Autor: rafaeljimenezasensio

LOS EMPLEADOS

LES EMPLOYÉS

A la Junta Directiva de ANEXPAL y a sus miembros, por su amable generosidad.

“Un asesor jurídico de empresas me explica sin ningún escrúpulo que él no quiere que su hijo escoja una profesión de la cual pueda ser despedido con tanta facilidad (Kracauer, p. 158)

Tres obras sobre “Los empleados”

Al menos que ahora recuerde, me vienen a la memoria tres libros leídos sobre tan singular tema, todos ellos enunciados igual: Los empleados. El primero, también en el tiempo, es la entrega de Honoré de Balzac, recogida en su monumental obra La Comedia Humana, en la que describe con su particular genio la Administración Pública de hace doscientos años, cuyas similitudes con la actual son sencillamente insultantes. El segundo es el no menos impresionante trabajo ensayístico de Siegfried Kracauer, aparecido en 1930 y editado hace más de quince años por Gedisa, que transita lejos del empleo público, adentrándose en las grandes corporaciones financieras e industriales de principios del siglo XX, y que disecciona con bisturí fino las grandezas y miserias de esa nueva categoría de trabajadores del sector privado que comenzaban a  poblar entonces las grandes ciudades. Y, en fin, el tercero es la reciente traducción de la obra (2023), muy aplaudida por la crítica, de Olga Ravn, una novela distópica, también con el mismo enunciado, que gira sobre el futuro del trabajo en una sociedad que camina, al parecer sin retorno, hacia una sociedad transhumanista, en la que los robots humanoides no solo complementarán el trabajo de los humano, sino que además los podrán sustituir, y llegar incluso hasta arrinconar o eliminar a las personas de carne y hueso.

Ni que decir tiene que el lector atento advertirá con facilidad que esos tres modelos de empleados subsisten aún en esta nuestra sociedad en proceso de transformación digital acelerada y de búsqueda de una sostenibilidad imposible de alcanzar. La entropía en la que, al parecer, estamos inmersos, tiene esas paradojas. Es la innovación disruptiva de Schumpeter. Lo viejo, lo más antiguo, convive con lo moderno, ya envejecido parcialmente, y lo nuevo, disruptivo, aún por llegar, se solapa y entromete sin orden ni concierto con una sociedad que tiene las costuras rotas y el traje deshilachado. Mala vestimenta para tan duro camino.

Solo hace falta echar un rápido vistazo a las tesis que alumbran las tres obras citadas para darse cuenta de ello. El hábitat de Los empleados de Balzac emerge en una organización jerarquizada y disfuncional, que entonces era la incipiente Administración francesa, y que hoy en día son, en buena medida, las Administraciones que aún tenemos en este país llamado España. Sorprende la actualidad innegable del magnífico relato del genio francés de la novela, tan bien narrado por Stefan Zweig en Balzac, La novela de una vida; donde su biógrafo constata que “la realidad es una mina inagotable”. Y la realidad administrativa fue eso para ese magistral autor, un banco inapreciable de anécdotas y de terribles desgarros, también humanos. La novela gira, al margen de la central intervención de su mujer que ahora no interesa, en torno a una disputa aparentemente banal como era la promoción de un empleado a la categoría de Jefe de Sección, pues a pesar de sus cualidades profesionales, que casi nadie discutía, llevaba ya cierto tiempo apalancado en la Jefatura de Negociado, habiendo sido preterido por un incompetente en el nombramiento anterior. Parece como si el reloj de la Historia administrativa se hubiese parado en seco; pues hoy en día, en 2023, nuestras organizaciones públicas siguen haciendo uso de tan añejas categorías (Jefaturas de Negociado y de Sección, así como de Servicio) para describir las mismas situaciones. El protagonista, Rabourdin, es un funcionario probo y aplicado, que comete el bisoño error de diseñar, motu proprio, una revolucionaria reforma de la Administración, que al fin y a la postre constituirá su propia ruina. Pretendía el probo empleado reducir drásticamente los Ministerios y las estructuras jerárquicas, al fin y a la postre iniciar un proceso de simplificación y racionalización de estructuras (¿les suena?), con la finalidad de mejorar la eficacia y eficiencia de la organización. También perseguía, era la auténtica finalidad de la reforma, aliviar al Tesoro del enorme peso del gasto público existente; para dedicar los recursos sobrantes a otros menesteres más necesarios. Pero, a su vez, buscaba mejorar las retribuciones de los empleados, abogando por la excelencia (o lo que hoy llamaríamos con esa vacía expresión, “el talento”; que nunca nace, pese a lo que se presume, por generación espontánea). La cuadratura del círculo la lograba el funcionario con una medida valiente y revolucionaria, a la vez: reducir cuantitativamente la plantilla de los empleos, muchos de ellos banales y otros prescindibles. Obviamente, cuando, tras interesada filtración, se tuvo conocimiento oficial de tan osadas propuestas, rápidamente se advirtió desde la cúpula que llevar a cabo tal reforma supondría enfrentarse a la oposición parlamentaria, a la implacable prensa y a los damnificados empleados a quienes se debía sacrificar. La reforma, como todas las reformas, se aplazó sine die, con banales excusas. Nadie realmente quería cambiar nada.

La excelente obra del alemán Kracuaer, propia del género de psicología social, descansa sobre otras premisas: el empleo en el sector privado. Relata la emergencia de ese burócrata empresarial, con tareas principalmente rutinarias, aunque también técnicas, que se suma a la hasta entonces existente clase media burguesa o artesanal, como una categoría o clase social de perfiles propios, que ha llegado hasta nuestros días. Con un estimulante Prólogo de Walter Benjamin, “Sobre la politización de los intelectuales”, la obra transita por los rasgos que caracterizan a tales empleados en la sociedad industrial (y, hoy en día, en la sociedad de servicios). Muchas de sus características se replican en estos momentos. Son reales las reflexiones que sobre la selección plantea el autor alemán y el papel de “los diplomas” en tales procesos, que aún siguen hipotecando muchos de los hábitos actuales en los sistemas de reclutamiento de tales organizaciones. Plantea, descarnadamente, y en términos que hoy tal vez ofendan, aunque siguen estando presentes, lo que denomina como la selección física (en función de los atractivos mayores o menores de la persona a reclutar y de su aspecto externo). Nada que no se sepa. Resalta el miedo que los empleados tienen “a ser retirados de la circulación como productos viejos, cómo damas y caballeros se tiñen los cabellos y los cuarentones hacen deporte, a fin de mantenerse esbeltos”. La monotonía del trabajo del empleado se compensa siempre con el tiempo de ocio, el deporte, los viajes y la búsqueda de salidas fuera de la rutina cotidiana, de la que todos huyen. Son, como dice el autor, las “válvulas de ventilación por las que puede evaporarse el descontento”. La mortandad civil de los empleados de cierta edad es, sin embrago elevada: “Hay muchas personas de 40 años (hoy en día 50) que aún creen estar vivos y en forma pero que, por desgracia, están muertos en términos económicos”. Como bien se dice entonces: “La auténtica desventura de los mayores es que difícilmente se los emplea una vez han sido despedidos. Se les cierran las puertas de las empresas como si estuvieran afectados por la lepra”. Y concluye: “La general desconsideración hacia los mayores es propia de esta época”. Y de la actual, cabe sentenciar, aún en mayor medida. La capacidad que tienen las empresas de sustituir mano de obra ha ido creciendo con el paso del tiempo en la empresa privada (las carreras profesionales se acortan sin piedad en cuanto a edad se refiere), la volatilidad de los empleos se dispara, más aún cuando tales organizaciones profesionales y empresariales tienen también vida más corta y, por tanto, rehacen sus plantillas con facilidad pasmosa, salvo en las cúpulas directivas, que tienden a protegerse con blindajes. La precariedad se impone. Más en nuestros días. El contraste entre lo público (garantía de estabilidad) y lo privado (precariedad in crescendo) es, en muchos casos, insostenible e insultante.

Distinto es el enfoque de la reciente novela, singular en su trazado, de la escritora danesa Olga Ravn, que despliega su foco sobre una organización del futuro, más bien mediato, en el que la revolución tecnológica ya ha circunscrito a los empleados humanos a determinadas tareas que comparten con robots humanoides que con ellos conviven y laboran. Como dice la autora: “Están los humanos y los que luego tienen apariencia humana. Los que han nacido y los que han sido fabricados. Los que morirán y los que no”. Las preguntas éticas se suceden: “¿Por qué razón los habéis hecho con un aspecto tan parecido al de los humanos? Así hasta soy capaz de olvidarme de que ellos no son como nosotros, puedo encontrarme en la cola de la cafetería sintiendo casi ternura por la cadete número catorce”. Los efectos de tal revolución transhumanista sobre la organización del trabajo no se hacen esperar: “Cada vez más los empleados de apariencia humana trabajan a un ritmo que yo no puedo seguir. Por eso no aguanto más. No estoy en condiciones. He llegado a mi límite”. Los humanos se rompen y triunfan los humanoides en ese experimento infernal. Aunque con algunas fisuras, no menos importantes, que no es momento de narrar. Ese mundo de distopía está aún lejos, sin duda. Pero ya la automatización y la Inteligencia Artificial se superponen con fuerza sobre el viejo y destartalado sistema burocrático público, anclado en tiempos pretéritos, así como sobre ese mundo empresarial que aún aguanta en sus líneas básicas la profunda erosión del tiempo.

Lo viejo, lo moderno y lo disruptivo: tres mundos que se solapan

Llama la atención, de cualquier modo, cómo lo viejo, lo moderno y lo futuro siguen conviviendo en estado de aparente placidez; lo cual es falso. Las tensiones son cada vez más obvias, y las vive con mucha mayor intensidad el sector privado empresarial y las personas que en él laboran, mientras que el sector público dormita sobre las mieles presupuestarias que la demagogia política y sindical, así como las numantinas resistencias burocráticas y corporativas (hoy en día en auge), se resisten a cambiar. Como decía cínicamente un personaje de la obra de Balzac: “¡Bah! No careceremos nunca de planes de reforma”. A lo que otro respondía con la llave del problema: “No son las ideas las que faltan, sino los hombres que las ejecuten”. Estos nunca aparecen o, cuando lo hacen, siempre se arrugan. También las mujeres, que en esto no son excepción.

En España, sector público y sector privado se han alejado sideralmente hasta conformar dos mundos que prácticamente nada tienen que ver ya entre sí. El primero vive enchufado literalmente al presupuesto y el segundo pretende que su subsistencia asistencial se mantenga también con inyecciones puntuales del erario público, vía ayudas y subvenciones. Los empleados de uno y otro lado son, sin embargo, especies distintas, alejadas en su existencia. Aquella imagen que describía Balzac sigue siendo plenamente válida. Pero, al menos, esa Administración francesa, con dificultades sinfín, es cierto, se fue profesionalizando con el paso de los años. Algo que la nuestra está lejos de alcanzar, menos aún con medidas tan demagógicas y baratas como la de estabilizar gratuita y automáticamente a centenares de miles de empleados que, muchas veces sin rigor alguno, se incrustaron en las nóminas circunstanciales de la Administración, y que por consecuencia de esos procesos estabilizadores, aplicados en este caso al material humano, se convierten por arte y magia administrativa en inamovibles para el resto de sus días; procesos que serán sancionados en su constitucionalidad por el Tribunal presidido por un nuevo Conde, distinto del de Romanones. Ni siquiera este, cacique por excelencia, pudo sospechar nunca en sus mejores sueños que se llegara tan lejos, pues al menos en su época el libremente designado cesaba cuando Álvaro de Figueroa o cualquier otro cacique dejaba el Ministerio o el Ayuntamiento. Ahora se quedan para toda la vida, cobrando pensión eterna. El Estado benefactor se ensancha hasta la estolidez absoluta, con avales de todos los partidos, del Ejecutivo, del Legislativo, del Judicial y hasta, cabe presumir, del Tribunal Constitucional. Nadie se quiere quedar atrás en este reparto de prebendas por la lotería con premio del poder hacia sus amigos políticos, como son muchos de ellos. La imparcialidad y profesionalidad de la función pública, y sus principios constitucionales, están de vacaciones permanentes. Ad calendas graecas.

La España política en la que nada cambia: el rocoso y periclitado empleo público

Permítanme, por último, la licencia de una citar una obra recién ultimada por quien esto escribe y pendiente en estos momentos de la siempre prosaica búsqueda de editor, que lleva por título Galdós, los mimbres de la política en España. La cita es larga, pero puede ser pertinente para cerrar estas reflexiones, aunque se remonte a hechos de casi 190 años:

“En ese complejo contexto la llegada al poder de Mendizábal fue vista como la del hombre nuevo, con claros partidarios y furibundos detractores. Pero, pronto, como el escepticismo popular afirmaba, sus capacidades de rematar se iban erosionando en un tejemaneje político-institucional y una sociedad nada propensa a los cambios. Era muy propio de la política hablar, auténtica ‘sarna del país’; pero cuando se trataba de hacer, poco o nada. Siempre aparecían -como una y otra vez relata el autor- los ‘obstáculos tradicionales’ que impedían cualquier transformación. El curso de las cosas seguía su dormido y cansino ritmo burocrático, pues en ese entorno administrativo se trataba de ‘fumar cigarrillos, repetir y comentar todo lo que en Madrid se hablaba de política y literatura, echando de vez en cuando una plumada a los expediente (…) Cada cual salía y entraba en aquella bendita oficina a la hora que mejor le cuadraba’. La descripción de ese ecosistema burocrático volvía a beber mucho de las lecturas que Galdós hiciera de las obras de Balzac y de Mesonero Romanos, entre otras. Todo eran recomendaciones y padrinos para avalar a quien aspiraba insertarse en las nóminas públicas. En lo demás, se palpaba ‘la placentera holganza en que vivían’ los funcionarios. Hasta el punto de que ni corto ni perezoso un personaje galdosiano sentenciaba con énfasis no menor la siguiente filosofía existencial que se insertará como lema en la Administración española hasta nuestros días: bulimia de derechos y anorexia de responsabilidades. Así se quejaba tan singular personaje:

“Este buen señor (recriminaciones dirigidas a Mendizábal) nos trata como si fuéramos dependientes de comercio. La dignidad del funcionario público no consiente excesos de trabajo, pues ni tiempo le dejan a uno para almorzar, ni para dar un mero paseo, ni para encender un mero cigarrillo. Pues para despachar esto, excelentísimo señor, necesito aumento de personal y aun así, no podríamos concluirlo dentro de las horas reglamentarias. Soy partidario de que a los empleados se les remunere bien, pues de otro modo la buena administración no es más que un mito, un verdadero mito” (XII, 76)

En fin, pocos pasajes galdosianos son más explícitos sobre los males que aquejaban a la Administración del momento. Llamativa, sin duda, la referencia temprana al «novedoso» principio de buena administración. Es obvia aquí la influencia sobre el autor canario de la obra de Balzac, “Los empleados”; sin embargo, el protagonista de la novela francesa, que propone también una subida general de salarios, acompaña tal medida con una reducción drástica de las plantillas funcionariales para erradicar la falta de eficiencia. La solución hispana, de la que tomarán nota en fechas recientes sobre todo los insaciables sindicatos del sector público, es muy distinta: mejorar siempre las condiciones laborales de los funcionarios, también las salariales, garantizar su zona de confort y evitar cualquier tipo de estrés o valoración de su rendimiento que cuestione «su dignidad funcionarial», acompañando todo ello de un incremento constante y permanente de las plantillas. En España, la “olla presupuestaria” es, en términos galdosianos, un comedero público del que hay que prevalerse egoístamente siempre que se pueda. Aunque sea a costa de despilfarro y de la falta de eficacia. Mendizábal lo intentó, promoviendo según Galdós una suerte de “regeneración”, pero nada pudo hacer contra el curso natural de las díscolas aguas en ese afluente ennegrecido y contaminado de la política (su “cuarto oscuro”), que era la burocracia española. Pocos intentos de reforma habrá más, todos ellos también vanos. Seguíamos y seguiremos condenados a esa expresión galdosiana: “¡Vivir amarrados al pesebre de la administración!” (Mendizábal, XXVII).

