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LA LEY 2/2023, DE «PROTECCIÓN DEL INFORMANTE»: PRIMERAS IMPRESIONES

PDF: LEY 2-2023 DE PROTECCIÓN DENUNCIANTE

Tras una larga espera, y una vez más con incumplimiento de los plazos de transposición por casi año y medio desde aquel “a más tardar” de la Directiva (UE) 2019/1937, ha visto la luz la denominada como Ley reguladora de la protección de las personas que informen sobre infracciones normativas y de lucha contra la corrupción, un largo enunciado que pretende evitarla expresión “denunciante” (aunque se desliza en algún artículo de la Ley, como es, por ejemplo, en el artículo 4). En todo caso, informar es algo muy distinto de denunciar, por mucho que se empeñe el legislador español, alejándose en este punto de la expresión más exacta que utilizó la Directiva (UE) 2019/1937, que no se anduvo con remilgos y se tradujo por “denunciante”. Debe ser por la asimilación que todavía algunos hacen entre el denunciante (de honda tradición en nuestra normativa administrativa) y el chivato de épocas pasadas. En fin, cosas de este país.

Realmente, la Ley 2/2023 ha sido muy esperada y se ha estado cociendo a fuego lento;  pero no por ello a muchas instituciones públicas y empresas pillará con el pie cambiado, a pesar de que estamos en plena vorágine de gestión de fondos europeos y de plena aplicación (¿?) de las medidas preventivas y de detección del fraude, la corrupción, los conflictos de intereses y la doble financiación y, por tanto, ya tendríamos que estar bastante familiarizados con esos canales internos y externos de denuncia (perdón, de “información”) y, por consiguiente, tales canales, ahora integrados en los llamados Sistemas Internos y Externos “de Información”, deberían ya formar parte de nuestra incipiente y acelerada cultura institucional de lucha contra la corrupción.

De todos modos, ha tardado en insertarse en nuestro marco normativo, y siempre, además, como pasa en este país, gracias al empuje de la Unión Europea, que por si nosotros fuera esto de la integridad y de la lucha contra la corrupción son zarandajas que apenas interesan a quienes ejercen el poder, no sea que les perturben su plácido disfrute. Si hace diez años se aprobó la Ley de Transparencia, que ha llegado hasta hoy con más pena que gloria, ahora le toca el turno a una medida puntual de lo que debería ser un Sistema de Integridad Institucional (que la Administración General del Estado, al igual que han hecho algunas pocas instituciones, está queriendo poner en marcha, lo que es de aplaudir), como es la creación de canales internos y externos de “información” como una potente medida (siempre que se ejerza y facilite) de prevención y detección de las irregularidades y la corrupción.

La citada Ley es, en verdad, algo más que un marco normativo de protección del denunciante, y así se intuye tanto por su finalidad principal, pero también por los objetivos complementarios. Su ámbito de aplicación material es generoso, pero no tanto el personal (que se reduce a “empleados”; cerrando, al parecer, el paso al personal directivo o a los miembros de los órganos de gobierno). En todo caso, ya veremos si realmente protege tanto como enuncia (algunas dudas ya se han vertido al respecto), puesto que diseña (y es el punto que ahora me interesa resaltar) un sistema institucional de garantía frente a las denuncias o informaciones que se trasladen a las respectivas instituciones en relación con las infracciones tanto del Derecho de la UE como del Derecho interno, en lo que afectan a acciones u omisiones que tengan por objeto irregularidades administrativas graves o muy graves, así como infracciones penales.

Este marco normativo tiene ciertas similitudes y fuentes de inspiración, por un lado, con el RGPD y la LOPDGDD, en cuanto que su aplicabilidad se extiende tanto al sector privado como al público (no es, por tanto, una ley exclusivamente administrativa, sino con despliegue más allá del Derecho Público al establecer normas de aplicación a las empresas privadas, con desigual intensidad si se trata de la aplicabilidad de los canales internos (solo para empresas de más de 50 trabajadores) o de los externos (que, cabe presumir, que es generalizada). Por otro lado, esta Ley busca también su fuente de inspiración en el molde institucional establecido en la Ley de Transparencia (Ley 19/2013) de quien copia la reproducción de una Agencia estatal (Autoridad Independiente de Protección del Informante, nombre feo donde los haya, que describe solo parcialmente los  cometidos de tal institución), y permite la convivencia (pues algunas de ellas ya están en pleno funcionamiento bastante antes de que el Estado poder central se despertara) de las Agencias autonómicas que tienen, por lo común, el hilo conductor de la vocación antifraude y lucha contra la corrupción, orillando lo bonito que hubiese sido ver las cosas de forma más positiva y haber llamado a todas esas Instituciones Agencias o Autoridades de Integridad Pública (por esa línea iba, por ejemplo, la Ley aragonesa de 2017, que entró en vía muerta aplicativa). Pero la impronta europea antifraude ha marcado el terreno. Además, se admite que si las CCAA no crean tales Autoridades Independientes puedan suscribir convenios con la Autoridad estatal, a fin de cuentas el mismo modelo que la Transparencia; pero la duda que cabe en este caso es más seria: ¿Qué ocurre si una Comunidad Autónoma no suscribe tales convenios?; ¿Quedan los “denunciantes” desprotegidos? ¿Cabe una aplicación asimétrica territorial y temporalmente para una materia de tanta importancia? Todo apunta a que se aplicaría la posibilidad de acudir directamente al canal externo de información regulado en el título III de la Ley; pero el problema es cuándo estará plenamente operativa la Autoridad estatal, y qué sucede mientras tanto. Las cuestiones que trata esta Ley son más prosaicas y terrenales (con fuertes impactos personales de vidas, algunas horicas como hemos visto, arruinadas parcialmente por ajustes de cuentas políticos) que la poesía de la transparencia. Y convendría haber estado un poco más atinados en la regulación, máxime cuando su autor es el Ministerio de Justicia, del que cabe predicar la excelencia regulatoria (¿de quién si no?).

Pero ahí no acaba todo, las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla también podrán crear sus tingladillos protectores, al igual –si es que lo admite el legislador vasco; aunque el anuncio de la Ley parece ir encaminado al reconocimiento elíptico de “un derecho histórico”- que los propios Territorios Históricos Vascos, que ya crearon sus Comisiones de Reclamaciones del derecho de acceso a la información pública (¿pero, realmente, estamos hablando de las mismas cosas?).Pues nada, que si todos se ponen alegres y combativos dispondremos en España de veintitrés Autoridades “Independientes” (¿alguien se cree esto último?) de protección de denunciantes/informantes. Como pongan mucho celo y dados los escasos mimbres protectores que en una primera lectura parece ofrecer la Ley, podría darse el caso (aunque sin duda es una opinión exagerada a todas luces) de que haya más agencias que denuncias. Pero, ya se sabe: la función hace al órgano. Hay Agencias autonómicas que funcionan muy bien (léase la Agencia Antifraude de la Comunidad Valenciana), otras que funcionan razonablemente y las hay menos vistosas. Imagínense cuando proliferen como setas. Me objetarán que eso es el Estado autonómico. Sin duda, así es. Veremos si funcionan los píos deseos y cantos de sirena a la coordinación entre Autoridades, cuyo liderazgo se le asigna a la non nata Agencia estatal, cuya puesta en marcha efectiva se dilatará por varios meses.

Lo relevante ahora es que tal normativa se aplica a todas las Administraciones Públicas y entidades de su sector público, con lo cual se despejan así algunas de las dudas que planteó la Directiva en torno al margen de configuración normativa que implicaba su aplicabilidad a municipios de menos de 10.000 habitantes. En nuestro caso, todos los ayuntamientos están obligados a disponer de un Sistema de Información y, por tanto, de canales internos; aunque para ello lo puedan mancomunar o ser prestado por otros niveles de gobierno (aunque individualizando su aplicación), tales como las diputaciones provinciales o las comunidades autónomas uniprovinciales, por no hablar de Cabildos, Consejos Insulares o Diputaciones Forales (que, incluso, en este último caso se abre la posibilidad de que creen, si así lo prevé la normativa autonómica, su propia Autoridad de protección del denunciante, tal como prevé la disposición adicional cuarta).

Sin poder ahora comentar todos los aspectos de una Ley ciertamente extensa, cuyo nudo gordiano es la protección del denunciante (Título VII), que serán tratados en otra ocasión, baste con indicar que, a nuestros efectos, nos interesan más tratar ahora las cuestiones institucionales y aplicativas de tal norma. Por lo que respecta a las primeras, el Título II prevé una detallada regulación de lo que denomina como el Sistema interno de información, cuya pieza central son los canales internos. Un marco normativo que tiene reglas de aplicación general para las empresas y las entidades públicas, así como reglas específicas de aplicación para el sector privado y público, respectivamente. Asimismo, como se detalla exhaustivamente en el preámbulo, la Ley incorpora, tanto en los canales internos como externos, la posibilidad de presentar denuncias anónimas, lo cual es, sin duda, un importante avance, dado que la Directiva admitía también en este caso márgenes de configuración. Además, es un paso importante, como ya preveía la Directiva, la presentación de las denuncias o informaciones a través de un sistema multicanal, en el que tal vez la dimensión presencial debería haber recibido un trato más amplio.

La Ley, además, es muy optimista en los plazos de ejecución de sus mandatos. Nada más y nada menos que obliga a que en el plazo de tres meses desde su entrada en vigor todas las entidades dispongan de canales internos de denuncias. Pues, nada, a correr, y además en plena vorágine electoral municipal y en no pocas CCAA; con lo cual, cuando transcurra ese plazo expeditivo se podrán contar con los dedos de una mano quienes, si no lo tenían ya, hayan espabilado y aprobado a velocidad de vértigo un Sistema interno de Información. Afortunadamente, el legislador ha estado atento a nuestra atomizada realidad municipal, y ha aplazado hasta el 1 de diciembre de 2023 la creación de tales canales internos para los ayuntamientos de menos de 10.000 habitantes (y a las empresas de menos de 250 trabajadores).  En fin, esto del realismo pragmático no es precisamente una virtud que adorne a los legisladores de Justicia ni a los innumerables senadores y diputados que han dado al botón aprobando o desaprobando ese texto normativo.

También mete presión el legislador a las Comunidades Autónomas que ya dispongan de agencias u oficinas antifraude, pues les dan seis escasos meses para adaptar su normativa a la establecida en la Ley, si ello fuera necesario. Un tiempo reducidísimo para modificar textos legales, más en algunos casos en período electoral. Otro ejercicio sublime de escaso realismo normativo.

Y, en fin, la Ley 2/2023, contiene una minuciosa regulación, solo aplicable a la AGE y su sector público, de la Autoridad Independiente de Protección del Denunciante, cuyo molde institucional –como decía anteriormente- se ha calcado de la Ley de Transparencia, con una Presidencia y un órgano consultivo, con funciones relevantes, que van mucho más allá de la protección del informante, y que si son bien empleadas pueden ir gradualmente incorporando la cultura de la integridad en la Administración General del Estado, sirviendo tal vez de espejo a otras instituciones y territorios. Pero, como todo en la vida político-institucional, dependerá del acierto o desacierto que se tenga en el nombramiento de la Presidencia, pues si siguen con la línea de nombrar ex altos cargos de la Administración o amigos políticos de los gobernantes de turno, la flamante Autoridad Independiente perderá pronto el adjetivo para transformarse en uno de tantos artefactos institucionales, que tanto abundan en este país, que sirven de comedero político para quienes quieren cerrar con más púrpura extensas carreras en ese ámbito. Lo de siempre. Oportunidades hay, esperemos que no se pierdan.

La Ley es básica, salvo el Título VIII, aunque haya alguna regla que distorsione esa impresión (disposición transitoria segunda, 3). En cualquier caso, la Autoridad estatal se fía para largo: en un año como máximo se aprobará el Real Decreto que regule sus Estatutos. O se dan prisa en este proceso, o la puesta en marcha de esa sofisticada maquinaria institucional de protección del denunciante y de fomento de la integridad llegará en el momento en el que la gestión de los fondos europeos NGEU esté en su fase declinante. Cuando más se necesitan instrumentos de este carácter, la política legislativa sigue yendo a ritmo “caribeño”. ¿Por qué será? 

 

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LA DIRECCIÓN PÚBLICA EN UN ESTADO CLIENTELAR DE PARTIDOS[1]

Rafael Jiménez Asensio (Consultor Institucional/Catedrático acreditado de Universidad)

“El método democrático crea políticos profesionales, a los que convierte después en administradores y ‘hombres de Estado’ amateurs. Peor aún (…) las cualidades de inteligencia y de carácter que convierten a alguien en un buen candidato no son necesariamente las mismas que le convierten en un buen administrador” (Schumpeter, 2015, 98).

RESUMEN/ABSTRACT: El presente artículo tiene por objeto analizar las dificultades materiales en la implantación de  la dirección pública profesional en un sistema político administrativo asentado sobre bases del clientelismo político o del patronazgo. El hilo conductor de este trabajo es el papel que, directa o indirectamente, han tenido y tienen los partidos políticos en el control de la alta Administración, una tendencia generalizada, pero que adquiere unas dimensiones cuantitativas y cualitativas muy superiores en nuestro contexto institucional, que bien se puede calificar, así, como un “Estado clientelar de partidos”. Este contexto descrito es una de las principales causas que explica el fracaso de los tímidos intentos de profesionalización de los niveles directivos ensayados en España en la última década y, por tanto, muestra las dificultades efectivas para que las Administraciones Públicas españolas se homologuen, en este punto, a las democracias avanzadas, rompiendo un pesado legado institucional, cuyos efectos patológicos no han hecho sino incrementarse con el paso del tiempo.  

SUMARIO

1.- Preliminar

2.- Los partidos y sus mutaciones: un breve apunte

3.- Las tesis de García Pelayo sobre el Estado de partidos, la alta Administración y los altos cargos: planteamiento y (parcial) refutación.

4.- Evolución reciente del Estado de partidos y su incidencia sobre la alta Administración.

5.- Final: ¿Es posible implantar una Dirección Pública Profesional en el marco de un Estado clientelar de partidos?

[1] Este trabajo incorpora algunas ideas de un estudio de mayor extensión y de objeto más amplio, que, tras estudiar las raíces históricas de esta problemática en la España de los siglos XIX y XX, analiza el papel de los partidos políticos en el proceso de anulación efectiva del principio de separación de poderes y de los órganos de control del poder político, así como se ocupa de examinar las causas del elevado nivel de colonización política que se ha producido en la alta dirección de la práctica totalidad de Administraciones Públicas, solo compensada parcialmente en algún caso por una estrecha visión de corporativismo politizado. Las causas del profundo deterioro institucional y administrativo que vive España en estos momentos, tanto en sus estructuras centrales como territoriales, tal vez se puedan explicar parcialmente por el cada vez más creciente e intenso clientelismo político, que se ha ido imponiendo de forma implacable por el ejercicio del poder, y que no parece tener fin. 

PDF DEL TRABAJO PARA SU LECTURA ÍNTEGRA:

LA DP EN EL ESTADO CLIENTELAR DE PARTIDOS FINAL -1 

LA LEGITIMACIÓN DEL DEFENSOR DEL PUEBLO PARA INTERPONER RECURSOS DE INCONSTITUCIONALIDAD 

A PROPÓSITO DE LA RESOLUCIÓN DEL DEFENSOR DEL PUEBLO POR LA QUE DECIDE NO PLANTEAR RECURSO DE INCONSTITUCIONALIDAD CONTRA DETERMINADOS PRECEPTOS DE LA LEY 20/2021 (ARTÍCULO 2, DISPOSICIÓN ADICIONAL SEXTA Y OCTAVA), DE MEDIDAS URGENTES PARA LA REDUCCIÓN DE LA TEMPORALIDAD EN EL EMPLEO PÚBLICO 

TEXTO DE LA RESOLUCIÓN: Defensor del pueblo 

El objeto de este  comentario es exclusivamente “dar noticia” y llevar a cabo una serie de reflexiones colaterales jurídico-constitucionales sobre la resolución del Defensor del Pueblo que abre este comentario por medio de la cual, frente a “numerosas quejas de ciudadanos” para que tal institución interpusiera un recurso de inconstitucionalidad contra los enunciados legales antes expuestos, la citada resolución concluye tajantemente que, teniendo en cuenta el razonamiento que se contiene en sus fundamentos jurídicos, se acuerda no interponer tal acción de inconstitucionalidad.

Una vez analizados los argumentos que se recogen en tal Resolución, cabe exponer  las siguientes consideraciones:

  • Sorprende que el Defensor del Pueblo dicte una Resolución de conformidad con la Constitución de la citada Ley. Ni es esa su función, ni es ese su papel constitucional. Su rol constitucional es defender los derechos de la ciudadanía (sin perjuicio de que deba filtrar si las quejas tienen como es obvio fundamento en aras a defender su propia posición institucional), y en este caso frente a determinados enunciados legales que unos ciudadanos (como también no pocos juristas de Derecho Público) consideran inconstitucionales al no ofrecer la más mínima garantía de que esas normas no puedan dar lugar a la vulneración del derecho de acceso en condiciones de igualdad a la función pública, de acuerdo con los principios de mérito y capacidad o de que, en su caso, no se vea directamente afectado en la aplicación normativa el principio de seguridad jurídica pudiendo generar innumerables situaciones objetivas y subjetivas en las que tal derecho fundamental se verá claramente preterido. Para entender la enorme inseguridad jurídico-aplicativa que tan abiertos enunciados legales pueden provocar, extrayendo de ellos incluso normas jurídicas diametralmente contradictorias, véase la reciente Resolución de la Secretaría de Estado de Función Pública que, mediante unas discutibles orientaciones, pretende erigirse en intérprete de la aplicación constitucional/legal de tal Ley (algo que en absoluto es su función; en todo caso tal documento de «orientaciones» quiere poner la venda antes que la herida) y ofrecer una pretendida aplicación homogénea y de seguridad jurídica, que pese a los esfuerzos realizados no consigue en absoluto (cuando hay que escribir 12 páginas para explicar el alcance de tres enunciados normativos, algo malo pasa); en todo caso la interpretación de la aplicación de esa maltrecha Ley será realizada en primer por las propias Administraciones convocantes de los «procesos selectivos» (siguiendo o no tales «orientaciones»), en segundo lugar revisada, en su caso, por los tribunales de justicia (a quienes en nada vinculan esas «orientaciones»), y finalmente, si se elevan cuestiones de inconstitucionalidad y se admiten a trámite, por el Tribunal Constitucional. Sobre el Borrador de tal Resolución ya se pronunció el profesor Castillo Blanco, a cuyo trabajo cabe remitirse   VÉASE LA RESOLUCIÓN EN EL SIGUIENTE ENLACE: RESOLUCIÓN ORIENTACIONES SEFP PROCESOS ESTABILIZACIÓN
  • Al Defensor del Pueblo, cuando se le atribuye la competencia de plantear recursos de inconstitucionalidad, no se le encomienda constitucionalmente la tarea de defender la interpretación constitucional de las leyes o normas jurídicas con rango de Ley, sino plantearse rigurosamente si tales normas legales afectan o pueden afectar al patrimonio de los derechos de la ciudadanía (por cierto, a los del todo Título I de la CE), también especialmente en el plano aplicativo, ya que no en vano la Constitución le confiere en concreto a esa institución la supervisión de la actividad de la Administración Pública en lo que afecta al ejercicio de tales derechos por la ciudadanía; por lo que no puede permanecer impasible como si no fueran con ella las consecuencias aplicativas inconstitucionales que puedan tener unos enunciados legales de estructura tan abierta y que pueden dar lugar normas jurídicas diametralmente distintas y de difícil o nulo encaje en la Constitución. Y solo por ello debería mantener siempre abiertos los ojos la institución del Defensor del Pueblo, actuando en consecuencia. Lo que no ha sido el caso. 
  • Al atribuirle legitimación para interponer un recurso directo de inconstitucionalidad contra las leyes y normas jurídicas con rango de ley (y sin entrar ahora a discutir, como se ha hecho, si fue adecuada o no esa atribución, que ya está: Caamaño el alii, Jurisdicción constitucional y procesos constitucionales, 1996, p. 26), su rol es y debiera ser, por tanto, promover esa acción de inconstitucionalidad cuando haya dudas razonables de que tales enunciados legales y las normas jurídicas que de ellos se deriven puedan menoscabar o afectar con menoscabar los derechos de la ciudadanía, interponiendo a tal efecto el recurso de inconstitucionalidad que le ha dotado el constituyente para defender precisamente la primacía de la Constitución en lo que a la aplicación de los derechos y libertades respecta.
  • Se objetará a lo anterior que la interposición de ese recurso de inconstitucionalidad debe plantear directamente que la norma es inconstitucionalidad y que no vale con presumir que en determinados contextos aplicativos lo pudiera ser (algo que se determina o define mejor por las cuestiones de inconstitucionalidad que pueden elevar los jueces y tribunales); pero debe tenerse en cuenta que -como expusieron los profesores Rubio Llorente y Jiménez Campo- la clara diferencia entre recurso de inconstitucionalidad y cuestión de inconstitucionalidad reside en que en el primer caso «no se cuenta aún con experiencia apreciable, por lo general, sobre interpretación y aplicación del precepto impugnado», por ello -concluyen estos autores- ese control es «abstracto» en cuanto que así lo ha querido el constituyente, y con ese mismo carácter se le ha atribuido tal legitimación al Defensor del Pueblo. Además, en estos casos (recursos de inconstitucionalidad) «se pone en cierto riesgo la eficacia del pronunciamiento interpretativo del Tribunal» (Estudios sobre la jurisdicción constitucional, 1998, p. 98), aunque también se abuse de esta técnica, como se dirá de inmediato, en ese tipo de acciones. Si esto es así para el Tribunal Constitucional, mucho más lo es (y mucho más grave) que se aplique esa pretendida interpretación conforme anticipatoria y preventiva por una institución legitimada para interponer el recurso de inconstitucionalidad cuando aún no ha habido «caso» (reenviando, como hace la resolución, a que los problemas, que serán inmensos y múltiples, se diriman en la aplicación), y recuérdese que en este supuesto (en esa «depuración abstracta y objetiva del ordenamiento», como también señalan Caamaño et alii, cit. p. 38) se trata de confrontar «en frío» los enunciados legales (y la norma o normas jurídicas que de ellos se derivan) con el texto o enunciado de la Constitución, particularmente con el derecho fundamental en juego; aunque también tenga el derecho en disputa (artículo 23.2 CE) el atributo tan manido de «derecho de configuración legal».
  • Desarrollar, así, por parte del Defensor del Pueblo el papel de intérprete «a priori» de conformidad de la Ley con la Constitución es bastardear su misión constitucional, así como desnaturalizar lo que es la acción de inconstitucionalidad que se vehicula a través del recurso de inconstitucionalidad, transformando la institución del Defensor del Pueblo en una suerte de Defensor de la Ley o de Defensor del Gobierno, según los casos. Lo transforma además -como ya temió la doctrina- en un órgano político, más incluso que politizado. Un error de libro, que deslegitima a la institución y a su titular. Y que tendrá elevados costes de imagen o reputación institucional. Ya, por cierto, bastante degradada. 
  • Sin entrar ahora en detalles (momento habrá para hacerlo) el trazado argumental de la fundamentación jurídica de la resolución del Defensor del Pueblo -que el lector interesado puede consultar en el enlace que se ha puesto al inicio de este breve comentario- es francamente pobre, por no decir que en algunos pasajes descaradamente manipulador, hasta el punto de que, por solo poner algunos ejemplos, orilla por completo el examen de si es o no constitucional considerar que las pruebas selectivas de la fase de oposición pueden tener carácter no eliminatorio, como tampoco presta atención a la indigesta disposición adicional octava en relación con la muy discutible constitucionalmente disposición adicional sexta, limitándose en ambos casos a una interpretación  amable a favor de su constitucionalidad, y desconociendo, además, que pueden tener –y tendrán- aplicaciones disparatadas que darán lugar a una retahíla imparable de procesos judiciales e incluso al planteamiento de no pocas cuestiones de inconstitucionalidad, como ha reconocido Xavier Boltaina al difundir la citada Resolución por las redes sociales (y a quien debo agradecer el envío de la misma). 

Y si el problema lo enfocamos desde un plano institucional, tampoco las secuelas de este asunto son mejores, sino más bien devastadoras. Como estudiaron en su día los profesores Rubio Llorente y Jiménez Campo en el libro antes citado, el recurso de inconstitucional (o si se prefiere la acción de inconstitucionalidad vehiculada a través de esta vía) «es inherente a un proceso iniciado siempre (al margen quizá la legitimación del Defensor del Pueblo) por órganos de carácter político o por fracciones de esos mismos órganos; esto es, por sujetos que protagonizan el debate político» y que, por tanto, «no pueden dejar de expresar su propia concepción del interés general». La expresión «quizá» utilizada por los autores ya nos advierte de que la institución podía degenerar -como ya se ha dicho más arriba, y precedentes ha habido antes también de ello- hasta convertirse en un órgano político más que politizado; pero ese no es el sentido constitucional de un órgano de garantía y control. No vale o no debería valer que, en consecuencia, quien actúa como Defensor del Pueblo (aunque lo hayan hecho también sus predecesores) se impregne de esa concepción política del uso del recurso de inconstitucionalidad, pues no es ese (o no debiera ser) su papel constitucional; menos aún cuando el resto de sujetos legitimados para interponer esa acción de inconstitucional actúan por intereses exclusivamente partidistas o electorales.

Si tampoco viene en la ayuda de una ciudadanía desarmada en sus derechos el llamado Defensor del Pueblo, poco pueden esperar los ciudadanos en torno a qué institución promoverá la defensa de la Constitución frente a la vulneración de sus derechos, como no sean ellos mismos ante los tribunales de justicia, pero ello nos sitúa en otro escenario aplicativo y en otro tiempo (también probablemente con otro Tribunal Constitucional mucho más dócil al actual Gobierno y su mayoría parlamentaria que el actualmente existente). No era ni mucho menos baladí que el Defensor del Pueblo, ante enunciados legales tan abiertos de los que se pueden extraer normas jurídicas dispares, hubiese planteado un recurso de inconstitucionalidad. Otra cosa es que, también en este caso, como atentamente estudió el profesor Ezquiaga Ganuzas en relación con los recursos de inconstitucionalidad (La argumentación en la Justicia Constitucional y otros problemas de aplicación e interpretación del  Derecho, México, 2006, pp. 485-492), el Tribunal Constitucional hubiese estado tentado «quizá» de dictar una sentencia interpretativa, algo que intentaré demostrar en otra entrada ulterior que en este caso, cuando se eleven las cuestiones de inconstitucionalidad frente a tales enunciados normativos, no es posible sin generar un auténtico desorden aplicativo y jurisprudencial, en su caso.  

Por tanto, el único órgano o institución constitucional del que no cabía predicar, en principio, tal condición política para interponer la acción directa de inconstitucionalidad era el Defensor del Pueblo. Se debía presumir (tal vez ingenuamente) que su actuación se guiaría por criterios de independencia e imparcialidad en el ejercicio de sus funciones, siempre movido, por tanto, por la defensa de los derechos de la ciudadanía. No ha sido así en este caso. Se ha tomado al pie de la letra -como inteligentemente me ha sugerido el profesor Diego Gómez- su papel de Alto Comisionado de las Cortes Generales, nombrado a propuesta del Gobierno en un pasteleo indecente entre los dos partidos mayoritarios, y orillando en este caso que si se le otorgó legitimación para interponer el recurso de inconstitucionalidad fue porque su función existencial, constitucionalmente hablando, es la de proteger los derechos de la ciudadanía y para ello debe supervisar también la actividad de la Administración. ¿Qué ciudadano o funcionario público acudirá en queja ante esa institución cuando se vean vulnerados sus derechos en la aplicación de esta ley?: probablemente ninguno. Ya no confiarán en la institución. Y cabe lamentar tal abandono funcional y esa pérdida de credibilidad institucional. En fin, al ciudadano maltrecho solo le quedará la vía de acudir a los tribunales de justicia que, de nuevo, se colapsarán con recursos de toda índole. 

Todo lo anterior, en un plano más general, pone de relieve, una vez más, la descomposición profunda de nuestro sistema institucional en lo que afecta al nombramiento de cargos públicos en este tipo de instituciones y órganos de control, que han sido ya -al parecer, sin solución posible- capturados descaradamente por la propia política. De esos polvos vienen estos lodos. Recuérdese, por solo traer los ejemplos más recientes a colación, el lamentable espectáculo que se está dando con el proceso de nombramiento de cargos institucionales en la Agencia Española de Protección de Datos (suspendido cautelarmente por Auto del Tribunal Supremo) o la deplorable y esperpéntica renovación última del Tribunal Constitucional, a la que seguirá la siguiente pantomima. Ahora le ha tocado al Defensor del Pueblo mostrar sus cartas marcadas. Luego vendrá la siempre aplazada renovación del Consejo General del Poder Judicial y después lo que haga falta. Esto sí que es una «singularidad hispánica» (no ibérica) frente a los países más avanzados de la Unión Europea. Lo demás, cuento. 

Un Estado que no garantiza ni el principio de separación de poderes ni el control del ejercicio del poder por parte de las instituciones que tienen esa misión constitucional o legalmente asignada, tendrá cada vez más serios problemas de encaje en la fórmula de un Estado Constitucional de Derecho. Cuando los frenos del poder se rompen, la ciudadanía se encuentra desarmada frente a actuaciones arbitrarias o despóticas, que también puede adquirir formas parlamentarias, como tempranamente se advirtió tanto por El Federalista como por el propio Jefferson.

PROYECTO DE LEY DE MEDIDAS URGENTES DE REDUCCIÓN DE LA TEMPORALIDAD EN EL EMPLEO PÚBLICO 

Documento: PROYECTO DE LEY DE MEDIDAS URGENTES DE REDUCCION DE LA TEMPORALIDAD EN EL EMPLEO PÚBLICO121-63_dictamen (2)

En este documento que se adjunta se recoge ya la que, probablemente, será la versión (casi) definitiva de la futura Ley de medidas urgentes para la reducción de la temporalidad en el empleo público, que modifica sustancialmente los postulados sobre los que se asentaba el Real Decreto-ley 14/2021, especialmente en todo lo que tiene que ver al modo de acceso al empleo público (ya sea a la condición de funcionarios de carrera o a la condición de personal laboral fijo), dado que si ese personal temporal lleva ejerciendo de forma ininterrumpida un puesto de trabajo de carácter estructural durante más de cinco años podrá acceder al empleo público permanente (esto es, hasta la jubilación) superando un concurso en el que se valorarán los méritos, realmente la antigüedad y lo que recojan las bases de convocatoria de esos procesos. Asimismo, quienes no alcancen esos cinco años, pero lleven al menos tres de permanencia en la fecha que se indica, podrán acceder asimismo al empleo público estable mediante un denominado «concurso-oposición» en el que las pruebas de la fase de la oposición no serán eliminatorias (es decir, se pueden suspender todos o alguno de los ejercicios de la fase de «oposición» y obtener la plaza sumando los «méritos» en la fase de concurso, esto es, la antigüedad y poco más). 

Estas son la nuevas reglas que se aplicarán en el acceso a la función pública a centenares de miles de personas que actualmente ocupan plazas de interinos (se habla incluso de unas ochocientas mil personas afectadas, lo que de ser cierto representaría aproximadamente el 25 por ciento del total del empleo público en España, computando el sector público institucional). Con esta solución se pretende zanjar de una vez por todas un problema que se había enquistado en el sector público por una mezcla de irresponsabilidad política, falta de capacidad de gestión e indolencia absoluta hacia los problemas de la profesionalización de la función pública, que definitivamente a nadie importan. Y también se persigue, así, zanjar una larga cadena de pronunciamientos del TJUE que habían condenado a nuestro país precisamente por eternizar injustificadamente (en fraude de ley) las situaciones de interinidad sin convocar procesos selectivos, muchas veces porque las administraciones públicas no quisieron o no supieron hacerlos, y otras porque la crisis económica financiera de 2008 cerró durante unos ejercicios presupuestarios a cal y canto el acceso al empleo público (algo que alega el preámbulo de la futura norma) imponiendo unas indigestas tasas de reposición que han tenido como efecto no deseado (aunque más que previsible, como expuse en una ponencia recogida como enlace en este post escrito en 2018) un deterioro paulatino de la institución de función pública, hasta el punto de que ya hoy desmiente lo que Max Weber definió como el rasgo esencial de la burocracia profesional: el saber especializado; que no parece ya tener ningún valor para acceder a los cuerpos, escalas y puestos de personal laboral fijo en las administraciones territoriales autonómicas y locales y entidades de su sector público, ámbitos de donde procede (con honrosas excepciones de quien ha gestionado bien la previsión de efectivos, que los hay) la inmensa mayoría del personal interino que se va a aplantillar en los próximos años (o décadas), muchos de ellos desarrollando tareas que la revolución tecnológica borrará de un plumazo en muy poco tiempo, y que habrá que reubicar o promocionar «internamente». Pero de estas singulares pruebas selectivas surgirán asimismo inmensas «bolsas» que nutrirán las nuevas necesidades de interinidad, que son siempre eternas, más ante las inminentes jubilaciones en masa en el sector público (algo que también se recoge en la exposición de motivos) . Y la rueda no parará nunca, al menos en la función pública territorial (no tanto en la AGE), que es la realmente afectada por esta patología letal de la interinidad o de la temporalidad circular, así como por un proceso ya al parecer imparable de desprofesionalización endémica, y cabe predecir también futura. Mucho tendrán que cambiar los sistemas de empleo público autonómicos y locales para revertir esta situación. Pues no se engañen, no es una ley de punto final, sino de puntos suspensivos. 

Pero el problema no termina ahí, luego vendrá -perdonen la expresión- el terrible carajal de la gestión de estos procesos de concursos formalmente abiertos (materialmente restringidos)  y de concursos-oposiciones más o menos trucados, dependen cómo se hagan las bases. Se avecinan un sinfín de recursos cruzados ante los tribunales de justicia para suerte de los abogados y mal de cabeza de los jueces; por un lado, los interinos que pretendían y seguirán pretendiendo la  fijeza automática; por otro los opositores que ven como sus expectativas de acceso mediante acreditación de conocimientos y destrezas se evaporan; y, asimismo, quienes vean cómo con más antigüedad «un interino de fuera» literalmente «se calza» la ansiada plaza (habrá que hilar muy fino en las bases para impedir que esto ocurra: otra fuente de conflictividad jurisdiccional). Todo esto, además, acabará en el Tribunal Constitucional, ya sea por algún recurso de inconstitucionalidad o por las cuestiones de inconstitucionalidad que se puedan plantear. Y, sinceramente, como ya ha sido expuesto por la doctrina autorizada (por ejemplo, por la profesora Josefa Cantero) las dudas de constitucionalidad que puede plantear la solución adoptada (el acceso generalizado por concurso) son objetivamente más que evidentes (dudas que asaltan al propio legislador, que ha tenido que recurrir a una desesperada motivación reforzada de última hora con un pretendido carácter doctrinal y jurisprudencial  para justificar la excepcionalidad de que esta medida «se adopte por una sola vez», pretiriendo la efectividad del principio de igualdad en el acceso, que se mire como se mire alcanza  a centenares de miles de puestos de trabajo convocados). Otra cosa es lo que decida un imprevisible Tribunal Constitucional. Mejor no pensar que sucederá si declara la inconstitucionalidad de la fórmula pactada. Un enredo que aún tendrá muchos capítulos, y no pocos estudios y sesudos comentarios doctrinales. Pero eso lo dejo para quienes quieran dedicar tiempo y energías a este vodevil, que no es mi caso. Me limito solo a dar noticia de lo que viene, que será pronto, y para mucho tiempo. 

EL RÉGIMEN JURÍDICO DEL PERSONAL DIRECTIVO LOCAL DESPUÉS DE LA REFORMA DE LA LEY MUNICIPAL Y DE RÉGIMEN LOCAL DE CATALUÑA Y SU IMPACTO SOBRE LOS «DIRECTIVOS EVENTUALES».

(TEXTO PROVISIONAL DE LA PONENCIA PRESENTADA EN EL SEMINARIO DE RELACIONES COLECTIVAS ORGANIZADO POR LA FEDERACIÓ DE MUNICIPIS DE CATALUNYA Y DIRIGIDO POR EL PROFESOR JOAN MAURI)

PDF:PONENCIA FMC REVISADA 1

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SISTEMA DE GESTIÓN DE FONDOS EUROPEOS PARA LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS: MEDIDAS DE PREVENCIÓN Y DETECCIÓN DEL FRAUDE Y DE LA CORRUPCIÓN

 

DOCUMENTO NORMATIVO: ORDEN HFP/1030/2021: https://boe.es/diario_boe/txt.php?id=BOE-A-2021-15860

Introducción

La publicación de la importante (a pesar de su rango jerárquico) Orden del Ministerio de Hacienda y Función Pública (HFP/1030/2021, de 29 de septiembre), por la que se configura el sistema de gestión del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, estará en estos momentos siendo objeto de estudio por parte de todas las Administraciones Públicas y entes del sector público con vocación de ser instancias ejecutoras de proyectos financiados en el marco del PRTR, así como por las entidades del sector privado que pretendan ser receptoras de los citados fondos europeos.

Como bien recoge la disposición final primera de la citada Orden, el contenido íntegro de esta tiene carácter básico, pues es desarrollo directo de las previsiones establecidas en el Real Decreto-ley 36/2020, y más concretamente se dicta para satisfacer las exigencias de la Unión Europea establecidas en el Reglamento (UE) 2021/241, de 12 de febrero, del Parlamento Europeo y del Consejo, por el que se establece el Mecanismo de Recuperación y Resiliencia, así como de otras disposiciones normativas de la UE que se recogen en el propio texto normativo de la Orden ministerial. El rango de la norma (Orden Ministerial) ciertamente es ínfimo para contener normativa básica. Ni siquiera ha merecido -intuyo que por la tardanza regulatoria y las prisas por incorporar tal norma al BOE- el rango de un Real Decreto, que a todas luces hubiera sido la norma reglamentaria más apropiada, dado el contenido básico que tiene tal regulación.

Por tanto, estamos ya en pleno proceso de ejecución o gestión de fondos europeos vinculados al PRTR, y hay que seguir la hoja de ruta marcada por las instituciones europeas si queremos que el flujo financiero no se interrumpa bruscamente o se planteen rebajas o penalizaciones. El enorme flujo financiero, vía contribuciones no reembolsables o, en su caso, préstamos en el marco del Instrumento Europeo de Recuperación, que aflorarán sobre nuestro país (siempre y cuando ese flujo no se vea cortado por incumplimientos de reformas u otras circunstancias), se proyectará durante los ejercicios 2021 a 2026, por lo que los riesgos de mal uso (prácticas irregulares, fraude, corrupción y conflictos de intereses) son muy elevados, como advirtió en su día el Tribunal Europeo de Cuentas Públicas (dictamen 6/2020), y así se reflejó tanto en los considerandos como en la parte dispositiva del Reglamento (UE) 2021/241. Sobre ello ya hicimos hincapié en diferentes post o entradas, valga como ejemplo una de ellas.

La Orden es, en todo caso, un ejemplo evidente de algo que ya venimos diciendo también desde hace tiempo: el diseño del PRTR tiene un alto contenido centralizador, como se manifestaba claramente en el RDL 36/2020, y la ejecución de tal Plan comporta igualmente importantes roles (ya concretados por los artículos 21 y 22, entre otros, del citado real decreto-ley) del Ministerio de Hacienda y de sus órganos directivos en el control y seguimiento de la ejecución de los citados fondos.

El objeto de estas líneas es sólo dar noticia de la aparición de esta importante normativa, pero haciendo hincapié exclusivamente en una dimensión de su regulación, y es la que tiene que ver con la prevención del fraude y de la corrupción. Es cierto que las medidas preventivas de lucha contra el fraude están directamente imbricadas con la defensa de los intereses financieros de la Unión Europea (y más concretamente con lo establecido en el Reglamento Financiero), abarcando el ciclo completo de medidas que tienen una secuencia que se inicia con las medidas preventivas, continúa con el seguimiento y la detección o identificación, para cerrarse con las medidas de control y, en su caso, de corrección que sea pertinente aplicar. El ciclo antifraude conviene tenerlo muy presente.

Esta materia ya ha sido objeto de algunos comentarios de urgencia, como por ejemplo el realizado, entre otras personas, por Concepción Campos Acuña, al que remito al lector interesado. La intención de estas líneas es únicamente poner en valor la trascendencia que tiene para las Administraciones y entidades del sector público ejecutoras de fondos europeos vinculados al PRTR, disponer de un sistema de integridad institucional que refuerce la política de prevención y lucha contra el fraude, la corrupción y los conflictos de intereses. Hasta ahora era una opción que algunos niveles de gobierno o entidades públicas habían transitado, si bien tímidamente. Pero, a partir de ahora es una necesidad inaplazable si se quiere tener la condición de administración ejecutora de proyectos de inversión de los fondos europeos, y evitar problemas futuros en la gestión de tales recursos.

La exigencia no deja de ofrecer ciertas paradojas. La más importante de ellas es, sin duda, que sólo cuando están en juego intereses financieros (“externos”) de la UE se exigen medidas tan necesarias en cualquier actuación pública que implique decisiones político-administrativas o medidas de prevención y control del gasto público, así como de la contratación pública o de las subvenciones. Da la impresión de que este país solo se muestra exigente y riguroso cuando se le requiere “desde el exterior”. Por sí mismo, es impotente, al parecer, de adoptar tales medidas. Aunque ello es cierto relativamente, pues hay algunos niveles de gobierno y entidades del sector público que ya están impulsando la construcción de sistemas de integridad pública, si bien -como decía más arriba- todavía son pocos y aún sus medidas no dejan de ser tibias o desarticuladas en muchos casos.

Por tanto, no se busque en estas páginas un comentario exhaustivo de tal Orden Ministerial, algo que requeriría mucho más espacio y tiempo, sino únicamente una reflexión sobre la necesidad de que las Administraciones Públicas adopten urgentemente “planes de medidas antifraude” o, mejor dicho, una política de integridad institucional que aborde frontalmente las medidas necesarias desde un punto de vista holístico para prevenir y detectar el fraude, la corrupción y los conflictos de intereses, pero sobre todo para reforzar la Gobernanza Pública de la institución con un pilar esencial como es la Integridad Institucional. Este comentario pretende exclusivamente ayudar en este objeto y abrir asimismo algunas líneas de intervención

Algunos contenidos relevantes de la Orden Ministerial en relación con nuestro objeto

La Orden HFP/1030/2021 configura y desarrolla un Sistema de Gestión orientado –por lo que ahora interesa- al diseño, planificación, ejecución, seguimiento y control de los proyectos de inversión integrados en cada uno de los Componentes del PRTR. La ejecución de este Plan, como se indica en la exposición de motivos “se trata de un desafío”, que exige actuación coordinada entre los diferentes niveles de gobierno, con el rol central que ocupa el Ministerio de Hacienda y Función Pública que asume, a través de sus órganos superiores y directivos correspondientes, las funciones de Autoridad responsable y de Autoridad de control del Mecanismo de recuperación y Resiliencia, en su interlocución con la Comisión Europea en la ejecución del Plan, y también en lo que afecta a la prevención, detección y control del fraude, la corrupción y los conflictos de intereses (en donde entra en juego la propia OLAF y la fiscalía europea creada a tal efecto).

Así, la exposición de motivos de la Orden es muy precisa en el sentido de admitir que hay riesgos evidentes que deben ser identificados, prevenidos o perseguidos con la finalidad que los intereses financieros de la UE no se vean mancillados o preteridos. En estos términos se expresa: “Cabe hacer mención a la lucha contra el fraude y la corrupción, y la identificación de los beneficiarios últimos de las ayudas, así como de los contratistas y subcontratistas. Estos principios no son contemplados con el alcance requerido en la dinámica de gestión tradicional, por lo que se regula su introducción para la adecuada consideración en las actuaciones llevadas a cabo para lograr los hitos y objetivos aprobados”.

Como bien se puede advertir, sorprendentemente se nos indica que la lucha contra el fraude y la corrupción no forma parte de los principios requeridos en “la dinámica de la gestión tradicional”; como si esta dinámica fuera un ámbito de “barra libre” para las malas prácticas o la corrupción (que en buena medida lo ha sido). Pero, como se dice habitualmente, no hay mal que por bien no venga, y tal vez así los poderes públicos se den cuenta de una vez por todas de la trascendencia que tienen los temas de integridad pública en la actuación política y gestora de las instituciones públicas, así como en el comportamiento y conductas de sus políticos, directivos y empleados públicos, cuando no de los contratistas o entidades y empresas subvencionadas, por no hablar del común de los mortales que se relacionan con el sector público.

Dentro de los principios de gestión específicos del PRTR, en línea con lo establecido en el artículo 3 del RDL 36/2020, se recoge en el apartado 2, letra d), el “refuerzo de mecanismos para la prevención del fraude, la corrupción y los conflictos de interés”. Y este principio, en línea con las exigencias del Reglamento (UE) del MRR, así como del Reglamento Financiero de la Unión, se desarrolla después en el artículo 6 de la Orden y en dos Anexos a los que también se hará referencia sucinta.

En todo caso, hay que hacer mención a que las entidades ejecutoras (administraciones públicas y entidades de su sector público, por lo que ahora importa) son responsables últimos de la gestión de los citados fondos europeos “en el ámbito de sus respectivas competencias”. Y el seguimiento de todo ello, un aspecto en el que ahora no podemos detenernos, se lleva a cabo por medio de un sistema informático a través del cual se podrá fiscalizar en todo momento el cumplimiento o no de las exigencias establecidas en la normativa europea y estatal o, en su caso, en la propia de cada entidad.

El artículo 6 de la Orden HFP/1030/2021: líneas básicas de su regulación

Para saber qué deben hacer en materia de prevención y lucha contra el fraude las Administraciones Públicas y entidades del sector público que ejecuten o gestionen fondos del PRTR, es importante resaltar brevemente los aspectos nucleares de esta regulación:

1.-  Cada Administración ejecutora “deberá disponer de un Plan de medidas antifraude”, cuyo objeto principal es garantizar que la gestión de los fondos europeos se ha llevado a cabo de conformidad con las normas aplicables en materia de prevención, detección y corrección del fraude. En realidad, se trata de construir un Plan de Integridad Institucional, que si el nivel de gobierno correspondiente fuera mínimamente ambicioso lo articularía con carácter global y no sólo referido a la gestión del fondos del PRTR.

2.- Para la definición de lo que sea fraude, corrupción y conflicto de intereses, se ha de estar a lo establecido en la Directiva (UE) 2017/1371 (de lucha contra el fraude en lo que afecta a los intereses financieros) y en el Reglamento (UE, Euratom) 2018/1046.

3.- Para lograr la homogeneidad requerida, la Orden contiene en estos puntos dos referencias en los Anexos que son muy importantes (y a las que se hará referencia después): Anexo II.B.5 (que incorpora un cuestionario de autoevaluación relativo al estándar mínimo); y Anexo III.C, que recoge importantes medidas de prevención, detección y corrección del fraude, corrupción y conflictos de intereses, en lo que afecta a los intereses financieros de la UE (artículo 22 Reglamento UE MRR).

4.- Se prevé, como actuación obligatoria, que los órganos gestores lleven a cabo la evaluación del riesgo de fraude, cumplimenten la declaración de Ausencia de Conflictos de Intereses (DACI) y articulen un procedimiento para abordar los conflictos de intereses que se puedan suscitar en la gestión de los fondos del PRTR. Sobre ello me detendré más adelante, pero el Mapa de Riesgos y una correcta articulación de medidas de prevención y detección de los conflictos de intereses se muestran como aspectos de primera importancia en este diseño de un sistema de integridad en el ámbito de la gestión de los fondos europeos. No obstante, a pesar de los criterios de homogeneidad establecidos, se deja a la elección de cada nivel de gobierno la determinación de las medidas de prevención y detección, lo que abre interesantes expectativas de crear modelos de prevención y gestión de la integridad institucional de factura singular. La única exigencia es que vayan encaminados a garantizar o preservar los intereses financieros de la UE y que estos no sufran menoscabo alguno.

5.-  La Orden Ministerial determina asimismo que el Plan de medidas antifraude (o Plan de Integridad en la gestión de los fondos europeos vinculados al PRTR), deberá cumplir una serie de requerimientos. A saber:

  • El más importante es el temporal: las Administraciones Públicas disponen de un plazo inferior a 90 días desde la entrada en vigor de la Orden para aprobar tales medidas (esto es, antes del 29 de diciembre de 2021). Hay, no obstante, una excepción cuando la entidad correspondiente no tenga conocimiento de la participación en la ejecución del PTRP, lo que sólo se producirá en el caso de algunas entidades locales o de entidades del sector público, ya que las comunidades autónomas y ayuntamiento de cierto tamaño serán en todo caso ejecutores de proyectos financiados con fondos europeos.
  • Las medidas antifraude se deben plantear de forma proporcionada y en torno a los cuatro elementos del ciclo: prevención, detección, corrección y persecución.
  • Se deberá realizar una evaluación de riesgos de afectación a la integridad, así como establecer su revisión periódica, estableciendo medidas para reducir tales riesgos.
  • Asimismo, se deberán prever sistemas de alerta que sean efectivos y adoptar las medidas de corrección pertinentes.
  • También se habrán de determinar procesos adecuados para el seguimiento de los casos sospechosos de fraude, y establecer su revisión vinculada a los riesgos existentes.
  • Y, concretamente, se establecerán procedimientos de prevención y corrección de los conflictos de intereses, de acuerdo con lo establecido en el artículo 61 del Reglamento Financiero de la UE, con una exigencia de suscribir una DACI (declaración de ausencia de conflicto de intereses)

6.- El artículo 6, apartado 6, regula detalladamente qué pasos se han de dar cuando se detecte un posible fraude, que es una materia de indudable interés para la gestión de los fondos, pero que, dado el enfoque de prevención que se adopta en este comentario, no detallaremos en su contenido, ya que se puede consultar en la citada Orden. Sí que conviene resaltar que, sin perjuicio de las medidas a emprender (suspensión del procedimiento, comunicación de los hechos a la Autoridad responsables, denuncia, información reservada, etc.), la entidad afectada deberá evaluar la incidencia del posible fraude y su calificación como “sistémico o puntual”, retirando los proyectos o parte de los proyectos afectados por el fraude. Por ello, antes de que el “agua llegue al río”, es tan importante articular sistemas de prevención del fraude, mapas de riesgo y adoptar todas y cada una de las medidas preventivas que seguidamente veremos.

El Anexo II.B.5: Test de conflicto de interés, prevención del fraude y la corrupción.

Tal como prevé el propio artículo 6 de la Orden Ministerial, el citado Anexo prevé un cuestionario de autoevaluación, que representa un estándar mínimo, en el que se incorporan una serie de preguntas y se determina un grado de cumplimiento que va desde el 4 al 1. Sin ánimo de entrar en los detalles de ese test (que se puede analizar en el Anexo de la Orden), algunas de las preguntas que se contienen (que cabe entender son estándares mínimos en esta materia) serían por ejemplo las siguientes en lo que a prevención se refiere:

  • ¿Dispone la entidad de un “Plan de medidas antifraude”?
  • ¿Dispone la entidad de una declaración al más alto nivel de compromiso de lucha contra el fraude (por ejemplo, un Acuerdo Institucional de Integridad?
  • ¿Hay autoevaluación de riesgos?
  • ¿Existe un código ético que prevea las conductas a seguir en el ámbito de la política de obsequios (regalos)?
  • ¿Se imparte formación en ética pública en la Administración?
  • ¿Hay un procedimiento para tratar los conflictos de intereses?
  • ¿Se cumplimenta una declaración de conflicto de intereses?

Además, el cuestionario prevé otras muchas preguntas que tienen que ver con la detección (establecimiento de banderas rojas, herramientas de prospección de datos o de puntuación de riesgos, cauces de presentación de denuncias o de si se dispone de alguna unidad encargada de examinar las denuncias y proponer medidas, comisión de ética, por ejemplo; aunque la Directiva 2019/1937, del estatuto del denunciante sigue sin incorporarse al ordenamiento interno), pero también con la corrección o la persecución, que nos son objeto del presente comentario.

El Anexo III.C.: especial atención a las medidas de prevención y detección del fraude, corrupción y conflictos de intereses.

Este Anexo III.C es muy importante a nuestros efectos, y recoge una serie de medidas que deberán seguir todas las entidades públicas que gestionen fondos europeos del PRTR, articulando tales medidas en torno a los conflictos de intereses, por un lado, y al fraude y corrupción, por otro. Veamos brevemente ambos aspectos:

1.- Conflicto de intereses. Se parte de la regulación establecida en el artículo 61 del Reglamento financiero, que establece en qué casos existe tal conflicto. Su enfoque es horizontal, y es aplicable a todas las partidas de recursos procedentes de la UE y a todos los métodos de gestión, cubriendo cualquier tipo de interés personal, directo o indirecto, así como cualquier situación que se “perciba” como un potencial conflicto de intereses, emplazando a las autoridades responsables a evitar (prevenir) y gestionar tales conflictos.

Los rasgos más relevantes de este Anexo en lo que a conflicto de intereses respecta son los siguientes:

a.- Los actores que pueden incurrir en tales conflictos son:

  • Por un lado, los empleados públicos que realicen tareas de gestión, control y pago (habría que incluir aquí al personal político y directivo, si toman decisiones en estos ámbitos).
  • Los beneficiarios privados, socios, contratistas y subcontratistas, cuyas actuaciones sean financiadas con fondos públicos (se podría exigir en este caso el cumplimiento de medidas de integridad o la suscripción de códigos de conducta).

b.- La tipología de conflictos de intereses se despliega en tres modalidades, que se definen en su alcance, y que todo Plan de medidas antifraude (o Sistema de Integridad) debería recoger: a) Conflicto de intereses aparente; b) potencial; y c) real. Estas definiciones deben insertarse en los códigos de conducta o documentos que se aprueben (plan de medidas antifraude).

c.- Las medidas a adoptar en aplicación del artículo 61, 1 y 2, del Reglamento Financiero de la UE en lo que se refiere a la prevención, serían, entre otras, las siguientes:

  • Comunicación e información al personal de la entidad sobre las distintas modalidades de conflicto de intereses. Esto es algo que se debería recoger en el Plan de Integridad y asimismo en el código o códigos de conducta.
  • Cumplimentación de una DACI a los intervinientes en tales procedimientos, en particular a los responsables del órgano de contratación o concesión de subvenciones; a los empleados (o, en su caso, externos) que redacten los documentos de licitación o bases de convocatorias, así como a los miembros de las comisiones de evaluación y demás órganos colegiados.
  • La comprobación de información a través de los medios que allí se establecen.
  • La aplicación estricta de la normativa interna y, en particular, el artículo 53 (¿y por qué no también el 52 y 54?) del TREBEP, así como las causas de abstención y recusación. Este es un enfoque tradicional y algo desfasado del problema de los conflictos de intereses, que deben tener reflejo –dado las lagunas de los sistemas normativos- en códigos de conducta y en la articulación de cauces procedimentales de solución de tales conflictos. Lo mismo ocurre con la “solución” de que, ante la existencia de un conflicto de intereses, se comunique al superior jerárquico, una solución que puede ser muy deficiente en muchos casos y que requiere el establecimiento de canales internos alternativos (comisión de integridad o de ética) que identifiquen tales supuestos y articulen medidas para su solución o evitación.

2.- Medidas sobre fraude y corrupción. En este caso la definición de ambos conceptos se halla en el artículo 3.1 de la Directiva (UE) 2017/1371, sobre lucha contra el fraude que afecta a los intereses financieros de la UE, que hace mención, entre otros términos, a la utilización o presentación de declaraciones o documentos falsos, a la percepción indebida de fondos europeos, o al desvío de esos fondos don fines distintos para los que fueron concedidos. De este conjunto de medidas que se contienen en el Anexo III.5 nos interesa ahora exclusivamente las relativas a la prevención y detección del fraude en los términos expuestos en el artículo 22 del Reglamento (UE) del MRR. Y estas medidas se articulan del siguiente modo:

a.- Medidas preventivas. Van encaminadas a reducir el riesgo residual de fraude a un nivel aceptable, pudiendo incluir, entre otras, las siguientes:

  • El desarrollo de una cultura ética (o de integridad institucional) a través, por ejemplo, del fomento de los valores (para ello se deben definir previamente en un código o documento), el establecimiento de un código de conducta (pieza central de un sistema de integridad), que prevea, entre otras cosas un tratamiento de los conflictos de intereses, de los regalos u obsequios, de los canales de denuncia (una vez más la no incorporación de la Directiva 2019/1937 es un agujero negro, cuando debe estar traspuesta el 18 de diciembre de 2021, y los planes de lucha contra el fraude deben estar aprobados antes el 29 de diciembre de ese mismo año). En este punto la formación en integridad es pieza clave, como inmediatamente se apunta.

b.- Medidas de formación y “concienciación” (sensibilización). Muy importantes, sin duda. Deben dirigirse a todos los niveles jerárquicos, incluyendo un amplio abanico de acciones (reuniones, seminarios, grupos de trabajo, etc.), que fomenten la adquisición u transferencia de conocimientos (pero también de buenas prácticas y de resolución de dilemas éticos), mediante el establecimiento de controles específicos, casos prácticos, etc.

c.- La implicación de las autoridades de la organización, que deberán:

  • Manifestar un compromiso firme contra el fraude, que implique “tolerancia cero” (en realidad, se trata de un Acuerdo Institucional que puede estar reflejado en un Plan de Integridad o en una Declaración de Integridad).
  • Desarrollar una proactividad para gestionar los riesgos de fraude (lo que comportará disponer de un buen Mapa de riesgos y de un sistema de evaluación de riesgos).
  • Elaborar un plan de actuaciones contra el fraude que se transmita tanto dentro como fuera de la organización (por ejemplo, a contratistas y entidades o empresas receptoras de subvenciones)

d.- Un reparto claro de las funciones y responsabilidades en la gestión, control y pago de los recursos financieros asignados a cada proyecto.

e.- Mecanismos de evaluación del riesgo (a los que ya se ha hecho referencia), controlando singularmente los siguientes ámbitos:

  • La medidas (también las áreas o ámbitos) susceptibles de fraude, particularmente las que sean de mayor intensidad (alto presupuesto, controles complejos, etc.)
  • Identificación de posibles conflictos de intereses (en el propio código o en documentos específicos).
  • Resultados de auditorías internas y de otras auditorías de la Comisión Europea o del Tribunal de Cuentas Europeo.
  • Casos de fraude detectados con anterioridad.

f.- Sistema de control interno eficaz, adecuadamente diseñado, que se centre en paliar con eficacia los riesgos (especialmente en el ámbito de la Intervención; por ejemplo, el modelo COSO).

g.- Análisis de datos, con respeto a la protección de datos personales (un ejemplo puede ser el sistema SALER de la Comunidad Valenciana, aunque desconocemos si su funcionamiento es efectivo).

Final. A modo de conclusión.

En este rápido y extenso repaso ya se puede advertir que las administraciones públicas y entidades del sector público que vayan a participar en la ejecución o gestión de fondos europeos, sean comunidades autónomas o entidades locales (así como las entidades de su sector público), tienen en estos momentos un auténtico reto a desarrollar en un plazo de tiempo, en principio, muy breve (menos de 90 días); construir, por lo que ahora importa, un Sistema de Integridad Institucional para la Gestión de los fondos europeos del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia (prefiero esta denominación a la que emplea la Orden Ministerial de “Plan de medidas antifraude”), cuya finalidad principal es prevenir, detectar y establecer medidas correctoras para evitar que esas cantidades ingentes de recursos financieros que se van a gestionar durante los años 2021 a 2026 procedentes de la Unión Europea se malgasten y no cumplan los importantes fines para los que están asignados.

No me cansaré de decirlo: la prevención es la pieza sustantiva de un sistema de integridad institucional. Cuando el fraude, la corrupción o los conflictos de intereses emergen, la Administración tiene un enorme problema o agujero negro, y el mal ya está hecho. Por tanto, cualquier medida que vaya encaminada a reforzar la infraestructura ética de las organizaciones públicas debe ser bienvenida y necesaria, más aun cuando está en juego la recuperación del país y el uso racional y efectivo de los fondos públicos procedentes de la Unión Europea. Los distintos niveles de gobierno tienen que adoptar todas las medidas necesarias para evitar el mal uso o el fraude en los recursos financieros del PRTR. Y para ello deben apostar por construir urgentemente políticas de integridad en sus respectivas organizaciones. Solo así tendrán el crédito necesario ante la Unión Europea de que han hecho todo lo que está en su mano para que evitar que afloren esas malas prácticas y la propia corrupción.

Es una pena, no obstante, que sólo cuando nos empujan desde fuera (Unión Europea) este país adopta medidas de reforma institucional y de fortalecimiento de la Gobernanza Pública, como son las relativas a la política de integridad y la lucha contra el fraude, la corrupción y los conflictos de intereses, dejando en evidencia que hay una doble Administración Pública, una muy exigente cuando los recursos financieros proceden de Europa y otra muy laxa cuando los recursos financieros son propios del país y de sus ciudadanos. Una dualidad insostenible desde el punto de vista conceptual, aplicativo y ético.

Las Administraciones Públicas tienen, por tanto, desafíos importantísimos en la puesta en marcha de sistemas de integridad institucional que, atendiendo a los intereses financieros también propios, deberían ser extensibles a todas las actividades y actuaciones de tales organizaciones, así como disponer de carácter holístico. Al menos, si esto último no lo hacen, deberán ponerse las pilas inmediatamente para cumplir todas y cada una de las exigencias aquí recogidas. Por algo se empieza, aunque sea a empujones.

