REVOLUCION TECNOLOGICA

FUNCIÓN PÚBLICA EN TIEMPOS DE PANDEMIA

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“Es importante tener claro que ni el mundo político ni el de la administración se reforman por sí mismos. Sólo una acción externa puede hacerles cambiar” (p. 32)

Thierry Pfister, La république des fonctionnaires, Albin Michel, París, 1988)

Salvo algunos oficios y actividades, el trabajo en la función pública se realiza, por lo común, en lugares cerrados. Y también en espacios donde la densidad de personas y la proximidad es la regla. Hay algunos casos en los que el contacto físico o, al menos, la cercanía (pensemos en servicios de atención o de prestación al público), es evidente. Ello sin contar con que esos empleados públicos realizan desplazamientos al lugar de trabajo en no pocas ocasiones en transporte público, por no mencionar que también toman el café de media mañana, cuando no (aunque ahora se limiten esas actividades) algún día almuerzan con sus colegas o amigos en restaurantes próximos. El final de las vacaciones incrementará ese tránsito y la consiguiente densidad de relaciones, por no hablar de la vuelta a las clases y sus efectos, que serán multiplicadores. Es así en infinidad de actividades profesionales, por lo que la actividad profesional pública no resulta ninguna excepción.

Así las cosas, en lo que ya es la segunda oleada de la etapa Covid19 (cuya magnitud y profundidad aún desconocemos), el regreso a la actividad profesional de centenares de miles de funcionarios (docentes, personal estatutario, policías, burócratas, directivos, operarios y prestadores de servicios públicos de lo más diverso) se antoja muy complicada, más aún en un país en el que el personal toma sus vacaciones casi de forma generalizada en agosto y la Administración se desperezará lentamente a lo largo de un particular septiembre, que no dará tregua. Así, se pasará de la playa o del monte al Dragon Khan. Sin solución de continuidad.

En efecto, en este desconcertante año el escenario ha cambiado radicalmente. Aunque, por lo visto, a veces no lo parezca. Otra cosa es que las mentalidades se adapten. Las pautas y los hábitos, con leves correcciones, siguen siendo los mismos. Los hombres no cambian, ni siquiera en epidemia, tal como reconociera Albert Camus. Tampoco los funcionarios, cuyas conductas están demasiado arraigadas a costumbres inveteradas. Sin embargo, algo deberá mudar. Y no poco. Pensemos en la gestión de las aulas, por ejemplo. O en la relativa (des)atención ciudadana que se ha producido en algunos servicios durante la pandemia. En la vuelta a la “nueva normalidad” tensada por una pandemia que no cesa, se impondrán la distancia de dos metros (¿?), las mascarillas y el lavado de manos (las tres “M”), marcando la existencia de quienes sobrevivan en las dependencias públicas, pues a una parte considerable del funcionariado que no desarrolla “servicios esenciales” (por ejemplo, si tiene menores o dependientes a su cargo o una “edad de riesgo”), se le permitirá aún continuar teletrabajando y quedarse refugiado en su hogar (donde en ciertos casos será simplemente olvidado, salvo cuando haya que girarle la nómina a fin de mes o cuando un alma caritativa de la oficina se acuerde de ellos al observar día sí y día también la silla vacía, el ordenador de mesa apagado y la ausencia de papeles).

A la espera de que el teletrabajo se regule realmente, mientras tanto se sigue improvisando (¡cómo nos gusta conjugar este verbo!), con la fe ciega por parte de algunos de que estar en el domicilio conectado ya implica desarrollar una actividad profesional, algo que, al menos en ciertos casos, es discutible; aunque en otros, en verdad, no lo sea. Tal como expusimos en su día, sin definir objetivos, concretar tareas, supervisar permanentemente el trabajo desarrollado y evaluarlo, el teletrabajo no es más que un pío deseo o una fórmula vacía. Y no digamos si hay personas menores o mayores dependientes a su cargo también en el mismo espacio y a las mismas horas: conciliar, así, no es realmente teletrabajar. Se trata de otra cosa. Una fórmula mixta. A veces necesaria, nadie lo discute. Pero distinta.

Lo cierto es que esta segunda oleada de la pandemia nos vuelve a poner en nuestro sitio: allí donde hay transmisión comunitaria (y comienza a haberla por doquier) los contagios se pueden multiplicar. Lo ha dicho, con su claridad habitual, la Consejera de Salud del Gobierno Vasco, Nekane Murga. Y, por tanto, los riesgos son numerosos e imprevisibles (una “lotería inversa”, como repito por doquier). Y, en ese caso, el contagio puede provenir de cualquier sitio. No solo por estar en el trabajo, que si se adoptan medidas preventivas suficientes no hay mayor problema que en otros lugares (bastante menor, por ejemplo, que acudir al interior de un bar o restaurante, al supermercado, a una reunión o cena de amigos o viajar en un autobús o tren). La trazabilidad de los contactos en el lugar de trabajo es muy precisa. Por tanto, no es oportuno ni procedente demonizar el lugar de trabajo como foco de contagio, pues en ese caso lo que deberíamos hacer es sencillamente no salir nunca de casa y permanecer confinados eternamente hasta que el cielo de la pandemia escampe. Probablemente, habrá que organizar o planificar de forma cabal la prestación de servicios públicos y un sistema adecuado de rotación, pero debe quedar muy claro que una Administración Pública que, por los motivos que fueren, no atiende las necesidades y demandas de la ciudadanía cuando peor lo está pasando, es sencillamente un trasto inservible, que se debería sustituir por otra cosa.

Pero, dicho lo anterior, la actual Administración Pública tiene, además, un problema añadido: la avanzada edad de sus empleados públicos. Y no es un tema menor. Hay administraciones públicas en las que la edad media de sus funcionarios es superior a 55 años. Ciertamente, no son las edades de mayor riesgo de la Covid19, pero se le aproximan. Hoy en día el porcentaje más elevado de ingresos hospitalarios por Covid19 se mueve en la franja de edad entre 40 y 60 años, que es en la que están la inmensa mayoría (entre un 80 y 90 por ciento) de los empleados públicos. La verdad es que mucho más riesgo ha tenido y tiene el personal sanitario y a nadie se le ha ocurrido vaciar las diezmadas y entregadas plantillas con mecanismos de protección de ese tipo, pues conducirían derechamente a la inviabilidad en la prestación del servicio público de salud a la ciudadanía. En ese caso, ¿por qué se adoptan esas medidas ultraprotectoras en algunos ámbitos del sector público, como es el caso de la administración general dónde, paradójicamente, menos riesgo existe (bastante menor, por ejemplo, que en la docencia)?  En cualquier caso, no es un tema sencillo. Nada en la pandemia lo es. Quien tenga certezas en este ámbito, raya en la estupidez.

Hace algún tiempo un profesor universitario de edad próxima a la jubilación reflexionaba certeramente sobre esta cuestión más o menos de la siguiente manera: “La actividad profesional que desarrollo es un servicio público y, por consiguiente, aun admitiendo los riesgos que ello conlleva por mi edad, debo seguir prestándola (esto es, impartiendo docencia presencial cuando se requiera), pues esa obligación va en mi condición de servidor público y también en mi nómina que abonan los ciudadanos con sus impuestos”. La ética de servicio público (algo que el personal sanitario y otros colectivos de la Administración Pública han acreditado sobradamente en la primera oleada de la pandemia) es la que nunca debe perder la institución de función pública salvo que quiera negar su propia existencia. Bien es cierto que siempre se ha de buscar un punto de equilibrio, más cuando están en juego aspectos existenciales de la Administración (servicio a la ciudadanía) con la salvaguarda de la salud de los funcionarios. Pero las circunstancias excepcionales, salvo agravamiento de la situación (que todo es posible), no deben normalizarse. Sería el suicidio de la Administración Pública. Insisto, la negación de su existencia.

El contexto descrito se agrava con la edad avanzada de los funcionarios, más de diez años superior a la edad media de la población española. Ya no son solo las acumulaciones de permisos de fidelización (“canosos”) y de otro carácter, sino en algunos casos el legítimo blindaje inicial frente al primer empuje de la pandemia, mediante la exención de tener que acudir al centro de trabajo. Al menos, con muchas excepciones, esto ha sido así hasta ahora, tendencia que debería corregirse o paliarse con mesura y equilibrio. En todo caso, más temprano que tarde, las Administraciones Públicas deberían tomarse en serio cómo van a sustituir a ese más de un millón de empleados públicos (docentes y sanitarios incluidos) que se jubilarán en los próximos diez años. Y ello solo puede hacerse de dos modos: ordenada o caóticamente. Por lo que vamos viendo en estos últimos tiempos de pandemia, parece imponerse la segunda solución. Es una situación excepcional, en efecto, pero si se consolida hipotecará el futuro. Y, como decía, no podemos vivir siempre refugiados en la excepción, mucho menos la Administración Pública.

Tampoco se ha enfatizado lo suficiente en que el secular retraso de la digitalización que ofrece el sector público también procede en parte de la falta de competencias digitales avanzadas de una buena parte de las plantillas de empleados públicos. Quienes superan determinados umbrales de edad son muy resistentes por naturaleza a la introducción de cambios tecnológicos disruptivos en sus lógicas de trabajo. El retraso de la Administración electrónica se padeció con fuerza en la primera etapa Covid19 (incluso lo reconoce el autocomplaciente Plan España Digital 2025). Y es algo que se debería corregir de inmediato, pues -aparte de retrasar sine die el pleno asentamiento de la digitalización en la Administracióntambién hipoteca fórmulas reales de teletrabajo. Aunque trabajar a domicilio no es sólo estar en el domicilio conectado a Internet o a un sistema remoto en horas de trabajo.

Hay, en efecto, en el teletrabajo una dimensión tecnológica, pero también otra importante organizativa y de gestión, así como una no menor de voluntad y compromiso, aparte de las condiciones de trabajo que son el punto que habitualmente preocupa a los agentes sociales. La entropía en algunas fórmulas mal llamadas de teletrabajo, motivadas por razones de excepcionalidad de un confinamiento severo, debe ser corregida de inmediato. Vendrán momentos duros, sin duda, pero no podemos enfrentarnos a ellos una vez más con la hoja en blanco, pues algo deberíamos haber aprendido (aunque a veces no lo parezca). En la gestión de los espacios de trabajo, ya se están adoptando medidas de distanciamiento físico generalizado, pero ello no debería suponer renunciar a una reordenación racional del trabajo híbrido (o mixto, de combinación inteligente entre trabajo presencial y a distancia).

Si se racionaliza y regula razonablemente, el teletrabajo  prolongará sin duda sus efectos más allá de ese período, y puede ser un modo cabal de organizar el espacio y el tiempo de trabajo (con consecuencias aún por determinar) en el sector público durante este nuevo contexto (que nadie sabe lo que durará ni cómo evolucionará), al menos en aquellas actividades profesionales que lo admitan; pues todo apunta, en efecto, a que las incertidumbres (con vacuna o sin ella) seguirán subsistiendo y esa modalidad real o efectiva (no la simulada) de trabajo no presencial tiene largo recorrido, pero siempre combinado con una presencialidad ordenada. Más aún en el servicio público, donde no pocos ciudadanos (que no son nativos digitales ni tienen en estos momentos recursos ni competencias para ello), todavía hoy, también quieren ver y ser escuchados por una Administración Pública que tenga rostro humano, nombre y apellidos, cara y ojos, así como, en su caso, empatizar con los problemas de una cada vez más sufrida ciudadanía, lejos de la presencia hierática y fría de una pantalla y unos oscuros y alambicados formularios electrónicos que se deben rellenar para entrar en contacto virtual con una Administración Pública (siempre que, como suele ser frecuente, no se bloquee el sistema) que, si no se «humaniza» algo más en esta etapa tan dura, ya nadie sabrá a ciencia cierta dónde está ni (en ciertos casos) para qué sirve.

ELOGIO DE LA PALABRA (EN LA ERA DIGITAL)

 

ELOGIO DELLA PAROLA-2

 

“Il vedere sta cedendo il passo al guardare, il pensare al credere, il conoscere alla sensazione, il cervello ‘della conoscenza’ a quello ‘moritorio’. Il fare ‘non importa cosa’ e il muoversi ‘non importa in che direzione’ sono già di per sé desiderabili”

(Lamberto Maffei, Elogio della parola, Il Mulino, 2018)

 

Desde que lo descubrí, siento admiración por Lamberto Maffei y por su obra. Sus cualidades científicas, intelectuales y de compromiso social son evidentes (como puede comprobarse en esta excelente entrevista). Las reflexiones que plasma en esta obra son muy anteriores a la crisis Covid19. Pero son imprescindibles en un mundo que se digitaliza aceleradamente, más a partir de la pandemia. Y ello tendrá indudables aspectos positivos, pero otros que no lo son tanto. Y de estos últimos trata la obra que se reseña.

Aunque la versión en castellano, tras algunos aplazamientos, se espera para el próximo mes de septiembre (editada por Alianza Editorial), no pude resistir más el tiempo de espera y encargué a uno de mis libreros de confianza (nunca a Amazon) el libro en italiano. La espera mereció la pena. Se trata de una obra breve, como son también algunas de las editadas asimismo por Alianza (Alabanza de la lentitud en 2016; y Elogio de la rebeldía en 2018). Esta última reseñada asimismo en este Blog./. La primera me impactó y la segunda me gustó. Y esta tercera, que profundiza algunas de las ideas recogidas en Alabanza de la lentitud, redondea las anteriores, pues entre todas ellas hay un innegable hilo conductor.

En poco más de 150 páginas el autor construye un ensayo fascinante. Un neurobiólogo que se adentra en múltiples esferas del conocimiento como son el ensayo filosófico o sociológico, junto con una visión cultural extraordinariamente rica en matices pictóricos, literarios o incluso lingüísticos. La madurez intelectual es lo que tiene.

La idea-fuerza de la obra es la reivindicación de la palabra y del pensamiento, como actividades propias del hemisferio izquierdo del cerebro, donde anida la reflexión y el conocimiento, frente a la motorización que la tecnología está produciendo en las personas que la consumen frenéticamente, y que viven condicionadas por la rapidez e inmediatez, así como por la imagen visual no procesada, que encuentra su existencia natural en el hemisferio derecho del cerebro humano. Este hemisferio es mudo. Recibe la información.

El libro arranca con la virtud de la palabra que utilizó magistralmente Sherezade para salvar su vida y la de todas aquellas vírgenes condenas a morir tras ella, pues representa el triunfo de la astucia de una mujer que, con las únicas armas de la inteligencia y de la fascinación de la palabra, consigue ejercitar su dominio sobre el sultán. De ahí deriva que la lectura de un libro es conversación: “cuando estás con un buen libro no te sientes nunca sólo”.

