galdós una persona amante de la libertad y del progreso, liberal a carta cabal, educado en las formas, solidario y laico, amigo de sus amigos, generoso a veces hasta límites cercanos a la prodigalidad, que soñaba con una España distinta que nunca llegó a ver, ni tampoco sus herederos.

Este ensayo desbroza, por tanto, los mimbres de la política en España durante el período en el que Galdós escribió y vivió en este país, también sobre los hechos pretéritos a su existencia que tanto y tan excelentemente trató. El radio temporal de su análisis político-burocrático se extiende a más de cien años. La tesis de fondo de este ensayo es que con mimbres tan imperfectos, desfigurados de origen por la siempre torpe mano humana, resultaba imposible hacer un cesto ordenado que rigiera los destinos de una población que casi siempre navegó en la zozobra ante la inexistencia de liderazgos efectivos que condujeran la nave a buen puerto. El tiempo existencial galdosiano se detiene en 1920. Y luego pasaron muchas cosas en este país, no precisamente buenas, al menos durante un largo período. La política que se hizo después, como la que se hace ahora, así como la concepción patrimonial de la Administración Pública,  proceden, sin embargo, de entonces. El siglo XIX y los primeros pasos del XX marcaron el paso.

El legado galdosiano en este aspecto es duro; pero no por ello menos real. No ahorra nuestro autor diagnósticos sombríos y futuros inciertos sobre este país, su forma de hacer política y de los menguados actores de esa “política menuda” que tuvimos en escena. Pero la realidad, también la política y del país, era así. Y Galdós no engañaba a nadie, menos aún a sí mismo. Era un pulcro y penetrante narrador de la realidad existente o de la que había existido, también la político-administrativa. La lectura atenta de su obra es a todas luces necesaria, sobre todo si se quiere intentar algún día reconducir ese rumbo erróneo hacia el que nos ha conducido casi siempre en este país una política equivocada, en no pocos casos sectaria, destructiva y nada edificante, en la que en buena medida, con todos los matices y salvedades que se quieran, seguimos inmersos. Aprender de la Historia es, como dice el autor a través de un pasaje de su obra, saber de Política.  Quien desconoce la Historia y el pasado del país, es un ignorante; pero el gobernante que lo hace es algo mucho peor: resulta un temerario. Aprendamos, pues,  de la increíble capacidad analítica que en el ámbito de la política y de su cuarto oscuro nos enseñó Don Benito, con su penetrante e inteligente mirada. Sus enseñanzas políticas y sus propias virtudes son innumerables e impagables, como cabe desear que comprueben quienes se sumerjan en la lectura de las siguientes páginas.

En Donostia-San Sebastián, abril de 2023.

(*) Se recoge en esta entrada un extracto del Prefacio de la citada obra, omitiendo el apartado de agradecimientos

Descripción de contenidos e índice del libro: https://www.catarata.org/libro/el-legado-de-galdos_147652/

LOS EMPLEADOS

LES EMPLOYÉS

A la Junta Directiva de ANEXPAL y a sus miembros, por su amable generosidad.

“Un asesor jurídico de empresas me explica sin ningún escrúpulo que él no quiere que su hijo escoja una profesión de la cual pueda ser despedido con tanta facilidad (Kracauer, p. 158)

Tres obras sobre “Los empleados”

Al menos que ahora recuerde, me vienen a la memoria tres libros leídos sobre tan singular tema, todos ellos enunciados igual: Los empleados. El primero, también en el tiempo, es la entrega de Honoré de Balzac, recogida en su monumental obra La Comedia Humana, en la que describe con su particular genio la Administración Pública de hace doscientos años, cuyas similitudes con la actual son sencillamente insultantes. El segundo es el no menos impresionante trabajo ensayístico de Siegfried Kracauer, aparecido en 1930 y editado hace más de quince años por Gedisa, que transita lejos del empleo público, adentrándose en las grandes corporaciones financieras e industriales de principios del siglo XX, y que disecciona con bisturí fino las grandezas y miserias de esa nueva categoría de trabajadores del sector privado que comenzaban a  poblar entonces las grandes ciudades. Y, en fin, el tercero es la reciente traducción de la obra (2023), muy aplaudida por la crítica, de Olga Ravn, una novela distópica, también con el mismo enunciado, que gira sobre el futuro del trabajo en una sociedad que camina, al parecer sin retorno, hacia una sociedad transhumanista, en la que los robots humanoides no solo complementarán el trabajo de los humano, sino que además los podrán sustituir, y llegar incluso hasta arrinconar o eliminar a las personas de carne y hueso.

Ni que decir tiene que el lector atento advertirá con facilidad que esos tres modelos de empleados subsisten aún en esta nuestra sociedad en proceso de transformación digital acelerada y de búsqueda de una sostenibilidad imposible de alcanzar. La entropía en la que, al parecer, estamos inmersos, tiene esas paradojas. Es la innovación disruptiva de Schumpeter. Lo viejo, lo más antiguo, convive con lo moderno, ya envejecido parcialmente, y lo nuevo, disruptivo, aún por llegar, se solapa y entromete sin orden ni concierto con una sociedad que tiene las costuras rotas y el traje deshilachado. Mala vestimenta para tan duro camino.

Solo hace falta echar un rápido vistazo a las tesis que alumbran las tres obras citadas para darse cuenta de ello. El hábitat de Los empleados de Balzac emerge en una organización jerarquizada y disfuncional, que entonces era la incipiente Administración francesa, y que hoy en día son, en buena medida, las Administraciones que aún tenemos en este país llamado España. Sorprende la actualidad innegable del magnífico relato del genio francés de la novela, tan bien narrado por Stefan Zweig en Balzac, La novela de una vida; donde su biógrafo constata que “la realidad es una mina inagotable”. Y la realidad administrativa fue eso para ese magistral autor, un banco inapreciable de anécdotas y de terribles desgarros, también humanos. La novela gira, al margen de la central intervención de su mujer que ahora no interesa, en torno a una disputa aparentemente banal como era la promoción de un empleado a la categoría de Jefe de Sección, pues a pesar de sus cualidades profesionales, que casi nadie discutía, llevaba ya cierto tiempo apalancado en la Jefatura de Negociado, habiendo sido preterido por un incompetente en el nombramiento anterior. Parece como si el reloj de la Historia administrativa se hubiese parado en seco; pues hoy en día, en 2023, nuestras organizaciones públicas siguen haciendo uso de tan añejas categorías (Jefaturas de Negociado y de Sección, así como de Servicio) para describir las mismas situaciones. El protagonista, Rabourdin, es un funcionario probo y aplicado, que comete el bisoño error de diseñar, motu proprio, una revolucionaria reforma de la Administración, que al fin y a la postre constituirá su propia ruina. Pretendía el probo empleado reducir drásticamente los Ministerios y las estructuras jerárquicas, al fin y a la postre iniciar un proceso de simplificación y racionalización de estructuras (¿les suena?), con la finalidad de mejorar la eficacia y eficiencia de la organización. También perseguía, era la auténtica finalidad de la reforma, aliviar al Tesoro del enorme peso del gasto público existente; para dedicar los recursos sobrantes a otros menesteres más necesarios. Pero, a su vez, buscaba mejorar las retribuciones de los empleados, abogando por la excelencia (o lo que hoy llamaríamos con esa vacía expresión, “el talento”; que nunca nace, pese a lo que se presume, por generación espontánea). La cuadratura del círculo la lograba el funcionario con una medida valiente y revolucionaria, a la vez: reducir cuantitativamente la plantilla de los empleos, muchos de ellos banales y otros prescindibles. Obviamente, cuando, tras interesada filtración, se tuvo conocimiento oficial de tan osadas propuestas, rápidamente se advirtió desde la cúpula que llevar a cabo tal reforma supondría enfrentarse a la oposición parlamentaria, a la implacable prensa y a los damnificados empleados a quienes se debía sacrificar. La reforma, como todas las reformas, se aplazó sine die, con banales excusas. Nadie realmente quería cambiar nada.

La excelente obra del alemán Kracuaer, propia del género de psicología social, descansa sobre otras premisas: el empleo en el sector privado. Relata la emergencia de ese burócrata empresarial, con tareas principalmente rutinarias, aunque también técnicas, que se suma a la hasta entonces existente clase media burguesa o artesanal, como una categoría o clase social de perfiles propios, que ha llegado hasta nuestros días. Con un estimulante Prólogo de Walter Benjamin, “Sobre la politización de los intelectuales”, la obra transita por los rasgos que caracterizan a tales empleados en la sociedad industrial (y, hoy en día, en la sociedad de servicios). Muchas de sus características se replican en estos momentos. Son reales las reflexiones que sobre la selección plantea el autor alemán y el papel de “los diplomas” en tales procesos, que aún siguen hipotecando muchos de los hábitos actuales en los sistemas de reclutamiento de tales organizaciones. Plantea, descarnadamente, y en términos que hoy tal vez ofendan, aunque siguen estando presentes, lo que denomina como la selección física (en función de los atractivos mayores o menores de la persona a reclutar y de su aspecto externo). Nada que no se sepa. Resalta el miedo que los empleados tienen “a ser retirados de la circulación como productos viejos, cómo damas y caballeros se tiñen los cabellos y los cuarentones hacen deporte, a fin de mantenerse esbeltos”. La monotonía del trabajo del empleado se compensa siempre con el tiempo de ocio, el deporte, los viajes y la búsqueda de salidas fuera de la rutina cotidiana, de la que todos huyen. Son, como dice el autor, las “válvulas de ventilación por las que puede evaporarse el descontento”. La mortandad civil de los empleados de cierta edad es, sin embrago elevada: “Hay muchas personas de 40 años (hoy en día 50) que aún creen estar vivos y en forma pero que, por desgracia, están muertos en términos económicos”. Como bien se dice entonces: “La auténtica desventura de los mayores es que difícilmente se los emplea una vez han sido despedidos. Se les cierran las puertas de las empresas como si estuvieran afectados por la lepra”. Y concluye: “La general desconsideración hacia los mayores es propia de esta época”. Y de la actual, cabe sentenciar, aún en mayor medida. La capacidad que tienen las empresas de sustituir mano de obra ha ido creciendo con el paso del tiempo en la empresa privada (las carreras profesionales se acortan sin piedad en cuanto a edad se refiere), la volatilidad de los empleos se dispara, más aún cuando tales organizaciones profesionales y empresariales tienen también vida más corta y, por tanto, rehacen sus plantillas con facilidad pasmosa, salvo en las cúpulas directivas, que tienden a protegerse con blindajes. La precariedad se impone. Más en nuestros días. El contraste entre lo público (garantía de estabilidad) y lo privado (precariedad in crescendo) es, en muchos casos, insostenible e insultante.

Distinto es el enfoque de la reciente novela, singular en su trazado, de la escritora danesa Olga Ravn, que despliega su foco sobre una organización del futuro, más bien mediato, en el que la revolución tecnológica ya ha circunscrito a los empleados humanos a determinadas tareas que comparten con robots humanoides que con ellos conviven y laboran. Como dice la autora: “Están los humanos y los que luego tienen apariencia humana. Los que han nacido y los que han sido fabricados. Los que morirán y los que no”. Las preguntas éticas se suceden: “¿Por qué razón los habéis hecho con un aspecto tan parecido al de los humanos? Así hasta soy capaz de olvidarme de que ellos no son como nosotros, puedo encontrarme en la cola de la cafetería sintiendo casi ternura por la cadete número catorce”. Los efectos de tal revolución transhumanista sobre la organización del trabajo no se hacen esperar: “Cada vez más los empleados de apariencia humana trabajan a un ritmo que yo no puedo seguir. Por eso no aguanto más. No estoy en condiciones. He llegado a mi límite”. Los humanos se rompen y triunfan los humanoides en ese experimento infernal. Aunque con algunas fisuras, no menos importantes, que no es momento de narrar. Ese mundo de distopía está aún lejos, sin duda. Pero ya la automatización y la Inteligencia Artificial se superponen con fuerza sobre el viejo y destartalado sistema burocrático público, anclado en tiempos pretéritos, así como sobre ese mundo empresarial que aún aguanta en sus líneas básicas la profunda erosión del tiempo.

Lo viejo, lo moderno y lo disruptivo: tres mundos que se solapan

Llama la atención, de cualquier modo, cómo lo viejo, lo moderno y lo futuro siguen conviviendo en estado de aparente placidez; lo cual es falso. Las tensiones son cada vez más obvias, y las vive con mucha mayor intensidad el sector privado empresarial y las personas que en él laboran, mientras que el sector público dormita sobre las mieles presupuestarias que la demagogia política y sindical, así como las numantinas resistencias burocráticas y corporativas (hoy en día en auge), se resisten a cambiar. Como decía cínicamente un personaje de la obra de Balzac: “¡Bah! No careceremos nunca de planes de reforma”. A lo que otro respondía con la llave del problema: “No son las ideas las que faltan, sino los hombres que las ejecuten”. Estos nunca aparecen o, cuando lo hacen, siempre se arrugan. También las mujeres, que en esto no son excepción.