EL REGLAMENTO DE ACTUACIÓN Y FUNCIONAMIENTO DEL SECTOR PÚBLICO POR MEDIOS ELECTRÓNICOS A PARTIR DEL ANÁLISIS DEL PROYECTO POR EL CONSEJO DE ESTADO

DOCUMENTACIÓN: 

DICTAMEN DEL CONSEJO DE ESTADO 45/2021:  DICTAMEN CONSEJO ESTADO PROYECTO DECRETO ADMINISTRACIÓN ELECTRÓNICA

REAL DECRETO 203/2021, DE 30 DE MARZO, POR EL QUE SE APRUEBA EL REGLAMENTO DE ACTUACIÓN Y FUNCIONAMIENTO DEL SECTOR PÚBLICO POR MEDIOS ELECTRÓNICOS: REAL DECRETO 203-2021 REGLAMENTO MEDIOS ELECTRÓNICOS

Justo al límite de fecha en la que, ya por fin, se producía la íntegra aplicabilidad de la LPAC, el BOE del 31 de marzo publicó el importante Real Decreto 203/2021, de 30 de marzo, por el que se aprueba el Reglamento de actuación y funcionamiento del sector público por medios electrónicos. Tal disposición normativa ya está siendo objeto de los primeros comentarios (por ejemplo, con tres entradas consecutivas de Víctor Almonacid: ; o de Concepción Campos Acuña, y vendrán muchos más en las próximas semanas y meses. Una mirada crítica al RD 203/2021 es también la recogida por Matilde Castellanos

Queda, sin embargo, aún un largo trecho por avanzar en no pocas Administraciones Públicas, aunque este nuevo marco normativo pretenda empujar de forma más intensa a las organizaciones públicas para que, de una vez por todas, hagan efectivos los mandatos legales y se consiga así que las previsiones de la LPAC se cumplan de forma efectiva, particularmente la hasta ahora tan maltrecha interoperabilidad, no sólo para mejorar la eficacia de las administraciones, sino especialmente para salvaguardar y mejorar el ejercicio de los derechos de la ciudadanía. Un aspecto en el que se incide poco, pero no por ello menos importante, tal como veremos.

El Real Decreto 203/2021 es fruto de una larga gestación prolongada durante varios años, pero desde que se comenzó a concebir se han producido cambios notables en el escenario tecnológico. Y ello se nota, también en su contenido, que se ha quedado en parte avejentado antes de nacer, pues la tecnología va muy rápida y el Derecho lento. Como dice su exposición de motivos, entre otras cosas, se ha producido “la maduración de tecnologías disruptivas”, que terminará llegando con fuerza también a las Administraciones Públicas. Aunque -como se ha señalado por parte de Miguel Solano- la letra del Real Decreto se hace escaso eco de tales tecnologías emergentes, hasta el punto de olvidarlas. En ese ínterin, además, se han dictado importantes sentencias del Tribunal Constitucional, así como se han advertido, tras la pandemia, innumerables debilidades que el modelo presentaba en su materialización práctica (con desatención ciudadana evidente en muchos casos y una mayor profundización de la brecha digital). Además, formalmente así se dice, el Real Decreto 203/2021 es tributario de la Agenda Digital España 2015 y del Plan de Digitalización de las Administraciones Públicas 2021-2025, que pretenden dar un impulso importante a la digitalización del sector público, del tejido empresarial y a la utilización de tales herramientas digitales por la ciudadanía. Unos objetivos que, sin duda, deberían tener un empuje evidente con las ansiadas contribuciones financieras no reembolsables (salvo que se acuda a los préstamos) del Mecanismo de Recuperación y Resiliencia, y que se ha marcado un umbral mínimo de inversión del 20 por ciento del total en transformación digital, lo que se deberá traducir en proyectos de inversión y reformas en el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia que debe presentar el Gobierno de España antes del 30 de abril. Poco tiempo queda en un mar político plagado de tempestades.

El objeto de este comentario es sólo poner de relieve algunos sobresalientes aspectos del también importante Dictamen del Consejo de Estado 45/2021, en relación con el proyecto de Decreto presentado por el Gobierno para su análisis por el “supremo órgano consultivo del Gobierno”. Al tratarse de un Reglamento ejecutivo, que desarrolla (parcialmente) las Leyes 39 y 40/2015, el dictamen era preceptivo, aunque su competencia residía en la Comisión Permanente y no en el Pleno. Y con fecha 18 de marzo tal Comisión Permanente emitió el citado dictamen 45/2021, un documento de indudable importancia para conocer y analizar el contenido jurídico del Real Decreto 203/2021 que, junto con la extensa y fundamentada Memoria, ayuda a comprender el alcance y finalidad de  esta disposición reglamentaria, que en buena parte de su contenido tiene, además, naturaleza básica.

El Dictamen de CE es ciertamente amable con la iniciativa gubernamental, y lo refleja así en diferentes pasajes. Por ejemplo:

  • “La tramitación del expediente ha sido larga y cuidada. Durante más de cuatro años se ha seguido el iter procedimental exigido por la ley (…)”.
  • “El proyecto sometido a consulta tiene una importancia que difícilmente puede ser exagerada”.
  • “El texto sometido a consulta merece, en líneas generales, un juicio favorable a este Consejo de Estado”.
  • “La memoria es, en líneas generales, cuidada y completa (…)”
  • “De cuanto se ha dicho hasta ahora resulta que la norma proyectada merece un juicio favorable de este Consejo de Estado (…)”

La muestra es suficientemente clara. El Consejo de Estado adopta, en efecto, un criterio muy complaciente en lo que al fondo se refiere, aunque -como es lógico en su papel institucional- realice una serie de puntualizaciones de carácter general y otras más de carácter particular (al articulado), que, por regla general (casi en su totalidad) son aceptadas por el poder reglamentario e incorporadas al texto final del Reglamento que ha publicado el BOE.

Llama la atención, sin embargo, el análisis competencial del citado Real Decreto 203/2021, pues si bien es cierto que su aprobación se anuda con la derogación del Real Decreto 1671/2009, no lo es menos que éste último no tenía naturaleza básica y sólo era aplicable a la Administración General del Estado, aunque -como apuntó acertadamente el profesor Isaac Martín Delgado- parte de las previsiones de ese decreto de 2009 terminaron convirtiéndose en normas básicas tras la reforma administrativa de 2015. El paso que se da ahora es profundizar en la línea anterior, al elevar a básico una buena parte del contenido del Real Decreto 203/2021, como expone con claridad la disposición final primera del Real Decreto 203/2021. Lo básico, por tanto, se ensancha en esta materia, con la finalidad -tal como se dirá más adelante- de salvaguardar la interoperabilidad efectiva y preservar, así, los derechos de la ciudadanía. Además, por si ello no fuera poco, el dictamen del Consejo de Estado amplía el perímetro de lo básico a algunos ámbitos en los que el propio proyecto de reglamento se había mostrado algo tibio, y anima al Gobierno a seguir sus planteamientos, algo que se ha hecho a pies juntillas. Lo básico, por tanto, en esta materia, ya no son solo (entre otras) las Leyes 39 y 40/2015 y los reales decretos 3 y 4/2010, sino además este real decreto, en una parte sustancial de su contenido.

En el análisis de lo básico es, tal vez, dónde el dictamen gasta menos argumentos, pues tras una serie de citas de diferentes fragmentos de las SSTC 132/2018, 55/2018 y 142/2018, da por sentado (sin un análisis puntual de los diferentes enunciados normativos) que la disposición reglamentaria es absolutamente constitucional en lo que al sistema de distribución de competencias respecta. Así lo recoge el dictamen en su epígrafe III “in fine”: “En suma, a tenor de lo dispuesto en el artículo 149.1 de la Constitución, números 18, 21 y 29, y de la jurisprudencia constitucional citada, es preciso concluir que el Estado tiene competencia para aprobar la norma proyectada”. Tal vez, esa conclusión tan categórica debiera haber venido acompañada de un análisis puntual de algunos artículos o enunciados que pueden ofrecer algunas sombras de duda en torno a si realmente es así como el Consejo de Estado lo afirma en lo que al ajuste al reparto de competencias comporta. No es este lugar para profundizar más en este tema. Aunque el espaldarazo del Consejo de Estado es evidente. Veremos qué dice, en su caso, el Tribunal Constitucional.

El dictamen es complaciente con la normativa expuesta. Pero tras cuatro años de elaboración malo sería que su calidad no estuviera contrastada. En cualquier caso, salvo las observaciones anteriores en torno a la escasa argumentación que utiliza el Consejo de Estado para determinar que se ajusta a lo básico y algunas otras cuestiones puntuales que despacha expeditivamente (por ejemplo, la disposición adicional primera y la obligación de los participantes en procesos selectivos en la AGE de relacionarse por medios electrónicos, donde no profundiza en los problemas materiales, como la brecha digital, y se queda en lo formal; una cuestión que critica con acierto Jorge Fondevila en un artículo que aparecerá publicado en la RVOP: “La obligación de utilizar medios electrónicos en los procesos selectivos: ciudadanos o súbditos”, donde califica esta forma de actuar como “despotismo ilustrado electrónico”, una idea también expuesta en su día por Diego Gómez), este dictamen del Consejo de Estado tiene un trazado razonable.

El dictamen correctamente objeta, por ejemplo, el enunciado inicial del proyecto que le remitió el Gobierno, y lo reformula en los términos (más precisos) que apareció en el BOE (Reglamento de actuación y funcionamiento del sector público por medios electrónicos). Y pone en cuestión, como observaciones generales, dos que son muy procedentes.

La primera tiene que ver con el abuso del proyecto en recordar la responsabilidad patrimonial de la Administración Pública. Muy certera, a mi juicio, es la reflexión que hace el Consejo de Estado de que la Administración electrónica es un medio, y no como en muchas ocasiones parece reflejarse un fin. Tampoco se regula su contenido, sino algo instrumental, por muy importante que sea. La esencia de la Administración Pública, esto es, su razón de ser, permanece incólume: servir a la ciudadanía sea presencial o telemáticamente. Aunque, al tratar sólo de medios telemáticos, sigue echándose en falta la preterición de lo presencial, más hoy en día en tiempos de pandemia (la perversa cita previa, exigencias “de facto” a utilizar medios telemáticos a sujetos no obligados, etc.). En un pasaje de ese dictamen se expone lo siguiente:

“En este punto, resulta indispensable partir de una constatación previa: lo que se regula en el real decreto proyectado es el medio de la actuación de la Administración y no su contenido. Ciertamente, esta distinción, nítida en el plano teórico, puede desdibujarse en la práctica, como sucede cuando se regulan aspectos novedosos como la actuación administrativa automatizada (artículo 41 de la Ley 40/2015 y artículo 13 del proyecto). Sin embargo, aun en estos casos, es importante no perder de vista que el objeto del real decreto proyectado es ordenar un medio de actuación de la Administración”.

Tal vez el desarrollo reglamentario debiera haber ido un poco más lejos en lo que a tratamientos automatizados y tecnologías disruptivas respecta, donde, entre otras, la tecnología de la Inteligencia Artificial está llamando persistentemente a la puerta de los procedimientos administrativos, como la doctrina ha resaltado una y otra vez. Aunque tengo algunas dudas de que, mediante una regulación reglamentaria, se pueda regular esta materia intensamente (porque en algunas cuestiones podría estar directamente afectada por una reserva de ley: garantías de este tipo de procedimientos), pero sí se podría mejorar el estado actual de cosas (algo se ha hecho; por ejemplo, en la modificación del Real Decreto 4/2010, pero solo en materia de reutilización). Cabe desarrollar normativamente una cuestión que ya está llamando a la puerta de las Administraciones Públicas en muchos ámbitos, como ya apunta el Plan de Digitalización de las AAPP, pues no parece suficiente con su reflejo en la Carta de los Derecho Digitales (un instrumento de soft law). Algo tendrán que hacer las leyes que regulen lo digital en este ámbito, aunque algo más, en efecto, podría haber hecho el Reglamento.

La segunda cuestión general a la que se enfrenta el dictamen es el trascendental tema de la interoperabilidad. Sin duda el nervio central de la arquitectura normativa de este Real Decreto 203/2021, que refuerza así lo que ya de forma clara, pero asistemática, recogían tanto la LPAC como la LRJSP. Bajo este punto de vista, la modificación del Real Decreto 4/2010, de 8 de enero, por el que se regula el Esquema Nacional de Interoperabilidad, es otro de los elementos de cierre del modelo, con importantes cuestiones reguladas en esa reforma. La inclusión del principio de interoperabilidad es un dato relevante, aunque ya estuviera explícito en una regulación legal un tanto desordenada. Las dudas se podrán plantear, tal vez, en el ámbito competencial.

Pero en este punto el Consejo de Estado no las tiene. La interoperabilidad la vincula no solo con la eficacia relacional de las Administraciones Públicas, sino además hace descansar todo el sistema de Administración electrónica, sobre la base de la eliminación de las “barreras informáticas u obstáculos” y con la idea de “hacer prevalecer la perspectiva del ciudadano”. Un blindaje con el manto de la interoperabilidad para hacer invulnerable el reglamento ante la jurisdicción constitucional. Al menos esa parece ser su pretensión. Así se expresa el dictamen:

“La insistencia del legislador no es baladí. La interoperabilidad de las aplicaciones, registros, sistemas, plataformas y demás soluciones tecnológicas es un presupuesto esencial para que el ciudadano pueda desenvolverse con libertad en sus relaciones con los poderes públicos. A la manera de una tupida red de carreteras, la existencia de sistemas informáticos interoperables permitirá al usuario transitar por distintas vías de comunicaciones electrónicas sin barreras ni obstáculos”.

Por tanto, lo físico (red de carreteras) sirve de argumento determinante para justificar la atracción de la competencia hacia lo virtual. Lo fáctico, al menos de momento limita la fuerza del argumento, pues la ciudadanía no obligada a relacionarse telemáticamente con la Administración Pública sigue prescindiendo en un algo porcentaje del uso de medios electrónicos en esas relaciones. Pero, no cabe duda que la interoperabilidad mejora la posición de la ciudadanía en esas relaciones. Y ese es el argumento de peso que utiliza el dictamen.

En fin, el dictamen se adentra luego en un análisis detenido de parte del articulado, con una serie de observaciones puntuales que, disciplinadamente, el Gobierno ha incorporado al articulado definitivo del texto normativo publicado finalmente en el BOE (enunciado de la norma; artículos 2, 3, 4, 5, 15, 26, 30, 37, 38, 39, 41, 42, 44, 47 y 48, entre otras disposiciones normativas). Su lectura y contraste con la redacción definitiva del Real Decreto 203/2021, es muy ilustrativa y sirve para entender mejor parte de su contenido.

Sorprende la presteza con que el Gobierno ha acogido tales objeciones y contrasta, sin duda, con otras que también el Consejo de Estado formuló recientemente sobre el proyecto de decreto-ley de “fondos europeos” (dictamen de 21 de diciembre de 2020), en el que el Ejecutivo hizo oídos sordos a la mayor parte de las tachas que le planteó el “supremo órgano consultivo del Gobierno”. Paradojas gubernamentales frente a respuestas consultivas.

LA TEMPORALIDAD DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS (FINAL)

 

Tras la publicación ayer de la entrada que a continuación sigue, recibí un correcto mensaje de una dirección de correo electrónico de «Coordinación Nacional ASIJ», en el que se me requería, en su condición de entidad «titular» del citado Estudio, para que procediera a la supresión del enlace al mismo en mi página Web, algo que ya ha sido realizado. El Informe no hace mención alguna a su origen, ni al encargo, ni tampoco al objeto de la pregunta. Aún así doy por buena su «titularidad». Les expuse, no obstante, en términos también correctos, que el documento obraba ya en poder de las Administraciones Públicas y de los sindicatos, por esta última vía me llegó además de un sindicato (hay que aplaudirlo) que reconoce en sus estatutos la transparencia de la información a la que tiene acceso. También les alegué que lo tenían infinidad de personas, funcionarios cargos públicos y estaba a disposición en varias plataformas. Al ser un documento remitido a los sindicatos por una Administración Pública (en este caso la AGE), es obvio que tal información tiene el carácter de pública, según la normativa vigente en materia de transparencia. También ha sido registrado en otras Administraciones Públicas. Con toda sinceridad, no entiendo cuáles son las razones por las cuales no se quiere que el contenido de ese Informe se haga público y se pueda debatir abiertamente. Pero respeto su decisión y he procedido a la eliminación del correspondiente enlace. Ello hará más difícil la comprensión del texto que a continuación se recoge. Es un tributo que asumo. 

Por lo demás, tengo hacia la profesora María Emilia Casas un indudable respeto profesional y personal. Sus obras me han servido en muchas ocasiones para defender tesis muy próximas o coincidentes con las suyas. Es una persona de acreditado prestigio académico e institucional, un referente en su ámbito y nadie lo puede poner en duda, menos quien esto escribe. Por tanto, discrepar de su enfoque y resultados no ha sido fácil en este caso. No obstante, para tranquilidad de muchas personas, las tesis que aquí mantengo son minoritarias y disponen de una mucha menor fuerza persuasiva dentro de los círculos de poder y mediáticos que las que pueda manifestar la profesora Casas. Lo que diga quien esto escribe quedará con toda probabilidad al margen del debate. Aún así todos tenemos el derecho a opinar, más en cuestiones tan importantes como esta, como también tenemos el derecho a equivocarnos. El único crédito profesional que puedo alegar para emitir tales opiniones es haber defendido en 1988 en la UPV/EHU una tesis doctoral sobre «Políticas de selección en la función pública española» (MAP, 1989) y formar parte en su día de la Comisión «Sánchez Morón» que elaboró el Informe que dio pie al EBEP, así como editar algunos libros y artículos en materia de Administración y función pública, que muy poca gente ha leído. Con esos mimbres curriculares y conceptuales es con los que me adentro en esa crítica al contenido del citado Informe (tal vez, y comparto aquí una opinión de un amigo común de ambos, un tanto cargada en el fondo y en la forma; por lo que pido disculpas públicamente a la doctora Casas si en algo se ha podido entender personalmente afectada). Mi único interés era, como llevo haciendo desde hace tiempo, defender una institución de función pública que tras cuatro décadas de observación académica y profesional, veo desvanecerse de forma preocupante. Nada más. 

Asimismo, también he de resaltar con trazo grueso que conozco muchísimos interinos en las Administraciones Públicas. Con ellos he trabajado y aún trabajo en distintos proyectos profesionales. La inmensa mayoría son excelentes profesionales y, en no pocos casos, personas que estudian, se documentan y también los hay que abnegadamente preparan oposiciones. Podría citar nombres, pero no lo haré. Todas estas personas no tendrán ningún problema en superar procesos selectivos racionales que midan sus competencias y experiencia. Y, además un vez superados, su legitimación profesional y su imparcialidad (pilares de la función pública) serán mucho más consistentes. Frente a ello se defiende un política de estabilización «ex lege» como «personal estabilizado a extinguir», sobre la cual el lector interesado puede acudir a la entrada siguiente. Son dos formas legítimas de ver un problema, la segunda fundada (según se dice en el Informe) en una lectura correcta de la Directiva 1999/70 tal como ha sido interpretada por el TJUE. Este es otro debate, más técnico, que no abordo. La primera en una defensa existencial de la institución de función pública en un Estado democrático. Con esta contribución cierro mi aportación a este debate. No obstante, el debate seguirá vivo. Y será largo. También complejo. Ahora, de momento, me tomo unas merecidas vacaciones en las redes, y les deseo a todos un buen descanso estos días tan extraños que nos toca vivir. 

 

LA TEMPORALIDAD EN LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS

 

“Las soluciones de ayer son los problemas de hoy y las soluciones de hoy son los problemas de mañana” (Peter Drucker)

Introducción: 

Esta última semana, tras el anuncio del Ministro de Política Territorial y Función Pública de que se iba a proceder a modificar el Estatuto Básico del Empleado Público (TREBEP) para limitar la interinidad en las Administraciones Públicas y cumplir así con las exigencias que el TJUE, en su interpretación del Acuerdo Marco recogido en la Directiva 1999/70, se publicó un sugerente artículo de Francisco Longo por el diario El País que llevaba por título Interinos: el malo, el feo y el buenodonde se reconocía que el problema de la interinidad en el sector público se había convertido en una cuestión estructural y cuya resolución requería decisiones estratégicas bien planteada.

A finales de esta misma semana, se ha conocido por medio de los siempre privilegiados circuitos sindicales un Informe de María Emilia Casas, Temporalidad de las prestaciones de servicio para las Administraciones Públicas (Situación, escenario normativo y alternativas), que tiene por objeto analizar el problema y ofrecer una serie de propuestas “legales” para su pronta solución. El lector interesado tiene el PDF del Informe al inicio de este comentario.

Tiempo habrá de reflexionar en detalle sobre el contenido y propuestas de este Informe, y presumo que muchas personas lo harán con visiones encontradas. No pretendo hacerlo en estas líneas. Un análisis profundo requeriría mucho mayor espacio y precisión. Lo que aquí sigue es un mero comentario tangencial, sin otro ánimo que mostrar públicamente que lo defendido por la Catedrática de Derecho del Trabajo y ex Presidenta del Tribunal Constitucional ni me convence ni lo comparto en sus soluciones o propuestas. Me parece -lo digo con todos los respetos que me merece la trayectoria de tal profesora- un ejercicio con escasa visión de lo que realmente está en juego en el futuro de una Administración Pública que conocerá transformaciones disruptivas a las que no se les puede ofrecer soluciones simples basadas exclusivamente en un formalismo jurídico que repesca ideas ya transitadas, por mucha batería de sentencias que se citen.

A quién se aplican las medidas propuestas y con qué requisitos 

El trazado argumental del Informe, aparentemente bien construido y muy documentado, contiene, sin embargo, saltos en el vacío, pues muestra sólo parcialmente un problema mucho más complejo del que telegráficamente enuncia en algunos pasajes (¿A qué colectivos se aplicarán sus remedios? ¿Al personal interino de “larga, media o corta” duración?, ¿a todos el personal temporal de las AAPP (parece que sí)? ¿también a los funcionarios interinos de Administración Local con habilitación de carácter nacional?). No se acota lo que sería su único perímetro adecuado: puestos de trabajo estructurales. Tampoco se precisa si la interinidad se “estabiliza” tras una semana, un mes, un año, dos años o más, de prestación de ejercicio de actividades profesionales en las Administraciones Públicas. Todo apunta a que ese “personal estabilizado a extinguir” por una vía de carácter excepcional, pues así lo es, según la autora, será así una nueva figura legal de tipo de empleado público que se sumaría a los funcionarios, interinos o de carrera, al personal laboral fijo o temporal, así como al personal eventual (¿es realmente excepcional lo que en algunas administraciones públicas alcanza a ser en estos momentos el 30, el 50 o incluso el 80 por ciento del total del personal). Una vez más se desentierran figuras próximas como “el personal subrogado” o tipos similares.  Y cuyo régimen jurídico de vinculación (tampoco se deja muy claro en el informe) sería laboral, salvo que la reforma legal lo remedie. Una cuestión nada menor, sobre todo cuando ejerzan potestades públicas.

Si a este personal se le encuadra como laboral, como así parece, tendríamos una empleo público entreverado de funcionarios, laborales y estabilizados, más eventuales y las figuras temporales. Además, la competencia jurisdiccional de ese “personal estabilizado” sería de la jurisdicción social (si así fuera, que no le pase nada a algunas Administraciones públicas auténticamente infladas de temporalidad), y el Derecho del Trabajo seguiría (como corporación de intereses académicos, sindicales, judiciales y profesionales) empujando su proceso de colonización del empleo público, en el que cada día está más arrinconado el Derecho Público y la jurisdicción contencioso-administrativa que, según la lógica del Informe, no entienden bien (se refiere al Tribunal Supremo) el alcance del problema dadas las limitaciones del marco legal. En fin, de eso a la muerte de la función pública como institución sólo va un paso.

El personal interino ya ha acreditado los principios de mérito y capacidad en el acceso 

En línea con su concepción formalista, ajena en muchos casos a la compleja casuística del problema, se parte de la premisa de que como la Ley ya dice que el acceso a la condición de interinos, eventuales o laborales temporales, se hará mediante procesos selectivos, cabe presumir -según su criterio- que todos lo deberían haber hecho por ese cauce (y si no ha sido así se debe a un problema de la Administración (“la infractora”) no del (según los casos) “afectado” o “beneficiado” (interino), aunque en algunos supuestos esa incorporación se haya podido deber a actos de clientelismo, nepotismo o amiguismo  (que también los ha habido y habrá en este país llamado España). La cesura entre norma y realidad es en este caso monumental. Algo que se debería saber.

Y, además, este personal interino ya ha acreditado, según la autora del Informe, el cumplimiento de los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad. No cabría, por tanto, exigirlo de nuevo, al ser una “situación excepcional” la que se pretende corregir. No merece la pena gastar mucho espacio para desmontar tan peregrino argumento, que pretende comparar sistemas de incorporación urgente de necesidades de personal (con pruebas exprés o en algunos casos un simple test o entrevista) con procesos selectivos de acceso a la condición de funcionarios de carrera. Que se lo pregunten a las decenas de miles de personas que, con notable esfuerzo y dedicación, están hoy en día preparando oposiciones para el acceso a cuerpos y escalas de las Administraciones Públicas. Esas son las grandes preteridas o damnificadas por esta “solución excepcional”.

Aplantillamiento “ex lege” del personal temporal como “personal estabilizado a extinguir”

La solución salomónica que propone el Informe no es otra que aplantillar ex lege a todos los interinos encuadrándolos como “personal estabilizado a extinguir” y, a la vez, regular las limitaciones y consecuencias de su incumplimiento de la interinidad, con un sistema de sanciones o responsabilidades. De acuerdo en lo segundo, y en completo descuerdo en lo primero. El principio de acceso a la función pública o al empleo público a través de los principios de igualdad, mérito y capacidad, no es sólo predicable a los que ya están, sino sobre todo es una garantía constitucional/legal para la ciudadanía que quiere ingresar en la función pública, a la cual hay que ofrecerle las posibilidades de que compita en esos procesos selectivos en condiciones de igualdad, con la finalidad de acreditar el mérito y la capacidad en procesos abiertos y competitivos. Otra cosa es que, en términos constitucionales (depende cómo se articule) no repugne al principio de igualdad la valoración de los servicios prestados en la Administración Pública de quienes están, como lo debiera ser también en otras esferas de la actividad profesional relacionas con las actividades que se van a desplegar en el ámbito público. La valoración de méritos, en su configuración rancia actual, se presume. Tampoco puede repugnar (aunque aquí tengo más dudas) que se valoren los servicios prestados como experiencia profesional al efecto de que, como se ha reconocido por parte de ciertos pronunciamientos judiciales, se pueda eximir a esos candidatos en plazas de interinos de algún ejercicio de la prueba selectiva.

Una Ley de punto final o de punto y seguido. Disfunciones normativas y de gestión  

En fin, lo que propone el Informe es una Ley “de punto final”, alegando que se dan las condiciones “excepcionales” que lo justifican. La excepcionalidad nunca puede ser la regla. Como reconoce el Informe, esto se arrastra desde hace décadas y se acentúa (algo que al igual que el TJUE tampoco valora) en la etapa dura de contención fiscal 2010-2016 con las tasas de reposición tan drásticas. Por tanto, la única excepción se debe a que el problema ha ido adquiriendo con el paso del tiempo proporciones mayúsculas. Y las ofertas de estabilización (también por intereses sindicales) están paralizadas.

Tengo dudas más que razonables de que una operación legislativa de esa naturaleza (todo dependerá de cómo se haga) no sea inconstitucional. Con la doctrina del Tribunal Constitucional en la mano, su encaje -a pesar de los esfuerzos dialécticos del Informe- es más que discutible. Las sentencias que invoca el Informe están ancladas en el tiempo. Han pasado treinta años desde entonces, y el país y las circunstancias (supuesto de hecho) son muy distintas. Y, en todo caso, si se cierra el paso a la ciudadanía para competir a la cobertura de determinadas plazas de la Administración, se aventura una conflictividad jurisdiccional importante.

Además, en el caso de que se aprobara una Ley de esas características, será una Ley de puntos suspensivos, pues el problema no es otro que sistémico. Mucho se tendrán que endurecer las medidas legales limitativas para evitarlo, pues los instrumentos legales de gestión del empleo público (relaciones de puestos de trabajo, ofertas de empleo público y su ejecución prolongada en el tiempo), son absolutamente obsoletos. O hay un cambio de marco normativo y de modos de gestión o el problema se seguirá reproduciendo. Desde la identificación de la vacante hasta su provisión por un proceso selectivo pueden pasar varios años. Y, en esas circunstancias, como se ha dicho, la interinidad es el remedio inmediato que el gestor tiene para cubrir las necesidades inmediatas. Sin planificación estratégica y sin una correcta previsión de recursos humanos (que hoy en día no existe, salvo en muy contadas Administraciones Públicas), así como sin medidas operativas articuladas a esas líneas de actuación estratégica, también en cobertura de vacantes, los puntos suspensivos serán la regla. La temporalidad seguirá formando parte del paisaje. Pero tampoco la demonicemos. Cuando en el sector privado un “empleo fijo” durará una década o poco más en los próximos tiempos, pretender que la Administración Públicas disponga siempre y en todo caso de funcionarios vitalicios o de por vida y no de empleos por proyectos, programas o misiones temporales (que es por dónde va el mundo), no pasa de ser un sueño jurídico-formal, por mucho que se asiente en pretendidos presupuestos del Derecho de la Unión Europea. La realidad es más tozuda que las Leyes, Directivas o Sentencias, aunque vengan de Bruselas o de Luxemburgo.

Tres formas de encarar el problema 

Evidentemente que hay tres formas de analizar el problema, una subjetiva, otra objetiva y, en fin, una mixta. La tensión es con qué elemento del problema nos quedamos: el Informe comentado lo tiene muy claro, apuesta por un enfoque (casi) exclusivamente pro operario (o de derechos del “trabajador”/empleado público) y con ello despertará innumerables simpatías entre buena parte del colectivo afectado (no todos intuyo, pues habrá a quien no le guste un pimiento ser aplantillado en esa categoría bastarda) y especialmente en el ámbito sindical, aunque disimuladamente invoca de rondón algunos intereses públicos en juego (básicamente económico-presupuestarios).

La otra opción sería reconocer que el problema de la interinidad, sin perjuicio de que es obvio que afecte a personas, debe resolverse con criterios de interés público y, por tanto, con un carácter marcadamente objetivo: la Administración Pública debe incorporar mediante procesos selectivos abiertos a sus plantillas estructurales a los mejores candidatos, insertar talento, competencias digitales, innovación y creatividad en sus estructuras, para prestar un mejor servicio a la ciudadanía. Esta es una opción que la ciudadanía responsable comparte, pero que choca contra el muro de una realidad más prosaica edificada por un cúmulo de irresponsabilidades a lo largo del tiempo.

Y, en fin, existe, como siempre, la opción del justo medio, que sea capaz de imbricar razonable e inteligentemente ambas perspectivas subjetiva y objetiva en el tratamiento del problema, con el fin de que la Administración del futuro sea capaz de dar respuesta a las necesidades de la población y ser, como tanto gusta decir en la retórica oficial, el elemento tractor del proceso de transformación social y económica de España. También es la mejor para los funcionarios interinos responsables, que reforzaran su posición y profesionalidad, así como su imparcialidad, una vez que acrediten haber superado un proceso selectivo.

Depende qué solución se adopte este país se transformará efectivamente o dará marcha atrás, y su Administración (al menos algunas de ellas) no harán otra cosa que acumular problemas. Lo que no se puede hacer, como hace el Informe en su tramo final, es utilizar de forma interesada una referencia recogida en el proyecto del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, España Puede), cuando se refiere a la estabilización del personal temporal. Transformar la Administración y el empleo público no es eso. Quien así lo crea se confunde por completo. Ese es un problema a resolver, pero los verdaderos desafíos de la Administración y de la función pública están en otro terreno (relevo generacional, revolución tecnológica y crisis fiscal profunda a partir de 2023). Otra cosa es que la política que vive anclada en la inmediatez y busca soluciones expeditivas antes de enfrentarse al electorado quiera buscar soluciones fáciles de plantear a corto plazo, aunque genere problemas inmensos a medio y largo plazo. Tiempo y problema que al parecer a muy pocos importa. Lean la cita de Peter Drucker, es premonitoria de con qué mimbres demagógicos actúa la mayor parte de la clase política incorporando medidas arbitristas como las expuestas.

Final: ¿Qué se extinguirá antes el personal estabilizado o la función pública?

En fin, el citado Informe es una muestra más de una tendencia ya al parecer imparable de laboralización de la institución de Función Pública, donde el régimen estatutario se desvanece por completo y se pretenden injertar en el subsistema de empleo público figuras extrañas (“personal estabilizado a extinguir“) que pueden resolver legalmente una cuestión puntual de supresión de entidades del sector público y de “acomodo” de su personal en el empleo público, pero que no son en absoluto idóneas (más bien se trata de una solución disparatada) para resolver un problema -tal como se ha cuantificado, con indudable exageración si hablamos de plazas estructurales- de ochocientas mil personas con vínculo laboral temporal, eventual o funcionarios interinos, en las Administraciones Públicas. Nada más ni nada menos que casi la tercera parte del empleo público “EBEP”. De llevarse a cabo este proceso así planteado, lo que se extinguirán no serán las estigmatizadas plazas cubiertas con ese carácter en el empleo público, sino más bien la propia función pública como institución.

La problemática, compleja donde las haya, tiene, a mi modo de ver, otras vías más razonables, más constitucionales y sobre todo más efectivas y eficientes (en cuanto a la calidad en la prestación de los servicios públicos) de solución. No es momento de exponerlas. Pero lo principal, al menos a mi juicio, es salvaguardar la institución de función pública, evitando su descomposición en la que está inmersa, que propuestas como la citada aceleran su letalidad. Algo de lo que me he ocupado en un Epílogo al libro colectivo coordinado por la profesora Josefa Cantero (hoy en día en imprenta) que publicará el INAP sobre Continuidad versus transformación. Qué función pública necesita España, algunos de cuyos pasajes incorporaré como post en el Blog de esta misma página.

FONDOS EUROPEOS PARA LA RECUPERACIÓN: ALGUNOS MATERIALES

I.- PRIMEROS COMENTARIOS DE «URGENCIA» AL BORRADOR DE REAL DECRETO-LEY POR EL QUE SE APRUEBAN MEDIDAS URGENTES PARA LA MODERNIZACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA Y PARA LA EJECUCIÓN DEL PLAN DE RECUPERACIÓN, TRANSFORMACIÓN Y RESILIENCIA

Ciertamente, no se trata más que de eso: un Borrador del Real Decreto-Ley (Ver TEXTO BORRADOR DECRETO-LEY: RDL DEFINITIVO 2020-11-17 MEDIDAS URGENTES GESTION FONDOS). Todavía pendiente de muchas concreciones, entre ellas una nada menor: qué es básico y qué no es básico en esa normativa y, por tanto, qué se aplica sólo a la AGE (una buena parte del texto, ya lo adelantamos) y qué se aplicará a las CCAA y entidades locales (ver la aún inconcreta disposición final primera). Pero ya apunta las líneas generales de la futura regulación de lo que se ha venido a denominar políticamente como una «revolución administrativa». Su contenido, una vez publicado en el BOE, deberá ser objeto de un atento análisis, pero vayan por delante algunas valoraciones previas derivadas de una primera lectura de un extenso documento (76 páginas) y que, previsiblemente sufrirá algunas correcciones y crecerá en tamaño conforme se acerque su aprobación y posterior publicación.

La citada normativa se dictará bajo el paraguas de la excepción que comporta la pandemia, extensa en el tiempo y también en las medidas normativas de esa naturaleza. Una vez más, el recurso al ya habitual  compañero de viaje del decreto-ley para «legislar excepcionalmente» (en verdad ya normalmente) en esta pandemia. Sin duda, tal regulación pretende justificar su urgencia (aunque ya llevaba meses anunciada) en que está estrechamente conectada con la gestión de los Fondos NGEU, pero también con el resto de los fondos europeos, que en el Marco Financiero Plurianual 2021-2027 (si finalmente se aprueba, como esperamos) servirán de innegable ayuda a la sociedad española para atemperar los durísimos efectos de la crisis económica y social que ya está con nosotros y que pronto (a partir de 2022 o 2023) se transformará en una crisis fiscal de profundidad desconocida hasta ahora.

De momento, la urgencia es hacer frente a la envergadura de los retos que (como venimos señalando en diferentes post del Blog: ver «entradas recientes») se deberán acometer en los próximos años en materia de ejecución de los fondos europeos (disciplina en la que suspendemos últimamente). Así, se impulsan algunas medidas estructurales de carácter contingente (soporte a proyectos), otras (pocas y tímidas) relativas a gestión de personal, se aligeran controles financieros y plazos, y se introducen cambios normativos muchos de ellos aplicados a la AGE y otros también al resto de las Administraciones públicas, siempre que se gestionen fondos europeos. Es una «revolución administrativa» ad hoc o, si se prefiere, limitada en su mayor parte a ese objeto: gestión de fondos europeos. Es la revolución de las prisas, que todo lo acortan, lo flexibilizan o lo eliminan. Una dieta acelerada, propias de los momentos de vértigo y escasa reflexión que padecemos. Algunas cosas pueden ser un banco de pruebas, otras serán más discutidas. Por tanto, la revolución administrativa se queda muy acotada en su objeto. Otra cosa es que, experimentadas, en su caso, esas técnicas organizativas y de gestión, y si producen los efectos queridos (algo que habrá de comprobarse con el paso del tiempo), se inserten en su día en la estructura normativa sistémica o estructural (algo que, salvo excepciones, no se hace en este caso). En efecto, no hay apenas cambios sistémicos, aunque sí -insisto- modificaciones de diferentes leyes administrativas con la finalidad de facilitar “la digestión” de los fondos.

Por tanto, el objetivo confesado es que la AGE pueda absorber o digerir esos fondos y que no se le atraganten, pues el modelo diseñado de gestión de fondos en esta normativa es de una altísima concepción centralizadora (todo se cocina en el Gobierno central y por el Gobierno central), aunque habrá un reparto de fondos que deberán ser gestionados por las Comunidades Autónomas (se habla del 50 por ciento; aunque no se corresponden con las competencias ejecutivas de las CCAA, que son la inmensa mayoría en todos los ámbitos y sectores) mediante la ejecución de créditos en los términos establecidos en el artículo 45 del borrador de RDL que introduce algunas modificaciones al artículo 86 de la Ley General Presupuestaria. Se crea, a tal efecto, la Comisión Sectorial del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, donde se repartirán territorialmente los fondos que deban gestionar las CCAA.

Los Fondos se asignan departamentalmente. Y este es un elemento clave. Con un Gobierno fragmentado en 22 departamentos ministeriales, la gestión de tales fondos se «parcializa» en compartimentos estanco, aunque los proyectos de inversión, por su propia naturaleza, muchos de ellos deberán tener un visión transversal en línea con lo establecido en el propio Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. Tal fragmentación departamental hará a veces muy indigesta la gestión de los fondos y asimismo su reparto, cuando no la propia identificación de los proyectos de inversión y su «adscripción departamental», máxime cuando aquellos opten -como así se deduce del propio Plan- por la transversalidad. Este es un aspecto que condiciona todo: los créditos son departamentales y la gestión (planificación, estructura, personal y presupuestaria) también. Y probablemente, si no se reducen radicalmente las dimensiones de la estructura gubernamental ello puede tener consecuencias serias, tal como señalaba más arriba, en la articulación de proyectos de inversión que aborden ámbitos horizontales o afecten a diferentes ministerios (y se podrían aportar muchos ejemplos)

Hay una figura que se escapa de esa departamentalización, al menos en lo que a su declaración respecta (que se hará por acuerdo del Consejo de Ministros). Son los Proyectos estratégicos para la Recuperación y Transformación Económica, que se definen por su «gran capacidad de arrastre para el crecimiento económico, el empleo y la competitividad de la economía española». No queda claro si la gestión de tales proyectos será también departamental. Aunque todo apunta a que sí. De ser así, el problema de coordinación se multiplicará. Un aspecto que si todo el embudo de aprobación de proyectos se remite al Consejo de Ministros (una auténtica «asamblea»), poco resolverá. Hay un régimen especial de convenios y de consorcios en esos casos de gestión de proyectos estratégicos.

Las estructuras de Gobernanza (más bien cosméticas) no las comentamos, pues están pendientes de los ajustes políticos de última hora. El modelo de Gobernanza de los Fondos, a diferencia de otros países europeos que lo han asignado a Comisiones independientes o con participación de externos, se caracteriza por su acusado y dominante perfil gubernamental: el Gobierno central controlará todo, particularmente (cabe intuir) su Presidencia. Sólo la presencia más bien tibia o cosmética de un «Foro de participación y grupos de alto nivel»  y la Conferencia Sectorial del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, se aproximan algo a lo que sería el concepto de Gobernanza. Los gobiernos locales no aparecen en el modelo. En verdad, es un modelo de concentración del poder por el Gobierno “central” (nunca mejor dicho) con unas pinceladas de Gobernanza de fachada, más intensas en lo que afecta a las Comunidades Autónomas a través de la Conferencia Sectorial.

Importantes son las previsiones de los instrumentos de gestión pública, concretamente las medidas de planificación estratégica y las de carácter organizativo, que persiguen flexibilizar el modelo de gestión, con la creación de unidades temporales para la gestión y ejecución de proyectos, con una figura de relaciones de puestos de trabajo provisional.  Se alumbra tímidamente un sistema de estructuras de gestión temporales (o por proyectos), tal vez donde radica el futuro de la Administración Pública; aunque con fecha de caducidad de la experiencia (gestión fondos)Interés tienen, asimismo, algunas medidas de gestión de recursos humanos, aunque -como en el caso anterior- el problema radica en la departamentalización y consiguiente atomización del modelo de gestión de los fondos, si bien se reconoce un sistema de evaluación del trabajo, al que se le anudan complementos variables por consecución de objetivos (disposición adicional segunda). Para engrasar la máquina, hay que poner la miel en los labios de los funcionarios con la finalidad de que el modelo se aplique y la gestión funcione. Hay una referencia expresa al artículo 81 TREBEP, que ofrece marco de juego, sobre todo para la AGE, aunque no se haya desarrollado aún tal Estatuto. La Ley estatal (en este caso, el decreto-ley) da cobertura a ese tipo de redistribución y reasignación de efectivos, que por fin se utilizan. Se ha ido -insistimos- a lo fácil, gestionar por departamentos, pero con una estructura ministerial en absoluto pensada en su momento de creación para ello. Y ello dará infinitos quebraderos de cabeza y puede ser la antesala de un anunciado fracaso del modelo de gestión de los fondos.  Otro problema estriba en que, aparentemente, esta normativa se aplicaría a la AGE, pero nada se dice que sea aplicable asimismo a las administraciones autonómicas y locales (la planificadora y organizativa es claro que no, en la de gestión de personal las referencias se circunscriben también a la AGE). Si la AGE flexibiliza su gestión y la normativa básica (veremos cómo queda) encorseta la gestión de las Administraciones autonómicas y locales, habremos avanzado muy poco. No se precisa aún cuáles son las normas básicas aplicables a las CCAA y entes locales, y ello es muy importante en materia de gestión de personal o de gestión financiera. Tal vez se pretendan superar los cuellos de botella de la AGE (ya veremos sí se consigue), pero no parece que se desatasquen los atascos burocráticos de las CCAA y entes locales, al menos si algunas normas básicas (organizativas, de recursos humanos y financieras) no se excluyen en su aplicabilidad a la gestión de estos fondos.

Es una regulación que está pensada, en efecto, principalmente para resolver los problemas de la AGE y con la finalidad de facilitar que esta absorba los fondos, pero la capacidad gestora que tenga hoy en día la Administración central, una vez transferidas sus competencias ejecutivas a las Comunidades Autónomas, es más que discutible y puede plantear serios problemas. Ha perdido mucho ritmo gestor y cogerlo de repente no será tarea fácil, pues requiere músculo tramitador y fuerte entrenamiento. No se dan, hoy por hoy, esas condiciones (véase, aunque sea en otro contexto, la gestión de los ERTES, IMV o extranjería). Se debe facilitar que las CCAA y los gobiernos locales puedan gestionar la ejecución de los fondos europeos que les competan también con mecanismos ágiles y flexibles (por ejemplo, en materia de gestión de personal y económico-financiera).

Hay, no obstante, reglas que sí serían de aplicación también a la gestión de los fondos por parte de las CCAA y entes locales, como son las siguientes. Se prevé un capítulo específico en materia de contratación pública, que recoge una serie de especialidades cuando se gestionen fondos europeos, tales como en materia de tramitación urgente, subiendo los umbrales en el procedimiento abierto simplificado, previendo reglas específicas para el procedimiento abierto simplificado ordinario, así como algunas otras como las relativas a encargos a medios propios, a contratos de concesión de obras y servicios, y, en fin, al recurso especial en materia de contratación y a la composición del Tribunal Administrativo Central de Recursos Contractuales. Novedades bastante menores de las esperadas.  Hay modificaciones importantes de la Ley 40/2015, por lo que ahora interesa en el régimen de convenios administrativos (entre ellas la ampliación de la vigencia de los convenios hasta diez años), siempre que se gestionen fondos europeos. También se prevén medidas de agilización de las subvenciones, a través del recurso a la urgencia (que es una constante en esta futura regulación), la realización conjunta de la convocatoria con las bases, la eliminación de algunos controles, trámites y obligaciones.

Habrá que analizar con detalle esas mutilaciones de plazos, trámites, fiscalizaciones, etc., puesto que la urgencia puede terminar descarrilando si no se apuesta -como ya defendimos en su día- por construcción de sistemas preventivos de integridad institucional, particularmente en contratación pública y en subvenciones, así como un reforzamiento de la transparencia, pero también en otros aspectos como son la gestión de personal y la gestión financiera, todos ellos ámbitos de riesgo donde pueden aparecer malas prácticas o inclusive manifestaciones puntuales de corrupción. Hay que andar con pies de plomo. La sombra de la corrupción siempre es alargada. Más en este país. Si relajamos las reglas y no prevemos sistemas de prevención y control ex post, vamos mal. Sobre todo ello, me ocupé en una entrada reciente.

En fin, hay otras muchas novedades: resucitan las Agencias estatales, se contiene un capítulo sobre instrumentos de colaboración público-privada y, en fin, muchas modificaciones que afectan a la Administración General del Estado, sus trámites, procedimientos, organización, personal, régimen financiero, etc. Tal vez en ese ámbito, que es el principal en el que están pensando estas medidas (ajustadas a un modelo hipercentralizado y gubernamental de asignación y gestión de fondos), puedan tener algún recorrido y ser objeto de experiencias innovadoras de gestión.

La innovación en la gestión es el reto. Las medidas estructurales, siquiera sea contingentes, pueden abrir un pequeño boquete en la organización administrativa tradicional (tal vez por ello a algún «alto funcionario» se le ocurrió la idea de acuñar esta reforma como «revolución»; una noción un tanto exagerada), pero la transversalidad se ahoga en los departamentos y esa es la mayor debilidad institucional de este modelo de “modernización” (¿por qué no hablan ya de transformación al hilo de lo que predica el Plan?) de una Administración Pública que ofrece síntomas evidentes de fatiga estructural y de agotamiento absoluto de las técnicas de gestión de personal, así como de la absurda concepción de procesos laberínticos y eternos. Poco más se puede decir de momento, aunque ya sea bastante para una primera e incompleta a todas luces aproximación al tema.

 

 

PONENCIA TELETRABAJO:

 

Nuevo marco regulador del teletrabajo en el empleo público, derechos digitales y servicios a la ciudadanía

TEXTO PONENCIA: FMC-PONENCIA TELETRABAJO

Texto escrito de la ponencia presentada en el Seminari de Relacions col.lectives de la Federació de Municipis de Catalunya

 

TELETRABAJO (A LA CARTA) EN LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS (*)

(Sobre el RDL 29/2020, de medidas urgentes en materia de teletrabajo en las Administraciones Públicas»)

El BOE del 30 de septiembre de 2020 incluye el Real Decreto Ley 29/2020, de 29 de septiembre, que, entre otras cosas, regula las medidas urgentes en materia de teletrabajo en las Administraciones Públicas. Hay algunos cambios de forma o de matiz, pero en esencia el legislador de “urgencia” o de “guardia” (pues el legislador ordinario está en “modo avión”, y sus señorías durmiendo plácidamente en su viaje en clase preferente) reproduce el Acuerdo de la Mesa General de Negociación de las Administraciones Públicas suscrito el pasado día 21 de septiembre. Sobre las implicaciones de este Acuerdo ya me ocupé en una entrada anterior. Y no voy a repetir los argumentos.

El objeto de estas líneas no es otro que hacer un primer análisis de lo que esta norma excepcional (pues los decretos-leyes lo son, aunque ya lo hayamos olvidado) establece en materia de teletrabajo para las Administraciones Públicas o, mejor dicho, para los empleados públicos.

La exposición de motivos de la norma es extensa. Pocas veces tan escasa chicha normativa vino rodeada de tanta solemnidad retórica y de justificaciones por doquier. Más que un preámbulo parece una Memoria, para dar mayor empaque a lo que el contenido normativo no ofrece. Mejor, no ahondar en la herida. Tiene aportaciones de relieve, y también otras muchas que menos. Ayer mismo la noticia del Consejo de Ministros emitida por La Moncloa era muy clarificadora, pues una y otra vez se refería a que se trataba de una regulación de contenidos mínimos, con la pretendida excusa de que así dejaba margen de regulación al legislador autonómico de desarrollo, cuando en verdad a quien llama desesperadamente la norma es a la negociación colectiva y su formalización en la regulación reglamentaria que haga cada nivel de gobierno, que aparece implícitamente habilitado para regular esa materia, si es que la sensatez y el buen juicio del legislador autonómico no lo impiden. Pues pretender desarrollar esa normativa básica por decreto autonómico y querer aplicarlo a todas las administraciones públicas probablemente tropezaría con algunos problemas difícilmente resolubles como el de regular derechos de los funcionarios públicos, su ejercicio y posibles límites per saltum; esto es, por disposición reglamentaria. No parece una operación fácil. Aunque se vista con el traje de la urgencia, que tanto está dando de sí.

En verdad, la propia exposición de motivos de la norma excepcional ya nos da a entender cuál es el criterio interpretativo que se ha de seguir. Esa legislación básica esquelética debe permitir para que cada Administración Pública regule el teletrabajo como quiera o pueda. El despropósito no puede ser mayor. Y sus efectos, de los que ahora no me ocuparé, tendrán serias consecuencias. Este es el pasaje central del preámbulo de la norma a nuestros efectos:

El objeto es, por tanto, configurar un marco normativo básico, tanto desde la perspectiva del régimen jurídico de las Administraciones Públicas, como desde el punto de vista más específico de los derechos y deberes de los empleados públicos, suficiente para que todas las Administraciones Públicas puedan desarrollar sus instrumentos normativos propios reguladores del teletrabajo en sus Administraciones Públicas, en uso de sus potestades de autoorganización y considerando también la competencia estatal sobre la legislación laboral en el caso del personal laboral.

La larga exposición de motivos, plagada de retórica vacua y justificaciones por doquier, no es más que un ejemplo de esa legislación excepcional de borrachera a la que ya estamos acostumbrados desde que el maldito virus se hizo gubernamentalmente presente. No merece detenerse más en su examen. Vayamos a la parte dispositiva, que es escuálida, pues así deja campo de juego a los sindicatos del sector público para que negocien colectivamente lo que sea más beneficioso para sus propios clientes (los empleados públicos) al margen de lo que realmente ocurra con la prestación de los servicios públicos que, al parecer, ya no interesa a nadie, pues carece de valedor alguno, incluso de quien debiera asumir ese rol central como es el Gobierno y el propio Ministerio de Política Territorial y Función Pública, que parecen haber declinado de tal trascendental papel.

La definición de lo que sea el teletrabajo en el empleo público, tal como se ha  recogido en el artículo 47 bis, 1, TREBEP, queda establecida del siguiente modo: “Se considera teletrabajo aquella modalidad de prestación de servicios a distancia en la que el contenido competencial del puesto de trabajo puede desarrollarse, siempre que las necesidades del servicio lo permitan, fuera de las dependencias de la Administración mediante el uso de tecnologías de la información y comunicación”.

Esta definición de lo que sea el teletrabajo en las Administraciones Pública cierra el paso, efectivamente, a cualquier otra modalidad que no sea la prestación de servicios mediante el uso de tecnologías de la información y comunicación. La definición, por lo demás, es muy escueta y menos precisa que la recogida en el artículo 3, letra b) del RDLTD, donde allí se recoge como teletrabajo “aquel trabajo a distancia que se lleva a cabo mediante el uso exclusivo o prevalente de medios y sistemas informáticos, telemáticos y de telecomunicación”, lo que parece dar pie a la inclusión dentro del teletrabajo de otras formas de prestación de la actividad no siempre telemáticas.

Obviamente, el teletrabajo, más aún dado su exclusivo contenido telemático o de aplicación de TIC (¿no admite la realización de otras tareas de concepción, tales como las horas de lectura de libros, documentos, doctrina o jurisprudencia?), sólo es idóneo para determinados puestos de trabajo. Tal y como ha quedado configurado por el legislador básico, salvo que se hagan interpretaciones más amables, para tareas de uso intensivo y exclusivo del ordenador, lo cual no parece una opción muy acertada pues podría penalizar al ejercicio del trabajo a distancia de otras actividades cualificadas.

Admite la norma, no obstante, que hay otras modalidades de prestación de servicios a distancia, pero que estas no entran en tal regulación. Y, asimismo, condiciona que la prestación por esta modalidad de teletrabajo a las necesidades del servicio, algo que parece obvio y, si se emplea adecuadamente, puede ser un instrumento organizativo de gran importancia para adecuar y combinar proporcionalmente lo que es una presencia física y una atención presencial de los empleados públicos con una actividad a distancia por medios telemáticos. Y aquí está una de las claves de lo que es un sistema que también se dibuja en esta regulación; la prestación híbrida o mixta (presencial/telemática) de la actividad profesional. La norma lo deja caer, pero nada concreta.

Por lo demás, a diferencia del régimen de trabajo a distancia en el “sector privado”, en este caso esa adecuación a las necesidades del servicio incorporan, a nuestro juicio, una posición singular del teletrabajo en el empleo público (dada su vinculación con la prestación de servicios a la ciudadanía como razón existencial de esa institución), y, por tanto, matiza lo que establece el RDLTTD cuando se afirma que “esta modalidad de organización o prestación de la actividad laboral no resulta de los poderes de dirección y organización empresariales”. Sin perjuicio de que ello lo anuda a la voluntariedad del modelo (una opción voluntaria por ambas partes), en el caso de la Administración Pública esa caracterización  ofrece matices, como se decía anteriormente.

En efecto, la prestación del servicio por vía de teletrabajo debe ser (lo cual presupone una solicitud individual del empleado público) expresamente autorizada por la Administración (de acuerdo con las normas y protocolos que esta diseñe) y “será compatible con la modalidad presencial”, lo que parece advertir, tal como decía, la implantación de ese modelo híbrido o mixto, con un sistema de rotaciones y de presencia física en el centro con trabajo a distancia (algo que parece muy razonable), si bien esta normativa básica no establece ninguna regla en cuanto a partir de qué proporción de jornada semanal se debe configurar como teletrabajo (como sí lo hace, siquiera sea como umbral legal, el artículo 1 del RDLTD); al considerar que regular el trabajo a distancia es cuando este se preste en un período de referencia de tres meses y un mínimo del treinta por ciento de la jornada), lo que abre la puerta a que el trabajo de una jornada (o incluso de horas) pueda  tener en las Administraciones Públicas esa consideración si así aparece reflejado en las normas de desarrollo correspondientes (que podrán ser varias y muy distintas, en función del poder de apretar a los gobernantes de turno que tengan los sindicatos). Se abre, por tanto, la puerta a que el concepto de teletrabajo sea de geometría variable, más rígido en unos casos y más flexible en otros, con lo cual las bases del régimen jurídico de los empleados públicos (cuya única finalidad es la de ofrecer un estándar mínimo de servicio a la ciudadanía) se ve absolutamente preterido en este caso. El mínimo es tanto que la carta de menú tiene infinitos platos, que cada uno elegirá a su antojo.

Y ello queda claramente confirmado por lo expuesto en el inciso final del apartado 2 del artículo 47 bis TREBEP, cuando al efecto se afirma lo siguiente: “Se realizará en los términos de las normas que se dicten en desarrollo de este Estatuto, que serán objeto de negociación colectiva en el ámbito correspondiente y contemplarán criterios objetivos en el acceso a esta modalidad de prestación”. Por tanto, la anomia reguladora del artículo 47 bis TREBEP se suplirá con lo establecido en las normas de desarrollo correspondiente, que estas podrán ser, en principio, tanto autonómicas como locales; pues no existe en este caso una llamada a que sea la Ley (una reserva relativa o impropia de Ley) el instrumento normativo que lleve a cabo esa regulación. Sin embrago, lo más razonable sería que, al menos, el legislador autonómico unificara tal regulación para todas las Administraciones Públicas (salvo la periférica del Estado) que operan en su territorio, pero lo más rápido y previsible será que cada nivel de gobierno se “saque las castañas del fuego”. Y, una vez hecho esto, se utilice el “corta y pega” habitual en estos casos.

Esa última línea de abordar solo a su propia Administración, es la que adoptó el reciente Decreto 77/2020, de 4 de agosto, por el cual se regula la prestación de servicios en la modalidad de teletrabajo para el personal al servicio de la Administración de la Generalidad de Cataluña y sus organismos autónomos, que solo se aplica a la Administración de la Generalidad y a sus entidades del sector público. Aunque al ser anterior al artículo 47 bis TREBEP plantea algunas antinomias con la normativa básica allí establecida (y, a tal efecto, como reconoce el decreto ley, se dispondrá de seis meses para adaptarse a tal regulación), por ejemplo en todo lo que tiene que ver con lo dispuesto en el artículo 8, donde se prevé que, en materia de medios, el empleado público pueda trabajar también con sus recursos propios y deja en manos del departamento afectado la evaluación de las disponibilidad de poner a disposición de los empleados públicos los medios tecnológicos necesarios, opción que parece dejar completamente cerrada el apartado 4 del artículo 47 bis del TREBEP, cuando afirma lo siguiente: “La Administración proporcionará y mantendrá, a las personas que trabajen en esta modalidad, los medios tecnológicos necesarios para su actividad”. De momento también esta regla puede quedar congelada si hay normativa anterior que no la exige.

Por consiguiente, el teletrabajo con medios tecnológicos propios parece quedar absolutamente descartado, aunque mantendrá su vigencia temporal por espacio de seis meses, lo que podría provocar algunas tensiones aplicativas efectivas en los casos en los que se prevean nuevos confinamientos como consecuencia de la pandemia y la necesidad de enviar a teletrabajar a sus domicilios a la mayor parte de los empleados públicos de las oficinas. Más aún esas tensiones se provocarán con las “regulaciones” del teletrabajo realizadas por resoluciones administrativas que tienen en algunos casos discutible valor normativo. Lo que sí parece sancionarse es la vigencia aplicativa durante esos seis meses de los acuerdos suscritos en el ámbito de negociación entre Administraciones Públicas y representantes sindicales, dado tales acuerdos sí disponen de efectos normativos. Con lo cual el teletrabajo de excepción derivado de la pandemia (un absoluto sucedáneo) convivirá con el teletrabajo que fija el legislador básico a la espera de lo que desarrollen las normas oportunas, sean autonómicas o locales. El plazo máximo: seis meses. A primeros de abril tendrían que estar aprobadas las normas de desarrollo. Con lo cual el barullo temporal y material será considerable. Y quien piense que esto no afecta a la prestación de servicios a la ciudadanía es un iluso o un temerario.

El teletrabajo de los empleados públicos tendrá, en todo caso, carácter voluntario y reversible salvo en supuestos excepcionales debidamente justificados. Esta regulación parece abrir en el empleo público una puerta a que, por razones organizativas, siempre que estas sean de carácter excepcional y debidamente justificadas, se prevea tanto la excepción a la voluntariedad como a la reversibilidad, algo que también diferencia a esta regulación de la existente en el sector privado (RDLTD), puesto que en esta última se prevé la voluntariedad y la interdicción de que sea impuesta esa forma de prestación en aplicación del artículo 41 del ET, sin perjuicio de lo que establezca la legislación o la negociación colectiva, previéndose además que la negativa no podrá ser causa justificativa de la extinción de la relación laboral ni de la modificación de las condiciones de trabajo. También se prevé que será reversible para la empresa y la persona trabajadora, en los términos que se fijen en la negociación colectiva (artículo 5 RDLTD).