Los humanos aman tener las manos ocupadas. Antaño ese papel lo cumplía el cigarro. Hoy, a juicio de Maffei, ese vacío lo cubre el smartphone que “además de las manos, ocupa también el cerebro abarcando lectura, escritura y envió de mensajes, tweets, vídeos, etc.”. Porque “leer y escribir en el teléfono móvil es un ejercicio prevalentemente motriz, y es una experiencia común que cuando los músculos están en tensión resulta muy difícil pensar”. Pero no parece importar mucho, pues hoy en día “pensar y razonar no es un entretenimiento que al parecer produzca placer: el poder de las neuronas del pensamiento están a la baja, sustituido por el poder de las neuronas en movimiento”. La tribu de los infatigables usuarios del teléfono inteligente,  principalmente (aunque no sólo) jóvenes, “huye de la conversación y de la lectura de libros y tiende a apartarse para comunicar sólo a través del instrumento digital”. Además, la tribu utiliza muy poco el instrumento (móvil) para hablar, pues prefieren comunicarse por medio de mensajes breves y a menudo con iconos. La conclusión es clara: predomina el minimalismo comunicativo; esto es, “la digitalización del lenguaje de los sentimientos reducido a pocas señales esenciales”.

Partiendo de esas premisas, Maffei expone claramente el objeto de su obra: analizar la era digital, para advertir sus grandes ventajas, pero también no ignorar los efectos colaterales que genera sobre el comportamiento de los jóvenes (y también sobre los ancianos; a quienes frecuentemente aísla) con la pretensión de identificar la posibles patologías que resultan de todo ello. En particular, hay una huida de la palabra y de la conversación dialogante. La pregunta es pertinente: ¿En qué medida estas tendencias ya arraigadas pueden afectar al centro del lenguaje hablado del hemisferio izquierdo del cerebro?, ¿se producirán, así, cambios estructurales o funcionales en el cerebro?, ¿con qué rapidez o en qué plazos? A todo ello da respuesta en el capítulo final del libro, pero el trazado argumental es imprescindible seguirlo, aunque sea esquemáticamente.

Arranca con la evolución humana del habla, y llega a descubrimientos más recientes. En 1861 Pierre Broca, cirujano y antropólogo francés, lo describió con claridad: “Hablamos con el hemisferio izquierdo”. El lenguaje implica un uso del tiempo más extenso que el empleado en los mensajes visuales, “nace así un mecanismo cerebral para pensar, reflexionar, razonar, antes de pasar a la acción”. Las tesis del libro Alabanza de la lentitud emergen de nuevo: “la lentitud es el privilegio y la condena de la condición humana”. Y ello por una razón muy obvia: “Sin la comunicación verbal la especie humana habría continuado sobreviviendo como el resto de las especies”, alimentándose y reproduciéndose. El cerebro es una máquina lenta. El reloj cerebral es impreciso y complejo, amén de variable.

Siguiendo la tesis de un autor ruso, Lev S. Vigotskij (cuyo libro, Pensiero i linguaggio, ocupa un lugar de privilegio en su biblioteca propio de las obras “VIB”: Very important books), concluye que “la palabra, a través de su significado, es un mediador, un traductor del pensamiento”, y tanto pensamiento racional como palabra se ubican en ese hemisferio “lento”.

Muy sugerente, especialmente para quienes se dediquen a la docencia, es el capítulo titulado “Educar con la palabra”. En esa educación el alumno debe ser el protagonista, pues el conocimiento se conquista y no se absorbe pasivamente. Y la escuela de la palabra, que está ubicada en el hemisferio cerebral del lenguaje, propio de la racionalidad, es la escuela de la reflexión, del pensamiento lento: “es decir, aquella que enseña que es preciso reflexionar antes de decidir, y pensar antes de creer”. Unas tesis que, entre nosotros, comparten también Gregorio Luri y José Antonio Marina.

La comunicación digital tiene ventajas enormes, sin embargo –como dice Maffei- puede acarrear también efectos colaterales no siempre positivos, pues conduce en determinadas circunstancia y contextos a un “empobrecimiento de la comunicación verbal y de la conversación como espacio de discusión y de relaciones sociales”.   La pregunta es procedente: ¿En un marco de comunicación tan intenso y extenso, con tal volumen de información, un cerebro sometido a tales presiones puede generar pensamiento creativo? La capacidad de las grandes mentes para saber seleccionar es aquí clave.

En todo caso, el cerebro necesita para funcionar adecuadamente estímulos. Sucede como con los músculos: “La palabra y la comunicación son estímulos principales para la salud del cerebro”. Cuando no circulan, se atrofia. Los problemas, por tanto, pueden surgir cuando tratemos de intuir cuáles son las consecuencias sobre el cerebro del drástico cambio del lenguaje inducido por la revolución tecnológica.  Los más jóvenes, con excepciones obvias, usan cada vez más un lenguaje empobrecido, con frases rutinarias, que no estimulan el cerebro. Padecen soledad de contactos (físicos) y de palabras. Y aquí Maffei introduce una hipótesis: la soledad puede (como sucede con los ancianos) favorecer o acelerar su declive cognitivo. La receta parece clara: “La palabra dicha o escuchada puede ser terapia eficaz”. Hay que mimarla. Lo contrario, puede provocar deterioro cerebral. El peligro asoma.

Muy sugerente es también el capítulo del buen gobierno, donde ya la pintura hace acto de presencia central en el discurso de la obra y se prolongará hasta el final de la misma. Pero antes pone el foco en su punto: “La posibilidad de comunicar con todos a través de medios digitales ha penalizado la palabra, la conversación y paradójicamente también el diálogo con uno mismo, la reflexión y déjenme decirlo, la elegancia del pensamiento y la dialéctica constructiva con el interlocutor”. Hay una marcada tendencia a la homologación que el autor traslada incluso a la política, atrapada por una comunicación epidérmica.

Una magnífica cita de Tito Livio (las instituciones y el pueblo, como un cuerpo único, peligran con la discordia, pero con la concordia gozan de buena salud), da pie a la idea de que un buen sistema de gobierno da como resultado una sociedad ordenada, mientras que en el extremo contrario triunfa la entropía. Y así entra en escena el pintor Ambrogio Lorenzetti y su célebre obra Il buon governo, en la que la organización y la cooperación son los ejes para una buena ciudad.  Frente a ese cuadro está en la misma sala del Palacio de Siena su antagónico: Il cattivo governo. En este lienzo reina el desorden y emerge, por tanto, la entropía; pues se trata de un sistema incontrolado “carente de frenos”, que así pierde la capacidad de funcionar. En el sistema de la globalización, el mercado y el consumismo son la puerta a la entropía. De aquí surge fácilmente el malestar social, el aumento de la desigualdad y del desempleo, la disminución de los servicios esenciales, como la sanidad y la educación. En un contexto como ese (antes del Covid19), la sociedad debe tener capacidades de respuesta y, por tanto, potencialidad de pensar, reflexionar y actuar (protestar). La pregunta también es obligada: ¿Dónde están los intelectuales en el tiempo de la globalización y del consumismo? Predican y se indignan, pero sobre todo ocupan la escena. Las redes, en algunos casos, amplifican su narcisismo.

Partiendo de la concepción surrealista (en concreto del cuadro de R. Magritte Ceci n’est pas une pipe) el autor juega a si la imagen del cuadro que reproduce el cerebro permite la misma afirmación. Interesantes son, asimismo, sus reflexiones sobre la búsqueda del aura y la apariencia de la discusión. Según el autor, estamos ya en un momento en que el coeficiente intelectual (aunque esté cuestionada la noción) se mide hoy por la presencia en la televisión o por la circulación en las redes. Tanto en el mundo profesional o intelectual como en la política. Todos los aspirantes al aura (entendida como búsqueda permanente del aplauso colectivo), especialmente los políticos narcisistas (especie que abunda) cuidan especialmente su aspecto, a menudo asistidos por especialistas de la comunicación, buscando unir la imagen a la palabra: “En los debates hablan pero no escuchan. Escuchar, en efecto, es peligroso: podría causar la desaparición del aura; el debate podría incluso terminar siendo racional y enviarles al mundo real, donde las áureas no existen”.

 Los dos últimos capítulos de la obra son magistrales. En el primero de ellos diferencia mirar (guardare) de ver (vedere). Aquí no hay “falsos amigos”, sino matices. Sus significados son muy distintos; pues, frente al acto instintivo de mirar (aunque la RAE introduce también el significado de “observar” como mirar; pero de la mirada puede surgir la percepción o no necesariamente, depende si el lado izquierdo del cerebro trabaja), “ver significa tomar conciencia de la imagen”. O, como también dice la RAE, ver es “percibir algo con la inteligencia”. Desde un punto de vista neurofisiológico, y tal vez aproximativo, mirar nos sitúa en la imagen de la retina, mientras que ver sería la imagen cortical.  Lo trascendente es que la acción de ver resulta un pariente estrecho de la de hablar y, por tanto, de pensar. Y aquí recoge una extraordinaria cita de Plinio el Viejo: se ve con la mente y no con los ojos. Ver, en efecto, es reconocer a través de las informaciones iniciales, a partir de las cuales el hemisferio izquierdo del cerebro “construye los palacios de conocimiento y la ciudad del pensamiento”. Al final, todo acaba en la palabra. Y también las imágenes están para ser contadas. O, si no, se quedan en relato vacío.

Partiendo del cuadro de Manet, La déjeneur sur l’herbe, Maffei construye una tesis sugerente: “En el siglo XX, con el cubismo y el arte abstracto, es la palabra la que domina sobre la imagen con la cual se quieren expresar conceptos o sentimientos, casi palabras”. Y, partiendo de una comparación entre la pintura medieval y del renacimiento con la comunicación de nuestros días, concluye, que ambas tienen cosas en común: “transmiten sustancialmente un mensaje visual-verbal dirigido a convencer con su arte al observador-espectador de una verdad, de una ley, de un producto”.

En la era de la digitalización, comunicar y comunicar rápidamente representa un sello de identidad del hombre moderno y ha de estar siempre limitado a pocos símbolos que sean, a ser posible, más visuales que verbales: “La comunicación verbal está considerada como un medio de comunicación lento, no completamente adecuado al mercado y a las necesidades de la vida moderna”. Mirar (guardare) representa una valoración rápida de la realidad, en cuanto produce imágenes no oportunamente cribadas por el cerebro racional, parientes estrechos del tweet, WhatsApps, SMS, Instagram, etc. Por el contrario, ver provee de un cuadro más profundo de la realidad  y está vinculados a lo que se podría transmitir comunicando con el lenguaje. Así, la acción de ver está estrechamente ligada al lenguaje, comprendiendo todos los mecanismos cerebrales que se encuentran en la base.

La duda final es hasta qué punto estos cambios profundos de hábitos no terminarán por afectar a la anatomía del cerebro. La tesis del autor es que la estructura del cerebro y sus propias funciones cambia durante el transcurso de los siglos, “pero también en las diversas generaciones y tal vez en el curso de la vida de un individuo”. Y, aquí, el autor es muy contundente: “La cultura, nos guste o no, no se manifiesta en el aire, es simplemente cerebro”. En efecto, “los hombres de siglos diversos, pero tal vez de generaciones distintas, ven de manera diferente porque tienen un cerebro diferente, en cuanto han tenido experiencias de vida diferentes”. No cabe duda que el desarrollo acelerado de la tecnología ha creado una brecha cultural y de comportamiento profunda entre generaciones próximas. Consumo y tecnología se dan la mano: adquirir “el nuevo producto es indispensable para no quedar tecnológicamente atrás”.  ¿Progreso o regresión?

En fin, el cerebro necesita tiempo para reestructurarse, mientras en paralelo las transformaciones tecnológicas van a velocidad de vértigo. Así, en esta aceleración que nadie realmente sabe a dónde nos lleva, hay puntos de mejora indudable, pero también alertas, que muy precisamente Maffei explica de forma convincente en lo que algunos han conceptualizado como la lucha entre el humanismo y las máquinas, y el autor sitúa en un campo fascinante como es la posible afectación del mal uso de la tecnología en la estructura y funcionamiento del cerebro humano, puesto que lo que resulta obvio es que “el pensamiento lento ha cedido el paso al pensamiento rápido y parece que los individuos no tengan tiempo para escuchar o reflexionar, y prefieran  decidir, como si la rapidez o la velocidad fuera en sí misma un valor económico, político o de comportamiento”.

Ni qué decir tiene que todas aquellas personas que se aproximen a la lectura de este libro, disfrutarán mucho. Lo expuesto es una mera e incompleta síntesis de un libro escrito en un italiano de léxico rico, algunas de cuyas ideas principales (tal vez de forma muy incompleta) se han expuesto en esta reseña. A quienes interesen estos temas, no duden en leerlo. No se arrepentirán. Combina inteligentemente rigor científico con divulgación. Que nunca es fácil.

REFORMAR EL SECTOR PÚBLICO PARA SALIR (MEJOR) DE LA CRISIS 

(Este texto es reproducción del artículo publicado en Vozpópuli el 3 de junio de 2020) 

Quince académicos y profesionales, especialistas en diferentes ámbitos del sector público, hemos suscrito una Declaración que lleva por título Por un sector público capaz de liderar la recuperación . Lo que aquí sigue es una escueta reflexión sobre alguna de las ideas-fuerza allí recogidas, pero siempre desde las propias inquietudes de quien esto escribe.

La Administración Pública se ha puesto frente al espejo del escrutinio público en este duro contexto de la crisis Covid19. No cabe duda que ha sido sometida a un fuerte estrés, al menos por lo que afecta a los denominados “servicios esenciales”. La población ha podido, así, percibir la importancia de lo público; pero también ha sido testigo privilegiado de sus insuficiencias. No han fallado tanto las personas como el sistema, que ha mostrado enormes debilidades. Hemos elevado a determinados profesionales a la categoría de héroes, pero las respuestas político-institucionales y administrativas han sido desiguales y, en algunos casos, marcadamente deficientes. Quizás, casi sin percibirlo, ha quedado una imagen colectiva de que lo público es enormemente importante. Y de que, tal vez, no lo hemos cuidado suficientemente en los últimos años y décadas. También hay una clara percepción de que, a la crisis sanitaria, vendrá anudada una monumental crisis económica y social. De una profundidad desconocida y con una longitud temporal aún por determinar. Esta crisis triangular, si no se gestiona adecuadamente, puede derivar en una crisis político-institucional, cuyas consecuencias podrían ser más devastadoras aún para la convivencia en este país. Hay, por consiguiente, que invertir en lo público y reformar el sistema institucional, del que la Administración Pública es una pieza determinante para que la política funcione de forma cabal y obtenga resultados mínimamente eficiente. Los desafíos a los que se enfrentará el sector público en los próximos años serán mayúsculos. Y de su tino o desatino en la resolución de estos nudos dependerá el futuro de España. Lo afirmó hace más de doscientos años Hamilton: no puede haber buen gobierno donde no hay buena Administración. Algo tan básico, y siempre tan olvidado.