En España, sector público y sector privado se han alejado sideralmente hasta conformar dos mundos que prácticamente nada tienen que ver ya entre sí. El primero vive enchufado literalmente al presupuesto y el segundo pretende que su subsistencia asistencial se mantenga también con inyecciones puntuales del erario público, vía ayudas y subvenciones. Los empleados de uno y otro lado son, sin embargo, especies distintas, alejadas en su existencia. Aquella imagen que describía Balzac sigue siendo plenamente válida. Pero, al menos, esa Administración francesa, con dificultades sinfín, es cierto, se fue profesionalizando con el paso de los años. Algo que la nuestra está lejos de alcanzar, menos aún con medidas tan demagógicas y baratas como la de estabilizar gratuita y automáticamente a centenares de miles de empleados que, muchas veces sin rigor alguno, se incrustaron en las nóminas circunstanciales de la Administración, y que por consecuencia de esos procesos estabilizadores, aplicados en este caso al material humano, se convierten por arte y magia administrativa en inamovibles para el resto de sus días; procesos que serán sancionados en su constitucionalidad por el Tribunal presidido por un nuevo Conde, distinto del de Romanones. Ni siquiera este, cacique por excelencia, pudo sospechar nunca en sus mejores sueños que se llegara tan lejos, pues al menos en su época el libremente designado cesaba cuando Álvaro de Figueroa o cualquier otro cacique dejaba el Ministerio o el Ayuntamiento. Ahora se quedan para toda la vida, cobrando pensión eterna. El Estado benefactor se ensancha hasta la estolidez absoluta, con avales de todos los partidos, del Ejecutivo, del Legislativo, del Judicial y hasta, cabe presumir, del Tribunal Constitucional. Nadie se quiere quedar atrás en este reparto de prebendas por la lotería con premio del poder hacia sus amigos políticos, como son muchos de ellos. La imparcialidad y profesionalidad de la función pública, y sus principios constitucionales, están de vacaciones permanentes. Ad calendas graecas.

La España política en la que nada cambia: el rocoso y periclitado empleo público

Permítanme, por último, la licencia de una citar una obra recién ultimada por quien esto escribe y pendiente en estos momentos de la siempre prosaica búsqueda de editor, que lleva por título Galdós, los mimbres de la política en España. La cita es larga, pero puede ser pertinente para cerrar estas reflexiones, aunque se remonte a hechos de casi 190 años:

“En ese complejo contexto la llegada al poder de Mendizábal fue vista como la del hombre nuevo, con claros partidarios y furibundos detractores. Pero, pronto, como el escepticismo popular afirmaba, sus capacidades de rematar se iban erosionando en un tejemaneje político-institucional y una sociedad nada propensa a los cambios. Era muy propio de la política hablar, auténtica ‘sarna del país’; pero cuando se trataba de hacer, poco o nada. Siempre aparecían -como una y otra vez relata el autor- los ‘obstáculos tradicionales’ que impedían cualquier transformación. El curso de las cosas seguía su dormido y cansino ritmo burocrático, pues en ese entorno administrativo se trataba de ‘fumar cigarrillos, repetir y comentar todo lo que en Madrid se hablaba de política y literatura, echando de vez en cuando una plumada a los expediente (…) Cada cual salía y entraba en aquella bendita oficina a la hora que mejor le cuadraba’. La descripción de ese ecosistema burocrático volvía a beber mucho de las lecturas que Galdós hiciera de las obras de Balzac y de Mesonero Romanos, entre otras. Todo eran recomendaciones y padrinos para avalar a quien aspiraba insertarse en las nóminas públicas. En lo demás, se palpaba ‘la placentera holganza en que vivían’ los funcionarios. Hasta el punto de que ni corto ni perezoso un personaje galdosiano sentenciaba con énfasis no menor la siguiente filosofía existencial que se insertará como lema en la Administración española hasta nuestros días: bulimia de derechos y anorexia de responsabilidades. Así se quejaba tan singular personaje:

“Este buen señor (recriminaciones dirigidas a Mendizábal) nos trata como si fuéramos dependientes de comercio. La dignidad del funcionario público no consiente excesos de trabajo, pues ni tiempo le dejan a uno para almorzar, ni para dar un mero paseo, ni para encender un mero cigarrillo. Pues para despachar esto, excelentísimo señor, necesito aumento de personal y aun así, no podríamos concluirlo dentro de las horas reglamentarias. Soy partidario de que a los empleados se les remunere bien, pues de otro modo la buena administración no es más que un mito, un verdadero mito” (XII, 76)

En fin, pocos pasajes galdosianos son más explícitos sobre los males que aquejaban a la Administración del momento. Llamativa, sin duda, la referencia temprana al «novedoso» principio de buena administración. Es obvia aquí la influencia sobre el autor canario de la obra de Balzac, “Los empleados”; sin embargo, el protagonista de la novela francesa, que propone también una subida general de salarios, acompaña tal medida con una reducción drástica de las plantillas funcionariales para erradicar la falta de eficiencia. La solución hispana, de la que tomarán nota en fechas recientes sobre todo los insaciables sindicatos del sector público, es muy distinta: mejorar siempre las condiciones laborales de los funcionarios, también las salariales, garantizar su zona de confort y evitar cualquier tipo de estrés o valoración de su rendimiento que cuestione «su dignidad funcionarial», acompañando todo ello de un incremento constante y permanente de las plantillas. En España, la “olla presupuestaria” es, en términos galdosianos, un comedero público del que hay que prevalerse egoístamente siempre que se pueda. Aunque sea a costa de despilfarro y de la falta de eficacia. Mendizábal lo intentó, promoviendo según Galdós una suerte de “regeneración”, pero nada pudo hacer contra el curso natural de las díscolas aguas en ese afluente ennegrecido y contaminado de la política (su “cuarto oscuro”), que era la burocracia española. Pocos intentos de reforma habrá más, todos ellos también vanos. Seguíamos y seguiremos condenados a esa expresión galdosiana: “¡Vivir amarrados al pesebre de la administración!” (Mendizábal, XXVII).

Pues eso, que no ha cambiado nada. Ni pinta tiene de que lo hará. Los empleados públicos abundan en número y también, para desgracia del país, en algunos casos, en su ineficacia probada, ya sea personal o del sistema, que tanto da al sufrido ciudadano. En su esencia, apenas se asemejan ya a los privados. Son especies distintas. Tampoco se quiere decir que estos sean siempre efectivos, ni mucho menos; pero su ley de supervivencia, dura donde las haya, es inapelable. Aquellos se sienten blindados, estos a los pies de los leones. En todo caso, la abundancia cada vez más desorbitada de los primeros ayuda a la estadística oficial a maquillar nuestras tradicionales vergüenzas en las tasas de desempleo. Todo tiene su lado bueno. Hasta que el Tesoro reviente, que algún día será. O no.

ESPAÑA: 1823, 1923, 2023

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«Nuestros mejores estadistas podrían compararse a las enredaderas, que cuando no tienen en qué apoyarse y salir, luciendo la gallardía y belleza de sus flores, se enredan en sí mismas, arrastrándose mustias por la tierra» (Santiago Ramón y Cajal, 1901)

Presentación

Los años 23 de los dos siglos precedentes no trajeron, precisamente, buenos augurios. Veremos cómo se comporta este inaugurado 2023. Es verdad que la España de entonces poco o nada tenía que ver con la actual, aunque a veces nos creamos demasiado que las transformaciones económicas y sociales han supuesto también cambios radicales en el modo y forma de hacer política, lo que lisa y llanamente no siempre es así. Hay bastantes más elementos de continuidad (o como se dice, de legado) de lo que muchos ingenuos (algunos muy doctos) niegan por sistema. Pero dejando de lado los matices y algunos elementos estructurales en los que son evidentes los cambios (control del sistema electoral, niveles educativos o culturales de la sociedad, renta y economía, organización territorial del Estado, etc.), siempre algo se aprende de nuestro pasado; sobre todo si se quiere no tropezar una y cien veces en la misma piedra.

1823: La Constitución amortajada.

En el año 1823, el trienio liberal terminó abruptamente con la intervención de los Cien mil hijos de San Luis, auspiciada por la Santa Alianza y promovida entre bastidores por ese rey felón que era Fernando VII (que, como dijera Galdós, “jugaba con todos los dados a la vez”). No eran buenos tiempos para aventuras liberales en una Europa que seguía defendiendo mayoritariamente el predominio del absolutismo monárquico o sus tibias fórmulas de autolimitación del poder que se dieron con la “Carta Constitucional” (otorgada) de 1814 en Francia por parte de Luis XVIII, germen del liberalismo doctrinario que tanto éxito tendría en nuestro país durante buena parte del siglo XIX y principios del XX. Y, en parte, con secuelas hasta nuestros días.

El restablecimiento de la Constitución gaditana durante el trienio liberal (1820-1823) fue, sin duda, una gran conquista de la libertad frente al absolutismo monárquico. El contexto en el que se desarrolló ese trienio no ayudó, sin embargo, al arraigo de una Constitución políticamente avanzada, en un país que no lo era. Las tensiones internas entre el bando liberal (simplificando mucho, entre liberales moderados y exaltados) no cejaron durante este período. El infausto papel de un monarca claramente absolutista tampoco dejó mucho espacio a la concordia. Como expuso Fontana, el rey “hacía protestas públicas de fiel cumplidor de sus obligaciones constitucionales, al propio tiempo que alentaba en secreto los movimientos contra el régimen y pedía a las potencias de la Santa Alianza que interviniesen en España para poner fin al liberalismo”. A todo ello se añadieron, a partir de la primavera de 1822, las revueltas absolutistas, especialmente intensas en Cataluña, que llegaron a controlar todo el norte del Principado. Todo ello tuvo su cénit en la famosa jornada del 7 de julio de 1822, cuando fracasó la primera intentona de golpe absolutista, orquestado entre bambalinas por el propio monarca.

A partir de entonces la violencia creció. Y el liberalismo moderado fue apartado del poder por las expresiones más exaltadas. Pronto se advirtió, especialmente por las potencias europeas alineadas en la Santa Alianza, que sin una intervención militar exterior no se pondría fin al régimen constitucional liberal. La división en las filas liberales allanó el camino. Los intentos del Gobierno francés porque en España se sustituyera la Constitución gaditana “con una cataplasma anodina hecha en la misma farmacia de donde salió la Carta de Luis XVIII” (Benito Pérez Galdós), resultaron un fiasco por la enemiga del cerril y detestable monarca a ceder un ápice de su poder absoluto.

Aunque hubo algunos focos de resistencia al invasor, lo cierto es que la Constitución gaditana feneció por segunda vez en las mismas manos de quien la despreciara en 1814. El gobierno liberal se refugió una vez más en Cádiz, lugar emblemático, pero con resultados muy distantes a los de la primera vez. Allí comenzó otro de tantos exilios del liberalismo español. Se iniciaban las depuraciones fernandinas y una terrible represión.

Lo narra magistralmente Galdós:

  • Yo también pienso ir a Cádiz
  • ¡Usted también! Bueno es que vayan todos –dijo con ironía maliciosa- para que se haga con solemnidad el entierro de la Constitución. Allí nació, señora, y allí le pondremos la mortaja; que todo lo que nace ha de perecer”.

1923: La Constitución falseada. Hundimiento del sistema político de la Restauración y Dictadura de Primo de Rivera.

El profundo y constante deterioro del sistema político de la Restauración (1876-1923), agravado tras el Desastre de 1898, se agudizó en los últimos años de este largo período histórico por la convergencia de innumerables circunstancias endógenas y exógenas, entre las que cabe destacar, por lo que a aspectos internos se refiere, el propio agotamiento del turno político, la continuidad del falseamiento de un sistema electoral que era la viva imagen de la corrupción política, el empuje y radicalización de las reivindicaciones sociales como consecuencia de la revolución bolchevique, el incremento del terrorismo político ejercido por pistoleros procedentes de las filas anarquistas, la presión de las demandas de autonomía política en determinados territorios (especialmente catalanas), así como el papel (que venía de lejos) cada vez más activo del Ejército en política, con un monarca que excedía su papel constitucional e intervenía activamente en la vida política, con un marcado carácter autoritario y fuertes simpatías con el estamento militar. A todo ello se unió el deterioro gradual de la economía tras el fin de la Primera Guerra Mundial y, en particular, el desastre del Annual (1921), que implicó una grave derrota del ejército español en el Rif. Y, por consiguiente, el inicio de un expediente de responsabilidades políticas y militares por tan sonado fracaso (expediente Picasso).