Un aspecto positivo de la regulación del artículo 47 bis TREBEP, como ya apunté en su momento, consiste en la previsión recogida en el segundo párrafo del apartado 2 del artículo 47 bis TREBEP, que recoge la siguiente previsión: “El teletrabajo deberá contribuir a una mejor organización del trabajo a través de la identificación de objetivos y la evaluación de su cumplimiento”. Sin embargo, la redacción de ese enunciado causa una cierta perplejidad, en cuanto que está formulada como una suerte de objetivo o directiva (“deberá contribuir”) y no como una regla. Lo cual abre la puerta a su total incumplimiento, salvo que las normas de desarrollo lo precisen. Esa evaluación del cumplimiento no es propiamente hablando la evaluación del desempeño del artículo 20 TREBEP, aunque su parentesco es inevitable. Y si se activara, podría ayudar a que de una vez por todas se implantara la gestión de la diferencia en nuestro obsoleto y falsamente  igualitario empleo público. Pero que nadie se llame a engaño, es hartamente conocida aversión sindical a la gestión de la diferencia en el desempeño que conlleva todo proceso de evaluación. En cualquier caso, ofrece una palanca para que se pueda activar una de las palancas de transformación del empleo público que permanece completamente dormida desde 2007, cuando se aprobó el Estatuto Básico del Empleado Público. De hecho, como reconocimos en un trabajo conjunto con Mikel Gorriti (cuya paternidad de la idea le pertenece), el alfa y el omega del buen funcionamiento del teletrabajo está en una correcta descripción del puesto de trabajo y, por tanto, de sus tareas (fijación de objetivos), así como en la evaluación de su cumplimiento una vez realizado el oportuno seguimiento, lo que exige un cambio radical de roles en el funcionamiento de las relaciones entre empleado público y los responsables de las distintas unidades o direcciones, pues sobre estos últimos recae esa tarea ingente de determinar correctamente los objetivos, delimitar o acotar las tareas, llevar a cabo el seguimiento y evaluar si se han cubierto y en qué grado. Si se hiciera mínimamente bien este proceso pondría de relieve algo muy importante: que la evaluación del desempeño es perfectamente viable en cualquier contexto, pues las diferencias entre el trabajo presencial y telemático son exclusivamente de lugar en el que se prestan no de funciones, responsabilidades y tareas, que son siempre las mismas. Se caería así un enorme mito que aún flota en el ambiente de las Administraciones Públicas españolas: evaluar el desempeño es imposible. En el trabajo a distancia, al no existir observación directa del contexto en el que desarrolla su actividad el empleado público (lo cual no predice nada, aunque la presencia física tranquiliza a los directivos y presume, a veces equívocamente, que se está trabajando) solo puede tener un control de resultados. Nuestra Administración paga por estar y no por hacer. Por consiguiente, el empuje de la evaluación a través del trabajo telemático es perfectamente trasladable al ámbito del trabajo presencial, con la única exigencia de que se trata de un problema organizativo y de gestión de tareas, también por parte de quien dirige, que deberá dedicar buena parte de su tiempo a eso y no a otras tareas rutinarias o ajenas a su condición.

En lo demás, hay algunas previsiones relativas a que los derechos de los empleados públicos son los mismos que los que se tienen por parte del personal que preste esos servicios en la modalidad presencial, y se incluye la normativa de aplicación en materia de previsión de riesgos laborales, con excepción de aquellos que sean inherentes a la realización del trabajo presencial. Tampoco en este caso, dada la mínima regulación básica existente, nada se dice del perímetro de actuación de la prevención de riesgos y sobre todo de la evaluación de estos, lo que deja un espacio de incertidumbre que el artículo 16.1 “in fine” del RDLTT deja bien acotado: “La evaluación de riesgos únicamente debe alcanzar a la zona habilitada para la prestación de servicios, no extendiéndose al resto de zonas de la vivienda o del lugar elegido para el desarrollo del trabajo a distancia”. Contrasta en extremo la delgadez extrema de la regulación del artículo 47 bis TREBEP con la regulación de detalle que en este y en otros puntos establece el RDLTD. No entro aquí, algo en lo que trato con mayor detalle en la ponencia de la cual se derivan estas reflexiones, sobre el abandono absoluto (o la total anomia reguladora) de todos aquellos aspectos relativos al derecho a la protección de datos personales de los empleados públicos y de los ciudadanos, así como los derechos digitales de aquellos, de los que el artículo 47 bis TREBEP, nada dice, y este vacío puede ser una fuente enorme de problemas aplicativos e incubar lesiones de derechos fundamentales de los empleados públicos se van a delimitar así en su ejercicio por normas reglamentarias, instrumentos de negociación colectiva y protocolos, sin cobertura legal específica en el propio TREBEP y basándose en la aplicación en frío del RGPD y la LOPDGDD, también por lo establecido en su título X.

Y, en fin, aparte de otras cuestiones, el artículo 47.5 expone una regla que, como veremos, se reitera en el RDLTT: “El personal laboral al servicio de las Administraciones Públicas se regirá, en materia de teletrabajo, por lo previsto en el presente Estatuto y por sus normas de desarrollo”, lo que parece excluir, en principio, la aplicabilidad del RDLTD ni siquiera con carácter supletorio, aunque, como hemos dicho anteriormente, ello no deja de plantear algunos problemas normativos, pues distinto es que el legislador básico regule con detalle (aunque sea mínimo, pero no tan mínimo como para no decir casi nada) y abra luego el desarrollo normativo, legal o reglamentario, a las Comunidades Autónomas, a que el legislador básico opte por una suerte de remisión (casi) en blanco que incluso habilita para que, en materia laboral, la condición de empleado público permita que sus derechos se regulen por un reglamento gubernamental o por una normativa local, además con dispersión total y absoluta en sus previsiones. Esta operación normativa, tal como ha sido configurada, me ofrece dudas más que razonables de ser ajustada a la Constitución, al reparto competencial y al sistema de fuentes que regula el ordenamiento laboral.

Tal como decía, sorprende que aspectos propios de una regulación material en el articulado del artículo 47 bis del TREBEP se recojan en el contenido de la exposición de motivos de la norma excepcional. En efecto, es llamativo –y esto afecta directamente al objeto de esta ponencia- cómo las referencias al derecho a la intimidad o a la desconexión digital, así como la importantísima cuestión de los deberes en materia de confidencialidad y de protección de datos estén recogidos únicamente en el preámbulo y no en la parte dispositiva del artículo 47 bis TREBEP. No deja de ser una paradoja que, a diferencia de esta anomia absoluta del legislador básico de empleo público, el RDLTD, dictado en el ámbito de las competencias exclusivas del Estado en materia de legislación laboral (artículo 149.1.7 CE), regule un Capítulo III dedicado a los “derechos de las personas trabajadoras a distancia”, recogiendo, entre otros el derecho a la formación, a la promoción profesional, a la dotación y mantenimiento de medios y abono y compensación de gastos, a los derechos relacionados con el horario y registro horario, a la prevención de riesgos laborales, al ejercicio de los derechos colectivos, así como prevea otro Capítulo IV que tiene por objeto regular, dentro de las facultades de organización, dirección y control empresarial, los aspectos relativos a la protección de datos y seguridad de la información (de lo que nada dice la parte dispositiva del artículo 47 bis TREBEP), de las condiciones e instrucciones del uso y conservación de equipos, así como una regulación del derecho a la intimidad y protección de datos (que el Acuerdo despacha en una referencia incidental en la exposición de motivos) y la práctica reproducción del derecho a la desconexión digital recogido en el artículo 18 de la LOPDGDD. Nada de esto se regula en el TREBEP, con lo cual la conclusión es muy obvia: el legislador básico de régimen estatutario de la función pública se ha diluido por completo y encomienda al poder normativo reglamentario y a la negociación colectiva la delimitación y límites de tales derechos. Una carta en blanco. Veremos cómo encaja en nuestro sistema de fuentes.

Aspectos tan trascendentales como la evaluación y planificación preventiva de las tareas (aquí sí que se utiliza correctamente el lenguaje) o la formación en competencias digitales se arrinconan también al preámbulo.

Lo preocupante es que deja la puerta entornada para que se cuele de rondón en la negociación colectiva la determinación de umbrales de teletrabajo en determinadas actividades profesionales que sean proporcionalmente disparatadas y que empeoren aún más la frágil e inconsistente asistencia presencial a la ciudadanía que buena parte de las Administraciones Públicas están teniendo durante esta ya larga pandemia (cuyos efectos se extenderán en el tiempo y pueden provocar efectos de deslegitimación letales para unas Administraciones que cada vez están dejando caer más el adjetivo de públicas, que es el que les da su sentido y finalidad). El único efecto de disuasión es que las Administraciones Públicas deberán proveer a tales teletrabajadores de todos los medios telemáticos (así como, en su caso, de las compensaciones que vía reglamentaria o en negociación colectiva se establezcan), lo cual, en época de crisis brutal puede ser un freno.

La aplicabilidad de esta normativa de medidas de urgencia en materia de teletrabajo en las Administraciones Públicas se contrae al ámbito de aplicación del TREBEP, por tanto no se extiende al personal de empresas públicas y fundaciones del sector público que les será de aplicación la normativa laboral (el RDLTD).

En conclusión, si se compara la normativa existente entre el “sector privado” y la del “sector público” personal TREBEP, el primer problema viene, por tanto, de lo que he calificado como anorexia normativa básica de la regulación del artículo 47 bis, pues –a diferencia de la buena factura técnica que tiene el Real Decreto-Ley 28/2020, como ha reconocido el profesor Rojo Torrecilla en referencia al anteproyecto-, ese artículo del TREBEP da prácticamente todo por sabido, lo cual otorga un cheque en blanco a la normativa de desarrollo y a su desigual contenido. Un aspecto que en su día traté de modo circunstancial en una entrada que llevaba por título “Las paradojas de la regulación del teletrabajo: la dualidad entre el empleo público y el privado”. Y allí me remito.

(*) La presente entrada reproduce, en esencia, unos fragmentos de la ponencia presentada al Seminario de Relaciones Colectivas de la Federación de Municipios de Cataluña (curiosamente) el día 29 de noviembre de 2020, adaptando su contenido a lo establecido en el Real Decreto-Ley 29/2020, de 29 de septiembre. La ponencia llevaba por título: “La protección de los derechos digitales de los empleados públicos y de los ciudadanos en el trabajo a distancia”. Agradezco aquí al Director del Seminario, el profesor Joan Mauri i Majòs, la amabilidad que tuvo al invitarme a participar en ese foro. La próxima semana se hará publico el texto de la ponencia.

VER TEXTO DEL REAL DECRETO-LEY 29/2020: RDL-29-2020-TELETRABAJO ADMINISTRACIONES PÚBLICASe

 

 

EMPLEO PÚBLICO:

DESAFÍOS DEL EMPLEO PÚBLICO EN LOS PRÓXIMOS DIEZ AÑOS: JUBILACIONES MASIVAS, RELEVO GENERACIONAL, REVOLUCIÓN TECNOLÓGICA Y CRISIS. 

1) Artículo Anuario de Derecho Municipal ARTICULO EMPLEO PUBLICO ANUARIO 2019: «El (inaplazable) relevo generacional en las Administraciones públicas: desafíos en un entorno de revolución tecnológica y de crisis fiscal como consecuencia de la pandemia de 2020» (pp. 85 a 131)

2) WEBINAR-SEMINARIO: REPRODUCCIÓN VIDEOCONFERENCIA

«EMPLEO PÚBLICO 2020-2030: DESAFÍOS MÚLTIPLES EN UN ESCENARIO DE CRISIS»

(EFIAP: ESCUELA DE FORMACIÓN E INNOVACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA REGIÓN DE MURCIA)

20200507 Webinar Rafael Jimenez Asensio_v1 (3)

VER VIDEOCONFERENCIA Y DEBATE: ENLACE 

Enlaces a Post complementarios de la exposición:

EMPLEO PÚBLICO 2020-2030 (I): DESAFÍOS MÚLTIPLES EN EN ESCENARIO DE CRISIS

EMPLEO PÚBLICO 2020-2030 (II): LÍNEAS DE TRABAJO Y ESBOZOS DE PROPUESTA 

Presentación de Power Point Empleo Público 2020-2030:

MURCIA-EMPLEO PUBLICO

 

LA COMUNIDAD AUTÓNOMA DE CATALUÑA MODIFICA POR LEY LA REGULACIÓN DE LOS DIRECTIVOS LOCALES

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A partir de la STS de 17 de diciembre de 2019 (Sala Tercera, Diputación de Cáceres)  en la que, con una discutible doctrina, vedó el que los entes locales pudieran regular por normativa propia (reglamento orgánico o reglamento) la figura de los directivos públicos profesionales si no era desarrollada previamente tal cuestión por la Ley o, en su caso, no era regulada esa figura por el Ejecutivo autonómico correspondiente (¿?), quedaba claro que (para el Tribunal Supremo, en una interpretación literal y plana de la Ley) las entidades locales eran «menores de edad» para regular su propia organización y, en si mismo, su función directiva como parte sustancial de aquella. Castradas de una potestad esencial que se sometía paradójicamente a tutela normativa de un Ejecutivo distinto o distante, como era el estatal o autonómico (que podían aprobar, «habilitados» por el artículo 13.1 TREBEP, una normativa «organizativa» para los entes locales, que definiera el régimen jurídico de tales niveles directivos locales), quedaba la solución ortodoxa de que fuera el legislador competente el que salvara semejante desaguisado. Y, por consiguiente, estableciera una regulación de desarrollo que marcara los elementos básicos de ese régimen jurídico-institucional de directivos locales profesionales y, en paralelo, habilitara al ejercicio de la potestad normativa local para su complemento y concreción.

Con carácter previo a esa polémica sentencia, el legislador vasco había «arreglado parcialmente el problema» (aunque también cautivo del «régimen jurídico» de ese personal) estableciendo en el capítulo III del título IV de la Ley 2/2016, de 7 de abril, de instituciones locales de Euskadi, un marco normativo regulador de la figura del directivo público profesional en las entidades locales. Es una regulación que tiene elementos de interés, a pesar de que sólo se aplica de momento (el Gobierno Vasco está habilitado para bajar ese umbral por decreto) a municipios de más de 40.000 habitantes.

Pues bien, ayer mismo, tal como me ha trasladado el profesor Joan Mauri, el Diario Oficial de la Generalitat de Catalunya incluía en el artículo 102.2 de la Ley 5/2020, (una ley «ómnibus» tan censuradas por la doctrina y por el propio Tribunal Constitucional), una regulación por medio de la cual se modifica el artículo 306 del texto refundido de la Ley municipal y de régimen local de Catalunya,  que regula la figura del personal directivo en las entidades locales.

La redacción de esta modificación es importante (aunque alguna nota crítica expondré a continuación), y consiste en lo siguiente:

2. Se modifica el artículo 306 del texto refundido de la Ley municipal y de régimen local de Cataluña, que queda redactado del siguiente modo:

«Artículo 306. Personal directivo

»1. El nombramiento de personal directivo de entes locales y la formalización del correspondiente contrato laboral de alta dirección, de acuerdo con lo establecido en esta ley, son competencia de la presidencia de la entidad , que dará cuenta al pleno en la primera sesión que tenga.

»2. La denominación y la determinación de los puestos directivos se llevará a cabo mediante un instrumento de ordenación diferenciado del de la relación de puestos de trabajo, la aprobación corresponde al pleno, a propuesta de la presidencia de la entidad local, excepto en los municipios de gran población, en la que es competencia de la junta de gobierno local.

»3. Los miembros de la corporación no pueden ser nombrados personal directivo. El personal directivo está sujeto a las causas de incapacidad e incompatibilidad establecidas para los miembros de la corporación.

»4. Los procedimientos de selección y provisión de personal directivo deben exigir en todos los casos una formación específica de grado o de postgrado, se regirán por los principios de mérito, capacidad, publicidad y libre concurrencia y deben asegurar la idoneidad de los aspirantes en relación con los puestos objeto de la convocatoria. En los procedimientos se debe acreditar y verificar que los aspirantes están en posesión de las competencias profesionales exigidas.

»5. El personal directivo nombrado tiene derecho a la inamovilidad en el puesto de trabajo, siempre que los resultados de la evaluación de la gestión llevada a cabo sean satisfactorios, y a permanecer en el cargo hasta que, una vez finalizado el mandato en que haya sido nombrado, cese el presidente o presidenta de la corporación que lo había nombrado. El nuevo presidente o presidenta de la entidad local puede, discrecionalmente, prorrogar el período de ejercicio de las funciones directivas para otro mandato, o bien convocar un nuevo procedimiento de selección y provisión del puesto de trabajo. »

De forma esquemática, pues sólo es objeto de este texto «dar noticia», se pueden aportar una serie de reflexiones telegráficas, que cabe resumir del siguiente modo:

  • El artículo 306 del TRLMRLC regulaba el personal directivo, que tendría la consideración de personal eventual; una figura que se importó del artículo 176.3 del texto refundido de las disposiciones legales vigentes en materia de régimen local de 1986. Y que tenía más que dudosa aplicabilidad tras la reforma de la función pública de 2007 (EBEP).
  • Esa es la base de partida. Y el «nuevo artículo 306» se asienta en esa regulación previa, de la que toma parte de su contenido.
  • La primera omisión de esa normativa es que no reconoce potestad normativa local para autorregular esa materia, partiendo de los principios establecidos en la Ley. Cabe darla como implícita, pero hubiese sido mejor hacer referencia expresa a ella. Dicho esto, lo más razonable es que cada entidad local (salvo que se apruebe algún Reglamento-tipo) desarrolle el régimen organizativo e institucional de tal figura, pues al estar regulada ya en la Ley (aunque de forma muy incompleta) cabe admitir que es perfectamente posible ese ejercicio de potestad normativa local, limitada obviamente por lo establecido en las leyes.
  • Del apartado 1 cabe entender que el directivo público (sería mejor hablar la persona titular del órgano directivo) se vincula con la Administración por medio de un nombramiento o mediante contrato laboral de alta dirección. Si este último fuera el medio de vinculación, es obvio que tales personas, a pesar de que sean titulares de un órgano directivo no pueden ejercer potestades públicas o funciones de autoridad: ¿Un titular de un órgano directivo sin ejercicio de potestades públicas?; ¿Para qué sirve en un Ayuntamiento o en una Diputación o Comarca?; ¿En qué se diferencia del personal eventual, entonces? Hubiese sido mejor precisar que los titulares de los órganos directivos (como sucede con los altos cargos de otras Administraciones, una vez nombrados, independientemente de su origen, ejercerán las funciones propias del órgano directivo. La pésima regulación del artículo 13 TREBEP ha condicionado este modelo. Quedan, no obstante, sin resolver algunas cuestiones de régimen jurídico que se aplicarán a tales directivos públicos en los casos de nombramientos de funcionarios (por ejemplo, las situaciones administrativas), aunque en otras cosas se asemejen claramente al resto de miembros de la corporación).
  • Sí se refuerzan, en línea con lo establecido anteriormente, las potestades de autoorganización de la entidad local, y concretamente de la presidencia de la entidad, aunque reservando (como ya se hacía en el marco regulatorio anterior) competencias importantes al pleno, que es el órgano competente para definir el instrumento de ordenación diferenciado de la relación de puestos de trabajo, pero que difícilmente en sí mismo podrá tener carácter normativo (al establecerse ese paralelismo con las relaciones de puestos de trabajo). Tal vez la expresión «ordenación» podría amparar que en tal instrumento se recogieran algunas precisiones de régimen jurídico. Cabría esa posibilidad, como ya se ha explorado en algunos municipios vascos (aunque allí la normativa legal autonómica es mucho más precisa).
  • Lo más importante es que la «selección y provisión» de personal directivo (idea que nos sugiere que la cantera de candidatos puede ser «externa» o «interna») se hará de acuerdo con una serie de principios, que son los recogidos en el artículo 13 del TREBEP. Se añaden dos cuestiones importantes: la primera, una exigencia específica de grado o postgrado (puede ser liviana o más dura); y la segunda, que se establecerá un proceso de acreditación de las competencias profesionales (que puede ser formal o material).
  • También tiene trascendencia la permanencia en el cargo (se denomina «inamovilidad», en todo caso temporal y condicionada) mientras se obtengan resultados adecuados en las evaluaciones de gestión (siempre que se hagan), que se prolongará hasta el momento en el cual cese la presidencia que le nombró, salvo que quien le sustituya proceda a prorrogar «discrecionalmente» el nombramiento o, en su caso, a convocar otro procedimiento selectivo o de provisión.
  • En fin, un paso adelante para intentar salvar el enorme escollo de la doctrina del Tribunal Supremo. Pero quedan algunas dudas aún por resolver. Hay, en todo caso, a mi juicio un problema de enfoque: si se quiere regular correctamente la función directiva hay que partir de que se trata de un problema organizativo y, por tanto, regular órganos directivos y, acto seguido, el régimen jurídico de quienes ostenten la condición de titulares de tales órganos; pues quienes son titulares de órganos directivos de la Administración por definición ostentan aquellas potestades públicas inherentes a tales órganos. Los entes locales pueden regular «organizacion», pero su margen de maniobra en el ámbito del régimen jurídico es muy estrecho. Por eso, hubiese sido recomendable una ley más precisa en este ámbito. 
  • La solución puede estar en el ejercicio de las potestades normativas por los entes locales para definir aspectos que han quedado vacíos o simplemente poco regulados en esa normativa. Pero ello, si no se hace razonablemente bien (esto es, de forma razonada y adecuada a la legalidad) puede abrir de nuevo el frente de las impugnaciones judiciales. Es lo peor que le puede pasar a la dirección pública profesional. Que, una vez más, se judicialice. Los tribunales comprenden mal el alcance de este problema. Y, como se ha visto, en ocasiones se agarran a la literalidad de los enunciados legales.
  • En todo caso, seamos honestos. No hay en esta regulación una opción clara y contundente por la profesionalización de la función directiva. Hay algunos avances y también ciertas dudas. Todo dependerá de cómo se aplique; esto es, si se hace con voluntad de innovación y de captar talento o con vocación de continuidad «remozada». En este último caso, no se avanzará un ápice. Se habrá resuelto sólo el problema político y jurídico-formal, no el sustantivo. La regulación se ha quedado a medio camino y deberá ser desarrollada por los gobiernos locales. Este será un paso importante. Aunque mucho me temo que se intente salir del paso con un instrumento de ordenación que supla tales vacíos. Si es así, habrá que estar en cada caso a qué contenido tiene, pues al fin y a la postre serán, junto con las bases de convocatoria de tales procesos selectivos y de provisión de puestos directivos, las que determinen la pureza o contaminación de cada modelo.
  • Al menos, dato nada menor, se ha dado cobertura legal a los municipios catalanes para que articulen una función directiva sobre presupuestos nuevos, que puede ser más o menos profesional en función de cómo la apliquen en cada caso. Un paso importante, aunque diferido.
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  • VER ARTÍCULO 102.2 DE LA LEY 5/2020, de 29 de abril, de medidas fiscales, financieras, administrativas y del sector público y de creación del impuesto sobre las instalaciones que inciden en el medio ambiente (LEY DE «ACOMPAÑAMIENTO A LOS PRESUPUESTOS DE LA COMUNIDAD AUTÓNOMA PARA 2020

 

 

UN APUNTE SOBRE EL PERMISO RETRIBUIDO RECUPERABLE Y LOS EMPLEADOS PÚBLICOS

Tras un parto doloroso, a última hora del día de ayer, vio la luz el dichoso Real Decreto-Ley 10/2020. Nunca tan pocas páginas del BOE costaron tanto redactarlas. Realmente no sé lo que aprobó el Consejo de Ministros, pero con veintidós departamentos opinando intuyo que al final no podía salir una criatura muy sana. Pero finalmente vio la luz. El resultado ha creado, como viene siendo habitual en estos últimos días, no poca confusión y múltiples incertidumbres. No es mi intención aquí analizar ese texto que ya lo han hecho con la prontitud y los reflejos que les caracterizan otros profesionales y altos funcionarios, así como profesores universitarios, que han dedicado horas de sueño y mucho más tiempo del que, por razones de trabajo profesional, he podido emplear para ello en este día decimosexto de confinamiento. Realmente, si soy sincero, tampoco entraba en mis inquietudes profesionales este análisis.

Pero cuando declina el día, me he asomado de nuevo al BOE y a las redes sociales, donde parece que se abre un debate de “tesis contrapuestas”. Malo es que una norma tan joven (casi prematura) tenga interpretaciones tan dispares. Ello solo quiere decir que sus redactores no han sido lo suficientemente claros y precisos en el mensaje (la técnica normativa o, si no, los preámbulos están para eso, no para adornarlos de referencias y refritos de sentencias del Tribunal Constitucional). Si bien en estos tiempos de zozobra en los que se improvisan «leyes» o disposiciones normativas (mejor, decretos-leyes, decretos u órdenes a espuertas) en cuestión de horas o minutos, no vamos a pedir peras al olmo, pues no nos las dará. La volatilidad normativa de la excepción viene acompañada también de actitudes notablemente chapuceras. Y en esto, el Decreto-Ley que reseñamos se lleva la palma. Es lo que hay.

No pretendo ni comentar el texto ni debatir académicamente sobre su contenido, sólo quiero dar noticia de que su aparición ha dado lugar a una pregunta muy básica, que solo una interpretación literal y sistemática (aunque no por ello cargada de opacidad) nos puede dar la respuesta. Esto requeriría un Post, que no voy a hacer ni me interesa, o bien un Informe jurídico, que nadie me ha pedido, ni pretendo que lo pidan.

Por tanto, me limitaré a un “telegrama”, que la mejor doctrina u opinión podrán contradecir o discutir, inclusive criticar, como crea conveniente, pues admito que puedo estar radicalmente equivocado, pues esto de leer “leyes” se ha convertido en una actividad de alto riesgo. Más en tiempos de pandemia.

Todo apunta a que el Real Decreto-Ley 20/2020 no es, en principio, aplicable a los empleados públicos, entendiendo esta categoría estrictamente (funcionarios y laborales regidos por el TREBEP), aunque inicialmente, dada la finalidad de la norma excepcional (limitar la movilidad de las personas), se deba aplicar a tales empleados públicos sin género de dudas. Y ello, por tres motivos muy sucintos:

  1. El preámbulo nada dice sobre ello. Y el valor hermenéutico de las exposiciones de motivos es un elemento interpretativo de primera importancia. Si se ha omitido, por algo será. Hablar de ello para excluirlos hubieran cantado en exceso.
  2. En el ámbito subjetivo de aplicación del artículo 1 no se citan expresamente los empleados públicos, sólo los trabajadores al servicio de las entidades del sector público. Que son “empleados del sector público”, pero no “empleados públicos EBEP”.
  3. Y, en fin, en la disposición adicional primera, esta sí referida a “empleados públicos”, se habilita para que las Administraciones Públicas dicten las instrucciones y resoluciones que sean necesarias para regular la prestación de servicios de los empleados públicos incluidos en el ámbito de aplicación del TREBEP. Es lo que venían haciendo desde hace semanas o días. Más que habilitar, el legislador excepcional bendice lo hecho. Y anima, si no, a hacerlo.

En efecto, con este planteamiento, lo que se hace es reconocer lo que ya se estaba haciendo: las Administraciones Públicas organizan la prestación de sus servicios de conformidad con lo establecido en tal marco normativo (TREBEP), y para ello ya han dictado numerosas instrucciones y resoluciones mandando a buena parte de sus empleados púbicos (los que no desarrollan tareas o servicios esenciales) a sus domicilios a “teletrabajar” o, en su defecto, a hacer lo que buenamente puedan o quieran (como así está siendo en muchos casos). Y no seré más explícito.  Eso sí, con el cien por ciento de las retribuciones y sin tener que recuperar nada, puesto que el tiempo que permanezcan en sus domicilios, como en tales instrucciones una y otra vez se recuerda, es tiempo de trabajo efectivo. Por tanto, estos sufridos empleados públicos no tienen que recuperar nada, pues ya están trabajando (no me refiero a los que desarrollan tareas críticas o esenciales, ni menos aún al personal sanitario ni a las FCSE). Y, además, tienen aún que disfrutar las vacaciones pendientes (también las de semana santa y del verano), los días de asuntos propios no disfrutados, moscosos y canosos. Una fiesta, vamos. En época de vacas flacas, todo son pulgas. Pero no en todos los rincones.

No creo que deba añadir mucho más a lo que ya expuse hace días. Si esta interpretación se impone, como de la norma parece deducirse, la dualidad entre empleo público y empleo en el sector privado será insostenible. Y sangrante. No sé si mañana en el Consejo de Ministros del martes (o en el del próximo viernes) se aprobará finalmente alguna normativa con rango de ley que aborde el tema del empleo público en una situación de crisis excepcional como la que estamos padeciendo. Mucha regulación (y restrictiva) para el sector privado o las empresas y autónomos y ninguna para el público. El Ministerio de Política Territorial y Función Pública está prácticamente ausente o perdido en combate en esta batalla. Fiarlo todo a una ley ultra generosa en derechos como fue el EBEP, más aún con las reformas últimas de 2019 en materia de jornada, no deja de estar fuera de lugar. Pero así seguimos, esperando. Y, mientras tanto, quienes no son funcionarios o empleados públicos, con los ojos como platos. Por ser suave. Más vale que, dada la opacidad de las redacciones de los textos legales (como este Real Decreto-Ley 10/2020), nadie se entera. Los periodistas tampoco. Ni la opinión pública, que en esto, como en otras cosas de la Administración Pública, está in albis. Y así seguirá. A menos que alguien les abra los ojos. Y, entonces, se despierte la ira. No se lo tomen a broma.

 

SENTENCIA DEL TJUE DE 19 DE MARZO SOBRE LA PRETENDIDA «ESTABILIZACIÓN (AUTOMÁTICA)» DEL PERSONAL FUNCIONARIO (Y ESTATUTARIO) INTERINO EN LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS

índice

Ya se ha dictado «la esperada» Sentencia. Tiempo habrá de comentarla, una vez analizada detenidamente.

Este es el contenido de su fallo:

En virtud de todo lo expuesto, el Tribunal de Justicia (Sala Segunda) declara:

1)      La cláusula 5 del Acuerdo Marco sobre el Trabajo de Duración Determinada, celebrado el 18 de marzo de 1999, que figura en el anexo de la Directiva 1999/70/CE del Consejo, de 28 de junio de 1999, relativa al Acuerdo Marco de la CES, la UNICE y el CEEP sobre el Trabajo de Duración Determinada, debe interpretarse en el sentido de que los Estados miembros o los interlocutores sociales no pueden excluir del concepto de «sucesivos contratos o relaciones laborales de duración determinada», a efectos de dicha disposición, una situación en la que un empleado público nombrado sobre la base de una relación de servicio de duración determinada, a saber, hasta que la plaza vacante para la que ha sido nombrado sea provista de forma definitiva, ha ocupado, en el marco de varios nombramientos, el mismo puesto de trabajo de modo ininterrumpido durante varios años y ha desempeñado de forma constante y continuada las mismas funciones, cuando el mantenimiento de modo permanente de dicho empleado público en esa plaza vacante se debe al incumplimiento por parte del empleador de su obligación legal de organizar en el plazo previsto un proceso selectivo al objeto de proveer definitivamente la mencionada plaza vacante y su relación de servicio haya sido prorrogada implícitamente de año en año por este motivo.

2)      La cláusula 5 del Acuerdo Marco sobre el Trabajo de Duración Determinada, celebrado el 18 de marzo de 1999, que figura en el anexo de la Directiva 1999/70, debe interpretarse en el sentido de que se opone a una normativa y a una jurisprudencia nacionales en virtud de las cuales la renovación sucesiva de relaciones de servicio de duración determinada se considera justificada por «razones objetivas», con arreglo al apartado 1, letra a), de dicha cláusula, por el mero motivo de que tal renovación responde a las causas de nombramiento previstas en esa normativa, es decir, razones de necesidad, de urgencia o para el desarrollo de programas de carácter temporal, coyuntural o extraordinario, en la medida en que dicha normativa y jurisprudencia nacionales no impiden al empleador de que se trate dar respuesta, en la práctica, mediante esas renovaciones, a necesidades permanentes y estables en materia de personal.

3)      La cláusula 5 del Acuerdo Marco sobre el Trabajo de Duración Determinada, celebrado el 18 de marzo de 1999, que figura en el anexo de la Directiva 1999/70, debe interpretarse en el sentido de que incumbe al órgano jurisdiccional nacional apreciar, con arreglo al conjunto de normas de su Derecho nacional aplicables, si la organización de procesos selectivos destinados a proveer definitivamente las plazas ocupadas con carácter provisional por empleados públicos nombrados en el marco de relaciones de servicio de duración determinada, la transformación de dichos empleados públicos en «indefinidos no fijos» y la concesión a estos empleados públicos de una indemnización equivalente a la abonada en caso de despido improcedente constituyen medidas adecuadas para prevenir y, en su caso, sancionar los abusos derivados de la utilización de sucesivos contratos o relaciones laborales de duración determinada o medidas legales equivalentes, a efectos de esa disposición.

4)      Las cláusulas 2, 3, apartado 1, y 5 del Acuerdo Marco sobre el Trabajo de Duración Determinada, celebrado el 18 de marzo de 1999, que figura en el anexo de la Directiva 1999/70, deben interpretarse en el sentido de que, en caso de utilización abusiva por parte de un empleador público de sucesivas relaciones de servicio de duración determinada, el hecho de que el empleado público de que se trate haya consentido el establecimiento o la renovación de dichas relaciones no priva, desde ese punto de vista, de carácter abusivo al comportamiento del empleador de modo que dicho Acuerdo Marco no sea aplicable a la situación de ese empleado público.

5)      El Derecho de la Unión debe interpretarse en el sentido de que no obliga a un tribunal nacional que conoce de un litigio entre un empleado público y su empleador a abstenerse de aplicar una normativa nacional que no es conforme con la cláusula 5, apartado 1, del Acuerdo Marco sobre el Trabajo de Duración Determinada, celebrado el 18 de marzo de 1999, que figura en el anexo de la Directiva 1999/70.

Quien quiera consultarla puede hallarla en:

http://curia.europa.eu/juris/document/document.jsf?text=&docid=224584&pageIndex=0&doclang=es&mode=req&dir=&occ=first&part=1&cid=3011842

 

 

 

RESUMEN DE “URGENCIA” DE LAS MEDIDAS URGENTES EXTRAORDINARIAS PARA HACER FRENTE AL CORONAVIRUS Y SU IMPACTO EN LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS Y EN SU SECTOR PÚBLICO

Introducción

Solo la casualidad ha querido que el Real Decreto Ley 8/2020, de 17 de marzo, tenga la misma numeración que el emitido en el inicio de la larga y durísima crisis que se abrió “oficialmente” tras el Real Decreto Ley 8/2010, de 20 de mayo, si bien el trazado y contenido de ambos es diametralmente distinto, pues este último iba dirigido exclusivamente a la reducción del déficit público, y el publicado hoy en el BOE pretende, por un lado, que el sistema económico no se derrumbe y, por otro, proteger a los colectivos más vulnerables por la crisis social y económica (no solo de salud) en el que el país está inmerso como consecuencia de la pandemia. Nadie pondrá en duda que las medidas son imprescindibles. Para unos tal vez se queden cortas (autónomos), pero necesarias son.

Las medidas urgentes extraordinarias van dirigidas en principio a la actividad privada, pero inexcusablemente emplazan a la Administración Pública para garantizar su efectividad inmediata; esto es, pondrán a prueba el sistema de gestión pública en un marco de crisis y, sobre todo, en un escenario donde buena parte de los empleados públicos permanece confinado en sus respectivos domicilios, con herramientas limitadas (salvo excepciones que hay que aplaudir) para desarrollar el trabajo desde su residencia.

Las medidas, a diferencia de las adoptadas en 2010, dejan incólume cualquier afectación por pequeña e indirecta que sea a las retribuciones de cargos públicos y de empleados públicos o del sector público. También dejan incólume las condiciones de trabajo, aunque este –cuando se realice- sea en una situación de excepción y la mayor parte de las veces a distancia. Sobre esto ya he expuesto mi punto de vista, tanto en esta pestaña (ver más abajo), como en una entrada reciente del Blog (https://rafaeljimenezasensio.com/). Y allí me remito. Lo cierto es que el objeto de estas medidas extraordinarias, como ya se ha dicho, es muy diferente, en principio, al que se pretendía en 2010. Diez años eternos, de crisis arrastrada que, cuando parecía pasar al olvido, vuelve de nuevo vestida de “virus”. No somos nadie.

Vaya por delante que las medidas adoptadas por el Real Decreto-Ley 8/2020 (cuyo uso de la legislación de excepción está, a diferencia de otras circunstancias, justificadísimo en esta ocasión) no tratan más que incidentalmente de la Administración Pública. Y, en principio, tampoco del empleo público, que, por lo que afecta a algunas de las medidas «laborales», tiene su propio régimen aplicable en el TREBEP con las modulaciones incorporadas en su redacción por el Real Decreto-Ley 6/2019, de 1 de marzo, atentamente estudiado en su día (como me ha recordado oportunamente el profesor Joan Mauri) por la también profesora Carolina Gala.

Sorprende, en cualquier caso, que en materia de empleo público no se esté adoptando ninguna decisión normativa excepcional que sea aplicable con carácter general a las Administraciones Públicas, y que se deje que cada entidad pública vaya por su lado, con el evidente desconcierto que se está generando y la desigual aplicación y efectividad en cada nivel de gobierno, que solo «la copia» o el «traslado» de lo que se hace en un lugar a otro atenúa ese desorden. Así, cada Administración Pública intenta corregir como buenamente puede, adaptándose a las reglas de aplicación general que, en determinados ámbitos, sí que se están dictando (suspensión de procedimientos administrativos, contratación pública, procedimientos tributarios, etc.).

Cómo afectan estas medidas a las Administraciones Públicas: un urgente (e incompleto) resumen.

Lo que aquí sigue es, como decía, un incompleto cuadro de afectación directa a la Administración Pública de tales medidas urgentes extraordinarias, aunque –como es obvio- hay afectaciones indirectas importantísimas si se quiere garantizar, según decía más arriba, la efectividad de tales medidas, donde el papel de las entidades públicas es en muchos casos imprescindible (piénsese en la tramitación de los ERES o en la gestión de las transferencias financieras en materia social a las CCAA y entes locales, por poner solo dos ejemplos). El listado que sigue es meramente indicativo y no pretende, como decía, agotar ni mucho menos las importantes cuetsiones que se tratan en esa normativa y su incidencia en las Administraciones y entidades de su sector público:

1.- Se crea un Fondo Social Extraordinario destinado exclusivamente a paliar las consecuencias sociales del COVID-19, de 300.000.000 euros (artículo 1). Y unos criterios de distribución (artículo 2). Por fin, aunque sea tímidamente, la ética del cuidado se mete en la agenda de las Administraciones Públicas, aunque sea vía subvención. Parece que las Administraciones Públicas se van despertando del letargo. Pero no con reasignación de efectivos, sino con nuevas contrataciones de personal, allí donde sea necesario.

2.- Se flexibiliza el destino del superávit de las entidades locales a 2019 y su aplicación al 2020 (artículo 3). No solo para inversiones, sino también para afrontar todas la necesidades derivadas de la aplicación del artículo 1.2, entre otras:

    • Reforzar servicios de proximidad de carácter domiciliario con apoyo especial a personas mayores, discapacitados y dependientes
    • Incrementar servicio de teleasistencia domiciliaria
    • Traslado al ámbito domiciliario de determinados servicios
    • Refuerzo atención personas sin hogar
    • Refuerzo centros servicios sociales
    • Otras medidas que las CCAA, en colaboración con los servicios sociales, puedan establecer

3.- Se garantiza, durante el mes siguiente a la entrada en vigor del RDL 8/2020, el suministro de agua y energía a consumidores vulnerables (artículo 4).

4.- Se da preferencia y se debe facilitar el trabajo a distancia (artículo 5), aunque esta previsión va dirigida a “la actividad empresarial” (solo aplicable en este caso a empleados de empresas públicas y fundaciones del sector público).

5.- Se regulan una serie de medidas de adaptación del horario y reducción de jornada (artículo 6), aplicables igualmente al personal laboral, pero no a los empleados públicos laborales a los que se les aplique el TREBEP (de acuerdo con lo antes expuesto).

6.- Se prevé la suspensión de plazos en el ámbito tributario (artículo 33). Aspecto que requiere un análisis singularizado de quienes tienen conocimiento en tan especial ámbito. A ellos me remito.

7.- Se establecen unas importantes medidas en materia de contratación pública para paliar las consecuencias del COVID’19, con un régimen diferenciado según se trate de contratos de servicios y suministros o de obras, con suspensión automática de los contratos del sector público que no se pudiesen ejecutar o, en su caso, mediante el aplazamiento del cumplimiento (artículo 34). Hay mucha letra pequeña en esta regulación que ahora no se puede analizar. Y, sin duda, requeriría un análisis más detenido que ahora no puede hacerse. Un primer e interesante análisis de urgencia sobre este tema, realizado por el profesor Gimeno Feliú, puede hallarse en la página del Observatorio de Contratación Pública:   https://bit.ly/2UjPG8j. Asimismo, una didáctica presentación de las novedades que representa el artículo 34, se encuentra en esta excelente videoconferencia-taller de Javier Vázquez Matilla. No se la pierdan quienes estén interesados en esta materia: https://www.youtube.com/watch?v=u9NNQvi_ujQ&feature=youtu.be

8.- Se excepcionan, mediante un régimen especial, algunas de las exigencias previstas en el artículo 50, así como en el artículo 48.8 de la Ley 40/2015 para la tramitación administrativa y suscripción de los convenios en el ámbito de la emergencia sanitaria causada por el coronavirus (artículo 39).  

9.- Se prevén medidas extraordinarias aplicables a las personas jurídicas de Derecho privado y, por tanto, aplicables a las sociedades mercantiles y fundaciones del sector público (artículo 40)

9.- Se prevé la no aplicación de la suspensión de plazos establecida en el Real Decreto 463/2020 a los plazos previstos en el presente Real Decreto-Ley (disposición adicional novena).

10.- Se prevén reglas sobre limitación a la aplicación de los expedientes de regulación de empleo iniciados antes de la entrada en vigor del RDL (disposición transitoria primera) y de comienzo de la moratoria (disposición transitoria segunda)

11.- Se modifica el artículo 16 del RDL 7/2020, de 12 de marzo, en lo que respecta a la contratación mediante la tramitación de emergencia, por lo que se refiere a los órganos de la AGE (disposición final sexta).

12.- Por su parte, el Real Decreto 465/2020, de 17 de marzo, modifica el Real Decreto 463/2020, en los siguientes puntos:

  • a) Modificación del artículo 7.1, letra h), sobre limitación de las personas para circular por las vías o espacios públicos. Las actividades deberán ser realizadas individualmente, salvo personas discapacitadas, menores, mayores o por otra causa justificada. Así como se incorpora la letra h) “Cualquier otra actividad de análoga naturaleza”
  • b) Se modifica el artículo 10, apartado 1, y se introduce un nuevo apartado 6, sobre medidas de contención en el ámbito comercial, equipamientos culturales, establecimiento y actividades recreativas, actividades de hostelería y restauración, y otras adicionales”. Con una habilitación al Ministerio de Sanidad para modificar, ampliar o restringir las medidas, por razones justificadas de salud pública”.
  • c) Se modifica el artículo 14.4 . Competencias del Ministerio de Transporte, Movilidad y Agenda Urbana para establecer por resolución condiciones de transporte de mercancías y otros extremos.
  • d) Modificación del apartado 4 y se añaden dos nuevos apartados a la disposición adicional tercera sobre procedimientos administrativos, así como normas singulares en materia de seguridad social y plazos tributarios sujetos a normativa especial o presentación de declaraciones y autodeclaraciones tributarias. Sobre esta reforma y, en general, sobre la suspensión de los procedimientos administrativos, se puede consultar la documentada entrada del siempre atento y preciso del Abogado y Profesor  Diego Gómez en su Blog: https://bit.ly/2Qr2SqK

Final

Todo va muy rápido, también en las respuestas normativas, que se tienen que ir adaptando a una velocidad de vértigo en paralelo a la propagación del COVID’19. Como bien puede comprobarse, en una situación de excepción las medidas normativas envejecen con una rapidez inusitada. En cuestión de días. Habrá que estar muy atentos a los cambios que vendrán. En efecto, en las situaciones de excepción el legislador extraordinario (en este caso el Ejecutivo central) debe dar respuestas instantáneas y adecuarse a las exigencias cambiantes aceleradamente del contexto. También lo debería hacer en el ámbito de la Administración y del empleo público. Aunque en este punto la atención no haya pasado de ser, de momento, más que puramente instrumental, aunque importantísima (procedimientos administrativos, contratos públicos, etc.). Me sorprende que el Ministerio de Política Territorial y Función Pública, que, salvo en las respuestas endogámicas propias de la organización singular de la Administración General del Estado, no haya abierto “la boca normativa” en esta situación de excepción. Si no tiene nada que decir en este contexto extrordinario, tal vez alguien comience a preguntarse   cuál es su utilidad efectiva actual y cuál la pueda ser en el futuro. Personalmente, creo que la tiene. Y que debería haber adoptado algunas medidas de adaptación también urgente y excepcional para flexibilizar contenidos puntuales del propio TREBEP, en diferentes ámbitos que ahora no procede citar. Pero no deja de ser una opinión personal y, en cuanto tal, intrascendente.

EN ESTOS ENLACES PUEDEN CONSULTAR LAS DOS NORMAS COMENTADAS EN EL PRESENTE TEXTO:

Rel Decreto-Ley 8/2020: https://www.boe.es/diario_boe/txt.php?id=BOE-A-2020-3824

Real Decreto 465/2020: https://boe.es/diario_boe/txt.php?id=BOE-A-2020-3828

 

 

 

 

 

¿TELETRABAJO O «PERMANENCIA EN EL DOMICILIO» DEL PERSONAL DE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA?

 

«Los valores de han empequeñecido a niveles fantásticos» (Frankiln D. Roosevelt)

Los acontecimientos relativos a la extensión de la pandemia van muy rápidos. Y la Administración General del Estado, tras la Resolución de 10 de marzo de la Secretaría de Estado de Política Territorial y Función Pública, se ha visto obligada a modificarla. Ayer mismo, el 12 de marzo (aún no está colgada en la Web del Ministerio, por cierto: ver PDF que se adjunta), se dictó otra Resolución que modifica la anterior. En estas dos resoluciones se manifiesta  (como presumo  que en el resto de las Administraciones Públicas) la impotencia para articular un sistema de teletrabajo, se pone asimismo en entredicho la falta de capacidad de gestión de las organizaciones públicas burocráticas en momentos de grave crisis y se demuestra una improvisación considerable (bajo una más que evidente presión sindical).

Mientras el personal sanitario está sometido a unos niveles de estrés extraordinarios con riesgos evidentes de colapso y agotamiento físico y psíquico del personal (y esto solo es el comienzo), así como mientras otros colectivos funcionariales cabe presumir que estarán movilizados y en fuerte tensión (así como en exposición continua al virus) durante largo período de tiempo (cuerpos y fuerzas de seguridad, ejército, servicios sociales, etc.), hay otros muchos empleados públicos que «verán los toros desde la barrera», lejos de riesgos y «refugiados» en sus domicilios, sin tareas que realizar, salvo excepciones. No creo que se pueda sostener por mucho tiempo, menos aún a ojos de la opinión pública, esa injusta dualidad del empleo público. Y no vale con decir que esas medidas de «aislamiento domiciliario» son proporcionadas y razonables para evitar la pandemia, pues no creo que sea muy razonable que durante varias semanas o incluso meses parte del empleo público permanezca ocioso o sin apenas «nada que hacer».

Además, es más que previsible que los poderes públicos necesitarán innumerables recursos, también personales, para afrontar esta crisis. Nadie sobra. Y los servidores públicos si en algún momento deben hacer un sobreesfuerzo es precisamente en este. En un momento como el actual la peor imagen que puede ofrecer un servidor público es precisamente la de no servir a la ciudadanía. ¿No sería razonable que se articularan retenes de empleados públicos que reforzaran los diezmados servicios de atención sanitaria, siquiera sea para atender llamadas, derivar intervenciones, asistir a personas vulnerables, acudir a domicilios de personas mayores o con movilidad reducida para entrega de medicamentos o alimentos, servir de apoyo a los servicios de policía, etc.?, ¿hay que dejar todo en manos exclusivamente de los colectivos de funcionarios (o personal estatutario) que están en «la trinchera»?, ¿no sería necesario movilizar u optimizar todos los recursos? Se objetará que se requiere prevenir la expansión del virus y hay que proteger también a los empleados públicos de tal contagio. ¿Y al personal sanitario, a la policía, al personal de servicios sociales,  o al ejército, entre otros, no hay que protegerlos?

La Resolución de 12 de marzo de la Administración General del Estado, que rápidamente será copiada por las Administraciones de las Comunidades Autónomas, Administraciones Forales, Consejos Insulares, Cabildos y Administraciones Locales, así como por las entidades de su sector público, implica que los funcionarios públicos permanecerán en sus domicilios (por mucho que tal medida se rodee de las prevenciones lógicas: ser requeridos en cualquier momento), sin duda que bajo la directrices de sus superiores. Pero eso no es teletrabajo ni nada que se le parezca, es quedarse en el domicilio como medida preventiva. Una vez más la improvisación y la urgencia se han impuesto. Ya están en «casa» (o a punto de estarlo en breve plazo) el personal docente universitario y el resto del personal docente. Dentro de nada el resto del personal funcionario, «salvo los que deben permanecer en la trinchera». No digo que no haya que hacerlo en determinados casos, pero las Administraciones Públicas deben movilizar todos los recursos necesarios para hacer frente a esa pandemia con un modelo de gestión eficiente y con personal que pueda dar respuesta y atender a la ciudadanía de forma conveniente.

¿Puede la Administración Pública suspender sus actividades por varias semanas o meses obviando una programación, ejecución y evaluación a distancia de sus tareas?, ¿por qué no hay una planificación mínima de teletrabajo, al menos en las tareas críticas?, ¿no se ha previsto ningún plan de choque organizativo y de prestación de servicios para esa eventualidad?, ¿es razonable que unos servidores públicos tengan una sobrecarga funcional enorme de tareas, así como una sobreexposición al contagio, y otros no tengan ninguna o prácticamente carezcan de ellas? En fin, las preguntas pueden multiplicarse.

La cuestión es mucho más seria. Y la reflexión subsiguiente lo atestigua, aunque cuando se la he expuesto a un funcionario se ha quedado atónito por lo absurdo de sus consecuencias (otros aplaudirán que en este 2020 cobrarán lo mismo trabajando infinítamente menos; pero de estos últimos mejor no hablar). En efecto, quizás nadie se ha parado a pensar que, esa situación excepcional de permanencia temporal en el domicilio también de todos los funcionarios o empleados públicos que no pertenezcan a los sectores funcionales afectados por la crisis (personal sanitario, fuerzas y cuerpos de seguridad, servisios sociales, mantenimiento, etc.),  se computa a todos los efectos como tiempo de trabajo efectivo, también a efectos de cómputo de vacaciones y permisos, con lo cual el tiempo de confinamiento en casa «sin trabajo efectivo» (pues nadie ha sido capaz de construir un sistema de teletrabajo desde el punto de vista de la gestión de tareas y de los medios técnicos telemáticos para ejecutarlas), es , paradójicamente, «tiempo de trabajo efectivo». Y cuando acabe el confinamiento, dentro de unas semanas o probablemente algunos meses, esos centenares de miles de empleados públicos deberán  disfrutar las vacaciones de semana santa no realizadas, las vacaciones del verano pendientes, los días de asuntos propios y las licencias y permisos que no se han utilizado (siempre generosos en el sector público). Por tanto, la Administración Pública, permanecerá cerrada a cal y canto, o con un ritmo de actividad prácticamente de encefalograma plano hasta el mes de septiembre de 2020. ¿Puede permitírselo esto un país que quedará social y económicamente desvastado por la crisis? Tómense el tiempo que quieran para contestar esa cuestión. Pero yo tengo muy claro cuál es la respuesta. El tema es mucho más serio de lo que parece. Enormemente serio.

Tiempo habrá de comentar estas medidas y, sobre todo, sus efectos. Solo un apunte rápido: si bien es cierto que se deja la puerta abierta a llamar al personal «por necesidades del servicio», no parece haber en ninguna Administración Pública -como vengo indicando- ni la más mínima planificación de urgencia para echar mano de parte de los centenares de miles de empleados públicos que van a ser enviados a sus domicilios (eso sí, con el cien por ciento de sus retribuciones, que pagan con sus tributos el resto de ciudadanos) para que, al menos puntualmente o en sectores críticos, refuercen los servicios públicos de todo tipo que estarán pronto colapsados o ayuden a hacer frente a las innumerables necesidades sociales y personales que se deberán atender en las próximas semanas. Nadie, al menos que yo sepa, se ha planteado un plan de choque de reasignación de efectivos y de movilización (coordinada y planificada) del personal al servicio de las Administraciones Públicas y entes del sector público. Hay problemas logísticos, sin duda. Los hay también de materiales. Y existen, asimismo, normas de protección sanitaria que aconsejan no tener contactos personales y evitar la transmisión. Pero ello no impide que se articulen las medidas técnicas y organizativas necesarias para que la Administración Pública dé la mejor respuesta posible a tales retos. Y una de ellas es garantizar en la medida de lo posible la continuidad en la prestación efectiva y eficiente de la mayor parte de los servicios públicos, pero especialmente atender a innumerables colectivos ciudadanos que van a quedar literalmente en situación de desamparo. 

En efecto, mientras centenares de miles de ciudadanos serán despedidos, temporal o definitivamente, muchos autónomos quedarán sin trabajo (y sin ingresos), las empresas de todo tipo padecerán lo suyo (con pérdidas cuantiosas), no parece lo más adecuado limitarse a establecer que todos los funcionarios (que no sean los de «trinchera») permanezcan en sus domicilios «protegidos» del cualquier contagio, compútándose su estancia como «tiempo de trabajo efectivo», sin ningún tipo de condicionamientos ni compromisos reales. Probablemente haya que hacer eso, en parte; pero también mucho más. El confinamiento a partir de hoy sábado será la regla, pero ello no debe suponer que no se establezcan retenes o servicios que sean indispensables para que las cuestiones más básicas funcionen. Pero todo apunta que serán la excepción.

El problema no es de los funcionarios realmente, sino de una organización absolutamente incapaz de hacer frente a una emergencia con respuestas propias de justicia social y de equidad. Y esto, si se concreta, será un fracaso. Si la Administración Pública solo sabe ir a rebufo de los acontecimientos y adoptar exclusivamente esas medidas «de protección» estableciendo «vacaciones retribuidas» a sus empleados y no reasignar funcionalmente y en tareas de apoyo al menos a una parte de ese enorme volumen de recursos humanos que representa el sector público (casi 3 millones), reforzando los servicios públicos y atendiendo a los ciudadanos que más lo necesiten (ética del cuidado, nunca más necesaria que ahora), más pronto que tarde la sociedad se preguntará para qué sirve una función pública que puede permanecer ociosa durante un largo período de tiempo «sin que nada (aparentemente) pase». Ciertamente, una vez más, la institución de la función pública «se salvará» por esos servidores públicos abnegados y profesionales (pero altamente expuestos) ya citados. En todo caso, no puede existir ni se podrá sostener una institución en la que  una buena parte del empleo público siga viviendo en una burbuja o «Arcadia (pretendidamente) feliz» cuando el resto del país y parte del propio servicio civil está empezando a sumirse en una enorme catástrofe. Algo falla de forma estrepitosa en este esquema. Al menos eso parece.

ANEXOS:

Resolución de 10 de marzo: https://www.mptfp.gob.es/portal/prensa/actualidad/noticias/2020/03/20200311.html

Resolución de 12 de marzo: Resolución firmada 12_03_20 complementaria Res_10_03_20(1)

 

 

LA INSTITUCIÓN DE LA (ALTA) FUNCIÓN PÚBLICA COMO POLÍTICA DE ESTADO. REFORMA EN FRANCIA: ALGUNAS LECCIONES

 TEXTO DEL RAPPORT THIRIEZ  rapport_mission_haute_fonction_publique

Tal vez despierte poco interés en nuestro particular contexto lo que se propone hacer Francia con la alta función pública. Su singular modelo, marcado por las “grandes escuelas” y los “grandes cuerpos”, nunca se trasladó a este país, aunque tímidos intentos hubo. Y cuerpos de élite, al menos en la Administración General del Estado, también hay. Pero no grandes escuelas. No obstante, aprender de lo que “hacen fuera” puede tener interés. Y en este caso más.

El Presidente de la República, Emmanuel Macron, ya adelantó en abril de 2019 que pretendía promover una ambiciosa reforma de la alta función pública. Él lo puede hacer, pues es hijo de la ENA (École National d’Administration). Su objetivo era triple: abordar los problemas de reclutamiento (selección), formación y carrera de los altos funcionarios, y plantear asimismo una revisión en profundidad de todos estos puntos.

Pero todo ello con unas bases firmes que no conviene olvidar nunca. Esa reforma se debía asentar en tres principios nucleares de la función pública francesa que nunca deben verse afectados:

  1. El imperativo de la excelencia en el reclutamiento.
  2. El mantenimiento del principio fundacional del reclutamiento por concurso (lo que aquí, no confundamos, denominamos “oposición libre”)
  3. Y la necesidad de una sólida formación inicial de los candidatos admitidos, sin perjuicio de su formación continua.

Ningún experimento “con gaseosa”, por tanto; que tanto nos gusta hacer por estos pagos. Partiendo de un diagnóstico preciso y detallado de la situación social, económica y organizativa que presenta la alta función pública francesa, así como de la pérdida de confianza y de representatividad social (si es que alguna vez la tuvo) de esa cúpula funcionarial, el Informe Thiriez (Mission Haute Fonction Publique) ha llevado a cabo la formulación de una amplia batería de propuestas o medidas de transformación que deben convertirse en Ley a lo largo del presente año 2020. Algunas de contenido altamente rompedor o que, al menos, alteran el statu quo de forma evidente.

Ha habido, al parecer, varios detonantes para impulsar tales reformas. El primero que la alta función pública francesa no refleja la diversidad de la sociedad, con una sobrerrepresentación de las clases superiores, con un reparto por sexo profundamente desequilibrado y con un monopolio parisino casi absoluto en la preparación de acceso. Science Po es la cantera preferente de esas élites. El segundo, “una bajada de atractivo inquietante de las carreras públicas, que se traduce en una clara erosión del número de candidatos en los concursos (oposiciones)”. Y el tercero, “una fracturación (o compartimentación) de los altos cuerpos de funcionarios que favorece un corporativismo funesto”. Todo ello ha supuesto una pérdida de confianza de los ciudadanos hacia las élites políticas y administrativas. Algo a lo que se intenta poner remedio.

Los tres ejes de la reforma son nítidos y conviene detenerse un momento en su exposición:

  • Abrir la alta función pública, lo que implica, entre otras cosas, la adopción de ciertas medidas tales como:
    1. Todos los candidatos a la alta función pública, tras superar el concurso, deberán seguir un período de seis meses de formación con “un tronco común”, especialmente “sobre el terreno” (práctico)
    2. La ENA será sustituida por un gran “Escuela de Administración Pública” (EAP), como escuela de aplicación, que agrupará a diferentes cuerpos del Estado (por ejemplo, administradores e ingenieros).
    3. La ENA sólo se mantendrá como “marca internacional”.
    4. Todos aquellos que superen el período de escuela deberán prestar servicios, al menos por un año, en el territorio.
    5. Se suprimirán los altos cuerpos del Estado transformándolos en empleos funcionales (con matices en los cuerpos con funciones también judiciales: Consejo de Estado, por ejemplo).
  • Diversificar el reclutamiento, que comporta lo siguiente:
    1. Las pruebas de acceso serán menos académicas, menos discriminatorias socialmente y más operativas o aplicativas. Con test psicotécnicos.
    2. La composición de los tribunales será revisada y de formación general.
    3. Habrá un concurso único para el acceso al conjunto de las escuelas de funcionarios, pero con pruebas específicas para cada escuela.
    4. Se descentralizará en el territorio las “clases de preparación” para el acceso y sus alumnos serán seleccionados por criterios sociales combinados con el mérito académico.
    5. Se fomentará un concurso especial destinado a hacer efectiva la igualdad de oportunidades.
    6. Junto a la vía de acceso ordinaria (concurso) se establecerá una vía de acceso profesional (colateral), con modulaciones en sus exigencias y en su duración, que podrá estar reservada al 50 por ciento de las vacantes.
    7. Se podrán establecer cuotas del cincuenta por ciento para mujeres.
  • Dinamizar las carreras, algunas de cuyas notas principales son:
    1. Se deberán revisar las competencias de los altos funcionarios dando un espacio mucho mayor a la innovación, comunicación, cultura de resultados y gestión (liderazgo) de equipos.
    2. La Dirección de Función Pública se transformará en Dirección de Recursos Humanos para la alta función pública.
    3. Los cuadros superiores serán evaluados en sus resultados de gestión.

En fin, es solo un incompleto resumen de una propuesta de reforma que puede remover los cimientos tradicionales de la alta función pública. Faltan algunos puntos que no se abordan en esa propuesta y que ya han sido objeto de algunas críticas (por ejemplo el pantouflage o las “puertas giratorias”). Evidentemente, que muchas de sus propuestas (algunas de ellas no han sido reproducidas) obedecen a requerimientos o necesidades específicas de la Administración francesa y a sus propias singularidades. Se objetará de inmediato que la situación allí “nada” tiene que ver con la existente en este país llamado España. Pero quien así opine convendría que lea atentamente este Informe y sepa extraer de sus páginas lo que son sus ideas-fuerza y no pocas lecciones. Que las hay. la primera y más importante es que la institución de función pública (más aún de la alta función pública) es una política de Estado. Tema nada menor.

En nuestro caso, lo que el Informe denomina como las bases estructurales de la función pública (excelencia, ingreso por oposición y sólida formación inicial) sólo se cumplen o aplican parcialmente en la Administración General del Estado, pero muestran enormes debilidades en las Administraciones autonómicas y locales. Los cuerpos de élite de la Administración General del Estado siguen, no obstante, estructurados en compartimentos estanco, con muy escasa diversidad (territorial y social) en su reclutamiento y sistemas de acceso claramente obsoletos, que se gestionan con fuerte impronta corporativa, sin cultura básica común, sino especializada por “gremios”. Parece obvio recordar que las debilidades del sistema de reclutamiento de élites (número cada vez inferior de candidatos, pruebas de alto contenido memorístico, cuarteamiento del acceso por cuerpos, concentración de la preparación en Madrid y fuertes componentes de segmentación social) siguen, salvando las distancias (que son muchas), los patrones que se quieren corregir en Francia.Cuando las barbas de tu vecino veas cortar …

En peor estado se encuentran aún las estructuras de función pública de las Comunidades Autónomas y de las entidades locales, donde el principio de autonomía solo ha servido hasta ahora para crear burocracias con niveles de profesionalidad más bajos y exigencias de ingreso cada vez menores. La excelencia no cotiza al alza, las pruebas selectivas de oposiciones libres son prácticamente inexistentes (sustituidas por concursos-oposiciones o pruebas de acceso bastardas) y la formación inicial es inexistente. Alguna nota se debería tomar de todo esto. Estamos construyendo Administraciones Públicas con pies de barro en lo que a sus exigencias de profesionalidad respecta.

