ADMINISTRACION PUBLICA

FUNCIÓN PÚBLICA EN TIEMPOS DE PANDEMIA

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“Es importante tener claro que ni el mundo político ni el de la administración se reforman por sí mismos. Sólo una acción externa puede hacerles cambiar” (p. 32)

Thierry Pfister, La république des fonctionnaires, Albin Michel, París, 1988)

Salvo algunos oficios y actividades, el trabajo en la función pública se realiza, por lo común, en lugares cerrados. Y también en espacios donde la densidad de personas y la proximidad es la regla. Hay algunos casos en los que el contacto físico o, al menos, la cercanía (pensemos en servicios de atención o de prestación al público), es evidente. Ello sin contar con que esos empleados públicos realizan desplazamientos al lugar de trabajo en no pocas ocasiones en transporte público, por no mencionar que también toman el café de media mañana, cuando no (aunque ahora se limiten esas actividades) algún día almuerzan con sus colegas o amigos en restaurantes próximos. El final de las vacaciones incrementará ese tránsito y la consiguiente densidad de relaciones, por no hablar de la vuelta a las clases y sus efectos, que serán multiplicadores. Es así en infinidad de actividades profesionales, por lo que la actividad profesional pública no resulta ninguna excepción.

Así las cosas, en lo que ya es la segunda oleada de la etapa Covid19 (cuya magnitud y profundidad aún desconocemos), el regreso a la actividad profesional de centenares de miles de funcionarios (docentes, personal estatutario, policías, burócratas, directivos, operarios y prestadores de servicios públicos de lo más diverso) se antoja muy complicada, más aún en un país en el que el personal toma sus vacaciones casi de forma generalizada en agosto y la Administración se desperezará lentamente a lo largo de un particular septiembre, que no dará tregua. Así, se pasará de la playa o del monte al Dragon Khan. Sin solución de continuidad.

En efecto, en este desconcertante año el escenario ha cambiado radicalmente. Aunque, por lo visto, a veces no lo parezca. Otra cosa es que las mentalidades se adapten. Las pautas y los hábitos, con leves correcciones, siguen siendo los mismos. Los hombres no cambian, ni siquiera en epidemia, tal como reconociera Albert Camus. Tampoco los funcionarios, cuyas conductas están demasiado arraigadas a costumbres inveteradas. Sin embargo, algo deberá mudar. Y no poco. Pensemos en la gestión de las aulas, por ejemplo. O en la relativa (des)atención ciudadana que se ha producido en algunos servicios durante la pandemia. En la vuelta a la “nueva normalidad” tensada por una pandemia que no cesa, se impondrán la distancia de dos metros (¿?), las mascarillas y el lavado de manos (las tres “M”), marcando la existencia de quienes sobrevivan en las dependencias públicas, pues a una parte considerable del funcionariado que no desarrolla “servicios esenciales” (por ejemplo, si tiene menores o dependientes a su cargo o una “edad de riesgo”), se le permitirá aún continuar teletrabajando y quedarse refugiado en su hogar (donde en ciertos casos será simplemente olvidado, salvo cuando haya que girarle la nómina a fin de mes o cuando un alma caritativa de la oficina se acuerde de ellos al observar día sí y día también la silla vacía, el ordenador de mesa apagado y la ausencia de papeles).

A la espera de que el teletrabajo se regule realmente, mientras tanto se sigue improvisando (¡cómo nos gusta conjugar este verbo!), con la fe ciega por parte de algunos de que estar en el domicilio conectado ya implica desarrollar una actividad profesional, algo que, al menos en ciertos casos, es discutible; aunque en otros, en verdad, no lo sea. Tal como expusimos en su día, sin definir objetivos, concretar tareas, supervisar permanentemente el trabajo desarrollado y evaluarlo, el teletrabajo no es más que un pío deseo o una fórmula vacía. Y no digamos si hay personas menores o mayores dependientes a su cargo también en el mismo espacio y a las mismas horas: conciliar, así, no es realmente teletrabajar. Se trata de otra cosa. Una fórmula mixta. A veces necesaria, nadie lo discute. Pero distinta.

Lo cierto es que esta segunda oleada de la pandemia nos vuelve a poner en nuestro sitio: allí donde hay transmisión comunitaria (y comienza a haberla por doquier) los contagios se pueden multiplicar. Lo ha dicho, con su claridad habitual, la Consejera de Salud del Gobierno Vasco, Nekane Murga. Y, por tanto, los riesgos son numerosos e imprevisibles (una “lotería inversa”, como repito por doquier). Y, en ese caso, el contagio puede provenir de cualquier sitio. No solo por estar en el trabajo, que si se adoptan medidas preventivas suficientes no hay mayor problema que en otros lugares (bastante menor, por ejemplo, que acudir al interior de un bar o restaurante, al supermercado, a una reunión o cena de amigos o viajar en un autobús o tren). La trazabilidad de los contactos en el lugar de trabajo es muy precisa. Por tanto, no es oportuno ni procedente demonizar el lugar de trabajo como foco de contagio, pues en ese caso lo que deberíamos hacer es sencillamente no salir nunca de casa y permanecer confinados eternamente hasta que el cielo de la pandemia escampe. Probablemente, habrá que organizar o planificar de forma cabal la prestación de servicios públicos y un sistema adecuado de rotación, pero debe quedar muy claro que una Administración Pública que, por los motivos que fueren, no atiende las necesidades y demandas de la ciudadanía cuando peor lo está pasando, es sencillamente un trasto inservible, que se debería sustituir por otra cosa.

Pero, dicho lo anterior, la actual Administración Pública tiene, además, un problema añadido: la avanzada edad de sus empleados públicos. Y no es un tema menor. Hay administraciones públicas en las que la edad media de sus funcionarios es superior a 55 años. Ciertamente, no son las edades de mayor riesgo de la Covid19, pero se le aproximan. Hoy en día el porcentaje más elevado de ingresos hospitalarios por Covid19 se mueve en la franja de edad entre 40 y 60 años, que es en la que están la inmensa mayoría (entre un 80 y 90 por ciento) de los empleados públicos. La verdad es que mucho más riesgo ha tenido y tiene el personal sanitario y a nadie se le ha ocurrido vaciar las diezmadas y entregadas plantillas con mecanismos de protección de ese tipo, pues conducirían derechamente a la inviabilidad en la prestación del servicio público de salud a la ciudadanía. En ese caso, ¿por qué se adoptan esas medidas ultraprotectoras en algunos ámbitos del sector público, como es el caso de la administración general dónde, paradójicamente, menos riesgo existe (bastante menor, por ejemplo, que en la docencia)?  En cualquier caso, no es un tema sencillo. Nada en la pandemia lo es. Quien tenga certezas en este ámbito, raya en la estupidez.

Hace algún tiempo un profesor universitario de edad próxima a la jubilación reflexionaba certeramente sobre esta cuestión más o menos de la siguiente manera: “La actividad profesional que desarrollo es un servicio público y, por consiguiente, aun admitiendo los riesgos que ello conlleva por mi edad, debo seguir prestándola (esto es, impartiendo docencia presencial cuando se requiera), pues esa obligación va en mi condición de servidor público y también en mi nómina que abonan los ciudadanos con sus impuestos”. La ética de servicio público (algo que el personal sanitario y otros colectivos de la Administración Pública han acreditado sobradamente en la primera oleada de la pandemia) es la que nunca debe perder la institución de función pública salvo que quiera negar su propia existencia. Bien es cierto que siempre se ha de buscar un punto de equilibrio, más cuando están en juego aspectos existenciales de la Administración (servicio a la ciudadanía) con la salvaguarda de la salud de los funcionarios. Pero las circunstancias excepcionales, salvo agravamiento de la situación (que todo es posible), no deben normalizarse. Sería el suicidio de la Administración Pública. Insisto, la negación de su existencia.

El contexto descrito se agrava con la edad avanzada de los funcionarios, más de diez años superior a la edad media de la población española. Ya no son solo las acumulaciones de permisos de fidelización (“canosos”) y de otro carácter, sino en algunos casos el legítimo blindaje inicial frente al primer empuje de la pandemia, mediante la exención de tener que acudir al centro de trabajo. Al menos, con muchas excepciones, esto ha sido así hasta ahora, tendencia que debería corregirse o paliarse con mesura y equilibrio. En todo caso, más temprano que tarde, las Administraciones Públicas deberían tomarse en serio cómo van a sustituir a ese más de un millón de empleados públicos (docentes y sanitarios incluidos) que se jubilarán en los próximos diez años. Y ello solo puede hacerse de dos modos: ordenada o caóticamente. Por lo que vamos viendo en estos últimos tiempos de pandemia, parece imponerse la segunda solución. Es una situación excepcional, en efecto, pero si se consolida hipotecará el futuro. Y, como decía, no podemos vivir siempre refugiados en la excepción, mucho menos la Administración Pública.

Tampoco se ha enfatizado lo suficiente en que el secular retraso de la digitalización que ofrece el sector público también procede en parte de la falta de competencias digitales avanzadas de una buena parte de las plantillas de empleados públicos. Quienes superan determinados umbrales de edad son muy resistentes por naturaleza a la introducción de cambios tecnológicos disruptivos en sus lógicas de trabajo. El retraso de la Administración electrónica se padeció con fuerza en la primera etapa Covid19 (incluso lo reconoce el autocomplaciente Plan España Digital 2025). Y es algo que se debería corregir de inmediato, pues -aparte de retrasar sine die el pleno asentamiento de la digitalización en la Administracióntambién hipoteca fórmulas reales de teletrabajo. Aunque trabajar a domicilio no es sólo estar en el domicilio conectado a Internet o a un sistema remoto en horas de trabajo.

Hay, en efecto, en el teletrabajo una dimensión tecnológica, pero también otra importante organizativa y de gestión, así como una no menor de voluntad y compromiso, aparte de las condiciones de trabajo que son el punto que habitualmente preocupa a los agentes sociales. La entropía en algunas fórmulas mal llamadas de teletrabajo, motivadas por razones de excepcionalidad de un confinamiento severo, debe ser corregida de inmediato. Vendrán momentos duros, sin duda, pero no podemos enfrentarnos a ellos una vez más con la hoja en blanco, pues algo deberíamos haber aprendido (aunque a veces no lo parezca). En la gestión de los espacios de trabajo, ya se están adoptando medidas de distanciamiento físico generalizado, pero ello no debería suponer renunciar a una reordenación racional del trabajo híbrido (o mixto, de combinación inteligente entre trabajo presencial y a distancia).

Si se racionaliza y regula razonablemente, el teletrabajo  prolongará sin duda sus efectos más allá de ese período, y puede ser un modo cabal de organizar el espacio y el tiempo de trabajo (con consecuencias aún por determinar) en el sector público durante este nuevo contexto (que nadie sabe lo que durará ni cómo evolucionará), al menos en aquellas actividades profesionales que lo admitan; pues todo apunta, en efecto, a que las incertidumbres (con vacuna o sin ella) seguirán subsistiendo y esa modalidad real o efectiva (no la simulada) de trabajo no presencial tiene largo recorrido, pero siempre combinado con una presencialidad ordenada. Más aún en el servicio público, donde no pocos ciudadanos (que no son nativos digitales ni tienen en estos momentos recursos ni competencias para ello), todavía hoy, también quieren ver y ser escuchados por una Administración Pública que tenga rostro humano, nombre y apellidos, cara y ojos, así como, en su caso, empatizar con los problemas de una cada vez más sufrida ciudadanía, lejos de la presencia hierática y fría de una pantalla y unos oscuros y alambicados formularios electrónicos que se deben rellenar para entrar en contacto virtual con una Administración Pública (siempre que, como suele ser frecuente, no se bloquee el sistema) que, si no se «humaniza» algo más en esta etapa tan dura, ya nadie sabrá a ciencia cierta dónde está ni (en ciertos casos) para qué sirve.

VISIÓN DE LA PANDEMIA A LA LUZ DE “LA PESTE” DE ALBERT CAMUS

  LA PESTE          

«Aquel olor de muerte que embrutecía a los que no mataba”

                   “No hay una isla en la peste. No, no hay término medio”

                  (Albert Camus)                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                       Aunque en estos cinco últimos meses ha proliferado el recurso a esta impresionante obra de Camus para interpretar la pandemia, tal vez sea oportuno, por su innegable paralelismo y aguda perspectiva volver la mirada a alguna de sus reflexiones (aunque haya  grandes diferencias, más de contexto que morales) desde el ángulo de nuestra triste actualidad.

El libro se abre con una idea clara: a principios de año, nadie esperaba lo que sucedió después. Tampoco lo esperaban los médicos (hoy epidemiólogos), que discrepaban sobre el problema y su alcance. Sin embargo, “la sorpresa de los primeros tiempos se transformó poco a poco en pánico”. Las autoridades, al menos al principio, querían rebajar esa percepción. Y la ciudadanía se agarraba a una idea: “Esto no puede durar”. Declarar la epidemia suponía suprimir el porvenir y los desplazamientos. Había que postergarlo, hasta que fuera inevitable. Sin embargo, la ciudadanía se creía libre, “y nadie será libre mientras haya plagas”. No obstante,  el contagio nunca será absoluto, “se trata de tomar precauciones”. Así se comunicaba. La desinfección era obligatoria, tanto del cuarto del enfermo como del vehículo de transporte.

A pesar de que la situación se agravaba, “los comunicados oficiales seguían optimistas”. Las camas de los pabellones hospitalarios se agotaban. Hubo que improvisar un hospital auxiliar. Y luego abrir más hospitales de campaña. También aparecieron los hoteles de cuarentena. Todo conocido. La percepción ciudadana era paradójica: “Hay los que tienen miedo y los que no lo tienen. Pero los más numerosos son los que todavía no han tenido tiempo de tenerlo. La transmisión de la infección, “si no se la detiene a tiempo”, se producirá “en proporción geométrica”. Como así fue entonces, y ha sido ahora.

Una de las consecuencias más notables  del confinamiento “fue, en efecto, la súbita separación en que quedaron algunos seres que no estaban preparados para ello”. La expresión más utilizada en las comunicaciones fue la siguiente: “Sigo bien, cuídate”. Comenzó, así, una suerte de exilio interior (en sus casas) y en una ciudad cerrada. Las conjeturas iniciales sobre la duración de la epidemia se fueron desvaneciendo, y se mezclaban diferentes sensaciones entre la ciudadanía: “Impacientados por el presente, enemigos del pasado y privados del porvenir”. No es extraño, por tanto, comprender que “a nuestros conciudadanos les costaba trabajo comprender lo que pasaba”. Primaban las preocupaciones personales: al principio, “nadie había aceptado todavía la enfermedad”. Y “la primera reacción fue criticar a la organización”. Sólo “comprobando el aumento de defunciones, la opinión (pública) tuvo conciencia de la verdad”, ya que en los primeros pasos “nadie se sentía cesante, sino de vacaciones”. Conforme la epidemia avanzó, comenzaba a expandirse la sensación de que “nos vamos a volver locos todos”.