Los tiempos bobos (en expresión galdosiana) del turno político de una alternancia artificiosa tocaban a su fin. Un sistema político basado –como expusiera Joaquín Costa- en una combinación de oligarquía y caciquismo como elementos centrales de la arquitectura constitucional real (y no formal) del régimen restaurador. En realidad, el liberalismo construido en España durante el siglo XIX fue una burda mentira. Ni existía la división de poderes ni mucho menos elecciones libres (algo mejoró el panorama en los distritos urbanos tras el inicio del siglo XX). El Ejecutivo (Gobierno) y la Administración Pública era el molino presupuestario por el que pasaban todas las decisiones políticas de calado, mientras que el Parlamento era fabricado por el gobierno de turno a su antojo y semejanza. Y el poder judicial fue siempre el gran ausente, transformado en una dócil Administración de Justicia siempre atenta a los designios del poder, no en vano dependiente del Ministerio de Gracia y Justicia, quien proveía los destinos y removía discrecionalmente a quien no se plegara a sus dictados.

En ese marco descrito sumariamente, los rumores de golpe de Estado se sucedieron desde inicios de 1923, aunque el pronunciamiento no cuajó hasta septiembre de ese mismo año. Su promotor fue el general Primo de Rivera, figura singular no exenta de fuerte ribetes autoritarios («actitudes corruptas, doble moral y comportamientos criminales», como ha puesto de relieve recientemente Alejandro Quiroga en su biografía del personaje) y con veneración clara por la obra que Mussolini estaba llevando a cabo en Italia, a quien miraba de reojo. El marco internacional, una vez más, parece que fue determinante. Tampoco corrían buenos tiempos para las democracias en Europa, en ese convulso período de Entreguerras, que terminaría con la implantación de un buen número de regímenes autoritarios en Europa, y con el terrible ascenso de Hitler al poder diez años después, así como con las expresiones totalitarias del estalinismo campando a sus anchas una vez reafirmado en el poder.

Mucho se ha escrito sobre la incidencia que la fórmula propuesta por Costa del cirujano de hierro como palanca de erradicación de un sistema político corrupto tuvo en la emergencia del golpe de 1923. Lo que sí resulta cierto es que el dictador se prevalió demagógica e interesadamente de algunas de las tesis del autor oscense, ya que vendió formalmente su directorio como una etapa de regeneración política e institucional en España, que luego los hechos desmintieron casi por completo, como ha puesto de relieve la historiografía más autorizada (González Calleja). Tal como expuso Shlomo Ben-Ami, Primo de Rivera fundo «una dictadura sincrética», que fue mucho más allá del «breve paréntesis» que motivó su pronunciamiento inicial, combinando «su propia tradición militar con el mito regeneracionista del ‘cirujano de hierro’ de Costa, y la ‘revolución desde arriba’ de Maura’», aderezado todo ello del desarme del sindicalismo anarquista y de lo que sería la génesis del Estado nacional-católico, que arraigaría con fuerza en el franquismo. Su reforma local, y por tanto su ensayo de limpiar de corrupción caciquil la Administración local, se quedó en papel de la Gaceta; a pesar de su confirmada política de asentar inspectores militares (delegados gubernativos) junto al poder local. Al final, con mayor o menor intensidad según territorios, se echó en manos de ese caciquismo que tanto le sirvió de mala excusa.

En efecto, frente al aparente empuje inicial de la dictadura primorriverista en torno a la regeneración del sistema y la erradicación del caciquismo, está plenamente comprobado que, cuando pretendió institucionalizar el régimen. Primo se apoyó una y otra vez en los mimbres del caciquismo territorial para articular tanto su partido (Unión Patriótica) como la presencia institucional en determinadas zonas del Estado, tal como ha documentado sobradamente González Calleja. Dicho de otro modo, no pocos caciques y también políticos liberales se pasaron a las filas del régimen autoritario. Bien es cierto que, dado el grado de descomposición del sistema político de la Restauración, había no pocas fuerzas políticas y sociales nada sospechosas de autoritarismo que no se opusieron frontalmente al golpe e, incluso, colaboraron en algunos momentos en su desarrollo institucional. 

En honor a la verdad cabe resaltar que las tesis de Joaquín Costa fueron mal explicadas por el autor y también mal interpretadas. Aunque las corrigió tras la encuesta o información pública de la que fue objeto su Memoria en el Ateneo (1901), cierto es que en su formulación inicial directa o veladamente aparecía la solución dictatorial de carácter excepcional y temporal como propuesta institucional para corregir los designios del país. En realidad, su propuesta iba encaminada a suprimir el régimen parlamentario (viciosamente desarrollado en España) por un régimen presidencial, lo que dio lugar a un rico (y posiblemente también mal planteado) debate constitucional con (entre otros) Antonio Royo Villanova y Gumersindo de Azcárate; donde se muestra tal vez la incomprensión del sentido y finalidad del principio de separación de poderes (nunca bien entendido entre nosotros) que existía entonces en España (y que se ha trasladado hasta nuestros días), también entre las personas más ilustradas. En todo caso, el pensamiento de Costa estaba muy alejado del totalitarismo, como pusieron de relieve Jacques Maurice y Carlos Serrano en una importante monografía. 

Lo cierto es que la Dictadura de Primo de Rivera se inició con la plena connivencia del rey y la excusa (pronto incumplida) de abrir un paréntesis regenerador para garantizar la continuidad de la Constitución de 1876 (que seguía formalmente vigente, aunque inaplicada); sin embargo desde sus comienzos se trufó de militarismo, autoritarismo y un enfoque iliberal (antipolítico) con destellos de fascismo, al menos en su concepción corporativa de la política que terminó impregnando toda la institucionalización (frustrada) del régimen, que pretendió perpetuarse a sí mismo. En todo caso, significó un banco de pruebas evidente del período dictatorial mucho más largo de la Historia de España como fue el régimen franquista, que transitó desde un totalitarismo excluyente a un autoritarismo enemigo radical de los postulados del liberalismo democrático. El año 1923, por tanto, como consecuencia de la fuerte descomposición del sistema constitucional de 1876, abrió la espita para que cuajara más adelante un período enormemente sombrío de nuestra historia política, también social y humana, que tras el paréntesis de la asimismo convulsa II República española, terminaría por hipotecar dramáticamente la vida de este país y de sus gentes por casi cuatro décadas del siglo XX. Asimismo, en 2023, de facto, se dio por enterrada materialmente la Constitución de 1931, cuya vida sería efímera tras el final de la Dictadura.

2023: la Constitución moribunda.

Lejos de la intención de quien esto escribe buscar paralelismos entre épocas y momentos tan distantes de nuestra realidad actual. Pero tal vez convendría no despreciar las lecciones del pasado. Es verdad que el contexto actual no es tan desfavorable en algunos de los elementos descritos y otros muchos han desparecido o se han relativizado; pero también lo es que hay perturbaciones externas e internas que pueden complejizar ese escenario de forma rápida. Aunque estar en la UE es una garantía y un valladar importante, que antes no existía. España estaba fuera de Europa, ahora está, al menos formalmente, dentro. Aun así, las expresiones políticas iliberales están echando raíces fuertes en no pocos sistemas políticos europeos, algunos próximos geográficamente. También por estos pagos y por todos los lados del espectro político. El populismo se halla presente en la práctica totalidad de nuestros partidos políticos, que están absolutamente embriagados por esa letal tendencia. La polarización ideológica actual no es la de antaño, ciertamente; pero el foso abierto entre bloques pretendidamente homogéneos (que no lo son) en términos políticos e ideológicos, da una falsa percepción de fractura radical que, a veces (por exceso) nos conduce a un guerracivilismo cainita, sin ningún sentido en estos momentos. También lo es que la cohesión del país es de una debilidad manifiesta en cuanto a su integridad territorial respecta; pero esto no es nada nuevo. Y la desigualdad, atenuada parcialmente por la impronta del Estado social, sigue estando muy presente; aunque con otros sesgos y rasgos.

No obstante, el tono central de preocupación –no para el común de los mortales, todo hay que advertirlo- radica en que el sistema político-constitucional de 1978 y sus propias instituciones se hallan en una situación de precariedad absoluta, incluso de deconstrucción (consciente o inconsciente, elijan ustedes). Los partidos políticos, en línea con lo realizado groseramente en el sistema político de la Restauración (clientelismo político descarado) o con lo que hicieron también los liberales en el trienio (como bien reconocía Galdós, existían tres atributos para medrar en la burocracia del trienio liberal: “Haber padecido durante el régimen absoluto, haber intervenido en la mudanza del 20 y estar afiliado a las sociedades secretas”), se han dedicado a colonizar con absoluto descaro y cinismo las Administraciones Públicas y las propias instituciones de control, cuya función existencial era establecer límites al ejercicio del poder, desactivando de facto el funcionamiento efectivo del sistema constitucional y transformándolo en mera coreografía, hoy en día una mera máscara de lo que realmente debió ser y nunca fue. El poder judicial, si bien en su zona alta, así como el propio Tribunal Constitucional, siguen siendo esclavos leales de los sucios manejos políticos que unos y otros llevan a cabo para garantizar su control y usarlos en su propio beneficio. La alta Administración vive un período de colonización intensiva partidaria que cada día se agudiza cada vez más, ahora con fuertes presiones para su desprofesionalización gradual o intensiva, según los casos.  

Duele decirlo, pero en este punto los paralelismos (a pesar de las enormes distancias) entre el degradado sistema político de la Restauración (que duró 47 años) y el también deteriorado sistema constitucional de 1978 (que cumplirá 45 de años de vigencia) son más que evidentes. Hay, tras las formas impecables de un aparente Estado Constitucional, una realidad tozuda que atraviesa nuestra historia política y constitucional. El caciquismo decimonónico se ha mudado sutilmente en clientelismo político de una voracidad sin par, y muchísimo más crecido en sus dimensiones, esta vez capitaneado por unos encastillados partidos que obtienen ya casi el desprecio absoluto de la ciudadanía. Pero nada les importa: ellos a lo suyo. Ese clientelismo se ha asentado con fuerza en los territorios autónomos, mal llamados baronías, y también de modo singular en aquellas comunidades autárquicas donde el Estado ha sido prácticamente borrado mediante un nuevo formato de clientelismo político territorial segmentado. No digamos nada en determinadas entidades locales, donde la cultura clientelar sigue siendo dominante. Además, para complicar el escenario, el empuje aparente del regeneracionismo antes analizado, dio pie a la consolidación, tras dos períodos dictatoriales, de un corporativismo granítico que fue también encontrando acomodo incómodo en esta España aparentemente constitucional. Cuando gobierna la izquierda, el clientelismo se convierte en espada y el corporativismo se emboza sindicalmente para beneficiar urbi et orbe a los insiders; cuando lo hace la derecha, el corporativismo empresarial/profesional/funcionarial emerge con fuerza y se conjuga con una fuerte presencia también de un clientelismo sin pudor ni medida. En ambos casos, con intensidad variable, ello tiene su epígono en la multiplicación de fenómenos de corrupción, que ya no tienen colores políticos exclusivos. 

En fin, pedir sosiego y moderación a esta particular clase política en este año electoral de principio a fin (año de excesos, de dispendios presupuestarios sinfín, de infinitas promesas que nunca se cumplirá o de polarización artificiosamente alimentada), es como demandar peras al olmo. Más nos vale optar por el estoicismo militante como medio de sortear tan largo año electoral preñado, como estará, de mensajes de mala política o de venta de humo a granel. Comenzamos el 2023 con el tramo final del primer Gobierno de coalición del régimen constitucional de 1978, y lo veremos finalizar con otro Gobierno de coalición multicolor o de los mismos u otros colores. Ningún partido está en situación de gobernar en solitario, al menos de momento. En política ya no se piensa en otra cosa que en clave electoral. Primero las municipales/autonómicas, luego las generales. Es el destino de 2023.

Lo que sí parece cierto es que, a día de hoy (1 de enero de 2023), la Constitución de 1978 está ya en el corredor de la muerte. La metieron en tal pasillo quienes decían ser sus mayores defensores (altas instituciones del Estado incluidas, así como sus partidos centrales), pervirtiendo sus esencias, degradando su contenido y abusando una y otra vez de un poder con los frenos rotos, forzando sus costuras o llevando a cabo el obstruccionismo más burdo y desleal. Nadie se la tomó en serio. Curiosos defensores de la Constitución que entre ellos solo pretenden liquidarse, literalmente hablando. Y en su batalla cruenta (de esas falanges de combate agrupadas en los bandos o bloques irreconciliables de «progresistas versus conservadores») llevarse por delante el sistema constitucional. De ser así, el adanismo constitucional retornará con fuerza. A sus enemigos, que no son pocos, se les ha ofrecido el trofeo de una Constitución inerte en bandeja de plata. Según avance este año, cuyo “23” final no augura nada bueno, iremos viendo cómo ese estado de descomposición que el sistema político institucional hoy en día rezuma, se va extendiendo. También su hedor. Las tensiones se harán insoportables. Y la antipolítica, como ya pasara antaño, no hará sino crecer, encontrando probablemente refugio en las innumerables fuerzas políticas antisistema, que emergen al calor de un edificio que amenaza ruina. Habrá que esperar a que no se repita la Historia, esta vez con fórmulas, copiadas o travestidas, de golpes posmodernos o de imperio de la posverdad que envuelve en el espacio digital las mayores mentiras. De todo se hablará probablemente conforme decline el año en un país siempre dado, por inclinación histórica, a la conspiración más chabacana. Aunque siempre se está a tiempo de cambiar el rumbo de la historia, si la voluntad lo quiere. Tal vez sea esto último lo que nos falte. Pero la voluntad para ser efectiva requiere saber hacia dónde ir, y mucho me temo que esa es una pregunta que nadie en la política actual (y tampoco en la ciudadanía) se ha hecho ni sabe responder cabalmente.