No parece, en cualquier caso, que el modelo impulsado por Francia pueda tener aplicación precisa en nuestro país. La compartimentación de la función pública en territorios estanco e incomunicados, ya no tiene vuelta atrás. La opción constitucional y estatutaria ha sido la de cuartear la institución de función pública según territorios o niveles de gobierno, sin ningún tipo de «pasarelas» o puentes, al menos reales. La función pública no es ya (ni lo será nunca) una institución del Estado, o solo lo es en muy pequeña parte (pero ni siquiera en este caso representa al Estado en su conjunto, sino sólo  a la Administración General del Estado). Las estructuras de función pública están cantonalizadas en sus respectivos niveles de gobierno, muy expuestas a la colonización política y sindical, y débiles, por tanto, en su profesionalización, imparcialidad y objetividad.

Pero algunas de las reflexiones que en este importante Rapport Thiriez se contienen, deberían al menos hacer reflexionar a nuestros gobernantes, sean estatales, autonómicos o locales. Algo en materia de función pública se ha hecho y se está haciendo rematadamente mal. Y no es otra cosa que, hoy por hoy, no hacer nada. Como si el “asunto” no tuviera importancia. O como si fuera posible esperar que de su podredumbre se pudiera sacar algún rédito, que no veo ninguno que se precie (salvo cargarse la institución). Ya ven que en otros países, en este caso en Francia, sí se le da la importancia que el tema tiene. Y mucha. Para sacar los colores, si es que aún hay alguien que se sonroja. Que no parece.

 

 

 

 

LA POLITIZACIÓN DEL NIVEL DIRECTIVO LOCAL

(CONSECUENCIAS “NO QUERIDAS” DE LA STS DE 17 DE DICIEMBRE SOBRE PERSONAL DIRECTIVO DE LAS DIPUTACIONES PROVINCIALES)

La interpretación que hace la sentencia de la que disentimos, prescinde de la interpretación sistemática y lógica del marco normativo, en toda su extensión y complejidad (…)”

(Voto particular de la Magistrada María Pilar del Teso Gamella y del Magistrado Jorge Rodríguez-Zapata Pérez, a la STS de 17 de diciembre de 2019)

TEXTO DE LA SENTENCIA: Sentencia-comentada(2)

Tras un medido y oportuno comentario de la mirada siempre atenta de José Ramón Chaves publicado en su conocido Blog https://delajusticia.com/ a la citada Sentencia de 17 de diciembre de 2019 (Ponente: Pablo Lucas Murillo de la Cueva) dictada en recurso de casación 2145/2017, y dejando para otro momento un análisis más detenido de su discutible trazado argumental y de las equivocadas conclusiones que se formulan en esta doctrina jurisprudencial, solo quiero anotar brevemente una reflexión general y concretar cuál es el resultado político de tan resonada sentencia, que ha vuelto a dejar boquiabierto al desvalido nivel local de Gobierno, del que ya nadie se acuerda, ni siquiera los tribunales, que ignoran olímpicamente el alcance de cuestiones nucleares e incluso existenciales de su arquitectura institucional como son los principios de autonomía local y de autoorganización. Malos tiempos.

Ciertamente, el material normativo con el que tenía que trajinar la citada resolución judicial no era precisamente un dechado de virtudes. Pero para eso están los tribunales de justicia, para llevar a cabo interpretaciones sistemáticas o que razonen a través de los principios y no de las normas planas. Si es para esto último los sustituimos por robots, también al “Supremo”, y nos ahorramos un dineral.

Cierra la sentencia la posibilidad de que Diputaciones provinciales, en desarrollo de los artículos 32 bis LBRL y 13 del EBEP, regulen aspectos del régimen jurídico del personal directivo profesional si no hay una disposición normativa previa del poder legislativo estatal o autonómico, o del poder reglamentario también estatal o autonómico, pegándose a la literalidad más pasmosa y pobre del enunciado normativo recogido en el artículo 13.1 TREBEP, que tal como fue planteado por el legislador básico era, en sí mismo, un absoluto despropósito. Pero lo serio del pretendido razonamiento (pobre de solemnidad) es que se ignore que la Dirección Pública es, sobre todo y ante todo, organización, como he puesto de relieve en diferentes entradas en el Blog de esta misma páginas Web y en otros foros ya más académicos. Cierto es que el argumento del Tribunal Supremo se intenta blindar con que, dada “la importancia que el legislador estatal otorga” a ese régimen jurídico, es necesario que “esté dotado de la suficiente homogeneidad”. La conclusión es obvia: se sustrae de la competencia local un ámbito material existencialmente vinculado con el propio principio de autonomía local como es la organización de las estructuras directivas (algo que denuncian atinadamente los votos particulares) amputándose una de las competencias nucleares de la autonomía local, y admitiendo, como ya hizo extravagantemente la STC 214/1989 (censurada en su día con  tino por Luciano Parejo y, asimismo, por Manuel Zafra), que las estructuras organizativas y su régimen jurídico íntegro de los entes locales se determinen no solo por la Ley autonómica, sino –lo que es de una gravedad supina- por una disposición reglamentaria de los Ejecutivos autonómicos. Ya no solo interfiere “en la cocina organizativa de los entes locales” el Parlamento, ahora también un Ejecutivo, sea estatal o autonómico. En fin, lo que nos queda por ver en este mundo del Derecho. Da la impresión de que sus Señorías tenían prisas por tomar las largas vacaciones judiciales de Navidad que les esperaban, y “soltar papel”. Muy propio de esas fechas.

Se objetará que eso es lo que reguló el legislador básico en al artículo 13.1 TREBEP, pero una interpretación de ese marco normativo en clave del principio de autonomía local y de la Carta Europea de Autonomía Local hubiese conducido –en la línea, una vez más, de los votos particulares- a otros resultados muy distintos. Y muchos más correctos. Tiempo habrá de analizar esta cuestión en detalle y criticar ese razonamiento jurisprudencial que a mi juicio es de una pobreza mayúscula. Como me escribía un buen conocedor del mundo local ayer mismo al conocer la sentencia, Álvaro Casas, se puede hablar ya sin tapujos de réquiem por la autonomía local. Si algo queda de ella son meros escombros.

La función directiva profesional no ha tenido nunca en nuestro país el aval político. Tampoco de los Parlamentos ni de los correspondientes ejecutivos. Los sindicatos siempre han mostrado su enemiga, pues todo lo que sea orden en la Administración perturba sus intereses. Y ahora ya tenemos la incomprensión añadida del Tribunal Supremo (Sala tercera). Ya no queda nadie que la defienda. Y su futuro pinta más negro que nunca, si es que alguna vez tuvo otro color. Las pocas experiencias locales que han pretendido abrir la Caja de Pandora con alguna innovación por pequeña que sea en sus procedimientos de designación han recibido con esta Sentencia un portazo en las narices.

Así las cosas, en la sede de los partidos políticos están frotándose las manos. Algo que al parecer nuestros excelentísimos magistrados han sido incapaces de intuir. Pues lo que esta sentencia viene a otorgar, guste más o guste menos, es una absoluta carta blanca para nombrar discrecionalmente sin ningún tipo de competencias profesionales (salvo los manidos requisitos formales de que el designado sea funcionario perteneciente al grupo de clasificación A1 o, en su defecto, que el Reglamento Orgánico prevea nombrar también discrecionalmente a quienes no lo sean atendiendo a las características específicas del órgano directivo a cubrir. El mundo del amateurismo y de los cambios continuos unidos al ciclo gubernamental en la dirección pública ya están sancionados. Nadie querrá cambiar este statu quo. El modesto intento local de hacer las cosas de otra manera ha sido castrado de raíz.

Por tanto, para felicidad del Estado clientelar político-sindical, con el aval del Tribunal Supremo, ya tenemos implantado de forma absoluta el nombramiento político discrecional del personal directivo de las Diputaciones provinciales (también Cabildos Insulares, por extensión) y su asimilación a las legiones de altos cargos que pueblan las Administraciones del Estado y de las Comunidades Autónomas, al igual que ya existía (aunque con matices jurisprudenciales, que ahora han sido eliminados de un plumazo) en los municipios de gran población. El directivo público en estos casos es y seguirá siendo de cuota política. Más pastel para repartir en el botín electoral, por si había poco. Todo apunta además que para siempre, pues a ver qué gobierno va a impulsar proyectos normativos de profesionalización de la perversa figura de los altos cargos locales cuando no quiere oír ni por asomo que se profesionalicen “los suyos”. Un gran triunfo no escrito de la STS citada. Hay que aplaudir a sus excelentísimas señorías. Mas disparatado es que, indirectamente, la Sentencia “anime” a que por Reglamento gubernamental autonómico se regule tal figura (que, como digo, no se hará, pues los partidos en el Gobierno bloquearán presumiblemente cualquier iniciativa de este tipo que pueda contradecir sus nombramientos discrecionales). En todo caso, no deja de ser paradójico y hasta estrambótico que sea un órgano de gobierno de otra Administración Pública el que fije los criterios de vertebración de la propia estructura y régimen jurídico de los órganos directivos de una Administración Local. Dónde queda la pobre autonomía local: no en el suelo, en el barro más puro. La sala de lo contencioso-administrativo sigue pegándose a la literalidad de los (malos) textos legales y no levanta la mirada. Mientras tanto, los municipios de régimen común, la inmensa mayoría, siguen maniatados de pies y manos, esperando que la Ley diga algo o a que un osado poder reglamentario autonómico se meta jardín de casa ajena. Si algo sale, tal como está el patio, sería la extensión de los cargos directivos de confianza también al resto de entidades locales. Y eso sería ya el remate final para desprofesionalizar más aún (o ya para siempre sin viaje de vuelta) el absolutamente abandonado nivel local de gobierno. Tan solo los municipios de régimen común del País Vasco, eso sí solo los de más de cuarenta mil habitantes (cosa absurda), podrán disponer sin sobresaltos de Dirección Pública Profesional, pues la Ley de Instituciones Locales lo avala. Una excepción y con matices.

La Dirección Pública profesional está absolutamente desgraciada en este país llamado España. Atrapada entre una legislación incapaz y contradictoria, una política y un sindicalismo clientelar (que no darán un paso firme por su implantación, al menos no lo parece) y una jurisdicción contencioso-administrativa de vuelo gallináceo, que se dedica a rematar los pocos destellos (más bien pobres y limitados) que algunos Reglamentos Orgánicos pretendía dar a tal oscuro panorama. En ese tétrico escenario se mueve el fantasma de la Dirección Pública Profesional, que ya lleva doce años viviendo entre nosotros sin que se haya dado una aparición efectiva. Solo destellos con mal comienzo y peor final. A seguir esperando otra eternidad. Paciencia infinita.

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Informe GRECO (Grupo de Estados contra la corrupción del Consejo de Europa) de Evalución sobre el Gobierno Central de España

GRECO

Versión íntegra documento inglés: GrecoEval5Rep(2018)5-Final-spa-Spain-PUBLIC.docx

Versión íntegra documento francés: GrecoEval5Rep(2018)5-Final-fra-Espagne-PUBLIC.docx

La misión del GRECO visitó Madrid el mes de enero de 2019 con la finalidad de someter a escrutinio el funcionamiento de la Administración General del Estado, así como de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, en el ámbito de los instrumentos de prevención de la corrupción y de promoción de la integridad y de la transparencia, así como de analizar (entre otras cosas) los conflictos de interés. No cabe duda de que, como se hace eco el propio Informe, la corrupción está dañando los cimientos de la confianza ciudadana en sus instituciones. Y la confianza -como expusiera Pierre Rosanvallon- es una institución invisible, que -como vengo reiterando- cuesta mucho tiempo construir y se destruye con una facilidad pasmosa cuando nuestros gobernantes o altos cargos adoptan conductas inadecuadas, malas prácticas o, en el peor de los casos, se sumen en actuaciones propias de la corrupción.

Se trataba del quinto ciclo de evaluación sobre esas esferas gubernamentales que está llevando a cabo GRECO. Llama la atención, en primer lugar, que el Informe fuera adoptado el 21 de junio de 2019 y sus resultados se hayan hecho públicos el 13 de noviembre. Sin duda ello es debido a que España ha estado en 2019 en un proceso electoral continuo, y por parte del GRECO no se ha pretendido interferir esos procesos con «malas noticias»; pues, aunque el Informe es muy moderado en sus términos, si se lee atentamente es  más duro en el fondo y en el análisis de algunas cuestiones. La fotografía que sacan del estado de la cuestión en la AGE no es buena. Se mire como se mire. No cabe duda que en Moncloa ya tenían esos resultados con anterioridad, pues así se explica que, en el documento de preacuerdo entre PSOE y UP (de 12 de noviembre) para un hipotético gobierno de coalición, se incluyera en segundo lugar el objetivo de «Trabajar por la regeneración y luchar contra la corrupción». Medidas oportunas, cuando no oportunistas. Pero bienvenidas sean, si consiguen dar pasos firmen en esa dirección.

No es objeto de estas líneas analizar el contenido de este importante Informe, si bien puede ser oportuno en esta nota de urgencia detenerse en fijar la atención en algunos puntos críticos de ese Informe, algunos de ellos que han pasado absolutamente desapercibidos en el tratamiento mediático (que ha sido amplio) de este documento (¿qué leen los periodistas el resumen o el texto íntegor del documento?). Veamos:

  • En cuanto a mecanismos preventivos para reforzar la cultura de la integridad institucional, el Informe se lamenta de que la primera iniciativa del Gobierno central (que quedó en puro decorado, pues no tenía mecanismos de supervisión), como fue el Código de Buen Gobierno de altos cargos (de 2005), promovido por Jordi Sevilla, haya sido derogado por la Ley 3/2015 y no haya tenido ninguna continuidad. El reflejo de algunos de sus principios (y otros absurdos como la austeridad) en esa Ley, no se consideran suficientes para GRECO. Una iniciativa la del Código de 2005 que fue pionera y que, como analizó en su día el profesor Manuel Villoria, se quedó en mero decorado sin apenas efectividad alguna.
  • En ese sentido el Informe pone de relieve la existencia en España de una buena práctica, como es el Código Ético y de Conducta de altos cargos del Gobierno Vasco, que se configura como un instrumento vivo y que dispone de una Comisión de Ética Pública. El Informe sugiere que ese tipo de mecanismos se trasladen a la AGE, aunque como su objeto solo es la alta Administración no aborda la necesidad de construir un Sistema de Integridad Institucional que agrupe no solo a la zona alta de la Administración sino a toda ella, incluyendo, entre otros ámbitos (contratación, subvenciones, etc.), al empleo público. A tal efecto, un buen modelo a seguir podría ser el construido por la Diputación Foral de Gipuzkoa, que el Informe no recoge como otra buena práctica, quizás por su menor impacto institucional frente al que tiene el Código del Gobierno Vasco.
  • A la Transparencia el Informe le dedica una particular atención y un tratamiento extenso. Indica con claridad que una cultura de transparencia debe ser progresiva (continua o permanente). Detecta un alto desconocimiento por parte de la ciudadanía de la propia Ley de Transparencia y de sus instrumentos, lo que cabe achacar al escaso interés que los poderes públicos han puesto en difundir la importancia de esta política, que se ha convertido en política-escaparate más que efectiva (rennvío aquí a mi entrada reciente sobre «El velo de la Transparencia»).
  • Recomienda el Informe incrementar la aplicación de la Ley de Transparencia, particularmente del derecho de acceso a la información pública, así como realizar campañas de sensibilización a los ciudadanos sobre ese ámbito especialmente relevante de control del poder y de las actuaciones administrativas.
  • Aboga asimismo por reforzar la independencia, autoridad y recursos del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, pues el Informe identifica -aunque sin citar estas palabras- que se trata de una institución débil para llevar a cabo sus cometidos. Así, el CTBG no dispone de poderes sancionadores, lo que debilita notablemente su rol, además de que -como he expuesto en diferentes ocasiones- no proyecta sus actuaciones sobre la supervisión de los posibles incumplimientos de las obligaciones de transparencia (publicidad activa) que tiene la Administración General del Estado. No digamos nada de su actual descabezamiento: dos años con la Presidencia de la institución vacía. Desinterés absoluto de la política por la transparencia. Un ejemplo sangrante.
  • El Informe se adentra asimismo en la ausencia de un regulación de los grupos de interés (lobbies), al menos por lo que se refiere a las instituciones centrales, pues en algunas Comunidades Autónomas se ha avanzado, al menos formalmente (otra cosa son los resultados prácticos) en la regulación de esta materia.
  • Un foco especial de atención del Informe consiste en el análisis de la cuestión relativa a los conflictos de interés. Y aquí la opinión de GRECO es determinante, pues advierte una disociación clara y contundente entre la regulación normativa, que con recorridos de mejora considera razonable, y la aplicación práctica, que sencillamente es deficiente o insuficiente, hasta el punto de certificar que el modelo ofrece una «pérdida de credibilidad», por lo que afecta a la ciudadanía.
  • Particular atención requiere el diseño y funcionamiento de la Oficina de Conflictos de Intereses, que ofrece puntos críticos y aspectos sin duda muy mejorables. El Informe centra la atención en reforzar el régimen jurídico, la supervisión y la aplicación de los conflictos de interés de aquellas personas que ocupan niveles de responsabilidad en la AGE, pero que esas medidas deberían hacerse extensivas a toda la alta función pública y a ese trasiego continuo (puertas giratorias) entre el sector público y privado, con los problemas que ello acarrea.
  • Por último, se advierte la necesidad de que el sistema de incompatibilidades «ex post» (qué ocurre cuando un alto cargo deja sus responsabilidades públicas y pretende acceder a ámbitos profesionales del sector privado), puesto que de forma acertada el Informe promueve que tales cuestiones las supervise y controle un órgano independiente, que bien podría ser la CTBG, si se le dotara de las funciones y recursos, así como de la independencia requerida para ello. Pero tampoco se trata de multiplicar las dificultades para que quien acuda a ejercer un cargo público pueda reintegrarse en la vida civil (pues un duro e incoherente sistema de incompatbilidades puede producir el efecto de desaliento o la huida del talento en la provisión de tales puestos de responsabilidad), sino que se trata de impedir decididamente los conflictos de interés «ex post» y, en fin, el tráfico de influencias.

Cabe aplaudir, por tanto, el Informe del GRECO sobre la Administración del Estado, que es mucho menos benevolente de lo que se ha querido transmitir. En efecto, la conclusión es que la AGE tiene un inmenso trabajo por hacer en todo lo que respecta a Integridad y Transparencia, pues tras la aprobación de un cuadro normativo inicial en hace varios años (Ley 19/2013, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, así como la Ley 3/2015, de estatuto del alto cargo), los sucesivos gobiernos (tanto del PP como del PSOE) se han dormido literalmente en los laureles.

Dicho de otro modo, como bien dice -aunque con otras palabras-  el Informe GRECO en España se «publican» leyes, pero no se «aplican». Y una vez publicadas, la creencia gubernamental común (o simplemente el cinismo imperante) piensa que el BOE tiene efectos taumatúrgicos y que todo lo arreglará, incluso los hábitos o conductas de quienes nos gobiernan o dirigen las riendas de las Administraciones Públicas. Falsa creencia que el Informe GRECO pone en evidencia, por muchas lecturas amables (como se han hecho por parte de diferentes medios de comunicación) se pretendan llevar a cabo de su contenido.

Las instituciones centrales y, especialmente, en este caso la Administración General del Estado lleva un retraso considerable frente a lo que se está haciendo desde hace tiempo en otras democracias europeas o, incluso, como pone de relieve el propio Informe, también frente a algunas buenas prácticas que se reconocen en su texto (Gobierno Vasco) u otras que no se citan (Diputación Foral de Gipuzkoa y otras instituciones autonómicas, forales o locales). Sobre ello me extendí en su día en el libro Cómo prevenir la corrupción. Integridad y Transparencia (Catarata/IVAP, 2017). Se pone, por tanto, negro sobre blanco algo que que vengo poniendo de relieve desde hace mucho tiempo: las instituciones del Estado central no solo llegaron tarde a la transparencias (como también se indica en el Informe), sino que ni siquiera se han enterado (salvo las dos excepciones expuestas: Banco de España y CNMV) de la necesidad de implantar sistemas de integridad institucional como medios de prevención de la corrupción. ¿Desidia, cinismo o ignorancia? No sé qué es peor. Elijan ustedes.

Una vez más, deben ser «actores externos» (en este caso el GRECO del Consejo de Europa) los que nos ponen frente al espejo y nos hacen afrontar los problemas que siempre aplazamos. En todo caso, cabe felicitarse de que sea el GRECO quien nos ponga deberes. Ahora solo queda cumplirlos, pero sin hacer trampas en el solitario. Práctica esta última muy frecuente por lo demás por estos pagos y más aún en estas delicadas materias como son la integridad y la transparencia de nuestras instituciones y gobernantes.

 

 

CONCLUSIONES DE LA ABOGADA GENERAL SOBRE LOS ASUNTOS ACUMULADOS 103/18 Y 419/18: CASO «INTERINOS» SERVICIO MADRILEÑO DE SALUD Y CONSEJERÍA DE SALUD

índice

Aquí tienen el enlace en PDF a las Conclusiones Generales de la Abogada General Juliane Kokkot, de 17 de octubre de 2019, en un asunto que ha despertado mucha expectación. Las conclusiones son razonables y bajan bastante las grandes (y, mi juicio, injustificadas) expectativas generadas por la absurda pretensión de aplantillar directamente (sin pruebas selectivas) como personal estatutario (o, en su caso, como personal funcionario) al personal interino que ha ido encadenando nombramientos o de larga duración. Veremos qué dice la Sentencia, pero el terreno de juego está bien marcado. Deberes al legislador y a los tribunales internos. También «tirones de oreja». De momento, a esperar

conclusiones abogada gral TSJUE

LAS AGUAS VUELVEN A SU CAUCE: POLICÍAS LOCALES Y FUNCIONARIOS INTERINOS

(Reflexiones de urgencia sobre la STC de 19-IX-2019)

[COMENTARIO PUBLICADO  EN EL BLOG DE «HAY DERECHO» EL DIA 29 DE SEPTIEMBRE DE 2019]

Las aguas vuelven a su cauce (Funcionarios interinos y Policía Local: Reflexiones de urgencia sobre la STC de 19-IX-2019)  

TEXTO DE LA SENTENCIA PDF: STC 29-XI-2019   STC CI 1461-2019

Hace unos pocos meses en este mismo Blog publiqué un breve comentario en el que censuraba la interpretación literal y descontextualizada del artículo 92.3 LBRL que llevó a cabo la Sala de lo Contencioso-Administrativo a través de la STS 828/2019, en relación con la prohibición de nombrar funcionarios interinos para la Policía Local https://hayderecho.expansion.com/2019/07/28/una-interpretacion-supremamente-literal-la-sts-828-2019-sobre-policias-locales-interinos-consecuencias-mas-alla-del-problema-analizado/) . En ese comentario también advertía de los “daños colaterales” que esa interpretación podía causar al colarse de rondón la consecuencia (no querida, presumo) de que, a partir de esa doctrina jurisprudencial y en el caso de que se asentara, sus efectos sobre las interinidades existentes en la función pública local serían demoledores y establecerían una suerte de régimen excepcional básico (prohibición de la figura del funcionario interino) aplicable solo a la Administración Local y no al resto de administraciones territoriales.

Algunas semanas después de dictar aquella Sentencia, el Tribunal Supremo (STS 2087/2019) conoció un recurso de casación que se planteaba, concretamente, en relación con la normativa balear en esa misma materia. En ese caso, el Tribunal Supremo fue más prudente y, a mi juicio acertadamente (aunque no siguiera la polémica doctrina del TC recogida en sus SSTC 102/2016 y 204/2016, especialmente en esta última sobre la aplicación de la cláusula de prevalencia por los tribunales ordinarios), remitió la solución final a lo que en su día estableciera el Tribunal Constitucional al considerar que se debía plantear una cuestión de inconstitucional sobre el alcance del artículo 92.3 LBRL que según la Sentencia del TSJ vedaba la figura del funcionario interino en el ámbito de la policía local al quedar (pretendidamente) la normativa autonómica desplazada por el legislador básico.

Pues bien, la STC de 19 de septiembre de 2019 (aún sin numerar) resuelve definitivamente un problema aparente y, hasta cierto punto, inexistente (o creado artificialmente). Y la importancia que tiene tal pronunciamiento es evidente, pues restaura el cauce desbordado de una interpretación escasamente convincente y poco coherente en términos de análisis del ordenamiento jurídico en su integridad, así como restablece la confianza en los tribunales de justicia.

No me interesa en estos momentos plantear todos los antecedentes del caso, que se pueden consultar en la Sentencia que se adjunta al presente comentario, sino solo resaltar el hilo argumental, conciso y preciso, que el Tribunal Constitucional lleva a cabo para concluir algo que a muchos nos parecía obvio, pero no así al Tribunal Supremo o a algunos Tribunales Superiores de Justicia: la expresión que emplea el artículo 92.3 LBRL relativa a “funcionarios de carrera” no puede implicar en ningún caso la exclusión de la figura de los funcionarios interinos para el ejercicio de funciones de autoridad o de potestades públicas. Pues tal interpretación sería sencillamente absurda e incoherente. Y ello lo lleva a cabo el Tribunal Constitucional a través de un trazado argumental que en grandes líneas es el siguiente:

El dilema al que se enfrenta el Tribunal Constitucional está bien planteado:

  • Si este precepto se interpreta como una reserva absoluta de determinadas funciones a los funcionarios ‘de carrera’, con exclusión de los interinos, la norma autonómica cuestionada será inconstitucional, pues regula un procedimiento de selección de funcionarios interinos para el ejercicio de una de estas funciones reservadas, en concreto «funciones públicas que implican el ejercicio de autoridad».
  • “Por el contrario, si el art. 92.3 LBLR se interpreta como una reserva de esas funciones públicas, entre las que encajan las de la policía local, simplemente a los funcionarios, sin excluir a los interinos, los preceptos autonómicos serán constitucionales.”

Y tras un análisis “integral” del marco jurídico en vigor, que supera la interpretación exageradamente literal y descontextualizada que llevara a cabo el Tribunal Supremo, el Tribunal Constitucional concluye de forma diáfana:

  • En la interpretación del art. 92 LBRL a los efectos de este proceso constitucional, debe tenerse presente que en el seno de la LBRL, la expresión «funcionarios de carrera» se utiliza como equivalente a la de funcionario público, sin exclusión de los interinos.
  • Ninguna de estas referencias específicas a los funcionarios «de carrera» ha sido interpretada nunca, desde la entrada en vigor de la LBRL en 1985, como una expresa prohibición de nombramiento de funcionarios interinos en la Administración local. Al contrario, esta clase de personal ha seguido existiendo y a ellos se refiere, por ejemplo, el art. 128.2 del Real Decreto Legislativo 781/1986, de 18 de abril, por el que se aprueba el texto refundido de las disposiciones legales vigentes en materia de Régimen Local (TRRL),

Y el Tribunal Constitucional pone, asimismo, de relieve los (absurdos) “daños colaterales” que una interpretación como la pretendida generarían, lo cual es determinante:

  •  Por otra parte, la amplitud de las funciones reservadas en este art. 92 a los » funcionarios de carrera», que incluye no solo las señaladas en el art. 9.2 TRLEEP, sino en general todas aquellas que lo precisen «para la mejor garantía de objetividad, imparcialidad e independencia en el ejercicio de la función» (art. 92.3 in fine), implicaría que una interpretación del mismo como norma prohibitiva del nombramiento de funcionarios interinos para todas esas funciones reservadas impediría no solo el nombramiento de funcionarios interinos para los cuerpos de policía local, sino en general para cualquier cuerpo o escala de las entidades que integran la Administración local, aunque esos cuerpos no ejerzan funciones de las estrictamente reservadas a funcionarios en el art. 9.2 TRLEEP.

Por consiguiente, problema resuelto. Tras el enorme desconcierto y grave confusión (así como, peor aún, con altas dosis de inseguridad jurídica añadida) que abrió la STS 828/2019 citada, las aguas vuelven a su cauce. La tempestad provocada por los tribunales no debería haber acabado nunca en el Tribunal Constitucional, pues los daños colaterales han sido cuantiosos y el daño institucional evidente. Los tribunales ordinarios tendrían que haber canalizado antes el problema por el arte (pues algo o mucho de ello tiene) de la interpretación jurídica en términos razonables, ya que allí realmente no latía una antinomia entre legislación básica y legislación autonómica, sino una interpretación de un enunciado legal en el marco del ordenamiento jurídico en su conjunto.

Aunque hay que agradecer, sin duda, la temprana reacción del Tribunal Constitucional a la hora de resolver esta cuestión de inconstitucionalidad, lo que al menos indica que ha sido muy sensible en este caso a la urgencia que el problema tenía e intentar paliar, así, los destrozos causados. Hay, que congratularse, por tanto, de que funcionen los mecanismos de control de constitucionalidad de las leyes y normas jurídicas con rango de Ley y, por tanto, el Estado Constitucional de Derecho.

Pero, con todos mis respetos, lo que deben evitar los tribunales de justicia son interpretaciones planas, literales o carentes de integración en un sistema normativo que tiene sus reglas, pero también sus principios. Los jueces, en determinados contextos, pueden (es más, deben) perfectamente llevar a cabo una interpretación razonable de las leyes y de su conformidad con la Constitución, siempre que tales interpretaciones estén bien construidas y sean razonables, ahorrándose en lo posible el planteamiento (siempre dilatorio) de cuestiones de inconstitucionalidad, al menos en cuestiones tan obvias como esta. Pues al fin y a la postre, la Sentencia del Juzgado Contencioso-Administrativo que analizó inicialmente el problema ya identificó con precisión que llevando “una lectura integrada” (y cabal, añado) del ordenamiento jurídico era meridianamente obvio que la expresión “funcionario de carrera” recogida sorpresivamente en el artículo 92.3 por la reforma local no podía excluir el nombramiento de funcionarios interinos para el ejercicio de funciones de autoridad o de potestades públicas en las Administraciones Locales, pues ello era tanto como decir que esos niveles de gobierno solo podrían cubrir esos puestos de trabajo con funcionarios de carrera, dejando así “en mantillas” (por no ser más gráfico) decenas de miles de interinos que tienen los gobiernos locales. Las interpretaciones pegadas a la literalidad y fuera de contexto pueden producir efectos devastadores. Al menos esta se ha corregido. Y hay que aplaudirlo. Aunque ello no exime del tirón de orejas que da el Tribunal Constitucional a un legislador ciertamente chapucero, que más que aclarar lo complica todo. A veces lo más sencillo lo transformamos en complejo. Asunto zanjado. Las aguas vuelven a su cauce natural, de donde nunca debieran haber salido.

Nota Adicional: Sí es cierto que esa solución jurídica tal vez no resuelva, como acertadamente me comenta Javier Cuenca, otros “nudos” prácticos u operativos del problema, derivados muchos de ellos del caótico marco regulador de las policías locales y de algunas prácticas existentes más que discutibles. Es cierto que en la Guardia Civil, Policía Nacional o en las propias policías autonómicas la interinidad no existe. Pero en el mundo local, con su alambicado sistema de fuentes y de reparto de competencias en esta materia, el problema ha pasado por distintas fases (negación, aceptación y vuelta a la negación, hasta acabar de nuevo en la aceptación), siempre objeto de controversia. La interinidad, mal definida normativamente, mal gestionada o torticeramente aplicada por una política escasamente responsable, puede generar problemas de inestabilidad de plantillas y evidente vulnerabilidad de tales agentes públicos, más aún en temas de seguridad pública. La preferencia por la condición de funcionario de carrera y el fortalecimiento de la profesionalización en ese ámbito debiera de ser un objetivo claro, y la interinidad la excepción debidamente acreditada y tasada para supuestos puntuales. Pero ya se sabe: del dicho al hecho va un trecho. Soluciones para resolver el problema pueden ser, aparte de modificar el marco normativo básico en esta materia, la aprobación de normativas autonómicas exigentes que, sin menoscabo de la autonomía local, salvaguarden los principios de igualdad, mérito y capacidad en el acceso a la condición de personal interino, organizando la selección a través de programas comunes y otros requisitos (habilitación previa al nombramiento como interinos mediante Escuelas o Institutos de Formación de Policías Locales), así como en el establecimiento de unas exigencias comunes de superación de programas formativos selectivos impartidos en tales instituciones o entidades. La Comunidad Valenciana ha dado pasos efectivos en esa dirección. La reciente modificación de la Ley de la Policía Vasca (Ley 7/2019) prevé la figura del policía local interino (ahora completamente avalada por la Sentencia comentada) y acota los supuestos de nombramiento, entre otras medidas tales como la selección de policías locales a través de la Academia de Policía Vasca. Pero, en el comentario anterior nuestra única pretensión era llevar a cabo unas reflexiones de urgencia sobre el problema jurídico planteado en los términos que la cuestión de inconstitucionalidad lo hiciera y en que el debate interpretativo se enmarca. Sin ir más lejos.

PDF: STC 29-XI-2019   STC CI 1461-2019

 

 

RETOS DEL GOBIERNO MUNICIPAL (2019-2023): LA BUENA GOBERNANZA LOCAL

Presentación

“En el municipio, como en todo lo demás, el pueblo es la fuente de los poderes sociales, pero en ninguna parte ejerce su poder de forma tan inmediata como en él”

Alexis de Tocqueville, La democracia en América 1, Alianza, p. 60)

Cuando el reconocimiento de la autonomía local ha superado el umbral de los cuarenta años y en este mismo año 2019 se celebra también el cuarenta aniversario de las primeras elecciones municipales, así como cuando nos encontramos en los primeros pasos de una campaña municipal literalmente tapada por las elecciones legislativas de 28 de abril, tal vez sea oportuno llevar a cabo una somera reflexión sobre el pulso actual del gobierno local, aproximándonos a los desafíos a los que se deberá enfrentar en los próximos años.

Llama poderosamente la atención el sepulcral silencio político que los temas locales han tenido en la pasada campaña de las elecciones legislativas. Solo la retórica invocación de la “España vaciada” ha podido crear algo de espejismo. Pero lo cierto es que en los debates sobre políticas de futuro ha estado completamente ausente el hecho local. Ni una sola mención a la planta municipal, tampoco al papel de las diputaciones, menos aún a los problemas de financiación y no digamos nada del objetivo por mejorar la autonomía municipal y los servicios públicos locales. A pesar del duro mazazo que supuso la reforma local emprendida en 2013 cuando la crisis estaba en su momento álgido, ninguna fuerza política ha hecho de la autonomía municipal una de sus banderas electorales. No interesa el nivel de gobierno local, siempre ha sido visto como el hermano pobre de nuestra arquitectura institucional. Y parece que así seguirá siendo por tiempo indefinido. Algo que contrasta con la mejor imagen que tiene ese nivel de gobierno, sobre todo confrontado con el autonómico o estatal.

Sin embargo, los retos a los que se enfrenta el mundo local en los próximos años son inmensos. No puedo tratar aquí, ni de lejos, todos ellos. Pero un simple apunte sobre el enunciado de algunos de ellos nos servirá de faro para concretar las tareas pendientes. Y para abordar este análisis, plantearé el problema desde dos ángulos, uno más exógeno y el otro de carácter principalmente endógeno (aunque no se puedan diseccionar ambos planos): a) Marco general de la política local; y b) Gobernanza municipal. El tratamiento de ambos objetos lo haré en sendos apartados. Veamos.

Retos del marco general de la política local

La cuestión local, según decía, ha estado plenamente ausente de la agenda política estos últimos años. Tras el fuerte embate contra la autonomía municipal que supuso la reforma local, en una parte frustrado por la propia jurisprudencia constitucional y en otra paralizado por la impotencia de las diputaciones provinciales de asumir el nuevo rol dispositivo que la ley les encomendaba, todas las fuerzas políticas de la entonces oposición política abogaron por su derogación. No obstante, una vez publicadas en el BOE no es tan fácil derogar las leyes, por mucho que se anuncie. Los consensos contra no siempre se reproducen en consensos pro. Y el error fundamental de aquella fracasada reforma local fue hacerse contra los municipios, y con un objetivo exclusivo de ahorro del gasto público o reducción del déficit, como analizó en su día el profesor Embid Irujo. Una lectura de los discursos políticos de Frankiln D. Roosevelt en plena etapa del New Deal nos pone de relieve el enorme protagonismo que tuvieron los gobiernos locales en la salida de la crisis durante los años 1933-1936. Mientras entonces se hacía eso, aquí optamos por limar las competencias municipales y desarmar a los municipios para hacer políticas locales anticrisis (sociales, de vivienda, educativas, etc.).

En cualquier caso, el sistema local de gobierno se enfrenta en los próximos años a un sinfín de desafíos a los que la política general debiera dar (y cuanto antes mejor) alguna respuesta. Y entre ellos cabe citar sucintamente los siguientes:

  • España ha carecido de tradición continuada de autonomía local. La construcción de la realidad político-institucional del municipio y de las provincias se hizo durante los siglos XIX y XX básicamente a través de largos períodos de gobiernos moderados o conservadores, así como durante dos regímenes dictatoriales. La legislación local básica todavía tiene muchas huellas de ese pesado legado histórico.
  • El marco normativo básico que regula los gobiernos locales, inicialmente fortalecedor de la autonomía local (1985), se ha ido quedando obsoleto. Treinta y cuatro años no pasan en balde. Remendado en distintos momentos históricos, sin hilo conductor, y en algunos casos con vocación claramente contradictoria a sus postulados iniciales (LRSAL), está pidiendo a gritos una revisión profunda que devuelva la coherencia y el protagonismo a esa institución tan próxima a la ciudadanía, como es el municipio.
  • La planta municipal atomizada sigue siendo uno de los problemas más serios del modelo de gobierno local actualmente existente. Solo hay dos opciones de enfrentarse al problema: a) simplificar la planta municipal a través de una reforma legal, no exenta de notable dificultad; o b) reordenar el back office y la prestación de servicios municipales a través de modelos de agrupación voluntaria o mediante decisiones normativas, que transformen ese espacio local en ámbitos organizativos de eficiencia y buenos servicios a la ciudadanía (mancomunidades polivalentes, comarcas, etc.).
  • Un problema particular se presenta en torno a qué hacer con las actuales diputaciones de régimen común. Mientras siga perviviendo una planta local atomizada, la necesidad objetiva de esas u otras instituciones similares es inevitable. Como ha expuesto acertadamente el profesor Manuel Zafra, lo importante en este caso no es el nombre, es la función. No sirve el argumento de que sus competencias se agreguen a las Comunidades Autónomas, pues ello rompe en pedazos el principio de subsidiariedad. Otra cosa es repensar su modelo institucional y su finalidad. Las diputaciones provinciales han estado (y siguen estando) muy cuestionadas desde algunas perspectivas políticas y académicas. La Ley de 2013 (27/2013) buscó redefinir su rol institucional, pero su carácter dispositivo y la escasa interiorización de su nuevo papel, la han convertido en papel mojado. Tendrán que reinventarse profundamente si quieren sobrevivir sin constantes sobresaltos existenciales.
  • El sistema de gobierno municipal sigue lastrado por una ley electoral de la etapa de la transición en 1978 (por ejemplo, elección de diputados provinciales), revisada en 1985 (LOREG), y reformado el sistema en cuanto a forma de gobierno (moción de censura, cuestión de confianza), en diferentes momentos. Pero todavía sigue pesando mucho la concepción corporativa, que impide un desarrollo efectivo de un sistema de gobierno municipal asimilable, mutatis mutandis, a los demás (autonómico y estatal). Sin duda, la geometría variable del hecho municipal y su minifundismo, es un dato determinante para que esa rancia concepción corporativa subsista. Esa impronta corporativa ha llegado incluso a afectar a pronunciamientos del propio Tribunal Constitucional en los denominados municipios de gran población (STC 103/2013). Pero el que los municipios no dispongan de capacidad legislativa no puede ser argumento para no reconocer su exquisita naturaleza política (como lo han venido a resaltar las leyes autonómicas de nueva generación: LAULA, LILE y LGAMEx).
  • Los gobiernos locales, pero especialmente buena parte de los gobiernos municipales, disponen de “máquinas administrativas” inadaptadas a los retos de futuro. Lo expresó de forma diáfana Luciano Vandelli hace más de veinte años: “Hay un punto sobre el cual los nuevos Alcaldes están de acuerdo. Este tiene que ver con la valoración de las máquinas burocráticas que han heredado. Máquinas descompuestas, disociadas, desmotivadas (…) los alcaldes están cohibidos –concluía- por la resistencia sorda del cuadro burocrático”. Es urgente e inaplazable invertir en organización. No se puede hacer buena política sin buena administración. Ni puede haber buena organización sin buena política. Es un sueño inalcanzable.
  • La política local se sigue haciendo de espaldas a la organización, como si cabeza y tronco del mismo cuerpo actuaran con lógicas y comportamientos distintos. Esa concepción dicotómica (políticos/burócratas) apenas ha sido superada en muy pocos municipios. La inexistencia de una dirección pública profesional que actúe de argamasa, impide radicalmente ese imprescindible (y hoy en día inexistente) alineamiento entre política y gestión. Políticos y funcionarios viven, en no pocas ocasiones, de espaldas. Sus marcos cognitivos y su tempo son muy distintos. Pero ello no debe impedir un correcto alineamiento.
  • Sobre el mundo local planean igualmente desafíos de enorme magnitud, cuya capacidad de respuesta es muy desigual, dada la enorme heterogeneidad (nunca reconocida realmente por la legislación). Así, cabe plantearse cómo puede enfrentarse el pequeño y mediano municipio a los retos de la digitalización o de la (inmediatamente) futura automatización. O a las amenazas del cambio climático (el “nuevo régimen climático” del que hablara Bruno Latour).
  • Nada menores son los desafíos organizativos y procedimentales que se plantean por las “nuevas leyes”, por lo común incumplidas o cumplidas con la boca pequeña, salvo aquellas que se refieren a la estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera, donde las exigencias de cumplimiento son más marcadas. La siempre pendiente Administración electrónica, la simplificación de trámites y reducción de cargas, la transparencia, la reducción del sector público local, la indigesta y compleja aplicación del nuevo marco normativo de contratación pública, así como la aplicación de la nueva normativa en materia de protección de datos. El imperio de las formas no puede encorsetar la acción política hasta hacerla inviable. Hay que buscar puntos de equilibrio razonables. Y solo el trabajo conjunto políticos/directivos/empleados públicos lo logrará.
  • Y, en fin, sobre las estructuras del empleo público local se siguen cerniendo –como analizó en su día el profesor Sánchez Morón- los mismos problemas de siempre e nunca resueltos (fuerte presencia de clientelismo político, escaso papel del sistema de mérito en el acceso, organizaciones burocráticas o tramitadoras, sindicalización elevada que captura las políticas de personal, etc.), pero a ellos se añaden otros nuevos: el inevitable relevo generacional ante el envejecimiento marcado de las plantillas y la también inaplazable tecnificación de los empleos públicos, como consecuencia del problema anterior y de la revolución tecnológica que está llamando a las puertas de la Administración Pública, también de la local.

Buena Gobernanza Local: el gran desafío de los Ayuntamientos para el mandato 2019-2023

“Los países [pongan aquí los ayuntamientos] que puedan dotarse de ‘buena gobernanza’ tendrán muchas más posibilidades de proporcionar a sus ciudadanos niveles de vida decentes. Aquellos que no puedan hacerlo, estarán condenados a la decadencia y la disfunción”.

(Micklethwait y Wooldridge La cuarta revolución industrial. La carrera global para reinventar el Estado, Galaxia Gutenberg, 2015).

La Gobernanza Local no ha entrado aún en la agenda política. Y no sería nada malo que lo hiciera definitivamente para el mandato 2019-2023, pues los desafíos en ese ámbito son innegables. Nadie duda de la necesidad de reforzar la confianza de la ciudadanía en sus instituciones, especialmente por lo que ahora corresponde en los gobiernos locales. La confianza pública en las instituciones está muy dañada, todo lo que se haga por superar este descrédito debe ser bienvenido. Y para lograr ese objetivo puede ser importante, a mi juicio incluso necesario, hacer una apuesta política sincera por la Gobernanza Municipal como eje del próximo mandato.

Pero habrá quien se pregunte: ¿Qué es realmente la Gobernanza?, ¿qué la diferencia de la noción de gobierno? La Gobernanza es un concepto que todavía está muy anclado en los discursos académicos o técnicos y poco en los mensajes políticos, menos aún en la ciudadanía. Hay que hacer algo de pedagogía, aunque la noción de Gobernanza lleva décadas aplicándose en otros contextos comparados (piénsese, por ejemplo, en el Libro Blanco de la Gobernanza Europea de 2001).

Y, en verdad, lo más claro que se puede decir sobre el alcance de la noción de Gobernanza, simplificando mucho las cosas, es lo que manifestó en su día Renate Mayntz: la Gobernanza representa una nueva forma de gobernar. Y la diferencia estriba, como bien expuso Daniel Innerarity, en que en la Gobernanza el poder pierde verticalidad y gana horizontalidad, la conexión con la ciudadanía es más estrecha y se busca que esta sea hasta cierto punto cómplice o que participe de las decisiones políticas, por medio de diferentes mecanismos e instrumentos. La gobernanza, como también señaló Innerarity, aquien interera realmente es a la política, para legitimarse (Política para perplejos). Quien gobierna en un entorno de Gobernanza debe estar atento a los humores y propuestas de la ciudadanía, hasta cierto punto busca retroalimentarse de las distintas sensibilidades que se despliegan por el tejido social y ciudadano. Su parentesco con la noción de Gobierno Abierto es indudable, pero va más lejos. En un escenario de gobernanza, el espacio público se comparte entre distintos niveles de gobierno (estructuras de gobierno multinivel) y se trabaja en red, tanto desde el punto de vista institucional como social o ciudadano.

Es por todo ello que el nivel local de gobierno (y mucho más el municipal) resulta particularmente idóneo como espacio para desarrollar políticas de Buena Gobernanza. Ciertamente, algunos gobiernos locales  vienen practicando, casi sin saberlo, políticas de Buena Gobernanza. Se trataría solo que las articulen, en un programa coherente. En algunos casos (más bien pocos, bien es cierto) se han desarrollado interesantes experiencias de Gobernanza Ética, en muchos más se han impulsado políticas de Transparencia en clave avanzada, en otros las herramientas de participación ciudadana puestas en marcha han sido pioneras (tanto desde el punto de vista operativo como normativo), hay ejemplos vanguardia también de apertura de datos, como existen, aunque con menor presencia, algunas experiencias de interés sobre rendición de cuentas, y muchas más relacionadas con buenas prácticas en materia de Administración digital, simplificación de trámites y reducción de cargas administrativas o, en fin, de modelos de gestión de protección de datos adaptados al RGPD y a la LOPDGDD. Las prácticas de innovación están teniendo un campo de pruebas interesante en el ámbito local.  No obstante, el panorama es muy desigual, como la realidad local misma; pero tampoco estas prácticas están condicionadas necesariamente por el tamaño del municipio o la población o riqueza que este tenga: hay municipios de población reducida o de tamaño medio, donde se produce la convergencia entre políticos y directivos con visión estratégica y buen alineamiento, que están llevando a cabo experiencias de notable interés en el campo de la Gobernanza Pública; mientras que otros de tamaño grande siguen anclados en fórmulas de gestión política y administrativa pretéritas o periclitadas, sin espacio alguno a la creatividad y la innovación, con un pesado legado burocrático tradicional que nadie sabe quietarse de encima. Donde la práctica totalidad (con muy pocas excepciones) de los Ayuntamientos españoles fracasan, es, sin embargo, en la puesta en marcha de aquellas medidas de Gobernanza intra-organizativa relacionadas con el correcto alineamiento política gestión (la articulación, por ejemplo, de un espacio directivo profesional intermedio que sirva de puente o de instancia de mediación) o en las políticas de personal y en el funcionamiento interno de la máquina administrativa, preñada aún de innumerables prácticas de burocratismo formal e ineficiente. Aquí hay mucho trabajo por hacer. Quien no invierta en organización, carece de futuro. También en el resto de facetas antes citadas, pues la presencia de éstas en los gobiernos municipales es muy heterogénea (raro es el gobierno municipal que trabaja coherentemente en todos los focos citados).

Por tanto, sería interesante que el Plan de Mandato o de Gobierno que ilumine el camino político a recorrer por los futuros gobiernos locales que se constituyan tras las elecciones del 26 de mayo de 2019, se viera impregnado de una política de Buena Gobernanza. Y para ello solo hay que tener claras dos cosas: 1) Ese impulso requiere un liderazgo ejecutivo indudable, que debe ser ejercido por quien desempeñe las funciones de Alcaldía o de la presidencia de la institución e interiorizado por el equipo de gobierno y el personal directivo y técnico de la entidad local; 2) Se debe disponer de una hoja de ruta que marque el camino a seguir en cada uno de los ejes que conforman esa política de Buena Gobernanza; lo que requiere un correcto alineamiento entre Política (actor que prioriza e impulsa) y Gestión (actor que retroalimenta la actividad política y hace efectiva la ejecución). Si la máquina ejecutiva no se alinea con el objetivo político, la Buena Gobernanza fracasará. Se transformará fácilmente en mera coreografía.

Y para todo ello, hay que tener mínimamente claro, al menos, cuál es el mapa de proyecciones o dimensiones de una Política de Buena Gobernanza. Esas proyecciones o dimensiones se sintetizan en el cuadro que se adjunta:

MAPA DE DIMENSIONES DE LA GOBERNANZA LOCAL

  • Gobernanza Ética-Integridad Institucional: construcción de Sistemas de Integridad Institucional de carácter holístico
  • Transparencia efectiva: que impregne la organización y facilite el control del poder por la ciudadanía
  • Datos Abiertos: Big Data (impactos sobre la economía; y Sistema de Gestión de Protección de Datos (RGPD), que salvaguarde los derechos de la ciudadanía.
  • Participación Ciudadana: Deliberación/Transparencia colaborativa/Consultas
  • Estrategia de mandato/Planes estratégicos o Ejes de actuación
  • Gobernanza Intra-organizativa:
    • Alineamiento correcto entre Política y Gestión
    • Máquinas administrativas eficientes. Invertir en organización. Captar y retener el talento.
    • Administración Digital
    • Reducción autorizaciones (licencias)/control “ex post”. Cambio de modelo de intervención administrativa.
    • Simplificación de procedimientos/trámites y reducción de cargas: hacer la vida más fácil a la ciudadanía y al tejido empresarial (captar inversión)
    • Mejor regulación: eliminar normas obsoletas y lenguaje caduco.
  • Rendición de Cuentas
  • Gobiernos multinivel y trabajo en red

En suma, si se apuesta por una política integral de Gobernanza Municipal o Local, se deberían intentar dar respuesta articulada y coherentemente a todas esas dimensiones antes citadas. No les oculto que todas ellas son importantes y complementarias, pero algunas mucho más difíciles de hacer efectivas que otras. También hay cierta jerarquía entre ellas, que el gobernante inteligente debe saber apreciar. Las hay que son una suerte de prius para que el modelo funcione de verdad y no solo como mensaje de marketing político o cosmético. Así, sin una fuerte inversión en la dimensión intra-organizativa (especialmente en la puesta a punto de la máquina institucional y administrativa, con cambios de calado y mirada a largo plazo) lo que se consiga será pírrico o, como mucho, pasajero. Lo dijo claramente Hamilton hace ya más de doscientos treinta años: “La verdadera prueba de un buen gobierno es su aptitud y tendencia a producir una buena administración” (El Federalista, LXVIII). Ya lo saben los futuros gobernantes locales: manos a la obra. Disponen de cuatro años por delante. Un tiempo político nada despreciable. No lo echen a perder. Por el bien de todos.

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TRES AÑOS DE “LEY MUNICIPAL” EN EUSKADI

“En el municipio, como en todo lo demás, el pueblo es la fuente de los poderes sociales, pero en ninguna parte ejerce su poder de forma tan inmediata como en él”

Alexis de Tocqueville, La democracia en América 1, Alianza, , p. 60)

Entre tanto alboroto electoral, en una campaña ayuna de propuestas en la que los problemas reales están absolutamente escondidos y el papel del municipio tapado, está pasando sin pena ni gloria una importante efemérides de la vida política-institucional vasca: los tres años de vigencia de la Ley de instituciones locales de Euskadi (Ley 2/2016, de 7 de abril; BOPV, de 14 de abril). El día 15 de abril de 2016 entró en vigor la ansiada “Ley municipal”, así rebautizada al final de su andadura parlamentaria, y que se conoce con el acrónimo LILE.

Muchas décadas se hizo esperar, pero finalmente, en el último tramo de la legislatura 2012-2016, vio la luz. Apoyada finalmente por los grupos parlamentarios PNV y BILDU e incomprendida, paradójicamente, por el resto de opciones presentes entonces en la Cámara, que no supieron ver su potencial transformador en un contexto general de clara contracción o incluso negación de la autonomía municipal (que se caracterizaba por la discutida reforma local promovida por el Gobierno central en 2013), la LILE siguió la estela, profundizando en muchos de sus aspectos y siendo vanguardista en otros, de la Ley de Autonomía Local de Andalucía (Ley 5/2010), texto normativo que abrió la etapa de las que se pueden calificar como leyes municipales “de nueva generación”, cuyo cierre actual ha venido representado por la Ley 3/2019, de Garantía de la Autonomía Municipal de Extremadura, que toma como referente el modelo vasco, pero yendo más allá en algunas de sus decisiones normativo-institucionales.

La LILE fue recibida con grandes esperanzas por los ayuntamientos vascos, puesto que, en aquellos momentos, el nivel de gobierno municipal languidecía. Ese declive fue fruto de un ataque sin parangón hacia la autonomía local llevado a cabo por la citada reforma local, en un duro contexto de contención presupuestaria como consecuencia de la crisis económico- financiera que se prolongó durante varios años y que, aún hoy, parece estar lejos de cerrarse por completo.

La LILE miraba hacia Europa. Se fundamentaba en la Carta Europea de Autonomía Local y otorgaba visibilidad a los ayuntamientos vascos como instituciones o nivel de gobierno propio en la Comunidad Autónoma que pretendían, así, actuar de tú a tú con el resto de instituciones del país (Instituciones Comunes de la Comunidad Autónoma y Órganos forales de los Territorios Históricos), otorgando a los municipios una autonomía política ampliamente reconocida (mediante un listado de competencias generoso y exigente), reforzando su régimen jurídico y organizativo (con previsión, incluso, de la dirección pública profesional), trazando exigencias propias de la Gobernanza Pública o del Gobierno Abierto (transparencia y participación ciudadana), impulsando las mancomunidades y consorcios como fórmulas asociativas para la gestión de los servicios públicos municipales, así como recogiendo los principios que articulaban el sistema de financiación, convirtiendo de ese modo a la LILE en una ley integral en el ámbito municipal.

En efecto, la LILE no solo regulaba los contenidos tradicionales de una ley “de régimen local” como eran la organización, el régimen jurídico y las competencias, sino que además establecía un régimen de financiación con el reconocimiento expreso de los principios de autonomía y suficiencia financiera (salvaguardando que la atribución de nuevas competencias o servicios viniera acompañada de los consiguientes recursos financieros), así como con la participación expresa de los representantes de los municipios vascos en el Consejo Vasco de Finanzas Públicas, pieza institucional clave en la distribución entre los diferentes niveles de gobierno de los recursos financieros procedentes del régimen de Concierto Económico.

Además, la LILE preveía un complejo y consistente sistema de participación de los municipios en el diseño y ejecución de las políticas públicas autonómicas (Consejo Vasco de Políticas Públicas Locales) y un innovador sistema de alerta temprana (trasladado ahora al modelo extremeño) a través de la creación de la Comisión de Gobiernos Locales de Euskadi, que informa preceptivamente los proyectos de ley o de desarrollo reglamentario que puedan afectar a la autonomía y a las competencias municipales, pudiendo incluso forzar la constitución de una Comisión Bilateral (Gobierno Vasco/Municipios) para resolver tales diferencias. También obligaba (y no solo “invitaba”) a que órganos similares a los citados se constituyesen por los Territorios Históricos, algo que hasta la fecha ninguno ha hecho.

El balance que se puede extraer de tan importante Ley es, sin embargo, agridulce. Fue altamente positiva su aprobación y está siendo muy compleja (o, incluso, deficiente) su aplicación. Ha dado mayor seguridad competencial a los municipios y alumbrado formas de gestión de servicios que potencian la autonomía municipal. También ha mejorado notablemente el viejo modelo de “régimen local” que aún rige en una inadaptada legislación básica. Pero, como ya expuso tiempo atrás Michel Crozier, la sociedad no se cambia por Decreto, tampoco las Leyes alteran en muchas ocasiones el modo tradicional de hacer las cosas. No cabe duda que las leyes de contenido institucional (aquellas que, en principio, no van dirigidas directamente a la ciudadanía) para ser efectivas deben permear las propias instituciones y, asimismo, la conducta y forma de actuar que los responsables políticos, directivos y funcionarios tienen en relación con sus mandatos y principios.

No basta, por tanto, con publicar las leyes en los Boletines Oficiales, deben interiorizarse y garantizarse su cumplimiento, pues si no se convierten en papel mojado. Y, con cierta desazón, cabe afirmar que las instituciones vascas en su conjunto aún no han procesado ni de lejos el cambio de paradigma que supuso tan importante texto normativo. Efectivamente, pese al error de perspectiva general en el que pueden incurrir quienes no comprenden correctamente su sentido y finalidad, los mandatos de la LILE no van dirigidos solo a las instituciones locales o a los ayuntamientos, sino también a todo el resto de las instituciones que operan en el ámbito territorial de la Comunidad Autónoma del País Vasco. Lo paradójico del caso es que en su inmensa mayoría tales instituciones no se han dado por enteradas. También es cierto que ha existido algún desconcierto fruto de la novedad y un débil empuje municipal que revindicara enérgicamente de forma continuada la aplicación efectiva de ese importante marco normativo. En todo caso, las presiones municipales puntuales sobre las distintas instancias autonómicas o forales, cuando se han ejercido, han sido frecuentemente desoídas.

Tras las elecciones municipales de 2019 y la inauguración del nuevo e importante mandato 2019-2023, tal vez ha llegado definitivamente el momento de poner en valor y activar en toda su plenitud la Ley de Instituciones Locales de Euskadi, simple y llanamente para que los ayuntamientos vascos puedan ejercer adecuadamente sus propias competencias con los recursos necesarios. Y, especialmente, para que la ciudadanía vasca disponga de mejores servicios públicos y pueda, así, vivir en condiciones de mayor felicidad en su más próximo entorno (como es el municipal), pues no otra cosa, como reconoció en su día Pepe Mujica, a la sazón Presidente de Uruguay, debe perseguir la política: hacer felices a las personas. Aunque, con demasiada frecuencia, algo tan elemental se olvide.

NOTA: Artículo publicado en El Diario del Derecho Municipal editado por IUSTEL Diario_Derecho_Municipal_Iustel

 

 

 

 

 

THINK-TANK- 2ª sesión de reflexión. DIPUTACIÓN FORAL DE GIPUZKOA: «Etorkizuna Eraikiz». Construyendo un futuro mejor para Gipuzkoa

15 de marzo de 2018

«GOBERNANZA PÚBLICA, GIPUZKOA 2025-2030″

EE-gipuzkoa

Rafael Jiménez Asensio (Consultor de Instituciones Públicas/Catedrático de Universidad acreditado, UPF)

“Equivocarse de conceptos lleva a atascarse en un falso debate, que por lo tanto carece de sentido”

(François Jullien, filósofo, 2017)

I.-

Quisiera, en primer lugar, agradecer a los impulsores de este sugerente proyecto, Etorkizuna Eraikiz, la amable invitación de la que he sido objeto para participar en esta iniciativa, Think-Tank o si se prefiere, “Laboratorio de ideas”, a través de una contribución sobre la Gobernanza Pública en el Territorio Histórico de Gipuzkoa. Según se me ha informado, mi papel aquí se limita a exponer algunas ideas-fuerza sobre ese tema y abrir, asimismo, una ventana al debate mediante la formulación de una serie de cuestiones que, a su vez, estimulen las diferentes aportaciones que deben enriquecer este foro de diálogo e intercambio. Esto último lo hago al final con una batería de temas de debate.

Para responder cabalmente al esquema de trabajo solicitado, he preparado este breve texto con la intención de que sirva como base para enmarcar una materia de notable complejidad. Y, con esa finalidad, ordenaré la reflexión en torno al siguiente esquema. A saber:

Lo primero es ponernos de acuerdo en los conceptos, postulado de partida necesario si se ha de hablar, como es el caso, de un objeto tan poco común en las discusiones cotidianas o en las deliberaciones públicas informales, como es la Gobernanza Pública. Intentaré, por tanto, explicar qué es y para qué sirve eso que llamamos como Gobernanza. Una noción de la que, generalmente, el común de los mortales nada sabe al respecto, salvo que tiene similitud con el vocablo “Gobierno”. Como dice Jullien, es mejor no equivocarse en los conceptos, pues tal error nos bloquearía cualquier debate.

Clarificada esa noción, el siguiente paso será indagar de qué manera se puede concretar esa Gobernanza en un futuro más o menos inmediato. He puesto arbitrariamente el horizonte 2025 porque excede del próximo mandato, pero no se aleja mucho de él, dado que lo que se haga en este mandato y en el período 2019-2023 marcará sin duda la herencia (buena, regular o mala) que reciba la sociedad guipuzcoana en 2025 y en años posteriores. En algunos pasajes de este discurso me iré más lejos. Pero lo que se haga en los próximos años es crucial. Lo expuso hace muchos años Peter Drucker, “las soluciones de ayer son los problemas de hoy, y las soluciones de hoy (sobre todo si estas no son adecuadas) serán los problemas de mañana”. Eso es lo que se trataría de evitar: cometer errores o, al menos, que estos sean los mínimos. Del error también se aprende, pero en política o en el arte de gobernar, hay que medir siempre las consecuencias. Y, sobre todo, que los platos rotos no los paguen otros.