La epidemia golpeó fuerte al personal sanitario. El número de muertos crecía y los hospitales (en nuestro caso, preferentemente las residencias de ancianos) eran su antesala. Las frías estadísticas conducían a “la abstracción del problema”, pero había nombres y apellidos; esto es, personas. La forma de maquillar los letales efectos de la plaga fue muy clara: “en vez de anunciar cifras de defunciones por semana, habían empezado a darlas en el día”. Los “casos dudosos” no computaban. Las farmacias se desabastecieron de algunos productos. Las cifras eran la imagen precisa de la abstracción antes comentada. Las colas en comercios de alimentación se hicieron visibles. En todo caso, “cuando la abstracción se pone a matarle a uno, es preciso que uno se ocupe de la abstracción”. La felicidad se congelaba. O se aplazaba.

Muchos esperaban, además, que la epidemia fuera a detenerse y que quedasen ellos a salvo con toda su familia”, pues “no era para ellos más que una visitante desagradable, que tenía que irse algún día”. La epidemia, asimismo, “era la ruina del turismo”. Con el avance de la enfermedad, los ciudadanos procuraban evitarse: en los transportes, “todos los ocupantes vuelven la espalda, lo más posible, para evitar el contagio mutuo”. Y, fruto de las complejas circunstancia, “el mal humor va haciéndose crónico”. Pero hay un segmento de la población que en buena medida vive al margen del temor: “Todos los días hay un desfile de jóvenes de ambos sexos en los que se puede observar esa pasión por la vida que crece en el seno de las grandes desgracias”. También los restaurantes se llenan, aunque “en ellos existe la angustia del contagio”. Cuando la cosa se pone seria los ciudadanos se acuerdan del placer. También prolifera el consumo de alcohol y las escenas de embriaguez

La enfermedad se transmuta. Al ser pulmonar, el contagio se produce de boca a boca. Pero, en verdad, “como de ordinario, nadie sabía nada”. Ni, en ocasiones, el propio personal sanitario especializado. La miseria y el sufrimiento fueron creciendo conforme la epidemia se  multiplicaba. Pero, aunque la enfermedad se multiplicara, pronto se advirtió que “la miseria era más fuerte que el miedo”.

Frente a todo este complejo cuadro, sólo quedaba una solución: combatir la epidemia. Lo contrario era ponerse de rodillas. Pues, se  mire como se quiera, “toda la cuestión estaba en impedir que el mayor número posible de  hombres muriese”. La espera del fármaco salvador (vacuna)  era la única esperanza. Los materiales escaseaban. Los refuerzos del personal sanitario eran insuficientes. Como dijo  Rieux, el médico cronista: “Aquí no se trata de heroísmo. Se trata solamente de honestidad”, es el único medio de lucha contra la epidemia. “¿Y qué es la honestidad?”, se preguntaba: en mi caso, respondía el doctor, “sé que no es más que hacer bien mi oficio”.  Aún así, el personal sanitario se vio afectado: “Por muchas precauciones que se tomasen el contagio llegaba un día”. Faltaban material y brazos. El durísimo contexto imponía sus reglas: “Los hombres de los equipos sanitarios no lograban ya digerir el cansancio”. Y, como bien añadió el propio médico, “el cansancio es una especie de locura”. El personal sanitario, para su seguridad, “seguía respirando bajo máscaras” (aquí quien las tuviera). En todo caso, “se había sacrificado todo a la eficacia”.

La política primero negó y luego aceptó la evidencia. La burocracia, mientras tanto, vivía encerrada en sus problemas: “No se puede esperar nada de las oficinas. No están hechas para comprender”. Había, además, que afrontar obligaciones aplastantes, con un personal disminuido. La creatividad se impuso.  Pero, “todas las desgracias de los hombres provienen de no hablar claro”. La comunicación no es desinformación o información remozada.

¿Y cómo respondía la ciudadanía ante tan devastador panorama? La única esperanza posible a sus ojos era constatar que “hay quien es todavía más prisionero que yo” (o que había quienes se encontraban en peor condición), en ello se resumía su esperanza. Se impuso “la solidaridad de los sitiados”, pues las relaciones tradicionales se vieron rotas. Y eso desconcertaba. Así, no es de extrañar que comenzaran a prodigarse conductas inapropiadas. En ese contexto, “la única medida que pareció impresionar a todos lo habitantes fue la institución del toque de queda”.  Viendo avanzando el tiempo, la ciudadanía se fue adaptando a la epidemia, “porque no había opción de hacer otra cosa”. Y se introdujo, así, en una monumental “sala de espera”. La confusión fue creciendo, “sin memoria y sin esperanza, vivían instalados en el presente”. La instantaneidad se imponía. El porvenir estaba tapiado por la incertidumbre. Así no cabe extrañarse de que “los hombres que hasta entonces habían demostrado un interés tan vivo por todas las noticias de la peste dejaron de preocuparse de ella por completo”. Las ideas fijas consistían en prometerse unas vacaciones completas después de la epidemia: “después haré esto, después haré lo otro … se envenenan la existencia en vez de estar tranquilos”. Además, la desconfianza aleja a los unos de los otros: “Todo el mundo sabe bien que no se puede tener confianza en su vecino, que es capaz de pasarle la enfermedad sin que lo note y de aprovecharse de su abandono para infeccionarle”. En fin, en un contexto tan duro, “el juego natural de los egoísmos” hizo acto de presencia, agravando “más en el corazón de los hombres el sentimiento de injusticia”. Si bien, no todo era negación, pues hay “algo que se aprende en medio de las plagas: que (también) hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”.

La epidemia se prolongó en el tiempo. Y, frente a la percepción inicial “de que pronto desaparecería (…) empezaron a temer que toda aquella desdicha no tuviera verdaderamente fin”. Las estadísticas se mostraban caprichosas. Los arbitristas que las interpretaban se multiplicaban por doquier. Abundaron así los sermones, desconociendo que no “hay que intentar explicarse el espectáculo de la epidemia, sino intentar aprender de ella lo que se puede aprender,” pues una de sus cualidades era que, por lo común, la peste “se complacía en despistar los diagnósticos”. Los gráficos estadísticos se convirtieron, así, en el mapa diario del tiempo de la muerte o del crecimiento de la enfermedad. Daban malas o buenas noticias: “Es un buen gráfico, es un excelente gráfico”, pues –se añadía- “la enfermedad había alcanzado lo que se llamaba un rellano”. Pero siempre quedaba la duda de los rebrotes: “La historia de las epidemias (siempre) señala imprevistos rebrotes”.

En esa situación de hipotéticos rebrotes, cobraba un papel central el sentido de responsabilidad individual y de empatía hacia los otros. En efecto, “hay que vigilarse a sí mismo sin cesar para no ser arrastrado en un minuto de distracción a respirar junto a la cara de otro y pegarle la infección”. La voluntad era una manifestación de la integridad de las personas: “El hombre íntegro, el que no infecta a nadie es el que tiene el menor número de posibles distracciones. ¡Y hace falta tal voluntad y tal tensión para no distraerse jamás”.

Hasta aquí algunos fragmentos del relato, escogidos en virtud de su paralelismo con la actual pandemia, más aún cuando –a punto de finalizar este agosto también inhábil para (casi) todo, no para la propagación del virus, que no guarda vacaciones- la “nueva normalidad” realmente significa –estúpidos de nosotros- un gradual retorno a cifras cercanas al primer brote de la pandemia.

La peste termina cuando se abren las puertas de la ciudad tras casi un año de cierre. Y surgió la imperiosa necesidad tras meses de aislamiento, pues “hay una cosa que se desea siempre y se obtiene a veces: la ternura humana”. Aquí , en la pandemia, se abrieron “las puertas” a finales de junio de 2020 tras un confinamiento de tres meses y una desordenada “desescalada”, y todo el mundo salió en tropel pretendiendo olvidar lo que era inolvidable y volcado a hacer aquello que no había hecho durante el tiempo de confinamiento. En verdad, como expone Camus al final de su obra, a pesar de lo sucedido, “los hombres eran siempre los mismos”. En realidad,  no habían cambiado nada, salvo tal vez quienes perdieron a sus seres queridos.

Tampoco nada ha cambiado desde el poder. Lo que se hizo mal al principio (falta total de previsión y ausencia de  planificación y de precaución, cambios permanentes de criterio, marco normativo inadecuado y obsoleto, impotencia política, fallos de coordinación, ineficacia administrativa, etc.), se está repitiendo después corregido y aumentado, tanto por una desbordada, preñada de tacticismo y errática política y una (en alguna medida) desaparecida Administración Pública como por una ciudadanía también en parte irresponsable a la que está faltando sensibilidad y voluntad o, como decía Camus, “integridad”, y que, salvo excepciones, solo mira “lo suyo” con escasa (o nula) empatía por lo ajeno. Todo hace presumir que el final de este extraño verano y el inicio de la estación otoñal la situación se agravará muchísimo con una más que previsible multiplicación de los contagios a través de un virus que nunca se fue, a pesar de que prácticamente todo el mundo lo dio por enterrado. Y con sus fatales consecuencias sobre un país ya hoy devastado económica y socialmente.

Por su presencia en las librerías, cabe deducir que la lectura o relectura de La peste de Albert Camus ha sido una de las opciones preferidas de estas vacaciones. En mi caso, leí esta irrepetible obra cuando era estudiante y la he releído recientemente.  A pesar del complejo momento y de sus innegables distancias (entre otras muchas, la digitalización ha atenuado/agravado, según los casos, el problema de “la distancia”), hay en este libro enseñanzas sinfín. No he pretendido extraerlas todas, pues su riqueza está fuera del alcance de estas poco más de tres condensadas páginas.

En cualquier caso, puede ser oportuno  concluir este comentario con las palabras con que el autor cierra su obra, muy necesarias cuando dimos alegremente por finiquitado un problema global que estaba aún muy lejos de desaparecer: “(…) esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás (…) y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”. Y en ella estamos. Cuando todo (aun con graves tensiones) se pretendía (relativamente) en orden y (moderadamente) feliz, llegó la pandemia que nadie supo prever y, por lo que afecta a nuestro país, muy pocos, al parecer, saben gestionar. Luego, tras el duro encierro, vino la “apertura”, el relajo público y privado, hasta la proliferación de los rebrotes. Está claro que, visto donde hemos vuelto a tropezar, apenas hemos aprendido nada en estos cinco meses. Si bien, lo más grave es que la pandemia de momento no tiene final, sino continuación. Y aquí está el problema. No en otro sitio.

AGENDA URBANA POSTCOVID: RESILIENCIA E INCLUSIÓN

«Las organizaciones resilientes afrontan la realidad con firmeza, consiguen otorgar un significado a las dificultades y, en lugar de gritar desesperadas, improvisan soluciones de la nada. Otras no. Esta es la naturaleza de la resiliencia y su gran misterio» (Diane L. Coutu)

Introducción: Papel de los Ayuntamientos, Agenda 2030 y crisis fiscal.

Los ayuntamientos han tenido poca visibilidad en una agenda política de la situación excepcional derivada por la pandemia, dominada por el omnipresente Gobierno central (mando único) y el papel subalterno que se le ha pretendido otorgar a las Comunidades Autónomas, encargadas, no obstante, de la gestión de buena parte de los asuntos más críticos. El papel de algunos alcaldes comenzó a despuntar y fue literalmente tapado por una comunicación voraz que sacó el foco de lo local para elevarlo a otras instancias. El rol del municipio, sin embargo, ha sido determinante y lo será más aún en determinadas esferas (servicios sociales, cohesión social, espacio público, transporte urbano, seguridad, etc.) en un futuro próximo.

En el marco de un trabajo profesional de acompañamiento a la red de municipios Kaleidos[1], he podido compartir espacios de debate y reflexión sobre la Agenda 2030 en relación con el necesario fortalecimiento institucional de los municipios para hacer frente a los diferentes objetivos de desarrollo sostenible. En el último foro, una sugerente intervención de Julio Andrade, Director del Centro Internacional de Formación de Líderes de ONU-UNITAR en Málaga,  puso correctamente el foco en el nuevo escenario que ahora se vislumbra: hay que volver también la mirada -dijo- al ODS 11, que es el propio de las ciudades. No en vano, un equipo de esa ciudad lleva tiempo liderando un programa de Naciones Unidas sobre Agenda 2030 en el ámbito local.

En efecto, la irrupción de la crisis Covid19 ha marcado un punto de inflexión. Tal vez el cambio más sustantivo es que lo urgente (la respuesta al shock) devora hoy en día a lo importante o, al menos, lo aplaza sine die. Las prioridades se han visto alteradas por completo. La gravedad de la crisis económica y de sus letales impactos sociales, así como fiscales (Hacienda Municipal), aún no ha mostrado su verdadero rostro. Lo que viene será de una dureza extrema, cuando el paréntesis del gasto público eche inevitablemente el freno (pues no podemos endeudarnos eternamente) y comience una prolongada fase de contención presupuestaria (muy visible a partir de 2021), que ya se aventura en el horizonte. Sobre ello ya me ocupé en un Post anterior.

¿Qué papel juega la Agenda 2030 en ese complejo escenario? Lo que estamos viendo en estos primeros meses, tras la emergencia sanitaria, es una (relativa) pérdida de protagonismo (o aplazamiento) de los ODS de contenido medioambiental, pero una irrupción con fuerza de políticas de choque que tienden a paliar los efectos catastróficos de carácter económico y social. Entre los fines de la Agenda 2030 (ahora muy utilizados políticamente) siempre han estado atajar la pobreza y reducir la desigualdad (“no dejar a nadie atrás y responder frente a la vulnerabilidad). Y estos fines se convierten ahora en puntas de lanza de la política inmediata “post-Covid19”, al menos en los primeros pasos. Pero junto a ello, el papel de la resiliencia como cualidad de las instituciones locales debe ser leído en clave de (Buena) Gobernanza Municipal, palanca imprescindible para una correcta asignación de recursos en un contexto de crisis de tal gravedad como la incubada en estos momentos y gestión adecuada de la anticipación o prevención de la situación venidera.

Crisis y contexto europeo

Y esa no es una percepción sólo local, aunque también lo sea, por lo que luego diré. Hasta ahora la visión institucional interna (gobierno central y gobiernos autonómicos) es más bien chata. Algo más de perspectiva se advierte desde Bruselas. La propia Comisión Europea en una reciente Comunicación sobre el semestre 2020 (de 20 de mayo de 2020, COM (500) final), recoge, en efecto, que la UE se ha confrontado como consecuencia de la pandemia a una crisis económica sin precedente, que ha hecho adoptar a los distintos países medidas inmediatas para reactivar la actividad económica, pero la Comisión ha recordado que junto a esta política de impulso resulta necesario relanzar la vía de la transición verde y la digitalización, aunque las instituciones europeas son plenamente conscientes de que para encarar este complejo escenario es imprescindible atajar las desigualdades crecientes que se producirán fruto de la recesión económica. En cualquier caso, como también recoge la citada Comunicación, el papel del sector público es cada vez más importante y debe estar acompañado por una administración pública eficaz y por una decidida lucha contra la corrupción. Por tanto, aunque no se cite a la Agenda 2030 expresamente, su orientación y principios están plenamente latentes en esa política que se impulsará desde Europa, como también se le da la importancia debida al fortalecimiento de la Administración Pública y a la lucha por la integridad. La Gobernanza Pública cobra, por tanto, enorme protagonismo como acelerador de la salida de la crisis, también en las ciudades y en un horizonte estratégico de Agenda Urbana.