A pesar de todo ello, que tengan un buen año 2023, también para aquellos que, de momento, nos (mal) gobiernan o se (mal) oponen. Por el bien de todos, que no se repitan ni de lejos, tampoco en sus versiones posmodernas o de low cost, las pesadillas pasadas de los años 1823 y 1923. En manos de ellos está. También en las nuestras.

LIDERAZGOS POLÍTICOS: PODER, PERSONALIDAD Y PSICOPATÍA.

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“En sus últimos años, Tito recordó lo que le había dicho Churchill al final de la guerra: ‘Lo que cuenta es el poder, y el poder otra vez, y el poder de una vez por todas”

(Ian Kershaw, Personalidad y poder. Forjadores y destructores de la Europa moderna, Crítica, 2022, p. 326)

Presentación

Ian Kershaw es historiador, no psicólogo; pero se ha adentrado en su último libro en llevar a cabo una radiografía de la personalidad de doce políticos europeos que, según reza el subtítulo de su espléndida monografía, han sido “forjadores y destructores de la Europa moderna”. Por cierto, todos hombres, salvo una mujer (Margaret Thatcher). También todos con una mezcla de perfiles dictatoriales y conservadores liberales, con ausencia de socialistas u hombres de izquierda. Sin duda, son todos los que están (algunos en muy pequeña medida); pero no están todos los que son, como reconoce el propio autor.

El análisis de los doce perfiles biográficos tiene el mismo y ordenado esquema de desarrollo. Kershaw, autor (entre otras muchas obras) de una monumental biografía sobre Adolf Hitler, dibuja magistralmente a todos los personajes, aunque sus fuentes de información sean la mayor parte de las veces indirectas (obras ya escritas por otros autores sobre esos mismos líderes políticos). Se ha documentado muy bien, y pone asimismo de relieve análisis previos sobre el liderazgo político y la profesión de la política (desde Tolstoi o Marx hasta Weber, pasando por Carlyle y Burckhardt, entre otros), aunque con ausencias injustificables (como las de Isaiah Berlin y Hanna Arendt, por poner solo dos ejemplos).

La lectura del libro es, en todo caso, apasionante; sumerge al lector en un tormentoso siglo como fue el pasado, y le pone frente al espejo de personalidades complejas, cuyo denominador común es el apetito de poder, y con muy pocas excepciones con perfiles psicológicos marcados por el autoritarismo, el narcisismo psicopático y ególatra o, en el peor de los casos, el desprecio hacia los demás; carentes también, en no pocos retratos, de auténtica empatía (propia de los psicópatas) y, en muchos casos, sin ninguna pizca de compasión.  Hay excepciones, sin duda, pues dentro de esos dibujos generalmente sombríos apunta alguna brizna de liderazgo de persuasión (Gorbachov), que contrasta con esa concepción del líder fuerte que tan bien estudió Archie Brown, por cierto elogiosamente citado en esta obra.

Reseñar el contenido de este libro sería impertinente por mi parte. Las complejidades del contexto en el que se mueve cada personaje (desde Rusia o la Unión Soviética al Reino Unido, pasando por la Alemania nazi que rompe el país, luego reconstruido y después reunificado, sin olvidar la Francia de la Resistencia y de la IV y V Repúblicas, la Italia fascista o la España totalitaria/autoritaria, así como, la anécdota de la Yugoslavia unida y más tarde fracturada) son muy bien tratadas por quien es un historiador con largo oficio.

En estos momentos me interesa más destacar el inquietante análisis psicológico que lleva a cabo el autor de quienes llegaron a disponer de un poder casi absoluto (Lenin, Stalin, Hitler, Mussolini, Franco o Tito) y, salvo la excepción del primero, con larguísimas estancias en la primera línea de mando, o de quienes ejercieron también un poder transcendental en determinados momentos históricos excepcionales, aunque fueran breves y en contextos muy diferenciados (Churchill, Gorbachov), o prolongaron su ejercicio durante varios mandatos en distintos sistemas democrático-liberales (fue también el caso de Churchill, pero sobre todo de Adenauer, De Gaulle, Thatcher o Kohl).  

Sin ser, por tanto, un psicólogo, Ian Kershaw retrata la personalidad de esos liderazgos con especial destreza. Pone el foco en esos liderazgos carismáticos, en ocasiones de personalidades autoconstruidas por una maquinaria de propaganda aplastante (mercadotecnia política avant la lettre), donde se destacan atributos inexistentes que las masas (ese “cortejo de creyentes” como diría Weber) terminan interiorizando o padeciendo; pero, especialmente,  el autor pone también énfasis en ciertos atributos, encantos o atractivos (algunos evidentes y otros más bien ocultos) que tales líderes poseían para garantizar el culto a su figura, el seguimiento político o, en fin, la aceptación convencida o fingida de su poder de liderazgo. Bien es cierto que el contexto institucional es radicalmente diferente en un régimen totalitario, fascista o en una dictadura (por mucho que pretenda ser del proletariado) frente al sistema democrático-liberal, donde por esencia el poder es limitado (salvo circunstancias de excepción constitucional). El liderazgo político en ambas circunstancias poco o nada tiene que ver. Aún así las coincidencias de carácter son más frecuentes de lo deseable.

Doce perfiles de liderazgo y personalidad: inquietantes elementos comunes, matices y una excepción

Lenin, por ejemplo, era un individuo obsesivo, intolerante e inflexible con quien discutía sus puntos de vista. Su delicada salud le conducía a veces a “buscar alivio en volcánicas explosiones de rabia”. La construcción leninista, como expone el autor, sentó los cimientos de la desviada evolución ulterior de la URSS, aunque no sea una tesis siempre compartida. Mussolini, por su parte, tenía una personalidad despótica, era “terco e intolerante (también) a cualquier parecer contrario al suyo”, vengativo y defensor de la violencia como método político.  Se caracterizaba por su doblez política, sus habilidades tácticas y el sentido de oportunismo; aun así, fue, frente a Hitler, un dictador débil, causante de “la desastrosa gestión de la guerra”. Lo que “dejó tras de sí fue un país en ruinas”.

Hitler, a quien Kershaw conoce muy bien, era inicialmente el arquetipo “de hombre sin cualidades”. Fue siempre “un individuo autoritario, colérico, intolerante y egocéntrico”; de comportamiento antihumano y expresión viva “del odio racial”, que “no dejó tras de sí nada constructivo”, sino una monumental devastación y un horrible Holocausto, entre otros ejemplos de un legado que prácticamente nadie reclama. Por su parte, el sello que Stalin imprimió a su régimen “fue el del terror”: el número de personas ejecutadas, encarceladas o confinadas en condiciones inhumanas “se cuenta por millones”. Con un marcado desorden de personalidad y un temperamento paranoico, “veía traiciones (cuando no trotskistas) por todas las esquinas”. Era “una persona profundamente vengativa” e inmisericorde con sus víctimas (aquí las personalidades de Stalin y Hitler se entrecruzan, pues ambos fueron la expresión más sombría “de la importancia que puede llegar a tener el individuo en la historia): “La vida humana carecía de valor a sus ojos”.

El contexto institucional y la cultura democrática en la que emergió el diletante político que fue Churchill, era radicalmente distinto. En sus rasgos de personalidad “era extremadamente egotista”, con una inquebrantable confianza en sí mismo “y una arraigada tendencia al autoritarismo”, con tendencias innatas dictatoriales. Asumió el poder a los sesenta y cinco años de edad. Y el contexto de la Segunda Guerra Mundial lo encumbró a las más altas cotas del liderazgo político, al menos durante esos años. Su lema preferido fue el de “Tomar medidas hoy mismo”. Como señala Kreshaw, tal como les ocurre “a muchos de los líderes que prueban el elixir del poder, también Churchill se resistió a dejarlo”. Volvió al poder con setenta y siete años. Pero ya no era el mismo, ni tampoco las condiciones. Al otro lado del canal, sobre quien fuera Presidente de la V República francesa, se construyó lo que el autor denomina como “el mito de De Gaulle”. Era un tipo, tal como lo sufrieron quienes con él bregaron,  “soberbio, intolerante, áspero y bruscamente desdeñoso”. Con un “autoritarismo instintivo” que se mezclaba con un carácter dominante, si bien enmarcado en la Constitución (en especial en la que promovió y le ha sucedido). También era persona obstinada, con actitud altanera y de “modales frecuentemente desabridos”. Así no es de extrañar que chocara con Churchill, temperamentalmente muy próximo, si bien con flema británica. Su legado fue, sin duda, la duradera Constitución de la V República Francesa, hecha en buena medida a su imagen y semejanza, que acabó con el inestable régimen político de la IV República.

Adenauer, por su parte, pasó de ser alcalde de Colonia, durante la República de Weimar y tras sobrevivir al nazismo, a ser elegido Canciller, “por un solo voto … el suyo”. Llegó al poder con setenta y tres años y con la advertencia de su médico de que no podría permanecer en el mando más de un año. Estuvo catorce, hasta los 87 años. La reconstrucción de una Alemania Occidental devastada es en parte su gran legado. Hombre con particular ambición, fuerte personalidad, dotado de habilidad, perspicacia y determinación, pero también de rasgos mucho menos amables: “Era de lo más tenaz y mostraba una tendencia inequívocamente autoritaria”.  

Menos interés y trascendencia para el devenir de Europa tuvieron los perfiles de Franco y Tito, a quienes el autor dedica sendos capítulos. De Franco destaca su carácter “reservado y distante, frío desde el punto de vista emocional, cautelosamente calculador (…) y cruel con sus enemigos derrotados”. Además, señala, “era ambicioso”, con total falta de humanidad en el trato hacia sus enemigos políticos en España”. Fomentó un sistema “que se apoyaba en un nivel tremendo de corrupción y sobornos”, como argamasa que unía a la élite política y económica. Su legado, aunque el autor no es tan contundente, fue un total desastre. Una España más rota, que hubo de coserse de emergencia en los años de la transición. Quedaron muchas heridas sin curar y un sinfín de problemas abiertos. La personalidad de Tito, en el otro lado de la trinchera ideológica si bien en un marco también totalitario/autoritario, era la propia “de los dictadores (y en cierta medida de todos los líderes políticos): era implacable». Sin acercarse a la crueldad de Stalin (de quien escapó astutamente de sus garras), mostraba una dureza inflexible. Tenía “un carácter violento que se convertía en furia repentina”. Su autocracia comunista terminó siendo grotesca a los pretendidos ideales socialistas que decía defender: gozaba de un lujo obsceno y enfermizo. Su legado más que efímero fue inexistente. La Yugoslavia unida se fragmentó en “mil pedazos” aun pendiente de algunos ajustes.

Margaret Thatcher estuvo el en poder casi doce años. Su acceso, como en casi todos los casos, vino de la mano de las circunstancias. En un contexto de declive del Reino Unido, su imagen pública de persona inflexible le favorecía: “se desenvolvía bien en la discusión áspera y la disputa enconada”. Tenía un evidente vicio a “la arrogancia del poder”, que “le volvió funestamente impermeable a cualquier consejo que no le gustara”. Apadrinaba a los suyos («¿Es de los nuestros?, siempre preguntaba) y demonizaba o aplastaba a quien no comulgara con su ideario. Sagaz políticamente, tenía una cierta adaptación oportunista, lo que no desmentía su dureza. Fue conocida como la “Dama de Hierro”, y posiblemente con su marcada hostilidad a la profundización de la integración europea se ha convertido, pasados los años y ya “desde la tumba”, en “la madrina del brexit”, También, con su marcado sello neoliberal, puede ser considerada como la precursora de la polarización política y del populismo de derechas.

Gorbachov, a juicio de Kreshaw, “fue, a todas luces, el personaje europeo más sobresaliente de la segunda mitad del siglo XX” (juicio que agradará sin duda a mi buen colega en inquietudes públicas Jesús López-Medel, estudioso atento del personaje). El perfil de la personalidad de Gorbachov que dibuja el autor es bastante más amable: de inextinguible autoconfianza, optimismo ingenuo, capacidades de persuasión e inagotable energía. Se tuvo que enfrentar a una tarea hercúlea. En su juventud, “fue un muchacho seguro de sí mismo, muy inteligente y sumamente resuelto (…) y con una notable habilidad para someter a los demás a su voluntad”. Aun así, lo apostó todo al cambio político y no al económico (luego reconoció el error), lo que le mereció críticas muy duras del líder chino Deng. Su estilo de liderazgo era, en efecto, muy distinto a los antes expuestos: “Combinaba el entusiasmo y el optimismo natural con el encanto personal, la elocuencia y una inteligencia manifiesta. Se valía de la persuasión, no de la imposición”. Aún así, “tenía en sí mismo una confianza que rayaba en la arrogancia”. Tal como concluye el autor: “cabe decir rotundamente que (a pesar de su escaso tiempo en el poder) un individuo cambió la historia, y fue para bien”.