Pues eso, que no ha cambiado nada. Ni pinta tiene de que lo hará. Los empleados públicos abundan en número y también, para desgracia del país, en algunos casos, en su ineficacia probada, ya sea personal o del sistema, que tanto da al sufrido ciudadano. En su esencia, apenas se asemejan ya a los privados. Son especies distintas. Tampoco se quiere decir que estos sean siempre efectivos, ni mucho menos; pero su ley de supervivencia, dura donde las haya, es inapelable. Aquellos se sienten blindados, estos a los pies de los leones. En todo caso, la abundancia cada vez más desorbitada de los primeros ayuda a la estadística oficial a maquillar nuestras tradicionales vergüenzas en las tasas de desempleo. Todo tiene su lado bueno. Hasta que el Tesoro reviente, que algún día será. O no.

DOCE LÍNEAS FUERZA SOBRE LOS SISTEMAS INTERNOS DE INFORMACIÓN

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(Fotografía cedida por Fernando Escorza Muñoz. Reservados los derechos de reproducción)

La publicación en el BOE de la esperada Ley 2/2023, de 20 de febrero, de protección de las personas que informen sobre infracciones normativas y de lucha contra la corrupción (LPINF, en lo sucesivo), es sin duda una novedad importante que introduce obligaciones más o menos inmediatas a determinadas empresas y a todas las Administraciones Públicas y entidades de su sector público, órganos constitucionales y estatutarios y autoridades independientes, así como a partidos políticos, sindicatos y asociaciones empresariales.

El objeto de esta entrada es poner de relieve doce ideas fuerza en lo que respecta a los sistemas de internos de información en el ámbito del sector público (pues tratar también su aplicación al sector privado la haría aún más extensa). Tampoco se busque aquí una valoración general de la citada Ley, que ya fue hecha en un primer y temprano momento (véase: https://rafaeljimenezasensio.com/2023/02/21/la-ley-2-2023-de-proteccion-del-informante-primeras-impresiones/).

1.- UN SISTEMA DE INTEGRIDAD INSTITUCIONAL DESORDENADO Y POR ETAPAS. Una vez más, el desorden normativo es nuestra pauta común de actuación. Da la impresión de que la construcción de los sistemas de integridad pública se hace por entregas inconexas, que van añadiendo exigencias normativas sin aparente hilo conductor: principios éticos TREBP; transparencia y código de buen gobierno LTAIPBG; medidas antifraude en la gestión de fondos europeos del RMRR y del PRTR; y ahora los canales de denuncias y la protección del denunciante por exigencia de la Directiva (UE) 2019/1937 y su transposición por medio de la LPINF. En vez de articular un Sistema de Integridad Institucional holístico, vamos siempre a impulsos de las Leyes y de las exigencias de la UE.

2.- LA REGULACIÓN DEL SISTEMA INTERNO DE INFORMACIÓN (1). Dada su aplicación al sector privado y al público, el Título II de la LPINF se articula sistemáticamente en 3 Capítulos que tienen por objeto la regulación de un pomposo Sistema interno de información (SIINF), que contrasta con la mayor discreción terminológica de los canales externos, diseñados de forma mucho más efectiva en cuanto a las garantías del denunciante y efectividad de la información. El primero recoge las disposiciones generales aplicables tanto al sector privado como público (aunque algunas de ellas se matizan en este caso, como son las normas relativas a la gestión del sistema interno de información por tercero externo); el segundo se ocupa de las reglas aplicables al sector privado; mientras que el tercero tiene por objeto las reglas específicas aplicables al sector público.

3.- LA REGULACIÓN DEL SISTEMA INTERNO DE INFORMACIÓN (2). Pero, en verdad, el alcance regulatorio y sus posibilidades de desarrollo de ese SIINF no acaban en lo expuesto, pues hay constantes referencias y no pocas normas que afectan al SIINF en otros muchos pasajes de la Ley. Sin ir más lejos, son de aplicabilidad en lo que al SIINF respecta: la subsidiariedad de los canales externos; el título IV relativo a la publicidad de la información y Registro de Informaciones; las importantes referencias del Título VI a la Protección de datos personales en esas denuncias (un punto crucial para que el sistema genere una mínima confianza en su uso); las medidas de protección recogidas en el Título VII, con la excepción, en su caso, de la obligatoriedad de las medidas de apoyo, y con las modulaciones de los supuestos de exención y atenuación de la sanción cuando sean aplicadas por las autoridades independientes, que tienen el monopolio en lo que al régimen sancionador de la Ley afecta, sin perjuicio de las facultades disciplinarias en el ámbito interno de que disponga cada Administración Pública; así como las medidas transitorias en lo que afecta a la aplicación del SIINF, que al final de esta entrada se tratan.

4.- LA PRETENDIDA “PREFERENCIA” DEL SISTEMA INTERNO DE INFORMACIÓN. Siguiendo el carácter “fundamental” que la Directiva (UE) 2019/1937, de protección del denunciante, otorgaba a “los canales de denuncia interna”, en cuanto que su proximidad a la fuente del problema permite mejor (algo de lo que cabe dudar) su investigación y remedio (considerando 47), la LPINF va más lejos y configura al SIINF como “el cauce preferente” para tramitar las denuncias o informaciones. Bien es cierto que, según establece el propio artículo 4.1 LPINF, esa pretendida “preferencia” será tal “siempre que se pueda tratar de una manera efectiva la infracción y si el denunciante considera que no hay riesgo de represalias”. Olvida la ley, sin embargo, que es el denunciante quien optará por uno u otro canal, interno o externo, en función de su propia valoración y de los riesgos que corra (y no conviene orillar nunca nuestra altísima politización de las estructuras de la alta Administración Pública, que jugará en contra para que esos canales –como dice la Directiva- generen confianza y sean efectivos).

5.- LOS CUATRO ELEMENTOS BÁSICOS DEL SISTEMA INTERNO DE INFORMACIÓN. EL IMPULSO DE LA CREACIÓN DEL SISTEMA POR EL ÓRGANO DE GOBIERNO. La LPINF prevé cuatro piezas o elementos básicos que integran el SIINF: 1) El órgano de gobierno impulsor; 2) El responsable del SIINF; 3) El canal interno de Información (CIF); y 4) El procedimiento de gestión de informaciones. Así, en primer lugar, compete al órgano de gobierno de cada entidad impulsar la implantación del SIINF, que tendrá así, por tanto, la condición de responsable a efectos de la aplicación, en su caso, de algunas conductas infractoras y de sus consiguientes sanciones (que no son menores), pues el incumplimiento de la obligación de disponer de un SIINF se tipifica como infracción muy grave (otra cosa es cuándo estará creada efectivamente la Autoridad Independiente de Protección del Informante para hacer efectivas tales previsiones; aunque en las CCAA que ya tienen Agencias antifraude la aplicabilidad de la Ley parece ser inmediata tras su entrada en vigor, con lo que las asimetrías territoriales aplicativas podrían resultar intolerables en términos comparativos).

6.- FINALIDADES A LAS QUE DEBE DAR RESPUESTA EL SISTEMA INTERNO DE INFORMACIÓN. La LPINF, por tanto, establece en su artículo 6.2 un conjunto de finalidades y obligaciones a las que deberá dar respuesta ese SIINF que el órgano de gobierno impulse, que no procede ahora detallar, pero entre las que se encuentran, por ejemplo, la definición de un procedimiento de gestión de informaciones recibidas y articular un sistema de garantías de protección de los informantes, de acuerdo con lo establecido en el artículo 9 LPINF, que luego se detallan sus líneas generales. Lo cierto es que si se atiende a ambos preceptos lo que parece obvio es que en las Administraciones Públicas la creación de esos SIINF y, especialmente, la aprobación de los procedimientos de gestión de informaciones se configuran con un contenido, en principio, no solo organizativo, sino que también de concreción de normas de procedimiento que podrían llegar a afectar al papel del denunciante (al invocarse en estos casos un perjuicio patrimonial a la Administración, tal como prevé el artículo 62.2 LPAC) y a garantías de terceros. Tal como señala el preámbulo, “toda comunicación de hechos que pueda constituir una infracción ha de ser considerada como una denuncia” (artículo 62.2 LPAC)”. Y tal actuación da lugar, por tanto a un procedimiento, que se habrá que regular en sus detalles, pues la Ley no lo define (a diferencia del previsto para los canales externos). Por tanto, la opción más prudente para crear el SIINF sería elaborar, tramitar y aprobar la creación del SIINF a través de una disposición general de naturaleza reglamentaria. Y, si así se hiciera, los plazos previstos en la disposición transitoria segunda, uno, son de muy difícil cumplimiento. Tempus fugit.

7.- LA FIGURA DEL RESPONSABLE DEL SISTEMA INTERNO DE INFORMACIÓN. La LPIINF prevé en su artículo 7 la obligación de que el órgano de gobierno designe un responsable del sistema. Asimismo, prevé la competencia de que lo pueda cesar y sustituir, en su caso. Con lo cual, la autonomía e independencia en el ejercicio de sus funciones que se predica en la norma, se pone en tela de juicio por la misma norma. El responsable debe ser una persona física, y si la atribución se hace a un órgano colegiado este deberá delegar en uno de sus miembros tal responsabilidad. Ni que decir tiene que ese diseño institucional abre la puerta de par en par a que el puesto de trabajo que ocupe ese responsable del sistema se configure como libre designación. Y si solo se le atribuyen tareas de responsable del sistema a otro puesto de trabajo existente previamente, tal asignación será discrecional y el cese o destitución en el ejercicio de las mismas, también. Mal empieza el modelo legal de SIINF para hacer efectiva esa necesaria confianza de los informantes en tal estructura. Este puede ser uno de los puntos de fuga que haga fracasar esa pretendida preferencia de los sistemas internos de información sobre los externos. La única limitación que se pone es que tanto el nombramiento como el cese de estos responsables sea comunicado en el plazo de diez días a la Autoridad Independiente competente, justificando sus razones. Veremos si tales conductas, cuando lo sean de obstrucción o impeditivas de la necesaria independencia o autonomía funcional de tales responsables, se pueden subsumir en los tipos de infracciones establecidas en el Título IX de la Ley. De momento, no se ha establecido un tipo específico de infracción para potenciales abusos o arbitrariedades en los ceses, pudiendo ser incorporado el hecho en algún tipo más genérico o, en su caso, quedando la aplicación de la cláusula residual de las infracciones leves (artículo 63.3 c) LPINF). Asimismo, se prevé expresamente que si la entidad pública dispone de un responsable de cumplimiento (por ejemplo, en empresas públicas o fundaciones) o de un responsable de políticas de integridad, tal persona pueda asumir las funciones de responsable del sistema. Nada se dice si eso mismo cabe hacer en el caso del DPD, lo que dadas las diferencias funcionales entre ambas figuras puede ser más discutible.

8.- EL CANAL INTERNO DE INFORMACIÓN Y SU “MULTICANALIDAD”. Otro elemento clave del SIINF es, sin duda, el canal interno de información, que debe estar integrado en aquel. Bajo el esquema de la Directiva, se opta por un modelo multicanal, en el que caben todas las opciones de comunicación, verbales y escritas, telemáticas y (cabe presumir) en papel (por mayores garantías de confidencialidad), y con un régimen más restrictivo (amparándose en la propia directiva, “en un plazo razonable”) mediante reunión presencial, que la LPI establece en un plazo máximo de siete días. No interesa adentrarse en las modalidades de presentación de las denuncias, pero su puesta en práctica, dado que la Ley parece optar por las comunicaciones exclusiva o preferentemente telemáticas, con la salvedad ya expuesta, o el sistema ofrece garantías absolutas de que esos datos personales del denunciante están blindados (lo cual no es fácil por las variadas posibilidades de acceso que ofrece, a determinados responsables o encargados, el artículo 32 de acceder al SIINF). La opción es, siempre que se dude de la confidencialidad y seguridad del sistema (más aún cuando puede estar gestionado instrumentalmente por externos), realizar la denuncia de forma anónima, que la ley (recogiendo el margen de configuración de la Directiva) prevé de forma expresa. La denuncia anónima impide, en todo caso, pedir información adicional o precisiones. La duda es si esas denuncias anónimas podrán ser formuladas también en papel, sin dejar huella digital, dirigidas al responsable del sistema, o si se obligará a que se efectúe exclusivamente por medios telemáticos y cerrando incluso el acceso al sistema solo a los empleados públicos (y no, por ejemplo, a los directivos o cargos públicos, así como a los contratistas, subcontratistas, proveedores, etc.), lo que significaría mutilar las potencialidades que ese canal interno tiene, limitando también los canales de información en la lucha contra la corrupción. No han quedado precisamente claros todos estos puntos en la Ley. Y ello no es buena noticia en el combate contra las irregularidades y el fraude. Ese canal interno de información cabe que pueda ser gestionado externamente, pero en el caso del sector público solo podrá acordarse en aquellos casos en que se acredite insuficiencia de medios propios (artículo 116, 4 f) LCPS), y en ese caso solo se puede proyectar sobre el procedimiento para la recepción de informaciones sobre infracciones, con un carácter meramente instrumental.

9.- EL PROCEDIMIENTO DE GESTIÓN DE INFORMACIONES. El último elemento del SIINF es el procedimiento de gestión de informaciones, regulado en el artículo 9. La competencia para aprobarlo es del órgano de gobierno y la obligación de que responda a una “tramitación diligente” compete al Responsable del Sistema. Como es obvio, ese procedimiento debe ajustarse a lo establecido en la Ley, así como en la propia LPAC (preámbulo) y el legislador establece unas previsiones mínimas que se recogen en el artículo 9.2 LPINF. Al ser una normativa que se aplica tanto al sector privado como público la concreción no es precisamente su atributo, salvo en lo que respecta a los plazos (acuse de recibo 7 días, respuesta a los 3 meses máximo, ampliación como máximo otros 3 meses cuando la complejidad del asunto lo requiera), así como algunas reglas específicas que tienen que ver con el derecho de la persona afectada (denunciado) a ser oído en cualquier momento, la garantía de confidencialidad cuando la comunicación sea canalizada por otros medios (lo que parece admitir implícitamente la comunicación en papel) o ante personas no responsables de su tratamiento, debiendo advertir de la tipificación como falta muy grave la quiebra de la confidencialidad, con obligación de remitirla al Responsable del Sistema. Asimismo, se reconoce la presunción de inocencia del denunciado, el pleno respeto al derecho a la protección de datos personales y, en fin, la obligación de comunicar, en su caso, al Ministerio Fiscal o la Fiscalía Europea cuando los hechos derivados de la denuncia puedan ser constitutivos de delito.

10.- MEDIOS COMPARTIDOS PARA IMPLANTAR EL SISTEMA INTERNO DE INFORMACIÓN. Una de las singularidades que en el campo del sector público se regula en la Ley estriba en lo que se denomina como medios compartidos en el sector público; esto es, la posibilidad que se abre (también en el sector privado para empresas de menos de 250 trabajadores) de que los municipios de menos de 10.000 habitantes, ya sea entre sí o con cualesquiera otras Administraciones Públicas del territorio autonómico, puedan compartir el SIINF y los recursos destinados a las investigaciones y las tramitaciones. También se abre esta posibilidad a las entidades del sector público, en relación con su Administración matriz, siempre que cuenten con menos de 50 trabajadores (no se entiende por qué en el sector privado se permite esa posibilidad de compartir medios cuando se trata de menos de 250 trabajadores y ese umbral se baja a 50 en el sector público). Sí que se exige, en todo caso, que el sistema resultante aparezca diferenciado en aras a evitar cualquier confusión entre los diferentes canales internos de información.

11.- MEDIDAS TRANSITORIAS DE ADAPTACIÓN O CREACIÓN DEL SISTEMA INTERNO DE INFORMACIÓN. Y, en fin, las reglas transitorias son indudablemente un reto y, como también se dijo en la anterior entrada, configuran una normativa preñada de irrealidad en su aplicación. La transitoria segunda prevé que si las administraciones públicas o sus entidades disponen ya de un canal interno, tales canales “podrán servir para dar cumplimiento a las previsiones de esta ley siempre y cuando se ajusten a los requisitos establecidos en la misma”. Obviamente, con medidas administrativas propias o mediante los planes de medidas antifraude, gran parte de las organizaciones públicas disponen ya de canales antifraude internos, pero normalmente son telemáticos y también más abiertos en cuando a su posibilidad de acceso (por cualquier persona). Pero no tienen un responsable del sistema ni –salvo algunos casos- un procedimiento de gestión. La adaptación de esas herramientas y de los planes de medidas antifraude en este punto parece obligada. Además, según la transitoria segunda, los SIINF deben estar implantados por las Administraciones Públicas y entidades de su sector público en el plazo de tres meses desde la entrada en vigor de la Ley (sobre este punto ver, asimismo, el post citado), esto es, durante el mes de junio de 2023 (cuando se están constituyendo los Ayuntamientos), aunque para los municipios de menos de 10.000 habitantes ese plazo se amplía hasta el 1 de diciembre de 2023. En todo caso, un plazo irreal y muy estrecho, que solo obedece presumimos a querer dar muestras a la UE de que esto nos lo tomamos en serio, dado que la tardanza en la puesta en marcha de la Autoridad Independiente estatal será inevitable. Asimismo, se prevé una confusa regla transitoria dirigida a las CCAA que ya dispongan de Agencias o entidades de este tipo, que establece lo siguiente: “Los canales y procedimientos de información externa específicos se seguirán rigiendo por su normativa propia”, resultando aplicable la LPINF solo en los casos de que no se adecue a la Directiva (UE) 2019/1937. No obstante, en los casos de inadaptación, se requiere que tal modificación se haga en el plazo de seis meses. Si se ha de modificar alguna ley, tal plazo, con elecciones por medio en muchos casos, es inalcanzable.