Y es en este punto donde las conexiones entre algunos ODS finalistas y otros más transversales cobran pleno sentido, más en el ámbito local de gobierno. Se trata, sin duda, de configurar instituciones sólidas (ODS 16), así como de fomentar la cooperación y las redes (ODS 17), pero ello en el marco de acción del municipio se ha de articular también con dos principios nucleares en un contexto de crisis como son, particularmente, los de resiliencia y de inclusión (ODS 11). La Fundación Kaleidos, una red de ayuntamientos con amplio recorrido en buenas prácticas de gestión local, está trabajando en esta línea y este es el valor que añade (por cierto, nada menor) a un contexto de aplicación de la Agenda 2030 en un marco de crisis derivado del Covid-19. Veamos brevemente ambos planos. El documento que finalmente se apruebe puede marcar un hito no solo en la Gobernanza inteligente como medio para alcanzar los distintos ODS, sino además en el papel que los ayuntamientos deben tener como instituciones de reactivación de la Agenda Urbana en un contexto de crisis fiscal.

Resiliencia

Aunque la Agenda 2030 se refiere en dos ocasiones a la resiliencia, no precisa  que tal atributo se anude a la Gobernanza Pública o a las propias instituciones. En cualquier caso, la interpretación de los ODS y sus respectivas metas ha de hacerse de forma holística, pero también contextual. Y bajo esta segunda premisa, es obvio que la resiliencia que se predica de las ciudades, tras un shock tan profundo como el vivido con la pandemia, no solo tiene que ver con la sostenibilidad (que también), sino que debe aplicarse asimismo a la buena disposición y eficacia de las instituciones locales para conducir cabalmente los desafíos que se abren en este nuevo período.

Efectivamente, en un revelador artículo (proporcionado gentilmente por Mikel Gorriti), Peter Milley y Farzana Jiwani, ponen de relieve cómo en un contexto marcado por la incertidumbre el concepto de resiliencia (en cuanto capacidad para enfrentarse de forma proactiva y reactiva a situaciones de shock  o adversas) tiene el potencial de aportar una importante visión a la propia administración pública, con el objetivo de gobernar cabalmente escenarios de alta complejidad que requieren anticipación y adaptación, así como una combinación entre estabilidad y cambio. Se trata de evitar ciertas “trampas”, como señalan esos autores, y una de ellas es la de que poner excesivamente la mirada en la austeridad o en la eficiencia podría reducir la activación de otras capacidades, tales como la innovación. Y erosionar así la resiliencia. El duro contexto de contención fiscal que se avecina no puede aplicarse exclusivamente en clave de ajuste, sin que las instituciones (también las municipales, por lo que ahora respecta) no apuesten decididamente por procesos profundos de reforma o adaptación. Habiendo fallado (como lo ha hecho) la dimensión preventiva o anticipatoria, no se puede abandonar ahora totalmente la agenda de reformas (o de adaptación y transformación). Sería un suicidio institucional. Una visión cortoplacista hundiría totalmente a los ayuntamientos y erosionaría su legitimidad institucional. Por eso, es tan importante unir la resiliencia (ODS 11) con la necesidad inaplazable de instituciones eficaces (ODS 16), así como con el desarrollo de redes municipales (tal como apuesta Kaleidos, ODS 17)), que promuevan la innovación y las buenas prácticas, más en este escenario de crisis.

Inclusión social

Las políticas de inclusión forman parte del ADN de la Agenda 2030. A partir de la situación descrita, no cabe duda que la inclusión social será el gran reto de los próximos años, también en la actuación de los gobiernos municipales. En efecto, las políticas sociales tienen que plantearse como un reto estratégico de la Agenda Urbana. Y, más aún, en un escenario de contención fiscal. Tal como se ha reconocido, incluso por la propia AIReF, los futuros planes de ajuste no pueden castigar el gasto social de los ayuntamientos. Si algo cualifica a las Administraciones municipales es su inmediatez a los problemas. Es la primera puerta a la que puede llamar una ciudadanía, a veces desesperada y desasistida. Y que la Administración esté «abierta» (no sólo digital, sino  también físicamente), que sea próxima, cercana y atenta, es más necesario que nunca. La ética del cuidado no se puede hacer a distancia. Buena parte de los servicios públicos requieren atención directa y personalizada al público, así como elevadas dosis de empatía. Si algo ha enseñado la pandemia en las ciudades es que los servicios sociales han estado, por lo común, también en la trinchera de la atención directa, suplantando a veces algunas de las carencias de la Administración Pública. La brecha digital ha mostrado toda su crudeza en estos meses pasados, afectando a colectivos muy vulnerables en la tramitación de ayudas, también en el plano educativo o en la tercera edad. Y eso es algo que nunca más debiera volver a suceder.

Evitar que quiebre la cohesión social exigirá inversión decidida sobre este ámbito. Pero también eficacia y eficiencia. La Agenda Urbana debe ser vista como una forma de construir políticas sociales creativas e innovadoras. Se trata de salvaguardar la salud, pero también el bienestar de las personas. Esta es la finalidad última de los ODS. Bajo este punto de vista, resiliencia e inclusión social van de la mano. Quien orille que la eficacia en la gestión y la Buena Gobernanza son presupuestos necesarios para mejorar la calidad de vida de la ciudadanía, olvidará lo esencial. Sin liderazgo político efectivo el fracaso será la tarjeta de salida.  Como expuso el filósofo Massimo Cacciari, ex Alcalde de Venecia durante tres mandatos, lo peor está por venir. Y, si no se hacen bien las cosas, la explosión social puede ser letal, también políticamente. A su juicio, se debe superar ese rancio “centralismo burocrático, ineficiencia en la gestión de la máquina pública y (el papel de) una política que se pliega a esto”. Y para ello solo hay una vía: recuperar el espíritu de la Agenda 2030, apostar por reforzar las instituciones municipales en clave de mayor efectividad y resiliencia, así como volcar la política municipal sobre la inclusión social como reto inmediato, sin olvidar los retos medioambientales. La legitimidad de lo local vuelve al centro del escenario, aunque ni en la capital Madrid ni en sus réplicas autonómicas parece que hasta ahora se hayan dado por enterados. Los ayuntamientos siguen siendo un nivel de gobierno preterido y, por paradójico que parezca, imprescindible en su inmediatez y, hoy por hoy, el mejor valorado. En sus manos también está el cambio gradual de modelo. Que no lo desaprovechen.

[1] La red Kaleidos la conforman actualmente los siguientes ayuntamientos: Alicante, Bilbao, Burgos, Concello Santiago, Getafe, Málaga, Sant Boi Llobregat, Valencia, Vitoria-Gasteiz.

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LA AUSTERIDAD QUE VIENE 

 

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“Una deuda pública muy abultada implica redistribuir recursos entre las generaciones actuales y las del futuro, que no pueden votar mientras están sufriendo un empobrecimiento. Esto es injusto y debe ser tenido en cuenta por aquellos que parecen abogar por más y más deuda”

(Alesina, Favero y Giavazzi, Austeridad. Cuándo funciona y cuándo no, Deusto, 2020, p. 267)

 

Conforme se consumen los meses de este dificilísimo año 2020, y a pesar de que el marco de incertidumbre es aún muy elevado, los datos disponibles son cada vez más precisos y nos retratan con cierta fidelidad el tamaño del desastre que se avecina. Las estimaciones del impacto económico-financiero de la crisis Covid19 se están agravando conforme el tiempo avanza. Los primeros datos del mes de abril del FMI y del Gobierno de España (“Actualización del Programa de Estabilidad”) sufrieron modificaciones importantes al alza en el Informe de la AIReF (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal) de 6 de mayo, así como en la comparecencia del Gobernador del Banco de España ante la Comisión correspondiente del Congreso de los Diputados (18 mayo).

Según datos del 5 de junio, una vez computado el impacto del IMV, las estimaciones de déficit en 2020, según la AIReF, se moverán en una horquilla entre el 11,1 % y 13,9 % del PIB. Siempre que no carguemos más a los Presupuestos. En 2021, el déficit se moverá entre el 7,5 % y el 9,4 %, también según la AIReF.

Siendo ello preocupante, lo es más que las estimaciones de deuda pública (estimaciones de 6 de mayo) se encuentran entre las siguientes horquillas: en 2020, entre el 115 y 122 % del PIB; en 2021, entre el 117 y 124 %.

No cabe duda, por tanto, que nos encontramos ante un escenario de excepcionalidad fiscal. Tal como sucedió en la crisis de 2008 (aunque ambas sean de muy diferente trazado y factura), en estos primeros momentos estamos en una crisis fiscal expansiva de gasto público para hacer frente al shock (ya sin apenas margen de maniobra) y, más temprano que tarde, vendrá la dura resaca; pues habrá que aprobar un programa de consolidación fiscal o también denominado como plan de reequilibrio de las cuentas públicas. Dicho en términos más llanos; un plan de ajuste o de austeridad. Siempre que no haya que pedir un rescate, que no cabe descartarlo. Pero de eso poco se habla ahora, menos por el Gobierno. En 2010 se esperó dos años, y se puso en marcha de forma tardía (2010-2012). Y con errores de bulto. Los costes económicos y sociales fueron inmensos. En 2020 se siguen aplazando “las malas noticias”, pues ahora solo se quieren comunicar las buenas: estamos saliendo del durísimo período de la emergencia sanitaria. Y hay que sonreír, el que pueda. No se puede airear, sin embargo, que estamos saliendo “más fuertes”, pues precisamente se trata de todo lo contrario. No sólo en el plano sanitario/humanitario, que es evidente; sino también en la dimensión económico y social. Por lo que ahora importa, con un estado de las cuentas públicas deplorable, como no se conocía desde hace muchas décadas (probablemente desde la Guerra Civil, tal como recordó el Gobernador del Banco de España).

El diagnóstico de futuro que hizo la AIReF es sencillamente demoledor: “Para mantener estable en 2030 el nivel de deuda de 2021, sería necesario realizar a lo largo de la próxima década un ejercicio de consolidación fiscal similar al realizado en la década pasada, y alcanzar el equilibrio presupuestario en 2030. Adicionalmente, habría que mantener el equilibrio presupuestario casi otra década para poder digerir enteramente las consecuencias de esta crisis y volver al nivel previo de una ratio del 95 % del PIB en 2038”. Dieciocho años apretándose el cinturón para volver a los porcentajes de deuda pública (por cierto elevadísimos) que tenía España a finales de 2019. Ni más ni menos. El déficit entonces estaba en torno al 3 %. La disciplina fiscal no ha sido nunca nuestro fuerte. Al menos últimamente. Y las debilidades estructurales de la economía española son abundantes. Como expuso de forma certera el Gobernador del Banco de España: “Los impactos a medio plazo obligan a tener en cuenta la sostenibilidad financiera, por exigencias del marco europeo y, asimismo, por la necesidad de acudir a los mercados en demanda de financiación (…) La necesidad de un Plan de reequilibrio es inaplazable, así como la realización de un seguimiento estrecho del cumplimiento de los objetivos de consolidación fiscal”. Más claro, el agua.

Lo que sí parece cierto es que, como también ha expuesto la AIReF, el problema está en identificar cómo se hará ese programa de contención fiscal (si pivotará sobre ajustes de gasto o también sobre mayores impuestos), cómo afectará a los diferentes niveles de gobierno (Administración central, autonómicas y locales), y, en fin, de qué manera incidirá sobre los diferentes capítulos de gasto a ajustar. Así se considera que los gastos sanitarios y sociales se deberán incrementar (al menos en la etapa inicial), con lo que los ajustes deberán proceder de otros ámbitos. Y esta cuestión nos conduce derechamente a tres preguntas concatenadas entre sí: a) ¿qué tipo de plan de ajuste se llevará a cabo?; b) ¿sobre qué capítulos y ámbitos presupuestarios se proyectarán esos ajustes?; y c), en fin, ¿un plan de ajuste es realmente un “suicidio político” para el Gobierno que lo impulsa?

En un extraordinario y oportuno libro (Austeridad. Cuándo funciona y cuándo no, Deusto, 2020), los profesores Alesina, Favero y Giavazzi, llevan a cabo un exhaustivo análisis los programas de ajuste que se han aprobado desde 1970 a 2014 en dieciséis países, entre ellos España.  Se trata de un estudio objetivo (escrito, eso sí, antes de la crisis Covid19) basado en evidencias, que pretende alejarse de un tema, la austeridad, con “mucha ideología y poco análisis de datos”. Algunas de sus lecciones, con las matizaciones derivadas del actual contexto, son importantes. Allí afirman que la austeridad es “la respuesta a la mala previsión fiscal y al desarrollo de un gasto excesivo en relación con los ingresos disponibles”. Ciertamente, que la crisis Covid19 ha sido ajena en su estallido (salvo en la falta de previsión) a la gestión política, pero no en su trazado y desenlace. Tampoco en la situación precedente: las características estructurales de la economía española y la ratio disparada de deuda pública, así como el déficit existente, no nos situaban en buen lugar. Y la salida será mucho más compleja. Vienen tiempos de durísima contención fiscal. No conviene esconderlo. Como se señala gráficamente: “Tarde o temprano la estabilización tendrá que llegar, puesto que la alternativa última será la quiebra. Cuanto más se espere, mayores serán los ajustes requeridos, bien sean subidas de impuestos o reducciones de gasto público”.

La tesis central del libro citado, en la que los autores  insisten una y otra vez con evidencias (datos) contundentes es la siguiente: “Los planes (de ajuste) volcados en bajar gastos arrojan costes pequeños en términos de caída del PIB, pero los ajustes centrados en subir los ingresos públicos están asociados con recesiones profundas y duraderas”. Los planes de reequilibrio que empíricamente han funcionado son los de ajuste del gasto público, o los mixtos con prevalencia de esa variable.

Con esta tajante conclusión, la siguiente pregunta es dónde y en qué se ajusta o se recorta (pues recortes son). No cabe duda que las singularidades de esta crisis, como señalara oportunamente la AIReF, obligan a reforzar el gasto público en sanidad y en servicios sociales, al menos los primeros ejercicios. Ciertamente, como han reconocido los dos premios Nobel de Economía, Banerjee y Duflo, “hay una urgencia de diseñar y financiar adecuadamente políticas sociales eficaces”. También sanitarias, habría que añadir en estos momentos. Por consiguiente, en estos ámbitos, en principio, no se reduciría el gasto, sino que incluso cabría ampliarlo. Lo que derechamente conduce a la cuestión determinante: ¿Y dónde ajustamos, entonces? Los autores resaltan la ineficiencia en el gasto existente en los países del sur de Europa, y citan expresamente España e Italia (también Portugal, que ha corregido esas tendencias). También se hacen eco del despilfarro y de la corrupción, concluyendo que “se puede gastar menos y gastar mejor”. La ética (también pública e institucional), como ha reconocido Carlos Sánchez en un interesante artículo, cobra protagonismo especial en la salida digna a esta crisis. Debería formar parte del programa de reformas institucionales. Como otras muchas reformas del sector público a las que nos referimos en una reciente Declaración suscrita por quince académicos y profesionales. Fortalecer el Estado no es engordarlo artificialmente.