Y el libro se cierra con el semblante de Helmut Kohl, “canciller de la unidad, impulsor de la integración europea”. Frente a la talla política de sus predecesores (Brandt o Schmidt), parecía una figura un tanto mediocre y carente de carisma. Sin embargo, “tenía una insaciable ansia de poder político. Y para él el gobierno era un vehículo de poder personalizado”, como lo es todavía para líderes políticos más cercanos. Su estilo era anticuado, y “cada vez más autoritario”. Patoso en las relaciones exteriores, fue corrigiendo gradualmente esos efectos, hasta triangular bien con Gorbachov y con Reagan. Tuvo la suerte de coincidir históricamente con el primero que le allanó el camino a la gloria política de la reunificación de Alemania, así como con la colaboración de Bush (padre) en ese objetivo. Ese fue su gran legado.

Preocupa, en fin, dentro de las grandes distancias, las relativas coincidencias en muchos de estos perfiles de liderazgo de rasgos de personalidad marcados por la intolerancia, el autoritarismo o la soberbia, que en algunos casos se mezclan con un culto totémico a la personalidad narcisista y en otros con evidentes rasgos de psicopatía (más común de lo deseable en los liderazgos políticos), hoy en día también arraigados en la política española. Como bien dice Kershaw, “el caso de Gorbachov es, en cierto modo anómalo”. En todo caso, al menos los líderes de los sistemas democrático-liberales tienen mandatos limitados y deben sujetarse a restricciones en su ejercicio del poder, propias del juego del principio democrático y de separación de poderes. Pero es cierto, como concluye el autor, que,  incluso en las democracias liberales con sistemas de pesos y contrapesos, un ejercicio continuado del poder tiene el potencial de erosionar esos límites constitucionales y ofrecer rasgos despóticos. En algunos casos, es más, en mandatos cortos (como vimos con Trump, entre otros malos ejemplos) también se intenta, erosionando gravemente la estabilidad constitucional de un país. Y la sentencia de Ian Kershaw es muy ilustrativa: “La concentración del poder mejora las perspectivas del impacto potencial del individuo, aunque muchas veces con consecuencias negativas, a veces catastróficas” (cursiva del autor).

EL FRACASO DEL EMPLEO PÚBLICO COMO INSTITUCIÓN

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(Imagen cedida por Fernando Escorza Muñoz, reservados los derechos de reproducción)

“La naturaleza de las instituciones burocráticas es igual o incluso más importante que la naturaleza de las instituciones políticas”

(Dahlström y Lapuente, Organizando el Leviatán, Deusto, 2018, p. 243)  

De la Función Pública al Empleo Público

Cuando han transcurrido más de quince años desde la aparición normativa de esa institución bastarda denominada Empleo Público (Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público; hoy en día, TREBEP), bien se puede concluir que su inserción se ha saldado, en términos analíticos, como un rotundo fracaso.

Desdibujada la institución secular de la Función Pública y sumergida en los evanescentes contornos de lo que es esa entidad emergente del Empleo Público, que ya se ha extendido –rompiendo las costuras normativas del propio TREBEP- al sector público empresarial y fundacional (algo que ya hicieron las leyes de PGE de la anterior crisis, y han reforzado la Ley 20/2021, el Real Decreto-Ley 32/2021 y el reciente Acuerdo Marco para una Administración del siglo XXI), el foco de la nueva institución se puso en la dimensión subjetiva (el empleado público), que  se convierte así en el punto determinante del problema, y, por tanto, la finalidad de la institución se reduce a la mejora de las condiciones laborales (muy superiores, por lo común, a las del sector privado), más retribuciones, y más derechos de los empleados públicos. Las responsabilidades, la ética del servicio público o el viejo concepto de los deberes, son cosas del pasado. Ya no interesan. El empleo público ha laboralizado hasta los tuétanos la función pública, difuminando su rol institucional. El paralelismo empresarial trasladado al sector público resulta grotesco.

La tradicional institución de la Función Pública, como su propio enunciado indica, tiene su fundamento histórico en ser una institución del Estado cuya legitimidad democrática implica servir a la ciudadanía como razón última de su existencia. En efecto, en un Estado democrático y social de Derecho en el ADN de la institución de Función Pública está la idea de servicio público efectivo, pues la ciudadanía es su razón existencial. El Empleo Público (creado por el Estatuto Básico del empleado público), sin olvidar retóricamente esos fines, pone por delante la necesidad existencial de atender primero a las exigencias y reivindicaciones de quienes deben prestar tales servicios (empleados); legítimas, pero no existencialmente determinantes. El ciudadano pasa a ser, así, un mero receptor anónimo y pasivo de tales servicios, abandonando su posición central de fuente última de legitimidad del poder burocrático en un Estado democrático, así como de patrono efectivo de quienes prestan tales servicios públicos, pues al fin y a la postre sus emolumentos proceden en última instancia de las contribuciones fiscales de la ciudadanía. En Empleo Público los patronos son los políticos, con los cuales se trata de trenzar una comunión espuria de intereses (partidos-sindicatos) al margen de la ciudadanía. La Administración se traviste de “empresa”, con la gran ventaja de que vive enchufada a los presupuestos públicos y de cuyos resultados nadie al parecer rinde cuentas.

Los subsistemas de empleo público en la AGE y en las administraciones territoriales.  

Bien es cierto que la institución de la Función Pública derivó en diferentes momentos de nuestra historia administrativa en corporativismo, hoy en día aún existente, por ejemplo, en diferentes cuerpos de élite de la Administración General del Estado. La alta función pública de la AGE tiene, en efecto, algunos problemas endémicos de notable gravedad (sistemas de acceso basados en algunos parámetros obsoletos, lejanía y falta de expresión de la diversidad territorial, social y lingüística de España, acantonamiento corporativo en estructuras cerradas e incomunicadas, etc.), que no son precisamente menores, aún así representa en estos momentos el último vestigio de lo que fue una institución tradicional de Función Pública en fase de extinción, lo que es un incentivo más para plantear también su necesaria reforma.

Las Administraciones territoriales (Comunidades Autónomas y entidades locales, entre otras), aparentemente guiadas por un isomorfismo institucional, en la práctica han construido subsistemas de empleo público vicarios en buena medida del poder político de turno, dotados de una evidente falta de capacidades ejecutivas y asimismo de una más que notable imposibilidad fáctica de atraer talento a su sector público, conformando –con mayor o menor intensidad, según los casos- burocracias administrativas generosas en su número y condiciones (mejores que las de la AGE), volcadas al trámite o gestión departamental o sectorial,  a las que se accede  en algunos casos (lo cual es un fuerte déficit) sin especiales exigencias técnicas (tampoco idiomáticas, salvo sus lenguas propias donde las haya), no fomentando, salvo excepciones puntuales y como tampoco lo hace la AGE, la creatividad, la innovación, incluso de la capacidad de iniciativa, por no citar en algunos casos la perversa tendencia a una baja implicación, solo limitada por el esfuerzo siempre generoso de algunos funcionarios clave. El resultado son subsistema de empleo público planos alejados de los desafíos actuales y de la inevitable transformación de lo público. Dicho en palabras más llanas: inservibles, amén de caros, para lo que España y sus territorios necesitan y necesitarán en los próximos años.

Además, el empleo público como institución se retroalimenta a sí mismo. Crea burocracia y cargas administrativa para justificar su propia esterilidad existencial. Lo importante a sus efectos es que haya empleados públicos, cuantos más mejor, lo que hagan y cómo lo hagan pasa a ser una cuestión adjetiva, puesto que atender los servicios públicos, en ese enfoque hoy día dominante, es cuestión de número, no de calidad de las prestaciones ni menos aún de gestión de la diferencia. Sorprende así que en el reciente Acuerdo Marco para una Administración del siglo XXI, suscrito el pasado 19 de octubre de 2022, cuando ya hemos entrado de lleno en la tercera década de este siglo, se hable de “retener y potenciar el talento”, pero no se haga ninguna mención a cómo atraerlo y menos aún a cómo captarlo, como si tal atributo fuera un don de la humanidad en general y de la juventud en particular. El relevo generacional se viste de “juventud”, condición necesaria, pero en ningún momento se habla de atraer a los mejores. Hablar de talento público se ha convertido hoy en día en un mito o eslogan vacío, más aún cuando el sesgo dominante de los actuales procesos de incorporación de efectivos al sector público (unos por exceso formal y la mayor parte por defecto material) van precisamente por el camino contrario. La atracción de la función pública de élite en la AGE convence sobre todo a hijos de altos funcionarios (por razones de estatus), a aquellos que pretenden utilizar el acceso a un cuerpo como trampolín al enriquecimiento en el sector privado o a quienes quieren vivir de la nómina pública el resto de sus días. También los hay que son llamados por la idea de servicio público, pero no tantos como debiera. En el empleo público territorial, la opción dominante es por la comodidad existencial (proximidad) y por la seguridad que proporciona trabajar en lo público, con bajas o inexistentes exigencias de acceso. Tengan claro que nunca habrá talento en el sector público si el acceso está reñido con la gestión de la diferencia y la promoción del mérito. Nada se retiene y menos aún se promueve, cuando no existe. El llamado talento público es expresión hoy en día fortuita de una individualidad, algunas veces incluso extravagante e incómoda en estructuras planas e inservibles, no es una política de recursos humanos de la función pública. No nos engañemos.

Un modelo fracasado. Tres ejemplos: Digitalización, gestión de fondos europeos y (falta de) continuidad de los servicios públicos.

Hay muchos ámbitos donde el fracaso de la institución del Empleo Público se palpa de modo diáfano. Uno de ellos es la digitalización mal entendida, proyectada esencialmente en clave endógena (más recursos tecnológicos para la Administración “electrónica” y más competencias digitales para su personal), con el efecto placebo de mejorar (aparentemente) la eficacia de los servicios internos, pero que, sin darse cuenta, está configurando en muchos casos  una Administración distante  y antipática como fortín inaccesible a la ciudadanía que, tras la fría pantalla y la despersonalización del trato maquinal, está empezando a ofrecer rasgos de fuerte deslegitimación y, por añadidura, también hacia quienes a ella dicen servir. Una Administración Pública que funciona de modo intermitente a pleno rendimiento escasamente siete meses al año, mientras que en el resto del período anual (por cierto, casi toda a la vez) buena parte de su plantilla vaca, disfruta de permisos y licencias, o se construye “puentes o acueductos”, difícilmente puede garantizar el también tópico de la continuidad de los servicios públicos. Guste más o guste menos, con excepciones que sin duda las hay, y por muchas más razones que no se pueden sintetizar aquí, los servicios públicos a la ciudadanía funcionan cada día peor, por mucho de que, tras más de treinta años, se siga insistiendo en la persistencia inútil de modernizarlos (expresión, por cierto, gastada ad nauseam).

Los ejemplos se podrían multiplicar. Pero el más lacerante en estos momentos se halla en el fracaso de conducción y gestión que están suponiendo los fondos europeos vinculados al Plan de Recuperación. Tras casi año y medio desde la aprobación del PRTR por la Comisión, parece obvio resaltar que los fallos de gestión  son clamorosos. Como ya indiqué en su momento, las posibilidades de que tal gestión se atragantara era un riesgo evidente, que parece confirmarse. La Administración General del Estado se echó bajo sus espaldas un pesado fardo de gestión (con evidentes intenciones políticas de rentabilizarlo políticamente en el próximo año electoral), articulando un modelo de Gobernanza cuarteado en Departamentos y con un liderazgo ejecutivo orientado a la fiscalización de los recursos, pero sin apenas liderazgo coordinador efectivo. Además, la AGE pretendía modificar su estructura de funcionamiento a través de la multiplicación de las unidades provisionales de gestión departamental de fondos que tenían como misión captar talento interno en una materia en la que los recursos personales de gestión no abundaban y que más bien había que crearlos ex novo con programas formativos, que han sido impulsados con notable tibieza. Pero lo más serio es que se olvidaba que la AGE  podía tal vez ser una organización con fuertes atributos de concepción y coordinación, pero sin apenas músculo ejecutivo (salvo en departamentos puntuales). Gestionar fondos europeos sin capacidades ejecutivas detectadas, tal como advirtió Mariana Mazzucato, se  convertía así en una misión imposible. Que es lo que está pasando. Unos (AGE) echan la culpa a otros (CCAA) y estos a aquellos. Y la casa sin barrer.