Sin embargo, las reformas de la Administración Pública han estado completamente ausentes de la agenda política española. Son complejas y sus réditos se transfieren tarde. La política dominante, cortoplacista o inmediata, prefiere otros golpes de efecto. Y la niebla o la ceguera estratégica no hace más que acumular los problemas, sin resolverlos realmente. De hecho, se puede afirmar que desde 1978 sólo hubo un intento mínimamente serio de reformar la Administración, emprendido por el entonces Ministro Jordi Sevilla, cesado fulminantemente a mediados de 2007 sin explicación cabal alguna. Antes y después, sobre todo a partir de la crisis de 2008, hubo ajustes fiscales más que reformas. Y desde 2015, la parálisis más absoluta. Nada se ha hecho. Y el tiempo corre. El mundo se acelera. Las transformaciones del entorno son enormes. El desfase entre lo exterior y los muros envejecidos del interior del sector público es cada vez mayor. A todo ello se añaden, nuestro particular contexto como país, particularmente dañado por la gestión de la crisis y por sus futuras secuelas. Sin instituciones fuertes y eficientes afrontar ese complejo escenario se convertirá en un calvario. Por ello se necesita un sistema público que se sitúe en condiciones de liderar la recuperación y ofrezca a este país un futuro esperanzador. Se trata de reforzar, al máximo, las capacidades estatales (de todos y cada uno de los poderes públicos: estatal, autonómicos y locales). Debemos mirar inteligentemente lo que están haciendo las democracias avanzadas que han sabido superar con éxito contextos tan duros como el que nos tocará vivir. Habrá que hacer ajustes, que nadie lo dude. Y serán duros, muy duros. Pero, si no vienen acompañados de reformas profundas y valientes repetiremos los errores del pasado y caeremos en un pozo del que nos costará mucho tiempo salir, con daños colaterales incalculables. Nos jugamos mucho en el empeño.

Tenemos una Administración obsoleta, envejecida, inadaptada, necesitada de una transformación urgente para afrontar los retos inmediatos (particularmente, a la revolución tecnológica). Carecemos de niveles directivos profesionales a diferencia de lo que ocurre en las democracias avanzadas y en nuestro entorno inmediato (por ejemplo, Portugal). Hay que despolitizar urgentemente la alta Administración y proveerla con personas que acrediten previamente competencias profesionales directivas ante órganos independientes de evaluación.  Disponemos de un empleo público sobrecargado de tejido adiposo, con poco músculo y escaso talento. Con perfiles profesionales inadecuados a las exigencias del momento y menos aún del futuro. Necesitamos reforzar la integridad, creer de verdad en la  transparencia y en la rendición de cuentas, así como desarrollar de modo efectivo la digitalización. En fin, nuestras organizaciones públicas necesitan ser repensadas en su conjunto. Y para ello debemos poner el foco en la innovación y en la evaluación. Dos ámbitos también muy olvidados en el quehacer público. Requeriremos captar talento y retenerlo: internalizar la inteligencia y externalizar el trámite (aunque la automatización creciente deje tales tareas reducidas a su mínima expresión). Y para ello se tendrán que cambiar gradual e intensamente los procedimientos de acceso al empleo público, marcados aún por una fuerte impronta decimonónica con escaso o nulo valor predictivo. El empleo público se juega su futuro en cuatro retos y otros tantos frentes. Los retos son las jubilaciones masivas, la renovación generacional, la revolución tecnológica y el contexto de crisis fiscal de los próximos años. Los frentes no son otros que reivindicar los valores públicos, la planificación estratégica, el fortalecimiento del sistema de mérito y la gestión de la diferencia. Quien aborde estos frentes y retos deberá luchar con coraje, y no vale llamarse a engaño, contras cuatro tenazas que dificultan cualquier proceso de cambio: la intensa politización de la alta Administración, el corporativismo endogámico, un sindicalismo del sector público reactivo y defensor a ultranza del statu quo, y un poder judicial (necesitado también de profundas reformas) que no acompaña habitualmente en tales procesos de transformación. Tenemos un empleo público, por si no lo saben, anoréxico en valores y bulímico en derechos. Muy diferente al sector privado, también en sus aspectos retributivos, por no hablar de la estabilidad. Convendría comenzar a equiparar ambos planos. O aproximarlos.

No le den más vueltas. Esa transformación inaplazable requiere como premisa hacer cocina política de tres estrellas. Se requieren maestros del arte político. De los que no abundan. Pero previamente se debe hacer un pacto político transversal que integre la transformación de la Administración Pública dentro de las reformas institucionales que debe promover inexcusablemente este país si quiere tener credibilidad europea e internacional. Hay que dar urgentemente señales a Europa y “a los mercados” de que vamos en serio, y no de farol. El país se juega su futuro. Pero también la política y las instituciones. Si la política sigue sin comprender que su esencia es la buena gestión (o “la acción”, como diría Hanna Arendt), y no tanto el mensaje o la comunicación, nada avanzaremos. España ha de gestionar temas cruciales próximamente y, asimismo, recibirá innumerables cantidades de ayudas o préstamos (que engordarán más aún nuestra abultada deuda pública). Tales retos de gestión y transferencias financieras corren el riesgo de fugarse por las deficientes cañerías de un sector público que está pidiendo a gritos su transformación.  Pongamos urgente remedio.

PANDEMIA, VULNERABILIDAD SOCIAL Y ADMINISTRACIÓN PÚBLICA

 

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“Algo se ha quebrado en la gestión de esta pandemia. La solidaridad de las personas jóvenes con las mayores, a las que tanto se ha aludido, ha quedado empañada por la interpretación de que su mayor bien es la mera supervivencia. Y pensamos que no, que nadie quiere la supervivencia a cualquier precio, al precio de la soledad, del miedo, de la falta de cariño de tus seres queridos, del abandono”.

(Grupo de Trabajo de Ética y Covid.: «¿La salud de quien estamos defendiendo? Desigualdades sociales y sanitarias en tiempo de pandemia”)

“La ética del cuidado defiende un mundo donde el cuidado a la gente es lo más importante”

(Helen Kholen, Entrevista al diario El Periódico, 7-X-2019) .

 

NOTA PRELIMINAR: Esta entrada reproduce, con algún cambio puntual, el texto publicado por el Blog «Hay Derecho» el 25 de mayo de 2020. Enlace Blog HD. 

 

La Agenda 2030 tiene, entre sus múltiples objetivos, erradicar la pobreza, también acabar con la desigualdad y la defensa de un trabajo decente. Dentro de las secuelas humanitarias, económicas y sociales de la pandemia está, sin duda, la más que previsible ampliación de la brecha de desigualdad y la multiplicación de la pobreza. Por no hablar del desempleo monumental que la recesión económica producirá.

En esta entrada sólo pretendo poner el foco en algunos déficits que en el ámbito público se han observado de forma clamorosa en estos últimos meses y, asimismo, en cuáles son algunos de los retos o desafíos que los poderes públicos deberán afrontar en los próximos meses y años para atenuar y, en su caso, mejorar, los devastadores efectos que la crisis ha producido y provocará sobe aquellas personas que ofrecen fuerte vulnerabilidad social; cuyo círculo, conforme pasen las semanas y meses, se irá ampliando dramáticamente.

La presente entrada surge tanto por la observación y reflexión personal como sobre todo por la lectura del documento al que se hace referencia en la cita inicial (consultar aquí), suscrito por diferentes profesionales de los ámbitos sanitario y de servicios sociales de distintas instituciones y entidades de Euskadi, y del que tuve conocimiento por medio de una de las personas que lo suscribió (Boni Cantero). Este trabajo se divulgó también en un articulo de opinión editado en los diarios El Correo y El Diario Vasco, que llevaba por título  “Responsabilizarnos del otro”.

No cabe duda que, en lo que afecta a colectivos vulnerables (un concepto que la crisis derivada de la pandemia está ampliando constantemente), el largo período de duro confinamiento (más allá de la clásica “cuarentena”) ha mostrado algunas luces, pero sobre todo enormes sombras. Como bien se expuso por Rafael Bengoa, las medidas adoptadas han evitado el colapso hospitalario, pero dejaron desatendidos otros frentes: por ejemplo, las residencias de tercera edad, en las que los efectos letales de la pandemia han sido devastadores. El descuido público en este punto ha sido evidente. Y no basta, como dice el documento antes citado, enviar al ejército, a voluntarios o la dedicación abnegada de la mayor parte del personadle tales centros, pues las responsabilidades de esta pandemia no son solo individuales, sino también políticas y de gestión. Se requerían adoptar medidas que evitaran contagios masivos. Y, en algunos casos, no se adoptaron. Los análisis de riesgo, la propia gestión y por lo común la escasa atención sanitaria hacia ese problema, han sido muestras muy deficientes de unas políticas que son manifiestamente mejorables. La visión socio-sanitaria se impone, aunque tarde. La atención no preferencial por parte de los poderes públicos hacia esos colectivos de personas vulnerables ha sido la norma. Sabemos que han muerto muchos miles de personas en circunstancias muy poco precisas, la mayor parte de las veces en la soledad más absoluta. Tanto abogar por la muerte digna y las hemos condenado a un mal morir: nadie les ha acompañado en ese duro momento. El duelo oficial llega muy tarde y algo impostado.

Pero, durante el punto álgido del confinamiento, la vulnerabilidad  no se ha quedado ahí. Ha afectado sobre todo a colectivos muy concretos, por lo común olvidados e ignorados socialmente: personas sin techo, mujeres sin recursos y cargas familiares, mujeres maltratadas, menores, estudiantes sin acceso a Internet ni medios tecnológicos, parados, inmigrantes, discapacitados, personas con adicciones crónicas, y un largo etcétera. La crisis Covid-19 es y será una máquina de producir desigualdad. Sus daños colaterales serán terribles.

Ciertamente, como estudió Adela Cortina, la aporofobia ha echado fuertes raíces en nuestras sociedades. Y, probablemente, esa enfermedad social se multiplique (con un  populismo en auge o con la proliferación del egoísmo más vil) si no somos capaces de reforzar los valores de solidaridad, empatía y la propia ética del cuidado hacia esas personas que están padeciendo los efectos más duros de la crisis y todavía los padecerán más en un futuro inmediato.

Pero, desde un punto de vista ético y de arquitectura de valores en la sociedad contemporánea, otra preocupante tendencia viene a añadirse a la anterior: la gerontofobia que ha emergido con fuerza en estos últimos tiempos. El documento citado otorga un particular relieve a esta tendencia y pone de relieve manifestaciones múltiples de discriminación por edad que se están viviendo en esta crisis. Desde un punto de vista retórico, nadie se suma a esa idea, sin embargo los hechos avalan que tal tendencia se ha instalado de forma silente con fuerza en nuestra sociedad y también (más preocupante aún) en la actuación (o inactividad) de los poderes públicos. Directa o indirectamente, algunas medidas públicas han partido de la idea (nunca expresada) de que tales personas son “menos valiosas”. Y ello abre un debate ético que no se ha sabido encauzar en la tormenta de la crisis. En buena medida, las personas mayores (especialmente, aquellas que superan determinadas franjas de edad y ya no están en activo) han comenzado a ser invisibles y en cierta medida molestas: consumen demasiados “recursos” y son vistos como una carga. La actual delimitación de guetos espaciales, horarios o residenciales, les segregará más todavía. El afán regulatorio desmedido no ayuda a la responsabilización individual. Además, en una sociedad altamente envejecida (y con tendencia a serlo mucho más), es este un enfoque gravísimo del problema. Dinamita los fundamentos de cohesión de la sociedad. También en el texto que citaba se contienen interesantísimas reflexiones sobre esta cuestión. Y allí me remito.

La heurística de la dignidad personal (Adela Cortina) adquirirá una fuerza inusitada en los próximos tiempos. También la ética del cuidado. Ambas ideas-fuerza deberán ser la guía de actuación de los poderes públicos en el futuro post-Covid. Pues, en estos primeros pasos, lo que se ha observado de forma muy preocupante es la emergencia de una sociedad marcadamente dual. Hay quien ha sobrellevado razonablemente la primera fase de la pandemia y el confinamiento porque tenía recursos, empleo estable, medios y espacio adecuado para hacerlo, permaneciendo alejado del riesgo y de sus efectos colaterales (sus organizaciones han cerrado o “trabajado a distancia”); mientras que otra parte importante de la sociedad, muy vulnerable en diferentes ámbitos y aspectos, ha sido tapada de la escena pública e invisibilizada (tan solo recogida en algunos reportajes mediáticos que alertaban puntualmente de que el mundo no era el paraíso de los cánticos al “resistiré” de los balcones). Y, en fin, luego están los aplaudidos y los menos aplaudidos, colectivos que han sido enviados al campo de batalla con uniformes desaliñados y sin medios  ni recursos para enfrentarse a tan etéreo enemigo. Han caído como moscas. Y han hecho lo humanamente posible. Pero también es cierto que la sociedad ha abusado de esos colectivos (particularmente, aunque no solo, del sanitario o social) o de la necesidad existencial de trabajar que tenían otras muchas personas para salvaguardar su existencia y la de los suyos. Como expresa el texto comentado:   “No está bien abusar del carácter vocacional y solidario, y permitir que las personas trabajen en condiciones límites y/o de desprotección o sobreexponerlas a la fatiga y al burnout. Tampoco es correcto en virtud de la propia seguridad, negarse a atender necesidades que no pueden ser prestadas a través del teletrabajo”. En efecto, las personas que trabajan en servicios sociales municipales han prestado asistencia profesional en temas tan alejados de su competencia como el asesoramiento o tramitación digital de expedientes de solicitudes de ayudas, porque al “otro lado”, si no eran ellos, a esas personas (colectivos vulnerables, también autónomos y desempleados) nadie les ayudaba realmente o simplemente no sabían dónde acudir. La brecha digital, por mucho que se ignore (también por la Administración), sigue siendo algo real y doloroso. Y no se sabe a ciencia cierta cuántas personas se han quedado fuera de esos circuitos de ayudas al no poder informarse o tramitarlos por cauces telemáticos (por ejemplo, no deja de ser curioso que los locutorios hayan sido uno de los servicios más demandados en esta crisis por tales colectivos). La ética de orientación al servicio de la ciudadanía como premisa de actuación de la Administración Pública en parte ha quebrado durante esta primera fase de la pandemia. El perímetro de determinación de lo que son «servicios esenciales» se sigue moviendo en el sector público con patrones muy clásicos: todo lo que requiere la ciudadanía como demanda urgente y necesaria debiera tener esa condición.