Por último, me centraré en explorar un terreno desconocido para la ciudadanía, pero que abre un sinfín de incógnitas y es la base sobre la cual el ámbito de lo público puede (y debe) cooperar con la sociedad civil para crear valor público, desarrollo económico sostenible y cohesión o armonía social: la inevitable transformación que debe llevar a cabo el sector público del Territorio Histórico de Gipuzkoa para afrontar los retos de los próximos años.Solo me detendré en tres de tales retos (hay muchos más): digitalización, envejecimiento y robótica e inteligencia artificial, y especialmente sobre cuáles serán sus impactos sobre el sector público. La dimensión organizativa o endógena es un aspecto con frecuencia preterido cuando de hablar de Gobernanza se trata. Esta idea se vincula más con la “mirada externa” (o exógena), pero en “las tripas de las Administraciones Públicas” están muchos de los problemas y también no pocas de las soluciones. Es lo que el profesor Luís F. Aguilar denominó como la Gobernanza intra-organizativa. Dicho en otras palabras: sin “máquinas” institucionales o administrativas eficientes el tejido social y productivo se encuentra huérfano, perdiendo pulso y energías. Las sinergias público-privado desfallecen y la Gobernanza se puede ver transformada en una palabra hueca. Una mala Administración deja honda huella. Los países que fracasan a la hora de ordenar sus organizaciones públicas arrastran fácilmente su economía y su tejido institucional al abismo. La Buena Gobernanza exige, como presupuesto inexcusable, un gobierno eficiente y una buena Administración. Sin esta no funciona.

II.-

Poner orden a los conceptos es, por tanto, mi primer cometido. Todo el mundo identifica el sentido de lo que es el gobierno y lo que representa gobernar. Esta actividad está, sin duda, emparentada con la política, aunque en no pocas ocasiones la política se desentienda de su principal misión y se enrede en debates estériles o en centrar su objetivo en algo que es mucho más instrumental como representa ganar elecciones, que no deja de ser un presupuesto básico para gobernar. Como expuso en su día Daniel Innerarity, “hay muchos más manuales acerca de cómo hacerse con el poder que libros acerca de qué hacer con él”[1]. La política, en efecto, vive encadenada a los ciclos electorales y, por lo común, piensa poco en cómo gobernar y menos aún términos estratégicos, por eso hay que aplaudir iniciativas como la que hoy nos une en este espacio de debate con una mirada a largo plazo. Pero ese mal no es de hoy, viene de lejos. Hamilton se quejaba amargamente, allá por el año 1787, de “la tiranía del mandato” que constreñía al responsable público en un ciclo temporalmente reducido y acotado. Corto espacio temporal para llevar a cabo muchos proyectos. Algo siempre difícil de casar.

La democracia, con su base de alternancia en el poder, tiene esos límites. También esa grandeza, como reconocía Popper, pues toda política democrática se basa en el control institucional de los gobernantes o, como señalaba este autor, “en idear instituciones capaces de impedir que los malos gobernantes hagan demasiado daño[2]. Y, al menos, que el cuerpo electoral pueda periódicamente desterrar a la oposición a tales malos gobernantes. Esa es una de las esencias de la democracia.

Los cambios electorales, sin embargo, pueden generar inestabilidad, más aún cuando el poder aparece cada vez más fragmentado. Es lo que Moisés Naím vislumbró certeramente en su clarividente obra sobre El fin del poder[3]. Allí este autor diagnosticó “el asombroso declive de la mayoría electoral”. Su conclusión era diáfana: “hoy en día las minorías mandan”. Y esto lo escribió en 2012. Ahora, el panorama de fragmentación se ha agudizado en la práctica totalidad de las democracias avanzadas. Con algunas excepciones, como es el caso francés (consecuencia también de su particular sistema electoral a doble vuelta), los gobiernos con apoyo mayoritario absoluto en el Parlamento son una excepción. En este contexto, la buena política requiere, por tanto, de pactos y de transversalidad, de renuncias necesarias. Imponer unilateralmente reglas, cada día que pasa será más difícil, aparte de desaconsejable. Pero la fragmentación es un hecho y, si no se pacta, la inestabilidad es la consecuencia. Y, en política, se paga cara.

No es así de extrañar que, cuando hablamos de Gobernanza, se contrapongan dos modelos: el occidental y el oriental. Hace también algunos años, Berggruen y Gardels, se hacían eco en un difundido libro[4], de la paradoja que implicaba la ventaja competitiva que, en términos de crecimiento económico, tenían aquellos países que sustentaban sus modelos de Gobernanza solo en clave de meritocracia y no de democracia. Los mandatos de cuatro años constriñen, abonan miradas cortoplacistas y aplazan los problemas o soluciones de carácter estratégico. Algunas potencias orientales han negado o eliminado de su carta de navegación la democracia (China, con una apuesta reciente de iliberalismo y con tendencia clara al caudillismo en el ejercicio del poder) o han atenuado sus efectos (Corea del Sur o Singapur). Sobre esta idea se ha vuelto más recientemente en diferentes trabajos académicos. Así, un intelectual chino, Zhang Weiwei, viene anunciando el declive del sistema político de Estados Unidos (y cabe presumir que del resto de democracias occidentales), afirmando que “en el mundo hay una competición entre diferentes modelos políticos; uno basado en el liderazgo meritocrático y el otro en la elección popular”. Y concluye con una sentencia un tanto inquietante: “El modelo chino puede ganar” (¡Ojo! No se refiere al modelo económico, sino al político). Las fortalezas del modelo meritocrático chino proceden de la construcción de su sólido sistema burocrático desde los tiempos del Imperio, y han sido, asimismo, puestas de relieve por Fukuyama, en su reciente y enciclopédica obra[5].

En un momento en que las democracias occidentales se encuentran ante retos que no saben bien de qué manera encauzar, con un auge indudable de las expresiones políticas populistas, un hundimiento de las formaciones políticas tradicionales (especialmente de la socialdemocracia) y un cuestionamiento frontal de las instituciones democráticas que comporta una pérdida de confianza ciudadana en el poder, tal vez no nos queden muchas opciones alternativas. La solución está en demostrar fehacientemente (no solo con discursos vacuos, sino con hechos) que el mejor gobierno reside en aquel basado en una arquitectura institucional democrática. Pero, para convencer a la ciudadanía de esa idea, tal como señalaron Micklethwait y Wooldridge[6], no hay otra solución que fortalecer nuestras instituciones públicas y sobre todo hacerlas más eficientes. Y un camino parA ello es la Gobernanza. En estos términos contundentes se expresaban estos dos periodistas del prestigiosos semanario The Economist: “Los países que puedan dotarse de ‘buena gobernanza’ tendrán muchas más posibilidades de proporcionar a sus ciudadanos niveles de vida decentes. Aquellos que no puedan hacerlo, estarán condenados a la decadencia y la disfunción”.

El elemento diferencial de las sociedades occidentales, por tanto, no estará solo en tener una economía competitiva e innovadora, sino además disponer de instituciones públicas que trabajen conjuntamente con el tejido económico, social y cultural por la cohesión, aportando valor público y marcando un sello de calidad que les dote de una imagen de marca sólida y eficiente, tejiendo confianza recíproca entre la ciudadanía y el poder político (o si se prefiere, “devolviendo” cuotas de poder y responsabilidad a la propia ciudadanía). Siendo, al fin y a la postre, mucho más eficientes. Una apuesta por “hacer las cosas mejor”, pero también una apuesta por “hacerlas conjuntamente”, a través de sistemas de Gobernanza inteligente, es el camino para reforzar las sociedades occidentales y abrir brecha o espacio frente a las economía emergentes del Globo (“reinventar Leviatán”). Si no, nuestras democracias occidentales estarán condenadas a un inevitable declive (o, tal como se ha dicho, a su lacónica transformación en “parques temáticos” poblados preferentemente por una ciudadanía de la tercera y cuarta edad). Esto es algo que debe y puede evitarse. Herramientas hay para ello. Sin esa decidida apuesta por la Gobernanza y por la calidad democrática de las instituciones, las sociedades occidentales estarán condenadas a morir atropelladas por el crecimiento desbocado de los países (cada vez menos) emergentes. Y la democracia como forma de gobierno y de civilización correrá serios riesgos.

[1]La política en tiempos de indignación, Galaxia Gutenberg, 2015.

[2]La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós, 2010.

[3] M. Naím, El fin del poder, Debate, 2013.

[4]Gobernanza inteligente para el siglo XXI. Una vía intermedia entre oriente y occidente, Taurus, 2012.

[5] Ver: Los orígenes del orden político y Orden y decadencia de la política, Deusto Ediciones, 2016.

[6]La cuarta revolución industrial. La carrera global para reinventar el Estado, Galaxia Gutenberg, 2015.

TEXTO ÍNTEGRO DE LA PONENCIA: GOBERNANZA-Ponencia V3-REVISADA

 

 

 

 

CALIDAD DE LOS GOBIERNOS “REGIONALES” EN LA UNIÓN EUROPEA

LOS DATOS DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS ESPAÑOLAS:

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Fuente:

  1. Charron/V. Lapuente, Quality of Government in EU Regions: Spatial and temporal patterns, Working Papers 2018, Gotenburg. https://qog.pol.gu.se/digitalAssets/1680/1680303_2018_1_charron_lapuente.pdf

 

COMUNIDADES AUTÓNOMAS CON CALIDAD DE SU GOBIERNO SUPERIOR A LA MEDIA COMUNIDADES AUTÓNOMAS CON CALIDAD DE SU GOBIERNO INFERIOR A LA MEDIA
1.- Euskadi/País Vasco (0,653) 8.- Comunidad de Murcia (- 0,136)
2.- CF de Navarra (0,502) 9.- Comunidad de Madrid (- 0,222)
3.- Cantabria (0,462) 10.- Castilla-La Mancha (- 0,300)
4.- La Rioja (0,242) 11.- Castilla-León (- 0,326)
5.- Principado de Asturias (0,220) 12.- Cataluña (- 0,392)
6.- Aragón (0,097) 13.- Galicia (- 0,431)
7.- Extremadura (0,022) 14.- Comunidad Valenciana (- 0,446)
  15.- Illes Balears (- 0,544)
  16.- Canarias (- 0,709)
 

17.- Andalucía (- 0,740)

Hoy en día, la Calidad de los Gobiernos y de las instituciones es un factor diferencial de primer orden. Este mismo mes de marzo de 2018 se ha hecho público el Estudio comparativo correspondiente a 2017 que periódicamente (2010, 2013 y 2017) lleva a cabo la Universidad de Gotenburg, con gran difusión en círculos gubernamentales y académicos, y que tiene por objeto medir la calidad de los Gobiernos “regionales” en la Unión Europea, de acuerdo con tres grandes parámetros: Eficiencia en la prestación de servicios públicos; Imparcialidad; y grado de Corrupción (o baja presencia de esta)[1]. Pues bien, la media del conjunto de las CCAA ha sido negativa, bajando España del puesto 14 en 2013 al 19 en 2017, situándose en el antepenúltimo grupo de países de la UE, de una escala de siete.

Pero la desigualdad o la heterogeniedad en la calidad de los Gobiernos de las CCAA es la nota dominante, pues mientras algunas Comunidades Autónomas como son las de Euskadi, Navarra y Cantabria, han superado sus resultados anteriores (de 2013) y están por encima de la media, otras (especialmente las de mayor tamaño y peso demográfico) han obtenido malos o muy malos resultados. En concreto, es importante resaltar que la Comunidad Autónoma del País Vasco obtiene resultados muy similares a la mayor parte de las regiones francesas y está prácticamente a punto de entrar en el selecto grupo de las “regiones Europeas” de segundo nivel en cuanto a la calidad institucional de sus Gobiernos (las que superan el 0,7, pues ha obtenido 0,635; un espacio donde están las “regiones austriacas” y buena parte de las “alemanas”).

Estos resultados del estudio realizado ponen de relieve una honda diferenciación entre calidad del Gobierno según los resultados altos o bajos de la escala (desde el 0,653 de Euskadi al – 0,740 de Andalucía) y según también zonas geográficas más o menos marcadas (Norte de la península, salvo Galicia y CCAA del alto y medio Ebro) frente al arco mediterráneo o Canarias. También este análisis nos constata que, en nuestro caso, la riqueza de los diferentes territorios no es un dato determinante para la mayor o menor calidad del Gobierno (como tampoco lo es en el caso de las Regiones italianas), pues hay CCAA ricas que suspenden flagrantemente, como es el caso de Illes Balears (– 0,544), Comunidad Valenciana (- 0,446) o Cataluña (- 0,394); mientras que otras calificadas de menos ricas, como Cantabria (0,462) o Asturias (0,220), o con bajo nivel de renta como Extremadura (0,022), ofrecen datos superiores a la media.

No deja de plantear muchas paradojas este pormenorizado análisis de los profesores Charron y Lapuente. Hay una fractura de país clara en el plano territorial en lo que a calidad del Gobierno respecta. Y este no es un dato menor. Las Comunidades Autónomas más pobladas de España suspenden de forma clara o muy clara. Y eso hunde la posición de España. Andalucía, Cataluña y Madrid, obtienen muy malos o malos resultados. Pero lo más grave es que Andalucía, Cataluña, Comunidad Valenciana e Illes Balears, emperoan mucho los indicadores obtenidos en 2010 y 2013. El azote de la corrupción parece ser (es una mera hipótesis) un elemento enormemente perturbador en estos resultados. Pero no es el único. Para tener Calidad de Gobierno se ha de gobernar, no hacer como que se gobierna. La media española, fruto de ese arrastre de las CCAA con peso demográfico, es ciertamente muy baja: – 0,328. Las comparaciones son odiosas, pero Portugal nos supera claramente (0,032), Francia de forma diáfana (0,408) y Alemania de manera contundente (1.012). Esto es la consecuencia del mal gobierno. Algo de lo que nadie en política parece prestar mucha atención. Se nos llena la boca de «Buen Gobierno» y lo que tenemos es lo que sale. Más claro el agua.

[1] N. Charron/V. Lapuente, Quality of Government in EU Regions: Spatial and temporal patterns, Working Papers 2018, Gotenburg. https://qog.pol.gu.se/digitalAssets/1680/1680303_2018_1_charron_lapuente.pdf

LA DIRECCIÓN PÚBLICA EN ESPAÑA, DE LA POLITIZACIÓN A LA PROFESIONALIZACIÓN: ¿UN PROYECTO IMPOSIBLE?

ENA

(NOTA PRELIMINAR: El presente texto recoge la introducción a un artículo que, inicialmente difundido por las redes,  ha sido reeelaborado, ampliado y actualizado, y que puede leerse íntegramente en el PDF adjunto. Este trabajo tiene por objeto poner en primer línea del debate los problemas y dificultades de todo orden que se plantean en los diferentes niveles de gobierno del sector público para profesionalizar la Dirección Pública, un objetivo que han ido alcanzando diferentes democracias de los países de nuestro entorno geográfico y cultural, entre los que cabe destacar, preciendiendo ahora de los países anglosajones o nórdicos, algunos que proceden asimismo de la tradición administrativa continental, como es el caso de Bélgica, Chile o Portugal; mientras que otros, como Alemania y Francia tienen asentado un modelo burocrático funcionarial de alta Administración con poca presencia, en cuanto a su número e intensidad, de la politización de tales estructuras. Algo muy distinto a lo que ocurre en España).

Rafael Jiménez Asensio

Consultor Institucional/Catedrático de Universidad (acreditado) UPF

 

“Recientemente la OCDE ha recordado a España la necesidad de regular la figura del directivo público en términos que permitan garantizar su profesionalidad e imparcialidad, en la medida en que ‘un estatuto del directivo público permitirá establecer nítidamente la separación entre política y administración, al tiempo que responsabilizaría a los directivos públicos de los resultados de gestión de sus organizaciones’”

(AAVV, Nuevos tiempos para la función pública, INAP, 2017, pp. 194-195)

 

Introducción

Vuelvo sobre un tema recurrente. Realmente tengo poco que añadir a lo ya expuesto, tal vez durante muchos años, sobre este singular objeto que es la dirección pública profesional. Lo que sí se constata es que la evidente desidia, cuando no impotencia, que los diferentes gobiernos y partidos políticos en España han mostrado para implantarla mínimamente en las estructuras de la alta Administración. En efecto, en los últimos diez años, desde que el Estatuto Básico del Empleado Público (en un lugar completamente inapropiado: véase el epílogo a este artículo) incorporara la figura de los “directivos públicos profesionales”, parecía que las cosas, tras décadas de difusión académica y presentaciones mil de lo que se estaba haciendo por otros contextos comparados, iban a mejorar cualitativamente.

Vista esa regulación de directivos públicos profesionales desde la atalaya de 2018, la verdad es que todo fue un espejismo pasajero generador de falsas expectativas, que introdujo además una honda confusión tanto en medios doctrinales como en la propia jurisprudencia. Y así las cosas, nada cabe extrañarse de cuál ha sido la fría (por no decir gélida) acogida de esa figura del directivo público profesional por parte de la política.

Sí es cierto que en algunos textos normativos se reflejará notablemente esa figura, pero será a través de desdibujar sus perfiles profesionales más básicos, lo que fácilmente la ha transformado en mera coreografía o, peor aún, en un mero remedo de soluciones de nombramiento político revestidas de una apariencia de profesionalidad. Por tanto, en esencia, nada ha cambiado. La dirección pública en España sigue colonizada por la política, en unos casos groseramente y en otros disfrazada de requisitos formales que prevén la exigencia de que quienes sean nombrados tengan la condición de funcionarios, pero tanto el nombramiento como el cese siguen siendo discrecionales. La política o el político de turno manda, y el conocimiento adquirido también con base en la experiencia se echa a la basura una y otra vez como si de material fungible se tratara. Roto el cordón umbilical que une política con dirección pública, ya no hay quien permanezca en su puesto. Los directivos públicos en España son de quita y pon. Una situación que se agrava cuando la política se torna frágil y la estabilidad gubernamental compleja. Entonces los cambios son permanentes y la propia política padece tales deficiencias, pero mucho más aún la Administración Pública y la ciudadanía que son los receptores de esos servicios públicos que apenas nada mejoran ante una política pasajera y una dirección pública que dura en el puesto lo que aquella le tolera. No hay nada que contar de nuevo, por tanto. Al menos nada que no sea ya sabido de antemano. Quizás solo voy a variar algo el enfoque y el tono.

Pero si no hay nada que contar de nuevo en España, cuya parálisis institucional conforma un cuadro de inexistencia de procesos de transformación en el sector público, sí que hay algunas otras experiencias que se mueven en otros contextos. Aparte de algunas breves referencias que se recogen en este texto escrito (que no tiene por objeto la descripción de esos modelos comparados), sí que he considerado oportuno traer a colación alguna referencia bibliográfica donde se explican los rasgos generales de un modelo de profesionalización de la selección de directivos públicos como es el de Portugal.

En todo caso, retornando a nuestro contexto, tal vez todo lo que críticamente esbozo al principio de este trabajo pueda servir de aprendizaje para evaluar las dificultades que conlleva en nuestro país implantar esta institución, pues pese a lo que algunos extrañe la DPP es sobre todo una solución institucional. Y esas dificultades sinfín se plantean frente a la institucionalización de algo tan obvio y normal como es una profesionalización mínima de los niveles directivos de su sector público. No deja de ser chocante. Son ya casi once años de tránsito, desde la aprobación del EBEP, por un panorama desértico, en el que prácticamente nada se hace y lo que se hace es en buena parte mentira piadosa. Si se entiende bien el problema y se procesan adecuadamente los reiterados fracasos (por otra parte queridos) que los distintos legisladores han tenido en este tema, tal vez se puedan poner algunos remedios a algo que ya comienza a sonrojar: el retraso injustificado que, se mire como se mire, el sector público español tiene en esta materia en relación con las democracias avanzadas y con algunos otros países que, en principio, no están en ese furgón principal de los países occidentales con fuerte desarrollo institucional, pero que han sido capaces de construir una dirección pública con elementos de profesionalidad importantes. Estamos en este punto en la zona más baja del ranking de los países europeos y de las democracias avanzadas, también de la propia OCDE. Somos, como describí hace unos años (2006), un país con un subdesarrollo institucional en materia de dirección pública que nos sitúa incluso por debajo de algunos países que nos produciría sonrojo compararnos en relación con otros datos.

No oculto al lector, pues sería deshonesto por mi parte, que este trabajo tiene, salvo en su parte final, un enfoque ciertamente crítico hacia la mala política, frente a todo que tiene que ver con las prácticas de clientelismo, nepotismo o amiguismo en la designación de cargos directivos en el sector público (que son una manifestación también de corrupción, aparte de ineficiencia y dispendio, por mucho que la mayoría de la clase política no perciba el problema de ese modo), así como frente a otros actores institucionales que operan en el ámbito público, tales como determinadas concepciones de un sindicalismo trasnochado o de un rancio corporativismo que también anida con fuerza en las organizaciones públicas. La advertencia está hecha. Si usted forma parte de aquellos colectivos citados (malos políticos o sindicalistas sin perjuicios), mejor no siga leyendo. Ni que decir tiene que este último mensaje tiene –tampoco lo oculto- el efecto provocador contrario. Tal vez así, para incumplir la advertencia- aquellas personas que se puedan sentir parte de tales colectivos renuentes frente a esa idea de la dirección pública profesional siga leyendo este trabajo y como consecuencia de ello –sueño con los ojos abiertos- cambie algo su anclada percepción de este importante problema, que está –como veremos- enquistada en el tiempo y nos sitúa como un país casposo, una auténtica antigualla y nada receptivo a lo que en otros lugares del planeta (al menos del mundo occidental, en el que presumiblemente nos encontramos) se hace desde mucho tiempo atrás.

PARA LEER MÁS: PROFESIONALIZACION DP 1 ESPAÑA-ARTÍCULO-VERSION 2018

 

¿MARCHITAR O FLORECER? LA FUNCIÓN PÚBLICA ANTE EL RETO DE SU DESCAPITALIZACIÓN POR EL ENVEJECIMIENTO DE LAS PLANTILLAS

Mikel Gorriti Bontigui/Rafael Jiménez Asensio[1] 

 

“Cuando uno actúa a corto plazo, paradójicamente, siempre llega tarde» (Javier Gomá)

El reto que se abre para la práctica totalidad de administraciones públicas en los próximos años como consecuencia del envejecimiento de plantillas y su correspondiente descapitalización, es sencillamente mayúsculo. La generación del baby boom (cuyo punto álgido fue 1964) ingresó en masa en la función pública en la década de los ochenta y noventa del siglo pasado, ocupa actualmente buena parte de los puestos o funciones estratégicas en tales administraciones, y en pocos años se jubilará, a veces por oleadas. Del acierto o desacierto en la resolución de este problema dependerá que la función pública recupere su prestigio perdido o se hunda de modo definitivo en la mediocridad y en la ineficiencia.

En un importante análisis que llevó a cabo en su día el Gobierno Vasco (Ver Plan de empleo: http://www.irekia.euskadi.eus/uploads/attachments/7333/plan_empleo.pdf?1454332206)), los datos del envejecimiento de plantillas en la Administración General del País Vasco son sencillamente demoledores. Si se mira al horizonte de 2030, en esa fecha se habrán jubilado el 68% del total de empleados públicos actualmente existentes. Pero si el foco se pone en los puestos de responsabilidad directiva o de mando, así como puestos cualificados ese porcentaje se eleva al 80%. Por tanto, en los próximos años dejarán la Administración Vasca la inmensa mayoría de las personas que ha sido referentes de criterio y destreza (M. Gorriti: “Análisis cognitivo de tareas: gestión del conocimiento en la Administración General del País Vasco”, Seminario sobre gestión del conocimiento intergeneracional, IVAP, Donostia, octubre 2016: http://www.ivap.euskadi.eus/evento/seminario-gestion-del-conocimiento-intergeneracional/r61-vedprest/es/).

Estos datos tan impactantes,  con variantes puntuales, se repetirá en buena parte de las administraciones públicas. De los datos expuestos  se deriva con facilidad una profunda descapitalización del empleo público en los próximos catorce años, produciéndose además un sinfín de vacantes en empleos instrumentales, sobre los que se deberá plantear su tiene o no sentido su mantenimiento o se opta por una mayor tecnificación.

Lo que sí parece cierto es que, salvo el caso vasco citado y alguna otra experiencia puntual, este es un problema al que nadie parece querer enfrentarse, dado que, por lo común, se ignora u omite. Además, esta cuestión se ha visto agravada, sin duda, por una política de congelación de las ofertas de empleo público de mirada estrecha, que ha terminado por empujar más aun hacia arriba la media de edad de los empleados del sector público, que en muchos casos supera ya los 55 años o esta próxima a esa cifra. De seguirse dos o tres ejercicios presupuestarios más con esa congelación de ofertas de empleo público el problema puede adquirir tintes dramáticos.

Este reto al que se enfrentan la práctica totalidad de las Administraciones públicas tiene, simplificando mucho el problema, dos rutas para enfrentarse al mismo. La primera es la «ruta fácil o rápida», que consiste en hacer las cosas como siempre; es decir, sin planificación, sin previsión, improvisadamente y atendiendo a las compulsiones o necesidades imperiosas del momento: convocar pruebas selectivas masivas cuando ello sea necesario e ir cubriendo “los huecos” que deja el saber experto o la intuición madura por medios tradicionales (comisiones de servicios, concursos o sistemas de libre designación), pues los nuevos funcionarios “ya irán aprendiendo” con el paso de los años. Quien opte por esa solución, está condenando consciente o inconscientemente a que su organización se vaya apagando y hacerla cada día que pase más inservible para las necesidades del futuro.

La segunda es la «ruta difícil o lenta», siempre más segura, que exige diagnosticar adecuadamente el problema en el marco de un plan estratégico y adoptar medidas estructurales e institucionales que transformen la función pública, la renueven e introduzcan elementos propios de innovación, flexibilidad, creatividad  y adaptabilidad como ejes de su actuación, con la mirada puesta en los servicios públicos (misiones) que el sector público deberá prestar en los próximos veinticinco o treinta años (que también mutarán de forma importante). Ello exige repensar completamente la función ´pública y arbitrar medidas de transición para paliar esa “sangría cognitiva” que se va a producir en la alta función pública. Si se opta por esa vía, algunas de las medidas que, a nuestro juicio, se deben impulsar serían las siguientes:

1) Medidas de reforma institucional de la función pública para hacer frente al reto de la descapitalización. Cómo repensar radicalmente (“de raíz”) la función pública: 

La descapitalización de la función pública puede verse como un problema o también como una ventana de oportunidad. Dicho de otro modo: si no somos capaces de transformar la función pública en los próximos años, la institución se tornará inservible y  llegará a ser cuestionada por la propia ciudadanía.

Estas medidas de refundación institucional pasan, en primer lugar, por recuperar el ethos perdido de servicio público. Los valores, como señaló Gary Hamel, importan ahora más que nunca, especialmente en una función pública que ha olvidado casi por completo el fin de su existencia y el carácter de servicio público, que no se olvide es su única razón existencial.

En segundo lugar, se debe hacer un esfuerzo de invertir en todo aquello que comporta planificación estratégica y organización de la función pública, especialmente de la alta función pública (desarrollar un plan estratégico de recursos humanos alineado con las necesidades de la organización y que dé respuestas a tales problemas de pérdida de conocimiento; estructurar puestos directivos profesionales; definir un mapa de competencias de tales puestos que sea referente para su provisión; diseñar puestos de trabajo con monografías revisables periódicamente; reducir la presencia de los cuerpos y escalas de la alta función pública a la mínima expresión; agrupar por áreas funcionales los puestos de trabajo; optar claramente por la polivalencia y la adaptabilidad; acotar la especialización a lo imprescindible; apostar por una tecnificación intensa y extensa de la función pública; superar la rigidez de las relaciones de puestos de trabajo con instrumentos de gestión más flexibles; etc.). Un correcto diseño organizativo debería ser presupuesto de cualquier reforma de la función pública. Quien no invierta en planificación y organización del empleo público está enterrando su propia función pública.

Sin ese nuevo modelo organizativo, la gestión de recursos humanos seguirá hipotecada por el viejo modelo y por un estilo ya periclitado, donde el imperio de las formas ahoga la gestión eficiente de los procesos y de las personas. Disponemos de una política de recursos humanos (allá donde existe) meramente “reactiva”, no es “proactiva”. Y con ese esquema de funcionamiento poco o nada se puede hacer.

No se puede seguir seleccionado en las décadas venideras igual que hasta ahora. El “material humano” –como decía Schumpeter- es distinto, la sociedad ha mutado radicalmente, la educación pretende asentarse en competencias no en conocimientos exclusivamente. Será difícil captar talento joven con un esquema de pruebas selectivas memorísticas propias del siglo XIX. Ese conocimiento no añade valor al sector público del futuro. Cabe impulsar una política de reclutamiento efectivo que de paso a una selección exigente y adaptada a las exigencias de las necesidades de la Administración, pues esta es la primera piedra para mejorar las cualificaciones profesionales de los altos funcionarios. Tampoco se pueden proveer los puestos de trabajo por unos sistemas y unos procesos que han mostrado ya todas sus limitaciones. Hay que caminar hacia sistemas ágiles, continuos y de acreditación periódica de competencias. La formación, en este proceso de renovación profunda de la función pública, debe jugar un papel estelar, pero como proceso obligatorio, evaluando con criterios de exigencia, discriminatorio y que garantice siempre y en todo caso la transferencia del conocimiento o las destrezas hacia el puesto de trabajo. A ello nos referimos en el siguiente apartado. La función pública está proporcionalmente bastante feminizada, sin embargo la mujer está lejos de desempeñar puestos de responsabilidad directiva o de jefatura, cuando las nuevas generaciones de mujeres universitarias están, por lo común, igual o, incluso, mejor preparadas que los hombres. Es necesario dar un papel protagonista a la mujer en los puestos críticos y de responsabilidad de las administraciones públicas del futuro. Medidas de discriminación positiva serán necesarias.

La evaluación del desempeño, la carrera profesional y la dirección pública profesional (fortalecer el liderazgo intermedio en las organizaciones) son las únicas vías para ofrecer una administración pública competitiva y con escenarios de desarrollo profesional (y, por tanto, estimulantes) a quienes ingresen en el sector público en los próximos quince años, que –no se olvide- pueden representar en algunos casos más del cincuenta por ciento de las actuales plantillas. Una renovación que no se puede hacer sobre las bases de un edificio en ruinas.

2) Medidas de gestión del conocimiento como consecuencia de la descapitalización. 

Son medias transitorias, pero de una importancia fuera de lo común. También son más concretas, pero su sentido real lo encuentran dentro de un replanteamiento de la función pública como institución que evite o palie su actual declive. Estas medidas se articulan en tres fases o momentos. Las tres fases que se proponen son una estructura secuencial necesaria en un contexto de solución ante el reto identificado. En caso de que no puedan llegar a las tres por dificultad técnica, formación o recursos, hagan la tercera, el Mentoring en un contexto de motivación y reconocimiento formal de aquellos/as que se jubilan. Veamos:

1.- Gestión del conocimiento. En esta fase se pretende extraer el conocimiento de los que se jubilan (Análisis cognitivo de tareas). En realidad, se trata más que de conocimientos de los constituyentes de su intuición experta; aquello que los funcionarios seniors (por intuición experta o madura, asentada en unos conocimientos y en un saber hacer) hacen de modo casi inconsciente, rápido y bien. No sólo se refiere a conocimientos declarativos, sino principalmente a modelos, patrones, criterios y heurísticos que se activan ante estímulos reconocidos o reconocibles desde dicha experiencia. Las fases principales de esta “extracción” cumple con los verbos principales y secuenciales de la intuición experta: qué ven que otros no ven; qué información solicitan o buscan para diagnosticar; qué relaciones causales establecen desde su marco de referencia (de modelos, patrones; heurísticos; algoritmos…, etc.), cómo visualizan una acción y predicen sus efectos, qué decisiones toman a la hora de actuar. Lo que se busca en esta fase es entender cómo los expertos se enfrentan a la incertidumbre y deciden actuar. Este el objetivo final. Se suele acotar la experiencia en 4 ó 5 procesos básicos y sobre ellos se entrevista al/la experto/a.

2.- Formación. La fase anterior produce un informe cuyo objetivo principal es identificar los contenidos y objetivos formativos de un curso de formación que solvente o minimice la descapitalización que inevitablemente se va a producir. El destinatario de dicho informe es la institución encargada de la formación de funcionarios/as. Es muy importante dejar claro que la principal actividad de esta fase es el “diseño instruccional”: la secuencia pedagógica, los recursos didácticos y los docentes necesarios para conseguir los fines formativos. También la agrupación por “familias” de los puestos a cubrir con criterios de homogeneidad básica en los necesarios “traslados” de criterios y destrezas. A  este respecto, los expertos/as pueden ser necesarios pero como asesores, no como pedagogos ya que en dicho diseño hay técnica. Este rol dista bastante de la clásica concepción actual de los institutos o escuelas de formación de funcionarios, muchos de ellos dedicados a la gestión de profesores, horarios y aulas. Los expertos que se jubilan pueden ser profesorado pero una vez realizado el diseño pedagógico por parte de institución. El punto crítico es, sin duda, este: cómo arbitrar y con qué secuencia programas formativos basados en las entrevistas previas que agrupen aquellos puestos críticos llamados a cambiar de titular en un plazo de tiempo. También es bueno que los/as expertas sean profesores por el reconocimiento que implica. Como dice Edward de Bono, “las personas de edad cuentan con una sabiduría y experiencia que los más jóvenes aún no han adquirido” (La revolución positiva, Paidós Empresa; 1994). También ello se produce en las organizaciones públicas.

3.- Mentoring. Esta fase es la clásica de tutoría sobre curso superado (o, incluso, se puede hacer como parte del programa formativo), ya que la fase anterior implica la constatación de los criterios de éxito de los procesos comentados y que han acotado el saber hacer del puesto o área de conocimiento que se deja. Hay, sin duda, muchas teorías del Mentoring; también hay, justo es reconocerlo, gente más docta que nosotros para esto. Conceptos como el contrato relevo o el acompañamiento de los funcionarios en la realización de los procesos básicos son cercanos a esta fase. Debe considerarse como fase de práctica con naturaleza selectiva y, posiblemente, ya muy focalizada con la persona que va a realizar esas funciones en el futuro, lo que requiere adaptar los marcos normativos en materia de provisión de puestos para admitir tales circunstancias. Este hecho y la propia selección de los funcionarios que puedan hacer el curso son limitaciones muy probables para administraciones más centradas en la gestión reactiva de personal que en la planificación de sus recursos humanos; en la gestión, motivación y planificación de sus empleados públicos. Pero este es uno de los grandes retos de futuro para una transferencia ordenada de ese “saber hacer” que evite la pérdida evidente de recursos por parte del sector público y una peor prestación de servicios a la ciudadanía.

Depende de cómo se hagan estos procesos y de qué manera se inserten en un proceso de renovación de la función pública, los resultados serán unos y otros. Habrá algunas administraciones públicas que opten por renovarse (lo que puede conllevar un florecimiento de la institución) y otras por el mero continuismo (lo que les conducirá con toda seguridad a que su empleo público marchite de modo definitivo). Cada entidad será, en fin, responsable de su futuro y de su renacer o declive. Harán falta, además, cambios normativos, pero la esencia de las respuestas al problema expuesto no están solo allí: dependen de cada nivel de gobierno y de los responsables político-técnicos, también de la posición que adopten frente a este problema los sindicatos del sector público. En las manos de una política, por lo común ausente hacia estos temas, está parte de la solución. La otra parte de solución está en los funcionarios cualificados y en las unidades de recursos humanos, que sean capaces de diseñar correctamente planes estratégicos y adoptar las medidas pertinentes. El Gobierno Vasco ha dado el primer paso. Esperemos que sirva de referencia, al menos por lo que al diagnóstico de la situación comporta. Tras un buen diagnóstico, lo esencial es arbitrar un conjunto razonable  de medidas, tanto estructurales como transitorias, que caminen decididamente hacia la construcción de un nuevo modelo renovado de función pública. No hay atajos ni puertas de atrás. O se hace en los próximos años o no se hará nunca. Hay mucho en juego.

[1] Este Post es un breve resumen de algunas ideas que se tratan de forma extensa en un Estudio que, con el mismo título, será difundido próximamente en este mismo Espacio y en otros medios electrónicos.

 

LA POLÍTICA COMO PROFESIÓN

 

(Este documento recoge el texto íntegro de dos Post editados en el Blog de esta misma página Web)

 

profession politique 

“La vinculación a los puestos (políticos) está en relación a los costes de entrada y a la inversión desarrollada en esa actividad. Con el paso del tiempo resulta difícilmente posible hacer otra cosa. El oficio político no solo ofrece retribuciones simbólicas y narcisistas (sentimiento de grandeza, autoestima, consideración, capacidades de seducción) … Incluye también ventajas materiales no despreciables que explican las cerradas luchas políticas y la perseverancia de los elegidos a permanecer en esa actividad” (Rémi Lefevbre, “La politique est-elle un vrai métier?, Le Monde, Idées, 10 juin 2017).

 Introducción

La política está sufriendo en los últimos años cambios de enorme magnitud. Estas transformaciones también se advierten en quienes se dedican a la actividad política. Los políticos representan una categoría poco homogénea, pero que aun así ofrecen rasgos comunes que deben ser oportunamente resaltados.

Esta entrada (en dos entregas), elaborada a la luz de la reedición en marzo de 2017 (con un largo epílogo de actualización) de la obra de M. Offerlé (dir.), La profession politique (Belin, París 2017), pretende exclusivamente centrar la atención sobre una serie de ideas-fuerza en torno a la manida “profesionalización de la política” y observar hasta qué punto las reflexiones vertidas en el libro citado (que tienen su foco en la política francesa) pueden ser trasladadas al escenario político español.

Junto a esta obra que comento también cabe citar aquí el reciente libro de J. Boelaert, S. Michon y E. Ollion, Métier: Député (Raisons d’agir, París, 2017), donde se pone de relieve la intensa profesionalización de los diputados franceses (si bien esta tendencia se ha roto parcialmente en las últimas elecciones legislativas), algo que contrasta –según los autores- con la movilidad que ofrece la política en otros países. Así citan, por ejemplo, el caso sueco, donde la rotación de puestos (en términos porcentuales) es más frecuente y las carreras largas (aunque también existen) son menores en número. En el régimen político-constitucional español a partir de 1978 (si bien con la irrupción reciente de “nuevas caras” en el escenario político) el parentesco con la situación francesa es evidente.

La política como “profesión”

Los diferentes trabajos que componen la edición del libro que comento tratan de la profesionalización de la política. El trabajo tiene como punto de referencia Francia, pero con incursiones (capítulos) sobre otros países (Estados Unidos, Italia, etc.). El enfoque del trabajo es sociológico. Y la obra más citada es, sin duda, El Político y el Científico, de Max Weber; especialmente por lo que se refiere a su clásica distinción entre vivir “para” la política y vivir “de” la política.

Una breve referencia a Max Weber es, por tanto, obligada. Los políticos del primer liberalismo vivían “para” la política. La transformación de la actividad política se produce cuando ya los políticos pasan a ser –en expresión de Weber- una suerte de “funcionarios a sueldo”. Como también dice este autor, los partidos (y especialmente las personas que en ellos militan) se transforman en “puros cazadores de cargos”. Algo de lo que tampoco estaba exenta la política en el primer liberalismo.

Ciertamente, el punto de inflexión se produce cuando se concreta “la alianza de la especialización y de la retribución, que justifica la calificación (de la actividad política como) profesión”. La pregunta que surge de inmediato es obvia: ¿En qué consiste esa profesión “de político”? Algunos niegan su existencia, otros la justifican. Algo se dirá sobre ello.

La política en sus primeros pasos gozó de cierta respetabilidad, pronto sin embargo la expresión “político” se fue gradualmente demonizando. Y así es como surge, en un intento de regeneración del que fuera un noble oficio, la reivindicación de que la política es una actividad profesional. Este es el enfoque central del libro que comento.

Pero esta pretendida profesión dista mucho, según decía, de ser homogénea. En la política actual hay todavía un numeroso grupo de representantes locales que desempeñan sus funciones con un carácter marcadamente amateur y sin retribución alguna. Estos sí que viven “para” la política y no “de” la política. También las diferencias entre la función parlamentaria o el desempeño de cargos ejecutivos o de asesoramiento son evidentes.

La actividad política se ha ensanchado en las actuales democracias avanzadas. En efecto, el epílogo del libro se hace eco del incesante “crecimiento de un mercado de puestos de gestión pública” que, por una u otras razones, han ido recayendo en manos de la política o de “sus allegados”. Este “reinado paralelo” que tanto escandaliza en Francia se limita allí sin embargo a varios centenares de puestos. Pero si el foco de atención se pusiera sobre España, se podría observar cómo la multiplicación de puestos reservados a la política (esto es, de puestos que se cubren con criterios exclusivos de designación política o de libre designación) es un fenómeno sencillamente escandaloso en relación con el país vecino.

En estos momentos hay en España decenas de miles de cargos o puestos de trabajo que entran dentro del mercado político de nombramiento y cese. Aquí la política tiene colonizados amplios espacios de intervención pública que en otros países son patrimonio exclusivo de la dirección pública profesional (senior civil service) o de una función pública profesionalizada. Y esto es algo muy serio, frente a lo cual la política siempre mira hacia otro lado. Como si no fuera con ella. Hay muchos intereses (personales) en juego. Las únicas medidas de corrección, nunca fáciles, sería que la política diera “un paso atrás” (dejar espacios de poder) si realmente pretende terminar dando “dos pasos al frente” (mejorar su legitimidad social y su rendimiento institucional). De momento, un sueño.

Cómo se ingresa en política y cómo se progresa

Hay una serie de reglas generales que, hasta fechas recientes, eran dominantes (probablemente lo seguirán siendo) para que se pueda hablar de “profesionales de la política”:

  • La precocidad en el acceso a la actividad política y la carencia (por lo general) de una actividad profesional ejercida previamente, eran las notas dominantes del modelo hasta ahora existente. ¿Hay cambios en esta forma de actuar en la nueva política? Aparentemente sí, a largo plazo –me temo- ninguno.
  • La profesionalización también implicaba el “carácter continuo de la actividad”, sin límites de edad y con cambios de responsabilidades en algunos casos constantes. Solo algunos (los menos), dado el carácter piramidal de las estructuras, consiguen “ascender”. La política es una actividad en la que la ambición desmedida, por un lado, y el instinto de conservación, por otro, son pilares de su funcionamiento.
  • La profesionalización, si la política es realmente un oficio, debería implicar asimismo un saber profesional (competencias definidas) y, por tanto, la introducción de una cultura de gestión pública (eficiencia) y de sus instrumentos en el trabajo político, especialmente por lo que supone la incorporación de objetivos y de racionalización en el trabajo político. Algo que solo se ha producido parcialmente en España. Política y gestión pública combinan mal entre nosotros. Ello tiene serias consecuencias.

Pero esas reglas generales están sufriendo algunos cambios o transformaciones evidentes en estos últimos años. La fragmentación política, la rápida erosión de la confianza ciudadana en los políticos y el cuestionamiento del papel tradicional de los partidos políticos, están afectando a esa actividad “profesional”. Y ello se manifiesta de muchas formas. Recogeré solo algunas.

La primera manifestación de tal cambio de escenario es, una vez más, la manida crisis de la representación política. Muy aireada actualmente, pero no es un argumento nuevo. Ha habido otros muchos momentos históricos en que se ha planteado. En el libro se citan. Lo que sí es más nuevo es el inmenso crecimiento de la desconfianza en las instituciones públicas, con mayor o menor intensidad en todo los países occidentales. Belén Barreiro en un reciente libro muestra con claridad la caída brutal de confianza que han sufrido en España las principales instituciones públicas: “La práctica totalidad de las organizaciones que constituyen los pilares del estado suspenden los test de confianza ciudadana” (La sociedad que queremos. Digitales, analógicos, acomodados y empobrecidos, Planeta, 2017, p.64). La suma de una profunda crisis económica y el deterioro del sistema institucional ha dado pie a la aparición de expresiones populistas. El combate contra “la casta política” en Europa une, inicialmente, a la extrema derecha con los movimientos populistas de izquierda. Hay, por parte de estos últimos (pero también de los primeros), una llamada intensa a la “democracia plebiscitaria” y a la “movilización permanente”.

La segunda manifestación viene por la crisis misma de la idea de partido político. Hay constantes denuncias desde hace mucho tiempo sobre las patologías inherentes a la vida interna de los partidos y a sus propias miserias. Tampoco es nada nuevo. Para mejorar ese estado de cosas, ha emergido el fenómeno de “movimientos ciudadanos” como sustitutivo de los partidos clásicos. Está aún por ver su mantenimiento o consolidación como realidades democráticas alternativas a la fórmula tradicional de los partidos. Frente a su empuje inicial, se observa un cierto declive gradual en el fervor y espontaneidad que caracterizaron sus primeros pasos o, más concretamente, en su mera transformación en partidos políticos tradicionales, donde la oligarquía y concentración de poder (incluso la versión más grosera del “centralismo democrático” leninista) en unos pocos está siendo la norma de funcionamiento. Como también decía Weber, al final, en toda formación política, se termina imponiendo la “ley del pequeño número”. Y la “democracia interna” a través de facciones, corrientes o tendencias, termina por declinar y se reproducen los mismos vicios de siempre.

Estas “estructuras de agregación” han incorporado a la política a nuevas personas y, se podría afirmar, que también añaden “savia nueva” en algunos mensajes y formas. Se impone, así, “el redescubrimiento continuo del agua caliente”; esto es, la opción de las primarias como solución taumatúrgica a los males que aquejan a las organizaciones de los partidos. Una alternativa que tampoco insufla (frente a su carga retórica) cambios reales en el modo de funcionamiento de esas organizaciones llamadas partidos políticos.

Sin embargo, todo ese (aparentemente) nuevo capital político conviene no desmesurarlo en sus efectos reales. En esa nueva política se mantienen altas cotas de “amateurismo funcional”. En efecto -como se indica en el epílogo del libro- “una parte nada despreciable del personal político está saliendo de canteras nuevas de reclutamiento político; esto es, de personas (muchas de ellas tituladas) que no han tenido nunca otra experiencia profesional que el aprendizaje precoz de la política”. Más de lo mismo. Se advierte, por tanto, una escasa o nula captación para la actividad política de profesionales cualificados, académicos o investigadores brillantes, de personas provenientes del mundo empresarial o de medios económicos solventes.

Se establece, así, una suerte de dualismo profesional. La profesionalización de la política convierte a esta en un oficio que lo aleja radicalmente de otras profesiones. Eso no es bueno, ni para la política ni para la sociedad. Quien quiere hacer carrera profesional no puede estar en los dos sitios: u opta por su propia actividad profesional o se inclina por la política. No caben alternativas. Tal vez hemos formulado mal el problema y dificultado, así, las soluciones al mismo. La disyuntiva que se plantea es si cabe en nuestro contexto actual incorporar a los profanos (ciudadanía no militante) a la actividad política, ya sea por medio de compromisos temporales (con garantías de retorno, aunque ya existen) o ya sea mediante la inserción del “sorteo” en la provisión de determinados cargos públicos. Una idea que, cada vez, cobra más fuerza.

El actual escenario de profesionalización de la política deja abierta una pregunta que, en términos de análisis científico del objeto, el libro citado plantea con toda su crudeza: “¿Puede hacerse del cretinismo político un objeto de ciencia (o de estudio)?, como reconoció Érik Neveu parafraseando a Marx y  a su denuncia del “cretinismo parlamentario”. O dicho en palabras de Jean-Marc Sylvestre: ¿Pourquoi nos hommes politiques sont-ils nuls?”. Duras palabras que se deben someter a contraste con el modo de acceso a la actividad política y con los “saberes heterogéneos” que su cabal ejercicio requiere. A ello dedicaré la segunda parte de esta reflexión

 

La política como profesión (segunda parte)

 

“El método democrático crea políticos profesionales, a los que convierte después en administradores y ‘hombres de Estado’ amateurs” (p. 98)

(Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia, Página Indómita, 2015)

“El clientelismo político resulta ser la única de las funciones claves que los partidos políticos siguen realizando (…) En los propios ámbitos institucionales de poder los actores tienden a ser políticos profesionales cada vez con más frecuencia” (p. 105)

(P. Maier, Gobernar el vacío. La banalización de la democracia occidental, Alianza, 2015)

 

La singularidad de la actividad política

La actividad de la política no deja de ofrecer singularidades sinfín. En primer lugar, como se ha visto, no hay en verdad una actividad política, sino muchas; aunque no es menos cierto que el político puro salta con facilidad de unas a otras con ese don de la ubicuidad del que parece estar dotado, dejando en no pocas ocasiones al descubierto déficits evidentes para gestionar políticamente con éxito determinadas funciones que asume a lo largo de su “carrera política”.

En segundo lugar, la actividad política presenta una especialización profesional muy singular y hasta cierto punto de enorme vaguedad en sus contornos. No cabe extrañarse que el cúmulo de “saberes heterogéneos” que se proyectan sobre la actividad política conformen una especie de bricolage, como enunció Christian Le Bart.

En tercer lugar, salvando los casos en que la dedicación a la política es marginal o se combina con otras actividades profesionales, lo cierto es que la complejidad de la actividad política requiere, por lo común, una dedicación plena, que en ocasiones desborda con claridad los horarios habituales de cualquier actividad profesional.

Y, en cuarto lugar, la continuidad en política parece ser una constante. Una vez entrado, nadie quiere salir. El libro comentado acredita como la edad de los políticos es muy avanzada (aunque en los últimos tiempos se ha producido un rejuvenecimiento, que ya amenaza por cierto “con instalarse” en la actividad). En España hay una generación de políticos que inició su andadura en la década de los ochenta (o antes) y que ya está jubilándose en el ejercicio de esa actividad. Muy pocos han retornado a su actividad profesional originaria, si es que la tenían. Ahora han entrado otros nuevos, sin fecha de caducidad. La historia se repetirá, de no poner remedio.

Qué se requiere acreditar para entrar en política

La cantera o procedencia de los políticos es un punto previo al análisis de cuáles son sus competencias. Y es aquí donde el sistema de reclutamiento muestra una porosidad pasmosa. No hay controles de entrada. Solo las percepciones, la ubicación, el oportunismo o el azar, cuando no las relaciones familiares o personales, sitúan a unos u otros en la carrera de salida o en el trampolín de la política. También en la salida.

Pero hay algo más importante: la entrada en política requiere voluntad. Quien mejor explicó este proceso fue Schumpeter. Como decía este autor, “el método democrático no selecciona a los políticos entre toda la población, sino únicamente entre aquellos elementos de la población que tienen vocación política”.

Quiénes van a gobernar o representarnos no deben acreditar, por tanto, ninguna competencia o conocimientos efectivo, tampoco ninguna titulación o formación específica. El principio democrático cubre tales deficiencias; al menos en apariencia. Pero también Schumpeter advirtió de la trascendental importancia que tiene “la idoneidad del material humano” para la política. Así afirmaba: “no es cierto que en una democracia los hombres tengan siempre la especie y la calidad de gobierno que desean o merecen”. Sin embargo, la eficiencia en los resultados de la acción política (especialmente de la acción de gobierno) debiera exigir (más en nuestros días) que a los responsables públicos se les demanden determinadas competencias y conocimientos institucionales. La política no reforzará su credibilidad si a ella sigue llegando la mediocridad social y no el talento.

El diagnóstico que se hace en el libro es certero y trasladable a España. Allí se dice: “Es evidente, desde el punto de vista sociológico, que la sociedad francesa dispone, particularmente en los estratos superiores, como todos los Estados-nación de Europa, de un potencial de competencia, experiencia, conocimiento experto y talento mucho mayor que el potencial que ofrece la jerarquía de los partidos a un nivel equivalente”. Diagnóstico demoledor: el talento de la sociedad no está en la política. La mediocridad invade sus filas, con excepciones siempre notables. No es un mal hispano, sino general. Pero hay que tomar nota.

Y no es una buena carta de presentación a ojos de la ciudadanía. Comienza a haber, en efecto, una brecha importante entre una sociedad con profesionales muy formados y una política plagada de diletantes o de personas con trayectorias profesionales inexistentes o limitadas. Es verdad que, cada vez en mayor porcentaje, los titulados universitarios o incluso los cuerpos de élite prodigan las nóminas de la política “profesional”. Pero ello en sí mismo no dice nada. Hoy en día se puede ser titulado universitario o doctor incluso y no añadir valor alguno a la política. Por otra parte, tan malo es que la política no atraiga talento como que se ocupe por altos funcionarios en clave corporativa y cierre sus ventanas a la sociedad. Además, según la teoría de las tijeras (Herzog), “cuanto más larga es la carrera política y más alcanza puestos de alto nivel, el político tiende a dejar la profesión originaria en el olvido”. Si pasa mucho tiempo, sencillamente la entierra.

La mediocridad política puede tener asimismo funestas consecuencias sobre el devenir de un sistema político-institucional. Una vez más, Schumpeter recordaba cómo el hundimiento de la República de Weimar se debió también a que sus “políticos estaban muy por debajo del nivel medio nacional, en algunos casos lastimosamente muy por debajo”. La nación alemana –a su juicio- tenía energía y capacidades, “pero los hombres de valía y de carácter desdeñaban la carrera política”. Ello facilitó que un “líder antidemócrata” (prototipo de la mentira, demagogia y calumnia, como lo describiera Sebastian Haffner) se apropiara literalmente del poder. No se trata de llegar a tales extremos, pero una clase política alejada del talento también puede producir daños colaterales notables y efectos perjudiciales. A la vista están algunos de ellos.

Qué competencias son necesarias para ejercer la “profesión política”

El presupuesto de la denominada “profesionalización” de la política es la dedicación temporalmente extensa y retribuida a esa actividad. Sin embargo, la política no ha sido siempre una actividad retribuida. En el primer liberalismo había un ideal positivo del político como persona dotada de grandes virtudes, educada, desinteresada, competente o volcada al interés general (ideal presente, por ejemplo, en El Federalista; o en la idea de “aristocracia representativa”, de la que hablara Bernard Manin). Pero pronto se fue imponiendo un estereotipo del político como persona marcada por la ambición personal desmesurada, corrupta y que asimila la acción política con una empresa de interés económico personal.

Este “tipo-negativo” de definición del político encuentra raíces fuertes en la literatura costumbrista, pero también en innumerables ensayos de los siglos XIX y XX. Las prácticas del spoils system, del clientelismo y de la corrupción alimentaron ese perfil oscuro de la política. Con la llegada de la democratización esa mala imagen tiende a atenuarse, pues se produce la entrada en los cargos públicos de personas de la clase trabajadora o profesionales de izquierda (más tarde de las mujeres y de otros colectivos desaventajados) que hacen de la política un compromiso y medio de transformación social. Pero este proceso y tan buenas ideas iniciales no evitarán que la ocupación de esos cargos se convierta en una meta para medrar personalmente, también de los recién llegados a esa política pretendidamente altruista. La obra de Michels es, a tal efecto, reveladora, pues su tesis sobre la oligarquía de los partidos políticos está construida sobre el funcionamiento del Partido Socialdemócrata. La “casta política” ya entonces era una realidad, también en la izquierda. Se decía, por ejemplo, que “ser elegido diputado se había convertido en un gagne-pain (medio de vida)”. Y así sigue siéndolo. Sea cual fuere el color de quien ocupe el escaño.

Darle la vuelta a un estereotipo tan arraigado no es tarea fácil, aunque se intente. Menos aún si no se hace nada. Lo cierto es que, como nos recuerda el libro comentado, “el profesional de la política se define también como un especialista, un hombre que practica una actividad particular y que, para ejercerla con éxito, debe poseer competencias y saberes específicos”.

Lo que no es fácil es identificar cuáles son esas competencias y saberes específicos, pues variarán en función del tipo de actividad política que se desarrolle. Aun así, un buen profesional de la política es aquel que dispone de una competencia política consagrada (habitualmente la experiencia, como decía Léon Blum), pero que siempre se combina con un compromiso político, con la defensa de una causa (“tener convicciones”) y con una actitud de servicio (es preciso “estar disponible”). Los valores y la ética pública también cotizan, aunque no pocos políticos los ignoren o desprecien.

Max Weber recogía tres cualidades decisivas que debía tener todo político: “pasión, sentido de la responsabilidad y sentido de la distancia (mesura)”. La pasión, como decía este autor, debe frenarse siempre con unas dosis evidentes de mesura: la pasión sin la responsabilidad no convierte a una persona en político. La clave está –concluía Weber- en cómo conjugar en la misma alma la pasión ardiente y el frío sentido de la distancia: “la política se hace con la cabeza, no con otras partes del cuerpo o del alma”, concluía.

La política debe ser asimismo consciente de que –como apuntara Schumpeter- “la cualidades de inteligencia y de carácter que convierten a alguien en un buen candidato no son necesariamente las mismas que le convierten en un buen administrador”. La selección de las urnas no garantiza la buena gestión. Y si al frente de esta se ponen políticos (y no profesionales de la dirección) el fracaso (o la relativización del éxito) está garantizado. Un gestor político amateur puede ser calificado como una suerte de “juez sin carrera de Derecho” (o como un “diplomático sin inglés”), que “arruina a la burocracia y desalienta a los mejores elementos”. De eso sabemos mucho.

El político vive atado a “la tiranía de lo inmediato”. Y eso tiene serias consecuencias, pues con semejante enfoque alicorto no es capaz de desarrollar una visión estratégica y es la táctica sola lo que termina por ahogar la buena política. La política está cuestionada frontalmente. El intento de dignificar y legitimar la política encuentra, sin embargo, no pocas paradojas. Citaré dos de ellas.

La primera es cómo se “ingresa” en la actividad política: el compromiso político (“vocación”) y la precocidad han sido hasta ahora las notas dominantes. Y no ha habido, ni hay, premisas básicas para garantizar que la elección sea correcta en términos de competencia “profesional” para ser buen político. Esta debilidad no es fácil corregirla, aunque hay alternativas. No precisamente las primarias. La política no puede ser un coladero de oportunistas, “amiguetes” y advenedizos sin escrúpulos. Así se mata la política.

La segunda es la adquisición y desarrollo de competencias profesionales para ejercer con éxito la carrera política. El sistema se sigue basando (al menos aparentemente) en “la experiencia” como fuente de conocimiento, pero poco o nada se le añade a esa dimensión práctica. Las escuelas de formación de los partidos, como señalan los autores de este libro, representan un modelo totalmente agotado. Hay que reinventar la formación de cuadros para el desarrollo de competencias políticas e institucionales. Existen muchos programas formativos de políticos dirigidos a ganar elecciones y ninguno que enseñe realmente a gobernar las instituciones. Como dijo Innerarity, gobernar no cotiza en la política actual, solo ganar elecciones. Los partidos tienen totalmente abandonada (o mal enfocada) esta formación y la prueba evidente es que esos “políticos profesionales” desempeñan sus funciones la mayor parte de las veces como auténticos “amateurs”, cuando no con una desorientación notable que solo el paso del tiempo a veces atempera.

A modo de conclusión

Un dato relevante es que, como señala Michel Offerlé en el epílogo, la política es un oficio que se ha profesionalizado en su desempeño, pero a su vez ha sido negado como tal (esto es, no está reconocido socialmente o tiene un prestigio bajo mínimos); se trata de una pretendida actividad “profesional” que, contrariamente a todas las demás, no tiene ninguna regulación heterónoma, sino que el poder que de ella deriva no es sino temporal, se “toma” y se debe “dejar”. Perder las elecciones es el mayor drama del político profesional. Sin embargo, la mejor reforma –a juicio de este autor- “sería no desprofesionalizar totalmente la profesión política sino limitar sus modos de ejercicio e imponer un control ciudadano sobre su modo de ejecución”. Y el autor concluye: On peut rêver (se puede soñar).

La idea de control ciudadano sobre la política y los políticos ya se formuló a inicios del siglo XX por el filósofo Alain, quien –entre otras cosas- decía que “todo poder sin control enloquece” y que, por tanto, “la democracia sería, en este sentido, un esfuerzo constante de los gobernados contra los abusos del Poder”. Aunque en la época en que Alain escribió sus Propos el Estado de partidos era aún incipiente, el autor muestra en esa obra con claridad su rechazo a la organización de los partidos y su desconfianza hacia el ejercicio del poder (El ciudadano contra los poderes, Tecnos, 2016, pp. 162 y ss.).

Este control no se puede hacer, en ningún caso, desde la propia política, pues su sentido corporativo es manifiesto. Jouvenel recordaba, por ejemplo, lo siguiente: “Hay menos diferencias entre dos diputados, uno de los cuales es revolucionario y el otro no, que entre dos revolucionarios, uno de ellos diputado y el otro no, pues aquellos gozan de privilegios jurídicos y económicos que son intereses propios de la carrera política”. La preservación de los intereses comunes se convierte, así, en una suerte de leitmotiv de la corporación política, sea quien fuere el que la integre. Los partidos ahora son Estado, como decía Mair. De ahí las enormes dificultades de este proceso. La cuestión clave es quién y cómo puede controlar a la política.

Difícil, en efecto, renovar la política cuando ella monopoliza los cauces y palancas para que ese proceso se lleve a cabo. Tras su evidente desmoronamiento y pérdida de confianza, la tendencia actual de la política es renovar su imagen, hacerla más transparente, regular las incompatibilidades y conflictos de interés e intentar así legitimar “su profesión”. En suma, se pretende mejorar su deteriorada imagen como “clase política” (según expresión de Mosca) o “clase gobernante” (Mair). Pero las resistencias “corporativas” (sobre todo de “los aparatos” de los partidos, lugar donde recala la mediocridad más temeraria) son intensas. Hay muchas personas instaladas o recién instaladas que no quieren modificar el statu quo, pues ello podría significar el que sean expulsados de esa profesión “de” la que viven, tras haber accedido jóvenes “para hacer política” (y algunos haberse hecho mayores en ella). No se trata tanto de limitar mandatos o regular incompatibilidades estrictas, pues ello apenas vale de nada si se puede saltar de una actividad a otra de la política sin solución de continuidad. La rotación permanente entre la política y la vida social o profesional es la clave del proceso de renovación. Un camino que nadie quiere emprender.