12.- DESAFÍOS EN SU IMPLANTACIÓN Y ALGUNAS PARADOJAS. La ley apuesta por acelerar la implantación de los SIINF en las Administraciones Públicas y entidades de su sector público. Un verdadero desafío temporal y un reto importante de gestión, así como de configuración normativa y organizativa. Siempre se ha dicho que las prisas son malas consejeras. También que lo mejor es enemigo de lo bueno. Habrá que optar por sistemas pragmáticos, viables y operativos, que den respuesta cabal a las finalidades últimas de la ley en lo que a garantías y confianza respecta. Pero no será fácil. Menos coherente es aún esa puesta en marcha asimétrica que dejará temporalmente buena parte del territorio nacional a oscuras en lo que a la disponibilidad de canales externos alternativos respecta, que son al fin y a la postre la pieza de cierre del modelo al concentrar las facultades sancionadoras directas en aplicación de esta Ley. Que en unas CCAA se aplique ya en su plenitud la Ley, mientras que en otras se difiera por razones fácticas, no es de recibo. La creación por Ley autonómica de tales autoridades independiente irá para largo. El arranque efectivo de la Autoridad estatal posiblemente no será antes de doce meses. Largo se fía esta tardía batalla normativa en la lucha contra la corrupción. Que tomen nota en la UE.

LA LEY 2/2023, DE «PROTECCIÓN DEL INFORMANTE»: PRIMERAS IMPRESIONES

PDF: LEY 2-2023 DE PROTECCIÓN DENUNCIANTE

Tras una larga espera, y una vez más con incumplimiento de los plazos de transposición por casi año y medio desde aquel “a más tardar” de la Directiva (UE) 2019/1937, ha visto la luz la denominada como Ley reguladora de la protección de las personas que informen sobre infracciones normativas y de lucha contra la corrupción, un largo enunciado que pretende evitarla expresión “denunciante” (aunque se desliza en el preámbulo y en un artículo de la Ley, como es, por ejemplo, en el artículo 4). En todo caso, informar es algo muy distinto de denunciar, por mucho que se empeñe el legislador español, alejándose en este punto de la expresión más exacta que utilizó la Directiva (UE) 2019/1937, que no se anduvo con remilgos y se tradujo por “denunciante”. Debe ser por la asimilación que todavía algunos hacen entre el denunciante y el chivato de épocas pasadas. En fin, cosas de este país.

Realmente, la Ley 2/2023 ha sido muy esperada y se ha estado cociendo a fuego lento;  pero no por ello a muchas instituciones públicas y empresas pillará con el pie cambiado, a pesar de que estamos en plena vorágine de gestión de fondos europeos y de plena aplicación (¿?) de las medidas preventivas y de detección del fraude, la corrupción, los conflictos de intereses y la doble financiación y, por tanto, ya tendríamos que estar bastante familiarizados con esos canales internos y externos de denuncia (perdón, de “información”) y, por consiguiente, tales canales, ahora integrados en los llamados Sistemas Internos y Externos “de Información”, deberían ya formar parte de nuestra incipiente y acelerada cultura institucional de lucha contra la corrupción.

De todos modos, la Ley ha tardado en insertarse en nuestro marco normativo, y siempre, además, como pasa en este país, gracias al empuje de la Unión Europea, que por si nosotros fuera esto de la integridad y de la lucha contra la corrupción son zarandajas que apenas interesan a quienes ejercen el poder, no sea que les perturben su plácido disfrute. Si hace diez años se aprobó la Ley de Transparencia, que ha llegado hasta hoy con más pena que gloria, ahora le toca el turno a una medida puntual de lo que debería ser un Sistema de Integridad Institucional (que la Administración General del Estado, al igual que han hecho algunas pocas instituciones, está queriendo poner en marcha, lo que es de aplaudir), como es la creación de canales internos y externos de “información” como una potente medida (siempre que se ejerza y facilite) de prevención y detección de las irregularidades y la corrupción.

La citada Ley es, en verdad, algo más que un marco normativo de protección del denunciante, y así se intuye tanto por su finalidad principal, pero también por los objetivos complementarios. Su ámbito de aplicación material es generoso, pero no tanto el personal (que se reduce a “empleados”; cerrando, al parecer, el paso al personal directivo o a los miembros de los órganos de gobierno, salvo que extendamos impropiamente aquella noción). En todo caso, ya veremos si realmente protege tanto como enuncia (algunas dudas ya se han vertido al respecto), puesto que diseña (y es el punto que ahora me interesa resaltar) un sistema institucional de garantía frente a las denuncias o informaciones que se trasladen a las respectivas instituciones en relación con las infracciones tanto del Derecho de la UE como del Derecho interno, en lo que afectan a acciones u omisiones que tengan por objeto irregularidades administrativas graves o muy graves, así como infracciones penales.

Este marco normativo tiene ciertas similitudes y fuentes de inspiración, por un lado, con el RGPD y la LOPDGDD, en cuanto que su aplicabilidad se extiende tanto al sector privado como al público (no es, por tanto, una ley exclusivamente administrativa, sino con despliegue más allá del Derecho Público al establecer normas de aplicación a las empresas privadas (también a partidos políticos y a sindicatos), con desigual intensidad si se trata de la aplicabilidad de los canales internos (solo para empresas de más de 50 trabajadores) o de los externos (que, cabe presumir, que es generalizada). Por otro lado, esta Ley busca también su fuente de inspiración en el molde institucional establecido en la Ley de Transparencia (Ley 19/2013) de quien copia la reproducción de una Agencia estatal (Autoridad Independiente de Protección del Informante, nombre feo donde los haya, que describe solo parcialmente los  cometidos de tal institución), y permite la convivencia (pues algunas de ellas ya están en pleno funcionamiento bastante antes de que el Estado poder central se despertara) de las Agencias autonómicas que tienen, por lo común, el hilo conductor de la vocación antifraude y lucha contra la corrupción, orillando lo bonito que hubiese sido ver las cosas de forma más positiva y haber llamado a todas esas Instituciones Agencias o Autoridades de Integridad Pública (por esa línea iba, por ejemplo, la Ley aragonesa de 2017, que entró en vía muerta aplicativa). Pero la impronta europea antifraude ha marcado el terreno. Además, se admite que si las CCAA no crean tales Autoridades Independientes puedan suscribir convenios con la Autoridad estatal, a fin de cuentas el mismo modelo que la Transparencia; pero la duda que cabe en este caso es más seria: ¿Qué ocurre si una Comunidad Autónoma no suscribe tales convenios?; ¿Quedan los “denunciantes” desprotegidos? ¿Cabe una aplicación asimétrica territorial y temporalmente para una materia de tanta importancia? Todo apunta a que se aplicaría la posibilidad de acudir directamente al canal externo de información regulado en el título III de la Ley; pero el problema es cuándo estará plenamente operativa la Autoridad estatal, y qué sucede mientras tanto. Las cuestiones que trata esta Ley son más prosaicas y terrenales (con fuertes impactos personales de vidas, como hemos visto, algunas heroicas, arruinadas parcialmente por ajustes de cuentas políticos) que la poesía de la transparencia. Y convendría haber estado un poco más atinados en la regulación, máxime cuando su autor es el Ministerio de Justicia, del que cabe predicar la excelencia regulatoria (¿de quién si no?).

Pero ahí no acaba todo, las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla también podrán crear sus tingladillos protectores (disposición adicional segunda), al igual –si es que lo admite el legislador vasco; aunque el anuncio de la Ley parece ir encaminado al reconocimiento elíptico de “un derecho histórico”- que los propios Territorios Históricos Vascos, que ya crearon sus Comisiones de Reclamaciones del derecho de acceso a la información pública (¿pero, realmente, estamos hablando de las mismas cosas?). Pues nada, que si todos se ponen alegres y combativos dispondremos en España de veintitrés Autoridades “Independientes” (¿alguien se cree esto último?) de protección de denunciantes/informantes. Como pongan mucho celo y dados los escasos mimbres protectores que en una primera lectura parece ofrecer la Ley, podría darse el caso (aunque sin duda es una opinión exagerada a todas luces) de que haya más agencias que denuncias. Pero, ya se sabe: la función hace al órgano. Hay Agencias autonómicas que funcionan muy bien (léase la Agencia Antifraude de la Comunidad Valenciana), otras que funcionan razonablemente y las hay menos vistosas. Imagínense cuando proliferen como setas. Me objetarán que eso es el Estado autonómico. Sin duda, así es. Veremos si funcionan los píos deseos y cantos de sirena a la coordinación entre Autoridades, cuyo liderazgo se le asigna a la non nata Agencia estatal, cuya puesta en marcha efectiva se dilatará por varios meses.

Lo relevante ahora es que tal normativa se aplica a todas las Administraciones Públicas y entidades de su sector público, con lo cual se despejan así algunas de las dudas que planteó la Directiva en torno al margen de configuración normativa que implicaba su aplicabilidad a municipios de menos de 10.000 habitantes. En nuestro caso, todos los ayuntamientos están obligados a disponer de un Sistema de Información y, por tanto, de canales internos; aunque para ello lo puedan mancomunar o ser prestado por otros niveles de gobierno (aunque individualizando su aplicación), tales como las diputaciones provinciales o las comunidades autónomas uniprovinciales, por no hablar de Cabildos, Consejos Insulares o Diputaciones Forales (que, incluso, en este último caso se abre la posibilidad de que creen, si así lo prevé la normativa autonómica, su propia Autoridad de protección del denunciante, tal como prevé la disposición adicional cuarta).

Sin poder ahora comentar todos los aspectos de una Ley ciertamente extensa, cuyo nudo gordiano es la protección del denunciante (Título VII), que serán tratados en otra ocasión, baste con indicar que, a nuestros efectos, nos interesan más tratar ahora las cuestiones institucionales y aplicativas de tal norma. Por lo que respecta a las primeras, el Título II prevé una detallada regulación de lo que denomina como el Sistema interno de información, cuya pieza central son los canales internos. Un marco normativo que tiene reglas de aplicación general para las empresas y las entidades públicas, así como reglas específicas de aplicación para el sector privado y público, respectivamente. Asimismo, como se detalla exhaustivamente en el preámbulo, la Ley incorpora, tanto en los canales internos como externos, la posibilidad de presentar denuncias anónimas, lo cual es, sin duda, un importante avance, dado que la Directiva admitía también en este caso márgenes de configuración. Además, es un paso importante, como ya preveía la Directiva, la presentación de las denuncias o informaciones a través de un sistema multicanal, en el que tal vez la dimensión presencial debería haber recibido un trato más amplio.

La Ley, además, es muy optimista en los plazos de ejecución de sus mandatos. Nada más y nada menos que obliga a que en el plazo de tres meses desde su entrada en vigor todas las entidades dispongan de canales internos de denuncias. Pues, nada, a correr, y además en plena vorágine electoral municipal y en no pocas CCAA; con lo cual, cuando transcurra ese plazo expeditivo se podrán contar con los dedos de una mano quienes, si no lo tenían ya, hayan espabilado y aprobado a velocidad de vértigo un Sistema interno de Información. Afortunadamente, el legislador ha estado atento a nuestra atomizada realidad municipal, y ha aplazado hasta el 1 de diciembre de 2023 la creación de tales canales internos para los ayuntamientos de menos de 10.000 habitantes (y a las empresas de menos de 250 trabajadores).  En fin, esto del realismo pragmático no es precisamente una virtud que adorne a los legisladores de Justicia ni a los innumerables senadores y diputados que han dado al botón aprobando o desaprobando ese texto normativo.

También mete presión el legislador a las Comunidades Autónomas que ya dispongan de agencias u oficinas antifraude, pues les dan seis escasos meses para adaptar su normativa a la establecida en la Ley, si ello fuera necesario. Un tiempo reducidísimo para modificar textos legales, más en algunos casos en período electoral. Otro ejercicio sublime de escaso realismo normativo.

Y, en fin, la Ley 2/2023, contiene una minuciosa regulación, solo aplicable a la AGE y su sector público, de la Autoridad Independiente de Protección del Denunciante, cuyo molde institucional –como decía anteriormente- se ha calcado de la Ley de Transparencia, con una Presidencia y un órgano consultivo, con funciones relevantes, que van mucho más allá de la protección del informante, y que si son bien empleadas pueden ir gradualmente incorporando la cultura de la integridad en la Administración General del Estado, sirviendo tal vez de espejo a otras instituciones y territorios. Pero, como todo en la vida político-institucional, dependerá del acierto o desacierto que se tenga en el nombramiento de la Presidencia, pues si siguen con la línea de nombrar ex altos cargos de la Administración o amigos políticos de los gobernantes de turno, la flamante Autoridad Independiente perderá pronto el adjetivo para transformarse en uno de tantos artefactos institucionales, que tanto abundan en este país, que sirven de comedero político para quienes quieren cerrar con más púrpura extensas carreras en ese ámbito. Lo de siempre. Oportunidades hay, esperemos que no se pierdan.

La Ley es básica, salvo el Título VIII, aunque haya alguna regla que distorsione esa impresión (disposición transitoria segunda, 3). En cualquier caso, la Autoridad estatal se fía para largo: en un año como máximo se aprobará el Real Decreto que regule sus Estatutos. O se dan prisa en este proceso, o la puesta en marcha de esa sofisticada maquinaria institucional de protección del denunciante y de fomento de la integridad llegará en el momento en el que la gestión de los fondos europeos NGEU esté en su fase declinante. Cuando más se necesitan instrumentos de este carácter, la política legislativa sigue yendo a ritmo “caribeño”. ¿Por qué será? 

TRANSICIÓN DIGITAL, ADMINISTRACIÓN PÚBLICA Y CIUDADANÍA (*)

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(Fotografía cedida por Fernando Escorza Muñoz. Reservados los derechos de reproducción)

«Que el futuro sea digital; pero, ante todo, que sea un futuro humano»

(Shoshana Zuboff, El capitalismo de la vigilancia, Paidós, 2020, p. 690).

La digitalización de la sociedad es, sin duda, imparable. Y, como es obvio, tal proceso impacta sobre las Administraciones Públicas, así como, especialmente, sobre las relaciones entre los poderes públicos y la ciudadanía. La preocupación por esta cuestión es creciente, también por lo que implica de hipotética afectación a los derechos individuales en sus constantes e inevitables relaciones con las Administraciones Públicas.

Nadie duda, en efecto, que la digitalización ha de ser inclusiva. Tampoco admite duda alguna que, en la transición digital y en la mejora de la prestación de los servicios públicos que tal estrategia comporta, es donde la legitimidad de los poderes públicos se juegan buena parte del crédito de confianza de la ciudadanía. En términos de legitimidad democrática, resulta inaceptable que la prestación de servicios y la atención a la ciudadanía empeoren con la digitalización. Y algo de esto está pasando hoy en día. Cabe preguntarse por qué y, asimismo, cuáles son los remedios para mitigar esas patologías, que están muy extendidas.