En definitiva, hay muchas lecciones que se pueden aprender de esta complejísima circunstancia vivida. Una de las más importantes es que, de forma imperceptible, hemos “descuidado” públicamente la imprescindible ética del cuidado como complemento al valor ético de la justicia. Se ha practicado con intensidad, aunque con notables limitaciones, en el ámbito hospitalario, y se ha desatendido más en otras esferas y colectivos sociales. Lo expresa con contundencia el citado documento: “La situación vivida en la pandemia por parte de las personas más vulnerables sanitaria y socialmente, pone de manifiesto una crisis muy importante de cuidados y responsabilidad y una evidente ruptura del llamado pacto intergeneracional de cuidados que puede generar riesgos graves de daños y maltrato”.

Son muy interesantes las lecciones que extraen de la crisis el documento elaborado por el Grupo de Trabajo de Ética y Covid. Contiene abundante material para la reflexión y, especialmente, si se quieren adoptar medidas de mejora. La lucha para paliar la desigualdad marcará la agenda política en los próximos tiempos. Y la dignidad de la persona se sitúa en el epicentro del problema. Dentro de los círculos de vulnerabilidad, determinados colectivos (personas mayores, mujeres, desempleados, menores, personas sin techo, dependientes, etc.), deberán ser un punto de especial atención. Hay que huir de políticas de beneficencia y apostar por soluciones estructurales que palien las desigualdades. Por mucho que se desarrolle el teletrabajo en la Administración, el servicio público debe proporcionar siempre y en todo caso proximidad, asistencia personal y asesoramiento, empatía y acompañamiento a quienes sufren desigualdades (también de brecha tecnológica). Si bien la vida acaba siempre con la muerte, no es lo mismo morir dignamente que morir mal. La ética del cuidado deberá ser una de las políticas estrella del futuro. Y ello ineludiblemente exige contacto físico o presencia, no la fría o hierática “distancia digital” (hay situaciones y contextos personales muy duros detrás de la vulnerabilidad). Hay que compatibilizar y equilibrar razonablemente los enfoques epidemiológicos con la ética del cuidado. Para todo ello, los poderes públicos deberán priorizar en los próximos meses y años las políticas sociales, y ello requiere dedicar recursos de todo tipo en la mejora de la gestión. Hay que salvaguardar, como también se expone, ese imprescindible compromiso profesional: “Con reconocimiento social a quien más allá de sus obligaciones legales, presta una atención excelente corriendo riesgos, porque sabe que en la relación asistencial no solo se juega la dignidad de la persona atendida (cuidada, educada, protegida, lavada, alimentada o acariciada), sino el propio proyecto de autorrealización personal”. Esa es la auténtica idea de servicio público, y lo demás maquillaje. Por eso, y no por otras cosas, los servicios de atención a las personas (sanitarios y sociales, entre otros) saldrán revalorizados de esta pandemia y de la tremenda crisis ulterior, pero también  frente a la revolución tecnológica. Nunca podrán ser totalmente sustituidos por máquinas ni por artefactos digitales. Ese será su gran valor y su gran servicio público. Presente y futuro.

DIRIGIR EN TIEMPOS DE CRISIS

La dirección es una actividad siempre compleja. Requiere, como decía Minztberg (y me gusta recordar), conjugar equilibradamente obra (experiencia), arte (visión) y ciencia (análisis). Asimismo, hoy en día, la dirección debe sumar excelentes conocimientos tecnológicos, conocimientos de idiomas y un arsenal de habilidades blandas. Y, encontrar personas que ofrezcan tal batería de competencias profesionales no resulta fácil. Menos aún en el ámbito público, en el que los directivos se eligen (por criterios de confianza política o personal) y no se seleccionan (en función de sus competencias profesionales acreditadas); donde hoy por hoy no hay excepciones: quienes dirigen las organizaciones públicas en sus niveles superiores son amateurs de la dirección pública. Quienes aprenden a dirigir lo hacen a costa del tiempo dedicado (experiencia) o porque algunas de estas personas añaden ciencia (análisis) o se dotan de formación complementaria que les pueda dar visión estratégica. Pero, no nos llamemos a engaño, son una absoluta minoría. O llevan mucho tiempo en esas posiciones directivas y, mal que bien, algo han aprendido con el paso del tiempo. También está muy asentada la falsa creencia de que, simplemente por ser funcionario de cuerpo o escala superior, ya se tienen competencias directivas innatas. Craso error. Y muy extendido.

Si algo nos ha mostrado esta crisis sanitaria y la brutal crisis económico-social en ciernes, es que no se puede gobernar un contexto tan complejo con una política inexperta (Felipe González, dixit). Especialmente, con muchos políticos recién llegados, que además ellos o los que estaban habían cambiado radicalmente a sus equipos de altos cargos y asesores, con la finalidad de gobernar una legislatura corta con una (pretendida) eficiente política comunicativa, pero nunca asomarse al precipicio de una crisis de estas magnitudes y mucho menos afrontarla. Que hayan sido desbordados por los acontecimientos, es lo mínimo que les ha podido pasar. Tampoco es circunstancial que, salvo excepciones de liderazgo individual (alcalde de Madrid), los gobiernos que mejor están “campeando” la crisis son aquellos que ya tenían un cierto recorrido temporal y sus estructuras directivas estaban más asentadas. Aunque no fueran las más idóneas, ni mucho menos. Estos durísimos momentos nos han recordado, no sin enorme frustración, algo que ya sabíamos: la dirección y gestión pública es mucho más importante de lo que algunos creen.

En cualquier caso, si ya en sí misma dirigir es una actividad sumamente compleja, mucho más lo resulta en una crisis de las magnitudes de la actual. Y si esa dirección no es profesional, sino amateur, como la propia política a la que está unida umbilicalmente, no queda otra solución que abrazar el criterio experto como paraguas de decisiones políticas que no son ni pueden ser por esencia «científicas», por mucho que la política practique el arte de la prestidigitación: por muy obvio que parezca, las decisiones en política siempre serán políticas. Como nos recuerda Innerarity (Una teoría de la democracia compleja. Gobernar el siglo XXI, p. 343), «la política debe aprender a tomar decisiones con un conocimiento incompleto, en entornos de incertidumbre». El conocimiento experto nunca es unívoco.  Como bien dicen muchos ahora, no es tiempo de crítica, sino de remar juntos. Pero sí es oportuno identificar, al menos, aquellos cuellos de botella que han hecho aún más compleja la (mala) gestión de esta crisis. Y uno de ellos, aunque nadie en política lo quiera reconocer (y menos ahora), es que no se pueden seguir gobernando y, sobre todo, dirigiendo las instituciones públicas con personas reclutadas por crietrios exclusivos de clientelismo o de favor o proximidad política, sin acreditación previa y objetiva, en procesos competitivos y de libre concurrencia, de sus competencias profesionales directivas. Es una temeridad. Y la factura es larga. Pero, el clientelismo tiene hondas raíces. Y habrá que extirparlas.

Lo (mal) hecho, hecho está. Ya vendrá luego la rendición de cuentas. Ahora se trata de mirar al futuro. Y dirigir el sector público en los próximos meses y años va requerir un cúmulo de energías, destrezas y habilidades sin parangón. La crisis económica, de mayor o menor extensión temporal, será aterradora. No valen medias tintas. Ahora más que nunca el sector público necesita gobernantes y directivos que acumulen, inteligentemente, las dos propiedades que Adam Smith predicaba de los grandes estadistas: la mejor cabeza (excelentes competencias políticas o directivas), junto al mejor corazón (integridad y ética pública, así como no pocas dosis combinadas de prudencia, magnificencia y valentía).

Con toda franqueza, los partidos políticos ya han mostrado todas sus limitaciones para proveer de gestores públicos eficientes a las nóminas de altos cargos, cargos de libre nombramiento y remoción, directivos de libre designación o asesores que poco o nada asesoran, pues cuando la necesidad aprieta hay que acudir a expertos o profesionales. No es cuestión de recordar aquí la «lista de los horrores», lugares donde se ha fallado y se está fallando, sobre todo en gestión. Afrontar un futuro plagado de decisiones críticas y dramáticas, con una contracción del crecimiento económico excepcional y, por tanto, con muchísimos menos recursos, requiere excepcionales atributos para quienes se encarguen a partir de entonces de dirigir lo público. En las manos de quienes nos gobiernan está cambiar el rumbo o hundir el barco. Ellos sabrán.

Pero, al menos, desde esta modesta atalaya, pretendo esbozar unas líneas de mejora que vayan encaminadas a reclutar aquellos futuros directivos que deberán hacer frente a tan complejo escenario. A saber:

  1. La elefantiasis estructural (innumerables departamentos con infinidad de cargos directivos y asesores) debe suprimirse de inmediato. Las estructuras departamentales deben ser livianas, con mucho cerebro (talento), buen músculo y eliminando tejido adiposo e ineficiente. La coordinación efectiva.
  2. Las entidades del sector público institucional y empresarial, así como fundacional, deben ser reducidas en número, mediante procesos de fusión o supresión. Sólo se deben mantener aquellas que sean objetivamente necesarias (en términos de eficacia y eficiencia, así como de economía, previa ejecución de una auditoría efectiva y no formal al respecto). No volver a cometer los errores de la crisis anterior, que dejó casi incólume el sector público, y sólo adoptó medidas cosméticas. Se trata de resetear lo público.
  3. Los niveles y número de órganos directivos de la administración pública deben ser asimismo reducidos a su mínima expresión, mediante procesos de acumulación funcional o supresión. Su cobertura se ha de llevar a cabo por criterios estrictamente profesionales, en línea con lo realizado en la Administración portuguesa desde hace años. También los niveles directivos de segundo grado (funcionariales).
  4. Los asesores (personal eventual) deben ser asimismo radicalmente limitados en número. Y exigir normativamente una serie de requisitos de conocimientos, experiencia, idiomas, etc., para su cobertura. Quien no los acredite, no puede ser designado.
  5. La Integridad Institucional y la Transparencia, así como la rendición de cuentas han de ser exigencias ineludibles en el comportamiento y actividad profesional de quienes trabajen en posiciones políticas y directivas. Cualquier brote de comportamiento irregular o de corrupción debe ser causa de cese inmediato. Se deben aprobar de inmediato Sistemas de Integridad Institucional en todas las organizaciones públicas y modelos de Gobernanza Pública, que incluyan asimismo una política de transparencia efectiva y de rendición de cuentas.
  6. No deberían ser designados directivos públicos quienes no acreditasen conocimientos digitales avanzados y una razonable comprensión del entorno y retos tecnológicos a los que se enfrentan las Administraciones Públicas. Crisis y revolución tecnológica conforman un cóctel complejo que debe ser gestionado de forma cabal, sino quiere quedarse la Administración Pública no sólo devastada sino totalmente obsoleta.
  7. Tampoco deberían ser designados directivos públicos quienes, aparte de las lenguas oficiales en su respectivo ámbito, no acrediten muy buenos conocimientos en inglés o, al menos, de una lengua extranjera que sea necesaria para su ámbito de desarrollo profesional.
  8. Quienes asuman funciones directivas en el sector público en sentido lato deberán suscribir un acuerdo de gestión, siquiera sea de mínimos, en el que se determinen objetivos y adquieran compromisos a desarrollar durante el período de su mandato. Los objetivos deben ser evaluables y la continuidad o no directamente imbricada con sus logros. Los directivos fijarán objetivos y evaluarán a las estructuras intermedias que de ellos dependan.
  9. Los directivos del sector público en los próximos meses deberán, asimismo desarrollar especialmente una serie de competencias críticas, aparte de las tradicionales de la función de dirigir. Y, dentro de esta incompleta lista, se pueden incorporar las siguientes:
    1. Liderazgo contextual, propio de una crisis de las magnitudes como la que se ha de afrontar. Saber estar a la altura de las circunstancias. Con vocación de servicio. Implicación absoluta. Y liderazgo ejemplar.
    2. Visión estratégica. Las soluciones de hoy serán los problemas del mañana, si no se encauzan razonablemente.
    3. Trabajo por resultados. Nunca más que ahora se necesitan resultados. Resolver problemas inmediatos, pero con mirada estratégica.
    4. Gestión eficaz y eficiente. Resultados sí, pero al menor coste posible, sin menoscabo de su calidad. Hay que erradicar la ineptitud, la incompetencia, la burocracia estéril, etc.
    5. Digitalizar las organizaciones públicas es una obligación inaplazable. Captar perfiles profesionales tecnológicos (analistas de datos, ingenieros, estadísticos, matemáticos, etc.).
    6. Impulsar en sus organizaciones la creatividad, innovación y fomento de la iniciativa.
    7. Reforzar la capacidad de negociación en tiempos críticos. Firmeza y saber decir un “no” positivo (argumentado), como decía Ury. Ninguna veleidad, ni la más mínima, con el corporativismo ni con la política o el sindicalismo clientelar.
    8. Empatía, resilencia, solidaridad, adaptabilidad y fomento de los valores públicos.
    9. La formación de directivos y de personal predirectivo debe ser una prioridad estratégica en las organizaciones públicas.

En fin, una pequeña muestra de algunas de las competencias imprescindibles que nuestros directivos públicos (y también en buena medida nuestros políticos) deberán atesorar en los complejos tiempos que se avecinan. De que se cumpla siquiera sea una parte de ellas en los perfiles profesionales que se hagan cargo de la difícil gestión del sector público en los años venideros, dependerá que salgamos mejor o peor parados como sociedad de esta tremenda crisis. Que por una vez impere la cordura, aunque sea excepción.

LOS EMPLEADOS (PÚBLICOS): MIRANDO AL FUTURO

 

“¿Qué es esta España más que un hospicio suelto? Esas nubes de abogadillos que viven de la nómina, las clases burocráticas y aun las militares, ¿qué son más que turbas de hospicianos? El Estado, ¿qué es más que un inmenso asilo?

(Benito Pérez Galdós, O’Donnell, Episodios Nacionales 35, Alianza Hernando, 1979, p. 92).