Una vez más se muestran las complejidades de regular una actividad tan singular. Pero no le den más vueltas, no se transformará realmente la sociedad si la política no mejora de forma gradual y sustancialmente las cualidades del material humano que a ella se dedica. La política debe huir de la mediocridad si no quiere ser ahogada en sus brazos. Y eso solo depende de la política, los partidos y sus líderes (si realmente lo son). Tal como decía Jeremy Bentham, solo por amor al gobierno y por perfeccionar el sistema de la administración, “es por lo que sea desea verlo en las manos más hábiles y más puras” (Tratado de los sofismas políticos, Leviatán, Buenos Aires, 2012, p. 184).

 

 

 

 

INSTITUCIONES DE GARANTÍA DE LA TRANSPARENCIA[1]

 Rafael Jiménez Asensio (Consultor Institucional/Catedrático de Universidad acr. UPF)

[1] El presente trabajo forma parte de un estudio titulado Integridad y Transparencia, pendiente de publicación. Un resumen de este estudio puede hallarse en la correspondiente entrada del Blog de esta misma página Web.

  http://www.rafaeljimenezasensio.com

 

“Si la imparcialidad es una cualidad y no un estatus, no puede ser instituida por un procedimiento simple (como la elección) o por reglas fijas (como las que rigen la independencia). Se la debe construir y validar permanentemente. La legitimidad por la imparcialidad debe ser, pues, incesantemente conquistada” (Pierre Rosanvallon, La legitimidad democrática, Paidós, 2010, p. 138)

En este texto me referiré a algunas regulaciones legales que se ocupan de los órganos de garantía de la transparencia. Una aproximación a un estudio que requeriría una mayor extensión y un tratamiento más detenido. Pero es un primer trabajo comparado, que en sí mismo ya nos desvelará muchas imperfecciones que muestran esas pretendidas instituciones de garantía de la transparencia, que ya proliferan por doquier.

No obstante, este breve análisis “comparado” (o de benchmarking “interno”) solo se ocupa de la situación existente en España, dada la proliferación de marcos normativos reguladores del fenómeno de la transparencia. También se trata de la configuración generalizada de órganos de resolución de reclamaciones en materia del derecho de acceso a la información pública a los que, en algunos casos, se les anuda el ejercicio complementario de determinadas funciones ligadas con la transparencia en un sentido más amplio.

No pretendo, por tanto, llevar a cabo en estas páginas ningún análisis de todos y cada uno de los marcos normativos ni de los modelos institucionales que en las diferentes instancias políticas (Estado; Comunidades Autónomas o, incluso, Diputaciones Forales o entes locales) se han puesto en marcha en materia de transparencia. Lo cierto es que, a día de hoy, aunque el mapa normativo no está aún completo, se han multiplicado –como recordaron en su día en algunos comentarios Miguel Ángel Blanes y Concepción Campos Acuña- los marcos reguladores de la transparencia en los diferentes ámbitos territoriales. Se ha pasado, por tanto, de no tener ley reguladora en materia de transparencia, a una auténtica inflación de disposiciones reguladoras sobre tal cuestión.

En efecto, de una absoluta anomia normativa anterior, en poco más de tres años disponemos de un amplio (y todavía incompleto) abanico de normas que nos deja entrever lo que se ha calificado como “moda de la transparencia”[2]. Es verdad que ese desarrollo normativo ha venido estimulado por la aprobación y plena efectividad de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, que atendiendo a su carácter y estructura exigía un despliegue normativo ulterior por parte de los diferentes niveles de gobierno.

Esta Ley es, en efecto, la norma básica en la materia, y está articulada como una suerte de estándar mínimo de transparencia de obligado cumplimiento para las administraciones públicas, entidades vinculadas y dependientes de estas, contratistas y concesionarios, entidades receptoras de ayudas y subvenciones (a partir de determinadas cantidades o porcentajes), partidos políticos, sindicatos y asociaciones de empresarios, en cuanto instancias receptoras, asimismo, de dinero público[3].

Es cierto que, dado el retraso que se imprimió a la elaboración y aprobación definitiva de la ley estatal, algunas Comunidades Autónomas se adelantaron en la aprobación de marcos reguladores de la transparencia. Estas primeras experiencias normativas (al menos, algunas de ellas) encajan con dificultades obvias en el modelo matriz diseñado por el legislador básico[4]. Pero fue a partir de la publicación de la ley estatal y del período de gracia que se abrió con el aplazamiento de la efectividad de las obligaciones de transparencia que en aquella se recogían (a dos años como máximo desde la publicación de la citada ley[5]), cuando la proliferación de las leyes autonómicas sobre la materia comenzó a hacerse una realidad.

No es menos cierto que todavía algunas Comunidades Autónomas no han procedido a aprobar sus respectivas leyes de transparencia, pero son casos aislados. La generalidad de los territorios autonómicos dispone de marcos normativos de carácter legal que regulan la transparencia y, asimismo, prevén sistemas institucionales de garantía, en los términos que seguidamente se exponen.

Para llevar a cabo un análisis de estas cuestiones, tratadas por lo demás en otros muchos trabajos dedicados a la transparencia desde diferentes enfoques, encuadraré el estudio de tal materia en tres grandes bloques:

  • En primer lugar, dedicaré unas concisas reflexiones generales al marco normativo estatal de la transparencia, que servirán para situar después a los diferentes modelos autonómicos.
  • En segundo plano, me ocuparé de describir, también en grandes líneas, cuáles son los rasgos definitorios de las regulaciones autonómicas sobre esta materia.
  • Y, en tercer lugar, centraré el análisis en el modelo institucional de garantías en materia de transparencia que se alumbra en cada marco normativo, donde las situaciones son muy variopintas y nos dan como resultado un sistema institucional de geometría variable de lo que es la garantía de la transparencia en el Estado español.

Rasgos generales de la Ley básica de transparencia.

Sobre la Ley 19/2013, ya he ido desgranando algún  comentario y ciertas críticas a lo largo de este estudio. Ese marco legal venía a cubrir un vacío para el cual –dada la enorme tardanza en su aprobación- no había justificación objetiva alguna. Y tal vacío no es culpa de ningún gobierno en concreto, más bien de todos; así como de la generalidad de unas fuerzas políticas poco o nada sensibles frente a este fenómeno. Algunas leyes autonómicas se anticiparon al cuadro normativo básico, pero con más voluntad que acierto. Sin duda la ley estatal fue tardía, probablemente poco ambiciosa; y, además, plantea algunas dudas efectivas sobre su aplicabilidad. Su objeto es ampliamente conocido: la transparencia de la actividad pública; el derecho de acceso a la información pública; así como las obligaciones de buen gobierno. La confusión conceptual de planos y de jerarquía de objetos ya ha sido tratada, así como el evanescente y hasta cierto punto superfluo título II de buen gobierno, que ha empañado o contaminado asimismo algunas regulaciones de las Comunidades Autónomas[6].

En todo caso, su ámbito de aplicación era amplio y razonable. Realmente, es una ley de transparencia de las Administraciones Públicas y de las entidades de su sector público; por lo que su radio de acción particular se extiende principalmente al Ejecutivo, aunque también se despliegue sobre la actividad administrativa de determinados órganos constitucionales o de autoridades independientes. En este punto no plantea especiales problemas (aunque algunos sí que se suscitan), pero más cuestiones polémicas se pueden generar en lo que afecta a la escueta e imprecisa regulación de “otros sujetos obligados” en materia de publicidad activa, donde se extienden (con poca o ninguna precisión) las obligaciones de transparencia a entidades y empresas privadas siempre que sean receptoras de fondos públicos a partir de una determinada cuantía o porcentaje. También –aunque sin ningún sistema de seguimiento efectivo- extiende las obligaciones de publicidad activa a los partidos políticos, sindicatos y asociaciones de empresarios. Estas últimas obligaciones de transparencia-publicidad activa son, en cualquier caso, obligaciones de naturaleza instrumental que deben ser entendidas en su recto alcance; puesto que la Ley tiene por objeto “la transparencia de la actividad pública” y sus destinatarios objetivos primarios son las administraciones públicas y entidades dependientes o vinculadas. No obstante, se les somete a ese elenco de obligaciones de publicidad activa. El problema es, en efecto, cómo controlar su cumplimiento y por quién.

No cabe eludir las conexiones entre recepción de fondos públicos y los casos de corrupción; pero podría haber sido más explícito el legislador al regular estas materias. Las lagunas en esa regulación son obvias, tanto en lo que concierne a entidades privadas como por lo que respecta a la transparencia de los partidos, sindicatos y asociaciones de empresarios; puesto que, por un lado, en muchos casos no se sabe hasta dónde alcanzan realmente tales obligaciones de transparencia; y, por otro, bueno sería haber atribuido algún tipo de mecanismo efectivo de seguimiento, fiscalización y control (y, en su defecto, si se diera el caso, sancionador), facultando el ejercicio de tales atribuciones al órgano de garantía de la transparencia (Consejo de Transparencia y Buen Gobierno o institución propia de las comunidades autónomas).

La Ley básica establece un estándar mínimo de obligaciones de transparencia, que se puede ver superado, en su caso, por las regulaciones autonómicas que al respecto se hayan aprobado en su desarrollo. Ese estándar mínimo opera particularmente en lo que a publicidad activa respecta, pero no solo. Es, como se verá, lo que han hecho las diferentes leyes autonómicas. Todas, sin excepción, han multiplicado, en efecto, alegremente las exigencias de publicidad activa, para demostrar (al menos formalmente) que sus administraciones públicas o entidades de su sector público eran más transparentes que las demás. La carrera de la transparencia ha sido enloquecida, pero solo en cuanto a sus manifestaciones formales. Habrá que hacer con el tiempo un sereno balance de las consecuencias efectivas de esa multiplicación a veces desordenada de (auto) obligaciones de publicidad activa; esto es, ¿cómo se están cumpliendo?, ¿con qué intensidad?, ¿con qué calidad? Y sobre todo ¿con qué efectos o consecuencias?

En cualquier caso, ese estándar mínimo es de obligado cumplimiento a partir de la plena aplicabilidad o efectividad de la Ley; es decir, desde el 10 de diciembre de 2014 para la Administración General del Estado, entes de su sector público y órganos constitucionales. Y a partir del 10 de diciembre de 2015 para Comunidades Autónomas y entes locales, así como para las entidades de su sector público u órganos estatutarios.

Dicho de otro modo, si no hay ley autonómica se aplica la ley estatal; si hay antinomia entre ley autonómica y ley estatal se aplica esta última, así como en el caso de anomia de la ley autonómica en una materia y regulación de esta en la ley estatal; mientras que la preferencia aplicativa de la ley autonómica es clara cuando añade un plus de transparencia como obligación efectiva (acortar plazos o incrementar el estándar de garantías). También se han producido algunos casos en que, existiendo ley autonómica, al menos temporalmente se sigue aplicando la ley estatal. Son aquellos casos en que las disposiciones temporales de aplicabilidad efectiva de aquella se han diferido en el tiempo. Es algo más común de lo que se piensa. No obstante, la complejidad de los problemas aplicativos puede ser notable; aunque nadie parece rasgarse las vestiduras por tales incumplimientos, que están ayunos, por lo común, de sanciones efectivas o de cualquier tipo de consecuencias efectivas. La retórica de la transparencia envuelve cualquier discurso y, paradójicamente, oculta la realidad.

Los principios de publicidad activa y las obligaciones de ese carácter son, por tanto, aplicables a todas las entidades recogidas en el ámbito de aplicación de la Ley, tanto directa como indirectamente. Ciertamente, la definición que lleva a cabo el legislador de esas obligaciones de publicidad activa está pensada en clave de la Administración General del Estado (o, incluso, de las comunidades autónomas), pero su adaptación a otro tipo de entidades o instituciones, plantea más problemas. Eso ocurre, especialmente, con el ámbito local de gobierno; pero se puede trasladar a otras instituciones públicas que no tienen el carácter de administraciones públicas. También a las asociaciones de municipios. Más grave, como decía, es la traslación a las entidades privadas, cuya lógica de funcionamiento dista mucho de asimilarse a la del sector público. Pero, sobre esto, nada más cabe añadir a lo ya expuesto en páginas precedentes.

Por su parte, el derecho de acceso a la información pública es regulado en su régimen jurídico por el legislador básico (lo que no ha impedido diferenciaciones notables en el plano de las regulaciones autonómicas). No es momento de analizar el régimen jurídico de este derecho de acceso a la información pública ni el procedimiento administrativo que lo sustenta, tarea que ya ha sido hecha por numerosos trabajos que se han ocupado de esta materia[7]. En líneas generales, se puede afirmar que en este punto la regulación básica es razonable, dado que establece una configuración amplia del derecho, una activación del mismo sin especiales exigencias formales (aunque su efectividad depende, en algunos casos, de cómo se articule la solicitud por medios electrónicos), con unas causas de inadmisión tasadas (algunas ciertamente amplias, pero que se deberán interpretar restrictivamente), unos límites materiales también previamente tasados (e igualmente de alcance excepcional en su invocación) y un complejo sistema de ponderación cuando la información solicitada contenga datos personales; quizás esta última regulación (“inspirada” directamente por un Informe de la Agencia Española de Protección de Datos) sea uno de los puntos más críticos y de más complejo deslinde de la regulación propuesta. Las tensiones entre ambos derechos (protección de datos personales y acceso a la información pública) es, sin duda, uno de los campos de fricción de esa normativa; pues el segundo (acceso a la información pública) llega cuando el primero (protección de datos personales) ya acreditaba un amplio recorrido de garantía trazado por la AEPD y las agencias homólogas de algunas Comunidades Autónomas. Tal vez en el primero (protección de datos) se fue muy lejos y eso puede cortocircuitar o limitar la expansión del segundo (acceso a la información pública). Pero, a pesar de los ímprobos esfuerzos de unas agencias de protección de datos no ayunas de cierto fundamentalismo en la materia, por muchos empeños que se pongan la época de la protección de datos está seriamente amenazada por el Big Data.

En la ley básica estatal, la tipificación de una genérica infracción de incumplimiento reiterado de la publicidad activa se considera como falta grave, pero sin sanción alguna que avale tal infracción. No deja de ser sorprendente que el título II de la Ley 19/2013 recoja un amplio elenco de disposiciones sancionadoras y ninguna de ellas se refiera, paradójicamente, al objeto principal del texto legal: la transparencia[8].  En cuanto al órgano de garantía (Consejo de Transparencia y Buen Gobierno) me remito a lo que se dirá en su momento; pero basta con indicar que su competencia dudosamente alcanza (salvo convenio al efecto en el caso de las comunidades autónomas) a las reclamaciones que se planteen frente a otras instituciones estatales que no sean la Administración General del Estado (o las entidades de su sector público).

La Ley básica estatal no desarrolla, sin embargo, otras dimensiones de la transparencia que han sido puestas de relieve en las páginas precedentes de este estudio. Algo incidentalmente trata de la reutilización de datos (pero nada propiamente del Open Data), tampoco nada incluye en relación con la transparencia colaborativa y sus conexiones con la participación ciudadana (a través de los portales de transparencia o páginas Web). La transparencia intra-organizativa es absolutamente ignorada, no incluyendo siquiera el fomento o promoción de programas formativos, ni de las relaciones estrechas de la transparencia –salvo alguna referencia incidental- con la administración electrónica (solo cuando trata del principio de interoperabilidad o las referencias tangenciales a las solicitudes electrónicas del derecho de acceso a la información pública). Y, en fin, la ley estatal no afronta el importante problema de los grupos de interés (lobbies) y sus inevitables conexiones con la transparencia, aspectos que Transparencia Internacional España y la propia doctrina académica –como se ha visto- han puesto de relieve. Todas estas lagunas, y algunas más, se deberían subsanar en una futura y necesaria revisión del marco regulador básico de la transparencia.

 

Líneas generales de las regulaciones autonómicas sobre la transparencia.

La legislación autonómica en materia de transparencia es, cuando menos, variopinta. Cabía presumir que se produciría un mínimo de homogeneidad, partiendo de que la legislación básica ya establecía una estructura normativa de la materia, pero tal enfoque homogéneo no se ha producido. En primer lugar, porque la ley estatal se equivocó radicalmente al incluir el “pegote” del buen gobierno con la regulación de la transparencia; lo que ha conllevado a que muchas comunidades autónomas con criterios razonables hayan huido de ese impreciso e incoherente modelo estatal. En segundo lugar, debido a que el tratamiento conceptual sobre la transparencia no ha sido (ni sigue siendo) muy preciso. En unos casos, los menos, se vincula con la Gobernanza, en otros con el buen gobierno y los hay que con el gobierno abierto. Hay leyes autonómicas que solo regulan la transparencia (las menos)[9], si bien esa opción a mi juicio es la más apropiada; salvo que se quiera insertar la transparencia en una regulación general y omnicomprensiva de la Buena Gobernanza. Pero lo normal es que, sin embargo,  las diferentes leyes autonómicas inserten esa normativa de transparencia dentro de un enunciado más genérico en el que incorporan a veces el buen gobierno (siguiendo nominalmente el modelo estatal)[10], otras la participación ciudadana (como algo estrechamente relacionado con la transparencia)[11] y en otros casos siguen a pies juntillas el enunciado de la ley básica estatal, diferenciando entre transparencia y derecho de acceso a la información pública (algo que conceptualmente no debería hacerse) y sumando el discutido concepto de buen gobierno; aunque, como se ha visto, el alcance que se le da a esta última noción es cualquier cosa menos uniforme, lo que es una manifestación viva de la confusión conceptual latente que inunda todo este marco normativo. De todo hay, como en botica.

También hay un caso en el que se aúna en el enunciado normativo transparencia y protección de datos, como es el caso de la ley andaluza[12], que basa tal suma -conforme recoge la exposición de motivos- en la pretendida “interconexión entre ambas materias”. No obstante, esa suma de dos ángulos distintos que tratan, por un lado, de la protección de datos personales (dimensión protectora o garantista) y, por otro, de un conjunto de herramientas (también de un derecho como es el de acceso a la información pública) de participación y de control del poder o de la actuación de la actividad pública como es la transparencia, puede ofrecer algunos puntos de interés siempre y cuando la transparencia no termine siendo trasladada a una posición vicarial por la fortaleza intrínseca del derecho fundamental a la protección de datos. De hecho, en el caso citado, la asunción plena de las atribuciones en materia de protección de datos no se ha producido aún[13]. En todo caso, puede ser recomendable sumar la protección de datos a un órgano o institución de garantía de la transparencia ya existente, pero tengo muchas más dudas de que ese proceso sea operativo (y refuerce la transparencia) cuando se produce en sentido inverso: esto es, cuando a una autoridad independiente en materia de protección de datos ya existente se le suman las competencias de transparencia, ya que estas quedarán afectadas por la competencia principalmente ejercida (en términos además muy exigentes y en algunos casos poco proporcionados) en materia de protección de datos. La transparencia en este caso podría quedar devorada por la protección de datos y ser, así, prácticamente anulada o parcialmente desactivada.

Lo que sí se advierte, salvo algún caso singular como el citado, es que el objeto de regulación central de tales leyes es la transparencia, mientras que el resto de denominaciones (sea el buen gobierno o la participación ciudadana) se transforman en  algo adjetivo o vicarial. Sin duda, ello viene alimentado por la apuesta que implica la transparencia como pretendida herramienta regeneradora de una política que hacía aguas (en lo que a corrupción respecta) por doquier. Se olvida, sin embargo, que la transparencia es un medio o instrumento. Nada más. Probablemente también nada menos. Pero su sustantividad material si se confronta con la ética pública o con la integridad institucional, es inexistente; o cuando menos muy escasa; resulta ser un complemento de esta. Más conexiones tiene, como se ha visto, con la participación ciudadana (otro medio o vehículo vinculado con la toma de decisiones o con los procedimientos de elaboración de normas). También pueden establecerse vínculos razonables –tal como se ha dicho- con la rendición de cuentas, que debería ser la finalidad de la transparencia: apoderar a la ciudadanía para que pueda ejercer ese control democrático de naturaleza horizontal (o “vertical ascendente”) sobre el poder político; mejor dicho, de la actuación de las administraciones públicas. Pero este problema excede con mucho del modesto objetivo de estas páginas.

La multiplicación de regulaciones normativas sobre la transparencia introduce un notable factor de confusión en esta materia, aunque es un tributo inevitable de la forma territorial del Estado. Es normal que las leyes autonómicas definan su ámbito de aplicación y extiendan el mismo a las entidades locales. Los problemas pueden surgir en aquellos casos en que, en función de los recursos públicos recibidos (ayudas o subvenciones) por parte de las entidades autonómicas y locales, se extiende (como se ha visto con notable imprecisión) la aplicación de las obligaciones de publicidad activa a entidades privadas. Obviamente, tales entidades solo se verán obligadas a cumplir esas exigencias de publicidad activa (por lo demás, también indeterminadas) cuando sean receptoras de fondos provenientes de entidades públicas del territorio respectivo (o, en su defecto, en los términos regulados en la legislación estatal básica). Pero nadie ha previsto los supuestos de percepción múltiple de ayudas o subvenciones procedentes de diferentes administraciones públicas, que superan en su conjunto las cuantías y porcentajes establecidos en la ley básica. Tampoco nada se ha previsto, salvo excepciones puntuales, sobre su seguimiento y control, especialmente (aunque no solo) en aquellos casos en que esa recepción de fondos tiene procedencia pública múltiple y supera las cuantías o porcentajes establecidos por la legislación básica. Igualmente, parece querer tratarse igual a aquellas ayudas o subvenciones cuyos receptores son entidades privadas (por ejemplo, asociaciones culturales o deportivas o de otro carácter) con las que puedan percibir en concepto de ayudas las empresas privadas. Probablemente habría que diferenciar esos planos y actuar con criterios de proporcionalidad, así como finalistas, cuando de extender las obligaciones de transparencia establecidas para el sector público al sector privado se trata. Otro tanto puede Los escasos estudios doctrinales que se han elaborado sobre estas materias, aun aportando algo de luz en algunas cuestiones, siguen dejando en la sombra innumerables puntos o aspectos críticos, que afectan directamente a la actividad empresarial o asociativa, en su caso[14].

La redefinición del ámbito de aplicación de la Ley en términos distintos a los establecidos en la legislación básica es una opción por la que se han inclinado algunas Comunidades Autónomas (véase, por ejemplo, el caso de la Ley 19/2014, de 29 de diciembre, de Cataluña). Esa operación puede ser discutible en algunos casos, sobre todo en aquellos en que la conexión finalista de la Ley (transparencia de la actividad pública) y el ámbito de aplicación no están perfectamente articulados; pero se parte de la vis atractiva que tiene la prestación de un servicio público (o, en algún caso, servicios de interés general), así como de la procedencia de los recursos públicos, para vincular estrechamente (o pretender hacerlo) a entidades o empresas de naturaleza privada en el cumplimiento de obligaciones de publicidad activa. Algo que también se debe diferenciar de la obligación de proveer información por parte de contratistas y concesionarios de servicios públicos. Son dos dimensiones diferentes del problema. Falta una reflexión en profundidad sobre este tema, pues hay demasiadas cuestiones que se dan por definitivas, cuando los problemas que se pueden plantear (también desde un punto de vista conceptual) no son menores. Es verdad que la recepción de ayudas o subvenciones por entidades privadas, empresas, partidos, sindicatos o asociaciones de empresarios, se justifican de forma finalista en el uso (o mal uso) que se puede hacer de tales fondos públicos con la finalidad de evitar que aniden prácticas de corrupción. Pero no lo es menos que, tal como vengo insistiendo, las leyes deberían ser más precisas sobre cuáles son realmente las obligaciones de transparencia (o de suministro de información pública) que deben proveer tales entidades, cuál ha de ser el sistema de seguimiento y control (así como por quiénes se ha de ejercer) y, en definitiva, qué consecuencias se derivarán de tales incumplimientos. Una reforma legal debería aclarar muchas de estas cuestiones, aunque algunas leyes autonómicas –como decíamos- se adentran en determinados aspectos regulatorios de esta cuestión, pero que ahora no pueden analizarse.

Sin embargo, no plantea inicialmente muchos problemas conceptuales la mayor densificación de obligaciones de publicidad activa de la que han hecho gala la práctica totalidad de las leyes autonómicas aprobadas hasta la fecha. Muy libres son los Parlamentos autonómicos de multiplicar por diez las obligaciones de transparencia que deben cumplir las administraciones y entidades de su sector público, así como aquellas otras instituciones y entidades a las que extiendan su ámbito de aplicación. Pero en todo ello hay una falsa opción, puesto que se han aprobado muchas de estas leyes para inmediatamente incumplirlas o cumplirlas a medias. Se publicita una “transparencia diez” como objeto de la Ley y se cumple menos de la mitad, en no pocos casos. Ello se observa con particular crudeza en la extensión de las obligaciones de transparencia contenidas en las leyes autonómicas a las entidades locales, no diferenciando ni tamaño ni capacidad de gestión ni si disponen o no de recursos efectivos para cumplir tales exigencias. Solo la Ley vasca de instituciones locales y de forma más incisiva aun la ley valenciana (aunque no distingue por tamaño de municipios), han llevado a cabo un ejercicio de realismo en este sentido[15]. Los legisladores autonómicos han incurrido en el mismo vicio del legislador estatal: solo han pensado en su propia Administración Pública y en su sector público cuando han regulado tales normas de transparencia. Del nivel local de gobierno ni se han acordado. Tampoco han pensado en la presencia de la sensibilidad local cuando de la provisión de los miembros de esos órganos de garantía se trata; menos aún de las entidades privadas o de las empresas receptoras de ayudas o subvenciones. Pretenden aplicar uniformemente unos altos estándares de transparencia cuando ello es prácticamente imposible o, al menos, tales exigencias se pueden transformar en una primera (y probablemente larga) etapa como un mero brindis al sol.

Sobre el derecho de acceso a la información pública cabía presumir que los legisladores autonómicos en nada modificarían el régimen jurídico básico estatal, salvo algunas cuestiones relativas a temas procedimentales o aspectos complementarios. No ha sido así. Hay regulaciones que recogen alteraciones sustantivas de la regulación básica, tales como el carácter del silencio administrativo, que es negativo en la legislación básica y en algunos casos se estima como positivo (con los innegables problemas que ello puede comportar)[16]. En otros supuestos se han redefinido las causas de inadmisión, los límites materiales del ejercicio del derecho de acceso a la información pública o, incluso, algunos de los elementos de ponderación cuando se pueda producir una colisión potencial entre el derecho de acceso a la información pública y la protección de datos personales. Habrá que estar a lo que decidan en su día los tribunales de justicia, pues ninguna de estas leyes de transparencia ha sido objeto de recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional (sin perjuicio de que se pueda elevar, puntualmente, alguna cuestión de inconstitucionalidad; o que se llegue a plantear, en su caso, un recurso de amparo en relación con una hipotética vulneración del derecho a la protección de datos personales).

En lo que afecta a la inserción en las leyes autonómicas de otras dimensiones de la transparencia, se dan casos en que tales regulaciones han sido más completas que la estatal a la hora de establecer vínculos o conexiones con otros ámbitos propios de la Buena Gobernanza. Ya hemos visto cómo algunas leyes se enuncian de manera plural, combinando la transparencia con la participación ciudadana, el buen gobierno o el gobierno abierto. Hay alguna ley, como la catalana, que va más lejos, a pesar del enunciado de la misma que es muy convencional (o, si se prefiere, que reproduce el enunciado de la regulación estatal).

En efecto, en la ley catalana –pero no solo en esta- se lleva a cabo una regulación (diferenciada y equívoca) entre transparencia y derecho de acceso a la información pública, si bien es la primera normativa que en el ámbito del Estado regula los grupos de interés en el marco de una política de transparencia, lo que es un considerable paso adelante. Iniciativa a la que se han sumado otras comunidades autónomas, la más reciente es la Ley de Castilla la Mancha. También parte la regulación catalana de una noción de buen gobierno más precisa y acertada que la existente en la regulación estatal (donde incluye la obligación de elaborar códigos de conducta, cartas de servicio e incorpora el principio de mejor regulación) y prevé asimismo algunos principios relacionados con el gobierno abierto (especialmente, en materia de participación ciudadana).

Hay algo más de insistencia en la legislación autonómica (desigual, como es obvio) en los temas de apertura de datos y de reutilización de los mismos. Este aspecto cabe considerarlo como una suerte de dimensión de la transparencia, aunque con singularidad propia. La apertura de datos no pasa de ser, en estos momentos, más que un mero principio rector. Tampoco se prevén obligaciones específicas y garantías al respecto.

La medida de fomento e impuso de la transparencia, como una suerte de dimensión intra-organizativa, se prevén asimismo en algunas leyes autonómicas[17]. Particularmente incisiva en este punto es la regulación andaluza, aunque la ley catalana prevé algunas herramientas de este carácter. Pero esta importante dimensión de la transparencia (que conlleva un cambio cultural organizativo) sigue estando prácticamente ausente en las leyes o en las disposiciones normativas de desarrollo de estas. Habrá que esperar la implantación efectiva de la Administración electrónica para que emerja con fuerza la que tal vez será la dimensión dominante en los próximos años si se quiere caminar hacia una transparencia efectiva, en los términos antes enunciados.

Modelos institucionales de órganos de garantía de la transparencia

Introducción

Desde los primeros momentos, los diferentes trabajos que se han ocupado de la transparencia han hecho hincapié en la necesidad de garantizar la efectividad de la transparencia en el sector público por medio de la conformación de instituciones u órganos independientes del poder político y, más concretamente, de la Administración Pública. Los diferentes estudios de los profesores Manuel Villoria o Emilio Guichot, por solo traer a colación dos ejemplos representativos, han insistido una y otra vez en esta característica. La aplicabilidad efectiva de la transparencia requiere una correcta articulación de órganos o instituciones de garantía; es decir, que estén imbuidos por los principios de independencia, imparcialidad y especialización. Sobre ello insistiré después.

Sin embargo, los problemas comienzan a multiplicarse cuando se trata de perfilar en una ley concreta cuáles son los rasgos caracterizadores de esa autonomía funcional o (mejor dicho) la independencia que cabe predicar de tan importantes piezas institucionales de garantía de la transparencia.

En realidad, son tres las cuestiones básicas a las que esos marcos normativos reguladores de la transparencia deben dar respuesta en este caso: a) ¿Qué estructura adoptan tales instituciones u órganos?; b) ¿Cómo se componen y de qué forma se eligen sus miembros?, y c) ¿Qué funciones o atribuciones tienen asignadas?

La estructura tiene que ver con la naturaleza del órgano o de la institución, no tanto en su denominación formal (órgano o autoridad dotada de independencia o autonomía funcional) como en su sentido material (¿realmente se configura como una autoridad u órgano dotado de esa independencia que se predica?: algo a lo que no se puede dar respuesta cabal, sino tras conocer el resto de respuestas a las cuestiones básicas planteadas). Pero la estructura también tiene que ver –aspecto de indudable importancia- con el modo de organización interna que tiene esa institución u órgano: ¿se articula en torno a un órgano unipersonal o colegiado?; ¿dispone de estructuras diferenciadas con competencias distintas según los casos?; ¿hay presencia, directa o indirecta, de los partidos políticos, grupos parlamentarios o del gobierno en la composición de tales órganos?

La variable de la composición nos conduce a los procedimientos (algo ligado con la garantía de independencia e imparcialidad) y exigencias (cuestión vinculada con la especialización) requeridos para el nombramiento de los miembros de estos órganos o instituciones de garantía: ¿quién los nombra y a través de qué procedimiento?; ¿el nombramiento es por el Parlamento o por el Ejecutivo?; ¿de quién proceden las propuestas de nombramiento?; ¿con qué mayorías, en el caso de que la elección sea parlamentaria?; ¿qué exigencias o competencias se requieren de la persona o personas para su designación o nombramiento?; ¿rinden cuentas ante las instituciones que promovieron su elección o nombramiento? Sin duda, las respuestas que se den a estas preguntas marcarán decididamente el carácter o naturaleza del órgano o institución de garantía en torno a su independencia.

Y, en fin, el análisis de las atribuciones o funciones del órgano o institución de garantía es también muy relevante para conocer su papel institucional efectivo. Pues un primer problema surge en torno a si el ámbito funcional de la institución es monotemático o de “monocultivo” (esto es, se ocupa solo de la resolución de las reclamaciones en materia de derecho de acceso a la información pública; que es la única exigencia legal de la norma básica) o de carácter multifuncional, abarcando también a todos los aspectos relacionados con la transparencia. Las preguntas aquí también son muchas: ¿el  órgano de garantía que resuelve las  reclamaciones en materia del derecho de acceso a la información pública se conforma con un carácter “integral” que abarca todas las cuestiones relacionadas, directa o indirectamente, con la transparencia?; ¿es recomendable diseccionar órganos de garantía que atiendan solo las reclamaciones del derecho de acceso a la información pública e instituciones u órganos que promuevan el resto de los aspectos de la transparencia?; ¿debe la política de transparencia encomendarse a los órganos ejecutivos y circunscribir solo la supervisión, vigilancia y control a los órganos e instituciones de garantía?

Al no pretender realizar un estudio monográfico sobre la cuestión, seré muy escueto en el planteamiento y desenlace, lo que obviamente me hará perder los innumerables matices que un tema de esta naturaleza presenta. Pero, en este caso, prefiero la brevedad (con los sacrificios que comporta) a realizar ahora un estudio comparativo de cierta exhaustividad, que dejo para mejor momento. Me interesa, por tanto, definir cuáles son las líneas de tendencia que se están abriendo en esta importante materia, no tanto los detalles.

Veamos, por tanto, qué soluciones ha dado el legislador, tanto estatal como autonómico, a las  cuestiones enunciadas.

El modelo estatal de CTBG

No se pretende llevar a cabo en estos momentos ningún análisis exhaustivo de tal institución, que por lo demás es una tarea que ya ha sido hecha por algunos estudios académicos[18]. La idea de estas líneas es simplemente dibujar las notas características de esta institución u órgano de garantía de la transparencia, tal como aparece diseñado por la Ley 19/2013, con la finalidad después de poder contrastar ese modelo institucional con los que han ido apareciendo en el ámbito autonómico.

En primer lugar, cabe afirmar que la Ley 19/2013 dedica el título III a la regulación del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno. En estos momentos, tras la derogación de la Ley 6/1997 de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado por la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de régimen jurídico del sector público, esa institución se encuadraría dentro de la tipología de entidades del sector público institucional denominadas como autoridades independientes. Y se trata de comprobar si esa pretendida independencia se cumple, para después valorar si la imparcialidad y la especialización, también se acreditan.

Sus fines están perfectamente descritos en el artículo 34 de la Ley 19/2013, desplegando su actividad en una serie de ámbitos que tienden, en principio, a calificar a la institución de garantía con un ámbito funcional integral en materia de transparencia, puesto que despliega sus tareas sobre los siguientes campos: a) promover la transparencia de la actividad pública; b) velar por el cumplimiento de las obligaciones de publicidad activa; c) salvaguardar el ejercicio del derecho de acceso a la información pública; y d) garantizar la observancia de las disposiciones de buen gobierno. No obstante, en este último terreno, a tenor de la indefinición de la Ley, el despliegue de sus atribuciones se puede considerar como residual, cuando no meramente decorativo. Convendría saber si esa competencia de “instar procedimientos sancionadores” se ha ejercido en algún caso. Todo apunta a que no. Y más todavía, no creo que nadie la haya promovido ni el Consejo haya adoptado impulso alguno en esa materia. Lo mejor que se podría hacer con ese título II de la Ley 19/2013, es derogarlo.

El legislador ha optado por un modelo institucional (u órgano “complejo”) conformado a su vez por dos órganos, uno que es dominante (la Presidencia), con carácter unipersonal, y otro colegiado (la Comisión de Transparencia), con funciones más adjetivas, pero con presencia de actores políticos en su seno (un diputado un y senador). Este último aspecto tendrá una pésima influencia para los modelos autonómicos que se configuren. Como bien puntualizan Orduña Prada y Sánchez Saudinós, la Comisión es “un órgano de composición mixta y de carácter consultivo”. El órgano dominante de la institución es la Presidencia.

La Presidencia dispone de una independencia funcional, que se ve avalada por el sistema de nombramiento y por el (relativo) blindaje frente a ceses marcados por la discrecionalidad (aun así el cese puede ser activado por el Ministerio que propuso a la persona en casos de incumplimiento grave de sus obligaciones). Este órgano unipersonal no recibe instrucciones de ninguna otra instancia, como predica el propio Estatuto del Consejo de Transparencia. Y sus funciones, como se decía anteriormente, son las más importantes de la institución, siendo residuales o adjetivas las atribuidas a la Comisión.

Lo más relevante de esta institución, con la finalidad de salvaguardar la independencia de la institución, es el sistema de nombramiento de la persona titular de la presidencia. El nombramiento se formaliza por Real Decreto. A tal efecto, la propuesta de nombramiento (lo cual empaña inicialmente la independencia del órgano) procede del (actualmente denominado) titular del Ministerio de Hacienda y Función Pública, si bien debe ser avalada por la mayoría absoluta de los miembros de la Comisión competente del Congreso de los Diputados en una comparecencia previa planteada al efecto. Tal como se ha dicho, en el proceso de designación de la persona que ejercerá la presidencia de la institución, hay una “intensa y extensa intervención del poder ejecutivo”[19]

Las comparecencias parlamentarias para la provisión de esos cargos son meramente anecdóticas, pues por lo común (al menos hasta la fecha) se convierten en meros actos de aclamación de los candidatos propuestos. Eso se agrava, como fue el caso, cuando la persona propuesta lo es por un Gobierno con mayoría absoluta. No obstante, en la actuación concreta de la institución, dada la relativa independencia que da el ser una autoridad independiente, puede la persona titular de la institución distanciarse en el ejercicio de sus funciones (mediante una actuación imparcial) de quiénes promovieron su nombramiento. Lo que, dicho sea de paso, es lo que está ocurriendo en este primer mandato del Consejo. Algo que dignifica la institución. Por definición, quien ejercer este tipo de funciones de garantía de la transparencia no puede ser “amigo del poder”.

En cuanto a los requisitos o exigencias para el nombramiento de la persona, solo se exige (criterios francamente endebles, de los que tomarán buena nota los legisladores autonómicos). Así solo se requiere que la persona propuesta tenga “reconocido prestigio y competencia profesional”. Nada nuevo, pues se siguen predicando los vagos principios antes recogidos para el nombramiento de altos cargos por la ya derogada LOFAGE (Ley 6/1997) y hoy en día plasmados en la Ley 3/2015, de 31 de marzo, del estatuto del alto cargo.

Notas sobre los modelos autonómicos de instituciones de garantía de la transparencia

Un análisis detenido de los marcos normativos que tratan los órganos e instituciones de garantía de la transparencia en las Comunidades Autónomas rápidamente nos advierte de la inmensa pluralidad de modelos existentes, la confusa traslación de los esquemas institucionales propios de una agencia o institución independiente a tales realidades, así como la multiplicación o explosión orgánico-institucional que la legislación de transparencia ha supuesto en la mayor parte (salvo excepciones) de las Comunidades Autónomas. Llama la atención que una normativa que se dicta después del Informe CORA, termine por reproducir buena parte de los vicios institucionales que en este se predicaban.

Cabe, así, concluir que “las comunidades autónomas han llevado a cabo una heterogénea regulación de la figura análoga al Consejo de Transparencia y Buen Gobierno estatal”; de lo que cabe deducir que “no existe un único modelo institucional, sino que, por el contrario, se pueden discernir tantos modelos como leyes autonómicas en materia de transparencia se han aprobado”[20].

Probablemente no haya solución a este problema, aunque algunas Comunidades Autónomas han sido más contenidas en esa explosión institucional y han utilizado, siquiera sea parcialmente, instituciones ya existentes frente a la creación de otras nuevas; frecuentemente las relacionadas con la defensa de los derechos de los ciudadanos[21]. Está también el supuesto singular, ya comentado, del Consejo de Transparencia y Protección de Datos de Andalucía, que aún no ha desarrollado, sin embargo, las competencias en ese último aspecto (protección de datos), tal como se ha expuesto anteriormente. No obstante, está por ver que, teniendo en cuenta la especialización necesaria que este ámbito material de la transparencia requiere, tal exigencia se pueda cumplir por instituciones llamadas a realizar otro tipo de cometidos funcionales. La suma de atribuciones de transparencia y protección de datos ofrece aspectos de interés y no pocas dudas en su efectividad, depende de cómo se haga y quién desarrolle tales funciones. Cabe insistir sobre lo ya expuesto: si a una autoridad de protección de datos ya existente se le suman las atribuciones en materia de transparencia, cabe presumir que estas últimas se desdibujarán en los contornos de un derecho fuertemente interpretado con carácter defensivo (la protección de datos). Otra cosa distinta es que se sumen las competencias en materia de protección de datos a una agencia de transparencia ya existente, en la que la tradición institucional haya llevado a cabo una interpretación firme del derecho de acceso a la información pública y de otras dimensiones de la transparencia: el equilibrio en este caso, tal vez pudiera conseguirse.

Más coherente es el modelo –por cierto, muy poco transitado en las leyes autonómicas- de reenvío de las competencias en materia de resolución de reclamaciones en el ámbito del derecho de acceso a la información pública al Consejo de Transparencia y Buen Gobierno. La paradoja que se está produciendo es que los convenios suscritos en su día entre la Administración General del Estado y las  Comunidades Autónomas han sido considerados como una suerte de “solución puente”, pues cuando estas últimas aprueban sus leyes desapoderan radicalmente al Consejo estatal de tales atribuciones confiriéndolas a órganos propios[22].

En cualquier caso, debe ponerse de relieve un factor ya enunciado: todavía el mapa institucional autonómico de la transparencia no está completo. Hay Comunidades Autónomas con leyes anteriores a la normativa básica, alguna claramente inadaptadas en lo que se refiere al marco normativo básico vigente (como es el caso de la Ley balear), otra inadaptada relativamente (como sucede en el ejemplo extremeño) y alguna que se ha adaptado de forma más reciente (como es el caso de la Ley foral navarra).

Junto a ello tenemos otras Comunidades Autónomas que aún no disponen de Ley de transparencia. En algún caso se está tramitando el proyecto de ley en sede parlamentaria, mientras que en otros se está aún en fase de anteproyecto o de elaboración del texto. Con diferencias que no vienen al caso son los supuestos –cuando esto se escribe- de las Comunidades Autónomas de Cantabria, de Madrid, del País Vasco o del Principado de Asturias.

Y luego están todas aquellas comunidades autónomas que sí disponen de Ley de transparencia, tal como se ha visto con denominaciones diversas, ámbitos regulatorios diferentes y sistemas institucionales de lo más variopinto; pero cuyo denominador común es que regulan –con mayor o menor intensidad- la materia de la transparencia, al menos en sus dimensiones más transitadas (publicidad activa y derecho de acceso a la información pública). La mayor parte de ellas prevén expresamente órganos o instituciones de garantía de la transparencia o, cuando menos, órganos de resolución de reclamaciones en materia del derecho de acceso a la información pública, si bien en algunos casos reenvían esas competencias –de acuerdo con lo que prevé la disposición adicional cuarta de la Ley 19/2013- al Consejo de Transparencia y Buen Gobierno[23].

Todas las leyes autonómicas, sin excepción, siguiendo la estela del legislador básico, inciden nominalmente en el carácter independiente o en la autonomía funcional del órgano o institución de garantía de la transparencia. Sin embargo, en la inmensa mayoría de los casos ese estatuto de independencia es muy cuestionable o, incluso, el trazado legal lo desmiente. Pero esto es algo que se advertirá plenamente con el análisis de la composición y el sistema de nombramiento. Las instituciones con más autonomía funcional o independencia frente al Ejecutivo son aquellas que tienen estatuto de autoridad independiente. El caso más representativo es el canario, donde su vinculación al Parlamento es más estrecha[24]. También el andaluz[25] y, en cierta medida, el catalán (a pesar de ser un órgano “monocultivo”)[26], aunque en este caso el carácter colegiado del órgano (5 miembros en la actualidad) permite “repartos de sillas” entre las distintas fuerzas políticas. Está comprobado empíricamente que cuando los nombramientos parlamentarios se producen por cupos o son varios puestos los que hay que cubrir, ello permite un “pasteleo” notable (y, en algunos casos, indecente), entre las distintas fuerzas políticas. Un nombramiento individual concita menos posibilidades de llevar a cabo esas malas prácticas, por la imposibilidad de reparto de cuotas[27].

Hay casos, por el contrario, en los que la dependencia del Ejecutivo es muy intensa. Son “modelos de transición” hasta que se aprueben sus respectivas leyes, como es el del País Vasco, cuyos miembros de la Comisión de Reclamaciones se eligen por el Gobierno y la preside un alto cargo[28]; o el singular ejemplo de las Illes Balears, con una Comisión de Reclamaciones compuesta por miembros de la Abogacía de la Comunidad Autónoma elegidos por sorteo[29].

Las estructuras de estos órganos de garantía son, por lo común, complejas. Hay varios modelos de vertebración de esas instituciones de garantía, que esquemáticamente se pueden sintetizar del siguiente modo:

  • Algunas Comunidades Autónomas siguen el esquema estructural dual impuesto para el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno del Estado (esto es, con una presidencia y una comisión). En estos casos, se configura una autoridad unipersonal que se plasma en la Presidencia, con amplias atribuciones funcionales de carácter ejecutivo o resolutivo, a la que le acompaña de ordinario una Comisión de Transparencia con cometidos funcionales menos intensos y que tienen que ver con el asesoramiento, informe, propuesta, etc. No hay, en cualquier caso, modelos iguales, pero el sistema institucional andaluz encaja plenamente en ese modelo patrón, así como los proyectos o anteproyectos vasco (al menos el de la pasada legislatura) y asturiano, van en esa dirección. En cualquier caso, el modelo andaluz añade un elemento adicional en nada menor: prevé la posibilidad de que, también en materia de transparencia publicidad activa, los ciudadanos y entidades presenten denuncias ante el Consejo[30]. Algo no frecuente en otros modelos.
  • Existe un modelo atípico, pero de fuerte garantía de independencia funcional, que es el canario, donde se opta por la figura de un Comisionado de Transparencia y Acceso a la Información Pública, con autonomía reforzada y que, por tanto, se sustenta en una autoridad de carácter unipersonal. En cualquier caso, tanto en el modelo anterior como en este resulta obvio señalar –como así se ha puesto de relieve en el caso del CTBG- que tales órganos unipersonales reforzados necesitan para el cumplimiento de sus responsabilidades un complejo orgánico y funcionarial amplio y cualificado con el fin de poder cumplir cabalmente las funciones que les son asignadas. Es muy fácil desactivar funcionalmente a tales órganos de garantía no atribuyéndoles estructuras materiales y personales adecuadas.
  • Un modelo estructural atípico es por el que apostó la Ley catalana de transparencia. Por un lado, configuró finalmente un órgano colegiado de garantía compuesto de cinco miembros con dedicación exclusiva (y con retribuciones asimiladas a director general), que proyecta sus funciones sobre un ámbito específico (como es el de acceso a la información pública). Pero, por otro, atribuyó las funciones de transparencia-publicidad activa a cada estructura de gobierno, si bien con un papel determinante de la Generalidad de Cataluña (que gestiona un portal de transparencia común), y, en fin, diseñó un complejo sistema institucional de seguimiento, supervisión y control de la transparencia por medio de un amplio número de instituciones dedicadas a esa finalidad (Sindic de Greuges, Oficina Antifraude, Sindicatura de Cuentas, Autoridad Catalana de Protección de Datos, etc.), añadiendo a todo ello un duro régimen sancionador aplicable a infracciones sobre la transparencia cometidas por altos cargos y empleados públicos; régimen de sanciones que, dicho sea de paso, no está siendo aplicado, pues si lo fuera la transparencia se convertiría fácilmente en un arma política de alto contenido demagógico. El modelo catalán, por tanto, es “altamente difuso” en cuanto a instituciones de garantía de la transparencia respecta; lo que confronta con otros modelos “más concentrados”.
  • Hay, por otra parte, un modelo también bastante extendido, aunque con matizaciones múltiples, que se asienta en unos órganos o instituciones de garantía configuradas como “colegio”, donde encuentran asiento, por lo común, las distintas sensibilidades políticas de la Cámara (o son estas fuerzas quienes promueven determinados miembros, generalmente afines ideológicamente a sus intereses de partido; en este caso, el “pasteleo” político es objetivamente más fácil), representantes de otras instituciones autonómicas, de los entes locales, de las universidad o de otro tipo de intereses. Abunda este modelo. Se trata de un modelo en el que, por lo común, los miembros del colegio no perciben retribuciones (en algunos casos de ningún tipo). No es fácil que nadie se dedique “por afición” a controlar efectivamente al poder, menos aun si es nombrado como “amigo” de este. Al menos, no dispondrá de tiempo ni de recursos para hacerlo. Muchos de estos órganos colegiados (algunos de ellos son auténticas asambleas) no disponen de recursos técnicos ni apoyos materiales efectivos, lo cual es tanto como matar prematuramente la institución de garantía. No es fácil que las funciones de garantía y control de la transparencia se puedan llevar a cabo por un colegio de tales características. Hay también modelos mixtos, de perfiles confusos. Es hartamente discutible que este modelo “colegiado” garantice plenamente la autonomía e independencia funcional del órgano, puesto que la influencia de los partidos políticos, cuando no del gobierno de turno, se muestra muchas veces como determinante. Es una forma más de prolongar la lucha partidista a las instituciones de control y supervisión que, dada la presencia de múltiples sensibilidades, su funcionamiento se puede obturar o, incluso, alcanzar pactos espurios de no agresión que en nada garantizan la transparencia en su recto sentido.
  • Una variante de este modelo últimamente citado es aquella en la que el nombramiento del «colegio» (miembros del órgano) tiene fuerte impronta gubernamental o procedente del Ejecutivo. Hay algunos casos. Por lo común, eso se produce en instituciones de garantía de «transición» a la espera de que se apruebe su ley definitiva. O también en supuestos en que los miembros de la Comisión son técnicos de la Administración que deben cumplir determinadas exigencias .Como son los supuestos, diferentes entre sí, de la Comunidad Autónoma del País Vasco o de las Illes Balears. Hay casos en que también se garantiza la presencia gubernamental en alguno de sus órganos de garantía (caso gallego). Muchas comunidades autónomas atribuyen expresamente la política de transparencia al Ejecutivo y, asimismo, la evaluación de aquella; otras crean órganos mixtos. Con diferencias entre ellos (que las hay), los modelos de órgano de transparencia con fuerte presencia del ejecutivo no ofrecen garantías de imparcialidad, salvo que sus miembros sean funcionarios y se les exija el cumplimiento de determinados requisitos (por ejemplo, experiencia, especialización y que no se provean entre funcionarios de libre designación).
  • También se ha visto cómo hay modelos que apuestan por no multiplicar la realidad institucional y atribuir esas funciones sea a una institución autonómica ya existente, sea al propio Consejo de Transparencia y Buen Gobierno del Estado. En este último caso la garantía de independencia del modelo está salvaguardada, pero exclusivamente en lo que tiene que ver con las funciones “monocultivo” (reclamaciones) no así con el resto de roles que debe cumplir una institución de garantía de la transparencia.

En lo que afecta a la composición y sistema de nombramiento de los miembros de tales órganos o instituciones de garantía, tales cuestiones están estrechamente vinculadas con el carácter complejo, unipersonal o colegiado del órgano. En efecto, cuando la institución se conforma con un carácter complejo, a imagen y semejanza del modelo establecido por el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, la designación de la persona que ostentará la presidencia se lleva a cabo por el Parlamento por mayoría cualificada (por ejemplo, por mayoría absoluta en el caso de Andalucía), lo que obliga normalmente a pactar entre las distintas fuerzas políticas este tipo de designaciones. Hay, sin embargo, algunos casos en los que las mayorías exigidas son más fuertes: así en Canarias se exige una mayoría de 3/5, porcentaje que también se requiere en Castilla-La Mancha para elegir en primera vuelta al Presidente y a los dos Adjuntos (al ser en este caso tres en el reparto, la pauta habitual será que los partidos pacten sus propias cuotas; con lo cual la independencia e imparcialidad del órgano se verán normalmente afectadas).

Cuando se trata de órganos colegiados también el protagonismo del Parlamento suele ser importante, aunque en algunos casos no es determinante. Ya se acaba de citar el caso de Castilla-La Mancha, pero lo mismo cabe decir de la designación de los miembros de la Comisión de Garantías del Derecho de Acceso a la Información Pública (GAIP) de Cataluña. En este caso, al ser cinco los miembros, los grupos parlamentarios (si bien no todos entraron en el reparto) pactaron cinco nombres. La influencia política en el proceso de designación no implica necesariamente que ella se proyecte luego sobre el funcionamiento de la institución, pero algo nos dice sobre la naturaleza material y no solo formal del órgano. Ya he advertido reiteradas veces que cuando el órgano es colegiado y las propuestas son por la totalidad de los miembros integrantes, los “acuerdos” entre las distintas fuerzas políticas presentes en el Parlamento conducen a repartos de “sillas” siempre marcados por afinidades ideológicas. Un mal endémico de este país, que nadie sabe cómo corregir.

En aquellos casos en que las Comunidades Autónomas se han inclinado por órganos de garantía colegiados (Consejos o Comisiones de Transparencia), también el Parlamento tiene un papel de relieve en esa composición, puesto que normalmente son los grupos parlamentarios los que proponen diferentes miembros (en algunos casos se propone uno por grupo, por lo que la politización del órgano, al menos en el reparto de cuotas, es manifiesta). En general, todos aquellos modelos que han ido hacia la colegiación del órgano de garantías pecan de ese mismo mal: lo hemos visto en el caso de Castilla-La Mancha y Cataluña, pero el problema se reitera luego en Aragón, en la Comunidad Foral de Navarra tras la reciente reforma de 2016, en la Región de Murcia (cuyo Consejo de Transparencia es multitudinario) o en la Comunidad Valenciana. En este último caso se ha ido a un modelo claramente atípico, puesto que –como antes se decía-  el Consejo de Transparencia se compone de dos órganos colegiados: la Comisión Ejecutiva y la Comisión Consultiva. Lo determinante de la composición de la Comisión Ejecutiva es que está constituida por un número de miembros igual al número de grupos parlamentarios con representación en el Parlamento; lo que permite lógicamente una colonización política intensiva del órgano o, al menos, que cada uno de las personas designadas comparta afinidad ideológica con quien lo promueve[31].

Se puede afirmar que todos estos modelos, aunque también garantizan la presencia de otros órganos estatutarios o autonómicos, así como de las entidades locales y universidades, tienen una penetración importante de la política y casan mal con su naturaleza independiente que debe predicarse de los mismos; aparte de que la funcionalidad de un órgano colegiado para desarrollar determinadas tareas eminentemente resolutorias o ejecutivas siempre puede ponerse en entredicho por la escasa idoneidad que los órganos colegiados tienen para el cumplimiento de tales misiones.

Un modelo singular es, sin duda, el gallego: dispone de una Comisión de Transparencia con presencia relevante de miembros procedentes del Ejecutivo, aunque con vocales también de otras instituciones y de la representación local. Si los órganos colegiados con presencia de miembros designados por los grupos parlamentarios ofrecen escasas garantías de independencia funcional y de imparcialidad para salvaguardar la transparencia, menos aún se puede predicar esa garantía de unos órganos con alguna presencia del Ejecutivo, algo que (si bien como un modelo transitorio o temporal) también se da en el caso del Gobierno Vasco. Diferente es el caso de las Illes Balears, así como el de la Diputación Foral de Bizkaia, puesto que en ambos casos se ha ido a un modelo de composición profesional entre funcionarios, aunque sesgado hacia el campo exclusivamente jurídico, lo cual tampoco es necesario salvo que el órgano se limite exclusivamente en sus funciones a resolver las reclamaciones administrativas contra la denegación tácita o presunta del derecho de acceso a la información pública. En este último caso, resulta apropiada la exigencia de conocimientos jurídicos de los miembros de la Comisión. En cualquier caso, es importante que si se proveen esos puestos entre funcionarios se exija acreditar un mínimo de competencias profesionales en la materia (especialización) y no recaigan yales nombramientos, en ningún caso, entre funcionarios cuyo sistema de provisión sea la libre designación.

Menos incisivas son las leyes autonómicas en cuanto a exigencias o requisitos que deben acreditar las personas que serán nombradas como miembros de tales órganos de garantías. Normalmente se acude a conceptos jurídicos excesivamente abiertos en los que se predica que el nombramiento debe recaer en “persona de prestigio” con “competencia y experiencia”, que es tanto como no decir nada. En algunos casos se requiere de ciertos miembros que sean juristas o técnicos en gestión documental y se exigen determinados años de experiencia (como en Cataluña). Pero, realmente, el tipo de exigencias y competencias requeridas para formar parte de tales órganos son exageradamente vagas, lo que permite nombramientos de personas que no tienen por qué acreditar ninguna especialización o conocimiento específico sobre una materia tan amplia y singular como es la transparencia (por cierto, con muy escasos especialistas en un país que, hasta fechas recientes, prácticamente nadie trabajaba o estudiaba estos temas). El amateurismo se puede imponer como regla en este tipo de procesos de nombramiento, con los riesgos que ello conlleva. Da igual quién sea el nombrado con tal de que sea alguien que acredite ser algo. Y no es un juego de palabras.

Y en cuanto a los cometidos funcionales, tal como decía, nos encontramos con órganos de garantía “monocultivo” (que conocen solo de las reclamaciones del derecho de acceso a la información pública), con otros que tienen un campo funcional más vasto, mientras que los menos son los que acumulan todas las funciones o atribuciones que, directa o indirectamente, se derivan de la transparencia. Y ello tiene algunas implicaciones importantes. Veamos.

La transparencia debe ser conceptualizada como una idea integral, que abarca –como se ha expuesto- un buen número de dimensiones. El legislador básico, así como buena parte de los legisladores autonómicos, han reducido la transparencia a dos de sus dimensiones más visibles: la publicidad activa y el derecho de acceso a la información pública. Pero ello solo es parte del problema.

En cualquier caso, esa limitación conceptual es aún más seria en el caso del diseño de los órganos de garantía, puesto que –tal vez como consecuencia del planteamiento de la ley básica en torno a las comisiones de reclamaciones del derecho de acceso a la información pública- en buena parte de los casos se ha entendido la garantía de la transparencia únicamente limitada a ese concreto ámbito. Así, se han creado órganos de garantía cuya función exclusiva es la de resolver tales reclamaciones, lo que ha conducido a la configuración de lo que aquí denomino como “órganos monocultivo”, que al fin y a la postre empequeñecen la transparencia o, cuando menos, la fragmentan o reducen a una sola dimensión, mientras que en el resto de los casos la ausencia de tales órganos de garantía “integrales” conlleva que la Administración pública (al fin y a la postre, el Ejecutivo) sigan teniendo un papel estelar en el resto de dimensiones de la transparencia, principalmente en todo lo que implica fomento, seguimiento y control de esas políticas.

Nadie debe poner en duda que la transparencia sea una política que deba ser impulsada por el Ejecutivo. Pero si se quiere implantar realmente ese impulso ejecutivo debe ser acompañado de la atribución de competencias del mismo carácter, así como de seguimiento y control, por parte de órganos de garantía configurados de modo independiente, con un funcionamiento imparcial y con personas que acrediten especialización funcional. Si no hay contrapesos es obvio que el poder tiene a excederse en el ejercicio de sus funciones o, en este caso, a cumplir sus obligaciones “con la boca pequeña”. Tiene que haber un actor institucional externo, así como una razonable presión ciudadana –como reconocía hace casi un siglo el filósofo Alain- para que el poder cumpla con sus exigencias legales. No lo hará normalmente motu proprio.

Sin embargo, estos órganos “monocultivo” no son la tónica general del panorama institucional de la transparencia, al menos en su proyección futura. Esa tendencia a la existencia de órganos monocultivo se ha dado en aquellos casos en que no se ha aprobado aún la ley y, sobre todo, en los que se encarga de tales cometidos al Comisión de Transparencia y Buen Gobierno (en estos momentos en las comunidades autónomas de Cantabria, Comunidad de Madrid o Principado de Asturias). Pero también en otros supuestos marcados por la transitoriedad, esto es, mientras se aprueba el modelo definitivo por ley (como son los ejemplos de las Illes Balears y del País Vasco); aunque también hay casos puntuales donde la decisión del legislador de la transparencia camina decididamente por esa vía (los supuestos ya citados de Extremadura o La Rioja, por ejemplo). En cualquier caso, cabe presumir que esa tendencia a la configuración de órganos monocultivo, salvo en el singular caso catalán ya expuesto, no será la tónica dominante conforme se aprueben las leyes que faltan en materia de transparencia, donde en algunas de ellas ya se apuesta por configurar órganos de garantía con vocación funcional más amplia (como es el reciente caso de Castilla-La Mancha o los proyectos aprobados en su día en el País Vasco y en el Principado de Asturias).

En efecto, una tendencia que parece advertirse con más o menos presencia en diferentes Comunidades Autónomas es la de constituir órganos de garantía de la transparencia que, junto con la específica función de resolver las reclamaciones en materia de derecho de acceso a la información pública, suman a esas competencias otras de carácter genérico, como son las de emisión de informes sobre proyectos normativos en la materia, elaboración de criterios o resolución de consultas varias. Se trata de un modelo “mixto”, que no alcanza a la totalidad de los ámbitos sobre los que se extiende la transparencia; pero que permite un mayor cometido funcional del órgano, que va más allá de la limitada atribución de resolución de las reclamaciones. Este modelo se combina, por lo común, con la retención de responsabilidades sobre la transparencia en manos del Ejecutivo; aunque esto debe ser visto como una cuestión normal, si bien esas atribuciones ejecutivas –como vengo señalando- deben cohonestarse con una sistema de seguimiento y control externo, propio de un órgano de garantía de la transparencia dotado de independencia funcional e imparcialidad.