De todos es conocido cómo la pandemia no solo supuso una innegable aceleración de la digitalización, sino que, por lo que ahora interesa, implicó una tendencia marcada hacia el encastillamiento de las Administraciones Públicas que, mediante las barreras de unas frías y anónimas pantallas, obligaron de forma fáctica (a pesar del evidente derecho de opción reconocido en las disposiciones legales vigentes) a que, salvo excepciones muy puntuales, los ciudadanos no obligados normativamente se tuvieran que relacionar también de forma exclusiva por medios telemáticos con las organizaciones públicas. El escandaloso abuso de la cita previa, ahora tan aireado, no es más que la punta del iceberg. Llevamos tres años de descenso a los infiernos; es llamativo cómo la crisis Covid19, una situación absolutamente excepcional, implicó, sin embrago, cambios de tendencia estructurales (o con intentos de convertirse en tales) en el (mal) funcionamiento de buena parte del sector público español y de sus estructuras burocráticas. Todo esto con el silencio cómplice de una política gubernamental que frente estas cuestiones aparentemente instrumentales, pero que forman parte del ADN existencial del sector público, apenas les ha prestado atención alguna.

Se olvida con frecuencia que fue precisamente la pandemia la que aceleró una implantación excepcional y un tanto caótica de una modalidad de prestación de la actividad profesional en el empleo público como era el teletrabajo, que hasta entonces dormitaba (casi) inaplicado con la puntual excepción (tomada con cuentagotas) de la conciliación entre la vida laboral y familiar. Fruto de ese contexto, comenzó un reverdecer del teletrabajo en el sector público, animado por un mala e improvisada regulación normativa que convertía en estructural lo que hasta entonces se había configurado como excepcional, por el empuje sindical y el favor de quienes lo habían disfrutado y lo querían seguir haciendo; a lo que se unió una gestión caótica de la puesta en marcha del teletrabajo desde el punto de vista organizativo, olvidando algunas cuestiones clave: qué servicios se deben mantener siempre abiertos presencialmente, qué tareas y con qué intensidad pueden ser objeto de teletrabajo, qué objetivos se deben cumplir en el trabajo a distancia, qué medios de supervisión y control existen y qué modalidad de evaluación del cumplimiento de las tareas se desarrollará y con qué efectos. De todo esto se pasó olímpicamente. Primó el derecho de los empleados (mal regulado y peor aplicado) frente a los intereses públicos, esto es, ante los innegociables derechos de la ciudadanía.

No cabe duda que esas tendencias de (mal) funcionamiento organizativo de los servicios públicos que arrancan de hacer frente a una situación excepcional, fueron modulando, sin apenas darnos cuenta, una Administración pública que descubrió en la digitalización y en la atención telemática, la solución definitiva a muchos de sus pretendidos problemas. En suma, ese cóctel de situaciones de excepcionalidad estructural-organizativa y de (mala) gestión de personas como intensa resaca de la pandemia, ha generado un deterioro paulatino del funcionamiento de las organizaciones y de los servicios públicos en claro detrimento de los derechos de la ciudadanía. La inevitable interacción entre normas, estructuras, procesos y personas en lo que a resultados de la gestión pública afecta, se advierte aquí con toda su plenitud. La digitalización ha de comportar, tal como se decía más arriba, mejoras sustantivas en la calidad de prestación de los servicios públicos. No se puede desagregar la digitalización como proceso y abordar aisladamente medidas como si no tuvieran relación entre ellas, pues cualquier decisión puntual afecta directamente al corazón y al propio bombeo de sangre al sistema organizativo en su conjunto y a sus resultados.

Pero para lograr ese objetivo debe existir una plena armonía entre los cuatro polos de la transformación digital del sector público, como son: a) la tecnología e información; b) los procesos; c) la organización y gestión de personas; y d) la ciudadanía. No basta que las Administraciones Públicas inviertan mucho en recursos tecnológicos si estos no mejoran la efectividad de la gestión, tampoco obligan a la organización a adoptar medidas de transformación y apenas impactan sobre las tareas y rediseño de los puestos de trabajo. No me cansaré de reiterarlo, la finalidad última de la digitalización no puede ser otra que prestar mejores servicios a la ciudadanía y fortalecer la atención (también complementariamente presencial) y de acompañamiento efectivo a las personas con limitadas competencias digitales o déficit de recursos tecnológicos en el complejo proceso de transición digital. Al fin y a la postre es la última razón existencial de lo público y de la propia política.

Fracasar en este modelo holístico de digitalización implica ahondar la fractura de falta de legitimidad y desconfianza que hoy en día impregna a las relaciones de la ciudadanía con el sector público, que cada día es mas honda. El descrédito de lo público no solo ha tocado a las puertas de la Administración, sino que ha entrado hasta sus últimos despachos y mesas de trabajo. Hay una percepción cada vez más generalizada de que las Administraciones Públicas maltratan a la ciudadanía, especialmente por un abandono irresponsable de la política gubernamental frente a este tipo de cuestiones, pero también por un marcado déficit organizativo y una pésima concepción sobre cómo implantar un proceso de digitalización, que cada vez será más disruptivo, y que orilla frecuentemente a los colectivos más vulnerables por razones de edad, económicas, sociales, de discapacidad o de género. Pero asimismo ese desdén termina afectando a buena parte de una ciudadanía, sobre todo a aquella que encuentra un sinfín de barreras digitales en sus relaciones telemáticas con un sector público fracturado en miles de sedes electrónicas (oficinas virtuales) a las que se debe acceder en muchos casos tras la lectura y análisis de otros tantos centenares de manuales de instrucciones, a veces con estructura y explicaciones tortuosas. La agilidad telemática de la gestión administrativa desplaza su tanto de culpa a una ciudadanía que debe perder parte de su tiempo y dinero en ese empeño. Cargas administrativas intolerables en la era de la pretendida simplificación. Cualquier ciudadano español se relaciona al menos con tres niveles de gobierno (municipal, autonómico y central), pero también con innumerables departamentos o silos, por no hablar de estructuras administrativas inferiores. Cualquier nueva gestión telemática (ayudas o subvenciones, asistencia sanitaria, becas, trámite de pensiones de jubilación, trámites tributarios, inscripciones o solicitudes de cualquier tipo, demanda de información o un larguísimo etcétera) implica habitualmente darse de bruces con una realidad digital adversa, que puede generar ansiedad, frustración, cabreo o incluso pérdida de derechos, en ciertos casos existenciales o de primera importancia.

En fin, la digitalización del sector público y sus impactos sobre la ciudadanía es un proceso que está abierto desde hace años. Tras una larga serie de estrategias diseñadas por la Unión Europea y replicadas en nuestro entorno inmediato con mejor o peor fortuna, lo que sí parece cierto es que la aceleración de la revolución tecnológica en marcha es una realidad incontestable. Y lo realmente importante de este proceso es que esa disrupción tecnológica afecta directamente a las Administraciones Públicas y a sus relaciones con la ciudadanía; y que solo puede afrontarse con un mínimo éxito (o con una minimización de las secuelas, que no terminen siendo heridas abiertas de difícil resolución) mediante una transición digital ordenada y planificada que requiere no solo inversiones y medidas de incentivación crecientes, sino también un cambio radical en el modo y manera de entender esas relaciones entre Administración y ciudadanía en la era digital, pero especialmente en sus estaciones de tránsito, que serán (ya son) muchas y complejas. No basta, aunque sean necesarios, con programas de cuantiosas inversiones en infraestructuras tecnológicas del sector público reflejados en el PRTR y en su futura Adenda, sino se presta también atención a las acciones y medidas de transición digital que deben acompañarlos. Un aspecto que la política y la administración están descuidando de forma clamorosa, quizás como consecuencia de esa carrera enloquecida hacia no se sabe dónde que olvida lo fundamental del reto tecnológico que el sector público tiene entre manos: mejorar la existencia de toda la ciudadanía a través de una digitalización inclusiva que no sea un mero eslogan político y que articule y arbitre un conjunto escalonado de acciones y medidas (al fin y a la postre una auténtica estrategia de transición digital) en todas las Administraciones públicas y niveles de gobierno. La UE tiene marcado el objetivo de que en 2030 el 80 por ciento de la población disponga de competencias digitales básicas, lo que en principio avalaría una relaciones fluidas con el sector público por medios electrónicos (siempre que tales competencias digitales y se actualicen permanentemente ante una disrupción cada día más acelerada). El problema es qué pasa mientras tanto. Y aún así, en la mejor de las hipótesis, en 2030 aún quedará una bolsa de un 20 por ciento de descolgados digitales, que en España será presumiblemente mayor, sino se adoptan medidas enérgicas de corrección. Gobernar cabalmente esa transición es la única vía.

En este 2023, cargado de citas ante las urnas, podremos comprobar si los programas electorales se hacen eco de tales cuestiones tan prosaicas y sí, lo que es mucho más importante, las nuevas estructuras gubernamentales se toman finalmente en serio esta idea: sin transición digital efectiva y ordenada en el sector público, la vida de una parte importante de la ciudadanía (lo vienen anunciando muchas voces expertas) podría empeorar en los años venideros, ya que se pueden generar bolsas cada vez más amplias de exclusión digital, antesala de una mayor erosión de nuestra institución servicial por excelencia: la Administración Pública y las personas que en ella prestan sus servicios.

(*) El presente texto, ayuno (a fin de facilitar su ágil lectura) de referencias normativas, bibliográficas y de documentación, resume a grandes rasgos alguna de las ideas que se desarrollan con mucha mayor extensión en la ponencia presentada en el Seminario sobre Administración Digital celebrado en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales en octubre de 2022. Agradezco al citado organismo y, asimismo, al director del Seminario, Manuel Medina Guerrero, la amable invitación cursada para participar en esa actividad, y también en el libro digital que próximamente será publicado sobre tal materia por el CEPC, donde se desarrolla lo aquí expuesto.

CHAPUZAS PÚBLICAS

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“Es indudable que un país no parece amenazado inmediatamente de muerte porque un empleado de talento se retire y un hombre mediocre lo reemplace (…) Pero cuando, a la larga, todo ha ido empequeñeciéndose, las naciones desaparecen”

(Honoré de Balzac, Los empleados. La Comedia Humana. Volumen XII, Hermida Editores)

En el ámbito del sector público parece haberse impuesto el reinado absoluto de la chapuza. En mi ya larga vida profesional, debería remontarme muy lejos para encontrar un número tan exagerado de chapuzas políticas y de gestión como el que estamos viviendo en estos últimos tiempos. Y, frente a lo que muchos creen, esto no tiene colores políticos, afecta transversalmente. Pero el problema, aunque tampoco se lo crean, viene de lejos. No es de ahora. La incubadora de las chapuzas viene trabajando a pleno rendimiento desde hace años.

Las chapuzas más visibles y más estridentes son hoy en día las “legislativas”, algunas de ellas con consecuencias inmediatas gravísimas, pero otras con letalidad diferida, como si fueran un campo de minas que la insensatez política y la impotencia o miopía funcionarial y burocrática han cultivado por doquier. Y que terminarán explotando más temprano que tarde. Las chapuzas de gestión, algunas alarmantes y otras no exentas de elevadas dosis de perplejidad, son moneda corriente, pues no hay ciudadano que no las haya sufrido por acción, omisión o desprecio a sus derechos más básicos por la respectiva Administración. Pero aquí la única explosión que preocupa, es la electoral. Las demás no importan. Solo ella es el elemento corrector por excelencia, que mueve como un resorte las pretendidas conciencias políticas hasta entonces durmientes. Sin duda, los escándalos más estridentes, por sus efectos mediáticos y reales, son los que proceden de las instituciones estatales, pero no pocas comunidades autónomas y gobiernos locales también se han hecho merecedoras del entrar en el selecto club de “Pepe Gotera y Otilio, chapuzas a domicilio”. Los más mayores recordarán las viñetas de Ibáñez, los jóvenes o menos viejos, no; pero se lo pueden imaginar. En Europa se frotan los ojos.

Lecturas hay para todos los gustos. Algunos opinan que es la aceleración política, otros que se trata de la complejidad y volatilidad de los problemas, los hay quienes echan la culpa a los jueces, al funcionario o al empleado de turno que pasaba por allí, e incluso algunos se escudan en el azar o la mala suerte. La cuestión es más sencilla.

La chapuza pública tiene como una de sus causas, en primer lugar, el desgobierno o el descuido absoluto de esas máquinas que no son precisamente de precisión llamadas Gobiernos, y a sus (abandonadas) Administraciones Públicas, obsoletas en sus estructuras, procesos y en la gestión de personas, por muy digitalizadas y transparentes que digan estar. También se debe, y en no poca medida, a una pésima extracción del mal llamado talento político, que hoy en día nadie sabe dónde se encuentra, plagadas esas filas, con contadas excepciones, de elementos de marcada mediocridad, que han encontrado en la actividad política e institucional el lugar en el que vivir cómodamente sin tener que acreditar saber hacer casi nada, decidir poco y reformar menos; pero cuando se ponen a ello alegremente, pónganse a temblar; un oficio político, además, cuyas exigencias se limitan a repetir consignas vacuas y descalificaciones al contrario, aplaudirse de forma enfervorizada unos a otros, más cuando las cámaras les captan, aunque luego entre ellos tampoco reine la paz ni nada que se le parezca.

Dicho en términos llanos, la política ya no da más de sí, ni tienen cantera o banquillo de talento ni a este paso lo van a captar nunca, salvo que dé un giro copernicano que no parece advertirse. Quienes a ella se aproximan, poco o nada tienen que ofrecer, salvo arañar algo para su propio beneficio o el de los suyos. La imagen política es fruto de la mercadotecnia, pero lo que parece no es. El desprestigio (más que desafección) de la política hace que de ella huyan quienes dos dedos de frente tienen, mucho más aquellos que puedan ganarse la vida sin hacer genuflexiones permanentes ni adular cansinamente a quienes de ellos depende su continuidad en las nóminas públicas. Para que un país funcione razonablemente, no vale con llenar las instituciones y regar con buenos emolumentos a decenas de miles de cargos públicos representativos, ejecutivos, directivos, asesores y la madre que les parió, que por lo demás, en su mayor parte, aparte de fidelidad perruna a las siglas o al jefe/cacique político de turno, poco acreditan; puesto que las responsabilidades públicas se deberían cubrir (vano sueño) con la personas más idóneas, también políticamente hablando; algo que, de no corregirse, parece haberse perdido para siempre (lo veremos pronto en las listas cerradas y bloqueadas a las que se nos invitará a votara lo largo de este año). Y si se nombra como responsable político o directivo a quien poco o nada sabe sobre su negociado, o se buscan asesores que tampoco asesorar saben, que nadie se eche las manos a la cabeza si las cosas salen torcidas. Sería un milagro que salieran de otro modo.

Pero la chapuza pública se debe también a otros muchos factores. Y uno nada menor es, por un lado, la posición cada vez más vicarial de un empleo público preñado de política por casi todo su entorno o dominado por los plañideros sindicatos en su zona medio/baja; función pública a la que están enterrando en su profesionalización, en unos casos a marchas forzadas y en otros cociéndose a fuego lento; mientras que, por otro, cabe resaltar la constante erosión de la alta función pública, con algunos signos preocupantes en la Administración General del Estado, y manifiestos en determinadas Comunidades Autónomas (donde las hay en que su débil prestigio amenaza ruina), pero también evidente en buena parte de los gobiernos locales. La política se queja de la función pública y esta de aquella. A veces, es cierto, la función pública no se alinea sino que obstruye; pero son las menos. En algunos de esos feudos, la política ha terminado por imponer su ley a través de cortocircuitar la imparcialidad de los funcionarios (si un alto funcionario no puede advertir al político del desmán en marcha, malo) o ponerla en cuarentena; pero también mediante técnicas silentes, aunque cada vez menos, incluso en la propia Administración General del Estado. En algunos organizaciones públicas a la alta función pública y a las instituciones de control, tanto internas como externas, se les ha pretendido puentear o poner un bozal, ignorando o sorteando lo que digan, o, peor aún, se les hace decir, en algunos casos, lo que el poder quiere o, en su defecto, se les aconseja permanecer callados (en boca cerrada no entran moscas). Y, mientras tanto, despropósitos que se han hecho o están a punto de perpetrarse con el empleo público en la “periferia”, se quieren reproducir en el “centro”, aunque sea con sordina y algún remilgo. Si allí se regalan los empleos, aquí se rebajan las exigencias. Ni la profesionalidad ni el mérito cotizan al alza: vuelven los amigos políticos, esta vez sin piel de cesantes, sino de eternos ocupantes.