Preliminar

Muchos empleos tradicionales irán perdiendo gradual o expeditivamente una parte sustantivas de sus tareas actuales por el empuje imparable de la automatización. Otros irán emergiendo, fruto de la necesidad. Ante este inevitable proceso dual de destrucción/creación de empleos, tal vez sea necesario preguntarse qué impactos tendrá esa revolución tecnológica en marcha sobre una categoría singular de empleos, que son los cubiertos por quienes han sido calificados, incluso por la Ley, como empleados públicos.

Y siendo conscientes de que empleados públicos los hay de muchos tipos y que despliegan su actividad profesional sobre diferentes ámbitos funcionales (enseñanza, sanidad, policía, servicios sociales, etc.), en lo que sigue pondré el foco principalmente en aquellos que desempeñan tareas burocráticas, y que son los que probablemente vean con mayor inmediatez cómo el suelo firme sobre el que se asientan sus actuales funciones (mejor dicho, tareas) puede verse ciertamente afectado en los próximos años.

La sustitución/complemento en el ejercicio de tareas por máquinas comportará cambios estructurales de importancia en las organizaciones públicas, pero también alterará sustancialmente la base profesional y sociológica en la que se apoya esa categoría de empleado público, cuya alteración social (al menos tal como se concibe hoy en día esa figura) será imparable. La digitalización puede producir auténticos terremotos, además nada lejanos, en la configuración actual de la sociedad. Ya los está incubando. También en las organizaciones públicas, aunque estas no se den aún por enteradas.

Los empleados de «ayer»

Empecemos por lo que fue, y en cierta medida aún es. Y para encuadrar correctamente el problema en su origen, nada mejor que recurrir a la extraordinaria obra de Siegfrid Kracauer, Los empleados (Gedisa, 2008). Allí,  con pincel fino, dibuja la etapa de apogeo de esa figura. Con una originalidad y agudeza extraordinarias, este autor encuadra en un fascinante decorado al empleado en un contexto económico, político y social muy determinado: el período de Entreguerras y la República de Weimar. Las urbes ya no eran para Kracauer “ciudades industriales, sino de empleados públicos”; no digamos nada ahora donde el sector servicios es completamente dominante. Pero ya entonces se constataba cómo “una formación elevada no se corresponde siempre con un salario elevado”, pero aun así en la sociedad se seguían cotizando al alza (todavía como ahora) los títulos académicos. La edad y la apariencia física apuntaban como factores de discriminación, mientras que el “trabajo monótono” era una constante en tal colectivo de empleados. Y allí aparecían “las válvulas de ventilación por las que puede evaporarse el descontento”, entre ellas el tiempo libre (fines de semana y vacaciones) y la práctica del deporte. La fiebre del consumismo desatado de masas aún no había hecho acto de presencia. Menos todavía Internet, las sacrosantas redes (a)sociales y los teléfonos “inteligentes”. La sociedad del espectáculo, de la que hablara tiempo después Debord, se estaba incubando. El autor se quejaba amargamente de la “mafia dirigencial”, que nutría la nómina de directivos de prácticas teñidas en el origen (nacimiento y clase), relaciones sociales y recomendaciones, también en la alta función pública. Las crisis que sacudían la sociedad del momento, especialmente la económica, hicieron tambalear a esa clase de empleados y la terminaron confundiendo con los obreros: todos temían por sus empleos. Los funcionarios eran un tipo singular de empleados, aunque no se diferenciaban gran cosa sociológicamente del resto de personas que se encuadraban en esa categoría. La monotonía de la jornada y la insustancialidad de las tareas conducían al empleado a buscar vías de escape, entonces estrechas y emergentes, hoy abiertas de par en par para capturar y encadenar voluntades.

Los empleados (públicos) «de hoy»

¿Qué ha cambiado desde entonces? Todo y nada. La figura del empleado sigue existiendo, a veces reconvertida dramáticamente en “falso autónomo”. Aunque ya se predice que el futuro estará marcado mucho más por la presencia de empleos autónomos que de aquellos otros dependientes o por “cuenta ajena”. La estabilidad de por vida en el mismo empleo ya es (y lo será más aún) prácticamente un sueño inalcanzable. La rotación de empleos se convertirá en moneda corriente: rehacer varias veces la carrera profesional será obligado. Y para muchos, estimulante. Aunque habrá que ver la cara oculta del problema.

Mientras tanto, la Administración Pública ha ido difuminando la categoría de funcionario público diluyéndola en una noción bastarda que es la de empleado público. El prestigio profesional de la alta función pública se ha ido erosionando, interesada o “inocentemente”, así como también por errores propios (endogamia corporativa), al hilo del papel cada vez más irrelevante que tiene el principio de mérito o su pésima inteligencia o aplicación (que es lo mismo), algunas veces incluso en el acceso, y en particular en la provisión de puestos de responsabilidad directiva en el ámbito público. Lo que cotiza al alza es la masa de empleados públicos como un oficio a preservar, sean cuales fueren las condiciones de acceso y de ejercicio. Así, los empleados públicos gozan, por determinación legal o fáctica, de una inamovilidad que les dota de una garantía de estabilidad que ningún otro empleo tiene en la sociedad de la segunda década del siglo XXI. Disponen, igualmente, de condiciones de trabajo poco o nada exigentes en cuanto a sus resultados. Lo importante es entrar, y una vez allí estar y no tanto hacer. Lo escribió con la precisión que le caracteriza Gregorio Luri, en el momento de jubilarse: tanto los docentes magníficos como lo que no lo son, decía este autor, “recibieron el mismo trato de nuestro patrón común; puntualidad exquisita en el pago de la nómina y distancia supervisora” (La escuela contra el mundo, Ariel, 2015, p. 37). No pocos lo calificarán a la Administración de “patrón excelente”: paga religiosamente y apenas molesta. ¿Qué más quieren?

Con unas también generosas condiciones de trabajo, sin par tampoco en el ámbito laboral privado, pueden disfrutar de ese merecido ocio y consumo, así como de tiempo “de largos períodos de descanso”, que les reponga de los sinsabores de un trabajo en ciertas ocasiones rutinario y en otras escasamente estimulante. Tienen “jefes”, pero por lo común formales. El ejercicio de la dirección en el ámbito público (siempre con “responsables” en tránsito o de perfil) es muy relajado y difuso. Esos empleados reciben unas retribuciones periódicas, que nunca fallan, nada bajas en los niveles medios e inferiores en comparación con las del sector privado. No así en los niveles técnicos y directivos, generalmente peor retribuidos en términos de mercado, sobre todo cuando hay talento efectivo, siempre difícil de acreditar en un sistema de reglas laxas. Y esa legión de empleados, tres millones en estos momentos, son –algo que no cabe olvidar nunca- un ejército de consumidores, de todo tipo de bienes, que al fin y a la postre cumplen un importante rol de estabilizador económico (más en una sociedad con los porcentajes que tiene de paro endémico). Y sobre todo son un granero de votos. Que nadie se llame a engaño. Mucho menos numerosos que los pensionistas, pero con redes familiares, que también votan alcanzada la mayoría de edad.

Los empleados públicos «del mañana»

Sin embargo, los problemas comenzarán a surgir cuando muchos de esos empleos se vayan desangrando en sus tareas. ¿Será capaz la Administración Pública de identificar esa tendencia, adoptar medidas correctoras y paliar los enormes impactos presupuestarios que representa mantener empleados relativamente ociosos sobre nuestras ya maltrechas cuentas públicas? Buena parte de los empleados públicos que hoy en día desarrollan su actividad en la Administración Pública (en principio, según estudios acreditados, todos los que tengan menos de 57 años) padecerán de forma implacable un proceso de fuerte inadaptación tecnológica o digital entre lo que hoy en día hace esa organización pública y lo que deberá hacer en los próximos años: ¿cuántos de esos empleados públicos acreditan competencias digitales y tecnológicas cualificadas, así como un conocimiento avanzado de idiomas?, ¿cuántos de ellos poseen pensamiento crítico, creatividad o habilidades blandas que les permitan sumergirse con ciertas garantías en ese nuevo escenario funcional digitalizado y no salir absolutamente dañados de ese proceso altamente disruptivo que es la revolución tecnológica? Aunque muchos lo duden todavía y otros lo ignoren, la erosión (de momento imparable) de las clases medias llegará también al empleo público, no se quedará solo en las puertas sin atravesar ese umbral. Una sociedad de empleo tan brutalmente dual no podrá sostenerse por mucho tiempo. Solo las personas muy cualificadas sobrevivirán a ese entorno. Quien no lo esté, que se vaya formando. O, en su defecto, preparando para lo peor.

Sin duda, las resistencias al cambio serán numantinas. El sindicalismo del sector público (singular donde los haya) hará bandera para mantener el statu quo, aunque sus costes sean desorbitados. El populismo presupuestario, tan presente hoy en día en la política española (se mire por donde se mire), hará el resto. Nada nuevo. Conceptuar los presupuestos públicos como un saco sin fondo es el mayor error que puede cometer la (mala) política. Y asignar torpemente los recursos también. Ya lo dijo nuestro ilustre Benito Pérez Galdós, en los expresivos términos arriba expuestos. Todavía hoy hay demasiadas personas (también, partidos y sindicatos) que siguen viendo al Estado como una entidad de beneficencia o, en palabras, del extraordinario novelista fallecido hace cien años, como un “asilo”. La función pública está muy envejecida, pero ello no implica convertir la Administración en una residencia de «jubilados en activo» (esto es, sin apenas tareas que desarrollar y cobrando retribuciones como si las hicieran).

En pocas palabras, la transformación digital de la sociedad española no puede hacerse al margen de la Administración Pública ni dejando incólume el empleo público. La disrupción tecnológica vendrá acompañada de disrupción organizativa y funcional. Sus impactos no se podrán evitar, por muchas trampas en el solitario que se hagan. Lo inteligente es prever el futuro y adoptar medidas que palien esos efectos que, nos guste más o menos, se terminarán produciendo en los próximos años. Lo estúpido es negar la evidencia.

Y dentro de esas medidas tendrían que estar al menos en esta lista corta las siguientes:

  • Analizar desapasionadamente qué servicios deberá prestar la Administración del futuro próximo y qué perfiles profesionales requerirá. Sin prospectiva ni estrategia el empleo público actual llegado un momento literalmente.se derrumbará.
  • No convocar bajo ningún concepto procesos selectivos para empleos que, a corto/medio plazo están llamados a desaparecer.
  • Utilizar las masivas jubilaciones de los próximos años en el sector público como «ventana de oportunidad», para amortizar puestos instrumentales o afectados potencialmente por la automatización y redefinir sus funciones o reconvertirlos en empleos tecnológicos que demanda el sector público.
  • Acompañar a los empleados públicos en los imprescindibles y acelerados procesos adaptativos de fortalecimiento de competencias digitales y tecnológicas, así como idiomáticas y en adquisición de habilidades blandas. La política de formación y aprendizaje continuo se convertirá, así, en un eje central de la política de RRHH de las Administraciones Públicas.
  • Reformar profundamente el marco normativo para facilitar salidas adecuadas y dignas a aquellos colectivos de empleados públicos que no puedan adaptarse a la disrupción tecnológica que está llamando a la puerta. Que no serán pocos.

No es un problema sólo objetivo; esto es, de transformación necesaria de la Administración Pública bajo criterios racionales. Detrás de la revolución tecnológica puede haber circunstancias propias de desgarro humano e incertidumbre colectiva, que se deberán atender con medidas inteligentes y apropiadas en términos de planificación estratégica, formación y aprendizaje continuo, rediseño radical de marcos normativos ey medición cabal de sus impactos financieros. Pero ello no implica acudir a las siempre manidas y recurrentes políticas “de hospicio” o “asilo”, hoy en día, a mi juicio, completamente agotadas.

ELEFANTIASIS GUBERNAMENTAL: IMPACTOS SOBRE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA

“La administración no se presenta como un todo coherente, sino más bien como un conjunto complejo de interacciones entre actores relativamente autónomos atravesados por líneas de solidaridad y de conflicto dibujadas al margen del organigrama oficial” (J. Chevalier y D. Loshack).

NOTA DE ACTUALIZACIÓN:

La presente entrada se elaboró antes de que se hiciera pública la estructura de la Presidencia del Gobierno por medio del Real Decreto 136/2020, de 27 de enero, en el que se fortalece la figura de Dirección del Gabinete de Presidencia (algo que analizo en una próxima entrada que se difundirá primero en el Blog Hay Derecho los próximos días y posteriormente reflejaré en esta misma página). Tras esa reestructuración la competencia material de coordinación de la acción de Gobierno parece descansar en esa estructura de staff, que aparece notablemente reforzada. Ese fortalecimiento del Director de Gabinete ha sido objeto de innumerables comentarios en los medios, algunos tal vez un tanto alarmistas, aunque no deja de tener interés analizar en detalle qué implicaciones tiene ese cambio estructural y qué posibles consecuencias tendrá sobre un Ejecutivo atomizado en cuatro Vicepresidencias y 22 Ministerios, así como la dirección política del Gobierno en esta Legislatura. 

Más reciente aún es el Real Decreto 139/2020, por el que se establece la estructura básica de los Ministerios. También esa norma también ha levantado mucha polvareda mediática y una clara oposición corporativa, liderada por FEDECA, pues establece en su exposición de motivos veintitrés excepciones a que los órganos directivos deban ser cubiertos por funcionarios del Subgrupo de Clasificación A1, algo que, salvo aquellas excepciones singulares, exige la Ley. No cabe duda que, como se ha puesto de relieve en diferentes medios, este número de excepciones es el más elevado desde que en 1997 se implantó esa regulación. Tampoco cabe duda alguna que se trata de hacer sitio, según las características específicas de los órganos directivos, a los militantes o “amigos políticos” de las distintas fuerzas que conforman la coalición que no sean funcionarios. Se trata, sin duda, de una manifestación dura de politización de la función directiva (y veremos qué dicen los tribunales sobre la justificación objetiva de tales excepciones); pero conviene precisar, ante la confusión que algunos medios trasladan, que ello en sí mismo no es más que un síntoma de la politización existente, pero no es mucho menos el único. El hecho de que el nombramiento de los titulares de órganos directivos recaiga sobre funcionarios A1, no implica -como pretendía la LOFAGE- que el modelo fuera de «profesionalización», pues el nombramiento sigue siendo absolutamente discrecional siempre que se cumplan esos mínimos requisitos. Esto es, que se nombre por los procedimientos convencionales  a funcionarios A como titulares de órganos directivos no deja a tales órganos al margen del spoils system (politización o reparto de cargos públicos entre las clientelas de cada partido), pues sigue siendo un sistema de libre nombramiento (aunque entre funcionarios A1, salvo excepciones ya indicadas) y de libre cese (algo que no tiene límite alguno). Por tanto, como bien expuso Quermonne, se trata de un sistema de spoils system de circuito cerrado.