El enorme retraso en el proceso de gestión de fondos europeos se ha pretendido resolver en algunos casos puntuales con el recurso fácil de la externalización. En otros casos se ha acudido a la búsqueda inútil  de “talento externo” (contrataciones) o la captación de directivos temporales provenientes del sector privado (lo mismo que meter un pulpo en un garaje). Llama así la atención que, tanto en la Administración General del Estado como en numerosas Comunidades Autónomas (en algunos casos de forma muy reciente), se haya llegado a la lapidaria conclusión de que no existen recursos personales internos (esto es, que no hay el tan manoseado talento interno del RDL 36/2020) para llevar a cabo tal gestión de fondos europeos. Si una institución de función pública o de empleo público es incapaz de proveer del talento y de la capacidad de gestión necesaria para afrontar un desafío contingente en el que el país se juega parte de su futuro existencial, sencillamente cabe concluir que no sirve para los fines que fue creada.

Los desafíos pendientes y la oportunidad perdida: ¿Reconstruir la Función Pública?

El reiterado Acuerdo Marco para una Administración del siglo XXI, aboga por reformas en el marco legislativo actualmente existente para insertar las mejoras  en el estatuto  de los propios empleados públicos. La visión estratégica de este Acuerdo es muy limitada y timorata. Da la impresión de que se ha perdido una oportunidad histórica para llevar a cabo un verdadero diálogo social estratégico, que pusiera frente al espejo los verdaderos problemas por los que atraviesa esa institución que se rebautizó con el enunciado de Empleo Público. Tal vez ha llegado el momento de repensarla por completo y abrir un proceso de reflexión estratégica que redefina su inevitable transformación para que las Administraciones Públicas se enfrenten a los enormes desafíos que se plantean en esta tercera década del siglo XXI, ya que con este destartalado empleo público actual nunca se podrán abordar de forma cabal.

Algo habrá que hacer para afrontar, entre otras muchas cosas, la recuperación económica y la necesaria resiliencia de nuestro sector público, amén de su inaplazable transformación; la revolución tecnológica y sus inmediatos impactos en su afectación tanto al número como al perfil de los empleos (funciones y tareas) que requerirá la Administración Pública antes de 2030; el imparable relevo generacional que implica un desafío de magnitudes estratosféricas frente al cual las Administraciones Públicas, conducidas por una política miope, no tienen aún ni siquiera una hoja de ruta clara sobre cómo enfrentarse a ese problema; y en fin, por no seguir, cómo encarará el sector público los monumentales desafíos, que ya no son amenaza sino realidad palpable, de los devastadores efectos del cambio climático o de la propia gestión de los ODS de la Agenda 2030, cuya transversalidad exige una organización distinta, mucho más flexible y adaptable, que trabaje por misiones (véase, por ejemplo, el interesante caso del Ayuntamiento de Valencia: Misión Climática 2030), module el rol de los silos o departamentos, y, por lo que ahora nos convoca, que disponga de servidores públicos con una mirada, un marco conceptual, así como unas herramientas de gestión absolutamente distintas y distantes de las que actualmente manifiesta un empleo público que, como institución, se muestra obsoleto, caro e incapaz, por lo menos hasta ahora, para dar una respuesta  mínimamente convincente a todos y cada uno de los problemas expuestos.  En suma, se constata fehacientemente el fracaso de un modelo.

CRISIS INSTITUCIONAL Y SEPARACION DE PODERES EN UN ESTADO “CLIENTELAR” DE PARTIDOS

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(Foto cedida por Fernando Escorza Muñoz, reservados los derechos de reproducción)

“El poder del político para designar al personal de los organismos públicos, si se emplea de una manera implacable, bastará a menudo por sí mismo para corromper dicha función supervisora”

(Schumpeter, Capitalismo, Socialismo y democracia, vol. II, Página Indómita, 2015)

Degradación institucional y papel de los partidos

El deterioro institucional de las instituciones en España viene de lejos, aunque se haya agudizado recientemente por la confluencia, principalmente, de dos elementos: en primer lugar, la polarización política extrema que, rotos los escasos puentes existentes, ha conducido a insensatas políticas de bloqueo o de manifiesta incapacidad negociadora, pero también a una concepción cada vez más acentuada de que las instituciones son “un cortijo” propiedad del Gobierno de turno y del partido mayoritario de la oposición; y, en segundo lugar, paradójicamente, el cada vez más bajo sentido institucional de representantes, gobernantes y cargos institucionales, que extraídos, por lo común, de menguantes nóminas de militantes y de fieles, dependientes o “independientes”, de los partidos en liza, ha contribuido a que esas instituciones se desangren y pierdan altas dosis de credibilidad ciudadana.

Cuanto menos militancia y predicamento en la sociedad civil tienen los partidos, más cerrados y oligárquicos se están volviendo. Alejados cada vez más de la sociedad (Piero Ignazi, Partido y democracia, 2021), su continuidad existencial depende en última instancia de seguir viviendo enchufados a los presupuestos públicos y de disponer de un abanico de poltronas (representativas, institucionales o de cargos directivos en la administración y en su sector público) para repartir presupuesto entre los suyos y sus allegados. Ese parece ser el pegamento ideológico que da cohesión hoy en día a unos partidos que, como reconoció Peter Mair (Gobernando el vacío, 2015), viven adosados al Estado, y hacen del populismo y la demagogia sus señas actuales de identidad. Que nadie se sorprenda, por tanto, si la ciudadanía les vuelve la espalda y la antipolítica crece.

El intento de control de las instituciones por los partidos es una tendencia general, pero en España adquiere tintes descarados. Tampoco es de ahora, aunque ahora se advierta más, o muestre su rostro  más feo. En este país, los problemas anudados a tal patología institucional se multiplican también por dos tipos de circunstancias: por un lado, en términos cuantitativos la ocupación partidista de las instituciones y administraciones públicas adquiere unas dimensiones estratosféricas, que son desconocidas en las democracias avanzadas de nuestro entorno; y, por otro, debido a nuestro pesado legado histórico y al secular desprecio por el papel las instituciones, la cultura institucional está en caída libre. El sentido institucional brilla por su ausencia. Apenas cotiza.

El principio de separación de poderes entre legitimidad democrática, corporativismo e imparcialidad

La carencia de cultura institucional implica que prácticamente por ningún líder ni fuerza política se advierta que el constitucionalismo es, en esencia, un límite al ejercicio del poder, y de que una pieza esencial del funcionamiento institucional de un sistema de separación de poderes radica en diseñar y aplicar de forma adecuada mecanismos efectivos de pesos y contrapesos como frenos del poder, pues tales límites o restricciones son –según reconoce Fukuyama- “una especie de póliza de seguros” del Estado Constitucional (El liberalismo y sus desencantados, 2022), que le diferencia de las autocracias, donde los límites institucionales al poder apenas existen.

Bien es cierto que la separación de poderes convive necesariamente con la legitimidad democrática. Sin embargo, fue antes el huevo que la gallina. Suman, no restan. La arquitectura institucional de pesos y contrapesos nació ante que el Estado democrático, como un diseño institucional encaminado a limitar el poder despótico. El fundamento exclusivo en la legitimidad democrática de los nombramiento de cargos o de personal directivo, sin enmarcarlo adecuadamente en la estructura institucional en la que opera, conduce inevitablemente a la politización de las instituciones y de su propio funcionamiento, supone la quiebra la continuidad institucional (siempre vicaria de la contingencia del poder político de turno) y traspasa el campo de batalla de la lucha política descarnada, tal como estamos viendo a menudo, a las instituciones de control, reguladoras o a la alta Administración. Todo se resume en el nocivo dilema de “si es uno de los nuestros”.

En un contexto de alta polarización, la incidencia de la política sobre las instituciones puede ser letal. Efectivamente, los poderes y su pretendida división y control se difuminan en el juego de mayorías/minorías o en el enfrentamiento de bloques, reduciendo la vida institucional a una prolongación de la dicotomía schmittiana entre “amigo/enemigo” político. O dicho de otro modo, quien gana las elecciones se lleva todo (especialmente en aquellas instituciones que se renuevan al ritmo o en los plazos de cada mandato político), pero la legitimidad del sistema sangra sin parar. Así, sin contrapesos efectivos, la fuerza del poder (sea este de derechas o izquierdas), se transforma fácilmente, como describió magistralmente Montesquieu (siempre tan citado y pocas veces leído o comprendido), así como por el oráculo de Ciencia Política que fue El Federalista, en abuso flagrante, despotismo benigno (Tocqueville) o, inclusive, en pura tiranía. Donde no hay frenos institucionales, el poder tiende al abuso. Está en la naturaleza de las cosas.

Pero conviene advertir de inmediato que tampoco la separación de poderes se salvaguarda, ni muchísimo menos ahogándola en el corporativismo. El péndulo español de nuestra historia político-constitucional nos ha dado un largo período de liberalismo aparente o formal, junto a varias décadas de predominio corporativo. Somos hijos de ese perverso enfoque bipolar: politización/corporativismo. El saldo, es un fracaso rotundo del país en términos de estabilidad constitucional y gubernamental o administrativa. Por tanto, la despolitización de las instituciones no se garantiza con un mayor peso del corporativismo hasta el punto de hacerlo dominante (sea en el gobierno del Poder Judicial, sea en la alta Administración Pública o sea en cualesquiera otras instituciones permeables a tal patología), sino que se asienta en un justo equilibrio entre legitimidad democrática y articulación efectiva de un sistema de contrapesos,  que comporte no solo dotar de garantía orgánica de independencia o autonomía funcional a las estructuras institucionales, sino también proveerlas de perfiles personales en su composición que salvaguarden y hagan efectivos los principios de profesionalidad, imparcialidad e integridad en el desarrollo de sus atribuciones y en el funcionamiento de las instituciones como órganos de control, reguladores, de gobierno o de dirección pública. Todo ello adaptado al tipo y sentido de cada institución.

En efecto, no es lo mismo proveer de nombramientos para el Tribunal Constitucional, el CGPJ, la CNMC u otras autoridades independientes o para la alta Administración Pública; pues el rol institucional de cada órgano en el esquema de división de poderes y de control del poder es muy distinto, por lo que el peso de la discrecionalidad política (asentada en el principio de legitimidad democrática) juega en el marco de los contrapesos de la limitación del poder y, por tanto, debería ser decreciente conforme el papel de las instituciones fuera, por ejemplo, predominantemente de control y regulador, donde esas garantías deberían ser máximas; o consistiera en funciones de Gobierno de un poder del Estado (como es el Consejo General del Poder Judicial), donde esas garantías deberían ser también muy reforzadas con la finalidad de evitar la politización de la justicia, su dependencia del poder político y, por consiguiente, la puesta en duda de su  actuación imparcial, atributo sobre el que se asienta la confianza ciudadana en ese poder del Estado; o, en fin,  en la provisión de cargos directivos en la alta Administración, donde tales garantías deben estar presentes también, pudiendo estar combinadas (si bien no necesariamente) con un razonable margen de discrecionalidad, que solo debería desplegarse una vez acreditados tales perfiles profesionales (competencias) ante una autoridad independiente de nombramientos (como es el caso de la CRESAP, en Portugal) por quienes aspiran a esos niveles de responsabilidad. En España estamos a años luz de tales experiencias y algunos intentos (salvo en el mundo de la cultura) se han saldado con estrepitosos fracasos por el pésimo diseño procedimental y el manoseo político indecente (RTVE). Si el mérito no funciona y la designación pura política se impone, la captura de las instituciones por los partidos es un hecho inevitable, salvo que se rescate del baúl de la historia el mecanismo de elección por sorteo (Bernard Manin).

España como paradigma de un Estado clientelar de partidos

Lo cierto es que difícilmente puede actuar como contrapeso del poder (y, por tanto, de forma imparcial, profesional e íntegra)  quien es amigo del Gobierno o de los partidos que le han promovido y que en no pocos casos ha sido colocado en las instituciones de control para actuar como correa de transmisión del partido que le propuso. Como expuso Pierre Rosanvallon en el que es probablemente el mejor libro para comprender el papel de los órganos de control en un sistema constitucional (La legitimidad democrática, 2010), “la imparcialidad es una cualidad y no un estatus”. Sin instituciones de control independientes e imparciales, pero sobre todo sin personas que las compongan que actúen bajo las premisas de la profesionalidad, imparcialidad, reflexividad e integridad, el sistema constitucional se aproximará cada vez más a una oligarquía constitucional; un régimen que echó raíces profundas en España y que denunció Joaquín Costa hace más de 120 años. ¿Ha cambiado algo desde entonces? No lo parece. España sigue anclada en ese oscuro pasado en el que, tal como se dijo, “el caciquismo (hoy clientelismo) no es (solo) un vicio del Gobierno; es una enfermedad del Estado (y de la sociedad)” (Altamira, Buylla, Posada y Sela; “Observaciones” al informe de Costa sobre Oligarquía y caciquismo como la forma actual de Gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla II, Guara, 1982, pp. 81-82).

Tampoco parece de recibo que se pretendan utilizar las instituciones de control del poder, pervirtiendo su naturaleza y función, como medio de hacer oposición política partidista por vías paralelas cuando no se dispone de la mayoría, ya sea para bloquear esta (vetocracia), o ya sea en prevención de que el poder se pueda perder a corto o medio plazo con la finalidad de hacer la vida política más incómoda al gobernante de turno. Esa estrategia política chusca con efectos instantáneos o diferidos (practicada por doquier), comporta empujar a las instituciones al barro político. Por consiguiente, a la destrucción de su legitimidad institucional y condenarlas al desprecio ciudadano.