En este contexto sería milagroso que las cosas funcionaran, y aún así, sorpréndanse, algunas funcionan, afortunadamente; es más, en ciertos casos razonablemente, que no es poco. Pero no sé si se han fijado que cada vez los lindes de la chapuza se extienden por más territorios administrativos, ministerios, comunidades autónomas y ayuntamientos o diputaciones, así como por las densas y extensas entidades del sector público. Y, como bombas racimo, los efectos concéntricos del desmoronamiento del ecosistema público resultan muy evidentes. Con el paso del tiempo serán más letales. Vendrán nuevas chapuzas, pues con esos mimbres es imposible que lo público funcione a pleno rendimiento, ni siquiera a medio gas. El reino de la chapuza pública todavía no ha tocado fondo.  El drama, pese a lo que algunos venden, es que no se resuelve tal entuerto solo con buena gestión, que va de suyo, sino con un programa efectivo de profundas y radicales medidas político-institucionales que nadie adoptará; pues ello significaría poner patas arribas la extensiva politización y el clientelismo, el rancio corporativismo, el compadreo empresarial y sindical con el poder, el imperio del favor, y tantas otras lacras en las que este país vive instalado cómodamente desde hace un par de siglos. Ahí es nada.

ADENDA: Hace un año publiqué otro sombrío cuadro del estado de lo público en España (https://rafaeljimenezasensio.com/2022/02/13/la-irreversible-descomposicion-de-lo-publico/), y no parece que doce meses después haya mejorado el estado de la cuestión, a pesar del manido Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, que, como en las películas al uso, “trota más lento que el caballo del malo”. Habrá que esperar que coja ritmo. Mucho me temo que en febrero del próximo año 2024, tras una parálisis absoluta de lo público y de sus reformas en este larguísimo y amortizado 2023 electoral, los resultados de un futuro análisis serán aún bastante peores. Como presumía Rabourdin, el personaje de Balzac que diseñó una profunda (y disruptiva, amén de arbitrista) reforma de la Administración (antesala de su ruina), “el éxito de tal empeño estaba, por lo tanto, supeditado a la tranquilidad de la política, a la sazón siempre agitada”. Como también se dijo por uno de sus detractores tras su dimisión, “no son las ideas las que faltan, sino los hombres (o mujeres) que las ejecuten”. Pues eso, a esperar.

SOBRE (ALGUNAS) «OPOSICIONES»

(Fotografía cedida por Fernando Escorza Muñoz. Reservados los derechos de reproducción)

«Un Estado ingrato, indiferente al mérito, es un Estado salvaje» (Benito Pérez Galdós, Miau)

En la fase de oposición de los procedimientos selectivos de «concurso-oposición» (dejemos ahora de lado la broma de los «concursos») en los llamados procesos de estabilización del empleo público desarrollados en algunas Administraciones Públicas (dicho más llanamente, cómo anclar al personal interino en las nóminas públicas para toda la vida), están superando la fase de “oposición” más del noventa por ciento de los aspirantes presentados. Han leído bien, el noventa por ciento. Y si baja de ese porcentaje, lo es por poco. No es nuevo. Había precedentes.

Se trata, y hay que subrayarlo, de procesos a los que “concurren libremente”  y pagan sus tasas candidatos de “la casa”, esto es, los que tienen ese nuevo derecho fundamental absoluto de calzarse «su» plaza, junto con otros de la “calle”, es decir, puros outsiders, cuya única ambición posible y probable consiste, siendo imposible física y metafísicamente que formen parte de los elegidos,  en incorporar sus apellidos a esas bolsas basura de trabajo (para seguir cubriendo eternamente las interinidades) formadas por los innumerables residuos que queden después de celebrar tan meritorios procesos de “selección”. Y pasar, así, a mejor vida.

Realmente lo desconocíamos; pero estamos en un país de sabios. Una España en la que, al parecer, (casi) todos sin excepción tienen tan elevados conocimientos y destrezas que, en verdad, resulta casi absurdo convocar procesos “selectivos”. Que aprenda Europa de nuestro nuevo modelo, que en buena parte se lo debemos a ellos. Nuestro empleo público tiene donde elegir: es un mar de intelecto. Ya les gustaría ver a los revolucionarios franceses en qué ha quedado su artículo 6 de la Declaración Universal de Derechos del Hombre y del Ciudadano, su principio de igualdad y, lo que es más importante, el talento y las virtudes para el acceso a un empleo público, gracias a que aquí lo hemos “universalizado” de verdad y no de boquilla: todos los humanos, mujeres y hombres sin excepción, valen (casi) lo mismo, aunque -no se engañen por las apariencias- más quienes están dentro y menos quienes deben esperar para ingresar, por eso del “concurso”. Pero todo llegará. A esperar su turno.

¡Qué fantástica Administración han construido nuestros insignes políticos y sindicalistas! ¡Cómo les gusta alardear de que las pruebas selectivas tan exigentes y complejas que convocan son capaces de superarlas casi el cien por ciento de los aspirantes! ¡Hasta ellos mismos, si me apuran, podrían hacerlo! Pero, no deben dormirse en los laureles. Aún hay un diez por ciento que no pueden acreditar los conocimientos exigidos, lo que, por tanto, denota que tales procesos son irracionales o desproporcionados, pues están discriminando y sobre todo estigmatizando a un porcentaje nunca irrelevante de la ciudadanía, que también tiene derecho a comer de la olla presupuestaria, como diría Galdós. Esas exclusiones se deban probablemente a que las pruebas exigidas han sido de una dureza extrema, o tal vez a que la Administración no fue sensible a que algunos aspirantes el día anterior se fueron de farra y, por tanto, ejercieron su derecho fundamental al ocio, otros no entendieron lo que leían porque no recibieron una educación de calidad y los habrá, incluso, que apenas supieron diferenciar una ley de un atestado, cosas de abogados y no de legos como ellos. En fin, una Administración terriblemente injusta que deja fuera a los menos diestros. El objetivo político debe ser más ambicioso: aprobado general en todas las oposiciones. Que tomen nota. Andan torpes.

En España vuelve a resonar el grito desesperado del “colócanos a tós” que tuvo que escuchar en un mitin hace más de cien años el cacique de turno, Natalio Rivas. Dejémonos de tonterías, lo más democrático es abrir las puertas de la Administración de par en par a cualquier aspirante que lo pretenda. Tenemos algo menos de cuatro millones de empleados públicos. Son muy pocas bocas a alimentar. Y la mayor parte tienen familia, que no cabe abandonar a la indigencia. La Administración Pública debe dar cobertura universal a tanto talento suelto y a esas virtudes descarriadas. Es la gran entidad de beneficencia del siglo XXI. La que hará el nuevo Estado Social Administrativo; invento hispano de última generación. Hay que ensanchar las nóminas del empleo público, para que quienes no han podido entrar porque otros estaban ya calentando la silla lo puedan hacer en el futuro próximo, pues tan abrumadores capacidades no se pueden desperdiciar, ya que la inmensa mayoría se ha quedado fuera habiendo aprobado o incluso sobresalido en tales “oposiciones” y, por tanto, como nos recordará dentro de no mucho nuestro también plagado de talento jurídico Tribunal Constitucional, han acreditado ya sobradamente su enorme mérito y capacidad superando tan exigentes procesos selectivos, lo que  ya, por sí mismo, les habilita para hacer cualquier cosa que se precie durante toda la vida en esa casa común que todos pagamos denominada Administración Pública. Sobre todo vivir adosados a la nómina pública, que en época de brutal incertidumbre es un refugio seguro. Que se lo cuenten a ellos.  

Entrada publicada en LA MIRILLA ESCONDIDA https://rafaeljimenezasensio.com/la-mirilla-escondida/

RETOS DEL MUNICIPALISMO 2023-2027

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(Imagen cedida por Fernando Escorza Muñoz. Reservados los derechos de reproducción)

«Posada tuvo la sensación de que todo el trabajo realizado entraba en el dicho arar en el mar«

(Enrique Orduña Rebollo/Enrique Orduña Prada, «Estudio Preliminar» al libro de Adolfo Posada El Régimen Municipal de la ciudad moderna, 1936, edición de 2007 de la FEMP, p. XXVI)

Una situación de parálisis institucional mientras todo se mueve en el entorno.

Cuando faltan apenas cuatro meses para las elecciones municipales, puede ser oportuno llevar a cabo una breve reflexión sobre cuáles son algunos de los desafíos a los que se enfrenta el mundo local en los próximos años. Se trata de retos imponentes, muchos de los cuales no pueden ser abordados desde el nivel de gobierno local, y menos aún con una mapa municipal tan atomizado en el que conviven entidades muy dispares tanto en su tamaño como en sus capacidades ejecutivas y financieras. Hablar de gobierno local como una idea común, es negar su radical disparidad. Que es mucha, y muy evidente. No existe el gobierno local, existen los gobiernos locales. Tampoco el ayuntamiento, sino los ayuntamientos.

Vaya por delante que los gobiernos locales están hoy en día caídos de la agenda política. La última Ley estatal que se aprobó en materia local fue la denostada Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local (LRSAL), en 2013, que ni siquiera quienes a ella se opusieron frontalmente han tenido la valentía de derogar en aquellos aspectos que más dañaban la autonomía municipal, que no eran pocos, aunque suavizados algo por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, más bien timorata. En este ámbito, como en tantos otros, se ha impuesto la pereza política que implica no saber ni querer afrontar las necesarias reformas locales que este país necesita. Sorprende que ello sea así en el Gobierno que más representación de ex alcaldesas tiene (tres), una de ellas flamante ministra del ramo (Política Territorial), y además dos de cuyas actuales ministras pretenden disputar sendas alcaldías en las próximas elecciones. El cacareado anuncio, incorporado como objetivo de reforma al Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, en su Componente 11, de aprobar el Estatuto del Pequeño Municipio, en el marco de una política de lucha contra la despoblación, ha quedado de momento en nada; pues estando la legislatura en su tramo final, nadie espera que se apruebe tal regulación en los escasos meses que restan. Pobre  carta de presentación.

Si en las instituciones centrales se ha impuesto una parálisis normativa en lo que al tratamiento local respecta, las Comunidades Autónomas, esos entes territoriales voraces que han arrinconado y ninguneado a los poderes locales, tampoco han tenido prácticamente ninguna iniciativa normativa digna de tal nombre para reforzar la autonomía municipal. Solo la Comunidad Autónoma extremeña aprobó en 2019 la Ley de Garantía de la Autonomía Municipal de Extremadura, y reforzó en 2021 su rol de concertación por medio de los programas de colaboración económica municipales. Y lo más importante, está aplicando una política de integración de lo local en las políticas autonómicas, con resultados innegables. Esa es la única y loable excepción en un panorama autonómico sombrío del que nada nuevo emerge en el plano normativo ni tampoco en lo que al refuerzo de la autonomía local respecta. Sobre ello me ocupé en sendos largos prólogos a los libros de Manuel Zafra Víctor (La autonomía local en una constitución reformada, CEPC, 2021) y de Aizbea Atela Uriarte, (El desafío del fortalecimiento de la autonomía municipal: la Ley de Instituciones Locales de Euskadi, IVAP, 2022: Prólogo – El desafío del fortalecimiento…), y a ellos me remito por no ser reiterativo. 

La esclerosis se ha impuesto también en la imposible renovación de un marco normativo local, tanto básico como de desarrollo normativo, con la única excepción citada. El panorama que se advierte es estático o incluso de parálisis amenazante, pues todo se mueve en el exterior mientras las instituciones locales ofrecen síntomas evidentes de agotamiento al representar modelos institucionales obsoletos, que (casi) nadie se atreve a reformar.

Algunos retos de futuro del municipalismo y del resto de gobiernos locales.

Sin embargo, lo local (y, más en concreto, lo municipal) tomarán durante los meses venideros innegable protagonismo. Vienen las elecciones municipales y nadie hablará de otra cosa, al menos hasta el 29 de mayo. Luego el manto de silencio se extenderá sobre la realidad local, solo excepcionado cuando haya que formar los consabidos gobiernos locales. En efecto, hasta entonces los medios de comunicación incorporarán reportajes y páginas de opinión, los partidos pondrán todas sus energías en una larga y cansina campaña electoral, y asimismo incluso aparecerán algunas propuestas para cambiar el panorama normativo, como ya lo han hecho en un par de casos: Plan de fortalecimiento institucional del Partido Popular y el informe Unas Administraciones Públicas más eficientes y modernas. Sorprende que en el primero de tales documentos lo más urgente sea modificar la LOREG para cambiar el sistema de elección de Alcaldías, con silencio manifiesto de cualquier otra iniciativa de refuerzo de la autonomía municipal. Llama la atención, asimismo, que en el segundo se retorne a las medidas arbitristas de eliminar gradualmente la atomización municipal creando ayuntamientos inicialmente de 5.000 h. mínimo y en una segunda fase hasta 15.000 habitantes. Una medida que ya fracasó en su día y que, con esa brocha gorda, fracasará después. Nadie apuesta por renovar un Pacto de Estado Local, porque aquí, en política, todos los puentes están rotos. Tampoco nadie piensa estratégicamente sobre la realidad local, no hay estudios integrales ni menos aún propuestas. La FEMP y el asociacionismo local, así como los think tanks, están secos de ideas.  

Ante un contexto tan ayuno de propuestas y de la más mínima creatividad institucional que no vaya más allá de la inmediata ventaja política, puede resultar de interés situar el foco en cinco grandes desafíos a los que se enfrenta el mundo local y que, por si solo, nunca los conseguirá resolver, pues el nivel local de gobierno trabaja políticamente en un sistema de Gobernanza multinivel, y en ese espacio institucional es en el que debe ejercer sus propias competencias; pero articular tal modelo requiere sinergias que hoy en día no existen o son muy limitadas, así como saber dónde se quiere ir (estrategia) y una fuerte y constante voluntad política; rasgos que en estos momentos –tal como se viene insistiendo- apenas se advierten.

En cualquier caso, traemos aquí a colación cinco macro retos locales que deben aglutinar buena parte de las políticas municipales en los próximos cuatro años. A saber:

1.- La puesta en marcha efectiva de la Agenda 2030.

Tras el largo paréntesis que ha supuesto la pandemia y las dificultades adicionales planteadas por el contexto actual (invasión y guerra en Ucrania), el mandato 2019-2023, que debía ser el de aterrizaje de la Agenda 2030 en la realidad local, ha estado marcado por la excepción. Por consiguiente, no queda otra opción que echar el resto en el próximo mandato 2023-2027 si se quiere que los gobiernos locales interioricen de manera efectiva una Agenda 2030 y sus ODS, actualmente en situación de impase.  En efecto, la Agenda 2030 entra durante 2023 en su ecuador, y la década de la acción (2021-2030) se encamina a su momento intermedio sin que apenas nada o muy poco se haya hecho, por la excepción antes citada. Se trata, en suma, de hacer política local a partir de los ODS y no, como hasta ahora, de localizar los ODS  en cada política local. Y no es un juego de palabras. Los planes de mandato o de actuación municipal deberían conformarse a partir de tales premisas, como ya hemos expuesto en otro lugar. Sin perjuicio del protagonismo de los ODS sectoriales, la transversalidad ha de imponerse, y los ODS horizontales requieren nuevas formas de delegación política (Comisionados Agenda 2030) y de organización de la gestión pública (estructuras de proyecto transversales).

2.- Desarrollo, recuperación y resiliencia local.

Tampoco cabe la menos duda de que el mandato local 2023-2027 debe ser el de asentamiento definitivo de la recuperación económica, especialmente a través de una correcta gestión de los fondos europeos, tanto los excepcionales como los estructurales. Una ágil ejecución de las ayudas no reembolsables, de los préstamos o de los recursos provenientes del Marco Financiero Plurianual de la UE 2021-2027, es una premisa necesaria para que la recuperación económica y la resiliencia sean efectivas, y no un mero apunte retórico, también en el nivel local de gobierno. Todo ello requiere, en primer lugar, estrategias concertadas, ya sea a nivel municipal, a través de las Diputaciones o allá donde existan por medio de órganos de concertación (Consejos de Política Local). Asimismo, ese objetivo requiere disponer de sistemas de integridad institucional (o medidas antifraude) que sean efectivos con la finalidad de atenuar los riesgos de mala gestión y, en particular, de capacidades ejecutivas por medio de personal debidamente formado y con las competencias necesarias. No en vano, recientemente, la propia LPGE para 2023 (DA 112) ha incorporado una serie de exigencias para salvaguardar la integridad y evitar los conflictos de intereses en los procedimientos de contratación y de subvenciones en la gestión de fondos europeos, que han sido desarrollados por la Orden MHFP 55/2023. Si tantas alertas se activan, cualquier prevención resulta poca. 

3.- Lucha contra el cambio climático y políticas locales.