En todo caso, tal y como delatan los primeros pasos de este flamante Gobierno de coalición, la profesionalización de los órganos directivos de la Administración General del Estado está hoy más lejos que nunca. Pero es muy importante subrayar que a nadie (salvo a colectivos muy concienciados) importa. La política ni ha entendido ni parece que entenderá parqa qué sirven los directivos profesionales. Su impronta clientelar domina, a diferencia de las democracias avanzadas. Con mayor o menor intensidad, en España, hoy por hoy, todos hacen lo mismo.

Lo que sí parece cierto es que hay una clara tendencia a reducir radicalmente el poder de los cuerpos de élite de la Administración General del Estado en los órganos directivos. Y ello en sí mismo, no es bueno, si no se sustituye por una profesionalización de la Dirección Pública Profesional. Algo que en el Estado no está en la agenda política del gobierno de coalición. Como los datos recientes confirman. Sobre todo ello me he extendido en una serie de entradas previas. Para no cansar al lector, baste con este post publicado hace más de dos meses donde ya anunciaba alguno de los hechos que luego se han confirmado: https://rafaeljimenezasensio.com/2019/11/16/gobierno-de-coalicion-altos-cargos-y-cuerpos-de-elite/ Por si algún lector tiene interés en este debatido tema.

Y este es el Post que originariamente se publicó, al que se deben añadir los matices citados:

Recientemente, una persona que había ejercido responsabilidades directivas en la Administración socialista me mostraba su perplejidad por la multiplicación de estructuras superiores y directivas que se está produciendo como consecuencia de la formación del nuevo Gobierno. Le respondí escuetamente que ello se derivaba “naturalmente” de una patología organizativa que se conoce como estructuras elefantiásicas. Dicho de otro modo, la tendencia a crear artificialmente unidades organizativas para satisfacer apetitos personales o de poder (en este caso de partido) y cuartear, así, ámbitos sectoriales que antaño tenían una mínima coherencia funcional. La elefantiasis por arriba desencadena unos impactos derivados en cadena sobre la Administración Pública como organización. Es obvio que 22 ministerios marcan una tendencia ciertamente desproporcionada (más en un Estado con intensa descentralización política en el desarrollo normativo y gestión de muchos de esos ámbitos ministeriales). Una foto del actual Consejo de Ministro vale más que mil palabras.

El problema fundamental de esta patología no radica, sin embargo, sólo en los costes directos que ello conlleva (número creciente de cargos, asesores e incremento  del gasto público), algo que los medios de comunicación resaltan un día sí y otro también, sino especialmente (aspecto mucho más importante) en los costes indirectos que se manifestarán, con toda probabilidad, en dimensiones menos tangibles como son las relativas a la baja eficiencia gubernamental que muestran, por lo común, aquellas estructuras departamentales y organizativas antes dotadas de una mínima coherencia y, por razones prosaicas del reparto, hechas pedazos para ajustar esas demandas políticas.

Los gobiernos de coalición pueden tender fácilmente a hacer realidad esa multiplicación, como ha sido el caso del Gobierno de España, con cuatro vicepresidencias y veintidós ministerios (como atestiguan los Reales Decretos 2 y 3/2020), lo que se traduce inevitablemente en una correlativa multiplicación de secretarías de estado (26), subsecretarías (22), y luego vendrán la proliferación de secretarías generales, secretarías generales técnicas (previsiblemente 22) y direcciones generales, así como el disparado incremento del personal eventual (de asesoramiento y confianza especial) ubicado en los respectivos gabinetes ministeriales y de las secretarías de estado. Con ser preocupante el fenómeno del número de altos cargos y personal eventual, no es más que una pequeña expresión del problema de fondo. Sin duda, la cuestión clave es que, mediante esa fragmentación en unidades organizativas cada vez más minúsculas y fragmentadas, las políticas gubernamentales pierden coherencia y se despiezan en órganos que entrecruzan o solapan sus funciones, y cuyos costes de transacción y de coordinación se verán seriamente afectados, hasta el punto de que no pocas iniciativas gubernamentales se bloquearán o tardarán mucho en hacerse efectivas. A ello se le ha pretendido poner coto, pero solo en el nivel político, con la extensión de la fórmula de las Comisiones Delegadas vinculadas a cada Vicepresidencia. Veremos cómo funciona esa solución, que no pasa de ser convencional y de efectividad dudosa cuando se pretende generalizar (pues o es estructural o no es; con funcionamiento anecdótico o de «apagafuegos», no servirá). Los ministerios, hoy por hoy, aún formando parte del colegio gubernamental, siguen siendo reinos de taifas en su respectivo ámbito (ahora reducido en muchos casos) y sus titulares dueños supremos de sus iniciativas e impulso político. No basta con dar señales de buena voluntad, así como de aparente cohesión. En el ejercicio del poder, y de eso se trata, las buenas intenciones duran poco tiempo. Luego viene la cruda realidad. La batalla descarnada.

Pero siendo lo anterior importante hay otros aspectos del problema que también convienen ser destacados. Todo apunta (por los datos de que hasta ahora se disponen) a cierto cambio de tendencia, que a mi juicio es más profunda de lo que las primeras apariencias muestran. La política anunciada de nombramientos de altos cargos (aunque solo sean esbozos) ofrece ya en esos primeros y tibios anuncios algunas líneas de futuro. A saber:

  • La más relevante es que lo que se ha venido llamando como la profesionalización de la dirección pública (órganos directivos de la Administración General del Estado) no está en la agenda política del Gobierno. La “izquierda”, corroída o contaminada también por el clientelismo, no hace bandera de esta cuestión. Nunca lo ha hecho. Menos ahora, que toca el reparto entre dos fuerzas políticas.
  • La segunda, derivada de lo anterior, es que la presencia de los cuerpos de élite de la AGE en las estructuras directivas pueden comenzar a palidecer, en algunos ámbitos cabe intuir que notablemente. Se pueden llegar a sustituir, cuando ese nombramiento deba recaer en funcionarios, con servidores públicos que no sean “de pata negra”, procedentes incluso de otras Administraciones Públicas.
  • Y la tercera es que la lucha soterrada actual se manifiesta de forma grosera entre politización intensiva de la estructuras directivas y politización corporativa (a través de los cuerpos de élite) de aquellas. La única ventaja para que la última opción aguante, al menos de momento, es el bajo nivel de retribuciones que ofrecen los cargos directivos más generalizados (direcciones generales), lo que ahuyenta la captación de funcionarios o profesionales, en su caso, de fuera de Madrid. Unas estructuras directivas de composición mesetaria, algo ya endémico, difícilmente captarán la complejidad y diversidad territorial (también social, económica y cultural) del Estado. Algo que ya pasa desde hace tiempo en los cuerpos de élite. Y es un problema grave.

Así las cosas, conviene añadir una perturbación adicional. La multiplicación de estructuras directivas acarrea también impactos estructurales sobre las estructuras administrativas y los puestos de trabajo. Me lo explicaba, también recientemente, un alto cargo de una Administración territorial: cualquier Gobierno de coalición, al crear nuevos departamentos, tiene impactos asimismo inevitables en la creación de nuevas estructuras administrativas y, por tanto, de nuevos puestos de trabajo, sin perjuicio de que algunos se trasladen de su departamento anterior al nuevo. Lo grave del asunto es que como muchos de estos nuevos departamentos están vacíos o semivacíos de funciones efectivas, se terminan creando puestos de trabajo “fantasmas”, en los que se prevén un haz de funciones, pero que apenas hay tareas por desarrollar. Eso también pasa, con otros matices, en los niveles directivos. Ser nomnbrado Subsecretario o Secretario General Técnico en un Ministerio «vacío de funciones efectivas», será una auténtica canonjía. ¿Tiene sentido mantener hoy en día esas figuras directivas (algunas con reminiscencias decimonónicas) duplicadas en todos y cada uno de los departamentos ministeriales? Y ya el colmo del despropósito es cuando se crean órganos directivos sin estructuras administrativas que cuelguen o con unas estructuras dependientes escuálidas. Como se decía antaño, “jefes sin indios”. También los hay, al menos en otras administraciones públicas.

Otro problema añadido procede de que la innovación organizativa es una tarea siempre pendiente en la AGE. Olvidada absolutamente de la agenda política (improvisada) del diseño departamental y estructural. El modelo departamental/divisional/funcional de organización de ministerios hace aguas por todos los sitios. Una fórmula decimonónica (con precedentes en el siglo XVIII) no parece ser la solución institucional adecuada para afrontar los enormes desafíos de la tercera década del siglo XXI (nuevo régimen climático, revolución tecnológica, migraciones, despoblamiento del medio rural, envejecimiento de la población, creciente desigualdad, etc.). Los proyectos transversales, más aún en un Ejecutivo fragmentado, padecerán para ver la luz y, sobre todo, para obtener resultados. ¿No hay nadie en el Gobierno ni en la AGE que piense en eso?, ¿cómo afrontar tales políticas transversales con esas partículas organizativas minúsculas desperdigadas en múltiples departamentos? Me objetarán que mediante órganos de coordinación. Pues bien, aparte de que alguno de estos órganos de coordinación tendrán una configuración de asamblea (como puede ser el esperpéntico caso de la Comisión General de Secretarios de Estado y Subsecretarios, con prácticamente 50 miembros a partir de ahora, tendrá que reunirse, bajo la batuta del Ministerio de la Presidencia, en salas adaptadas y su funcionamiento real padecerá disfunciones evidentes), y otros ya veremos cómo funcionan (Comisiones Delegadas), esa tarea de coordinar es ciertamente compleja. La Vicepresidencia primera (o el Ministerio de Presidencia), según el fuego que haya que apagar, parece estar llamada a tales menesteres.

Los resultados de tales modelos organizativos basados en las patologías de estructuras elefantiásicas conducen, por lo común, a resultados de una pobreza supina, contradictorios, a la creación de múltiples jaulas de grillos o, casual o milagrosamente, a la obtención de algún output razonable. Piénsese, por ejemplo, cómo se gestionará transversalmente la Agenda 2030: ¿Desde una Vicepresidencia de derechos sociales que no tiene competencias en cuestiones medioambientales y energéticas, ni en aspectos económicos, ni en otras cuestiones sociales clave como son las educativas (salvo la universitaria) o las de salud, así como tampoco en aspectos clave de Gobernanza Pública que debería ser el paraguas “acelerador” del cumplimiento de los ODS (tal como decía el Gobierno de España en 2018)? Coordinar es un verbo aparentemente de conjugación fácil, pero en la cotidianeidad de las organizaciones (no digamos nada en las estructuras de gobierno) es enormemente compleja su aplicación.

En fin, aunque el foco del problema se pone desde los medios de comunicación en el número, el problema real de las estructuras organizativas de configuración elefantiásica, se sitúa principalmente en los resultados o en la (in)eficiencia gubernamental. La coordinación gubernamental se muestra, así, como la pieza nuclear para que el desconcierto no crezca y las políticas sean coherentes (o, al menos, no sean expresión de incoherencias sumadas). Pero el “arte de gobernar” es muy distinto y distante de aquel que presume ganar elecciones. Requiere otras destrezas y otra visión, aparte de conocer muy bien la máquina sobre la cual pretende actuarse. No parece que, hoy en día al menos, se den esos presupuestos. Lo veremos pronto.

GOBERNANZA PÚBLICA: RETOS 2020

 

“La gobernaza democrática aparece así hoy como la posibilidad de salvar al poder político de su ineficacia y de su insignificancia, de recuperar la política y, al mismo tiempo, transformarla profundamente”

(Daniel Innerarity, Política para perplejos, Galaxia Gutenberg, 2018, p. 152)

Después de un largo paréntesis navideño, las administraciones públicas, con sus gobiernos respectivos a la cabeza, comenzarán a desperezarse. El año se inicia a partir del martes 7 de enero, haya o no haya Gobierno en Madrid, pues afortunadamente el pulso de los poderes públicos no depende exclusivamente de lo que pase en el centro. En efecto, en nuestro modelo de descentralización territorial existen otras muchas organizaciones públicas al margen de la Administración General del Estado que funcionan y están en marcha desde hace algunos meses o años, según los casos. A unas y otras les llega la hora de afrontar los retos de este 2020, que inaugura una década con una hoja de ruta precisa: la Agenda 2030 y sus objetivos de desarrollo sostenible.

Por tanto, también las administraciones públicas, en el marco de sus respectivos programas de gobierno o de mandato, deben formular sus objetivos (“propósitos”) para el año que acaba de comenzar. Racionalizar la actividad pública es una imperiosa necesidad que ningún nivel de gobierno, sea cual fuere su tamaño, debería dejar de impulsar. Pero, para ello, se requiere un marco conceptual y una mirada estratégica. Es la premisa de partida. Algo que, por desgracia, falla en no pocos niveles de gobierno.

Y en ese sentido la Agenda 2030 se convierte en una ventana de oportunidad, puesto que ofrece a las organizaciones públicas un horizonte estratégico sobre el cual deberán armar sus políticas, tanto las de carácter sectorial como las de naturaleza transversal. Ya no hay excusa. Los gobiernos deben elevar la vista más allá de la legislatura o el mandato correspondiente, pues los desafíos a los que se enfrentan no son a corto plazo (nuevo régimen climático, revolución tecnológica, avance de las concepciones de democracia iliberal, migraciones, desigualdad creciente, empobrecimiento de las clases medias, despoblamiento del medio rural, envejecimiento de la población, desempleo, etc.), sino que superan con creces los estrechos márgenes de un ciclo político de cuatro años.

El cumplimiento de los ODS, como vengo insistiendo, solo se logrará si se articula un Sistema de Gobernanza Pública que dé respuesta a esos objetivos y metas recogidos en la Agenda 2030 de forma efectiva. Sin una profunda mejora de la calidad institucional y de la eficiencia de las organizaciones públicas los ODS se convertirán en un pío deseo.