Realmente, si las partidas sanitarias y de servicios sociales no se podrán tocar y, es más, deberán verse incrementadas, por la gravedad del momento vivido y por un fortalecimiento del principio de precaución (hoy en día tan olvidado), habrá que hilar muy fino sobre qué ámbitos se producirá el ajuste. Y no iremos muy desviados si ponemos el foco en el gasto corriente, especialmente en los gastos de personal. Tal como se ha dicho, “la reducción en la masa salarial del sector público también tiene un efecto deprimente en la demanda agregada”, pero dicha caída puede compensarse con su traslado al sector privado, “conteniendo sus remuneraciones y aumentando así la rentabilidad y la inversión”. Aunque en España el empleo público es un “estabilizador” frente al brutal desempleo. Habrá que manejar muy finamente el  bisturí  para que esos ajustes se desplieguen efectivamente sobre las bolsas de ineficiencias, el tejido adiposo o aquellos empleos que no añadan valor añadido. No hay que ser ingenuos, la ortodoxia presupuestaria es bastante soez en sus planteamientos de ajuste, al menos en España, pues reduce o congela indiscriminadamente las retribuciones e impone tasas drásticas de reposición que nada ahorran realmente, puesto que el empleo tiende a transformarse en interino o temporal. Se debilita; así, la función pública, la envejece, la convierte en una institución inadaptada e impide atraer el talento. Y “atraer a personas cualificadas es esencial para que un Gobierno funcione bien” (Buena economía para tiempos difíciles, Taurus, 2020). Un diagnóstico muy conocido. Salvo que la cordura se imponga, eso es lo que vendrá. Pero depende cómo se haga ese proceso de ajuste, podrá acelerar una tendencia imparable, también en el sector público, a la automatización de muchas tareas (esto es, la sustitución de personas por máquinas) o a la externalización de determinadas actividades (esperemos que las superfluas y no las críticas).

Siempre cabe también reducir drásticamente las inversiones, pero entonces el motor de la economía sufrirá más aún. Los autores citados la prefieren, incluso, antes que recurrir a bajadas de impuestos, que son propuestas más depresoras. Y ello además teniendo en cuenta que será un ajuste duro y largo, pues en este caso –como también señalan- cuando “un plan (es) más persistente en el tiempo tiene un impacto más drástico para bien o para mal”. El bien lo sitúan empíricamente en el ajuste de gasto público; el mal, en la subida de impuestos. Como bien concluyen, “la recomendación es clara: rebajar el gasto, en vez de subir los impuestos contribuye decisivamente a romper la espiral de una crisis fiscal y revertir la situación de forma satisfactoria”.

Uno de los capítulos finales trata de un tema también recurrente en nuestro ámbito político: “La sabiduría popular sostiene que tomar medidas de ajuste es algo así como un suicidio político”. Poco más o menos que prepararse para la muerte súbita en política. También introducen el factor de si la gestión del plan de ajuste la lleva a cabo un gobierno de coalición, y si este está o no cohesionado. Su conclusión, basada en análisis empíricos, no va por esa línea: “Nuestros cálculos sugieren que no se puede afirmar que las consolidaciones supongan un ‘suicidio político’, ni mucho menos”. Aunque es cierto, y este es un dato nada menor en nuestro actual contexto político, lo siguiente: “La probabilidad de salir reelegido es mucho mayor si la austeridad se toma con más margen hasta las siguientes elecciones (lo ideal sería una distancia de al menos tres años)”. Asimismo, ponen de relieve otro punto nuclear: “La composición interna de las estructuras públicas (reparto de carteras) es más determinante de lo que podría parecer. Si el jefe de gobierno o el ministro de Hacienda tienen más poder, entonces las resistencias ante los ajustes serán menores”. Un liderazgo aceptado socialmente hace más fácil esa reelección. Las sociedades polarizadas y fracturadas políticamente complican la gestión de cualquier ajuste. Pero también añaden: “Las consolidaciones fiscales son más lentas cuando los gobiernos están conformados por una coalición de varios partidos”.

En cualquier caso, cabe concluir que habrá ajuste y, además, muy duro. Pero tendrá que ser de factura muy distinta al anterior de 2010, donde los errores fueron estrepitosos. Hará falta, sin duda, echar mano de la calculadora; pero también de la empatía política y social. Y no es fácil, “puesto que el PIB solo valora las cosas que tienen un precio y se pueden vender” (Adhijit Banerjee y Esther Duflo). Y esta crisis ha mostrado algo más, mucho más duro, también más humano. La Agenda 2030 y sobre todo el tercer mundo padecerá lo suyo. España, en otra dimensión y “amparada” por la Unión Europea (no lo olvidemos), también. Pero, en este complejo escenario, no se puede tolerar ni un día más que nos invoquen las seculares ineficiencias de nuestro sistema público y, cuando se salga del shock, nuestra falta de disciplina fiscal. El problema es que si esto no comenzamos a resolverlo nosotros, con un realista plan de reequilibrio, así como con reformas estructurales serias y bien planificadas, también del sector público, nos vendrán impuestas desde el exterior (Europa y FMI). Y, en ese caso, demostraremos una vez más la impotencia que este país tiene para resolver sus propios problemas.

REFORMAR EL SECTOR PÚBLICO PARA SALIR (MEJOR) DE LA CRISIS 

(Este texto es reproducción del artículo publicado en Vozpópuli el 3 de junio de 2020) 

Quince académicos y profesionales, especialistas en diferentes ámbitos del sector público, hemos suscrito una Declaración que lleva por título Por un sector público capaz de liderar la recuperación . Lo que aquí sigue es una escueta reflexión sobre alguna de las ideas-fuerza allí recogidas, pero siempre desde las propias inquietudes de quien esto escribe.

La Administración Pública se ha puesto frente al espejo del escrutinio público en este duro contexto de la crisis Covid19. No cabe duda que ha sido sometida a un fuerte estrés, al menos por lo que afecta a los denominados “servicios esenciales”. La población ha podido, así, percibir la importancia de lo público; pero también ha sido testigo privilegiado de sus insuficiencias. No han fallado tanto las personas como el sistema, que ha mostrado enormes debilidades. Hemos elevado a determinados profesionales a la categoría de héroes, pero las respuestas político-institucionales y administrativas han sido desiguales y, en algunos casos, marcadamente deficientes. Quizás, casi sin percibirlo, ha quedado una imagen colectiva de que lo público es enormemente importante. Y de que, tal vez, no lo hemos cuidado suficientemente en los últimos años y décadas. También hay una clara percepción de que, a la crisis sanitaria, vendrá anudada una monumental crisis económica y social. De una profundidad desconocida y con una longitud temporal aún por determinar. Esta crisis triangular, si no se gestiona adecuadamente, puede derivar en una crisis político-institucional, cuyas consecuencias podrían ser más devastadoras aún para la convivencia en este país. Hay, por consiguiente, que invertir en lo público y reformar el sistema institucional, del que la Administración Pública es una pieza determinante para que la política funcione de forma cabal y obtenga resultados mínimamente eficiente. Los desafíos a los que se enfrentará el sector público en los próximos años serán mayúsculos. Y de su tino o desatino en la resolución de estos nudos dependerá el futuro de España. Lo afirmó hace más de doscientos años Hamilton: no puede haber buen gobierno donde no hay buena Administración. Algo tan básico, y siempre tan olvidado.

Sin embargo, las reformas de la Administración Pública han estado completamente ausentes de la agenda política española. Son complejas y sus réditos se transfieren tarde. La política dominante, cortoplacista o inmediata, prefiere otros golpes de efecto. Y la niebla o la ceguera estratégica no hace más que acumular los problemas, sin resolverlos realmente. De hecho, se puede afirmar que desde 1978 sólo hubo un intento mínimamente serio de reformar la Administración, emprendido por el entonces Ministro Jordi Sevilla, cesado fulminantemente a mediados de 2007 sin explicación cabal alguna. Antes y después, sobre todo a partir de la crisis de 2008, hubo ajustes fiscales más que reformas. Y desde 2015, la parálisis más absoluta. Nada se ha hecho. Y el tiempo corre. El mundo se acelera. Las transformaciones del entorno son enormes. El desfase entre lo exterior y los muros envejecidos del interior del sector público es cada vez mayor. A todo ello se añaden, nuestro particular contexto como país, particularmente dañado por la gestión de la crisis y por sus futuras secuelas. Sin instituciones fuertes y eficientes afrontar ese complejo escenario se convertirá en un calvario. Por ello se necesita un sistema público que se sitúe en condiciones de liderar la recuperación y ofrezca a este país un futuro esperanzador. Se trata de reforzar, al máximo, las capacidades estatales (de todos y cada uno de los poderes públicos: estatal, autonómicos y locales). Debemos mirar inteligentemente lo que están haciendo las democracias avanzadas que han sabido superar con éxito contextos tan duros como el que nos tocará vivir. Habrá que hacer ajustes, que nadie lo dude. Y serán duros, muy duros. Pero, si no vienen acompañados de reformas profundas y valientes repetiremos los errores del pasado y caeremos en un pozo del que nos costará mucho tiempo salir, con daños colaterales incalculables. Nos jugamos mucho en el empeño.

Tenemos una Administración obsoleta, envejecida, inadaptada, necesitada de una transformación urgente para afrontar los retos inmediatos (particularmente, a la revolución tecnológica). Carecemos de niveles directivos profesionales a diferencia de lo que ocurre en las democracias avanzadas y en nuestro entorno inmediato (por ejemplo, Portugal). Hay que despolitizar urgentemente la alta Administración y proveerla con personas que acrediten previamente competencias profesionales directivas ante órganos independientes de evaluación.  Disponemos de un empleo público sobrecargado de tejido adiposo, con poco músculo y escaso talento. Con perfiles profesionales inadecuados a las exigencias del momento y menos aún del futuro. Necesitamos reforzar la integridad, creer de verdad en la  transparencia y en la rendición de cuentas, así como desarrollar de modo efectivo la digitalización. En fin, nuestras organizaciones públicas necesitan ser repensadas en su conjunto. Y para ello debemos poner el foco en la innovación y en la evaluación. Dos ámbitos también muy olvidados en el quehacer público. Requeriremos captar talento y retenerlo: internalizar la inteligencia y externalizar el trámite (aunque la automatización creciente deje tales tareas reducidas a su mínima expresión). Y para ello se tendrán que cambiar gradual e intensamente los procedimientos de acceso al empleo público, marcados aún por una fuerte impronta decimonónica con escaso o nulo valor predictivo. El empleo público se juega su futuro en cuatro retos y otros tantos frentes. Los retos son las jubilaciones masivas, la renovación generacional, la revolución tecnológica y el contexto de crisis fiscal de los próximos años. Los frentes no son otros que reivindicar los valores públicos, la planificación estratégica, el fortalecimiento del sistema de mérito y la gestión de la diferencia. Quien aborde estos frentes y retos deberá luchar con coraje, y no vale llamarse a engaño, contras cuatro tenazas que dificultan cualquier proceso de cambio: la intensa politización de la alta Administración, el corporativismo endogámico, un sindicalismo del sector público reactivo y defensor a ultranza del statu quo, y un poder judicial (necesitado también de profundas reformas) que no acompaña habitualmente en tales procesos de transformación. Tenemos un empleo público, por si no lo saben, anoréxico en valores y bulímico en derechos. Muy diferente al sector privado, también en sus aspectos retributivos, por no hablar de la estabilidad. Convendría comenzar a equiparar ambos planos. O aproximarlos.

No le den más vueltas. Esa transformación inaplazable requiere como premisa hacer cocina política de tres estrellas. Se requieren maestros del arte político. De los que no abundan. Pero previamente se debe hacer un pacto político transversal que integre la transformación de la Administración Pública dentro de las reformas institucionales que debe promover inexcusablemente este país si quiere tener credibilidad europea e internacional. Hay que dar urgentemente señales a Europa y “a los mercados” de que vamos en serio, y no de farol. El país se juega su futuro. Pero también la política y las instituciones. Si la política sigue sin comprender que su esencia es la buena gestión (o “la acción”, como diría Hanna Arendt), y no tanto el mensaje o la comunicación, nada avanzaremos. España ha de gestionar temas cruciales próximamente y, asimismo, recibirá innumerables cantidades de ayudas o préstamos (que engordarán más aún nuestra abultada deuda pública). Tales retos de gestión y transferencias financieras corren el riesgo de fugarse por las deficientes cañerías de un sector público que está pidiendo a gritos su transformación.  Pongamos urgente remedio.

SOBRE NOMBRAMIENTOS Y CESES POLÍTICOS (METAFÍSICA DE LA CONFIANZA Y REMODELACIÓN DE EQUIPOS)

“El modelo actualmente vigente (en España) de dirección pública es un modelo viejo, sin perspectivas de futuro y con lastres evidentes para el desarrollo institucional, lo que tiene consecuencias directas sobre el plano de la competitividad y del propio desarrollo económico”

(La Dirección Pública Profesional en España, Marcial Pons/IVAP, 2009, p. 62)

Hace algunos años el profesor Francisco Longo acertaba cuando describía la relación entre responsables políticos y directivos públicos en clave de “metafísica de la confianza”. Con ello pretendía resaltar que, en nuestro país, lo importante para ser nombrado cargo público o personal directivo es disponer de algo tan evanescente e impreciso como la confianza (política o personal) de quien tiene la competencia de designar o proponer tales nombramientos o ceses.

El spoils system o sistema de botín (como lo acuñara Weber) nació del impulso político del presidente populista estadounidense Andrew Jackson a partir de 1828. En España, su aplicación castiza se plasmó en el sistema de cesantías (Alejandro Nieto). Junto a esa tendencia, fue emergiendo con el paso del tiempo un spoils system «de circuito cerrado» (Quermonne, 1991), que limita los nombramientos discrecionales a personas que tengan previamente una serie de requisitos (por ejemplo, ser funcionarios públicos del grupo de clasificación A1). Pero en ambas modalidades, la discrecionalidad (sea absoluta o relativa) es determinante. Y el nombramiento, la permanencia o el cese, se basan en «la metafísica de la confianza».

¿Qué hay detrás de una confianza así entendida? No hace falta ser muy incisivos para advertirlo. La confianza se mantiene o se quiebra dependiendo de cómo evolucionen los acontecimientos: en un inicio, se deposita y, en un instante o en una secuencia tenporal, se pierde. El movimiento del dedazo discrecional se convierte en la señal que marca el inicio o el final de una relación de marcada dependencia. En efecto, quien es nombrado discrecionalmente ha de obedecer ciegamente o, al menos, acreditar día a día una lealtad inquebrantable, salvo que quiera correr el riesgo de ser cesado de forma fulminante. La política se rodea, así, de aduladores o palmeros.  O, en su defecto, de personas complacientes con «el que manda». La crítica siempre procede del “enemigo exterior”. La naturaleza humana es muy caprichosa. También la de quienes mandan. Hace muchos años, un cargo público que designó a su hermano para ejercer una responsabilidad pública fue interrogado por un periodista: ¿Qué justifica el nombramiento de su hermano para una responsabilidad pública en la que no se le conoce experiencia previa? La respuesta fue sublime: “Es un cargo de confianza. En quién voy a confiar más que en mi hermano”. Se zanjó el asunto. Eran otros tiempos. Aun así hoy, el periodismo patrio sigue dando por bueno el argumento de la confianza (ya no el del nepotismo). Y ello tiene graves consecuencias.