Es verdad, asimismo, que siguiendo la estela marcada por el legislador básico estatal o, en su caso, mediante la configuración de modelos institucionales propios, en algunas Comunidades Autónomas se ha ido hacia la constitución de instituciones u órganos de garantía con una vocación marcadamente “integral”; esto es, que pretenden abarcar todos y cada uno de los ámbitos de la transparencia, al menos los que tienen que ver con la publicidad activa y el derecho de acceso a la información pública. En mi opinión, este es el modelo más efectivo de implantación de la transparencia, puesto que gira en torno a una institución de garantía independiente, imparcial y especializada, pero además con cometidos funcionales integrales o de carácter holístico en lo que al ámbito de la transparencia se refiere.

En efecto, el modelo más perfeccionado de institución de garantía de la transparencia a escala autonómica es, tal como se ha dicho, el Comisionado para la Transparencia y el Derecho de Acceso a la Información Pública de la Comunidad Autónoma de Canarias, pues tanto desde el punto de vista funcional como en la naturaleza o estatuto de independencia del órgano se salvaguarda perfectamente esa configuración institucional de Agencia independiente frente al Ejecutivo o al resto de las Administraciones Públicas. También ofrecen garantías de independencia (al menos en cuanto al procedimiento de designación comporta) el modelo andaluz y (del proyecto de ley anterior) vasco, así como el caso asturiano (asimismo en fase de proyecto). Sin embargo, es muy importante que estos modelos de autonomía funcional fuerte vengan acompañados de unas exigencias de especialización intensas de las personas designadas, puesto que el desarrollo posterior del órgano (funcionalmente hablando) dependerá mucho de esos criterios y del apoyo técnico que la institución tenga. Las agencias o instituciones de transparencia que funcionan bien son aquellas que han elegido profesionales acreditados como responsables de tales instituciones. Ya lo dijo Emerson, las instituciones son las personas.

No obstante, y este es un peligro generalizado al que no se ha encontrado solución cabal, tales modelos de órganos de garantía pueden pecar de dejar de lado las sensibilidades propias de otras administraciones territoriales en su conformación institucional. Bien es cierto que ello se intenta subsanar mediante la configuración de Comisiones de transparencia como órganos asesores en la que se da entrada a los representantes de las entidades locales; pero los datos empíricos avalan que, al menos en materia de reclamaciones por el ejercicio del derecho de acceso a la información pública, un buen número de tales expedientes tiene raíz local, por lo que no sería inoportuno a todas luces que tales entidades pudieran disponer de algún grado de participación en los procesos de designación de las personas que componen el órgano o, en su caso, tener incluso la posibilidad de proponer algún Adjunto que pueda resolver (o participar en la resolución) de los asuntos locales en materia de transparencia y de acceso a la información pública.

Efectivamente, donde hay órganos colegiados normalmente se da entrada a la representación local en la constitución de aquellos, pero suele ser una representación simbólica y escasamente efectiva, salvo en el caso de la Comunidad Foral de Navarra donde en cuyo Consejo de Transparencia tienen asiento tres representantes de la Federación Navarra de Municipios y Concejos. Un caso excepcional, sin duda.

De todos modos, cabe abogar porque las Comunidades Autónomas tras estas plurales y diferenciadas experiencias institucionales vayan extrayendo las correspondientes lecciones y caminen decididamente hacia la constitución –mediante la oportuna y necesaria reforma de sus respectivos marcos normativos- de instituciones u órganos de garantía de transparencia con una marcada independencia en relación con las diferentes administraciones públicas y con los actores políticos o parlamentarios (lo que debería implicar no incorporar miembros de los grupos parlamentarios ni siquiera propuestos por estos mediante el denostado sistemas de cuotas); por tanto, que estos órganos de garantía se configuren como instituciones en las que esté siempre presente  la principio de especialización funcional acreditada de quienes compongan tales órganos, así como se diseñen con una vocación integral (superando el actual “monocultivo”) en lo que a competencias relativas con la transparencia respecta, tanto en las tareas de impulso, fomento, formación, seguimiento, control, evaluación y, en su caso, dispongan incluso la facultad de instar la incoación de las responsabilidades (tanto políticas como funcionariales) derivadas de su incumplimiento.

La situación actual, sin embargo, dista mucho de ese escenario dibujado a grandes rasgos: los modelos de instituciones y órganos de garantía de la transparencia son muy débiles en cuanto a las exigencias o competencias que deben acreditar quienes serán designados, ofrecen por lo común flancos evidentes a la colonización política o a la influencia de los partidos en los procesos de designación y tienen, en un buen número, diseños institucionales equivocados o escasamente efectivos.

Con esos mimbres, la transparencia efectiva está aún muy lejos de lograrse. No deja de ser un pío deseo o un sueño inalcanzable. Cambiar ese estado de cosas, una vez que se han aprobado tales marcos normativos no será fácil. Las dificultades que tiene aprobar leyes en sistemas parlamentarios fragmentados, como son los que actualmente imperan en España, son más que evidentes. Pero cabe llegar sobre este tema a acuerdos transversales, si es que realmente las fuerzas políticas están por la transparencia efectiva y no por la transparencia a autoengaño o mentirosa. Pues si no se camina por este sendero, ello será un obstáculo que probablemente termine por arruinar la implantación de un proceso de transparencia que solo puede alcanzarse de modo real cuando se articulen sistemas institucionales de garantía basados “de verdad” en criterios de independencia, imparcialidad y especialización. Lo demás es retórica. O transparencia “opaca”. Algo, incluso, peor.

[1] El presente trabajo forma parte de un estudio titulado Integridad y Transparencia, pendiente de publicación.

[2] Politikon, La urna rota, cit., p. 179.

[3] Un análisis de la Ley y de todo el proceso se puede encontrar en E. de la Nuez, Transparencia y Buen Gobierno, La Ley, 2014.

[4] Se trata, primero, de la Ley de las Illes Balears 4/2011, de 31 de marzo, de la buena administración y del buen gobierno, que, entre otras muchas cosas, regula determinados aspectos tangenciales de la transparencia, como son la transparencia en la gestión y de la transparencia en la acción de gobierno. Se trata, de las leyes anteriores, posiblemente la más inadaptada al marco normativo básico de la transparencia. Muy temprana también fue la Ley Foral 11/2012, de 21 de junio, muy detallada en materia de publicidad activa y menos incisiva en otros aspectos. No obstante, el contenido de esta Ley del Parlamento Foral de Navarra fue objeto de una profunda adecuación normativa por medio de la Ley 5/2016, donde, entre otras cosas, regula por ejemplo el órgano de garantía (Consejo de Transparencia de Navarra). Y, en la misma línea, cabe traer a colación la Ley de la Comunidad Autónoma de Extremadura 4/2013, de 21 de mayo, de Gobierno Abierto de Extremadura, que también se asienta en un modelo anterior a la Ley 19/2013, aunque incorpora –dado un cierto paralelismo temporal en la tramitación- alguna de las ideas que en esta se proyectaron (por ejemplo, no configurar un órgano de garantía y prever que la resolución de las reclamaciones del derecho de acceso a la información pública se harían mediante convenio con la Administración General del Estado por el órgano o institución que al efecto se conformara definitivamente (Consejo de Transparencia y Buen Gobierno).

[5] Disposición final novena de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno.

[6] Aunque si se observan las regulaciones autonómicas de aquellas leyes que, junto a la transparencia, recogen también el buen gobierno, se podrá observar que no hay un paralelismo entre la noción de buen gobierno empleada por la Ley 19/2013 y la existente en tales normas autonómicas. Véase, por ejemplo, la Ley 19/2014, de 29 de diciembre, del Parlamento de Cataluña, con un concepto de buen gobierno algo “alargado” y tal vez más preciso; o la Ley 1/2016, de 18 de enero, de transparencia y buen gobierno de Galicia, en la que la parte de “buen gobierno” la reconduce al régimen jurídico del estatuto de los altos cargos (algo que también hace, en parte, la ley catalana). En esos casos (y en otros más) se observa un concepto de buen gobierno que se pretende identificar con la alta administración o con los altos cargos; una noción ciertamente empobrecida y, como venimos afirmando, no menos vicarial frente al carácter instrumental de la transparencia.

[7] Ver, especialmente, M. Razquin Lizarraga, El derecho de acceso a la información pública. Teoría y práctica, en especial, para las administraciones locales, EUDEL/IVAP, Oñati, 2015. Emilio Guichot (Coordinador): Transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno. Estudio de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, Tecnos, 2014. Un estudio pionero en este campo fue el J. Masaguer Yebra, La transparencia en las administraciones públicas, Bosch, 2013.

[8] Un reciente análisis de las pretendidas (aunque, en mi opinión, muy difíciles de justificar en términos conceptuales) relaciones entre la regulación del título II de la Ley 19/2013, y la transparencia, es el de A. Descalzo, González, Revista General de Derecho Administrativo, IUSTEL, enero, 2017. El citado trabajo es, en esencia, un estudio del marco jurídico desde el punto de vista positivo, aunque con algunas incursiones conceptuales; pues se centra en el marco normativo vigente en materia de estatuto del alto cargo, si bien no termina de diferenciar (como no lo hace tampoco de forma correcta la legislación) entre marcos normativos reguladores en la materia (especialmente, leyes) y marcos de autorregulación (que son, como se ha visto antes, los códigos de conducta).

[9] Este es el caso, por ejemplo, de la Ley 1/2014, de 24 de junio, de Transparencia Pública de Andalucía; o de la Norma Foral 1/2016, de 17 de febrero, de Transparencia de Bizkaia; ambos textos regulan solo la transparencia. Por su parte, diferencia entre Transparencia y derecho de acceso a la información pública, la Ley 12/2014, de 26 de diciembre, de Canarias; o la Norma Foral 2/2014, de 6 de febrero, de Gipuzkoa.

[10] Por ejemplo, la Ley 3/2014, de 11 de septiembre, de transparencia y buen gobierno de La Rioja; la Ley 1/2016, de 18 de enero, de transparencia y buen gobierno de Galicia; o la más reciente Ley 4/2016, de 15 de diciembre, de Transparencia y Buen Gobierno de Castilla-La Mancha.

[11] Algunos casos de este tipo de leyes que suman transparencia con participación ciudadana son la Ley 3/2015, de 4 de marzo, de Transparencia y Participación Ciudadana de Castilla y León; la Ley 12/2014, de 10 de diciembre de transparencia y participación ciudadana de la Región de Murcia; o la Ley 8/2015, de 25 de marzo, de transparencia de la actividad pública y participación de Aragón. En esa misma línea iba la Ley de la Comunidad Foral de Navarra antes citada. Una Ley que aúna transparencia, buen gobierno y participación ciudadana es la de la Comunidad Valenciana 2/2015, de 2 de abril.

[12] Ley 1/2014, de 24 de junio, de transparencia pública de Andalucía.

[13] Así se desprende de lo establecido en el Decreto 434/2015, de 29 de septiembre, por el que se aprueban los Estatutos del Consejo de Transparencia y Protección de Datos, en cuya exposición de motivos se indica que en materia de protección de datos se prevé un régimen de asunción gradual”, dado que la Agencia Española de Protección de Datos viene ejerciendo esas atribuciones. Realmente, no se entiende ese “régimen de asunción gradual”, pues la competencia ya está conferida por la propia ley; menos aún se comprende la dicción de la disposición transitoria tercera de ese Decreto, cuando condiciona la asunción de tales competencias en materia de protección de datos a la “conformidad con lo que establezcan las disposiciones necesarias para su asunción”. No deja de ser un razonamiento circular, salvo que se condicione a la asignación de recursos necesarios para la puesta en marcha de tales atribuciones, pero eso no es un condicionamiento normativo, sino material.

[14] Ver, al respecto, el artículo de J. M. Fernández Luque, titulado “La legislación autonómica sobre transparencia: obligaciones de las empresas” (Transparency Internacional España). No obstante el contenido de este trabajo es meramente descriptivo y no se adentra apenas en las cuestiones aquí formuladas. Más incisivo, desde un punto de vista de contenidos, es el Informe titulado Consecuencias legales y económicas de la Ley de Transparencia  para empresas privadas que producen servicios públicos o que tienen contratos con el sector público”, elaborado por José Manuel Anoedo Barreiro, para Transparencia Internacional España, pero tampoco acaba de aclarar las cuestiones abiertas que se suscitan en el texto. Ambos se pueden hallar en la página Web de Transparencia Internacional España. De este mismo autor, una síntesis del informe citado puede encontrarse en el artículo “Consecuencias legales y económicas de la Ley 19/2013 para las empresas privadas”, Revista Internacional de Transparencia e Integridad núm. 1, TI España,  http://revistainternacionaltransparencia.org/numero-i/

[15] Ver disposición transitoria quinta de la Ley 2/2016, de 7 de abril, de Instituciones Locales de Euskadi, donde se escalona temporalmente la aplicación de las obligaciones de transparencia en función del tamaño de la entidad local. Ver, asimismo, el artículo 8.4 de la Ley 2/2015, de 2 de abril, de Transparencia y Buen Gobierno, que al efecto expone lo siguiente: “Las entidades que forman la Administración local de la Comunitat Valenciana sujetarán sus obligaciones de publicidad activa a lo establecido en los artículos 6, 7 y 8 de la Ley 19/2013, y a las normas y ordenanzas que ellas mismas aprueben en uso de su autonomía”.

[16] Véanse, por ejemplo, los casos (entre otros) de la Ley 8/2015 de Aragón (artículo 31.2); 19/2104, de Cataluña (artículo 35); y Ley 2/2015, de la Comunidad Valenciana (artículo 17.3)

[17] Ver, por ejemplo, el caso de la Ley 1/2014 (Título IV: “Fomento de la Transparencia”) de la Ley de Transparencia de la Actividad Pública de Andalucía.

[18] Ver, entre otros muchos, E. Guichot, “El Consejo de Transparencia y Buen Gobierno”, en Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno, cit., pp. 331 y ss.; M. A. Sendín García, “El Consejo de Transparencia y Buen Gobierno”, Revista Jurídica de Castilla y León, núm. 33, 2014. Un trabajo más reciente, muy bien documentado, es el de E. Orduña Prada y J. M. Sánchez Saudinós, “La estructura orgánica del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno”, texto pendiente de publicación, cedido gentilmente por lo autores.

[19] E. Orduña Prada y J. M. Sánchez Saudinós, “La estructura orgánica del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno”, cit. Como dicen estos mismos autores, “el legislador estatal ha configurado legalmente al Consejo como un órgano de marcado carácter presidencialista”.

[20] E. Ordunña Prada y J. M. Sánchez Saudinós, “La estructura orgánica del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno”, cit.

[21] El caso más evidente es el de Castilla y León, que encarga de tales funciones al Procurador del Común, una suerte de defensor del pueblo autonómico (artículo 11 de la Ley 3/2015, de 4 de marzo, de Transparencia y Participación Ciudadana de Castilla y León). Un modelo con ciertas similitudes, pero también con diferencias marcadas, es el de Galicia, donde las funciones de un órgano de garantía integral se distribuyen entre el Valedor do Pobo (que lleva a cabo funciones de asesoramiento, consultas e informe) y una Comisión de Transparencia, que preside el propio Valedor do Pobo, pero con presencia de representantes gubernamentales, con funciones de resolución de las reclamaciones en materia de derecho de acceso a la información pública (artículos 31 y 32 de la Ley 1/2016, de transparencia y buen gobierno).

[22] Véase reciente caso de Castilla-La Mancha que, tras suscribir un convenio con el CTBG para tramitar y resolver tales reclamaciones, la Ley 4/2016, de transparencia y bueno gobierno prevé la creación de un Consejo de Transparencia y Buen Gobierno (artículo 61 y ss.), compuesto de una Comisión Ejecutiva y otra Consultiva. La Comisión Ejecutiva conocerá de las reclamaciones en materia del derecho de acceso a la información pública (que se pondrá en marcha en el plazo de seis meses desde la entrada en vigor de la ley).

[23] Como es el caso, por ejemplo, de la Comunidad Autónoma de La Rioja o de la Comunidad de Extremadura, que en sus respectivas leyes reguladoras de “la transparencia” prevén expresamente que será el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno el que conocerá de tales reclamaciones artículo 16 de la Ley 3/2014, de transparencia y buen gobierno de La Rioja; y artículo 43 de la Ley 4/2013, de Gobierno Abierto de Extremadura; aunque en este último caso el carácter de la atribución es potestativo). Son, sin embargo, excepciones en un panorama que se inclina por reproducir instituciones de todo carácter y de diferente trazado para garantizar la transparencia, tal como se ha visto.

[24] Ver artículos 58 y ss. de la Ley 12/2016, de 26 de diciembre, de Transparencia y Acceso a la Información Pública, donde se regula la figura del Comisionado de Transparencia; vinculada estrechamente con la Cámara y cuyo nombramiento (también el cese por incumplimiento grave de sus obligaciones) requiere una mayoría de 3/5 de la cámara.

[25] Ver artículos 43 y siguientes de la Ley 1/2014 de 24 de junio, de Transparencia de Andalucía; en concreto, la designación de la persona que presida el Consejo de Transparencia y Protección de Datos (pues en este caso se aúnan ambos planos) se llevará a cabo por el Parlamento de Andalucía por mayoría absoluta de sus miembros (artículo 47).

[26] Ver artículos 39 y 40, de la Ley de Cataluña 19/2014, de 29 de diciembre, de transparencia, derecho de acceso a la información pública y buen gobierno, donde se regula una Comisión de Garantías del derecho de acceso a la información pública designada por el Parlamento por mayoría de 3/5 con un mínimo de tres miembros y un máximo de 5 (que son finalmente los que componen la citada Comisión). Su denominación de órgano “monocultivo” se refiere a que solo conoce de las reclamaciones del derecho de acceso a la información pública. La política de transparencia se impulsa por las instancias gubernamentales y hay una panoplia de instituciones encargadas del seguimiento y fiscalización de las obligaciones de transparencia y aquellas otras contenidas en la Ley (véase, entre otros, artículo 87), así como un régimen sancionador bastante exigente en su regulación.

[27] Un excelente análisis de esta cuestión, aplicado a un órgano constitucional, puede hallarse en G. Fernández Farreres, “Sobre la reforma del Tribunal Constitucional y la designación de los magistrados constitucionales”, J. M. Baño León, Memorial para la reforma del Estado. Estudios en homenaje al profesor Santiago Muñoz Machado, CEPC, Madrid, 2016, pp. 1035 y ss. Una aplicación en extremo patológica de tal práctica, es sin duda la que se produce con la renovación periódica en bloque cada cinco años de los veinte vocales del Consejo General del Poder Judicial, pues en este caso suelen entrar en liza numerosas fuerzas políticas (al estar en reparto un número tan significativo de vocalías).

[28] Ver: Decreto 128/2016, de 13 de septiembre, de la Comisión Vasca de Acceso a la Información Pública.

[29] Ver: Decreto 24/2016, de 29 de abril, de creación y atribución de competencias a la Comisión para la resolución de las reclamaciones en materia de Acceso a la Información Pública.

[30] Artículo 23 de la Ley 1/2014, de 24 de junio, de transparencia pública de Andalucía. Fruto de esa previsión se han presentado decenas de denuncias puntuales sobre estos aspectos.

[31] Ver, por ejemplo, artículo 41.1 de la Ley 2/2015, de 2 de diciembre, de Transparencia, Buen Gobierno y Participación Ciudadana de la Comunidad Valenciana.

 

 

 

 

EL “LABERINTO” NORMATIVO LOCAL

BREVE GUÍA PARA “ORIENTARSE” TRAS LAS (PRIMERAS) SENTENCIAS DEL TC SOBRE LA REFORMA LOCAL

 

Hasta la fecha en que esto se escribe (28 de noviembre de 2016), ya son cuatro las sentencias dictadas por el Tribunal Constitucional en relación con otros tantos recursos de inconstitucionalidad planteados por órganos parlamentarios o ejecutivos de las Comunidades Autónomas de Extremadura, Andalucía, Asturias y Navarra. Se corresponden, respectivamente, con las SSTC números 41, 111, 168 y 180, todas de 2016. La serie seguirá. Solo es la primera entrega.

Continúa sin salir (como sucede con “el gordo” de navidad) la sentencia que debe resolver el conflicto en defensa de la autonomía local planteado por casi 3.000 ayuntamientos. Al paso que vamos para cuando esta sentencia sea abordada por el TC estará todo prácticamente dicho. Pero no precisamente desde el lado “local”, sino del “autonómico”, que no es lo mismo. Una muestra más de “insensibilidad local” al manejar su agenda. Esta por parte del propio Tribunal Constitucional.

En efecto, es curioso observar cómo el Tribunal Constitucional “gotea” las sentencias (para que los efectos políticos del desastre sean menos perceptibles en unidad de acto) y no menos curioso cómo da plena prioridad a los recursos de inconstitucionalidad planteados por las Comunidades Autónomas, que defienden sus propias competencias, y no propiamente la autonomía local, como se ha visto de forma escandalosa en alguno de los casos. No es neutro que una de las medidas más protectoras de la autonomía local, en una ley ayuna de tales, como era el artículo 57 bis LBRL, fuera declarada inconstitucional (además por motivos formales), tal como hizo la STC 41/2016, a iniciativa de un Parlamento autonómico. Mejor para las entidades locales no tener “esos amigos”.

Tras esta primera entrega, aún faltan unas cuantas, el primer balance no puede ser más desfavorable a las tesis del Gobierno. No habrá muchos cambios en las sentencias venideras (lo importante ya se ha dicho), pero algún “susto” más es probable que se dé. En todo caso, se puede afirmar de forma contundente que prácticamente toda su estrategia legislativa de “racionalización” se ha venido abajo o, en el mejor de los casos, ha sido objeto de “interpretaciones conformes” con la Constitución que desactivan buena parte de sus pretensiones.

Más sonrojo procede del margen de inseguridad jurídica que esa técnica del “goteo” de sentencias sobre un mismo objeto produce. Que esa inseguridad la promueva el propio Tribunal Constitucional con su forma de actuar no deja de ser paradójico. Hay que leer la “letra pequeña” para entender el alcance de todos esos pronunciamientos y de los que faltan.

El resultado hasta ahora es que la LRSAL ha quedado “agujereada” (por inconstitucionalidades) en parte de su contenido; en otra parte ha quedado “desactivada” por interpretaciones que desdicen frontalmente los objetivos de la reforma; y, en fin, hay un buen número de obiter dicta en tales pronunciamientos que acotan la constitucionalidad de los enunciados normativos a que se interpreten en el sentido que el Tribunal Constitucional estima adecuado y no en otro. Que es como quitar la razón a las pretensiones del Gobierno, pero con la boca pequeña.

Por consiguiente, disponemos de una normativa básica de régimen local que, eliminando las inconstitucionalidades (que es lo fácil), habrá que leer siempre de acuerdo con lo establecido en una prolija, algo desordenada y en algunas fases confusa, interpretación constitucional. Hay pasajes dignos de encumbrarse a los cielos de la argumentación jurídica “diarreica”. Y no es broma: lean, por ejemplo, el largo y farragoso “trazado argumental” del fundamento jurídico 8º de la STC 111/2016 (sobre la DA 16ª LBRL). Y luego me cuentan.

Con el fin de ayudar al perplejo operador (político o técnico) que necesite saber cómo ha quedado el puzzle o “pastiche” normativo básico local tras una reforma local que no debió nunca impulsarse en estos términos y los primeros embates de la jurisprudencia constitucional, ahí va este cuadro. Es una primera aproximación, que requeriría muchos matices. Pero razones obvias de espacio lo impiden. Al menos, en un primer vistazo se podrá saber más o menos cuáles son los (primeros) efectos de tan particular desguace. Algo de la tan mancillada seguridad jurídica podrá paliarse en este caso, al menos es lo que se pretende. No estaría de más que esta función la hiciera el propio Tribunal Constitucional como política de Transparencia de sus muchas veces opaca jurisprudencia. Es solo una idea.

NOTA: La letra normal solo nos indica que esa materia ha sido analizada por el Tribunal Constitucional en las citadas sentencias. La letra cursiva se emplea cuando hay una sentencia interpretativa (de conformidad con la Constitución) en sentido estricto o en aquellos casos en que la interpretación que se lleva a cabo es importante. La letra negrita identifica los enunciados normativos (o, en muchas ocasiones, incisos) que directamente han sido declarados constitucionales. Hay otros casos de inconstitucionalidad por conexión que no se incluyen en este cuadro, porque no han sido tratados por las citadas sentencias, pero que dado los pronunciamientos de estas cebe considerar también como inconstitucionales.

BREVE GUÍA-ESQUEMA:

ÁMBITO MATERIAL IMPUGNADO ARTICULOS/LEY (LBRL/TRLHL O SOLO LRSAL) DOCTRINA TRIBUNAL CONSTITUCIONAL OBSERVACIONES
Competencias “distintas de las propias” Artículo 7.4 LBRL STC 41/2016 (FJ 12) Es constitucional: son también “competencias propias generales” (¿?), sometidas a otro régimen jurídico Desactiva la interpretación gubernamental: artículo 7.4 “contiene una habilitación que permite a los entes locales ejercer competencias en cualesquiera ámbitos materiales”. Se apoya en “intereses supralocales” Impugnación “preventiva” (…)
Mapa Local

Fusión municipios

13 LBRL STC 41/2016 (FJ 6): Es constitucional regular medidas fusión voluntaria en LBRL Precedente: STC 103/2013.

Fusión por “mayoría simple”. “dinamiza la autonomía local”

Entes de ámbito territorial inferior municipio 24 bis LBRL STC 41/2016 (FJ 7); Es constitucional: deja “amplios espacios” desarrollo autonómico y autoorganización local Regulación basada en “intereses generales supraautonómicos”
Entes de ámbito territorial inferior al municipio (entes locales menores reconocidos estatutariamente: parroquias rurales Principado de Asturias) 24.1 bis LBRL STC 128/2016 (FJ 3): Precepto básico constitucional; El Estatuto puede contener líneas fundamentales del régimen local, pero solo vinculan a la CA no al Estado ¿? (STC 31/2010) Se trata de regulaciones radicalmente inconciliables. Se ha producido una contradicción sobrevenida, se aplica la norma básica y no la estatutaria
Entes territoriales inferiores al municipio: Concejos (Comunidad Foral de Navarra)   Artículo 24.1 bis LBRL STC 180/2016 (FJ 5): El artículo 24.1 bis no se aplica a la Comunidad Foral de Navarra en materia de concejos. Marco competencial diferente en materia local basado en el Estatuto (LORAFNA): derechos históricos. Se desplaza la competencia estatal para regular esta materia: La entidad foral es la competente. No supone sin embargo invasión competencial, pues la DA 3ª “deja claro que el ámbito de aplicación de aquel (artículo 24.1 LBRL) no alcanza al territorio foral.
Competencias: antigua cláusula general 25.1 LBRL STC 41/2016 (FFJJ 9 y 10): constitucional Rebaja la garantía constitucional de la autonomía local otorgada por el legislador básico
Competencias: Listado de materias establecido en la legislación básica 25.2 LBRL STC 41/2016 (FFJJ 9-12): constitucional; pero interpretado como se indica en la sentencia (“Debe excluirse la interpretación de que los municipios solo pueden obtener competencias propias en la materias del artículo 25.2 LBRL” Rebaja la garantía constitucional de la autonomía local otorgada por el legislador básico
Competencias: límites a las Comunidades Autónomas cuando regulen por leyes sectoriales competencias municipales 25.3, 4 y 5 LBRL STC 41/2016 (FJ 12): No son inconstitucionales esas previsiones por exigir esa concreción a las leyes autonómicas Reconoce, no obstante, que son cláusula abiertas o indeterminadas.

25.4: asegurar suficiencia financiera y estabilidad presupuestaria a municipios

Coordinación de la prestación de (algunos) Servicios obligatorios 26.2 LBRL STC 111/2016 (FJ 12 d): Constitucional la función de coordinación (realmente se trata de coordinación voluntaria o cooperación)

Declara inconstitucional la intervención del Ministerio de Hacienda en este proceso.

No pone en riesgo la autonomía local: el municipio puede oponerse a cualquiera de esas técnicas.

Invoca asimismo artículo 36.1.h) LBRL para justificar el “carácter voluntario”

La intervención del Ministerio de Hacienda no puede ampararse en el artículo 149.1.18. El Estado carece de las competencias sectoriales, no puede justificar esa actuación ejecutiva

Coordinación de servicios obligatorios “sin financiación” Artículo 26.2 LBRL STC 168/2016 (FJ 5): Constitucional. Aplicable a las CCAA uniprovinciales como “entidades equivalentes” No hay obligación de asumir la gestión de aquellos servicios, reitera doctrina STC 111/2016
Competencias Diputaciones Provinciales: Artículo 36.1 LBRL STC 111/2016 (FFJJ 10-11. La intervención provincial es subsidiaria de la municipal y no genera injerencia sobre la autonomía municipal La legitimidad democrática indirecta no puede ser obstáculo a la intervención del legislador básico, pues es una opción constitucionalmente posible
Coordinación servicios municipales por las Diputaciones Provinciales Artículo 36.1, a) STC 111/2016 (FJ 12 a); constitucional. No hay vulneración de la garantía constitucional de la autonomía municipal Precedente: STC 214/1989
Plan provincial de cooperación de obras y servicios, en relación coste efectivo Artículo 36.2 b) LBRL STC 111/2016 (FJ 12 c): Sentencia interpretativa. De las dos opciones posibles, prima una: Sería inconstitucional interpretado como atribución de facultades de coordinación que fija solo la Diputación. La previsión normativa requiere complementos normativos que dejen margen de actuación a los municipios.

Objetivos: eficiencia en los recursos públicos y estabilidad presupuestaria.

Consorcios: fórmula subsidiaria 57 LBRL STC 41/2016 (FJ 8): no cuestiona su constitucionalidad  
Consorcios fórmula subsidiaria que limita las potestades de autoorganización 57.3 LBRL STC 180/2016 (FJ 7): esa regulación no es inconstitucional por una serie de motivos. No utiliza como parámetro la Carta Europea de Autonomía Local Algunos Motivos:

1.- Entes locales conservan amplios espacios de opción organizativa

2.- Principios de buena gestión y sostenibilidad financiera

3.- Regulación necesitada de complemento autonómico

Garantía de pago en ejercicio de competencias delegadas y suscripción de convenios: cláusula de garantía obligaciones financieras 57 bis LBRL STC 41/2016 (FJ 16): Inconstitucionalidad esencialmente por afectación a reserva de ley orgánica Compensaciones “triangulares”: vulnera autonomía financiera CCAA (“debió revestir forma de ley orgánica”)
Régimen retributivo miembros entidades locales y personal 75 bis LBRL STC 111/2016 (FJ 6): constitucional. El Estado pretende “una ordenación responsable de las retribuciones del personal” (exposición motivos LRSAL) Limitaciones que “responden a los principios de eficiencia en los recursos públicos (artículo 31.2) y estabilidad presupuestaria (135) CE
Limitación número cargos públicos entidades locales 75 ter STC 111/2016 (FJ 6): constitucional. Entes locales pueden fijar una variedad de regímenes de dedicación parcial, aunque reconoce su carácter “excepcional” Limitaciones que “responden a los principios de eficiencia en los recursos públicos (artículo 31.2) y estabilidad presupuestaria (135) CE
Formas de gestión de servicios públicos: preferencia Organismos Autónomos 85.2 LBRL STC 41/2016 (FJ 14): Es constitucional: “los entes locales conservan amplios espacios de opción organizativa” “Condiciona la autonomía local, pero no la vulnera en absoluto” (…)
Planes económico-financieros: tareas de las Diputaciones 116 bis LBRL STC 41/2016 (FJ 15): es constitucional. No vulnera reserva de Ley Orgánica: “complementa” (¿?) Proyecta las competencias de la provincia sobre un ámbito concreto
Planes económico-financieros: contenidos 116 bis LBRL STC 180/2016 (FJ 8): Es constitucional, pues no limita la autonomía local. Alcance interpretativo del enunciado. No es sentencia interpretativa en sentido formal, pero sí material. Interpretación de la expresión “al menos”: puede incorporar otras medidas.

“No ha de entenderse que el ente local está vinculado a recoger en dicho plan todas esas medidas”. Debe introducir solo las que “fueran imprescindibles para recobrar la senda del cumplimiento y en la medida en que lo sean”

Costes efectivos 116 ter LBRL STC 111/2016 (FJ 12 b): Constitucional. En modo alguno entrañan una injerencia en la autonomía local Pueden discutirse los criterios de cálculo políticamente

Hay imposición de una tarea : control directo de la actividad local por la ciudadanía

Redimensionamiento del Sector Público Local Disposición Adicional 9ª LBRL STC 111/2016 (FJ 4): constitucional. Justificación: estabilidad presupuestaria, eficiencia y eficacia Se cuestionó la falta de rango orgánico (que el TC desestima aplicando doctrina STC 41/2016)
Mayoría acuerdos Pleno sobre materias económico-financieras entidades locales. Traslado competencia Pleno a Junta de Gobierno Disposición adicional 16ª LBRL STC 111/2016 (FJ 6). Inconstitucional, por regulación “excesivamente abierta” No permite identificar bienes que justifiquen los relevantes sacrificios del principio democrático.

Argumentación de “zozobra”: contradictoria.

Controles actividad económica entes locales 213 TRLHL STC 111/2016 (FJ 5): constitucional. Tutela financiera: ejecución, no regulación (¿?). No obstante, admite que la normativa básica reserve funciones ejecutivas al Estado Dimensiones del control interno

Competencia estatal amparada en “protección caudales públicos” (…)

Concurrencia en tutela financiera (precedentes: fiscalización externa)

Régimen aplicable a la Comunidad Foral de Navarra Disposición transitoria 3ª LRSAL STC 180/2016 (FJ 5): Ámbito de aplicación Justifica la introducción de excepciones a la legislación básica. En este caso prima la LORAFNA (Estatuto) sobre la legislación básica (con apoyo en la disposición adicional primera de la Constitución)
Comarcas Disposición adicional sexta LRSAL STC 168/2016 (FJ 4): Constitucional, interpretada en los términos de la sentencia Desactiva la pretensión de impedir las comarcas como escalón intermedio cuando no estén previstas en los Estatutos: “La organización comarcal, esté o no prevista en los Estatutos, puede ser objeto de legislación estrictamente autonómica)
Adaptación de Convenios Disposición Adicional 9ª LRSAL STC 41/2016 (FJ 11 c): es constitucional Norma imprecisa. Pero relacionada con suficiencia financiera
Compensación de deudas entre administraciones Disposición Adicional 11ª LRSAL STC 41/2016 (FJ 13): Inconstitucional Por conexión con DDTr. 1ª, 2ª y 3ª LRSAL
Asunción competencias educativas CCAA Disposición Adicional 15ª LRSAL STC 41/2016 (FJ 13): Interpretación conforme Contradicción con lo establecido en letra n) artículo 25.2 LBRL.

A efectos prácticos: Inaplicable

Asunción de competencias por CCAA en materia de salud Disposición Transitoria 1ª LRSAL STC 41/2016 (FJ 13): Inconstitucional Injerencia en la autonomía política de la CCAA: competencias autonómicas
Asunción de competencias por CCAA en materia de servicios sociales Disposición Transitoria 2ª LRSAL STC 41/2016 (FJ 13): Inconstitucional Injerencia en la autonomía política de la CCAA: competencias autonómicas
Servicios de inspección sanitaria Disposición Transitoria 3ª LRSAL STC 41/2016 (FJ 13): Inconstitucional Injerencia en la autonomía política de la CCAA: competencias autonómicas
Supresión de entes locales menores Disposición Transitoria 4ª LRSAL STC 41/2016 (FJ 7) Constitucional procedimiento de supresión; Inconstitucional determinación del órgano de gobierno ¿Qué consecuencias tiene esa inconstitucionalidad?; ¿Queda en suspenso la supresión hasta que la CA regule?
Mancomunidades: disolución si no adaptan sus estatutos Disposición Transitoria 11ª LRSAL STC 41/2016 (FJ 8) Inconstitucionalidad: último inciso, atribución al Gobierno ¿Qué consecuencias tiene?

Doctrina contradictoria con la configuración de las competencias “propias” de los municipios

Y continuará, con las pertinentes adaptaciones cuando sigan apareciendo esas sentencias “por goteo” del Tribunal Constitucional sobre esa polémica y (casi abortada) reforma local. Tantas energías y tiempo para esto … Para complicar más aún la vida a los políticos locales y a los operadores técnicos.

 

 

COMPETENCIAS MUNICIPALES TRAS LA REFORMA LOCAL Y SU REVISIÓN POR EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

Rafael Jiménez Asensio-Documento de Trabajo

1.- Introducción: Sistema competencial y marco legislativo básico.

Las competencias municipales han sido objeto de estudio por buena parte de la doctrina administrativista (Parejo, Ortega, Embid, Velasco, Zafra, Galán, Mir, entre otros muchos). En este breve comentario solo se quiere hacer referencia a cómo queda el mapa de competencias municipales desde el punto de vista de la legislación básica a partir de la jurisprudencia constitucional emanada tras la STC 41/2016. Posteriormente, la STC 111/2016 detiene su atención también en las competencias de las Diputaciones provinciales, pero estas no son objeto de análisis en este texto.

No creo que sea necesario arrancar de una obviedad: la Constitución de 1978 no prevé ningún tipo de listado de materias que correspondan a los municipios. Establece, como ha sido estudiado por la doctrina (Parejo y Velasco, por todos) y así ha sido reiterado por la jurisprudencia, “una garantía constitucional de la autonomía local” que tiene impactos obvios sobre el sistema de competencias que determine el legislador básico o, en su caso, el legislador sectorial. Pero esa garantía presenta  contornos difusos y es débil en su exigencia, como acredita sobradamente la citada STC 41/2016 (con base en la STC 214/1989), puesto que se admite ya sin ambages que el legislador básico ulterior puede reducir sus contornos (no “relativamente, como de forma amable dice el Tribunal, sino radicalmente como pretendió hacer la LRSAL) y erosionar seriamente lo que el legislador anterior intentaba preservar.

Tampoco creo que sea imprescindible en estos momentos reiterar la necesidad de una reforma constitucional que haga efectivo ese principio de autonomía local en los municipios españoles en cuanto implique reservar a estos un campo de decisiones político-administrativas sustantivo sobre determinadas materias, así como un modelo de garantías institucionales que salvaguarden su correcto ejercicio por el legislador (a imagen de lo realizado por el Título VII de la Ley 2/2016, de 7 de abril, de Instituciones Locales de Euskadi). En cualquier caso, sin un sistema de financiación que garantice el pleno ejercicio de tales atribuciones municipales, todo ese sistema competencial se convierte en un brindis al sol.

Ya ha habido algunos Estatutos de Autonomía que, con desigual intensidad, han pretendido garantizar un mínimo de competencias sea a los municipios (Estatuto de Autonomía de Andalucía) o a los “gobiernos locales” (Estatuto de Autonomía de Cataluña). Eso es un paso adelante, más en el primer caso que en el segundo, pero falta el complemento necesario de un sistema de garantía institucional (alerta temprana) y un sistema que salvaguarde la suficiencia financiera en el ejercicio de tales competencias y erradique (o dote de un carácter excepcional) la financiación condicionada. Sin todo ello, poco se avanzará.

Por lo que afecta al sistema actual de competencias municipales, cabe añadir que el intento de “reordenación competencial” impulsado en su día por la LRSAL ha sido fuertemente corregido por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Una jurisprudencia “por entregas” y que conlleva un desguace parcial a plazos de esa modificación legislativa, pero que en lo que respecta a las competencias municipales ya se puede entender como bastante cerrado el modelo final resultante. Un modelo de construcción legal-jurisprudencial que sigue ofreciendo un amplio campo de sombras y algunas dificultades interpretativas que se convertirán de inmediato en óbices aplicativos. Veamos a grandes rasgos ese modelo  finalmente resultante.

En su regulación básica las competencias locales, tanto en su tipología y régimen jurídico como en sus aspectos de determinación genérica, cumplen la “función constitucional de garantizar los mínimos competenciales que dotan de contenido y efectividad a la garantía de la autonomía local” (STC 214/1989 FJ 3). Y, a tal efecto, están reguladas en la Ley de Bases de Régimen Local (Ley 7/1985, de 2 de abril).

Ese marco normativo sufrió en el año 2013 profundos cambios, a través de la Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local.  Esta Ley, dictada en un contexto de fuerte contención fiscal y orientada a incorporar al ámbito local de gobierno medidas de racionalización administrativa y sostenibilidad financiera, pretendió redefinir la tipología de algunas competencias locales (especialmente municipales), estableciendo un nuevo régimen jurídico, así como pretendiendo redefinir las competencias municipales con una orientación claramente reduccionista o limitadora.

A pesar de que la STC 41/2016 se dictó a inicios de marzo –y que, por tanto, han transcurrido ya más de seis meses- el impacto de la LRSAL sobre las competencias municipales tras esa importante jurisprudencia no ha terminado de ser digerido por los Gobiernos Locales y conviene recordar cuál es el cuadro de situación existente, al menos en sus rasgos más generales, pues este trabajo no pretende de momento entrar en los innumerables detalles del problema expuesto. Y menos aún, adentrarse en un enfoque académico del tratamiento de la cuestión, por eso se ha prescindido de cualquier nota a pie de página. Veamos.

Tal como ha reconocido el Tribunal Constitucional (STC 41/2016, FJ 3), el título competencial del Estado de bases del régimen jurídico de las administraciones públicas (artículo 149.1.18 CE), “ampara sin lugar a dudas normas básicas tendentes a introducir criterios de racionalidad económica en el modelo local español con el fin de realizar los imperativos de los artículos 32.1 y 103.1 y la estabilidad presupuestaria como norma de conducta a la que están sujetas las administraciones locales”. En cualquier caso, no parece muy acertado insertar medidas de racionalización del sector público local bajo la égida de la contención fiscal (y ciertamente muchas de las propuestas por la LRSAL lo eran) en una norma estructural del ordenamiento jurídico que regula el régimen local con vocación de permanencia.

Esa pretensión inicial del legislador básico de reordenar el sistema de competencias locales (realmente, municipales), se ha visto en buena parte frustrada. Las SSTC 41/2016, de 3 de marzo y 111/2016, de 9 de junio, especialmente la primera de ellas, han declarado algunas de esas modificaciones normativas impulsadas por la LRSAL como inconstitucionales e interpretado de conformidad con la Constitución y el orden constitucional de competencias otros tantos intentos del legislador de acotar el campo de juego de las competencias municipales y cortocircuitar su ejercicio (gestión) en determinados casos.

La STC 41/2016 ha declarado, por ejemplo, la inconstitucionalidad de las disposiciones transitorias primera (salud), segunda (servicios sociales) y tercera, de la LRSAL, así como del artículo 57 bis de la LRSAL. También ha reinterpretado de conformidad con la Constitución la tipología de las competencias municipales (artículo 7), el artículo 25 de la LBRL, así como la disposición adicional decimoquinta de la LBRL (en la redacción dada en ambos casos por la LRSAL). Todos esos preceptos tienen evidentes conexiones con las competencias municipales. Al margen de otros pronunciamientos en materia de servicios obligatorios municipales, que no se analizan –salvo lo que a continuación se detalla- en este apartado de competencias.

Siguiendo la estela marcada por la STC 214/1989, el Tribunal establece que a través de la legislación básica el Estado solo puede atribuir competencias locales sobre aquellos ámbitos sectoriales en los que sea titular según el orden constitucional de distribución de competencias entre Estado y Comunidades Autónomas. No obstante, en línea también con lo establecido en aquella STC 214/1989, en la STC 41/2016 se admite que las bases pueden llegar a prefigurar específicamente el poder local en materias de competencia autonómica (…) para garantizar un núcleo homogéneo de derechos prestacionales del vecino o para garantizar unos mínimos competenciales que doten de contenido y efectividad la garantía de la autonomía local”.

Bajo esas premisas, se descarta por completo aquella interpretación del artículo 25.2 LBRL donde se pretendía establecer que las materias allí contenidas eran el quantum máximo competencial que podían asumir los municipios (tesis defendida  por dos dictámenes del Consejo de Estado en relación con el anteproyecto de ley y con el planteamiento de un conflicto en defensa de la autonomía local contra la LRSAL, que tuvieron fuerte impronta en su momento).

2.- Las líneas maestras del nuevo régimen competencial municipal según la reciente jurisprudencia constitucional (STC 41/2016).

Y, bajo ese marco conceptual antes descrito, el propio Tribunal construye lo que son “las líneas maestras del nuevo régimen competencial municipal”, en los siguientes términos:

  • Se mantienen las competencias delegadas, pero su régimen jurídico sufre un notable aumento en cuanto a densidad normativa (artículo 27 LBRL), un marco orientado a garantizar, entre otros fines,  la suficiencia financiera del municipio y mejorar el servicio a la ciudadanía.
  • El régimen básico de las demás competencias municipales –según el TC- ha sufrido relevantes modificaciones, pues se reformulan los artículos 7.4, 25 y 26 (aunque este se refiere a servicios mínimos obligatorios), así como se deroga el artículo 28 LBRL (actividades complementarias).
  • Se reitera el criterio de que las competencias “propias” (entrecomillado del Tribunal) se atribuirán a los municipios de modo específico y a través de normas (estatales o autonómicas) con rango de ley (artículo 25, apartados 3 y 5), si bien deberán cumplir los requisitos y exigencias que se añaden en los apartados 3, 4 y 5 del artículo 25 de la LBRL, que fue redefinido por la LRSAL. A tal efecto, estas normas deben en cada caso:
    • Evaluar la conveniencia de la implantación de servicios locales, conforme a los principios de descentralización, eficiencia, estabilidad y sostenibilidad financiera
    • Prever la dotación de los recursos necesarios para asegurar la suficiencia financiera de las entidades locales, sin que ello pueda conllevar en ningún caso un mayor gasto de las Administraciones Públicas
    • Ir acompañada de una memoria económica que refleje el impacto sobre los recursos financieros de las Administraciones Públicas afectadas y el cumplimiento de los principios de estabilidad, sostenibilidad financiera y eficiencia del servicio o la actividad
    • Y garantizar que no se produce una atribución simultánea de la misma competencia a otra Administración pública.
  • El artículo 25.2 LBRL identifica aquellas materias en las que el municipio, “en todo caso”, debe tener competencias “propias” (función de garantía ya citada). Pero las dos novedades más importantes, a juicio del TC, en esta materia son las siguientes:
    • Este artículo 25.2 LBRL “no atribuye competencias; introduce condiciones a la legislación que las confiera”, puesto que “la atribución en sentido estricto sigue correspondiendo a la legislación sectorial estatal y a las Comunidades Autónomas, cada cual en el marco de sus competencias”.
    • Y, en relación con este tema, “la novedad es la relativa constricción de la garantía legal como consecuencia de la reducción o supresión de algunas materias incluidas en el listado de la redacción del artículo 25.2; en especial la asistencia social y la atención primaria”.
  • Además, las diferentes leyes sectoriales (también autonómicas) atributivas de competencias propias a los municipios en materias que no estén recogidas en el artículo 25.2 LBRL (por lo que se cierra de raíz la interpretación de que aquél sea un listado cerrado), quedarán asimismo vinculadas en todo caso a las exigencias recogidas en los apartados 3, 4 y 5 del artículo 25.2 LBRL. Como bien dice el TC, el tenor literal del artículo 25.2 LBRL no prohíbe que la ley (tampoco la autonómica) atribuya otras materias distintas a los municipios. Y así lo expresa en términos más precisos e inequívocos: “Debe, pues, excluirse la interpretación de que los municipios solo pueden obtener competencias propias en las materias enumeradas en el artículo 25.2 LBRL (…). Por lo demás,  semejante prohibición, indiscriminada y general, sería manifiestamente invasiva de las competencias de las Comunidades Autónomas” (STC 41/2016, FJ 10).
  • Por consiguiente, la nueva redacción del artículo 25.2 LBRL “no atribuye competencias; introduce (solo) condiciones (materiales o formales) a la legislación que la confiera”. Esta técnica del legislador básico no es considerada inconstitucional por el TC, ya que “la desaparición, en la nueva redacción del artículo 25.2 LBRL, de algunas materias recogidas en la anterior no es contraria a la garantía constitucional de la autonomía local. Tales exclusiones –concluye- significan que en determinados ámbitos el legislador básico ha dejado de ampliar el mínimo de autonomía local que garantiza la Constitución y, por tanto, que dentro de ellos la Comunidad Autónoma o el legislador sectorial estatal pueden atribuir competencias propias municipales, pero sin estar obligados a hacerlo ‘en todo caso’” (FJ 11). Dicho en otros términos, la garantía constitucional de la autonomía local es tan débil que ni siquiera preserva el mínimo establecido previamente por el legislador básico, pudiendo este ser recortado (o sufrir un proceso de retranqueos) por reformas sucesivas.
  • La LRSAL suprime las reglas generales habilitantes previstas en la anterior redacción de los artículos 25.1 y 28 LBRL, inclusive deroga expresamente el último de esos preceptos. Pero, el TC advierte de inmediato que “en sustitución de aquellas reglas habilitantes generales, se establece otra que permite a los municipios (y a todas las entidades locales) ejercer cualesquiera competencias, pero con sujeción a exigentes condiciones materiales y formales” (artículo 7.4 LBRL). Cumplidas tales exigencias, el municipio podrá ejercer la competencia en régimen de autonomía y bajo su propia responsabilidad, de acuerdo con lo establecido en el artículo 7.2 LBRL. La distinción entre este tipo de competencias, que la doctrina –como recoge el TC- las ha denominado en positivo de competencias propias generales (F. Velasco Caballero, “Nuevo régimen de competencias municipales en el anteproyecto de LRSAL”, Anuario de Derecho Municipal 2012), se desvanece por completo una vez superadas las exigencias del artículo 7.4. A juicio del tribunal “se distinguen de las competencias propias del artículo 25 LBRL, no por el nivel de autonomía de que dispone el municipio que las ejerce, sino por la forma en que están atribuidas”. Sin embargo, es difícil calificar a este tipo de competencias como “propias” teniendo en cuenta la dicción del propio artículo 7.4 LBRL, pues una de las exigencias allí establecidas es precisamente la emisión de un informe previo vinculante “de la Administración competente en razón de la materia”. Si hay ya una Administración “competente” no puede predicarse que la competencia municipal que se ejerza derivada de ese artículo 7.4 sea una competencia propia, pues estaríamos hablando de una doble titularidad competencial, algo imposible en el sistema de distribución de competencias. Se trata más bien, de una actividad complementaria o en su defecto subsidiaria de la Administración municipal que actúa de forma concurrente sobre un ámbito competencial en tanto en cuanto la administración titular de la competencia no desarrolle tales actividades o prestaciones de servicios en el mismo territorio y para la misma población, tal como establece el artículo 5.4 “in fine” de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de régimen jurídico del sector público, que es la única norma básica que establece una noción de “duplicidad”, siquiera sea orgánica. Por tanto, era más acertada la previsión del artículo 28 LBRL que utilizaba la expresión “actividades complementarias” y no “competencias”.
  • En todo caso, el Tribunal no acepta los motivos de impugnación del artículo 7.4 LBRL, puesto que con una débil argumentación estima que “los controles que diseña el artículo 7.4 LBRL son, en cierto modo, técnicas para la delimitación de las competencias locales, no instrumentos que permitan a una Administración supralocal interferir en el desarrollo autónomo de las competencias locales efectivamente delimitadas o atribuidas” (FJ 11). En todo caso, admite que en la aplicación del artículo 7.4 LBRL se puedan producir hipotéticamente vulneraciones del principio de autonomía local, pero que tales lesiones deberán ser reparadas por la jurisdicción ordinaria: “Por otra parte, las Administraciones que han de elaborar los informes previos están directamente vinculadas por la garantía constitucional de la autonomía local, Son ellas –no el artículo 7.4 LBRL- las que podrían llegar a incurrir en la vulneración denunciada si impidieran efectivamente en casos concretos una intervención local relevante en ámbitos de interés local exclusivo o predominante, sin perjuicio de los amplios márgenes de apreciación que abren los artículos 137, 140 y 141 CE”. Algo que, añadimos, es de muy compleja cuando no imposible acreditación como estándar de control de legalidad. En todo caso, el Tribunal concluye: “Consecuentemente, la impugnación del artículo 7.4 LBRL debe reputarse ‘preventiva’ y, por ello, desestimable”. El problema, por tanto, de desplaza a lo que, en cada caso, se decida por la Administración “competente en razón de la materia”. Y ello impone una fuerte presión sobre esta, ya que la denegación del ejercicio por los municipios de esas “actividades complementarias o subsidiarias” (que no propiamente “competencias municipales”) por motivos de “duplicidad” (o, en su caso, por poner en riesgo la Hacienda municipal en su conjunto), podrá ser recurrida ante la jurisdicción contencioso-administrativa, si bien los estándares de control son difusos porque la norma básica es muy imprecisa tanto en términos conceptuales como formales, que requiere ser desarrollada por normas autonómicas que prevean el sistema de tramitación de tales informes necesarios y vinculantes, lo que ya han hecho algunas Comunidades Autónomas no en términos siempre satisfactorios para la autonomía local.
  • Lo determinante de la doctrina del TC en este ámbito es la siguiente apreciación: “El artículo 7.4 LBRL contiene una habilitación que permite a los entes locales ejercer competencias en cualesquiera ámbitos materiales (…). Sin embargo, la posibilidad de ejercer esas competencias está sujeta a exigentes condiciones: entre ellas informes previos y vinculantes de las propias Comunidades Autónomas. Consecuentemente, no puede afirmarse que el Estado haya atribuido de manera indiscriminada y general competencias locales en materias que los Estatutos de Autonomía reservan a las Comunidades Autónomas, ni que haya sacrificado relevantes intereses supralocales o autonómicos” (FJ 12). Cabe reiterar que esa habilitación del artículo 7.4 LBRL no es, sin embargo, una habilitación propiamente “competencial”, puesto que ya hay una Administración “competente en razón de la materia”, salvo que exista una anomia competencial plena y la materia no haya sido atribuida a ningún nivel de gobierno, lo que se podría producir en el caso del municipio como “descubridor de competencias” (como en su día lo denominara Manuel Zafra). La habilitación cabe entenderla para que el municipio (aunque el 7.4 habla de “entidades locales”) desarrolle determinadas actividades, servicios o prestaciones, que la “Administración competente por razón de la materia” no lleva a cabo en ese término municipal (por los motivos que fueren).
  • Se produce, en este caso, un tipo nuevo de competencia municipal marcado por un fuerte carácter concurrencial, puesto que quien lleva a cabo esas actividades, prestaciones o servicios (o, como dice la Ley, “competencias”) lo hace en virtud de un informe de no duplicidad, que “no incurra en un supuesto de ejecución simultánea del mismo servicio público con otra Administración Pública”. Lo determinante en este caso es la idea de “duplicidad” combinada con la de “servicio”, lo que nos conduce derechamente a la noción de “actividad complementaria o subsidiaria”. Esa actividad municipal complementaria o subsidiaria cesará, asimismo, cuando la “Administración competente por razón de la materia” desarrolle tales servicios o prestaciones en ese mismo territorio y para la misma población en función de una Ley sectorial posterior que desarrolle normativamente esa competencia. Pero, en este caso, como garantía de la autonomía local deberían preverse sistemas de transitoriedad que impliquen el traspaso de los servicios y de los medios materiales y personales vinculados a los mismos, así como las compensaciones financieras pertinentes, sobre todo en aquellos casos en que el municipio haya realizado inversiones, nombrado o contratado personal y consolidado una partida presupuestaria. Este conjunto de dificultades prácticas operativas conducirá fácilmente a que la Administración competente en razón de la materia adopte criterios restrictivos a la hora de aceptar que una determinada actividad no está incursa en duplicidad, siempre que la materia sea competencia de aquella. Lo que puede abrir un espacio a la conflictividad jurisdiccional notable.
  • El TC, por otra parte, sigue confundiendo competencia con servicios mínimos obligatorios, puesto que “junto a esa regla habilitante general –añade, hay las reglas habilitantes específicas incluidas en la propia legislación básica”. Así, según su criterio, “la nueva redacción del artículo 26 LBRL mantiene un listado de servicios mínimos y, con ello, la obligación y consiguiente habilitación directa a los municipios en orden a su establecimiento”. Sobre este punto el debate no es menor: los servicios mínimo obligatorios del artículo 26.2 LBRL se consideran como competencias municipales para una parte de la doctrina; mientras que para otra parte serían solo unos servicios obligatorios que tendrán la consideración de garantías mínimas por parte del legislador básico exigidas a los municipios según población y que confieren un derecho a los ciudadanos para emplazar a su cumplimiento. El legislador sectorial en este caso debe respetar ese mínimo, como también lo deben hacer los municipios. Pero no se deberían confundir tales servicios mínimos exigibles con competencias municipales, pues el legislador sectorial siempre puede (y de hecho lo hace) sumar otras obligaciones adicionales municipales sobre el ámbito material que regula. Lo que debe respetar es ese mínimo legal.
  • En relación con las disposiciones transitorias primera, segunda y tercera de la LRSAL, el TC considera que “la innovación normativa que introducen las disposiciones transitorias 1ª (centros de atención primaria de la salud) y 2ª (servicios sociales) no consiste estrictamente en la afirmación de la titularidad autonómica de estos servicios. Consiste, en primer término, en la prohibición de que los entes locales puedan prestarlos como competencias propias o como competencias ex artículo 7.4 LBRL”, previendo que solo los podrían prestar de modo transitorio o por delegación. En esa línea el TC centra la cuestión en los siguientes términos: “El problema (…) es si el Estado (…) ha desbordado los márgenes de lo básico al establecer que el nivel local no puede desarrollar determinadas competencias (salvo por delegación) e imponer condiciones a un traslado que trae causa en última instancia del propio Estatuto de Autonomía” (FJ 13).  En consecuencia, el TC considera que tanto las disposiciones transitorias primera y segunda como la tercera, desbordan los márgenes de lo básico de las competencias locales y son inconstitucionales. El legislador básico no pueden decidir, en efecto, sobre materias que no son de la titularidad estatal. La contundencia del Tribunal Constitucional en este punto es la nota dominante: no se puede impedir que las Comunidades Autónomas opten por descentralizar tales servicios en las entidades locales. La injerencia sobre la autonomía política de las Comunidades Autónomas es de tal grado y el tenor de los mandatos está expresado en unos términos tan inequívocos (“asumirán”) que “no concede margen a una interpretación conforme con el orden constitucional de distribución de competencias”. Algo que la doctrina (por todos, Francisco Velasco),  vino anunciando desde la entrada en vigor de esta Ley.
  • En relación con las competencias educativas (más bien “facultades”) recogidas en los artículos 25.2 n) y disposición adicional 15ª LRSAL, el Tribunal lleva a cabo una interpretación conforme, que se asienta sobre los siguientes postulados: considera que la Ley “ha incurrido en una evidente antinomia al imponer a las Comunidades Autónomas obligaciones de signo opuesto cuyo cumplimiento simultáneo resulta imposible”. A juicio del tribunal, “cabe interpretar que el legislador básico no ha prohibido que la ley autonómica atribuya aquellas tareas como competencia propia municipal. Consecuentemente, las Comunidades Autónomas no están obligadas a centralizarlas; antes bien, están obligadas a asegurar que los municipios dispongan ‘en todo caso’ de competencias propias dentro de ellas (artículo 25.2 n) LBRL)”. Se desestima la impugnación de la disposición adicional 15ª LRSAL y se lleva al fallo la interpretación literal y sistemática indicada, que es la conforme con la Constitución  (FJ 13 “in fine”). Los efectos prácticos son muy precisos: aunque no lo diga el Tribunal Constitucional, la disposición adicional decimoquinta LRSAL ha quedado completamente desactivada o es inaplicable, manteniendo plena aplicabilidad la garantía establecida en el artículo 25.2 n) LBRL, en lo que afecta a las competencias municipales en esta materia.

Por lo que respecta al artículo 57 bis LBRL que autoriza a la Administración General del Estado a compensar determinadas deudas contraídas por la Comunidad Autónoma con los entes locales (en materias de competencias delegadas o convenios de colaboración en otras competencias que no sean “propias”) con los créditos de su sistema de financiación, el Tribunal estima que no es un sistema equivalente al previsto en la disposición adicional 8ª de la LOFCA (de factura bilateral), sino que “se trata de compensaciones triangulares porque el Estado constata el incumplimiento de una obligación de una Comunidad Autónoma frente a un tercero” . Asimismo, “la cláusula está regulada como norma imperativa –no dispositiva- porque opera por virtud de la ley al margen de la voluntad de las partes (ya que) quien autoriza estrictamente la compensación triangular es el propio artículo 57 bis LBRL, no el convenio suscrito por la Comunidad Autónoma y el ente local”. Dicho de otro modo, “la retención regulada en el artículo 57 bis LBRL no es ‘consentida’ por la Comunidad Autónoma, como se produce en otros casos previstos en la legislación vigente. Y, en todo caso, “el artículo 57 bis LBRL contiene una regulación que, al incidir directamente sobre las relaciones financieras del Estado y las Comunidades Autónomas, debió revestir forma de ley orgánica”, pues –a juicio del Tribunal- de “una intervención tan penetrante en la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas” que ha de revestir necesariamente ese carácter (FJ 16). La norma materialmente tal vez más garantista con la autonomía financiera de los entes locales según la LRSAL, se declara, así, inconstitucional, por razones formales.