Si centramos el punto de mira en la Gobernanza (o si se prefiere: “en cómo gobernar mejor”), la pregunta resulta obligada: ¿en qué cabría que invirtieran su tiempo y sus recursos los distintos gobiernos y sus administraciones públicas en este recientemente inaugurado año 2020? La hoja de ruta de un mejor gobierno y una buena administración tiene unos mojones que deben servir de guía para ir avanzando en el camino marcado. Y sucintamente esa mejora organizativa de las instituciones públicas debería ir encaminada hacia los siguientes retos:

  • Organizaciones públicas íntegras. Definir una política de integridad en cada institución e ir construyendo gradualmente un modelo que abogue por la mejora de las infraestructuras éticas de las organizaciones públicas. Abogar por la ejemplaridad pública como medio de fortalecer la confianza en las instituciones.
  • Organizaciones públicas efectivamente transparentes. Impulsar una política de profundización de la transparencia con reforzamiento de los sistemas de mejora en el acceso a la información, así como de supervisión y control en su aplicación. Abandonar la transparencia cosmética.
  • Organizaciones públicas abiertas a la participación ciudadana. Extender las diferentes modalidades de participación ciudadana en las políticas de los diferentes niveles de gobierno. Articular experiencias piloto de democracia participativa y evaluar sus resultados. Mejorar los marcos reguladores de la participación ciudadana.
  • Organizaciones públicas digitalizadas y con apertura de datos. La apuesta por la Administración digital ya no admite demora. 2020 es un año de retos normativos, pero también aplicativos. La digitalización es un presupuesto para la apertura de datos, refuerzo de la transparencia, pero también del desarrollo económico. Una Gobernanza de datos es necesaria en todas las organizaciones públicas.
  • Organizaciones públicas eficientes. Las administraciones públicas son, por lo común, máquinas burocráticas con marcadas ineficiencias. Sin duda, se trata de uno de los aspectos más difíciles de corregir, por las fuertes inercias que se arrastran. Pero cabe intervenir sobre una serie de ámbitos, de los que por su inmediatez objetiva y su alta prioridad recogemos sólo algunos de ellos:
    • Profesionalización gradual de los niveles directivos.
    • Desarrollo e impulso de las estructuras directivas intermedias en la función pública.
    • Reforma de los sistemas selectivos e implantación de formación inicial de carácter también selectivo, con incidencia en valores públicos.
    • Planificación estratégica de RRHH, con especial atención a las bajas en plantilla con objeto de las jubilaciones y a las nuevas demandas de perfiles profesionales en el empleo público. Estudios de prospectiva de evolución de plantillas y necesidades de nuevos empleos, así como de gestión planificada de vacantes (Gorriti, 2018).
    • Desarrollar la evaluación del desempeño en aquellas organizaciones donde no esté implantada. Iniciar, al menos, pruebas piloto. Existen buenas prácticas en funcionamiento o en marcha (Ayuntamiento Valencia).
    • Diálogo social estratégico con el horizonte puesto en las transformaciones que sufrirá la Administración Pública en la década 2020-2030 y en identificar y compartir cómo afectarán a cada organización pública.
  • Organizaciones públicas que trabajen en redes. Participación efectiva de los diferentes niveles de gobierno en redes de instituciones públicas o público-privadas con la finalidad de que actúen como medios para impulsar sinergias y de aprendizaje compartido.
  • Organizaciones públicas que rindan cuentas. La rendición de cuentas es la base de la democracia (Bernard Manin, 1999). Se deben implantar paulatinamente sistemas de rendición de cuentas objetivos que se anuden a los planes de gobierno y de mandato, a los planes operativos anuales y al propio presupuesto de la institución. Vincularlos a las herramientas de transparencia efectiva.

Tal hoja de ruta, como es obvio, requiere un desarrollo y asimismo una adecuada priorización en función de las necesidades y de los recursos de los que disponga cada administración pública. Una tarea que requiere un previo diagnóstico de cada caso y un detalle de los instrumentos y acciones que ahora no procede hacer. Iremos desarrollando algunos de estos puntos en entradas futuras.

¡Feliz entrada en el 2020! Qué los objetivos enunciados se cumplan, siquiera sea en pequeña medida, que ya será algo. En todo caso, lo importante es avanzar. Si es en la buena línea, mejor.

INSTITUCIONES, ADMINISTRACIÓN Y EMPLEO PÚBLICO EN EL ACUERDO DE COALICIÓN (ADENDA: El nivel local de gobierno en el Acuerdo de coalición)

“Coalición: Reunión de perros y gatos con el objeto de atrapar un hueso. Si lo atrapan los primeros muerden a los segundos porque reclaman su parte; si son estos últimos los que lo cogen arañan también; siguiéndose de aquí que se separan unos de otros con más encarnizamiento que nunca”

(Juan Rico y Amat, Diccionario de los políticos, Imprenta F. Andrés y Compañía, Madrid, 1855. Subrayado en el texto del autor)

Aunque ha sido difundido en unos días en que todos pensamos más en las celebraciones, considero necesario abrir un hueco y reflexionar en voz alta sobre sus consecuencias. Cada lector pondrá el foco en aquellos aspectos que le interesen o afecten. Por mi parte, he leído el Acuerdo de coalición PSOE-UP, titulado “Coalición Progresista. Un nuevo Acuerdo para España”, con la mirada puesta en los temas institucionales. Y ya les anticipo que, salvo aspectos muy puntuales que luego citaré, la frustración que me ha despertado su contenido es muy elevada. Por tanto, este análisis debería ser necesariamente breve, pues prácticamente nada se dice, salvo lugares comunes, sobre un tema que es muy importante ante el desgaste, descrédito y pérdida de confianza de la ciudadanía en el sistema institucional, que desde hace algunos años se cae a pedazos. Da la impresión que, sin embargo, el documento es ajeno a la crisis institucional que nos invade, ignorándola (casi) por completo.

Con una redacción plana de periodismo raso, sin apenas presentación, sorprende, así, que en un documento de 50 páginas las cuestiones institucionales se despachen en unos pocos y escasamente trabajados párrafos, frente a la importancia que en términos de extensión se le dan a otros muchos temas, sin duda más populares. Tal vez las cuestiones relativas a “Regeneración democrática y transparencia” son, junto con las de Justicia eficaz (que aquí no se tratarán), las que han merecido mayor atención (un poco más de media página por lo que afecta a las primeras, pero al menos incluyen 9 puntos u objetivos). Sin embargo, una lectura atenta de esas propuestas no pueden sino sumirnos en una cierta perplejidad.

En efecto, si comenzamos con la elección y renovación de los órganos constitucionales y organismos independientes, en cuyo listado se advierte alguna omisión clamorosa (por ejemplo, la Agencia Española de Protección de Datos o las renovaciones parciales del Tribunal Constitucional y de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia), nada parece que cambiará, pese a las apariencias, en el modo y manera de designar a tales miembros: todo apunta a que el reparto por cuotas políticas seguirá siendo la regla dominante tan apreciada por una política clientelar de uno u otro signo, solo atemperada en el Acuerdo por un evanescente compromiso de que “en los acuerdos parlamentarios de consenso” que se trencen se primará (ya veremos cómo) “los principios de mérito, capacidad, igualdad, paridad de género y prestigio profesional”, algo que realmente solo se puede obtener mediante concursos abiertos o convocatorias competitivas, una modalidad que ni en sueños aparece reflejada en ese documento. Dicho en lenguaje más llano: el reparto del botín entre los “amigos políticos” seguirá siendo –salvo sorpresas agradables, que no se esperan- el sistema de designación para tales responsabilidades públicas, edulcorado –cabe presumir- con airear los currículum tan acreditados (aunque ya nadie crea en esos historiales engordados artificialmente) que ostentarán quienes sean elegidos finalmente por el dedo democrático.

La corrupción está muy bien que se afronte, pues es un gravísimo problema que anega la vida pública y los cimientos de la sociedad, pero difícilmente se resolverá tan gruesa cuestión sólo con leyes y más leyes. No parece que los redactores del Acuerdo hayan leído con atención el último Informe sobre España del GRECO (editado el 13 de noviembre de 2019; ver: https://rafaeljimenezasensio.com/documentos/), donde se aboga por medidas preventivas que ni siquiera aparecen de refilón en tal documento. Todo se fía a la Ley y al valor taumatúrgico del BOE, que publicará las normas que se promueven y que luego no se aplicarán o desfallecerán en su puesta en práctica. La fiebre reguladora se extenderá además a los lobbies y a la transparencia, a la reforma de la propia Constitución (aforamientos), a la ley de incompatibilidades y a la ya envejecida prematuramente Ley de Transparencia. Imponer la probidad a golpe del BOE representa un necesario, pero a todas luces insuficiente, modo de afrontar el problema. Ni una sola referencia a la integridad institucional ni a los sistemas de esa naturaleza. Nada sobre cultura ética ni rastro de códigos de conducta y marcos de riesgo. Pobre, muy pobre.

Si el foco lo ponemos sobre la Administración Pública, se advertirá de inmediato que la apuesta por una Administración digital, más abierta y eficiente, puede ser compartida por la totalidad de los ciudadanos. El Plan de Digitalización es su buque insignia, y el impulso de la digitalización su camino. Nada que objetar, sino todo lo contrario. No obstante, se reitera o repite la reforma de la Ley de Transparencia, aunque en este caso se concreta la aprobación del largamente esperado (tras más de cinco años) Reglamento de desarrollo (ya elaborado). La extensión de la carpeta ciudadana es una buena línea de trabajo. Tampoco cabe objeción alguna. Y la apertura de los datos de la Administración es un necesario reto que debe cohonestarse con la eficiencia y la protección de los datos de carácter personal (un tema que hubiera requerido algún apartado específico). La compra pública innovadora también forma parte de los píos deseos del nuevo Gobierno. Así como la digitalización del sector público empresarial. No hay, en este punto, cosas que chirríen, tal vez algunas ausencias. Es la parte institucional más engrasada, dado que la política de Administración digital tiene ya largo recorrido en la AGE.

El fiasco monumental viene cuando se trata de reflejar las medidas propias del empleo público. Llama la atención sin duda que estas se despachen a modo de telegrama, salvo en lo que respecta a los servicio de prevención y extinción de incendios y salvamento (SPEIS), un ámbito al que sorprendente y desproporcionadamente se le dedica más de la mitad de la extensión de las propuestas relativas al empleo público. Tal vez de forma maliciosa se podría pensar que ello se debe a que ese futuro Gobierno de coalición deberá “apagar muchos fuegos” (políticos o sociales, se entiende; pero también internos), pues si no sencillamente no se puede comprender cómo los SPEIS puedan ser para los redactores del Acuerdo el punto más relevante de la inevitable y necesaria transformación del empleo público, a la que solo se le dedican lugares comunes y objetivos de una pobreza conceptual y estratégica sencillamente supinos. Por fin, tras décadas de estudio, he comprendido que el problema existencial de la función pública española radica en los bomberos. Paradojas de un país a veces incomprensible.

No hay, en efecto, en el citado Acuerdo ni una sola referencia a los temas claves que afectan a la función pública en estos momentos y, sobre todo, a los que se deberá enfrentar la institución en la próxima década, por no decir de forma inmediata. Tales como el impacto del envejecimiento de las plantillas y el necesario relevo generacional, unido al dato de las consecuencias que la revolución tecnológica tendrá, más temprano que tarde, sobre los perfiles de empleos públicos que requerirá la Administración Pública (Gorriti, 2019). Los problemas de selección se identifican en los Acuerdos cuando se trata de los jueces (Elisa de la Nuez), pero no en la función pública, aunque sus métodos de reclutamiento estén en este último caso tan periclitados o casi como en el de sus señorías. De las titulaciones STEM se habla en el capítulo de la política feminista (como cierre de la brecha de género educativa y profesional), pero no se hace mención alguna a la necesidad que tendrá la Administración Pública de dotarse de tales perfiles profesionales. Tampoco hay referencia de ningún tipo (y aqui los silencios son muy medidos) a la profesionalización de la dirección pública, con lo que no le den muchas vueltas al tema: la colonización política o de las clientelas de los partidos de la alta dirección pública seguirá siendo la nota existencial en la provisión de tales niveles, solo que ahora incrementada puesto que los partidos en liza son más (PSOE, UP e IU, debiendo atender también sus cuotas territoriales).

Lo mas cándido de los Acuerdos en materia de empleo público consiste en la propuesta de aprobar “un Plan de Formación y capacitación de los empleados públicos”. ¿Es que no existía?, ¿cuál es, por tanto, la novedad? Se lo podrían haber ahorrado o insertarlo de otro modo. No quiero desmerecer a la formación, cuyo rol en el proceso de adaptación del empleo público a la revolución tecnológica será determinante, pero nada de eso se dice. Y no digamos de la revisión del “contrato de interinidad en la Administraciones Públicas”, que presumiblemente se debe referir de modo elíptico e incorrecto a reducir la interinidad en el empleo público y, pongámonos a temblar, a aplantillar por determinación legal o mediante procedimientos espurios a todo el personal interino existente (aunque eso, en honor a la verdad, no se dice en el Acuerdo y deriva de mi propia cosecha, siempre tan ensoñadora y malpensada), una tendencia a la que el grupo UP ya mostró sus debilidades en la Asamblea de Madrid la pasada legislatura.

El Acuerdo aboga de modo expreso por la elaboración de un nuevo Estatuto de los Trabajadores para el siglo XXI, centrando una de sus exigencias precisamente en su adaptación a la revolución tecnológica (que transformará de raíz la concepción tradicional del empleo), pero en lo que al empleo público respecta ni siquiera se aproxima a esa realidad, como si la función pública quedará inmunizada de tales tendencias por el sacrosanto caparazón de la inamovilidad funcionarial. Convendría que se hubiesen planteado sensatamente si tiene sentido hoy en día la dualidad de regímenes jurídicos (funcionarios/laborales) en el empleo público (más concretamente la dualidad de jurisdicciones para conocer de los litigios del empleo público), pues si se renueva el Estatuto de los Trabajadores y, a su vez, se deja inmaculado el estatuto de los empleados públicos, el problema heredado se puede agravar.

En fin, confiemos en que en la formación ministerial, en las decisiones estructurales y en el pulso cotidiano, el futuro Gobierno enderece esas primeras imprecisiones y tape inteligentemente las innumerables carencias que se advierten en el Acuerdo de coalición en lo que al sistema institucional respecta. Pero el arranque no es ciertamente para tirar cohetes. Más bien llena de preocupación que un sistema institucional, una Administración Públicas y una función pública que están plagadas de desafíos e incertidumbres haya merecido tan poca atención en lo que pretende ser una hoja de ruta del futuro Gobierno. Al menos en estos temas aquí analizados (esto es, desde la perspectiva exclusivamente institucional) lo único que se advierte es que el futuro timonel carece de carta de navegación fiable. Más le valdrá que se provea pronto de ella. Por el bien de todos aquellos que vamos en la nave. Y más concretamente de nuestras maltrechas instituciones, a las que desgraciadamente nadie atiende si no es para prevalerse de ellas.