España no tiene ni ha tenido tradición democrática liberal en la aplicación efectiva del principio de separación de poderes. Y esa cultura no se adquiere en pocos años ni siquiera en pocas décadas, sino que se asienta con el gradual, equilibrado y correcto ejercicio del poder en el marco de los límites de la política institucional. Incumplir procedimientos daña seria y profundamente la credibilidad e imagen institucional; pero  ofrecer un constante espectáculo de “reparto de cromos” entre el cártel de los partidos (Katz) también afecta  gravemente a la confianza ciudadana y erosiona la democracia.

El hecho evidente es que España, con las profundas raíces de un histórico caciquismo hoy día mutado en clientelismo voraz, representa en estos momentos el vivo paradigma de lo que se puede calificar sin ambages como un Estado clientelar de partidos. El manoseo institucional, más o menos grosero, ha formado parte de la política española desde los primeros pasos del Estado Liberal y se ha practicado con empeño creciente desde 1978 a nuestros días, momento en el que el deterioro institucional amenaza ruina. La clave diferencial radica en que antes, por lo común, los nombramientos recaían sobre personas de cierto prestigio académico o profesional, mientras que en los últimos tiempos se buscan perfiles vicarios, fieles o férreos guardianes de la política del partido que se traslada sin rubor a esos espacios institucionales como prolongación de la política partidista. Hablar en este contexto de separación de poderes y de confianza ciudadana en sus instituciones, es una mera ficción de burdos ilusionistas políticos, en los que ya pocos creen. Y no es buena noticia, precisamente. Tampoco para ellos.

CAMINOS DE LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL

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“La inteligencia artificial está invadiendo silenciosamente nuestras vidas”

(José Ignacio Latorre, Ética para las máquinas, Ariel, 2019, p. 225)

“En vérité, l’idéologie libérale qui les irrigue depuis leur origine jusqu’à aujourd’hui les rend aveugles à d’autres enjeux cependant connexes. Aucune autre motif que le respect de la vie privée, ne les préoccupe”

(Éric Sadin, L’intelligence artificielle ou l’enjeu du siècle. Anatomie d’un antihumanisme radical, Éditions l’Échapée, París, 2018, p. 233)

Felipe Gómez-Pallete y Paz de Torres han escrito un libro –con prólogo de Antonio Garrigues Walker y epílogo de Fernando Gonzáles Urbaneja- que califican de divulgativo, pero que es bastante más que eso, aunque también lo sea. Muy bien escrito, con pulso narrativo mantenido y una excelente sistemática, también muy trabajada, Que los árboles no te impidan ver el bosque  (ACCD/Círculo Rojo, 2022) tiene un subtítulo (Caminos de la Inteligencia artificial) que es realmente el objeto de la monografía, pues se ocupa “de uno de los fenómenos más complejos e influyentes de nuestro tiempo, la así llamada inteligencia artificial” (IA), e intenta desbrozar para el lector profano cuáles son los inciertos senderos por lo que tal noción, tan popular y desconocida al mismo tiempo, podrá transitar.

Arrancan los autores de las dificultades que comporta acotar qué sea realmente la IA, cuando –como bien dicen- ni aún hemos conseguido el consenso científico necesario para definir qué es la inteligencia humana. En verdad, con la noción IA lo que se pretende es, al fin y a la postre, imitar lo humano e incluso superarlo, llegando a ese estadio en el que las máquinas vayan más lejos de lo que hacemos las personas y abriendo esa todavía incierta etapa del transhumanismo, tan bien estudiada en sus múltiples incertidumbres y consecuencias por Luc Ferry cuando trata los problemas éticos, jurídicos y sociales del perfeccionamiento humano a través de la ciencia y la tecnología (La revolución transhumanista, Alianza, 2017), donde ya anuncia –como hacen también los autores-  sobre el posible crecimiento de la desigualdad social que esa concepción aumentada puede implicar. Las palabras de Ferry enlazan perfectamente con la obra reseñada: “Aunque estuviéramos convencidos que la IA fuerte solo es una utopía, la IA débil, que ahora supera, y de muy lejos, algunas capacidades intelectuales de los simples mortales, no deja de plantear problemas muy reales”.

Con el objetivo de acotar qué es y en qué se plasma (y en qué se podrá tal vez plasmar en el futuro) eso que denominamos como IA, los autores se acompañan de muy buenos guías intelectuales, tanto de Margaret A. Boden como de Éric Sadin, así como de Ramón López de Mántaras y Manuel Alfonseca, entre otros muchos. 

De la concepción filosófica de Sadin, toman las tres características de la era antropomórfica de la técnica en la que nos hallamos: 1) El antropomorfismo aumentado; 2) El antropomorfismo parcelario; y 3) El antropomorfismo emprendedor. Las inquietudes que abre ese escenario de sustitución, superador del actual enfoque de complemento, no abandona nunca el hilo de reflexión de este sugerente y estimulante libro que aquí se comenta, en cuyo capítulo final (“Implicaciones sociales de la IA”) muestran su verdadera apuesta por que “el desarrollo tecnológico es una creación social” y, por tanto, “no es neutral en modo alguno”. Un discurso y una tesis que atraviesa todo el desarrollo argumental de su trabajo, huyendo de las concepciones deterministas que, con cínica neutralidad aparente, se invocan tan a menudo como argumento legitimador de la IA.  

Si algo cabe resaltar sobremanera de este libro es su claridad sistemática y conceptual. Digna de aplauso. Los autores abordan cuáles son los motores tecnológicos de la  IA, resumiéndolos en cuatro: hardware, software, big data y robótica. Como bien dicen, “nada nuevo bajo el sol”; ya que, además, la IA “es sobre todo la manifestación de una ancestral pulsión humana: la que nos mueve a crear seres a nuestra imagen y semejanza”, que “nos ayuden tanto a superar nuestras propias limitaciones (…) como a deshacernos de trabajos que impliquen monotonía o peligro”. En fin, la IA, concluyen, es la cara moderna “de un impulso atávico”. Se puede ver como mejora (que lo es), pero también como perfección (que lo pretende) o incluso como sustitución (a la que algunos aspiran).

En efecto, tras un sugerente repaso de cuáles son los actores institucionales que interactúan en la IA, De Torres y Gómez-Pallete se adentran en el estimulante ámbito de las dimensiones de la IA y de sus mapas mentales, concluyendo que la IA debe analizarse en su relación con los procesos de decisión a través del siguiente continuum: ayuda, inducción, decisión y actuación; dado que se trata de un “espectro que va desde la IA como mero facilitador, apoyo o soporte de la acción humana hasta la IA como prótesis de nuestra soberanía”, que podría incluso alcanzar “nuestra autoexpulsión, irrelevancia” o, incluso, prescindir de nosotros mismos, lo que los autores califican como prescindencia, a la que dedican unas importantes reflexiones epilogares. Todo ello levanta sospechas evidentes a quienes escriben, pues efectivamente se advierte un “empeño adanista por presentar a la IA como un fenómeno disruptivo”, cuyos efectos finales aún están plagados de sombras e incógnitas.

Y en este punto la claridad estructural del discurso ayuda al lector a comprender los plurales efectos que cosa tan ambigua aún como la IA pueda llegar a producir en nuestras sociedades y, especialmente, a las personas. La superación radical de ese mundo analógico para llegar al paraíso artificial, tras una transición más o menos larga (según quien opine) de profundización digital en las tecnologías disruptivas, está, sin embargo, empedrada de innumerables sombras.

Los apóstoles de la singularidad apuestan por una IA aumentada (mayor o superior que la inteligencia humana, IH). Hay, en cambio, quienes más prudentemente se mueven en que IA y IH son diferentes, lo que no implica que puedan ser complementarias (IH + IA), cooperen y sumen esfuerzos. Mientras que hay, por último, opiniones que abogan por una IA que siempre será menor  o inferior a la IH. Las diferencias descritas los autores las sintetizan en cuatro grandes posturas: a) Superación; b) Hibridación; c) Semejanza; y d) Completitud.

Pero, quizás, dónde los retos de la IA se plantean de modo más crudo es, por un lado, en el déficit innegable de regulación (el Derecho, desgraciadamente, va siempre por detrás de la realidad) que hoy en día existe, tanto en la UE como especialmente en España; por otro, en los complejos aspectos éticos que se plantean en torno al desarrollo imparable y acelerado de la IA, que deberían ser abordados a partir de un enfoque de riesgos preventivo desde el diseño a su aplicación, como obligación del investigador y, en su caso, de la empresa que comercialice tales programas, debiendo contrastar sus actuaciones y previsibles resultados a través de comités de ética (al igual que sucede en la biomedicina); y, en fin, en lo que los autores tratan con especial atención como son “las implicaciones sociales de la IA”, donde contraponen, una vez más, la visión del determinismo tecnológico frente a la apuesta del constructivismo social, que defienden lúcidamente.

Partiendo de ese esquema dicotómico, la obra se cierra con unas sucintas reflexiones sobre las que giran los debates entre determinismo y constructivismo social ante la evolución de la tecnología, como son los siguientes:

En primer lugar, el debate de la inteligencia, que abre, sin duda, la incógnita de hasta qué punto el progreso de la IA no conllevará el debilitamiento de las capacidades físicas y mentales del ser humano, lo cual ya fue advertido en su día por el neurocientífico italiano Lamberto Maffei.

El segundo debate es el de la presencia, que conlleva la inquietud y el temor a que el propio ser humano sea finalmente expulsado de sí mismo, lo que podría conducir a la irrelevancia e incluso –como antes advertíamos- a abrir de par en par “las puertas a una nueva desigualdad entre las personas”

En tercer lugar está el debate –del que algo ya se ha dicho- de la regulación. No basta con decir que la IA respete la dignidad humana y los derechos fundamentales, lo que va de suyo en un Estado constitucional democrático y social de Derecho, sino en concretar qué límites se ponen desde el marco regulador a los sistemas de IA que pueden investigarse y desarrollarse. Y acertadamente los autores apuestan “por la regulación en los primeros estadios de la cadena de valor”. Iniciar ese control regulador, como defiende Alfonseca, en la cabecera del proyecto investigador se torna capital. Pero también lo es –como defendió, entre otros muchos, el profesor de Física Teórica José Ignacio Latorre- garantizar, en el marco de los principios éticos, el código abierto y, por tanto, la trazabilidad de quienes han programado tales programas.

Y, en fin, está el debate de cierre, que no es otro que el que se debería producir (y apenas se produce) en la sociedad española. Abrir un debate desde las organizaciones de la sociedad civil (debilidad intrínseca de España) que supere el enfoque actual, necesario si bien insuficiente, del mundo académico (acantonado en áreas de conocimiento o especialidades incomunicadas entre sí). Ello es muy importante en estos momentos. Sin embargo, la sociedad española, abducida por los desarrollos tecnológicos que compra y aplica sin límite ni prudencia cabal, apenas advierte en estos momentos hacia dónde vamos ni menos aún en qué puede terminar (o hacia donde se encamina) el imparable desarrollo de la IA. Afortunadamente, estamos en la UE, que protege los derechos fundamentales y las libertades públicas, pero también hay que ser consciente de que juega en un mercado globalizado del que no puede descolgarse. Este último es tal vez el flanco más débil frente a la IA.

En suma, la pregunta, como bien se hacen los propios autores, es cómo abrir un debate honesto y amplio sobre la IA, aprovechando sus efectos sin duda beneficiosos para el desarrollo económico y social, que armonice cabalmente el desarrollo tecnológico con la persona, y lo que es capital identificando y regulando sus inevitables peligro. Tal como ponen los autores en palabras de Margaret A. Boden “antes de que resulte demasiado tarde”.

Un libro, por tanto, que llama a la implicación ciudadana en este debate y del que cabe recomendar su lectura a toda persona que tenga inquietudes en torno a la IA, pero asimismo de todo aquel que quiera comprender mejor qué es y cómo puede evolucionar en los próximos tiempos esa llamada inteligencia maquinal, que en puridad no es humana ni –al menos eso creo- podrá serlo nunca, salvo que el individuo termine siendo finalmente esclavo de “su ciencia”.