Pero, junto a la confianza, también se alude con frecuencia a otro «argumento», más físico y recurrente, vinculado estrechamente con el anterior: la necesidad que alega el gobernante de formar o remodelar equipos. Se concibe, así, a la alta Administración como una suerte de equipo que, dependiendo de los avatares, se puede recomponer a cada momento al libre arbitrio del líder. Al inicio de mandato, hay que formar equipos que se configurarán políticamente. Si cambia la persona titular del departamento o entidad, vuelta a empezar. Si hay cambios de gobierno sobrevenidos (por ejemplo, moción de censura), las cabezas directivas ruedan por la plaza pública. La noria de los ceses y nombramientos se pone en circulación. La Administración se configura así como una suerte de permanente página en blanco que se reescribe con nuevas personas y pretendidos nuevos proyectos cada cierto tiempo. A veces, y no es retórica, tales cargos directivos aprenden lo que deben hacer cuando ya el mandato ha declinado o está a punto de hacerlo. Si la penetración de la política en la Administración Pública es tan elevada como en nuestro caso, tales cambios de gobierno o de personas detienen además en seco la máquina gubernamental, que tardará unos meses en arrancar de nuevo. No es broma. La parálisis política y gestora se paga con facturas elevadas.

Como es una materia sobre la que he escrito en exceso y con la finalidad de no repetirme por enésima vez,  me limitaré en esta ocasión a reproducir unos fragmentos de un trabajo publicado en 2009, en una obra colectiva en la que también participaron los profesores Manuel Villoria y Alberto Palomar: La dirección pública en España (Marcial Pons/IVAP). Y de ahí extraeré unas breves conclusiones.  Veamos:

Si queremos caminar hacia un modelo de dirección pública profesional, a quien primero se ha de convencer es a los políticos, pues la primera lectura que lleva a cabo el personal de extracción política es que con la implantación de ese sistema pierde espacio de poder. El político invocará ‘las excelencias’ del sistema vigente: la flexibilidad de nombrar y cesar por criterios  estrictos de confianza, la posibilidad de conformar ‘equipos’ en torno a su proyecto o programa político, la ‘lealtad’ de tales personas (…)”. 

“Dentro de la batería de pretendidas razones que se esgrime como ‘escudo’ por parte de la clase política, hay una en la que quisiera detenerme por su enorme potencial retórico y por su fuerte carácter destructivo. Me refiero al argumento de ‘formar equipos’, que posiblemente es una de las más perversas manifestaciones de esa forma de razonar. En efecto, bajo el manto de ‘formar equipos’ se decapitan constantemente las estructuras directivas de los diferentes gobiernos y, lo que es más grave, se desangra el conocimiento y la continuidad de las diferentes políticas públicas (…) El coste que todos esos cambios tienen sobre el funcionamiento del sector público (dicho de forma más directa sobre la sociedad y el sistema económico) nadie los ha evaluado todavía, pero intuitivamente puedo indicar que son altísimos”.

“El argumento de ‘formar equipos’ esconde, sin embargo, algo más turbio. Sin duda es un buen argumento para fomentar la ‘cohesión ideológica’ del cuadro de mando de una determinada organización, pero también sirve para generar lealtades inquebrantables y mal entendidas, ausencia de cualquier atisbo, por mínimo que sea, de crítica o censura de una determinada decisión política y, en el peor de los casos, un medio espurio para colocar a fieles, amigos o, incluso, parientes más o menos próximos”.

“Pero tal práctica tiene todavía unos efectos más letales para el sistema político, puesto que sirve para diluir o, en su caso, desviar las responsabilidades políticas en las que pueden incurrir los responsables políticos máximos de un gobierno o de un concreto departamento. En no pocas ocasiones nuestros políticos (ministros, consejeros, alcaldes) han huido de asumir responsabilidades políticas directas en asuntos de notable envergadura cesando a ‘mandos intermedios’ (esto es, cargos directivos) de su respectiva entidad o departamento”.

Esas palabras están escritas hace casi doce años. Por lo visto últimamente, no han perdido ni un ápice de vigencia. La política de cualquier signo sigue blindando sus argumentos con los mismos mimbres que antaño. Aunque el número tan elevado de cargos y puestos de trabajo dependientes de la confianza no ha parado de crecer. No tiene parangón en ninguna democracia avanzada. Tampoco existen administraciones comparadas en las que se aluda con tanta persistencia a ese argumento tan grosero y débil de reajustar o remodelar el equipo. Allí donde existen estructuras directivas profesionales (sin ir más lejos, en Portugal), tales responsables directivos deben acreditar competencias profesionales para ser nombrados y gozan de una garantía de continuidad temporal si desarrollan adecuadamente sus objetivos, que no puede ser alterada súbitamente por los cambios de humor del titular de la entidad o departamento ni por supuestas necesidades de remodelar equipos a mitad del partido. No hay ceses discrecionales. Si así se hiciera, la puesta en marcha de las políticas padecería lo suyo al encadenarse al capricho personal y a los ciclos políticos. Algo letal. Y mucho de eso es lo que nos pasa actualmente.

Como dijo Hanna Arendt, la política es mensaje (palabra), pero sobre todo capacidad de acción. La comunicación, por mucho énfasis que se le dé, no puede sustituir a la gestión. Sin capacidad ejecutiva la política se queda sin esencia, sin sangre. Una política intermitente ejercida ejecutivamente por fieles que, directa o indirectamente, están bajo el manto de la propia política, supone apostar descaradamente por una gestión amateur y discontinua, siempre atada a la tiranía del mandato (Hamilton) o, incluso peor aún, dependiente o esclava del arbitrio de quien tiene la capacidad omnipresente de nombrar o cesar políticamente a todas aquellas personas que están llamadas a ejercer funciones o responsabilidades directivas en tales organizaciones públicas. Además, castra el correcto alineamiento entre política y gestión, al situar a la alta Administración en una posición vicarial regida por aficionados o escuderos políticos que, aunque tengan la condición de funcionarios públicos, una vez que asumen tales cargos se pasan “al otro lado” (al de la política), y así son vistos. No hay espacio intermedio entre política y gestión. La (mala) política ha bombardeado en España la creación de un espacio directivo profesional, como ámbito de intersección o de mediación (OCDE) entre ambos mundos (política y gestión). A la vieja política no le gusta este sistema porque no lo entiende, sigue anclada en el clientelismo más atroz y en una concepción patrimonial. Se siente cómoda en ese insólito papel. Y ello en pleno 2020. Con consecuencias muy serias, que son las que estamos padeciendo.

Aparte de todas esas disfunciones institucionales y estructurales, asoma otra más grave: esconderse detrás de la metafísica de la confianza o de la necesidad (subjetiva) de remodelar equipos, en algunas ocasiones representa huir de las responsabilidades que todo gobernante debe asumir. Eso no es rendir cuentas, es despistarlas. Tal conducta no es democrática, pues la auténtica democracia se basa en la transparencia y en el escrutinio ciudadano, así como en la exigencia de responsabilidades. Y tal fallo institucional habría que corregirlo de inmediato. Políticos y directivos deben rendir cuentas por su respectiva gestión.  Al menos, eso ha de garantizarse si algún día pretendemos homologar plenamente a este país con las democracias avanzadas europeas. Una pretensión que, hoy por hoy, al menos en este punto, parece aún lejos de alcanzarse.

GOBERNANZA ÉTICA E INTEGRIDAD INSTITUCIONAL

 

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“La aprobación de códigos de conducta por las instituciones, si nos van unidos a la construcción de sistemas de integridad institucional, se convierten al fin y a la postre en los peores embajadores de la ética institucional: el cinismo político nunca ha conjugado bien con la moral pública”

(Cómo prevenir la corrupción: Integridad y Transparencia, Catarata/IVAP, 2017, p. 99)

Desde hace tiempo, cuando pretendo poner en valor la ética pública y la integridad de las instituciones recurro a diferentes autores clásicos. Tanto a Séneca, como a Marco Aurelio, también Montesquieu. La tradición del pensamiento filosófico está plagada de referencias a la necesaria probidad del gobernante como espejo de ejemplaridad y refuerzo, así, de su imagen institucional ante la población. Adam Smith, en su Teoría de los sentimientos morales, define al buen estadista como aquel que reúne dos grandes atributos: “Es la mejor cabeza unida al mejor corazón. Es la sabiduría más perfecta combinada con la virtud más cabal (Alianza, 2009, p. 377). Dicho en términos más llanos: buen gobernante o servidor público sería aquel que une competencia política o profesional (en expresión de Léon Blum) junto a integridad de conducta. La reivindicación de los valores públicos es algo muy importante, más aún cuando nos deslizamos hacia una sociedad en la que la pobreza y la desigualdad harán fuerte mella en la población en los próximos meses y años. En este contexto, los servidores públicos (políticos, directivos y funcionarios) deben multiplicar su probidad hasta límites desconocidos. Cualquier esfuerzo será pequeño. La mejora de la confianza de la ciudadanía en las instituciones públicas, hoy en día tan maltrecha, dependerá mucho de ello.

Sin embargo, la integridad institucional y la ética pública han sido las grandes olvidadas de la agenda política española. Tan sólo en el corto período de mandato del Ministro Jordi Sevilla tomaron algo de visibilidad. Pronto olvidada. Ha habido que esperar varios años para que algunos niveles territoriales de gobierno retomaran la iniciativa. El inicio del cambio de paradigma de produjo con la puesta en marcha en 2013 del Código Ético y de Conducta del Gobierno Vasco (altos cargos), que implantó un sistema de integridad parcial que ha sido aplaudido incluso por el GRECO (Consejo de Europa). El liderazgo de quien ha sido presidente de la Comisión de Ética desde su puesta en marcha, Josu Erkoreka, tiene mucho que ver en ese fuerte impulso. Luego han seguido otras instancias territoriales (Comunidades Autónomas, entidades locales, organismos reguladores, etc.), que también han desarrollado modelos de integridad institucional, algunos incluso con pretensiones de transformarse en sistemas holísticos o de carácter integral (como ha sido el caso de la Diputación Foral de Gipuzkoa).

Sorprende, en cualquier caso, la insensibilidad que hacia las cuestiones de ética pública y de integridad institucional ha tenido siempre (hasta la fecha) el nivel central de gobierno. El último informe del GRECO sobre España (publicado en noviembre de 2019) pone de relieve tal déficit. Tras varias tarjetas rojas, el Poder Judicial se dotó de unos denominados Principios de Ética Judicial y, finalmente, bajo la presión del GRECO, puso en marcha una Comisión de Ética Judicial. De las Cámaras parlamentarias, mejor no hablar. Incapaces hasta ahora de construir un sistema de integridad propio de carácter integral. Han aprobado medidas cosméticas y poco más, cuya efectividad es más que dudosa. O de otros órganos constitucionales, que tampoco se han dotado de código de conducta alguno (salvo algún órgano regulador o administración independiente como la CNMC). Y, lo más paradójico, es que hoy día el Gobierno y sus altos cargos carecen de tal sistema de integridad. El Código de Buen Gobierno de 2005 “se derogó” por la Ley 3/2015, reguladora del estatuto del cargo público.  El Gobierno que entonces llevaba la riendas fue absolutamente insensible hacia la problemática de la integridad. Y, mientras tanto, la corrupción carcomía los cimientos de las instituciones y de la sociedad española. Igualmente grave es que el Gobierno que llegó al poder tras una moción de censura por un grave caso de corrupción, dedicara ni entonces ni ahora ni un solo minuto a construir o restablecer un mínimo sistema de integridad institucional. No hay órgano alguno en la Administración General del Estado que asuma tales competencias. El Código de conducta del TREBEP, aplicable a empleados públicos, ha pasado sin pena ni gloria, como un perfecto desconocido. Y si ese es el “ejemplo” del Gobierno central, no cabe extrañarse de que ese “modelo” de escepticismo cínico se haya reproducido en la inmensa mayoría de Comunidades Autónomas y entidades locales. Salvo códigos cosméticos, apenas nada se ha hecho.

Ahora que la Gobernanza, pésimamente entendida, vuelve a primer plano de la actualidad, cabe preguntarse qué es eso de la “Gobernanza Ética y la Integridad Institucional”. Dicho en términos muy sencillos: el comportamiento y las conductas de los gobernantes y de los servidores públicos, así como de aquellas entidades o personas que se relacionan con los poderes públicos, son fuente de legitimación o de deslegitimación de las instituciones y, por tanto, de la mayor o menor confianza que la ciudadanía tenga en ellas. Por tanto, si bien es importante para quien ejerce un cargo público o un empleo público actuar éticamente o de forma íntegra, pues en ello está en juego su propia reputación personal,  mucho más lo es para la institución a la que representa o en la que desarrolla su actividad profesional; pues rota la imagen institucional por una actuación (personal) incorrecta o corrupta, restablecer la confianza en las instituciones es algo muy complejo y laborioso en el tiempo. El daño a la reputación personal (falta de probidad o corrupción) tendrá, en su caso, su sanción penal o administrativa, pero el perjuicio institucional será probablemente irreparable. Y eso es lo que ha sucedido en este país y en su sistema institucional los últimos años. Por tanto, no se entiende tanto descuido, abandono o cinismo hacia el papel que la integridad institucional tiene en el fortalecimiento o debilitamiento de nuestras instituciones.

Así las cosas, en España se sigue fiando todo a la actuación “ex post”, sancionadora o penal; esto es, al castigo de quien infringe las normas. La actuación preventiva se descuida o abandona. Y en no pocas veces, se ignora. Multiplicamos las leyes, que apenas aplicamos. Cargamos a unos tribunales de justicia, por lo demás lentos y escasamente efectivos, de querellas, demandas y litigios vinculados con la corrupción. Creamos instituciones de control que apenas controlan, y nos vanagloriamos de llevar a cabo políticas de Gobierno Abierto, basadas en la transparencia, participación ciudadana y rendición de cuentas, olvidando que la premisa sustantiva de todo gobierno y de las personas que allí desempeñan sus funciones es el comportamiento íntegro y la probidad como guía. Sin ella, lo demás es pura coreografía. Las leyes y las sanciones son necesarias, sin duda; pero cuando se aplican el mal ya está hecho. Y la imagen institucional rota. Restablecerla es tarea compleja.