No cabe duda que el cambio climático ya no es ninguna amenaza, sino una realidad. Lo estamos comprobando año tras año. Tampoco hay duda que la lucha contra el cambio climático ha de ser uno de los ejes aglutinadores de la política local en el mandato 2023-2027. Las políticas locales que conformen los distintos programas de gobierno de municipios y diputaciones (u otros órganos de gobierno intermedios) deberán prestar especial atención a este fenómeno y atenuar sus efectos. Así lo será en el caso de la movilidad sostenible, la economía circular, el ahorro energético, la educación y sensibilización en sostenibilidad medioambiental, la compra pública sostenible y un largo etcétera. Lo suyo sería articular políticas transversales que tuvieran como elemento aglutinador la misión o proyecto de combatir decididamente el cambio climático. Algunas experiencias de notable interés se están promoviendo desde algunas entidades locales, como es el caso del Ayuntamiento de Valencia y de su proyecto Misiones Valencia, articulado en torno a cuatro pilares: ciudad saludable, compartida emprendedora y sostenible.

4.- Una revolución tecnológica con impactos múltiples: instituciones, empresas y personas.

Ni que decir tiene que el mandato 2023-2027 será asimismo un período en el que la revolución tecnológica adquirirá una especial aceleración y será cada vez más disruptiva. Quien crea que puede permanecer ajeno a tal proceso, se equivoca. Ni las ciudades, ni las empresas ni las personas escaparán a un empuje que cada día adopta formas más incisivas, en el terreno de la automatización o en el de la Inteligencia Artificial, que no es sino un desarrollo del anterior, pero que conviene humanizar y controlar como han puesto de relieve recientemente Felipe Gómez-Pallete y Paz de Torres, siguiendo a los ensayistas más autorizados. Por tanto, el mandato 2023-2027 será el de la transformación digital, empujada además por los fondos europeos. En pleno decenio digital (como lo ha calificado la Comisión Europea: Brújula Digital 2030), los gobiernos locales no pueden perder el tren; pero asimismo deben ser capaces de construir un modelo de digitalización que refuerce no solo su dimensión interna (Administración Digital o Electrónica), sino también redefina sus relaciones con la ciudadanía a través de un modelo inclusivo de transición digital, que ponga el foco en las personas. La Administración Local requiere asimismo nuevos perfiles profesionales en digitalización y datos sino quiere ser aún más cautiva de las empresas tecnológicas del sector.

5.- Reto demográfico y lucha contra la despoblación. 

Se trata de un desafío dual y mayúsculo. Tal como se expuso en el documento España 2050, a mediados del siglo XXI se estima que el 88 por ciento de la población vivirá en ciudades, habiendo perdido el mundo rural el 50 por ciento se su población actual. Esa estimación, de cumplirse, es devastadora. La transición, sin embrago, será larga, y las personas que actualmente viven en tal medio deben tener respuestas adecuadas. El envejecimiento de la población española es asimismo un dato de enorme preocupación. Caminamos decididamente hacia una sociedad altamente envejecida con lo que ello supone en presión para determinados servicios públicos asistenciales, sanitarios, del sistema de pensiones, etc. Los impactos son constantes y también el mundo local se enfrenta a ellos, en muchos casos de forma inmediata, lo que exige adopción de políticas que van más allá de las competencias municipales; pero que los ayuntamientos no pueden orillar ni esconder. La realidad se impone. Y las medidas no terminan de cuajar, aparte de estar el Plan de Recuperación plagado de buenas intenciones.

Final

Es tiempo de pensar estrategias electorales, pero también programas de gobierno municipales y de fortalecer la gestión. Tal vez también sea momento de articular ejes de actuación que aglutinen políticas locales y enfrentarse, entre otros muchos temas (como pueden ser las políticas de equipamientos e infraestructuras, servicios sociales, igualdad, educación, etc.), a los cinco grandes desafíos enunciados. La pelota está en el tejado político, pero también en el asociativo municipal, en las entidades que promueven el pensamiento e iniciativas de mejora de lo local, e incluso en la propia academia. Se detecta, como se ha dicho, una evidente parálisis en el campo de las ideas y propuestas de carácter holístico que promuevan, de acuerdo con la siempre pretendida ambición de instituciones locales sólidas (ODS 16) una institucionalización más fuerte de lo local en el conjunto de los diferentes niveles de gobierno. No se habla ya de reforma constitucional para insertar al ayuntamiento en un marco de garantías reforzado, nada se dice de aprobar una necesaria reforma en profundidad de una LBRL que, con las costuras rotas por el tiempo, lleva camino de cumplir 50 años en el próximo mandato, y las Comunidades Autónomas (con la excepción citada) se han olvidado de lo local hasta el punto de ningunearlo en ese afán de isomorfismo institucional copiando al Estado en su secular centralismo. No son buenos tiempos para lo local, aun así el momento es, paradójicamente, idóneo para incorporar a la agenda política la necesidad de su transformación, un tema que nunca debió salir de su calendario de debate. Hasta el 28 M todo es posible. Luego, olvídense. Vendrán las elecciones generales y la dilución del municipalismo. Y tornaremos al dicho de Adolfo Posada: «arar en el mar». Es el sino también de nuestro débil municipalismo pasado y presente. 

NOTA: Esta entrada es un resumen parcial de la intervención realizada en el marco de un Seminario Local organizado por el CEMCI el día 27 de enero de 2023 mediante la modalidad virtual, que tuvo por título: Análisis político y normativo del panorama local. Desafíos de los gobiernos locales en la tercera década del siglo XXI. Agradezco a la dirección del CEMCI, personalizado en Alicia Solana, la amable invitación para disertar sobre este tema.

¡AY DE LA ORGANIZACIÓN!

organización

(Imagen cedida por Fernando Escorza Muñoz. Reservados los derechos de reproducción) 

“La innovación organizativa, la revisión constante de sus estructuras (…) es la única garantía de una relativa y cierta continuidad, el único medio de vencer el primero y más grave de los fenómenos patológicos de las organizaciones humanas, la anquilosis institucional”

(Eduardo García de Enterría, La Administración española, Alianza, 1972, p. 102)

Las hipotecas del pasado

Hace más de dos siglos, ese oráculo de la Ciencia Política y de las instituciones públicas que son los Papeles del Federalista, recogió en diferentes pasajes y con redacciones diferenciadas una idea que aún resuena: no puede haber buen Gobierno sin buena Administración. Siempre la he repetido, y también ha sido reiteradamente replicada, por ser fino en los términos. Esa idea de Hamilton no se tradujo, sin embargo, en la realidad organizativa. La Administración Pública estadounidense, tras sus limitados inicios de las primeras décadas, derivó rápidamente hacia el populismo jacksoniano que, a partir de 1828, supuso la implantación del spoils system, que no se consiguió erradicar hasta bien entrado el siglo XX. Mientras tanto, la corrupción se extendió por el país. Como expuso Adolf Merkel, la Administración adoptó un “giro antropomórfico”, dado que, al margen de su dimensión orgánica, es una actividad ejecutada por personas. Y no seamos ingenuos, como también advirtió Emerson: las instituciones son una prolongación de las personas que las dirigen o que en ellas trabajan. Para bien o para mal.

Mientras los americanos del Norte caminaban por esos derroteros, en la Europa continental el sendero que se cogió fue otro. La Revolución francesa de 1789 arrumbó las instituciones del Antiguo Régimen. No hubo, en principio, continuidad, sino quiebra. Sin embargo, tal apreciación hay que tomarla con todas las cautelas, como inteligente escribió Alexis de Tocqueville en su magna (y tardía) obra El Antiguo Régimen y la Revolución. A juicio de este autor, algunas instituciones del Antiguo Régimen, entre los escombros institucionales provocados por la Revolución, seguían perviviendo, ya fuera de forma expresa o disimulada. La organización departamental del Ejecutivo fue una de ellas; pero también la impotencia que mostraron los revolucionarios franceses para articular una Administración que no bebiera, directa o indirectamente, de las prerrogativas heredadas del absolutismo monárquico.

Este proceso fue extraordinariamente estudiado por el profesor Eduardo García de Enterría en su conocida y temprana obra La Revolución francesa y la Administración contemporánea. No obstante, en esa depurada construcción conceptual bajo las premisas del difícil encaje de la Administración en la arquitectura de un mal entendido sistema de separación de poderes, subyacen algunos de los problemas aún no resueltos desde entonces, como son las prerrogativas exorbitantes que tal poder público ostenta como base del principio de autotutela, que encajan muy mal en un sistema constitucional democrático cuyo eje central es que el papel de la Administración está orientado al exclusivo servicio a la ciudadanía.

Lo relevante a nuestros efectos es que la organización básica del Antiguo Régimen sobrevivió en el Estado Liberal, reformulando sus presupuestos estructurales (de las Secretarías de Despacho del monarca absoluto a los Ministerios del régimen liberal), y llegó hasta nuestros días. Las estructuras departamentales de antaño eran muy limitadas, también cuantitativamente hablando; un proceso que sufrió notables alteraciones conforme las misiones del Estado fueron adentrándose en el intervencionismo económico y la regulación social. La complejidad actual del sector público nada tiene que ver con la situación existente en la España decimonónica; pero, en esa afirmación hay algo de engaño: el legado institucional es más pesado de lo que parece. La modernización del sector público, en muchos aspectos, sigue estando encadenada a soluciones organizativas periclitadas como es el funcionamiento departamental-ministerial, sectorial, funcional o divisional, cuando no mediante entidades instrumentales que se visten de personificación diferenciada, si bien reproducen a pequeña escala los vicios de la administración matriz. Lo mismo ocurre en el plano de la descentralización territorial, donde el isomorfismo de la Administración central ha terminado incidiendo fuertemente en las estructuras organizativas de las Comunidades Autónomas, con cambios más bien semánticos o puramente formales, e hipotecando su transformación.

Las miserias del presente

Lo cuenta, citando a Alfred Chandler, Pascual Montañés Duato en su libro Inteligencia política (El poder creador en las organizaciones): la estructura debe seguir a la estrategia y no al revés. Este es el gran problema de las organizaciones públicas que se conforman como estructuras pétreas cuya modificación en sus fundamentos esenciales es prácticamente imposible. La práctica de la esclerosis repetición, como diría Ross Douthat, es, en este ámbito, una constante casi inalterable. Los cambios de gobierno todo lo más alteran las estructuras más elevadas (ministerios, consejerías, departamentos), en las que se encajan las estructuras directivas superiores e intermedias, en una suerte de adaptación formal sin cambio sustancial. En el peor de los casos, cada vez más frecuentes, se multiplican los departamentos o áreas cuarteando las estructuras en un afán multiplicador de los panes y los peces, y creando enormes problemas de coordinación intergubernamental, solapamientos y costes de transacción elevadísimos como consecuencia de las negociaciones horizontales que se tienen que entablar para resolver un problema que antes era competencia de un departamento y ahora lo es de dos, tres o cuatro. A todo lo anterior se suma la multiplicación de estructuras directivas que ese proceso de divisionalización por arriba implica, pues en todo departamento, aunque esté casi vacío de competencias, se ha de justificar su existencia con un mínimo tejido estructural de órganos directivos, aparte de la reproducción mimética de las estructuras de back office que cualquier ministerio, consejería o área que se precie debe mantener.

En verdad, desde hace muchos años, hay un olvido, incluso un desprecio, de los aspectos organizativos por parte de la política, que solo descubre su necesidad y trascendencia instrumental cuando se trata de situar a sus clientes en las propias estructuras de la Administración y en sus entes del sector público. Ingenuamente, cuando no de forma necia, se pretende hacer política atribuyendo un carácter vicarial a la organización, desconociendo que las capacidades ejecutivas son la imprescindible palanca de un gobierno efectivo. Y la premisa de tales capacidades se encuentra precisamente en los tres pilares de una buena organización: estructuras, procesos y personas. Los tres ejes se retroalimentan, si falla uno contagia a los demás, si fallan dos la organización está en crisis y, cuando son los tres, la debacle está garantizada. Decía Luciano Vandelli, en su exquisito libro Alcaldes y mitos, que los nuevos regidores heredaban máquinas administrativas ineficientes y desmotivadas. En verdad, esa pesada herencia es la que, salvo contadas excepciones, recibe cualquier gobierno que hoy en día asume el poder. A pesar de que cada vez se habla más de buen gobierno, los tozudos hechos nos muestran que la calidad institucional está perdiendo enteros a marchas forzadas y, por tanto, también la confianza de la ciudadanía en lo público. Y de ello, entre otros motivos, tiene buena culpa el desinterés en el valor de las organizaciones como medio de solución de los complejos problemas a los que se enfrentan los poderes públicos actualmente.

Esas estructuras divisionales o ese falso modelo de articulación de un sector público institucional, castrado de autonomía funcional por el cordón umbilical de la política, ofrece sus peores versiones cuando de abordar cuestiones transversales se trata. Hoy en día, resolver los enormes desafíos del presente y del futuro con estructuras organizativas e institucionales obsoletas es una rémora, además de un fracaso garantizado. Los instrumentos ordinarios ya no dan más de sí. La Gobernanza pública exige estructuras organizativas adaptables, flexibles y ágiles, también abiertas y con un sistema efectivo de rendición de cuentas. La Ley 40/2015, se ha quedado vieja en apenas siete años. Es una ley construida con materiales del pasado y sin visión de futuro. Con estructuras de hormigón, cuando se requiere materiales con mucha mayor capacidad de adaptación a entornos muy volátiles y de marcada incertidumbre. Ni en esa ley ni en la mayor parte de las leyes autonómicas que copian sus recetas orgánicas, tampoco las que regulan las entidades locales, se han incorporado, salvo excepciones puntuales, estructuras administrativas que operen por misiones, proyectos o programas, y que convivan con los propios departamentos o actúen con miradas transversales.

Los retos están claros. Y una vez identificados, resulta obvio que están comenzando a romper las costuras de unas organizaciones que actúan más como camisa de fuerza que como prenda adaptada a los innumerables desafíos a los que se ha de hacer frente en los próximos años: cambio climático, envejecimiento de la población, desigualdad galopante, migraciones, revolución tecnológica, recuperación económica y gestión efectiva de los fondos europeos, Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030, etc. Aun así, prácticamente ningún nivel de gobierno se está planteando en serio invertir de forma sostenida en la transformación de sus organizaciones. A ello coadyuva, mediante su estrategia reactiva de defensa de un statu quo insostenible, el tapón sindical en lo público, que ha terminado por dar la vuelta al orden lógico de los factores: el subsistema de recursos humanos hipoteca al sistema organizativo, atrofiando sus potencialidades y haciéndolo prácticamente inservible o muy inefectivo.

Los tímidos destellos frente al futuro

En un año de multiplicación de procesos electorales y conformación, en muchos casos, de nuevos gobiernos o continuidad renovada de los anteriores, cabría presumir que los problemas organizativos (recuerden aquello de que la estructura sigue a la estrategia) deberían gozar de un cierto protagonismo. No creo equivocarme si digo que, por desgracia, ese deseo se verá en buena medida frustrado. Peor para quienes asuman las riendas de ese nuevo mandato castrando las transformaciones organizativas, pronto advertirán su impotencia en la aplicación de sus políticas (si es que las tienen, pues como advertía el ya clásico libro de Sí Ministro, una concepción pervertida de la política consiste en el siguiente axioma: “Lo único seguro es no hacer nunca nada”). Y la retórica o los proyectos de venta de humo a granel, se consumen en breve tiempo. Cabría, por tanto, animar a los responsables públicos a poner en valor sus organizaciones (y, por consiguiente, a iniciar procesos de transformación) si es que quieren realmente hacer frente a los retos mediatos e inmediatos con mínimas garantías de éxito. En cualquier caso, y como apunte final, cabe poner de relieve que algo, aunque sea muy poco y con escaso eco o resultados, se mueve. Veamos, telegráficamente, algunos ejemplos.

En un libro ya comentado y citado en diferentes entradas de este Blog, Mariana Mazzucato identifica con precisión que uno de los ámbitos en los que se puede adoptar una estrategia de misiones es, sin duda, en la puesta en acción de los ODS de la Agenda 2030. Estos desafíos, de enorme magnitud, comportan la necesidad de llevar a cabo desde la política no solo cambios regulatorios, sino también conductuales y organizativos. En efecto, para las estructuras gubernamentales ello requiere que se “trabaje fuera de sus silos habituales”, como son los tradicionales ministerios, departamentos o áreas. Por ejemplo, en el ámbito local el Ayuntamiento de Valencia lleva tiempo impulsando una política transversal de Misión climática, lo cual es avanzar en la buena línea y, por tanto, debe resaltarse. Tomen nota.