ANEXO: Entrevista a Felipe Gómez-Pallete en el diario El País 9 de septiembre de 2022: https://elpais.com/tecnologia/2022-09-07/felipe-gomez-pallete-presidente-de-calidad-y-cultura-democraticas-estamos-jugando-a-ser-dios-con-la-inteligencia-artificial.html

DE NUEVO SOBRE LA SELECCIÓN EN LA FUNCIÓN PÚBLICA

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(Foto cedida por Fernando Escorza Muñoz, reservados los derechos de imagen)

“Aquellos que poseen las cualidades de reconocer los problemas, de imaginación e intuición, cualidades esenciales para el futuro, se encuentran, sino apartados de todo puesto de responsabilidad importante, sí, al menos, fuertemente penalizados en su carrera futura”

(Michel Crozier, La crisis de la inteligencia. Ensayo sobre la incapacidad de las élites para reformarse. INAP, pp. 140-141)

Como uno no puede reinventarse todos los días, utilizaré como base de partida para esta entrada un esquema ya dibujado en 2018 que partía por enunciar 12 tesis y 6 hipótesis sobre la selección de empleados públicos y su futuro, con las necesarias precisiones y adaptaciones, así como con la inevitable advertencia de que el futuro que entonces dibujaba ya es presente; y de que también nada apenas se ha avanzado: los mismos problemas de entonces siguen siendo los de ahora. Pero no repetiré lo ya expuesto; el lector interesado puede consultarlo (aquí) (aquí) y (aquí).

El relevo silente de una generación de funcionarios y empleados públicos que se está jubilando en masa ya está plenamente en marcha (y, al parecer, a casi nadie importa que ese conocimiento se vaya al garete), pero la entrada de ese relevo generacional manifestado en un talento joven tan ansiado y apetecido por discursos gubernamentales que no tienen traslado en la práctica, no termina nunca por llegar. El tapón de la  estabilización de centenares de miles de interinos tiene devoradas las energías gestoras (pues no las hay de otro tipo) en las Administraciones Públicas españolas. La planificación estratégica en el ámbito de la selección ni se asoma. Y ello seguirá siendo así, salvo sorpresas, por unos cuantos años. Que nadie se llame a engaño. Luego, en el peor de los casos, a “tirar de bolsas” de esos procesos basura (pues nada realmente miden) para cubrir las necesidades del sector público con los residuos de la estabilización.

Esa será la tónica dominante en la inmensa mayoría de las administraciones territoriales. No así en la Administración General del Estado, donde aún permanecen incólumes (aunque con algunos desgarros) las oposiciones libres a la vieja usanza. En estos casos, la arquitectura de estos procesos obedece a pautas decimonónicas con ajustes realizados el pasado siglo, basados en pesados temarios, muchas veces destartalados en su configuración por añadidos derivados de los irrefrenables y constantes cambios normativos, sobre los cuales pretendidamente se medirán los conocimientos (y, en el mejor de los casos, alguna destreza) por órganos de selección cuya medida de las cosas (para atenuar la siempre difusa discrecionalidad técnica) radica en una plantilla o “respuesta-patrón” (necesaria  e inevitable en las pruebas test y extensiva, aunque no siempre, a las pruebas de conocimientos y destrezas). En verdad, salvo situaciones muy puntuales, las oposiciones en la AGE siguen girando en torno a un peso excesivo de la memorización de datos e informaciones puntuales, con escasa atención (salvo en cuerpos muy singulares)  a la inteligencia del sistema o al marco conceptual en el que se mueven tales exigencias de conocimientos, promoviendo, así, la selección de funcionarios de tramitación con innegables recursos aplicativos y ejecutivos, pero mucho menos orientados hacia la concepción e innovación, que habitualmente se penaliza por la propia lógica de un sistema periclitado.  Las pruebas de aptitudes y actitudes están ausentes.

Los cambios de modelos selectivos nunca son fáciles. Y probablemente haya que adoptar medidas de prudencia en su incorporación, por muchas causas que ahora no pueden ser citadas, pero entre ellas no cabe olvidar que la cultura burocrática es un legado cuya alteración no es precisamente fácil de alterar. No hay nada mejor para comprobarlo que la salida en tromba que se produjo por parte de determinadas asociaciones de altos funcionarios de la AGE o de respuestas incluso procedentes del mundo académico (con olvido sobre cómo se selecciona allí a su profesorado)  frente a un documento que promovió el entonces Ministerio de Política Territorial y Función Pública en mayo de 2021 (Orientaciones para el cambio de selección en la Administración General del Estado). Las propuestas allí contenidas son, en general, razonables, con un sensato objetivo (aspiración también del “viejo” EBEP) de homologar nuestros procesos selectivos a los existentes en las democracias avanzadas (pues hoy en día, en nuestro caso, son procedimientos obsoletos, escasamente ágiles y con déficits evidentes de reflejar la diversidad y de captar auténtico talento), aunque en su comunicación se cometieron errores de bulto. Otra cosa es el timing de su aplicación y sobre todo su ritmo o intensidad.

Las resistencias de las élites a transformar los procesos selectivos tienen causas muy variadas. Interviene, sin duda, una concepción corporativa y conservadora; pero también presiones de esa figura infausta de “los preparadores” o de las “academias privadas”. Un modelo ancestral y que abona la desigualdad y castra la transformación, cuando no resulta éticamente (y jurídicamente) altamente discutible (percepciones “en negro” de los preparadores). Pero, también sabemos que en este país los amplios espacios de discrecionalidad en una materia tan sensible cómo la selección de personas que ingresarán con vocación de estabilidad en las nóminas públicas, han sido siempre “el portillo” por el que se han cometido innumerables tropelías, atropellos, cacicadas y terreno expedito para que el clientelismo, cuando no el amiguismo o el nepotismo, afloren por doquier (argumentos siempre esgrimidos por los defensores de las oposiciones tradicionales: léase, a tal efecto, el preámbulo de la Ley orgánica provisional del Poder Judicial de 1870, sí, del siglo XIX; donde se encontrarán las mismas razones hoy esgrimidas por los defensores a ultranza de las oposiciones tradicionales). De ahí nació la exigencia de temarios, los sorteos o “bolas” que se debían desarrollar, y la memorización literal de contenidos, requisitos y sobre todo datos y enunciados legales. Así se objetivaron los procesos selectivos en España y se puso coto (relativo) al enchufismo. Y allí nos quedamos.

La clave está, sin embargo, en cómo buscar un sano equilibrio, siempre necesario, entre seleccionar a los mejores candidatos en procesos abiertos y competitivos, evitando que sólo o preferentemente midamos conocimientos memorísticos aplicados a datos adjetivos o informaciones cuya mera reproducción no incorporan realmente valor añadido. No cabe, en  ningún caso, despreciar la memoria, siempre necesaria para una correcta inteligencia de los problemas y su contexto. Uno de los errores actuales de nuestro sistema educativo consiste precisamente en demonizarla gratuitamente. El conocimiento exige esfuerzo, estudio y aplicación memorística. Pero, para ser funcionario se requieren además muchas otras cosas, y no solo esa (aunque esa también). En particular, aptitudes y actitudes.

Si la AGE está encontrando escollos sinfín para modificar sus sistemas de acceso, que, por lo demás, son casi los únicos que siguen manteniendo como principio vector la oposición libre, muchas administraciones territoriales se están dando un auténtico empacho de preterir el acceso libre y ya sólo se ingresa en ellas pasando por el peaje de la condición de “meritorio/interino” a la que se accede por un sistema de espurias “bolsas de trabajo” (en el mejor de los casos) o por medio de enchufes encubiertos o nombramientos de urgencia mal justificada. Allí el sistema de acceso está pervertido de raíz y mucho costará, si algún día se consigue, enderezarlo.

Por ello resulta refrescante que al menos alguna Comunidad Autónoma recobre la cordura y sea consciente de que, sin función pública profesional cualificada, no hay ni habrá buenos servicios a la ciudadanía y menos aún capacidad ejecutiva de la propia política. El Informe que elaboró un grupo de trabajo sobre Medidas para la innovación en los procesos de selección de personal al servicio de la Administración de la Generalitat en la Comunidad Valenciana, es, en efecto, un soplo de aire fresco, al margen de que algunas de sus propuestas puntuales pudieran ser discutidas en su diseño y en su (más que compleja) ejecución.  Son propuestas nuevas, de cierta valentía y sobre todo mayoritariamente sensatas para llevar a cabo una evolución gradual desde un subsistema de función pública envenenado por la temporalidad y la desprofesionalización hacia otro que redescubra el talento y apueste por captarlo de forma adecuada en beneficio de los intereses públicos. Bien es cierto que a ello ayuda que la propia Ley de Función Pública de la Comunidad valenciana (Ley 4/2021) haya puesto un umbral mínimo del 50 % de las plazas que se convoquen para ser cubiertas por medio de la oposición libre. Algo es algo, y en este caso (viendo el panorama comparado) es mucho.

La clave de bóveda está –como bien expone el documento- en cómo diseñar los procesos selectivos, cómo ejecutarlos y, también, en cómo dotar de órganos de selección que efectivamente puedan llevar a cabo esas tareas (el verdadero talón de Aquiles del cambio de modelo selectivo). Tampoco hay una solución fácil sobre cómo seleccionar cuando el modelo (por decisión del legislador básico) de función pública es híbrido (cuerpos/puestos de trabajo), que hipoteca todo el sistema de gestión de personas, particularmente la fase de selección.  Es quizás más discutible esa preterición, hoy en día tan de moda, de los conocimientos memorísticos (no confundir el dato adjetivo con la información necesaria para disponer de un adecuado marco conceptual que anticipe y resuelva los problemas, que hoy en día está tan abandonado). Más aún cuando la paradoja consiste en que las interesantes pruebas de habilitación que se prevén desarrollar (“tipo MIR”; aunque mucho habría que hablar sobre ello) descansan inicialmente sobre unos test, que por lo común volverán a poner el peso en la información o el dato adjetivo o circunstancial, pues es infinitamente complejo elaborar un test sólido de conocimientos que tenga por finalidad comprobar el adecuado marco conceptual de los aspirantes en esa materia. Lo más fácil cuando de elaborar test se refiere, y a lo cual siempre se acude (también por “seguridad jurídica”; esto es, para evitar impugnaciones), es ir al dato puro, que se debe memorizar por tanto. Mucho habrá que trabajar para mejorar esas trabas hoy en día existentes y arraigadas en la cultura de los test de acceso a los cuerpos y escalas de funcionarios (también, lo cual es más llamativo, del subgrupo A1). Solo mejorando eso ya se habrá dado un gran paso. Los ejercicios de composición y destrezas deben tener también otro enfoque. Si bien el plato fuerte del modelo radica en un período de prácticas y también se presume que formativo en el que se pretenden evaluar las competencias, antes del acceso definitivo a la plaza. El proyecto es innovador y, por tanto, habrá que ver cuáles son sus resultados. 

En fin, mucho habría que hablar también de esas pruebas de habilitación, dado que, como cualquier novedad en este país generará resistencias y suscitarán (ojala me equivoque) infinitos problemas aplicativos en la práctica, salvo que su diseño y desarrollo reglamentario o sus respectivas bases eviten u orillen tales nudos o cuellos de botella. El acceso a los altos cuerpos de la función pública (esto es, a quienes van a ser la élite de la Administración durante toda su vida profesional) debe venir en todo caso acompañado de pruebas de acceso exigentes que midan las capacidades de comprensión y aplicación de los marcos conceptuales, las destrezas escritas y orales, así como el conocimiento preceptivo de al menos una lengua extranjera (inglés, preferentemente)  y de acreditar las competencias digitales necesarias. Sin ese mínimo nunca se captará talento. Los test son un filtro muy relativo y a veces equívoco.  A todo ello habrá que añadir las habilidades y soft skills  oportunas y necesarias. Bien es cierto que valorar tales habilidades choca siempre contra el muro de los tribunales de justicia, cuya incomprensión de los procesos selectivos innovadores es manifiesta, dado que no cabe olvidar que los jueces en este país se seleccionan por los métodos más arcaicos que puedan imaginarse. Ni siquiera tienen ejercicios prácticos en la oposición (sí luego en la Escuela Judicial), pero tampoco prueba alguna psicotécnica  (lo que contrasta con otros modelos comparados). Pero para ellos que, han atravesado así el Jordán y besado la Tierra Prometida, los procesos memorísticos puros son los ”válidos”. Los demás, bajo sospecha. 

Debe quedar claro que transformar los procesos selectivos de la función pública exige avanzar decididamente en unos objetivos marcados en una hoja de ruta (estrategia), pero su aplicación debe ser gradual, ensayando innovaciones puntuales y, una vez contrastadas, asentándolas para siempre. Las instituciones como la función pública se mueven siempre en una tensión entre continuidad y cambio, que debe gestionarse bien.  La reforma radical de los procesos selectivos no parece factible o estará plagada de innumerables dificultades: la política no la entiende, el corporativismo  se opone, los sindicatos la ignoran y los aspirantes a plazas de la Administración viven atrapados aún en esa vieja cultura de “la oposición” como encierro memorístico.  A mi juicio, no hay otro camino que el gradualismo, dar pequeños y decididos pasos y tener mucha constancia en su aplicación, si no se quiere seguir inmerso en este infinito estancamiento en el que se encuentra lo público en este país. La parálisis es lo contrario a la transformación. Y caminar hacia un escenario transformador requiere también que las élites, políticas y funcionariales, lean correctamente el momento y adopten las mejores soluciones. Lo que no parece que esté pasando en nuestro días, salvo honrosas excepciones que esperemos tengan éxito.