Por tanto, no se puede hablar de Gobernanza sin construir adecuadamente un Sistema de Integridad Institucional. Y ello requiere impulsar una Política de Integridad, algo que sólo lo puede hacer la propia política; esto es, quien gobierna. Y si la política no cree en ello, no hay nada que hacer (como ahora sucede). Esa política de integridad hay que definirla, impulsarla e interiorizarla. La ética no es cosmética, como dijera Adela Cortina. No basta con aprobar códigos, hay que insertarlos en un sistema de integridad y darles vida. La ética, como expuso el maestro Aranguren, se hace siempre in via. Es cambiar hábitos, mejora continua, al fin y a la postre desarrollo de una nueva cultura organizativa y de gestión. También de un modo diferente de hacer política.

Simplificando mucho, un sistema de integridad institucional debe configurarse de forma holística y disponer, al menos, de una serie de elementos que le dan coherencia y sentido. A saber:

  • Un código o códigos de conducta, como normas de autorregulación o de carácter deontológico que definan valores y principios, así como normas de conducta y de actuación.
  • Un conjunto de mecanismos de prevención y difusión de la cultura de integridad en la organización.
  • Articular canales internos de dilemas éticos, quejas o, en su caso, denuncias (en este último punto desarrollando la Directiva (UE) 2019/1937, de protección del denunciante.
  • Implantar órganos de garantía con autonomía e independencia orgánica y funcional (Comisiones de Integridad o Comisionados de Ética) que tramiten y resuelvan los dilemas, quejas o las denuncias e interpreten y apliquen los principios o normas de conducta. Sirvan de faro u orientación en cada organización.
  • Disponer de un sistema continuo de evaluación y de adaptación permanente de tales códigos como instrumentos vivos (OCDE).

Como expuso la OCDE en 2017 (en un documento enunciado Integridad Pública), tal política de integridad pública tiende a preservar a las instituciones frente a la corrupción, y se debe basar en tres ejes: a) Un sistema de integridad coherente y completo (no basta con exigir sólo la integridad de los políticos); b) Un desarrollo de la cultura de integridad; y c) Un mecanismo eficaz de rendición de cuentas.

En verdad, queda mucho trecho por recorrer para que las instituciones públicas en España apuesten de forma decidida y sincera por una política de integridad. Lo positivo es que se están dando algunos pasos importantes, pero siempre en ámbitos territoriales no estatales. Hay todavía mucho desconocimiento, no pocas actitudes escépticas o cínicas (tanto en la política como en el empleo público o, incluso, en la propia academia), así como una desvalorización permanente de lo que no es exigible por normas coactivas. En esa magnificación del Derecho y correlativo olvido o repulsa de la prevención y de la autorregulación, probablemente  se encuentre la propia impotencia de aquél, así como esa multiplicación de conductas irregulares proliferan en nuestro espacio público que, por cierto muchas de ellas, quedan impunes. Trabajar en gestión y prevención de riesgos (en el ámbito de la contratación pública, gestión de personal,  ámbito económico-financiero, subvenciones, etc.) es la mejor inversión que puede hacer una organización pública. Y ello sólo puede enmarcarse en una política de integridad institucional o de Gobernanza ética. Algo que, por cierto, apenas tiene coste económico alguno y ofrece unos retornos (en términos de legitimación institucional) incalculables. En los duros años que vienen de contención presupuestaria y de prioridades dramáticas de recursos escasos, todavía será más importante su implantación y desarrollo.  Hay que evitar toda mala práctica (favoritismo, clientelismo), como cualquier manifestación de conductas corruptas. La prevención es una de las claves. Pongámosla en funcionamiento. La buena política tiene la última palabra.

ANEXO: POLÍTICA DE INTEGRIDAD INSTITUCIONAL. ELEMENTOS BÁSICOS

Dimensión           Ejes Finalidad Preventiva
Endógena o interna 1. Plan de Integridad

 

 

 

2. Código(s) de Conducta(s)

 

 

3. Canales internos (garantías)

 

 

 

 

4. Órganos de garantía  (Comisión Integridad o Comisionado)

 

5. Sistemas de evaluación y adaptación permanente

 

6. Sistemas de Cumplimiento (Compliance) Empresas Públicas

1.1 Visión estratégica y Valores

2.1. Valores/Normas de conducta

 

3.1. Canales y/o procedimientos  de resolución dilemas o de quejas y denuncias (Directiva 2019/1937)

 

4.1. Tramitación y propuestas de resolución dilemas, quejas y/o denuncias

 

5.1.Escrutinio modelo. Instrumento vivo (OCDE)

 

6.1 Marcos de riesgo. Prevención. Código penal: delitos societarios

Mixta. Gobernanza Ética (Endógena/Exógena) 1. Integridad en la Contratación Pública

 

 

 

 

2. Integridad procesos selectivos y gestión personal

 

 

3. Integridad Subvenciones y ayudas

 

4. Ética pública del cuidado

 

 

 

 

5. Integridad y cultura ciudadana

 

1.1.          LCSP: Prevención: Códigos de conducta. Conflictos de interés.

 

2.1. Códigos de conducta tribunales. Provisión y carrera. Evaluación. Códigos sindicatos.

 

3.1.Códigos de conducta subvenciones

 

4.1. Principios y normas de conducta en sanidad, servicios sociales, atención colectivos vulnerables, etc.

 

5.1. Educación (valores); participación; convivencia y espacio público (respeto)

Exógeno o externo 1. Agencias de prevención y lucha contra la corrupción

 

 

 

2. Otras instituciones

 

 

 

 

3. Fiscalía y Poder Judicial

1.1.    Ámbito autonómico o local (donde existen)

 

 

2.1        Consejos de Transparencia, Defensorías, Tribunales de Cuentas, CNMC, etc.

3.1        Demandas, denuncias y querellas ante tribunales.

PANDEMIA, VULNERABILIDAD SOCIAL Y ADMINISTRACIÓN PÚBLICA

 

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“Algo se ha quebrado en la gestión de esta pandemia. La solidaridad de las personas jóvenes con las mayores, a las que tanto se ha aludido, ha quedado empañada por la interpretación de que su mayor bien es la mera supervivencia. Y pensamos que no, que nadie quiere la supervivencia a cualquier precio, al precio de la soledad, del miedo, de la falta de cariño de tus seres queridos, del abandono”.

(Grupo de Trabajo de Ética y Covid.: «¿La salud de quien estamos defendiendo? Desigualdades sociales y sanitarias en tiempo de pandemia”)

“La ética del cuidado defiende un mundo donde el cuidado a la gente es lo más importante”

(Helen Kholen, Entrevista al diario El Periódico, 7-X-2019) .

 

NOTA PRELIMINAR: Esta entrada reproduce, con algún cambio puntual, el texto publicado por el Blog «Hay Derecho» el 25 de mayo de 2020. Enlace Blog HD. 

 

La Agenda 2030 tiene, entre sus múltiples objetivos, erradicar la pobreza, también acabar con la desigualdad y la defensa de un trabajo decente. Dentro de las secuelas humanitarias, económicas y sociales de la pandemia está, sin duda, la más que previsible ampliación de la brecha de desigualdad y la multiplicación de la pobreza. Por no hablar del desempleo monumental que la recesión económica producirá.

En esta entrada sólo pretendo poner el foco en algunos déficits que en el ámbito público se han observado de forma clamorosa en estos últimos meses y, asimismo, en cuáles son algunos de los retos o desafíos que los poderes públicos deberán afrontar en los próximos meses y años para atenuar y, en su caso, mejorar, los devastadores efectos que la crisis ha producido y provocará sobe aquellas personas que ofrecen fuerte vulnerabilidad social; cuyo círculo, conforme pasen las semanas y meses, se irá ampliando dramáticamente.

La presente entrada surge tanto por la observación y reflexión personal como sobre todo por la lectura del documento al que se hace referencia en la cita inicial (consultar aquí), suscrito por diferentes profesionales de los ámbitos sanitario y de servicios sociales de distintas instituciones y entidades de Euskadi, y del que tuve conocimiento por medio de una de las personas que lo suscribió (Boni Cantero). Este trabajo se divulgó también en un articulo de opinión editado en los diarios El Correo y El Diario Vasco, que llevaba por título  “Responsabilizarnos del otro”.

No cabe duda que, en lo que afecta a colectivos vulnerables (un concepto que la crisis derivada de la pandemia está ampliando constantemente), el largo período de duro confinamiento (más allá de la clásica “cuarentena”) ha mostrado algunas luces, pero sobre todo enormes sombras. Como bien se expuso por Rafael Bengoa, las medidas adoptadas han evitado el colapso hospitalario, pero dejaron desatendidos otros frentes: por ejemplo, las residencias de tercera edad, en las que los efectos letales de la pandemia han sido devastadores. El descuido público en este punto ha sido evidente. Y no basta, como dice el documento antes citado, enviar al ejército, a voluntarios o la dedicación abnegada de la mayor parte del personadle tales centros, pues las responsabilidades de esta pandemia no son solo individuales, sino también políticas y de gestión. Se requerían adoptar medidas que evitaran contagios masivos. Y, en algunos casos, no se adoptaron. Los análisis de riesgo, la propia gestión y por lo común la escasa atención sanitaria hacia ese problema, han sido muestras muy deficientes de unas políticas que son manifiestamente mejorables. La visión socio-sanitaria se impone, aunque tarde. La atención no preferencial por parte de los poderes públicos hacia esos colectivos de personas vulnerables ha sido la norma. Sabemos que han muerto muchos miles de personas en circunstancias muy poco precisas, la mayor parte de las veces en la soledad más absoluta. Tanto abogar por la muerte digna y las hemos condenado a un mal morir: nadie les ha acompañado en ese duro momento. El duelo oficial llega muy tarde y algo impostado.

Pero, durante el punto álgido del confinamiento, la vulnerabilidad  no se ha quedado ahí. Ha afectado sobre todo a colectivos muy concretos, por lo común olvidados e ignorados socialmente: personas sin techo, mujeres sin recursos y cargas familiares, mujeres maltratadas, menores, estudiantes sin acceso a Internet ni medios tecnológicos, parados, inmigrantes, discapacitados, personas con adicciones crónicas, y un largo etcétera. La crisis Covid-19 es y será una máquina de producir desigualdad. Sus daños colaterales serán terribles.

Ciertamente, como estudió Adela Cortina, la aporofobia ha echado fuertes raíces en nuestras sociedades. Y, probablemente, esa enfermedad social se multiplique (con un  populismo en auge o con la proliferación del egoísmo más vil) si no somos capaces de reforzar los valores de solidaridad, empatía y la propia ética del cuidado hacia esas personas que están padeciendo los efectos más duros de la crisis y todavía los padecerán más en un futuro inmediato.

Pero, desde un punto de vista ético y de arquitectura de valores en la sociedad contemporánea, otra preocupante tendencia viene a añadirse a la anterior: la gerontofobia que ha emergido con fuerza en estos últimos tiempos. El documento citado otorga un particular relieve a esta tendencia y pone de relieve manifestaciones múltiples de discriminación por edad que se están viviendo en esta crisis. Desde un punto de vista retórico, nadie se suma a esa idea, sin embargo los hechos avalan que tal tendencia se ha instalado de forma silente con fuerza en nuestra sociedad y también (más preocupante aún) en la actuación (o inactividad) de los poderes públicos. Directa o indirectamente, algunas medidas públicas han partido de la idea (nunca expresada) de que tales personas son “menos valiosas”. Y ello abre un debate ético que no se ha sabido encauzar en la tormenta de la crisis. En buena medida, las personas mayores (especialmente, aquellas que superan determinadas franjas de edad y ya no están en activo) han comenzado a ser invisibles y en cierta medida molestas: consumen demasiados “recursos” y son vistos como una carga. La actual delimitación de guetos espaciales, horarios o residenciales, les segregará más todavía. El afán regulatorio desmedido no ayuda a la responsabilización individual. Además, en una sociedad altamente envejecida (y con tendencia a serlo mucho más), es este un enfoque gravísimo del problema. Dinamita los fundamentos de cohesión de la sociedad. También en el texto que citaba se contienen interesantísimas reflexiones sobre esta cuestión. Y allí me remito.

La heurística de la dignidad personal (Adela Cortina) adquirirá una fuerza inusitada en los próximos tiempos. También la ética del cuidado. Ambas ideas-fuerza deberán ser la guía de actuación de los poderes públicos en el futuro post-Covid. Pues, en estos primeros pasos, lo que se ha observado de forma muy preocupante es la emergencia de una sociedad marcadamente dual. Hay quien ha sobrellevado razonablemente la primera fase de la pandemia y el confinamiento porque tenía recursos, empleo estable, medios y espacio adecuado para hacerlo, permaneciendo alejado del riesgo y de sus efectos colaterales (sus organizaciones han cerrado o “trabajado a distancia”); mientras que otra parte importante de la sociedad, muy vulnerable en diferentes ámbitos y aspectos, ha sido tapada de la escena pública e invisibilizada (tan solo recogida en algunos reportajes mediáticos que alertaban puntualmente de que el mundo no era el paraíso de los cánticos al “resistiré” de los balcones). Y, en fin, luego están los aplaudidos y los menos aplaudidos, colectivos que han sido enviados al campo de batalla con uniformes desaliñados y sin medios  ni recursos para enfrentarse a tan etéreo enemigo. Han caído como moscas. Y han hecho lo humanamente posible. Pero también es cierto que la sociedad ha abusado de esos colectivos (particularmente, aunque no solo, del sanitario o social) o de la necesidad existencial de trabajar que tenían otras muchas personas para salvaguardar su existencia y la de los suyos. Como expresa el texto comentado:   “No está bien abusar del carácter vocacional y solidario, y permitir que las personas trabajen en condiciones límites y/o de desprotección o sobreexponerlas a la fatiga y al burnout. Tampoco es correcto en virtud de la propia seguridad, negarse a atender necesidades que no pueden ser prestadas a través del teletrabajo”. En efecto, las personas que trabajan en servicios sociales municipales han prestado asistencia profesional en temas tan alejados de su competencia como el asesoramiento o tramitación digital de expedientes de solicitudes de ayudas, porque al “otro lado”, si no eran ellos, a esas personas (colectivos vulnerables, también autónomos y desempleados) nadie les ayudaba realmente o simplemente no sabían dónde acudir. La brecha digital, por mucho que se ignore (también por la Administración), sigue siendo algo real y doloroso. Y no se sabe a ciencia cierta cuántas personas se han quedado fuera de esos circuitos de ayudas al no poder informarse o tramitarlos por cauces telemáticos (por ejemplo, no deja de ser curioso que los locutorios hayan sido uno de los servicios más demandados en esta crisis por tales colectivos). La ética de orientación al servicio de la ciudadanía como premisa de actuación de la Administración Pública en parte ha quebrado durante esta primera fase de la pandemia. El perímetro de determinación de lo que son «servicios esenciales» se sigue moviendo en el sector público con patrones muy clásicos: todo lo que requiere la ciudadanía como demanda urgente y necesaria debiera tener esa condición.

En definitiva, hay muchas lecciones que se pueden aprender de esta complejísima circunstancia vivida. Una de las más importantes es que, de forma imperceptible, hemos “descuidado” públicamente la imprescindible ética del cuidado como complemento al valor ético de la justicia. Se ha practicado con intensidad, aunque con notables limitaciones, en el ámbito hospitalario, y se ha desatendido más en otras esferas y colectivos sociales. Lo expresa con contundencia el citado documento: “La situación vivida en la pandemia por parte de las personas más vulnerables sanitaria y socialmente, pone de manifiesto una crisis muy importante de cuidados y responsabilidad y una evidente ruptura del llamado pacto intergeneracional de cuidados que puede generar riesgos graves de daños y maltrato”.