Otro ejemplo, con potencial elevado, si bien mucho más limitado en sus resultados, es la gestión de fondos europeos, que podía haber sido un campo ideal para la gestión transversal, pero que el modelo de Gobernanza diseñado en el Real Decreto-ley 36/2020, redujo a su proyección departamental, empobreciendo sus enormes posibilidades. Aun así, las exigencias del contexto obligaron a adoptar soluciones organizativas ad hoc (luego trasladadas también a muchas CCAA) como son las unidades administrativas provisionales (esto es, para la gestión de un proyecto temporal, cuya ejecución se despliega durante varios ejercicios presupuestarios). Reducido el ensayo a una estructura departamental administrativa inferior y sumergido en el pantano de la gestión de los RRHH y de unas relaciones de puestos de trabajo de enorme rigidez (aunque se creen los puestos provisionales o de vigencia temporal), sus limitados efectos parecen obvios. Algunas CCAA optaron por introducir un nivel estructural de órganos directivos, con mayor peso que las limitadas unidades administrativas, al prever la creación de estructuras directivas temporales, si bien con diseños normativos que, en algunos casos, admitían una porosidad política muy elevada con incorporaciones de personal externo, lo que ha pervertido su funcionalidad. La propia AGE, con precedentes en la figura de los altos comisionados, ha terminado por darse cuenta de las limitaciones de su modelo legal, y ya comenzó a partir de 2022 a crear estructuras departamentales de Comisionado con el rango de Subsecretaría y Oficinas Técnicas dependientes de ellas, con el nivel jerárquico de Direcciones o Subdirecciones Generales para la gestión de determinados PERTE, como han sido los casos de algunos Ministerios. Se ha optado así por creación de órganos directivos provisionales o de proyectos, lo que alumbra una novedad evidente en el ámbito de las estructuras organizativas de la AGE, aunque ello no se haya hecho por Ley, sino por reales decretos de estructura, basándose en figuras recogidas en la Ley 40/2015, que –como se ha dicho- no previó estas situaciones. Si se consolida esta tendencia, la multiplicación de altos cargos y órganos directivos será notable.

Más novedoso, y hasta ahora apenas divulgado, es el modelo de Gobernanza por proyectos que alumbra la Ley 4/2022 de la Comunidad Autónoma de Extremadura, en su aplicación exclusiva al ámbito ejecutivo autonómico. Aunque enmarcado en un proceso de racionalización y simplificación de la actividad de intervención administrativa, el modelo organizativo diseñado, que tiene un carácter innovador y que –como bien expone su preámbulo- se alinea con las necesidades de adaptación de unas estructuras departamentales tradicionales que ofrecen limitaciones evidentes para dar respuesta a los desafíos constantes de la transversalidad, la gobernanza por proyectos tiene vocación de ser extendida no solo al ámbito regulado por la Ley, sino allá donde las necesidades de la Administración lo exijan. Este enfoque es un acierto, aunque sus soluciones organizativas sigan limitadas a la concepción de unidades administrativas temporales y no a órganos directivos temporales, si bien se puedan crear en uso de las potestades de autoorganización. El test de sus resultados dependerá de dos factores muy imbricados entre sí: el primero es la voluntad política sostenida de aplicar un modelo organizativo y funcional que gire sobre la idea de misión o proyecto, que deberá rebajar la siempre presente voracidad departamental de control de su campo de poder; y el segundo, sin duda, reside en la capacidad que muestre el subsistema de recursos humanos, cargado de instrumentos de gestión de enorme rigidez (como son las propias relaciones de puestos de trabajo y un denso sistema normativo plagado de “garantías” hacia los empleados públicos y de olvido de los fines de la organización) para ir abriendo las puertas a la flexibilidad en la asignación de las personas a las necesidades contingentes de la Administración y a sus nuevos retos. Alguna pista se da en la citada Ley. La clave estará en cómo superar las resistencias al cambio o cómo vencer lo que Renate Mayntz denominó el “poder de autoconservación de la Administración”. No será un viaje fácil; pero solo intentarlo debe ser motivo de aplauso.

Hace más de tres décadas Michel Crozier ya advertía en una obra menor (Cómo reformar al Estado) lo siguiente: “Una idea simplista preferiría que la descentralización fuera suficiente para asegurar una buena administración”. El gran ensayista francés negaba que ello fuera así en la mayor parte de los casos. Para reforzar ese buen gobierno proponía como remedio el “indispensable afán de reforma de la cúpula del Estado”. Sin embargo, ante la inacción de cualquier reforma estructural desde la AGE, que debiera servir de espejo, no queda otra que si las Administraciones territoriales buscan mejorar su efectividad, promuevan, con sus propias herramientas, tales reformas estructurales e institucionales. Veremos qué nos depara el 2023 y la próxima legislatura o mandato en este importante asunto: anquilosis o adaptación. No otro es el dilema.

ALGUNAS OTRAS CONTRIBUCIONES SOBRE ASPECTOS ORGANIZATIVOS DEL SECTOR PÚBLICO:

«Desafíos organizativos derivados de la gestión de los fondos europeos del Plan de Recuperación. Administración por proyectos versus Administración divisional» REVISTA VASCA DE GESTIÓN DE PERSONAS Y ORGANIZACIONES PÚBLICAS NÚMERO 22, 2022 RVOP 22 RJA

«Organización administrativa y gestión por proyectos (El caso de las unidades administrativas temporales y estructuras similares de gestión de proyectos financiados con fondos europeos)» LA ADMINISTRACIÓN AL DÍA/INAP 2021 inap_lad_1512075

LA TIRANÍA DEL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO Y EL SUFRIDO CIUDADANO

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(Imagen cedida por Fernando Escorza Muñoz. Reservados los derechos de reproducción)

«Debemos al misticismo esa forma administrativa de la paciencia que se llama el expediente»

(Benito Pérez Galdós, La desheredada, Obras Completas. Tomo III, Aguilar, 2004)

«Otro día, en esa misma Dirección hube de preguntar cuándo se despachaba cierto recurso, y me respondió el empleado: ‘Hace falta un volante del Director’. ‘¡Un volante! ¿Y por qué?‘ ‘Porque sin eso no se despacha’ Entonces, sonriéndome, le dije: ‘¿Y el que no tenga el honor de conocer al Director, como me pasa a mi? … No me río de V., me río de mi mismo, porque soy el autor de la Ley de procedimiento administrativo»

(Gumersindo de Ázcarate, Intervención en el Ateneo en la Encuesta sobre Oligarquía y caciquismo como la forma actual de Gobierno en España, 1901, Guara editorial, Zaragoza, 1982, p. 465).

«El laberinto burocrático no es un ente abstracto. Es una maquinaria compuesta por personas con nombres y apellidos reglada por normas y costumbres que imponen personas con nombres y apellidos (…) El laberinto burocrático puede incumplir sus propios plazos –y de hecho así sucede-, pero es implacable con los plazos ajenos”.

(Sara Mesa, Silencio administrativo. La pobreza en el laberinto burocrático, Anagrama, 2019, p. 79)

A pesar de que las evidencias se multiplican, nadie pone remedio al problema. Y la cuestión es muy obvia: la Administración Pública cada vez funciona peor. Hay áreas que aún se mantienen, otras que renquean y abundan las que simplemente viven entre el aplazamiento, el silencio sepulcral o las que se embozan en sus trámites y papeles haciendo un castillo inexpugnable. Objetarán algunos que hay también destellos innovadores, gestión eficiente o resultados inequívocos. Esos casos son los menos; pues en muchos de ellos abunda el discurso autocomplaciente que circula por las redes con descaro de medias verdades disfrazadas de lagarterana o de mentiras piadosas, cuando no cínicas o atrevidas. Solo hay que poner el mensaje en fondos vistosos, de colores, con multiplicidad de imágenes y sonrisas por doquier.

En este pesadísimo año electoral, de aplausos permanentes cada vez que la cámara les enfoca, los políticos sacan su sonrisa impostada, sus vestidos de domingo y su manual de sandeces repetitivas, y se dedican a vendernos lo que no está escrito ni mucho menos garantizado. Todos van a bajar los impuestos, mejorar los servicios, ofrecer ayudas sin par, bonos, cheques y lo que ustedes quieran imaginar. Nadie dirá cómo lo van a hacer, con qué recursos financieros (aunque siempre exista el empujoncito eterno del endeudamiento), con qué tecnología, ni mucho menos con qué organización y medios personales se gestionarán tales lindezas de populismo barato; pues si de eso se trata, esto es, de disponer de organizaciones flexibles y recursos profesionales cualificados, con el diablo hemos topado.

Pero vamos a lo nuestro. A pintar un paisaje (lo confieso) de cierta desmesura, no exento de realidad en no pocos casos. La Administración Pública es un barullo de procedimientos opacos, con garantías legales de mentirijillas, trámites lentos y gestionados por unos funcionarios que viven en su constante anonimato detrás de la pantalla. Los procedimientos se hallan, además, encadenados a la vida activa de quien los gestiona, pues descansan en vacaciones, en los días de asuntos propios, puentes, acueductos, cursos de formación o por cualquier otra incidencia que surge, que no son pocas. Una Administración intermitente, que actúa a pleno gas poco más de siete meses al año, traslada su parálisis a unos procedimientos que duermen durante largos períodos las ausencias de sus gestores o directivos. La digitalización tan cacareada ha venido, además, a mutilar las garantías, poner valladares inaccesibles a muchos colectivos y proteger a quienes se esconden en trámites y sedes electrónicas, donde lo virtual les transforma en el espíritu santo.

Si un ciudadano lego tiene la paciencia estoica de leerse la “avanzada” Ley de Procedimiento Administrativo Común, observará con estupor cómo su identidad de ciudadano no pasó del preámbulo y de alguna cita incidental para reconocer unos pretendidos derechos que la mayor parte de las veces las Administraciones Públicas y de quienes ellas cobran, pues no pocos solo a ella sirven, se los toman a chirigota. Si sigue buceando en esa prosa sobrecargada e ininteligible en no pocos casos, le llamará la atención un personaje irreconocible a priori que obedece al nombre de interesado. Mal empezamos, pensará. Esto suena a negocio.

Pero si ha tenido la paciencia de leer incluso el susodicho preámbulo no entenderá por qué las reiteradas garantías de los ciudadanos se transforman en humo. Pero eso en el fondo es lo de menos. Lo importante viene cuándo intenta desbrozar quién es el que tira del carro y quiénes son los responsables de que una gestión administrativa, o una actuación de los poderes públicos administrativos, se encalle, se entierre (¿electrónicamente?) el expediente o se resuelva cuando interese. Las reglas de tramitación de los asuntos son por lo común de uso interno, no para el interesado precisamente, aunque le afecten y mucho, sino que van dirigidas a quien debe cumplimentar esa expresión también añeja que se llama el expediente administrativo (ahora modernizado con ese toque electrónico que tanto se lleva). Nuestro compungido personaje advertirá de inmediato que esto del procedimiento como garantía es un camino empedrado de buenas voluntades que casi nunca emergen. Sabe que para solicitar (¡vaya palabreja!, aunque haya sustituido al indignante suplico) algo a la Administración lo debe tramitar vía instancia, mejor electrónica, así tienen menos trabajo los castigados funcionarios. Lo otro es un rollo, que si oficina de registro, que si funcionario habilitado, que si escaneo, pedir cita previa (y armarse de paciencia). Y si lo presenta mal o sin los documentos necesarios (¿pero no los tiene la Administración en su poder o los debe solicitar ella misma?; sí, aunque si lo invoca usted, le darán la consabida respuesta: espere usted sentado a que lleguen, que esto de la interoperabilidad va para largo), ya sabe lo que le toca: subsanar. ¡Y qué coño quiere decir eso!, exclamará nuestro ciudadano ya superado por esa realidad laberíntica de pasos y contrapasos, y palabrejas sin sentido: pues nada, majo, que debes “sanar” lo que está enfermo, es decir, tus papeles y datos, que van cojos o desnudos, y por tanto resfriados.

En cualquier caso, no se inquiete, todo procedimiento tiene un principio y un final. Y si no acaba de forma expresa lo hará tácitamente. No se asuste, eso de tácito no va por el autor latino, sino que es ficción pura. Lo curioso del asunto es que le reiterarán que usted tiene garantías, y muchas, pues puede presentar alegaciones en cualquier momento (¿”Ale qué?”) y decir lo que estime oportuno, proponer prueba que justifique su solicitud de lo que pide o su oposición a lo que le pide la Administración. Pues la clave está en quién inicia ese procedimiento: si es usted, interesado (¡oiga, no me insulte!, que yo solo reclamo lo mío), ármese de paciencia y espere sentado, pero siempre espabilado, pues como se relaje el procedimiento caduca y tiene que volver a empezar, siempre que no se haya pasado el plazo. Sí, sí, el plazo. Ya me había dado cuenta, objetará el ciudadano lector de nuestra insigne ritual ley administrativa. Ese texto normativo está plagado de minas racimo que se llaman plazos, y como no los cumpla ya se puede dar por muerto, administrativamente hablando. Otra cosa es cuando la Administración se relaja, aunque en este caso haya matices, el escribidor de la Ley, que es siempre la propia Administración, juega con ventaja. Le otorga un sinfín de comodines. Hasta puede dar la callada por respuesta. Es lo que se llama intolerablemente el silencio administrativo, que es un atropello directo a los derechos de los ciudadanos vestido con disfraz de garantías, en unos casos (los menos), y de pisoteo ruin sin contemplaciones (en otros muchos más). Una auténtico atraco legal. Y si le dicen que el silencio es positivo o estimatorio de lo que pide, tampoco se lo crea mucho. No se lo pondrán fácil.

En España la gestión pública siempre es procedimiento administrativo. Cualquier cosa pasa por el molino burocrático del procedimiento administrativo y del régimen jurídico de esa organización heredada del Antiguo Régimen que llamamos Administración Pública, que tres siglos después, digitalizada, transparente, participativa, íntegra y eficiente, sigue con los mismos mimbres estructurales que antaño. Da igual que sea un proyecto innovador, la gestión de fondos europeos, un ensayo clínico o un proyecto cultural. En España lo importante es el cumplimiento aparente de la Ley y poco más. Las formas son lo esencial, el contenido lo accesorio. Los resultados de la gestión importan de muy poco a nada. Aun así, las formas se retuercen, se les da la vuelta y se las ignora en cuanto se puede, hasta que un atinado juez advierte mediante resolución judicial a la prepotente Administración (y a quienes detrás de ella se amparan) de que se han saltado trámites esenciales del procedimiento o se ha dictado el acto por órgano manifiestamente incompetente (sí, sí, el acto: ¿pero qué es eso, una orgía?; se cuestionará con horror el sorprendido ciudadano). Da igual que sean ayudas, subvenciones, contratos, licencias, comunicaciones previas y declaraciones responsables, reclamaciones patrimoniales, oposiciones (o sucedáneos falsos que tanto abundan) o lo que quiera o pretenda. Aquí todo va a la cazuela del procedimiento, que es el objeto central de examen para acceder a puestos de subalterno, auxiliar, administrativo, economista, científico, arquitecto, ingeniero o tecnólogo.

Quien no sepa procedimiento es un analfabeto administrativo. Un muerto civil. Y si es funcionario, no pinta nada. También se convierte en procedimiento aquella actuación administrativa encaminada a que usted pobre ciudadano sufra un acto (¡otra vez!) de gravamen. Y esto sí que suena grave, porque lo puede ser y mucho. Pero no se alarme, aquí el procedimiento es (como siempre) en su propia garantía, para garantizar (sobre el papel) que la Administración actúa “conforme a Derecho” (¿pero cómo va a actuar sin estamos en un Estado de Derecho?, se sigue torturando el pobre ciudadano). En fin, sin procedimiento, desde el inicio al final, no hay garantías para usted, sufrido contribuyente, y tampoco se salvaguarda el acierto (sí, sí, el acierto) de la Administración, que para eso también está la monserga del procedimiento. Tampoco se confunda con esa red de órganos administrativos y procedimientos, pues detrás de esas bambalinas, aunque sean electrónicas, están personas de carne y hueso, que a veces aciertan y otras fallan, depende lo profesionales que sean y el día que tengan (si le duele la cabeza, han reñido con su pareja o están de resaca, que de todo habrá). Y no olvide que encima de ellos también hay personas que les dirigen, que se llaman políticos. Esta fauna ignora con dignas excepciones esos procedimientos y sus cuitas: ni los entienden ni les interesan, pues a la (mala) política siempre le han gustado los atajos; por tanto, lo que nunca harán es supervisar a quienes los tienen que impulsar o resolver en plazo (siempre se sale al mismo sitio: el tiempo en la Administración es la clave de su existencia, más bien para quien con ella tropieza). Tampoco promoverán que las cosas cambien, pues siempre ha sido así. Eso son cosas de los funcionarios. El procedimiento administrativo, pongámonos serios, fue un gran avance en su momento. Tengo muchas más dudas que lo sea actualmente.