ADENDA: EL NIVEL LOCAL DE GOBIERNO EN EL ACUERDO DE COALICIÓN

El nivel local de gobierno, en lo que a su autonomía respecta, parece resultar mejor tratado en el Acuerdo, aunque sus propuestas se limiten a derogar la Ley 27/2013, de racionalización y sostenibilidad de la Administración Local (¿lo admitirá la Comisión Europea en lo que afecta a sostenibilidad financiera?) y a unos vagos compromisos en materia de financiación municipal (mediante una redefinición de los tributos locales). No se anuncia, sin embargo, la aprobación de un nuevo marco normativo básico, salvo en lo que respecta a materia tributaria, cuando la Ley de Bases de Régimen Local ofrece ya (tras casi treinta y cinco años de vigencia) síntomas de agotamiento absoluto y de clara inadaptación a las exigencias actuales de los ayuntamientos. Se requiere, sin demora, afrontar una redefinición del marco normativo básico local. Aunque mucho mejor sería reformar la Constitución y fortalecer, así, el nivel local de gobierno (una propuesta que el profesor Manuel Zafra lleva tiempo defendiendo). De todos modos, regular el nivel de gobierno local es diseñar un marco institucional sobre el que se debiera alcanzar el máximo consenso político, pues dejar la regulación a los humores políticos de una mayoría parlamentaria transitoria es cometer los mismos errores en los que se incurrió en la reforma local de 2013. En materia de las competencias municipales se pretende su «ampliación», olvidando que el legislador básico de régimen local no atribuye competencias propias a los municipios sino que garantiza un estándar de autonomía municipal que deberá ser respetado por el legislador sectorial autonómico, que -junto con el estatal- es quien determina qué competencias propias tienen los ayuntamientos (por todos, Francisco Velasco). Es sintomática la ausencia de cualquier referencia a las diputaciones provinciales, lo que abre la duda sobre cuál es el futuro que se le depara a tales instituciones en la estrategia del futuro Gobierno. Pero ciertamente, impulsar la política de «revertir la despoblación» a la que se le dedica un amplio espacio en el Acuerdo requerirá superar las enormes limitaciones que tiene la atomización de la planta municipal y en esa línea el papel de las diputaciones provinciales como de las fórmulas de asociación municipal o las propias comarcas, no puede ser despreciado. Sorprende, en todo caso, que en materia local no se haga ninguna referencia a los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030 (solo citada en un momento cuando se habla de la Unión Europea y de la internacionalización).

Hay algunas otras referencias puntuales a las entidades locales (que se siguen denominando en varios pasajes como «Corporaciones locales»), así algunas más a los ayuntamientos (por ejemplo, en materia de vivienda, alquileres y personas sin hogar), pero se echa de menos una concepción más holística del nivel local de gobierno como una estructura institucional de proximidad que presta servicios a la ciudadanía en aquellos ámbitos en los que el resto de los poderes públicos no alcanzan a cubrir, lo que requiere asimismo una financiación complementaria. Los ayuntamientos representan el nivel de gobierno con mayor legitimación social de las estructuras gubernamentales, sin embargo han estado hasta ahora escasamente atendidos (cunado no completamente olvidados) por las agendas políticas. El Acuerdo de Coalición no termina de acertar en el enfoque institucional de la realidad local, aunque muestre algunas propuestas de interés, otras de marcada ingenuidad (derogar toda la LRSAL), aspectos marcados por la ambigüedad y algunos silencios que son, cuando menos, reveladores (en el documento no se cita ni una sola vez la expresión «diputaciones» ni tampoco «provincias»). En todo caso, habrá que esperar cómo se articulan efectivamente esas aún abstractas propuestas, pero ya se dan algunas pistas.

LA NECESARIA ADAPTACIÓN DE LAS ORGANIZACIONES PÚBLICAS

 

“Si la organización tiene que funcionar, hay que organizarla como un equipo” (Peter Drucker)

“Para alcanzar mejoras significativas en capacidades críticas de gobierno se requieren rediseños innovadores y radicales” (Yehezkel Dror)

 

Las Administraciones Públicas siguen ancladas desde el punto de vista organizativo en el modelo departamental o funcional, también conocido como divisional. Las escasas alternativas puestas en marcha (aplicaciones matriciales o de otro carácter) por lo común han fracasado o, en el mejor de los casos, han tenido efectos muy limitados. Las organizaciones públicas llevan más de dos siglos con ese sistema de reparto de atribuciones. La formación de cualquier estructura gubernamental (ministerios, consejerías o áreas de gobierno) se sigue haciendo con esos mimbres. Y cada organización pública se cuartea en trozos funcionales más o menos uniformes de acuerdo con las misiones principales que a cada ámbito acotado se le asignan. Aunque tal cuarteamiento funcional es, algunas veces, claramente disfuncional, especialmente  cuando el reparto del poder en gobiernos multipartidos o de coalición obliga a equilibrios irrazonables. Todo lo más, cuando emerge un problema nuevo o una prioridad en la agenda política “se fabrica” un nuevo departamento (igualdad, transición ecológica, gobernanza, transparencia, etc.). Las funciones permanentes o eternas forman parte, así, de un paisaje estructural que solo se altera por cambios de denominación en los departamentos o por los trasiegos antes indicados fruto de pactos de gobierno o de ubicación de determinadas personas en el puente de mando.

El modelo es más viejo que el crimen pero ha aguantado hasta ahora el paso del tiempo. Al parecer no había alternativa o la pereza político-burocrática ahogó cualquier intento de alterar ese statu quo. Cierto es que los marcos normativos, pesados y detallistas, condicionan a veces el modelo hasta hipotecarlo y abortar cualquier opción de cambio. Y, si no, ya están los sindicatos o los jueces para evitar que lo viejo deje paso a fórmulas más abiertas. Nunca aceptadas.

Estas organizaciones departamentales de las Administraciones Públicas son las que, Frederic Laloux en su libro Reinventar las organizaciones (Arpa, 2016), denomina como organizaciones ámbar, que se encuentran en la parte baja del desarrollo organizacional, solo superadas por las organizaciones rojas (pandillas callejeras y mafias). Uno de sus atributos es, a juicio de ese autor, que “crean estructuras estables y que permiten escalar” (aunque en nuestro caso solo sea hasta la mitad de la escalera, pues luego la política blinda el paso a la zona alta). También crean estructuras jerárquicas formales. Pero esas organizaciones públicas están en su inmensa mayoría lejos de aquellas otras organizaciones que innovan, estimulan la creatividad y promueven la meritocracia (el paradigma naranja), o de aquellas otras que hacen bandera del apoderamiento y la descentralización e impulso de los valores (organizaciones verdes), y no digamos nada de aquellas que promueven la autogestión o la dirección horizontal (como son las organizaciones teal). Estos estadios organizativos avanzados están aún muy lejos de la evolución actual de nuestra mayor parte de organizaciones públicas. Excepciones hay algunas.

Lo cierto es que el entorno se está transformando a velocidad de vértigo y, sin embargo, las estructuras de las Administraciones Públicas muestran una quietud rayana en la parálisis. Siguen funcionando como si nada se hubiese alterado alrededor suyo. En efecto, el exclusivamente dominante modelo departamental es incapaz hoy en día de articular en su seno una mirada transversal efectiva o cuando menos estructuras directivas o unidades organizativas de propulsión de proyectos transversales o temporales que aúnen recursos desperdigados por las estructuras departamentales y sean capaces de generar sinergias, promoviendo efectivamente actuaciones conjuntas entre diferentes estructuras inicialmente aisladas, pero cuyos ámbitos de actuación no pueden ya fracturarse.

Ciertamente, atender los retos futuros que las organizaciones públicas deben ya afrontar, tales como la Agenda 2030 (con su innegable carácter transversal y su constante solapamiento funcional), la revolución tecnológica, el envejecimiento de la población y de las plantillas de personal, así como, entre otros muchos, las migraciones o las políticas de inserción plena de la juventud en el empleo y en la sociedad (vivienda, futuro previsional, medidas sociales, etc.), por no hablar de las políticas de igualdad, requiere llevar a cabo proyectos transversales, otros de carácter temporal, programas específicos de captación de talento, cuando no impulso de nichos estructurales de innovación en el ámbito público que las organizaciones convencionales son incapaces de asumir o de construir. El reto está en “gestionar sin jerarquía” (Hamel).

Por consiguiente, bajo esas coordenadas expuestas y antes los enormes retos a los que se deberá enfrentar lo público en los próximos años y décadas, se pueden identificar algunos puntos en los que las organizaciones públicas deberían invertir cuando antes mejor. A saber:

  • Ese modelo organizativo departamental/funcional, con fuerte base jerárquica, está anclado en un sistema social y de prestación de servicios ya superado y que en los próximos años, como consecuencia de las transformaciones que se prevén, se verá impotente para hacer frente a las necesidades inmediatas que se deberán satisfacer desde lo público.
  • La permanencia y estabilidad funcional del sector público será un recuerdo del pasado en unos años. Habrá misiones públicas que se mantengan (funciones de autoridad o de soberanía), pero otras sufrirán mutaciones considerables. El trabajo transversal y las exigencias de desarrollar misiones o proyectos de carácter temporal crecerá de forma clara. Y tal tendencia obligará inevitablemente a las Administraciones Públicas a adoptar nuevas fórmulas organizativas que puedan dar respuesta a esas necesidades, pues la opción por crear estructuras organizativas estables/permanentes para nuevas necesidades (que serán temporales o no estructurales) o por articular grupos de coordinación, consejos o comisiones interdepartamentales (para los retos transversales), ha mostrado ya sus enormes limitaciones estratégicas y operativas, hasta el punto de convertir a tales fórmulas en superfluas o disfuncionales.
  • Por tanto, cabe explorar estructuras organizativas que estén dotadas de la flexibilidad necesaria, así como –tal como recordaba Drucker- impulsar en las Administraciones Públicas “nichos de innovación” que conformen estructuras organizativas abiertas, flexibles y temporales, o que incluso puedan mutar con celeridad en su evolución conforme se abran nuevas expectativas o demandas a satisfacer. La ductilidad debe incorporarse al funcionamiento de las estructuras organizativas públicas.
  • En las organizaciones públicas se deberían impulsar, tal como ha hecho la Ley 2019-828, de 6 de agosto, de transformación de la función pública francesa, la creación de estructuras directivas y empleos de naturaleza temporal con competencias específicas  (no habituales en el sector públicos) que trabajen en proyectos transversales, programas de transformación e innovación horizontales o sectoriales, o en la puesta en marcha de políticas medida. Allí en Francia se ha puesto un horizonte temporal razonable de 6 años como máximo.
  • Este tipo de proyectos, programas o políticas no tendrían carácter estructural y se podrían cubrir por comisiones de servicio o, en su caso, mediante la figura de funcionarios interinos por programas (se desaconseja completamente, por los problemas de encadenamientos de contratos y de la conversión en personal laboral indefinido no fijo, el recurso a la figura del personal laboral). Aunque lo más razonable sería que la legislación se reformara y se abriera la posibilidad de conformar programas temporales de 5 o 7 años, para impulsar misiones puntuales de las organizaciones públicas o proyectos de transformación singulares (digitalización o automatización de ámbitos específicos, por ejemplo)
  • El personal directivo de tales estructuras podría ser funcionario en comisión de servicios (mediante un procedimiento de convocatoria pública) o personal reclutado del mercado vinculado a través de un contrato laboral de alta dirección, en aquellos casos en que el proyecto o programa tuviera una complejidad funcional y estructural suficientemente importante para disponer de una figura directiva de tales características. Convendría ampliar las comisiones de servicios o figuras similares a 5/7 años en esos casos.
  • Asimismo, estas soluciones organizativas transitorias o temporales podrían representar un buen banco de pruebas de atracción de talento profesional hacia la Administración Pública, siquiera durante un período de tiempo, mediante la incorporación a través de esta vía personal experto en dirección o gestión de equipos, así como del profesionales jóvenes del ámbito tecnológico, de ingeniería o matemáticas, entre otras titulaciones STEM o personal de formación profesional de las ramas tecnológicas.
  • Este sistema de proyectos o programas abriría, además, un puente de tránsito, probablemente de ida y vuelta, entre el sector privado y el público, captando talento millennial sin necesidad de hacer llamadas (siempre desatendidas) a que se incorporen a un sistema periclitado de superación de “oposiciones” a un puesto de trabajo “para toda la vida”, que no les despierta ningún atractivo. El aprendizaje permanente y el cambio de posiciones laborales a lo largo de la vida será una constante enlas próximas décadas. La Administración no puede quedarse totalmente al margen de esa tendencia, que ya es dominante.

En suma, sería necesario que las Administraciones Públicas fueran paulatinamente invirtiendo la tendencia que aboga por una organización administrativa de corte funcional o divisional, incorporando de forma gradual nuevas estructuras de carácter innovador, flexible y polivalente que aborden transversalmente o por medio de programas temporales de refuerzo los innumerables retos estratégicos a los que se enfrenta el sector público (Agenda 2030, nuevo régimen climático, envejecimiento, migraciones, revolución tecnológica, etc.) y dando paso, así, a estructuras directivas de proyecto o de misiones puntuales, lideradas por una persona de la organización o que, proveniente del exterior, se incorpore a tales programas públicos tras un proceso competitivo, abierto y previa acreditación de disponer de las competencias directivas requeridas para tal misión. El futuro de las organizaciones camina por esa senda. Verlo no es muy difícil. Aplicarlo a las organizaciones públicas, hoy por hoy, parece casi imposible. Las inercias y el peso de la tradición, unido a una política que minusvalora la trascendencia que tiene la máquina organizativa para obtener buenos resultados de gestión (también política), hacen muy difícil dar pasos decididos hacia ese objetivo. Pero no es imposible. Hay organizaciones públicas, como las locales o las de pequeño y mediano tamaño, donde este proceso es más sencillo y tiene menos cortapisas por lo que afecta a resistencias culturales y corporativas que las existentes en las organizaciones públicas mastodónticas, siempre más ineficientes y muy complejas de adaptar. La clave, como siempre, es dar los primeros pasos. El miedo al fracaso no puede atenazar esos cambios imprescindibles, pues si se actúa con conocimiento, prudencia y tino es difícil empeorar las cosas.  La adaptabilidad organizativa será el motor que permita que las organizaciones públicas no terminen perdiendo el tren de los retos que se abrirán en la década 2020-2030. Veremos qué organizaciones públicas están a la altura y cuáles otras se despeñan. Es cuestión de tiempo.