Son muy interesantes las lecciones que extraen de la crisis el documento elaborado por el Grupo de Trabajo de Ética y Covid. Contiene abundante material para la reflexión y, especialmente, si se quieren adoptar medidas de mejora. La lucha para paliar la desigualdad marcará la agenda política en los próximos tiempos. Y la dignidad de la persona se sitúa en el epicentro del problema. Dentro de los círculos de vulnerabilidad, determinados colectivos (personas mayores, mujeres, desempleados, menores, personas sin techo, dependientes, etc.), deberán ser un punto de especial atención. Hay que huir de políticas de beneficencia y apostar por soluciones estructurales que palien las desigualdades. Por mucho que se desarrolle el teletrabajo en la Administración, el servicio público debe proporcionar siempre y en todo caso proximidad, asistencia personal y asesoramiento, empatía y acompañamiento a quienes sufren desigualdades (también de brecha tecnológica). Si bien la vida acaba siempre con la muerte, no es lo mismo morir dignamente que morir mal. La ética del cuidado deberá ser una de las políticas estrella del futuro. Y ello ineludiblemente exige contacto físico o presencia, no la fría o hierática “distancia digital” (hay situaciones y contextos personales muy duros detrás de la vulnerabilidad). Hay que compatibilizar y equilibrar razonablemente los enfoques epidemiológicos con la ética del cuidado. Para todo ello, los poderes públicos deberán priorizar en los próximos meses y años las políticas sociales, y ello requiere dedicar recursos de todo tipo en la mejora de la gestión. Hay que salvaguardar, como también se expone, ese imprescindible compromiso profesional: “Con reconocimiento social a quien más allá de sus obligaciones legales, presta una atención excelente corriendo riesgos, porque sabe que en la relación asistencial no solo se juega la dignidad de la persona atendida (cuidada, educada, protegida, lavada, alimentada o acariciada), sino el propio proyecto de autorrealización personal”. Esa es la auténtica idea de servicio público, y lo demás maquillaje. Por eso, y no por otras cosas, los servicios de atención a las personas (sanitarios y sociales, entre otros) saldrán revalorizados de esta pandemia y de la tremenda crisis ulterior, pero también  frente a la revolución tecnológica. Nunca podrán ser totalmente sustituidos por máquinas ni por artefactos digitales. Ese será su gran valor y su gran servicio público. Presente y futuro.

LA TRASTIENDA DEL TELETRABAJO

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La ley de hierro de la globalización y de la automatización es que el proceso significa cambio, y cambio significa dolor”

(Richard Baldwin, La convulsión globótica. Globalización robótica y el futuro del trabajo, 2020, p. 295)

Durante la crisis del COVID-19 se está repitiendo hasta la saciedad la manida expresión de que “el teletrabajo ha venido para quedarse”. Si esto fuera cierto, pasaremos de tener un porcentaje irrisorio de teletrabajo a una realidad que representará, al menos por ahora, la solución mágica a nuestros actuales problemas de reducir la movilidad y evitar posibles contagios. La evolución del pandemia, entre otros factores, marcará el ritmo del problema. Lo cierto es que, haciendo de la necesidad virtud, las organizaciones privadas y públicas se han enfrascado en soluciones de urgencia (como diría María Dapena, kits de supervivencia) para dar respuesta a unas circunstancias hasta entonces desconocidas. El retraso en la implantación del teletrabajo en España, así como sus debilidades en la aplicación al ámbito público, ya las pusimos de relieve en una entrada  conjunta con Mikel Gorriti publicada hace más de una semana. Allí cabe remitirse.

En cualquier caso, los medios de comunicación anuncian un día sí y otro también que empresas, tanto tecnológicas como de servicios, derivado del complejo contexto COVID-19, están haciendo una apuesta decidida por el trabajo a domicilio. Sin duda, ello ahorra costes, es medioambientalmente más sostenible, evita desplazamientos y contagios, puede servir (con sus limitaciones) para conciliar y, si está bien planificado, cabe incluso que mejore la productividad, dependiendo obviamente los empleos y tareas sobre las que se proyecte, así como siempre que se ejerzan correctamente las funciones de dirección, seguimiento y evaluación, así como el derecho a la desconexión digital. Lo que no siempre sucede.

En esta entrada pretendo plantear otra cara del problema que, salvo error u omisión por mi parte, no he visto reflejada con la intensidad debida últimamente. Me refiero a la hipótesis o mejor dicho intuición (voy a formularlo así) de que el teletrabajo, como consecuencia de su generalización y de la revolución tecnológica en marcha, puede llegar a ser la antesala de la externalización o, en su caso, de la mutación del trabajo por cuenta ajena en trabajo autónomo. Algo que ya se barruntaba, pero que se puede acelerar en los próximos meses y años, como consecuencia de este largo período de interrupción o atenuación de la actividad física presencial en el centro de trabajo. Y, por tanto, en este entusiasmo colectivo (no siempre compartido) por esta idea-fuerza (trabajar desde el domicilio), se puede estar incubando algo que, hasta ahora, no se visualiza: ¿Y si todo ello fuera el primer paso para que de forma lenta y silente el trabajo por cuenta ajena derivará en una eclosión o multiplicación del “trabajo por cuenta propia” o del trabajo autónomo (propio o «falso», según los casos)?

La cuestión no es nueva ni mucho menos.  Hace ya algunos años que la doctrina laboralista viene poniendo el foco en este importante tema. Entre otras muchas contribuciones traigo aquí dos a colación: la del profesor Jesús Mercader (El futuro del trabajo en la era de la digitalización y la robótica, 2017) o las reiteradas aportaciones de la profesora María Luz Rodríguez, que se cierran con el libro de recientísima publicación Humanos y robots. Empleo y condiciones de trabajo en la era tecnológica (que aún no he tenido la oportunidad de adquirir desde “la periferia donostiarra”), y que espero reseñar cuando tenga la oportunidad de leerlo. Hay, en todo casos, muchísimos e interesantes ensayos que, desde una óptica más general, abordan esta cuestión, algunos de ellos reseñados en este blog al tratar la revolución tecnológica y el empleo. Citarlos ahora sería excesivo. La transformación radical del trabajo como consecuencia de la revolución tecnológica está larvada hace tiempo, lo que cabe preguntarse es si se va a disparar a partir de ahora como consecuencia de esta decisión derivada de las circunstancias como ha sido la de teletrabajar de forma generalizada.

El trabajo a distancia es una modalidad contextual de la actividad profesional, pero en sí misma tiene importantes efectos, particularmente en la actividad burocrática, pues implica la relativización cuando no la desaparición o reformulación de la oficina como centro de trabajo al que hay que acudir y permanecer en él un horario determinado. Todavía hoy el reloj industrial (o la presencia, como bien me anotó Fernando Toña) sigue marcando la hora de las retribuciones, más en el sector público. Aunque en este panorama complejo el trabajo híbrido se impone, como ya expuse en su día.

Lo que sí parece evidente es que los costes empresariales del teletrabajo serán menores siempre que su diseño y ejecución sea eficiente, pero también lo es que una vez lejos físicamente del centro de trabajo y del entorno organizativo en el que las decisiones se cuecen y adoptan, sobre todo si esa ausencia es continua o constante (y no intermitente), puede resultar relativamente fácil que tales personas y las tareas que realizan, salvo que sean de elevada importancia, valor y calidad para la organización, pasen gradualmente al olvido o sencillamente a considerarse como prescindibles o fácilmente sustituibles. También puede darse el caso de que esa realidad fáctica continuada llegue a convencer a la propia organización de que una mera externalización de servicios cumple el mismo papel e incluso mejora los resultados de la gestión, cuando no implica ahorros importantes de gasto público si lo aplicamos a la Administración.

Así las cosas, ese entusiasmo colectivo por el teletrabajo en el sector público (también en el privado), con fuerte arraigo sindical por cierto, quizás convenga templarlo, puesto que en tal modalidad contextual de prestación de servicios están ocultos algunos posibles peajes. Me referiré a alguno de ellos. Tengo la sospecha de que un teletrabajo continuado en condiciones determinadas puede ser la antesala de dos decisiones organizativas importantes del sector público que, conforme la crisis económico-financiera avance, irán tomando cuerpo: 1) La amortización de determinados puestos de trabajo que desarrollan actividades profesionales permanentes en situación de teletrabajo, una vez que sus titulares se jubilen (especialmente, puestos de trabajo ocupados por personas que en estos momentos tienen más de sesenta años de edad y que están apartados del trabajo presencial por ser colectivos de riesgo); y 2) La externalización de algunos servicios prestados por teletrabajo y de aquellos otros que, dado el contexto de contingencia y el rígido marco normativo presupuestario, se necesitarán cubrir por el sector público (perfiles tecnológicos, analistas de datos, estadísticos, matemáticos y otros profesionales altamente cualificados, aunque no solo).  El contexto manda, cuando no obliga.

Ya nos hemos referido en otras entradas a la evidente anomia normativa que el teletrabajo presenta en la Administración Pública. Hasta ahora, en el marco de la crisis, solo se han adoptado medidas de fomento (Concepción Campos Acuña). Allí donde había regulaciones, estaban pensadas para atender una realidad anecdótica y en todo caso parcial. Algo que también ha sucedido en otros países de nuestro entorno, que se han visto obligados a modificar rápidamente la normativa que regulaba esta modalidad de prestación en la función pública (por ejemplo en Francia: Decreto 2020-524 de 5 de mayo). Entre nosotros las normativas generales de teletrabajo, donde las hay, están la mayor parte desfasadas ante la complejidad del momento actual, habiendo sido sustituidas por resoluciones o acuerdos. Aunque algo se ha pretendido regular concertadamente con prisas; y estas no son buenas consejeras. La anomia normativa tiene ventajas (por la flexibilidad que permite, aunque también provoca desorden), pero presenta asimismo muchos inconvenientes.

Tal como señalaba, la convergencia entre la necesidad de trabajar a distancia como consecuencia de la pandemia y la monumental crisis económico-financiera en la que ya estamos inmersos (que se agravará con una profundidad desconocida en los próximos meses y años), puede producir una enorme paradoja. La aplicación de las reglas de ortodoxia presupuestaria que más temprano o más tarde se impondrán a todas las administraciones públicas (sea con rescate duro o menos duro), tales como la congelación de las ofertas de empleo público y asimismo la necesidad de amortizar vacantes para liberar recursos públicos (que se concretarán en la imposibilidad de convocar procesos selectivos que atraigan talento nuevo), unido a las necesidades imperiosas de captar perfiles de servicios tecnológicos que necesitan imperiosamente las organizaciones públicas para no perder el tren (que ya están a punto de hacerlo) de los procesos de digitalización, automatización e inteligencia artificial, pueden generar una “nueva realidad envenenada” que ofrezca a los decisores públicos una sola salida (o, peor aún, una salida fácil): por un lado, ante el inmenso número de jubilaciones que se producirán en los próximos años, la tentación de la ortodoxia presupuestaria será muy obvia: la amortización de (buena parte de) las vacantes que en determinados ámbitos profesionales (burocráticos, principalmente) se vayan produciendo en el sector público, no reconvirtiéndolas en otras plazas necesarias, sino amortizando el gasto del capítulo I, y en paralelo utilizar esos recursos públicos para otras finalidades (arruinando así la correcta estrategia que Mikel Gorriti diseñó como planificación estratégica de vacantes); por otro, ante la imperiosa necesidad que tendrá la Administración de cubrir determinadas actividades profesionales, se tendrá la inevitable tentación de acudir (dado el carácter expeditivo y las constricciones existentes) al expediente de externalización o contratación de tales servicios con quienes, desde su propio domicilio o en microempresas (por ejemplo, startups u otras modalidades) puedan desarrollar esas u otras actividades profesionales también para el propio sector público. Tendencia que se impondrá, si nadie lo remedia. Es muy difícil poner puertas al mar, menos aún cuando este embravece.

En verdad son dos meras hipótesis. Y con ese carácter las formulo. Cuanto más tiempo esté esa figura del teletrabajo ausente de regulación en el sector público y menos orden impere en su aplicación efectiva (por mucho voluntarismo y autocomplacencia que se ponga en el empeño), más terreno abonado existirá para que emerja con fuerza, por necesidades obvias de la fortísima contención fiscal que vendrá en los próximos años, una amortización en masa de plazas vacantes por las innumerables jubilaciones que se producirán y una liberación, por consiguiente, de recursos presupuestarios para dedicarlos a otros requerimientos más urgentes. Que nadie se llame a engaño: las necesidades imperiosas de la Administración Pública como consecuencia de la imparable revolución tecnológica deberán ser atendidas. El sector público se juega en ese reto su ser o no ser. Y el riesgo de la externalización a través de fórmulas de teletrabajo autónomo, microempresas o cualquier otra modalidad de contratación pública (que también se abrirá a modificaciones puntuales para atender esa nueva realidad), será posiblemente imparable, como ya lo es y será más aún en el sector privado. La parálisis y anomia reguladora de los poderes públicos en materia de teletrabajo puede traer consigo esta curiosa y no querida paradoja. Iremos viendo cómo evoluciona este problema, que hoy por hoy está durmiendo pacientemente en la oculta trastienda del teletrabajo.

TELETRABAJO: ¿APORÍA O EJEMPLO?

Mikel Gorriti Bontigui/Rafael Jiménez Asensio

 

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Durante el confinamiento por la pandemia, se ha producido una auténtica resurrección del teletrabajo; o, mejor dicho, de aquella actividad profesional a distancia realizada de forma intensiva (al menos, eso nos han contado) en su vivienda habitual por parte de los empleados públicos. Las circunstancias obligaban. Realmente, lo que ha tenido lugar  ha sido la realización de determinadas tareas, básicamente de programación, concepción, trámite o gestión, dentro del marco funcional asignado a cada puesto de trabajo. La mayor parte de las tareas rutinarias han quedado en parte aparcadas para mejor momento. Ciertamente, trabajo se puede hacer y mucho, también cuando la máquina administrativa de los procedimientos convencionales está detenida. Tras el próximo retorno gradual a las “covachuelas(rectius, oficinas públicas), tal como vaticinan las personas entusiastas del cambio (los optimistas), veremos un sinfín de iniciativas innovadoras y creativas pergeñadas en la incubadora del confinamiento. Ni qué decir tiene que, según esta visión positiva, la Administración Pública saldrá muy fortalecida de este largo paréntesis. Para otros, más escépticos, la parálisis tendrá consecuencias graves y costará lo que no está escrito que las organizaciones públicas se despierten de ese largo letargo. No les resultará fácil abrir los ojos (no digamos nada “las ventanillas”) y coger velocidad de crucero. La visión pesimista fía el arranque para finales del verano o incluso más; puesto que al personal le quedan aún por disfrutar largos períodos de vacaciones, permisos (moscosos, canosos y otros varios), licencias y todo ello aderezado con la jornada (reducida) de verano. Organizar todo este batiburrillo burocrático y poner en marcha una actividad detenida bruscamente (aunque con teletrabajo) no resultará sencillo. La pandemia y el distanciamiento han venido para quedarse un tiempo; el teletrabajo, también. Ya están surgiendo por doquier planes administrativos de “desescalada” (mejor dicho de retorno a la “nueva normalidad”) en los que el trabajo a distancia o a domicilio se convierte en la nueva estrella del presente y del futuro. Y a ello queremos dedicar estas (algo extensas) reflexiones. Pues el tema se ha simplificado en exceso, y tiene bastante más enjundia del que a primera vista aparenta.