¿Pero no hay responsabilidades por la mala gestión de tales procedimientos? Sí, si, está en el papel; si bien no se lo crea mucho. Abundan los retrasos en resolver, las caducidades por falta de diligencia de la Administración, las prescripciones, los silencios reiterados e hirientes, el desprecio al ciudadano, en suma. Pero no abundan, más bien son anecdóticos o inexistentes, los ceses de responsables directivos por mala gestión (no se olvide que su vínculo es la confianza política con quien les nombró, esto es, de su propio partido, de su propia familia o de sus amigos para siempre, aunque a veces no sea así). Tampoco se prodigan, salvo que el agujero o roto creado sea de magnitudes estratosféricas, las sanciones a funcionarios por causas vinculadas con la tardanza, el retraso o el abochornante silencio administrativo. Los trapos sucios se limpian en casa. En la Administración como en la mafia, reina la omertá, pues la transparencia nunca llega a tales recovecos, y a los parlamentarios les importa un pimiento que usted se haya quedado sin Ingreso Mínimo Vital, sin ayudas o subvenciones, sin cita previa, sin beca o sin bono cultural. Espabílese o búsquese un buen gestor de los intereses ajenos ante ese muro inexpugnable que sigue siendo la Administración, hoy mucho más difícil de superar al haber entrado en estado virtual (¡vaya usted a saber dónde está, por dónde se accede, cómo adjunta un papel o con quién se relaciona¡). Mucho gobierno abierto y cada vez más Administraciones cerradas.

Lo más paradójico de todo es que nuestro insigne legislador de procedimiento administrativo nos habla tiernamente de simplificación de trámites (algunas veces, las menos, en serio), aunque eso se lo aplica para los suyos, también de reducción de cargas administrativas, cuando una y otra vez la misma Administración o la siguiente te piden que acredites lo mismo o vayas de un lado para otro (consumiendo tu tiempo y tu dinero) en un vía crucis de gestiones y papeles que deberás entregar electrónicamente o buscarte la vida para buscar un hueco en esas oficinas de asistencia de registros, que unas veces atienden bien al haber personas empáticas, y otras tropiezas con el muro de la indiferencia funcionarial porque entorpeces su zona de confort.

Y la sorpresa mayúscula sucede cuando el sufrido ciudadano lector de ese tostón digital que es el taumatúrgico BOE y sus sucedáneos, se da cuenta de que esos principios, reglas, procedimientos, plazos, subsanaciones, alegaciones, plazos y recursos, por no seguir, van dirigidos a él al ser una ley (y vamos con el latinajo) “ad extra” (no se lo cree ni quien lo escribió), a quien no entiende nada de ese galimatías; pues encima se tiene el descaro de presumir (como buen caradura) que para actuar como interesado en los procedimientos administrativos y en los recursos (una vez que lea bien el pie de recurso; ¡qué cosas se inventan estos juristas, un recurso con pies!) destinados a marear la perdiz y ganar tiempo, en los cuales no se requiere letrado ni, en principio, representación (aunque más le vale que se busque tales apósitos, sino quiere salir escaldado del paseo administrativo por las covachuelas digitales).

En fin, el colmo de todo es cuando –una vez conseguida con sangre, sudor y lágrimas- una cita con el funcionario de turno o alguien le responde impersonalmente por la fría pantalla, se le informa (pues no lo había advertido) que la resolución dictada por la Administración es ejecutiva (póngase en lo peor, el lenguaje lo dice todo), puesto que además de tener la actuación administrativa ejercida por funcionario siempre presunción de veracidad (¿pero no hemos quedado que las personas de carne y hueso también nos equivocamos?; se pregunta abrumado nuestro personaje). Todo ello se ampara en ese descubrimiento propio del despotismo procedente del Antiguo Régimen que se enquistó sin que nadie se diera cuenta (?) en la verborrea revolucionaria francesa, y ahí sigue con nosotros: el enigmático principio de autotutela de la Administración, que dicho en lenguaje llano significa que usted ciudadano ya se puede poner en guardia, pues lo que diga el sacrosanto funcionario (u órgano directivo) va a misa. Y si no le gusta, recurra. Para removerlo usted necesita de la tutela de un Juez o Tribunal, ya que no tiene auto. Gástese las perras, que para eso están, aunque como no hace falta abogado inténtelo usted mismo, ya verá por dónde le sale el tiro. Como se dice en el argot jurídico, «prerrogativas exorbitantes» de una Administración, que algunas veces hace buen uso de ellas, como también otras muchas abusa de su posición dominante. Podríamos seguir hasta el infinito. Pero es mejor detenerse.

Estamos en el siglo XXI, aunque, tras leer esta ya larga entrada no exenta, lo admito, de cierto punto de exageración, a veces no lo parezca. Lo peor es que estas cuestiones existenciales (pues para quien las padece lo son) a nadie, en las alturas políticas, le importan un bledo. Tampoco en año superelectoral. Son cosas de funcionarios, de abogados y jueces, se dice. El círculo de expertos que sabe leer el ocultismo que encierra una Ley hecha –en broma- para la ciudadanía. Pero estos colectivos están para aplicar la Ley, aunque a veces la tengan que interpretar amablemente con el sano fin de hacerla menos dolorosa. Nada más pueden hacer. La política siempre ha pensado neciamente que podía gobernar bien con unas leyes impregnadas de formalismo y con una Administración que no funciona. Está totalmente equivocada, como día a día se acredita y como también lo padece el sufrido ciudadano.

DIRECTIVOS PÚBLICOS (MENOS) PROFESIONALES

Introducción

Lo cierto es que no está teniendo mucho arraigo normativo esa figura institucional que (mal) diseñó el Estatuto Básico del Empleado Público en 2007, y que obedece al enunciado de Directivo Público Profesional. La normativa autonómica aprobada hasta la fecha, con más sombras que luces, ha terminado configurando esa figura como un remedo aparentemente mejorado del sistema de libre designación, aunque con algunos requisitos previos más bien tibios o con los consabidos rodeos dialécticos que pretenden vender como profesional lo que sigue teniendo un alto grado de discrecionalidad en los nombramientos y, casi siempre, discrecionalidad absoluta en los ceses. Como ya he repetido hasta la saciedad, no puede haber dirección pública profesional donde el cese es discrecional, por mucho que endurezcamos en apariencia las condiciones de acceso a esa posición. Como ya advertí hace muchos años a un alto cargo presidencial de una república latinoamericana, que pretendía una gerencia pública en la que fuera muy difícil o exigente entrar y muy fácil o flexible salir, aquello no era ni por asomo un modelo de profesionalización de la dirección pública, sino un sistema de desvinculación libre.

El anteproyecto de Ley de Función Pública de la Administración General del Estado

Hace algunas semanas se ha hecho pública la enésima versión del Anteproyecto de Ley de Función Pública de la AGE, quince años después (casi dieciséis) desde la entrada en vigor del EBEP. No se está dando mucha prisa precisamente la Administración del Estado en hacer efectiva una reforma que pretendía homologar nuestra función pública con la de las democracias avanzadas. Aun estamos lejos de conseguirlo, cuando todavía se discuten cosas tan obvias como la evaluación del desempeño y la obligada remoción de aquellos funcionarios que no alcancen los objetivos marcados. La gestión de la diferencia, en esta república igualitaria sindicalmente llamada España, es y al parecer seguirá siendo un sueño inalcanzable.

En ese Anteproyecto, que aún debe ser objeto de innumerables informes y negociaciones antes de alcanzar el estadio de proyecto de Ley aprobado definitivamente por el Consejo de Ministros, y cuya tramitación parlamentaria se antoja casi imposible de cumplir en esta Legislatura (con lo que decaería), se halla regulado al fin la Dirección Pública Profesional (DPP). Habrá que esperar para ver cómo queda finalmente tal regulación, pero a bote pronto se pueden identificar una serie de rasgos distintivos, que serían los siguientes:

  • La regulación de la DPP se limita en su aplicación directa únicamente al nivel orgánico de Subdirecciones Generales y puestos asimilados, que ya son órganos directivos, pero que no tienen la condición del altos cargos. Pese a la sorpresa inicial para algunos, no están ni podían estar en esa categoría de DPP, al menos mientras se regule en una Ley de función pública, otros órganos directivos de la AGE como son las Direcciones Generales o las Secretarías Generales Técnicas, al menos mientras tengan el estatuto de alto cargo y no se modifique la regulación allí prevista, algo que el actual gobierno (y me temo que el próximo) nunca querrán hacer. El control político de los departamentos ministeriales pasa directamente por el libre nombramiento y cese, por criterios de clientela política, de tales cargos. Así ha sido desde siempre y así, me temo, lo seguirá siendo en este país. Esa normativa se extiende, en su aplicación supletoria, a las entidades del sector público de la AGE.
  • La única novedad frente a la regulación del TREBEP estriba en que su designación, no solo se debe realizar de acuerdo con los principios de mérito y capacidad, así como de idoneidad, sino también de conformidad con el principio de igualdad (siguiendo la estela «formal» de la Ley 40/2015), lo que abre ciertamente la posibilidad de que la provisión de tales niveles directivos sea competitiva y se valoren los méritos profesionales, algo que podría ser un avance. Pero esa impresión se desvanece cuando se observa que el sistema de provisión continúa siendo la «libre designación», aunque se pueda acotar al cumplimiento de unas exigencias o requisitos. El diablo, como siempre, estará en el detalle; esto es, en lo que determine el reglamento que desarrolle esta figura, que fijará asimismo el sistema de evaluación. Aunque ese anteproyecto, como se decía, no pensamos que se pueda tramitar en esta Legislatura. Y luego veremos.
  • También es novedoso que el nombramiento se haga por un período de tiempo limitado (máximo por cinco años, prorrogales con determinadas exigencias) y, sobre todo, que su cese se aplicará solo por causas tasadas, entre ellas el no alcanzar los objetivos marcados. Sin embargo, el sistema se empaña con la cláusula final que prevé expresamente el cese discrecional, aunque lo revista con la expresión “de forma excepcional”. Sabemos perfectamente cómo lo excepcional se transforma en ordinario en este país, más aún cuando hay razones de poder por en medio. Así las cosas, lo que iba a ser una mejora cualitativa del actual sistema de nombramiento y cese de las Subdirecciones Generales, se oscurece por completo, hasta arruinar el intento.

La Ley del Empleo Público vasco

También recientemente el Parlamento Vasco aprobó la Ley 11/2022, del Empleo Público. Por fin, asimismo quince años después de la entrada en vigor del EBEP la Comunidad Autónoma desarrolla una Ley, que si mi memoria no me falla tuvo un primer anteproyecto en 2008, un proyecto en 2011 y otro la Legislatura pasada. Vamos, que ha dado más vueltas que un tiovivo. Y en estos casos ya se sabe: el legislador se marea y pierde el sentido de dónde está. Poco tiene que ver la sociedad de hace trece años u once, con la de ahora.

Esa Ley regula igualmente la DPP, con el atributo de que es norma vigente en estos casos. Ciertamente, el legislador vasco ha ido más al detalle, resolviendo acertadamente algunas cuestiones nucleares en las que el EBEP se equivocaba, como, por ejemplo, configurando que en las Administraciones Públicas los directivos públicos, independiente de su procedencia de origen, lo serán por nombramiento, mientras que en las entidades del sector público lo serán por nombramiento o por contrato de alta dirección, los que tengan vínculo laboral. Pero, el modelo de DPP vasco –que requiere una atención más detenida que en este formato no puede hacerse- tiene además algunos elementos singulares que desdibujan la cacareada profesionalización de tales estructuras, sobre todo si se parte de la situación presente, que no es otra que los niveles directivos generales de la función pública (Jefaturas de Servicio), hoy en día se proveen por concurso específico entre funcionarios del subgrupo de Clasificación A1.

Algunos de esos rasgos singulares son, al margen de los expuestos, los siguientes:

  • Al igual que en el Anteproyecto AGE, los altos cargos quedan fuera de esa regulación, pues como es lógico esta se proyecta solo sobre la función pública (aunque en este caso esta idea debe matizarse, por lo que se dice a continuación).
  • Se definen, también como hace el Anteproyecto AGE, cuáles son las funciones de tales niveles directivos, y asimismo el régimen jurídico de esa figura, con dos singularidades en nada menores: a los puestos de la Administración (no solo a los del sector público) podrá también acceder el personal laboral; asimismo, para ser DPP se requiere ser graduado universitario, lo que parece admitir que no solo podrán insertarse en tal figura los empleados públicos A1, sino también, excepcionalmente, los A2.
  • Pero lo singularidad más notable radica en que, cuando así lo prevea el instrumento de ordenación específico de la DPP, tales niveles directivos se podrán cubrir asimismo por personal que no tenga la condición de funcionario de carrera ni personal laboral fijo (o personal ajeno a las Administraciones Públicas que los convoquen), lo que abre de par en par la puerta para que no funcionarios entren en los niveles orgánicos más altos de la estructura de la función pública de la Administración. Ni que decir tiene que ello comporta un riesgo enorme de desprofesionalización de la alta función pública, dependiendo obviamente de si los criterios de designación discrecional son muy amplios, pues en este caso la profesionalización podría dejar paso a una politización más o menos disimulada. Una vez más, dependerá de cómo se regule esta materia en el reglamento de desarrollo.
  • Bien es verdad que, aunque con escasa claridad reguladora, la Ley incorpora la previsión de que el nombramiento del DPP será como mínimo de cinco años, previendo un sistema de evaluación, pero no hay ninguna consecuencia en el caso de que tal desempeño sea deficiente en cuanto que no se regulan las causas de cese, lo que deja intuir que el nombramiento es por el período establecido (¿también en el caso de evaluaciones negativas). Tampoco se define claramente el sistema de designación, pero al no preverse en la Ley que sea la «libre designación» ello es muy discutible que se pueda incorporar reglamentariamente, pues vulneraría la reserva de ley implícita en materia de provisión de puestos de trabajo (STC 99/1987).
  • En cualquier caso, el perímetro de los niveles cubiertos por este sistema de DPP vendrá definido en su día por el reglamento de desarrollo y el instrumento de ordenación específico. Por lo que poco se puede especular en estos momentos, salvo que quedan fuera de la DPP, en principio, los niveles orgánicos de las Subdirecciones Generales, de las Direcciones de las Delegaciones territoriales (aunque ambos se pueden incorporar a la DPP según se prevea en los instrumentos de ordenación) y de aquellos puestos de responsabilidad que se determinen, con lo cual esos puestos de proveerán como regla general por el sistema de libre designación, como hasta ahora. Por tanto, la DPP podrá tener un perímetro estrecho, limitado a las jefaturas de servicio (y no a todas), así como, en su caso, a otras jefaturas que se determinen (que no pueden depender de las anteriores). Poco avance, por consiguiente, más bien retroceso.

Esas reglas son aplicables a la Administración de la Comunidad Autónoma y a las entidades de su sector público, las Administraciones forales se rigen por su normativa propia, así como para la Administración local, cuya normativa aplicable está en la Ley 2/2016, de instituciones locales de Euskadi, algunas de cuyas previsiones van más lejos (DPP por programas o proyectos) y otras tendrán difícil acomodo o plantearán dudas aplicativas (como algunas previsiones de régimen jurídico, que parten en algunos casos de un modelo distinto), siendo supletoria la Ley de Empleo Público Vasco.

En fin, en ambos casos, el camino hacia la institucionalización de la Dirección Pública, en su dimensión poética, está plagado aparentemente de buenas voluntades políticas y, asimismo, en su faceta más prosaica, empedrado de una letra normativa que desmiente una y otra vez tan enfáticas declaraciones de transformación o modernización de la alta función pública, una institución que ofrece síntomas serios de estancamiento, y algunos otros de evidente retroceso.