En general, el trabajo burocrático ha sido siempre presencial. El teletrabajo se previó como algo circunstancial y, por lo común, anecdótico. La oficina, con sus instalaciones y compañeros, forma parte de un microcosmos en el que el empleado público pasa largas jornadas e innumerables días, semanas y meses en su vida activa profesional. No sólo trabaja, también socializa. Se traban amistades y enemistades o desencuentros, que de todo hay. Se atiende a la ciudadanía o se da respuestas a problemas o expedientes. Se piensa y/o actúa. El contacto físico, la comunicación verbal y no verbal, la mera presencia, ha impuesto hasta ahora un estilo dominante. Como se ha dicho recientemente (García Maldonado: “Las plegarias atendidas del teletrabajo”), la oficina era vista como un engorro, pero también daba identidad y sentido a muchas existencias. Algo de todo eso se ha desvanecido, deshilachado o trastornado con esta pandemia, que ha venido para quedarse un largo tiempo. El teletrabajo, “rompe muchos relatos cotidianos”. Y, por tanto, habrá que plantearse no sólo la redefinición de espacios y tiempo de trabajo, como ya tratamos en su día en este Post, sino particularmente nos coloca al teletrabajo como pócima mágica que todo (al parecer) lo resuelve. O pretende hacerlo.

Vayamos por partes. Tal vez convenga romper algunos mitos que hemos entronizado en estas semanas de encierro. Lo que denominamos con poco rigor y menor acierto como “teletrabajo” no es ni siquiera un medio, sino más bien un contexto en el que se desarrolla una actividad profesional. Tampoco es, por mucho que algunos lo idealicen o entronicen, un objetivo, sino todo lo más una forma singular de trabajar alejada de los estándares tradicionales que representan las cuatro paredes de la oficina o del despacho en la Administración Pública y la propia inmediatez física (que también importa y aporta). En estos momentos, es una respuesta a una emergencia. Nada más. Y nada menos. En su condición de contexto nos ofrece posibilidades efectivas, pero asimismo limitaciones evidentes. Dentro de las primeras siempre se ha puesto en valor la conciliación del trabajo con la vida familiar, aunque pocas veces se apunta que trabajar con niños o adolescentes al lado o con personas dependientes tampoco es una tarea sencilla, como ni siquiera lo es trabajar conjuntamente una pareja o un matrimonio en un espacio doméstico reducido. También se anota la flexibilidad de horario como valor, pero siendo ello cierto también lo es que puede resultar un inconveniente, si no se acota razonablemente el tiempo de trabajo. Es cierto igualmente que el trabajo en el domicilio evita desplazamientos (con los costes y desgastes que ello implica) y puede mejorar la calidad de vida (inclusive palia la contaminación, más ahora que todo el mundo echará mano del vehículo privado), siempre y cuando se disponga de un buen espacio confortable para trabajar de forma adecuada. Y eso tiene mucho que ver con el lugar y los medios, por ejemplo la luz; pero también con la capacidad de aislamiento o tranquilidad y las posibilidades de concentración, que en muchas ocasiones no son precisamente fáciles en un entorno doméstico. El trabajo de concepción (esto es, el técnico especializado) requiere inexcusablemente atención, atención y atención, como decía Montaigne. Y, a veces, en ese hábitat domiciliario no es fácil, pues nuestras viviendas (salvo excepciones de aquellos que ya trabajaban en casa) no están adaptadas para tales menesteres. Se añade igualmente que el teletrabajo evita reuniones inútiles, al menos las presenciales, aunque la fiebre de las reuniones telemáticas hoy en día están mostrando fehacientemente que asimismo éstas pueden ser notablemente disfuncionales o a veces prescindibles.

En fin, con todos los matices expuestos, hay ventajas del trabajo a distancia; pero su buen resultado depende de otros muchos factores. El teletrabajo está estrechamente vinculado no sólo con ese hábitat mínimamente confortable que permita el trabajo concentrado y efectivo, sino también con los recursos tecnológicos que se posean. Acceder a la información de la oficina/despacho y a los expedientes allí recogidos es perfectamente factible por control remoto. Trabajar de ese modo también. No obstante, se requiere una buena Administración digital de la que aún no pocas organizaciones públicas carecen. Cuando los procedimientos administrativos revivan, trabajar desde casa debería suponer un acceso directo, seguro, de calidad y rápido a esa información, así como a todos los expedientes, salvaguardando la gestión o gobernanza de datos, algo que se ha descuidado como puso de relieve Ascen Moro. Y ello no está resultando fácil, ni siquiera para las organizaciones más avanzadas. Luego están los medios informáticos: ¿con qué recursos se trabaja?, ¿con qué ordenadores, programas e impresoras, propios o de la organización?, ¿con qué teléfonos y a cuenta de quién son las llamadas? Este es otro agujero negro, como lo es igualmente la conexión a Internet y la seguridad de ésta (como es obvio, los ciberataques pueden producirse con mucha mayor facilidad cuando se trabaja en el propio domicilio y con recursos personales; afectando a información pública y  a datos personales).

No insistiremos más en las cuestiones tecnológicas. Pretendemos incidir más en otros aspectos, tampoco menores. Que están en la esencia o ADN del teletrabajo. Principalmente, los organizativos o de gestión. Aunque en ellos no acaban los problemas. También habría que referirse, como nos apuntó Joan Mauri, al (descuidado) régimen jurídico del teletrabajo y al análisis específico de las condiciones laborales en las que esta actividad debe desplegarse. Como también dice nuestro común colega Jorge Fondevila, las resoluciones y protocolos que se están aprobando precipitadamente sobre este problema y aspectos afines por las Administraciones Públicas, se asemejan muchísimo a un queso gruyere por los enormes agujeros que muestran, que de algún modo habrán de taparse. Está todo por hacer. También en este punto.

Vayamos a la organización y gestión del teletrabajo. Aspecto central del problema. Debe quedar claro de inicio que es materialmente imposible trabajar a distancia con otros parámetros que no sean los propios del trabajo real. Por muchas vueltas que le demos al problema, si se trabaja de forma inadecuada o incorrecta presencialmente, tales vicios o déficits no se resolverán milagrosamente en el refugio del hogar o en la distancia, aunque sea telemática. No ver la cara físicamente de los “compañeros” o “jefes” no hace cambiar la naturaleza del trabajo ni sus resultados. Tal vez se eviten algunos males (ruido ambiental, interrupciones o distracciones, por ejemplo; aunque todo dependerá del entorno doméstico), pero para el desarrollo adecuado de las tareas de cualquier actividad profesional en una organización es presupuesto de partida un correcto diseño (análisis del puesto de trabajo). Las tareas (o el desempeño) no son otra cosa que la saturación de las responsabilidades o funciones previamente acotadas. Si estas se encuentran mal definidas, será muy difícil asignar correctamente las tareas  a cumplimentar. Y esas tareas, funciones o responsabilidades se deben enmarcar en un proyecto/plan/programa gubernamental, departamental o de una dirección o servicio, donde se definan objetivos, cronograma y resultados. Si nada de esto existe es como labrar en el aire. Absurdo. Sin una planificación de las tareas nunca podremos conocer cómo se deben hacer las cosas, en cuánto tiempo y por qué se deben hacer, imposibilitando cualquier mínimo seguimiento de la actividad profesional (si no está anudada a un objetivo) y menos aún evaluar el desempeño o rendimiento realizado en el ejercicio de tales actividades. El teletrabajo en cualquier organización sólo puede desarrollarse cabalmente en un entorno racionalizado del ejercicio profesional.

Se puede afirmar, por tanto, que el análisis del puesto y la evaluación del desempeño son el alfa y el omega de todo trabajo. Sin ambos presupuestos conceptuales, es imposible organizar una actividad profesional derivada del ejercicio de las funciones, responsabilidades y tareas de cada puesto de trabajo. Definir el trabajo (esto es, el desarrollo de la actividad profesional que debe realizarse en cada puesto de trabajo) es el presupuesto existencial para que  tal actividad se desarrolle adecuadamente, sea de forma presencial o lo sea telemáticamente. Lo contrario es poner velas al santo. Y esperar milagros.

Y para que esa racionalidad organizativa funcione mínimamente y el teletrabajo pueda desplegarse de forma razonable, se requiere el cumplimiento, al menos, de una serie de exigencias básicas. A saber: 

  • Sin estrategia organizativa, sin una definición de lo que son la misión, visión y valores de la organización, plasmada en un plan de gobierno y en planes operativos de las estructuras departamentales, direcciones o áreas de actuación, el teletrabajo no pasará de ser un pío deseo. No puede estar desligado o descabezado de ese alineamiento dirección/gestión.
  • Las funciones y responsabilidades de los puestos de trabajo marcan el campo de juego. Pero la clave está en cómo llevarlas a cabo. Se deben tener claros en todo momento los productos e indicadores que derivan de la ejecución del trabajo que se hará “a distancia”.
  • Asimismo, se debe concretar la ejecución de la tarea, teniendo en cuenta la carga de trabajo, la complejidad del producto y los objetivos que se pretenden alcanzar. Todo ello debe venir acompañado de los correspondientes umbrales de fechas y objetivos a alcanzar. Pieza capital para el seguimiento y evaluación del trabajo realizado.
  • Un problema esencial al que ya se ha hecho referencia es el de los recursos necesarios para desarrollar esa actividad a distancia (desde los recursos tecnológicos hasta aspectos más materiales). No cabe duda que los debería proveer la Administración Pública. Y la pregunta es obligada: ¿está en disposición el sector público de  proveer de recursos tecnológicos (duplicados) a todo el personal? El coste de tal operación es elevadísimo. Y el contexto de crisis fiscal aguda.
  • El teletrabajo requiere asimismo formación en ejecución y en seguridad laboral. Especialmente en todos los aspectos vinculados con la ciberseguridad.
  • El teletrabajo implica, además, unas elevadas cotas de autodisciplina. No es fácil, para quien nunca lo ha hecho, trabajar en casa. Las distracciones son múltiples, más aún con Internet y con la nevera cerca o el televisor (cuando no el teléfono) al costado. No digamos nada si se dispone de terraza o de jardín. La llegada del buen tiempo anima a salir. Nadie nos ve. Y el anonimato es el mejor paisaje para procrastinar. Hay muchas guías “de autoayuda” que intentan disciplinar a los empleados, también a los públicos. Pero sin una voluntad férrea, y un control exigente, no es fácil.
  • Y, finalmente, probablemente el aspecto nuclear, el teletrabajo requiere un especial esfuerzo contextual y de liderazgo transformador por parte del personal directivo y responsable (los mal llamados “jefes”), cuyo papel de acelerador o de freno se dispara. Una mala dirección presencial nunca producirá buenos réditos en su forma telemática. Es posible que empeore. Las habilidades directivas tradicionales se deben combinar con excelentes competencias digitales y con un denodado esfuerzo de seguimiento y evaluación. Sin ello nada funcionará realmente. El teletrabajo multiplica las exigencias de los directivos y responsables, y representa quebrar absolutamente el modelo de falso “igualitarismo formal” para gestionar razonablemente la diferencia. Si hemos sido incapaces hasta la fecha de implantar la evaluación el desempeño en el trabajo presencial, ¿seremos ahora capaces de desarrollarla en el trabajo a distancia? Un reto.
  • Una idea-fuerza como conclusión: el teletrabajo en las Administraciones Públicas, aparte de una cuestión tecnológica, de régimen jurídico y condiciones de trabajo, es sobre todo y ante todo un problema de dirección, organización  y gestión (diseño correcto de puestos de trabajo, asignación de tareas, seguimiento y evaluación del desempeño), que poco o nada tiene que ver (aunque haya quien lo confunda) con una actividad de freelancer o con  quienes son prestadores de servicios profesionales por cuenta propia.

En verdad, si se ha seguido lo hasta ahora expuesto, se podrá concluir fácilmente que, en lo que afecta al diseño y resultado del trabajo, la dicotomía en la oficina o en casa no es determinante. Todo lo más, el contexto del domicilio (a distancia) hace más complejo el desarrollo de la gestión del trabajo en sus elementos de diseño, seguimiento y evaluación, exigiendo un plus de dedicación y competencias al personal directivo y responsable de las respectivas unidades, así como una disciplina férrea a quien trabaja desde el domicilio. Siempre está en riesgo la productividad y la calidad del trabajo. Por ello es necesario evaluar el desempeño y contrastar datos de desempeño en el trabajo presencial y en el teletrabajo. Datos objetivos de indicadores no de opiniones y ver si las diferencias son significativas estadísticamente. Esto es esencial para evaluar el teletrabajo y tomar decisiones al respecto. Lo demás, no pasa de ser retórica vacua que adorna las exposiciones de motivos de los recientes acuerdos y resoluciones pactadas, y recogen sin rubor que todos los empleados públicos están teniendo una conducta ejemplar con el teletrabajo. Del dicho al hecho, va un trecho.

Es más, el teletrabajo no asegura que no haya también presentismo, aunque sea de otro modo. Lo puede haber en casa con el VPN activado y no haciendo nada. También lo contrario. Lo único que pasa es que no es comprobable o evidente. Lo que realmente es un cambio de modelo organizativo es diseñar el trabajo en sí, no el teletrabajo. Algo que no se ha hecho por las Administraciones en las últimas décadas. ¿Serán capaces de hacerlo a partir de ahora? Aquí queda la pregunta.

En una magnífica entrada editada en la página Web Nadaesgratis (Palomino, Rodríguez y Sebastián: Teletrabajo en España: ¿Estamos preparados para el distanciamiento?)»,  se identifican dos cuestiones que queremos resaltar en estos momentos. La primera es que España es, en el contexto europeo, el quinto país por la cola en cuanto a su preparación para el teletrabajo. La segunda consiste en que son los empleos de mayor nivel educativo los mejor preparados para el teletrabajo, pues tienen mayores competencias digitales (directivos, profesionales y técnicos, así como puestos administrativos). La primera reflexión quiebra esa visión tan optimista (o «happy») que se está trasladando desde las Administraciones Públicas, donde la digitalización aún va lenta. La segunda nos ofrece una ventana de oportunidad, pues en el sector público hay muchos puestos directivos y técnicos, también algunos de tramitación, que objetivamente serían los más idóneos para teletrabajar. Pero para hacerlo de verdad, sin trampas en el solitario ni autocomplacencia barata, hay que dar efectivamente los pasos expuestos en esta ya larga entrada. Lo demás es engañarse.  Manos a la obra, por tanto.