3.- Final. A modo de recapitulación

La garantía constitucional de la autonomía local por lo que respecta al establecimiento de límites al legislador básico (o de desarrollo) en relación con las competencias municipales, es muy frágil. Un análisis de la jurisprudencia constitucional sobre el principio de autonomía local (por todos, Parejo), constata que esta no ha sabido construir un dique efectivo que preserve un núcleo mínimo de competencias que el legislador debe garantizar a los municipios. Esta doctrina transforma esa garantía constitucional de la autonomía local en el ámbito de competencias municipales (ex artículos 137 y 140) en un mecanismo frágil e inconsistente, que no puede hacer frente a las acometidas reductoras del legislador posterior, como ha venido a sentenciar la reciente jurisprudencia constitucional.

La LRSAL llevó a cabo un intento de reducir el espacio de autogobierno municipal mediante una “reordenación” de sus competencias. Tras la STC 41/2016, de 3 de marzo, ese ensayo puede entenderse completamente fracasado. Sin embargo, la pretensión de insertar en una norma estructural que regula las instituciones locales (LBRL) disposiciones normativas “medida” dirigidas a hacer frente a realidades contingentes propias de un escenario de crisis económico-financiera y de contención fiscal (a través de un doble rasero de normas de racionalización y normas de sostenibilidad), ha tenido como efecto no deseado perturbar  todo el sistema de competencias municipales y, además, “contaminar” otras instituciones (tales como las mancomunidades: Disposición transitoria 11ª LRSAL), algunos mecanismos de financiación (Disposición transitoria 9ª LRSAL), así como no pocas disposiciones normativas que deben releerse de acuerdo con este nuevo marco básico (re)interpretado por la jurisprudencia constitucional.

Algunas evidencias han quedado claras. La primera es que el artículo 25.2 LBRL no es atributivo de competencias (algo que ya estaba dicho por la STC 214/1989 y que la jurisprudencia más reciente recuerda), sino que únicamente determina una concreción de un estándar mínimo de garantía en clave de competencias municipales que el legislador autonómico sectorial debe respetar (no así, pese al empeño del Tribunal, el legislador sectorial estatal; pues una norma básica, como ha recordado el profesor Velasco, no obliga a una ley estatal posterior).

La segunda radica en que el intento de limitar competencias municipales sectoriales y transferir algunas de ellas a las Comunidades Autónomas ha quedado taponado de raíz por su inconstitucionalidad manifiesta. También queda fuera de juego el confuso empeño de la Disposición adicional 15ª LRSAL en materia de competencias educativas.

La tercera consiste en que una de las pocas previsiones de la LRSAL que defendía la autonomía financiera de los entes locales (el artículo 57 bis LBRL), en concreto la garantía de pago en el ejercicio de competencias delegadas y en convenios con Comunidades Autónomas que incumplieran sus obligaciones financieras, ha sido declarada inconstitucional por motivos formales (no disponer de rango de Ley Orgánica). Los municipios, una vez más, a los pies de los caballos, en este caso autonómicos, para que pisoteen lo que crean conveniente.

Y, la cuarta, estriba en que nada impide –a juicio de la altisonante voz del Tribunal Constitucional- que leyes básicas de régimen local posteriores retranqueen o reduzcan la autonomía local garantizada por las leyes básicas anteriores (por ejemplo, en la supresión del título universal de competencias, en la restricción de las materias garantizadas del artículo 25. 2 LBRL o en la reconducción de las actividades complementarias del derogado artículo 28 LBRL a competencias ejercitables mediante exigentes requisitos establecidos en el artículo 7.4 LBRL). Una garantía “constitucional” de la autonomía local que se asemeja a un chicle o acordeón desafinado. Pobre resultado, solo subsanable por una reforma constitucional que fije un mínimo garantizado de autonomía municipal.

Junto a esas evidencias hay otras cuestiones que quedan en un estadio de claroscuro. Por un lado,  la aplicabilidad de los apartados 3, 4 y 5 del artículo 25.2 LBRL, que si bien mejoran la posición de los municipios cuando el legislador autonómico sectorial pretenda regular una materia, no es menos cierto que no garantizan que lo mismo suceda cuando lo haga el legislador estatal, como también cabe dudar de que esa operación que condiciona una facultad legislativa autonómica pueda ser realizada por un legislador básico local interfiriendo las potestades básicas de autoorganización institucional de las Comunidades Autónomas (¿hasta qué punto el legislador básico puede condicionar formalmente el ejercicio de la potestad legislativa autonómica cuando esta se despliega sobre el ámbito local?: pregunta orillada por  el Tribunal Constitucional; quien no ha cuestionado la constitucionalidad de esos tres últimos apartados del artículo 25 LBRL).

Por otro, hay que registrar las confusiones que en la jurisprudencia constitucional se siguen constatando entre competencia y servicio mínimo obligatorio, algo que no ayuda precisamente a clarificar el sistema competencial de los municipios.

Y, en fin, el eterno problema de la tipología de las competencias municipales. El Tribunal Constitucional, arrastrado por una Ley confusa (artículo 7.4 LBRL) y por algunas opiniones doctrinales, considera que las competencias derivadas del artículo 7.4 tienen también la consideración de “competencias propias”, si  bien sometidas a una serie de exigencias formales (realmente materiales) para su cumplimiento. Sin embargo, un análisis sosegado de ese enunciado legal básico contradice meridianamente tal caracterización, pues una de las exigencias centrales para ejercer tales “competencias” es la de que “la Administración competente por razón de la materia” informe que no existe duplicidad y, por tanto, que “no se incurra en un supuesto de ejecución simultánea del mismo servicio público con otra Administración Pública”. No cabe, por tanto, que “una competencia” sea a la vez de “dos Administraciones”.

De ahí se deriva que realmente lo que hace el legislador básico es facultar a que los municipios puedan llevar a cabo actividades, servicios o prestaciones en ámbitos materiales que son competencia de una Administración Pública, mientras esta  no los desarrolle “sobre el mismo territorio y población” (tal como reza el artículo 5.4 “in fine” de la Ley 40/2015, ya que aunque solo sea aplicable a las relaciones entre órganos administrativos, es la única definición legal básica de “duplicación” actualmente existente). En este punto, la redacción anterior del artículo 28 LBRL era mucho más clara y evitaba todas esas confusiones o especulaciones interpretativas. La jurisprudencia constitucional, por tanto, no clarifica las cosas, sino que las confunde más aun. Llamar a esas actividades como competencias propias solo se puede entender en clave de que el municipio actúe sobre un ámbito material virgen de atribución a un nivel de gobierno (algo poco frecuente). Si lo hace sobre un ámbito material atribuido a otra Administración (supuesto específico del artículo 7.4 LBRL), los problemas aplicativos se multiplicarán, pues es una actividad necesariamente “concurrente” que, por los motivos que fueran, quien es titular de la competencia no presta el servicio o actividad en ese territorio y para la misma población, lo que habilita su ejercicio (temporal) por el nivel local de gobierno (que no es quien ostenta tales competencias, solo atribuibles por Ley y no por decisión administrativa).

En ningún caso, el informe favorable de la Comunidad Autónoma o de la Administración del Estado, en su caso, puede suponer declinar del ejercicio futuro de esa actividad, prestación o servicios en ese ámbito territorial y en esa población por quien sea titular de la competencia, lo que conduce derechamente a una interpretación restrictiva (o cuando menos cautelar) del otorgamiento del informe que permita tal ejercicio. Además, el Tribunal ya advierte: el artículo 7.4 no es inconstitucional por afectar a la autonomía local (es una impugnación “preventiva”, añade), pero si puede afectar a tal autonomía constitucionalmente garantizada el informe que en su día emita la Administración “competente por razón de la materia”, dependiendo de cómo se argumente la negativa a ese ejercicio. Patada “hacia delante”. Un foco más de tensiones jurisdiccionales futuras, que ofrece un marco de fuertes incógnitas en los casos de negativa o, incluso, de problemas ingentes en los supuestos de reversión de “la actividad o servicio” cuando el legislador futuro competente reordene normativamente la actividad y confiera tales servicios o actividades a la Administración “competente en razón de la materia”. Una fuente asimismo de problemas múltiples puesto que esas actuaciones municipales son más bien propias de un sistema de concurrencia imperfecta de competencias. Problemas que han sido incubados por una mala regulación (o una regulación “poco inteligente”) del legislador básico que ha  enturbiado más aun la compleja situación existente de las competencias municipales y que la reciente jurisprudencia constitucional no ha sabido resolver convenientemente. Como siempre esas incertidumbres vuelven al lugar en el que deberán resolverse: es decir, al ámbito municipal de gobierno, donde en no pocos casos los problemas aplicativos se agolparán.  Algo que a los distintos legisladores o al propio Tribunal Constitucional no parece afectarles en exceso, pues el nivel local de gobierno sigue siendo –así se acredita- el eterno incomprendido.

En cualquier caso, se han dado pasos adelante. La clarificación del sistema de competencias municipales ha sido notable en todo lo referente a las declaraciones de inconstitucionalidad antes expuestas. Pero queda un sabor de boca amargo. El Tribunal Constitucional sigue dando una de cal y otra de arena. Hay mucha confusión aún no aclarada. Y eso no es bueno para un sistema competencial municipal que, en no poca medida, continúa dependiendo demasiado del legislador sectorial y ahora también de los humores de las Administraciones Públicas que deban “reconocer” si los municipios son o no “competentes” para desarrollar actividades, servicios o prestaciones que el legislador sectorial no les ha reconocido. Eso de que las competencias municipales se atribuyen por Ley, en este último caso se transforma así en una pura quimera, lo que avala más aun la tesis de que lo establecido en el artículo 7,4 LBRL no podría nunca pretender que la “competencia” municipal ejercida a través de ese procedimiento legal tenga la caracterización de “competencia propia” municipal, sin perjuicio de que tales actividades municipales una vez reconocido que no duplican las prestadas por la administración “competente por razón de la materia” (artículo 7.4 LBRL), se ejerzan en un régimen de libre disposición y autonomía. Son dos cosas distintas, al menos si se quieren dejar claros los conceptos.

UN MODELO AVANZADO DE INFRAESTRUCTURA ÉTICA: SISTEMA DE INTEGRIDAD INSTITUCIONAL DE LA DIPUTACIÓN FORAL DE GIPUZKOA.

La Diputación Foral de Gipuzkoa ha creado un Sistema de Integridad Institucional, que es sin duda la experiencia más avanzada en modelos de Marcos de Integridad existentes en los diferentes niveles de gobierno de España. Con precedentes como el Código Ético y de Conducta del Gobierno Vasco y otro aprobado recientemente por el Ayuntamiento de Bilbao (ambos con Comisiones de Ética que actúan con mecanismos de garantía), la Diputación Foral de Gipuzkoa ha dado un paso más -siguiendo el esquema de la OCDE sobre Integrity Framework- y apuesta por un Sistema de Integridad del conjunto de la institución, que alcanza inicialmente a cargos públicos forales, pero que pretende extenderse con el paso del tiempo al empleo público, así como exigir el cumplimiento de determinados valores y normas de conducta de carácter ético (con las modulaciones que sean precisas) a contratistas, proveedores e, incluso, en los procedimientos de subvenciones.

Sin duda, esta buena práctica marcará un antes y un después en el modo y manera de configurar los Códigos Éticos y de Conducta en las instituciones públicas, pues el recurso retórico a esos instrumentos ya no tiene recorrido alguno desde que el Gobierno Vasco impulsó ese nuevo modelo, pero tras la experiencia guipuzcoana se abre una nueva ventana de oportunidad, que consiste en un modelo de integridad institucional- -si se me permite la expresión- de carácter «integral».

La integridad de las instituciones no solo se puede predicar en la zona alta o en los puestos de la política, sino también en el émpleo público, donde queda un largo trecho por recorrer para mejorar su infrestructura ética (ver al respecto el Post: «Función Pública y Corrupción»: https://rafaeljimenezasensio.com/)

Un aspecto importante es que este Sistema de Integridad Institucional se completa con la aprobación de un Código de Conducta y de Buenas Prácticas de los cargos públicos forales, que también por su estructura y contenido representa un modelo avanzado de concepción de tal instrument. Por ejemplo, diferencia Valores de Principios y anuda Normas de Conducta y Normas de Actuación a tales valores y principios.

Sobresale la apuesta de la Diputación Foral de Gipuzkoa por una Profesionalización de los cargos públicos forales de naturaleza directiva mediante un sistema de acreditación de competencias. Es, por tanto, un paso por profesionalizar la función directiva vinculada con los cargos más epidérmicamente en contacto con la política (Gobierno foral) que hasta ahora no ha dado ninguna Administración pública o nivel de gobierno en el Estado.

También es digno de resaltar el sistema de garantía de la aplicación del Código a través de una Comisión de Ética donde por vez primera los expertos «externos» a la Administración tienen más presencia en el citado órgano que los «internos». De ese modo la garantía de independencia del órgano se refuerza notablemente. Se prevén asimismo mecanismos de prevención y formanto de la cultura ética, así como la elaboración de Guías Aplicativas que sirvan de modelo de conducta e interpretación del alcance del Código, a imagen y semejanza de las existentes en diferentes modelos anglosajones.

En fin, un paso importante en un proceso de mejora de la infraestructura ética de la Diputación Foral de Gipuzkoa, que se convierte así en un modelo de referencia para todas aquellas instituciones que quieran caminar por la senda correcta para impulsar una Gobernanza Ética.

SE PUEDE CONSULTAR EL DOCUMENTO (SISTEMA DE INTEGRIDAD INSTITUCIONAL DE LA DIPUTACIÓN FORAL DE GIPUZKOAY DE SU SECTOR PÚBLICO) EN EL SIGUIENTE ENLACE: http://www.novagob.org/file/view/175241/sistema-de-integridad-institucional-de-la-diputacion-foral-de-gipuzkoa

LOS CÓDIGOS DE CONDUCTA EN LA LEY CATALANA DE TRANSPARENCIA

“La verdadera prueba de la excelencia personal radica en la atención que prestamos a los pequeños detalles de la conducta, la cual con tanta frecuencia descuidamos” (Epícteto)

“Naturalmente somos parciales respecto a nosotros mismos y a nuestros amigos, pero somos capaces de aprender la ventaja que resulta de una conducta más equitativa” (Hume).

“Se obedece de buena gana a quien gobierna con rectitud” (Séneca).

“Es preciso estar recto, no que te pongan recto” (Marco Aurelio)

 

I.- INTRODUCCIÓN

La Ley 19/2014, de 29 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno (LTC), regula en el Capítulo I del Título V, lo que denomina como “Código de Conducta de los altos cargos”. También el Título IV, al abordar el tema “Del registro de intereses”, se ocupa de los códigos de conducta de los grupos de intereses (artículo 49, 1 c), así como del contenido mínimo que debe tener ese código de conducta de tales grupos (artículo 51). No acaban ahí las referencias al código de conducta, puesto que en el régimen de infracciones en las que pueden incurrir los “altos cargos” también se tipifica como infracción muy grave el incumplir los principios éticos y las reglas de conducta a las que hace referencia el artículo 55.2 de la Ley (artículo 77, 3 d); aunque debe entenderse hecha la referencia al artículo 55.1) y como falta grave establece asimismo “incumplir los principios de buena conducta establecidos por las leyes y los códigos de conducta, siempre que no constituyan una infracción muy grave” (artículo 78, 3 g).

El objeto de este Estudio es, por tanto, analizar esa regulación citada, aunque tan solo en lo que respecta a los códigos de conducta de “altos cargos”, en cuanto establece una serie de obligaciones que deben cumplir las entidades locales catalanas en esta materia. Con carácter previo debe indicarse que esta obligación de aprobar códigos de conducta de tales entidades locales, aunque relativa a los “altos cargos”, no se incluye en ninguna ley previa. El legislador básico estatal de transparencia solo estableció una serie de principios generales y de actuación, buena parte de ellos de carácter ético, en el Título II de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno (LT), aplicables a “los altos cargos”, también de las entidades locales, pero no previó una obligación a las entidades locales de aprobar tales códigos. Esa ley aplicó un concepto de corto alcance de “buen gobierno” y orientado esencialmente hacia un contenido sancionador, lo que ciertamente está alejado de lo que es un marco de integridad institucional cuya finalidad principal es crear infraestructura ética y prevenir conductas que puedan erosionar la confianza de los ciudadanos en sus instituciones públicas.

Ese estrecho concepto del legislador básico ha sido reconfigurado con un carácter más abierto por el legislador catalán (al incluir una noción de buen gobierno algo más rica, pero aún muy insuficiente), si bien –como tiempo habrá de comprobar- este último ha incurrido en errores de concepto que bien pueden caracterizarse también (al igual que los cometidos por el legislador estatal) “de libro”. El más grave, sin duda, ha sido el mezclar de forma desordenada códigos de conducta con régimen sancionador.

El problema viene de lejos, pues ya el propio EBEP (en sus artículos 52 a 54) previó un código ético aplicable a los empleados públicos (entendida esta noción en sentido lato), pero al determinar los principios éticos y de conducta incluyó la referencia a que esos principios y reglas “informarán la interpretación y aplicación del régimen disciplinario de los empelados públicos”. En términos similares se expresó el artículo 26.3 de la LT, cuando también indica lo siguiente: “Los principios establecidos en este artículo informarán la interpretación y aplicación del régimen sancionador regulado en este título”.

En ambas regulaciones citadas se diferenciaban “código ético” y “régimen sancionador”, aunque se tendían esos “puentes” entre unos códigos éticos que debían ser configurados como marcos de “autorregulación” y un régimen sancionador que era expresión viva de la tipificación de infracciones y sanciones a través de la Ley; esto es, del poder coactivo del Derecho. Hubiese sido mejor no incluir normativamente tales referencias, con ello tal vez la confusión generada se habría evitado.

En todo caso, el legislador catalán, contaminado por esa normativa expuesta, ha ido más lejos; puesto que la interrelación entre códigos de conducta y régimen sancionador se ha terminado constituyendo no como una suerte de continuum, sino más bien como parte integrante de un mismo sistema; esto es, da la impresión que el incumplimiento de los valores, principios o normas de conducta de tales códigos de conducta deben terminar, siempre y en todo caso, en sanciones (o en aplicación del régimen disciplinario). La tesis que se defiende en este Estudio es que, de ser esa la lectura de la Ley, los códigos de conducta están condenados a ser instrumentos inútiles o armas arrojadizas que, en nada mejorarán, la infraestructura ética de los gobiernos locales catalanes. Se aboga, por tanto, por una lectura más prudente que deje espacio a la construcción de Marcos de Integridad Institucional en las entidades locales y que, por consiguiente, mejore la calidad ética de tales organizaciones.

No hay, ciertamente, muchas experiencias de gobiernos locales que hayan apostado hasta ahora por crear tales Marcos de Integridad Institucional. Así como, por ejemplo, en el ámbito autonómico vasco (proceso seguido por algunas Diputaciones Forales) sí que tales experiencias han comenzado a cristalizar, a través de la aprobación del Código Ético y de Conducta del Gobierno Vasco (http://www.euskadi.eus/bopv2/datos/2013/06/1302551a.shtml), así como mediante el funcionamiento de su Comisión de Ética Pública, que elaboró en su día una Memoria de la Comisión de Ética Pública (que se puede consultar en abierto a través de Irekia) dando cuenta hasta diciembre de 2014 de la resolución de 24 casos y proponiendo la reforma de algunos aspectos del Código tras sus primeros pasos, dando cuenta así del carácter “vivo” que tienen este tipo de instrumentos (Acuerdo del Gobierno Vasco de 17 de marzo de 2015).

La propia Ley vasca 1/2014, de 26 de junio, reguladora del código de conducta y de los conflictos de intereses de los cargos públicos hacía también referencia a la existencia de un código de conducta del Gobierno Vasco (que ya se había aprobado para esas fechas) enmarcado en un sistema de integridad institucional (artículo 11), como también se refería a que las Diputaciones Forales podrían elaborar tales códigos (disposición adicional primera de la citada Ley), siguiendo los principios recogidos en el Capítulo II de esa Ley (“Principios generales que rigen el código de conducta de los cargos públicos”), muchos de cuyos preceptos también eran aplicables a las entidades locales vascas, aunque en este caso no se mencionaba exactamente que tales entidades aprobarían esos Códigos. Algo que sí hace de forma expresa el Proyecto de Ley Municipal de Euskadi (actualmente en tramitación en el Parlamento Vasco).

Efectivamente, ese importante Proyecto de Ley no solo recoge en su artículo 35 una regulación de los códigos de conducta de los representantes locales de los municipios vascos, sino que además prevé dos singularidades de relieve: la primera es que los municipios vascos pueden, en ejercicio de sus potestades de autoorganización, elaborar y aprobar ese código, o, en su caso, adherirse al documento que a estos efectos pueda acordar la asociación de municipios vascos de mayor implantación; y la segunda es que se establece la posibilidad de que el código de conducta venga acompañado de “un sistema de seguimiento, control y evaluación” de su aplicación en cada entidad local.

Estos precedentes pueden ofrecer algunas soluciones interesantes para buscar una interpretación razonable del marco jurídico catalán en materia de códigos de conducta en las entidades locales, tal y como se han regulado en la propia LCT. Si, tal como parece, la ley catalana pretende reforzar “el buen gobierno” a través de estos instrumentos de autorregulación que son los códigos de conducta de altos cargos, parece razonable que las entidades locales inserten esos códigos en los citados marcos de integridad de acuerdo con las exigencias de la OCDE; y, por otro (tal como aboga, por ejemplo, el proyecto de Ley Municipal de Euskadi), es oportuno que las asociaciones de municipios sean quienes promuevan un código de conducta-tipo y un sistema de integridad común. De cumplirse ambas exigencias, el paso que se daría en la pretensión de reforzar la integridad institucional de los entes locales sería, sin duda, de gigante. Una forma de suplir, así, las deficiencias que el marco legal ofrece en esta materia.

 

II.- LOS CÓDIGOS DE CONDUCTA EN LA LEY CATALANA DE TRANSPARENCIA

 

Introducción

La LTC regula esta materia en distintos pasajes de la misma, pero sin duda a nuestros efectos es importante referirse a la obligación normativa que, de acuerdo con el artículo 55.3 de la Ley, tienen las entidades locales y sus entidades del sector público local de aprobar códigos de conducta aplicables a los altos cargos, de acuerdo con el complejo deslinde que a esta noción le da el artículo 4 de la LTC. En ese mismo artículo se indica que tales códigos de conducta deben concretar y desarrollar “los principios de actuación a los que hace referencia el apartado 1, establezca otros adicionales, en su caso, y determine las consecuencias de incumplirlos sin perjuicio del régimen sancionador establecido por esta ley”.

Debe quedar claro, por tanto, que la LTC no prevé en ningún momento que tales códigos de conducta se integren en un Marco de Integridad Institucional, pero también es obvio que no lo prohíbe, simplemente lo ignora.

En cualquier caso, la regulación de tales códigos de conducta se inserta dentro del Título “del buen gobierno”. En esto la Ley catalana es, sin duda, tributaria, de la concepción errónea (antes denunciada) en la que incurre el legislador estatal, cuando en el enunciado de la LT diferencia “transparencia” de “buen gobierno”, regulando esta última noción en el Título II de esa Ley, y además dotando al mismo de un contenido a todas luces estrambótico si se atiende a las disposiciones normativas que se encuadraron en ese Título. Entre ellas se encuentras dos tipos de reglas que han terminado por contaminar la regulación catalana. La primera es la noción de “altos cargos”, en este caso aplicada al mundo local y que no deja de ser una noción ajena a ese nivel de gobierno (artículo 25). Y la segunda es la regulación de unos denominados principios de buen gobierno, donde se incluyen unos “principios generales” y otros “principios de actuación”, aplicables ambos a los “altos cargos” y que tales principios –siguiendo el esquema trazado por el artículo 54 del EBEP- “informarán la interpretación y aplicación del régimen sancionador regulado en este título”.

Realmente, la LT no exige ni siquiera que las administraciones públicas (tampoco las locales) aprueben códigos de conducta, como tampoco cita en ningún momento tal noción. Es más, la Administración General del Estado ha derogado recientemente (a través de la Ley 3/2015, de 30 de marzo, reguladora del ejercicio del alto cargo) el código de buen gobierno de los altos cargos aprobado en 2005 por el Gobierno central. Una muestra evidente de que la sensibilidad por la política de integridad institucional por parte de la Administración del Estado se aproxima a la nada. Y una muestra también de la confusión conceptual que padecen los altos funcionarios de la Administración General del Estado en este terreno y a la que venimos haciendo referencia permanente en estas páginas.

La LTC hereda, por tanto, una mala concepción de lo que es el “buen gobierno”, aunque de forma intuitiva mejora algo el marco regulador de esa noción, puesto que da al concepto de buen gobierno una mirada más larga y en cierta medida más correcta que la establecida por el legislador básico estatal. Pero, aun así, los errores en la normativización de esta materia se repiten una y otra vez, como tiempo habrá de comprobar. Unos por herencia o contaminación de la Ley estatal y otros también por incomprensión conceptual del propio legislador catalán.

Intentemos, en consecuencia, desgranar la regulación catalana de los códigos de conducta con el fin de que, en el epígrafe ulterior, se pueda intentar extraer qué es lo que deben hacer las entidades locales catalanas para cumplir correctamente con las obligaciones legales establecidas en el citado texto.

Ámbito subjetivo de aplicación

No cabe duda que, de acuerdo con el artículo 53.3 LTC, todas las entidades locales y aquellos entes de su sector público (de acuerdo con lo establecido en el artículo 3.1 de la Ley) deben disponer de códigos de conducta aplicables a los altos cargos.

La primera cuestión polémica es qué debe entenderse por “alto cargo” en el ámbito local. Esta confusa referencia fue introducida –como se decía antes- en la LT, cuando en su artículo 25.1, segundo párrafo, establecía que “se considerarán altos cargos los que tengan tal consideración en aplicación de la normativa en materia de conflicto de intereses”. Al no existir una normativa propia de conflicto de intereses aplicable al ámbito de gobierno local, tal como ha sido explicitado antes, tal referencia hay que cubrirla con una interpretación no siempre sencilla de una regulación fragmentaria y de reenvíos que el propio legislador básico de régimen local realiza, en estos momentos focalizada hacia la Ley 3/2015, de 30 de marzo, antes citada, y que se refiere por cierto a “altos cargos de la Administración General del Estado”, ámbito subjetivo que poco o nada tiene que ver con el ejercicio de funciones representativas en el ámbito del gobierno local.

El artículo clave para interpretar el alcance de esa locución de “altos cargos” según la LTC es, sin duda, el que se refiere a los “responsables de la aplicación de esta ley” (artículo 4). En efecto, según el apartado 2 de ese artículo 4, a efectos de esta ley –y siempre referidos a las entidades locales- tienen la condición de altos cargos los siguientes:

  • Los representantes locales
  • Los titulares de los órganos superiores y directivos, de acuerdo con lo que establezca la legislación de régimen local.
  • Los titulares o miembros de los órganos de gobierno de los “organismos públicos” a los que hace referencia el artículo 3 de la LTC.

No es necesario detenerse en esta cuestión (algo que ya hice en su día en un temprano trabajo de análisis de la LTC publicado por la ACM y la FMC en sus respectivas páginas Web), pero a modo de síntesis cabe apreciar los siguientes extremos en lo que respecta a la noción de alto cargo y, por tanto, a la obligación de aprobar códigos de conducta por parte de las entidades locales que alcance a estos:

  • Los cargos representativos locales, de representación directa en los municipios o indirecta en otras entidades locales (diputaciones, mancomunidades, comarcas, área metropolitana), son altos cargos y, por tanto, deben incorporarse al ámbito subjetivo de los códigos de conducta que aprueben sus respectivas entidades.
  • El concepto más difícil de definir en sus contornos es el de “titulares de los órganos superiores y directivos” de las entidades locales, pues esta noción nos reconduce a los municipios de gran población (en Cataluña tan solo tiene esa condición el ayuntamiento de l’Hospitalet de Llobregat). Pero en estos los titulares de órganos superiores son “políticos” (representantes del equipo de gobierno), por lo que en este caso la referencia es superflua; mientras que los titulares de los órganos directivos serán sin duda los que se recogen en el artículo 130 de la LBRL. Esa noción cabe extenderla en estos momentos, de conformidad con lo que prevé el artículo 32 bis LBRL, al personal directivo de las Diputaciones, puesto que también son titulares de órganos directivos (aunque esté muy mal recogido ese alcance en el enunciado normativo). Los problemas se sitúan en relación con la delimitación de esa noción en el régimen especial del Ayuntamiento de Barcelona, aunque en este caso debería entenderse que es el personal directivo y de alta dirección tal como aparece recogido en el artículo 52.1 d) de la Ley 22/1998, de 30 de diciembre (artículo reformado a través de la Ley 18/2014, de 23 de diciembre). Más difuminado, dada su indeterminación es qué se debe entender por alto cargo titular de órgano directivo en el Área Metropolitana, aunque tal vez en este caso haya de aplicar lo que establece la disposición adicional decimoquinta de la LBRL. Tampoco está claro cuál es el alcance de la expresión en su aplicación a las Comarcas, puesto que la Gerencia de estas se cubre con personal eventual, si bien habría que entender que este tiene esa condición de titular de un órgano directivo. Y, en fin, en los municipios de régimen común cabe entender por tales –con todas las imprecisiones que su alcance genera- los titulares de órganos directivos en los términos establecidos en la disposición adicional decimoquinta de la LBRL. El tema no es menor, puesto que a quien tenga la condición de “alto cargo” se le aplicaría el régimen sancionador de la LTC. De ahí que, a nuestro juicio, debe hacerse una interpretación restrictiva de esa noción, sobre todo cuando sean empleados públicos o funcionarios quienes desempeñen esas funciones directivas o sean titulares de un órgano directivo. Por ejemplo, los funcionarios con habilitación de carácter nacional que son titulares de órganos directivos en los municipios de gran población o en las diputaciones, no tendrían la condición de “altos cargos” a los efectos de la aplicación de la LTC, puesto que, de ser así, se les aplicaría de forma preferente el régimen sancionador previsto en tal norma, cuando por su condición y estatus tienen un régimen disciplinario específico. Por consiguiente, tampoco a estos funcionarios se les debería aplicar el código de conducta de altos cargos, sino, en su caso, el código de conducta que se pudiera establecer para los empleados públicos, salvo que se indicara que en el caso de aplicación del régimen sancionador este se sustanciaría por los cauces previstos en la normativa de función pública.
  • El tercer colectivo que se le aplica subjetivamente el código de conducta de altos cargos a tenor de lo establecido en el artículo 4 sería el personal directivo de máxima responsabilidad de las entidades del sector público local vinculadas, dependientes o adscritas a la entidad local matriz, como es el caso de organismos autónomos, entidades públicas empresariales, empresas públicas, fundaciones o consorcios. En este punto la LTC no parece ofrecer margen de duda al respecto, aunque la terminología que emplea (“otros organismos públicos”) no sea la más acertada conceptualmente desde el punto de vista local (imprecisión que se subsana por el propio contenido del artículo 3 LTC).

Tal como se decía, es importante definir el alcance de esa noción “alto cargo” para acotar de forma precisa a quiénes se aplica el código de conducta que apruebe la entidad local. En todo caso, la LTC, siguiendo en este punto la senda de la LT, ha optado por una concepción estrecha de la Integridad Institucional, ya que limita los códigos de conducta solo al personal político y directivo (en los términos expuestos) de las entidades locales y de su sector público, sin incorporar al personal al servicio de las entidades locales a esa noción de “integridad” que, tal como se ha dicho, debe predicarse de la institución en su conjunto y no solo de quienes ocupan la zona alta de la misma. En este punto la OCDE ha sido siempre muy precisa. Además, es un error de perspectiva (que distorsiona el problema) focalizar la integridad solo en la zona alta, pues se presume así que los grandes incumplidores de esas normas de conducta son los políticos o altos directivos, mientras que el resto de los empleados públicos tienen conductas siempre adecuadas a la legalidad y a la ética. La multiplicación de conductas antiproductivas en el empleo público desmiente completamente esa apreciación y tal vez exigiría cambiar el prisma del enfoque del problema, situando este también en el terreno de la política de recursos humanos de cada institución.

Principios de actuación y códigos de conducta

La LTC diferencia entre “Principios de actuación” (artículo 55.1) y códigos de conducta (artículo 55.3). No son conceptos excluyentes, sino complementarios. En efecto, tal como prevé el artículo 55.3, el código de conducta “concreta y desarrolla los principios de actuación a los que hace referencia el apartado 1” de ese mismo precepto.

Bajo esa noción de “principios de actuación”, sin duda genérica y probablemente poco acertada, se encuadran lo que la LTC denomina de forma más acertada “principios éticos y reglas de conducta”. En este último punto la LTC también es tributaria de la LT, pero ha sido más precisa al incorporar la noción de “principios éticos” y más desafortunada en otros casos (recoger los principios éticos y las reglas de conducta de forma indiferenciada).

En verdad, dentro de ese paraguas de principios éticos y reglas de conducta se insertan cuestiones que están estrechamente ligadas al cumplimiento del ordenamiento constitucional y legal o al respeto y protección de los derechos fundamentales que son presupuestos básicos del Estado Constitucional de Derecho que no deberían reiterarse en ningún tipo de código de conducta ni tampoco en esos enunciados, pero el legislador estatal básico tanto en el EBEP como en la LT también lo hizo, sentando un discutible precedente.

Luego en el propio artículo 55.1 se insertan una serie de principios que, de forma desordenada, algunos tienen contenido ético o de conducta (transparencia, imparcialidad, rendición de cuentas, deber de abstención, exclusión de obsequios que puedan comprometer el ejercicio de sus funciones, etc.) y otros son reglas de buen gobierno o buena administración desde un punto de vista funcional (legalidad presupuestaria, calidad de los servicios, buena fe). También hay algún principio muy discutible desde la óptica de los representantes locales (“el ejercicio del cargo con dedicación absoluta, de acuerdo con lo que establece la legislación sobre incompatibilidades”; pues ello solo se produce en algunos casos).

Realmente ese conjunto de principios éticos y reglas de conducta tienen una configuración muy vaga o abierta, aunque algunos sitúan el foco de atención sobre el ejercicio imparcial, objetivo y desinteresado de las funciones públicas representativas o ejecutivas, reconduciendo el problema hacia uno de los temas más importantes, pero regulados en el ámbito de los códigos de conducta de las entidades locales: los conflictos de interés.

Por consiguiente, es obvio que los códigos de conducta que elaboren las entidades locales deberán recoger de forma expresa o implícita tales principios éticos y reglas de conducta que se prevén en el artículo 55.1 LTC. Pero eso no es que sea difícil hacerlo, sino que sencillamente es inevitable. En efecto, cuando se redacten los códigos de conducta, como ya se ha dicho, se deberán fijar Valores o Principios, así como Normas de Conducta o de Actuación. Y en ese proceso de determinación de Valores, Principios y Normas, no cabe duda que estarán presentes de forma directa o indirecta, con toda seguridad de forma más sistematizada, esos principios recogidos en la Ley catalana.

No puede pretenderse elaborar un código de conducta sin que haga referencia expresa a Valores como la Integridad, la Transparencia, la Objetividad (mejor que la Imparcialidad, sobre todo si se aplica a órganos políticos), la Responsabilidad (rendición de cuentas), el Desinterés subjetivo; o a Principios de Actuación como la Eficacia y Eficiencia.

Tampoco sería razonable que un código de conducta no recogiera de forma directa o con otro enunciado, tal como se establece en la propia LTC (artículo 55.1), cuestiones tan básicas como las siguientes:

  • “El ejercicio del cargo en beneficio exclusivo de los intereses públicos, sin llevar a cabo ninguna actividad que pueda entrar en conflicto con ellos”
  • “La exclusión de cualquier obsequio de valor, favor o servicio que se les pueda ofrecer por razón del cargo o que pueda comprometer la ejecución de sus funciones.
  • “El deber de abstenerse de intervenir en los asuntos de su competencia cuando concurra alguno de los supuestos de abstención que establece la Ley” (aunque esta es una exigencia legal, más que ética)
  • “Mantener la debida reserva respecto de los hechos o informaciones conocidas por razón del ejercicio de sus competencias”.

La singularidad de la LTC en este punto radica en que establece una obligación dirigida a las entidades locales y a los entes de sus sector público en virtud de la cual tales principios éticos y de actuación (obviamente de forma modulada, pues muchos directamente no podrían ser exigidos a entidades privadas o empresas o profesionales) se han de incluir en los pliegos de cláusulas contractuales y en las bases de convocatoria de subvenciones y ayudas, previendo además las consecuencias de los eventuales incumplimientos. La idea es interesante, pero su aplicación o efectividad será más compleja. Por un lado, no es fácil definir qué principios éticos y de actuación de deben trasladar a cada pliego o bases de subvenciones y ayudas, pues se habrá de diferenciar mucho en función del objeto. Por otro, sin existir –como no existe- tradición aplicativa de los códigos de conducta, extender esos principios a entidades privadas o empresas no deja de ser una ilusión óptica, que apenas tendrá (al menos en sus inicios) consecuencias efectivas. Tal vez habría que incidir en algunos puntos nucleares tales como la transparencia, la igualdad de trato, la utilización de la información y el deber de reserva, como elementos que conforman una base común y pueden aplicarse a la generalidad de los supuestos, incorporándose en los pliegos o bases y dejando algunos otros para casos concretos.

La regulación de los códigos de conducta de altos cargos en la LTC es ciertamente muy escueta. Es incluso de menor intensidad regulatoria (aspecto al menos paradójico) que la prevista para los códigos de conducta de los grupos de interés. Sin embargo sus efectos legales son más incisivos, al menos potencialmente, en cuanto que se anudan –como ya se ha dicho y veremos de inmediato- al régimen sancionador.

El artículo 55.3 LTC, al que se ha hecho reiterada mención, es el precepto clave. Este apartado tercero del artículo 55 solo nos dice que hay una obligación legal para las entidades locales y los entes de su sector público de aprobar códigos para “los altos cargos”. No nos dice, sin embargo, si deben aprobar uno o varios códigos según entidades (por ejemplo, de la entidad local, por un lado; y de las entidades de su sector público; por otro) o según colectivos (por ejemplo, códigos de cargos políticos representativos; códigos del equipo de gobierno; códigos de personal directivo),

Tampoco nos dice nada apenas sobre el contenido de tales códigos. Únicamente que deben concretar y desarrollar los principios de actuación a los que hace referencia el artículo 55.1 LTC, estableciendo, en su caso, otros principios adicionales.

Uno de los puntos críticos de esta regulación es que tales códigos de conducta deben determinar las consecuencias de incumplir tales principios éticos y reglas de conducta, sin perjuicio –añade- del régimen sancionador establecido por esta Ley. Conviene detenerse en este aspecto.

Como ya ha sido expuesto anteriormente, no conviene mezclar o confundir lo que son marcos normativos que regulen la Integridad Institucional con los marcos éticos o de autorregulación. Esta es una diferencia sustantiva y un presupuesto conceptual necesario para no arruinar de entrada el potencial preventivo y de mejora de las infraestructuras éticas de las organizaciones públicas que tienen los códigos de conducta. Los primeros (los marcos normativos legales) tienen un alto componente coactivo, propio de la fuerza normativa del Derecho y del Estado que avala su cumplimiento, mientas que los segundos (códigos éticos o de conducta) se caracterizan por su carácter autorregulador, preventivo y de internalización en las conductas cotidianas a través de la práctica.

Una lectura inadecuada de la LTC podría conducir a negar la virtualidad o efectividad de los códigos de conducta como elementos propios de un Marco de Integridad Institucional, al pretender dotar a aquellos de un “valor normativo” en cuanto que son una manifestación de la aplicación del régimen sancionador previsto en la propia LTC. Si esta es la lectura de la LTC, los códigos de conducta como medios de prevención, de desarrollo de la integridad institucional y de mejora ética, están conducidos al fracaso más absoluto.

El error puede estar inducido por la propia regulación de la LTC, siempre que no se encuadre esta en un marco conceptual adecuado. Efectivamente, la LTC prevé en el Capítulo II del Título VII (Sistema de garantías) un régimen sancionador de enorme dureza (inspirado en la tipificación de las sanciones, no en la tipificación de las infracciones, en la propia normativa básica estatal; esto es, en la LT). Así, en el artículo 77.3.b) tipifica como infracción muy grave en materia de buen gobierno el “incumplir los principios éticos y las reglas de conducta a que hace referencia el artículo 55” de la LT.

Si se ha seguido atentamente lo expuesto, bien se podrá deducir que en ese artículo 55.1 se recogen una serie de principios éticos de carácter general (transparencia, imparcialidad, rendición de cuentas, etc.), pero también un conjunto de “reglas o normas de conducta” que, con esa u otra formulación, se recogerán en los códigos de conducta. Esta tipificación por reenvío complica sobremanera el sentido y alcance de los códigos de conducta, pues por ejemplo si se incurre en una conducta que suponga “la exclusión de cualquier obsequio de valor, favor o servicio que se les pueda ofrecer por razón del cargo o que pueda comprometer la ejecución de sus funciones” se debería aplicar el régimen de infracciones y no el código de conducta (aunque la expresión “sin perjuicio” de ese mismo artículo 53.3 in fine podría dar algo de aliento a los códigos de conducta frente al régimen sancionador; pero el legislador catalán no lo ha puesto fácil).

A mi juicio, esta tipificación de infracciones por reenvío es un error grave y debería ser interpretada con un carácter absolutamente restrictivo, a riesgo en caso contrario de convertir la función de los códigos éticos en pura ceniza. En la mayor parte de los casos, dada la ambigüedad de los principios y su amplio alcance, tipificar una conducta como infracción muy grave será prácticamente imposible. Pero puede haber supuestos en los que se incurra en la tentación de subsumir los comportamientos o actitudes de los altos cargos en una regla de conducta concreta y aplicarles así un régimen de sanciones que puede ser sencillamente desproporcionado para lo que se intenta paliar.

Si la cuestión anterior no es menor, tampoco lo es la caracterización como infracción grave en materia de buen gobierno (artículo 78.3, g) LTC) el “incumplir los principios de buena conducta establecidos por las leyes y los códigos de conducta, siempre que no constituyan una infracción muy grave”. Dejemos ahora de lado esa tipificación de “los principios de buena conducta establecidos por las leyes” (enunciado tan genérico que resultará prácticamente imposible concretar en su alcance), pero detengámonos en “el incumplimiento de los códigos de conducta”, formulación amplia también donde las haya. ¿Ello significa que cualquier infracción por mínima que sea de los códigos de conducta (valores y normas de conducta) debería ser tipificada como infracción grave? Obviamente esa interpretación no puede ser razonable, pues convertiría los códigos de conducta en un instrumento alejado completamente de su función tradicional.

En efecto, si ese tipo de infracción se ha de interpretar en el sentido de que cualquier incumplimiento de los códigos de conducta conlleva la comisión de una falta grave y, por tanto, la incoación de un expediente y la imposición de la preceptiva sanción, se habrán enterrado de raíz la utilidad y función de los códigos éticos o de conducta en la administración local catalana.

Téngase en cuenta que el régimen sancionador aplicable a estos altos cargos es (al menos en sus términos formales) de una dureza supina (trasladado de un régimen sancionador de la LT, que no se está aplicando en ningún caso). Por ejemplo, en el caso de infracciones muy graves prevé sanciones de multa entre 6.001 y 12.000 euros si son representantes políticos locales, o además la destitución del cargo o la inhabilitación para ocupar un alto cargo durante un período de entre un año y cinco años si son titulares de órganos directivos o máximos responsables de las entidades del sector público local. En el supuesto de que se trate de infracciones graves, las cuantías de la multa van desde 600 a 6.000 euros, mientras que la inhabilitación (no aplicable a los cargos representativos) alcanza a un período de un año, mientras que la suspensión del ejercicio del cargo de tres a seis meses es francamente imposible de aplicar en cargos directivos de nombramiento discrecional y de confianza política, como son los titulares de los órganos directivos.

Pero siendo lo anterior un enfoque inadecuado, no lo es menos tal y como se estructura el procedimiento sancionador en cuanto a órganos o instituciones que lo pueden estimular o activar, así como a cuáles son los órganos que lo incoan o resuelven. Los riesgos de mala utilización política o de una utilización desviada o torticera sobre el contenido de los códigos de conducta es elevadísima si no se actúa con la prudencia necesaria y se lleva a cabo una interpretación cabal y razonable de tales previsiones. Cabe presumir que las instituciones que la LTC reconoce como “palancas” para instar la incoación de esos procedimientos sancionadores actuaran con sentido institucional y llevando a cabo una correcta interpretación del alcance de la norma, pero los peligros están ahí. Y nadie puede cerrar los ojos a ellos.

No cabe olvidar que, si se hace una lectura literal de tales infracciones, significaría que el incumplimiento de los principios éticos y reglas de conducta recogidos en el artículo 55,1 LTC, así como de las normas de conducta de los códigos que se aprueben, podrían dar lugar a que se formularan denuncias de “particulares” ante la Oficina Antifrau, el Sindic de Greuges o la Sindicatura de Comptes y que estas instituciones podrían instar, en su caso, la incoación de expedientes disciplinarios a la respectiva entidad local, que debería motivar, cuando así se decida, la no incoación. No es probable que esas instituciones hagan una lectura inadecuada de la Ley y atiendan a denuncias que se funden en una interpretación literal de los tipos de infracción expuestos, pero –insistimos- tampoco es imposible que pueda ocurrir en alguna ocasión. Si así fuera, se debe tener en cuenta que si se instara la incoación de un expediente disciplinario al Alcalde o Alcaldesa o Presidente o Presidenta, el órgano competente para acordar tal incoación sería el Pleno, por lo que una cuestión como es la aplicación de los principios o normas de conducta de un código ético se politizarían, algo que es absolutamente no recomendable, pues utilizar la ética pública como arma arrojadiza del debate político supondría desactivar todos los efectos positivos que tienen los Marcos de Integridad Institucional y los propios códigos éticos o normas de conducta. Lo mismo se produciría en el caso de la imposición de las sanciones, pues el órgano competente en el caso de los cargos representativos y de los directivos es en estos supuestos el propio Pleno.

Pero los problemas de este régimen sancionador no acaban aquí. Se expanden de forma hartamente negativa también sobre el empleo público y llenan de sombras incluso la aplicación de los principios éticos y de conducta recogidos en el propio EBEP, aunque esta sería una interpretación que cabría descartar de inmediato. Me explico.

El régimen de infracciones previsto en los artículos 76 y siguientes de la LTC se aplica también a los empleados públicos. Dicho de otra manera: aunque la normativa sancionadora de la función pública y del empleo público no recoge esos tipos de infracción a la transparencia, el derecho de acceso a la información pública y el buen gobierno, la LTC es muy clara al respecto: “Las sanciones aplicables al personal al servicio de las administraciones públicas por la comisión de infracciones tipificadas por esta ley son las establecidas por la legislación de función pública con relación a las faltas disciplinarias” (artículo 82.1). Por tanto, la LTC ha tipificado un buen número de infracciones que, por incumplimiento de las obligaciones y mandatos de la propia ley, se aplicarán también a los empleados públicos. Un aspecto nada menor, pues implica, efectivamente, una aplicación directa a los empleados públicos del régimen de infracciones previsto en la LTC, con reenvío únicamente para la imposición de las sanciones a lo previsto en la normativa de función pública. La anomia de tipos de infracción que contiene la legislación básica de transparencia, ha sido en este caso cubierta con creces por el legislador catalán.

Por lo que afecta a los códigos éticos o de conducta esa regla supone, en principio, unas claras consecuencias de “efecto de desaliento” para que se apruebe un Marco de Integridad Institucional también aplicables a los empleados públicos mediante la inserción de un Código de Conducta, pues las infracciones a ese código tendrían en este caso la naturaleza de infracciones graves a las que se anudarían las correspondientes sanciones. Se cierra de un portazo, por tanto, extender los Códigos deontológicos al empleo público. Grave y miope. Por tanto, pretender atajar las conductas antiproductivas a través de códigos de conducta en el empleo público se convierte en Cataluña en una misión casi imposible. Los sindicatos (intuyo), tal como está planteado el problema en la propia LTC, nunca aceptarían ese viaje a ninguna parte. Además, se puede plantear la duda de si el código ético previsto en los articulo 52 a 54 del EBEP cabe entenderlo recogido en esa remisión que se hace en el artículo 78.3 g). Opino que una interpretación restrictiva sería la adecuada en este caso y, por tanto, considerar que esa referencia a los “códigos de conducta” está hecha a los códigos regulados en el artículo 55.3, pero no es extensiva a los códigos de la función pública ni a los principios establecidos en el EBEP, aunque la referencia que se hace en esa misma letra g) a “los principios de buena conducta establecidos por las leyes” puede llamar a confusión.

En suma, la LTC ha optado por incorporar una lectura de la ética pública aplicada a las instituciones marcadamente influida por un régimen sancionador muy duro y construido en clave “negativa” (esto es, que reprende las conductas una vez que estas se han cometido, como cualquier régimen sancionador que se precie), obviando el dato de que la Integridad Institucional y la Ética Pública deben apostar siempre por una construcción en clave “positiva” (prevención y mejora de la infraestructura ética de las organizaciones).

Esa lectura tan restrictiva y poco acertada conduce, además, a restringir el campo de acción de los códigos de conducta como elementos nucleares de un Marco de Integridad Institucional, haciéndoles perder su contenido marcadamente autorregular o preventivo y acentuando sus rasgos normativos-coactivos, así como sancionadores.

Este diseño legal equivocado conduce derechamente a una suerte de invitación “al desaliento” o, pero aún, al “desuso”; esto es, no anima –sino más bien encoge la predisposición- a elaborar códigos por parte de las entidades locales o de los diferentes equipos de gobierno, puesto que saben que más que un instrumento de refuerzo de la buena gobernanza puede ser una fuente inagotable de problemas y conflictos. La política “arrugada”, tan presente en nuestro contexto, tendrá una y mil razones para no meterse en esta aventura. No lo han puesto fácil.

Solo hay dos formas de salir airosos de este problema creado por el propio legislador catalán, poco o nada consciente de los perturbadores efectos que el modelo diseñado acarrea (por cierto, alejado diametralmente de las buenas prácticas en esta materia que ya se están llevando a cabo en algunas instituciones públicas, también locales; por ejemplo en el Euskadi, tal como se ha expuesto en la introducción a este trabajo). La primera la más operativa es derogar las dos tipificaciones indicadas: letra e) del artículo 77.3 y letra g) del artículo 78.3 LTC. Es la más expeditiva, pero la más efectiva en sus resultados si se quiere construir en los gobiernos locales de Cataluña Sistemas de Integridad Institucional que sean similares a los existentes en las democracias avanzadas.

La segunda, más sofisticada pero también transitable, es interpretar esos tipos de infracción de forma muy restrictiva y solo como resultado de la aplicación de los Códigos de Conducta a través de las Comisiones o Comisionados de Ética, órganos que serán los que, una vez analizadas las conductas infractoras del Código, solo en los casos de gravedad clara y manifiesta podrán instar al órgano competente la incoación de los expedientes disciplinarios, pero pudiendo proponer –en el caso por ejemplo del personal directivo- que, ante la gravedad de los hechos, se opte por la dimisión del cargo afectado y se evite de esa manera la incoación de un expediente disciplinario. Esto no soluciona, sin embargo, el que se puedan utilizar torticeramente los Códigos de Conducta como arma arrojadiza desde el punto de vista político o que se lleven a cabo acciones de instar la incoación de expedientes disciplinarios por incumplimiento de lo establecido en los principios éticos y de conducta y en los propios códigos. Flaco favor que ha hecho el Parlamento a la Integridad Institucional en Cataluña. Tal vez con el paso de los años se den cuenta, aunque a tenor de un debate público que mantuve en su día con una persona que estuvo en la Comisión parlamentaria que elaboró la proposición de ley no parece que esa enmienda de la Ley sea viable a corto plazo.

En cualquier caso, por paradójico que parezca, esa regulación tan dura de los códigos de conducta vinculados estrechamente con el régimen sancionador puede ser una ventana de oportunidad para crear de forma efectiva Marcos de Integridad Institucional. En efecto, si se aprueban códigos de conducta que dispongan de un sistema de seguimiento, evaluación y control, así como de una instancia que dirima los dilemas éticos, las quejas y denuncias (Comisión de Ética Pública o Comisionado de Ética Pública), se estaría conformando a través de esta vía una infraestructura ética que serviría de filtro antes de que se pusiera en marcha el régimen sancionador, actuando como una suerte de “amortiguador institucional” y evitando “hacer sangre” donde con una advertencia o medidas más proporcionadas dirigidas a mejorar la calidad ética de la organización sería suficiente”.

Dicho de otra manera, ante cualquier demanda de instar la incoación de un expediente sancionador o incluso de oficio (promovida, por ejemplo, por el Sindic de Greuge, la Agencia Antifrau o la Sindicatura de Comptes: artículo 87 LTC), tales iniciativas se someterían al conocimiento previo del órgano de garantía del sistema de gestión ética (Comisión o Comisionado) para que, una vez valoradas las conductas, aplicara el código y las propuesta allí contenidas o, en su caso, promoviera o instara la incoación del expediente sancionador en aquellos casos que requirieran una gravedad evidente.

Esta sería, tal vez, una forma de cohonestar las exigencias legales de la LTC con un formato de códigos de conducta insertos en un marco de integridad institucional, como el antes indicado.

III.- ALGUNOS PLANTEAMIENTOS PRÁCTICOS: ¿QUÉ HACER PARA APLICAR LA LEY CATALANA DE TRANSPARENCIA EN ESTA MATERIA POR LAS ENTIDADES LOCALES?

 Introducción

Una vez planteado el marco jurídico y los problemas que puede suscitar su aplicación, corresponde ahora adentrarse en la definición de unas líneas generales de cuáles son los pasos que se han de dar para aplicar la Ley catalana de Transparencia por las entidades locales en esta materia.

Vaya por delante que lo que aquí sigue es un planteamiento general de carácter metodológico sobre cómo aprobar los códigos éticos o de conducta por parte de las entidades locales catalanas, pero inclinándonos en todo caso por insertar esos códigos en un Marco de Integridad Institucional en los términos expresados al inicio de este trabajo.

En efecto, la tesis de la que se parte es que tiene poco valor añadido, por no decir ninguno, aprobar códigos de conducta por los órganos competentes, si estos códigos no se insertan en esos Marcos de Integridad antes citados. Por tanto, lo que en estos momentos se plantea es una suerte de árbol de decisiones que toda entidad local debería abordar antes de lanzarse a la aprobación de tales códigos.

En cualquier caso, debe quedar claro que la opción legal (esto es, la obligación que se establece en la LTC) solo requiere la aprobación de los códigos de conducta de altos cargos. Nada más. Previsiblemente, la evaluación que del cumplimiento de la Ley por las entidades locales debe hacer el Síndic de Greuges (Título VIII de la LTC; artículos 91 a 93) solo se detendrá en la existencia de tales códigos. Pero si este fuera el canon de evaluación (que desde una perspectiva legal-formal es el que cabe exigir) no cabe duda que, de acuerdo con lo expuesto en la primera parte de esta ponencia, sería una aportación muy pobre. De todos modos, esa evaluación, como reconoce el artículo 91 LTC, se extiende asimismo a “las obligaciones y medidas de buen gobierno”, entre las que están la aprobación de los códigos de conducta de altos cargos.

Pautas para la elaboración de un Código de Conducta en las entidades locales.

En relación con el proceso de elaboración y aprobación de un código de conducta de altos cargos por las entidades locales catalanas, se plantean una serie de cuestiones que conviene desvelar desde sus inicios:

  • Con carácter previo es oportuno resaltar que los códigos de conducta no son, como venimos insistiendo, normas jurídicas, sino mecanismos de autorregulación de conductas. Esta idea se ve hasta cierto punto oscurecida por las conexiones que la LTC establece entre código de conducta y régimen sancionador. Pero se debería diseccionar claramente lo que es una disposición normativa de carácter general y lo que es un código de conducta. Ello tiene implicaciones evidentes en el procedimiento de aprobación y en la formalización de ese proceso. No se considera correcto ni adecuado formalizar los códigos de conducta como Reglamentos municipales, ni que se aprueben con el carácter de disposiciones generales de ámbito local por el órgano plenario. Su aprobación se debe producir a través de Acuerdos del Pleno o, en aquellos casos que limiten su aplicabilidad al equipo de gobierno y personal directivo, por Acuerdos de la Junta de Gobierno Local o por resoluciones de la Alcaldía o Presidencia.
  • Una primera pauta es decidir si se elabora un código de conducta para todos “los altos cargos” de la entidad local o se elaboran códigos distintos en función de los destinatarios. Las soluciones comparadas (de benchmarking) son muy distintas entre sí, pues hay modelo que optan por segmentar los códigos en función de destinatarios (políticos, asesores, directivos o funcionarios), mientras que otros caminan hacia sistemas más integrales (esto es, códigos que se aplican a todos los colectivos, aunque también se establecen diferencias en su alcance según colectivos). En el ámbito local, por ejemplo, el código de buen gobierno de la FEMP incluye en su seno, sin distinción, a cargos representativos y a personal directivo. Sin embargo, el código del Ayuntamiento de Bilbao (basado en este punto en el borrador de código de EUDEL) se inclina por diferenciar la aplicabilidad del código en algunos momentos según cuáles sean sus destinatarios (cargos representativos del equipo de gobierno y personal directivo, por un lado; cargos representativos de la oposición, por otro). Es una de las primeras decisiones críticas. La LTC no se inclina por ninguna opción, dejando libre por tanto ese espacio de decisión.
  • Una segunda pauta de elaboración es la que afecta a la exclusiva aprobación de un código de conducta o a la inserción de este en un marco de integridad institucional. Cabe subrayar que, como antes se ha dicho, un código de conducta que no se inserte en un Marco de Integridad Institucional se transforma en un “código declarativo” o puramente “cosmético”. Por tanto, en nada mejora la infraestructura ética de la organización. Hay algunos códigos que no tienen marcos de integridad institucional desarrollados (por ejemplo, el de la FEMP) y otros que establecen un sistema completo que se integra en esos marcos de integridad institucional (es el caso del reciento código del Ayuntamiento de Bilbao, aprobado por el Pleno en noviembre de 2015). Los códigos de conducta se deben enmarcar en esa política (a la que antes hacíamos referencia) de “compliance”, que pretender prevenir, definir marcos de riesgo y salvaguardar no solo el cumplimiento de la legalidad sino además adoptar medidas que eviten cualquier desviación creando esa infraestructura ética a la que se hacía referencia anteriormente. Los Marcos de Integridad Institucional son un ejemplo diáfano de una apuesta de la ética institucional como ética aplicada. En otras palabras, transforman los códigos enunciativos en códigos aplicativos que tienen o producen efectos y consecuencias sobre el clima ético de la organización. Ello trae como consecuencia que solo en casos extremos a los códigos éticos se le anuden consecuencias traumáticas, pues su función principal –a diferencia de las leyes sancionadoras- no es esa, sino la de crear cultura de mejora continua de la ética organizativa y de las conductas de los destinatarios de esos valores, principios o reglas, así como de prevenir desviaciones de conducta que puedan lesionar la imagen de la institución, que es lo importante a preservar a fin de cuentas. Por tanto, a través de los mecanismos de garantía los códigos ayudan a ese fortalecimiento ético de la institución y de las personas que allí desempeñan sus funciones.
  • ¿Qué elementos básicos ha de tener un Marco de Integridad Institucional? Es un aspecto que ya ha sido tratado en pasajes anteriores, pero sucintamente conviene volver a recordar los más relevantes:
    • Establecer un código ético o de conducta, o incluso varios códigos de conducta según los segmentos a los que vayan dirigidos.
    • Prever una batería de elementos de difusión y promoción de valores y normas de conducta (talleres, programas formativos, publicaciones, medios audiovisuales), campañas de comunicación) , así como de medidas preventivas (que vayan encaminadas a atajar los marcos de riesgo).
    • Determinar procedimientos, cauces y canales de planteamiento y resolución de dilemas éticos, quejas y denuncias sobre aspectos de la aplicabilidad del código.
    • Implantar un Comisión Ética o un Comisionado que vele por el cumplimiento efectivo del código.
    • Configurar un sistema de seguimiento y evaluación del código, con memorias anuales o guías aplicativas que establezcan protocolos interpretativos.
  • ¿Y cuáles serían los contenidos esenciales que debe tener un código de conducta? Dicho de otra manera, ¿qué debe regular un código de conducta? También ha sido abordado este punto. En relación a estas preguntas se pueden ofrecer las siguientes respuestas:
    • Un código ético o de conducta debe definir bien cuál es su naturaleza (autorregulación), finalidad y objeto (mejora de la infraestructura ética de la organización y, en última instancia represión o reprobación de aquellas conductas que no se ajusten a los valores, principios y normas contenidos en los códigos).
    • Asimismo, es muy importante que se acote exactamente el ámbito de aplicación subjetivo (cargos representativos, equipo de gobierno, personal directivo, personal eventual, en su caso, etc.) y objetivo (Administración municipal, entidades de su sector público). En relación a la elaboración de un Código único para “los altos cargos” de la entidad local, se deberá precisar qué alcance tiene esa expresión y si todos los valores, principios o normas de conducta se aplican al conjunto de colectivos o se individualiza la aplicación de algunas de ellas en función de la procedencia de la persona (representante municipal del equipo de gobierno, de la oposición o personal directivo). La intensidad aplicativa puede ser muy distinta en cuanto a obligaciones, normas deontológicas o exigencias de cumplimiento de determinadas normas.
    • Enunciar lo que son los Valores éticos o de integridad institucional, a través de su enunciado (por ejemplo, integridad, ejemplaridad, objetividad, desinterés subjetivo, responsabilidad, respeto, etc.), pero también mediante una definición de su alcance.
    • Establecer Normas de conducta que se anuden a tales Valores éticos y, por tanto, que desglosen estándares de conducta adecuados para realizar plenamente tales valores (los códigos de conducta deben evitar recoger enunciados negativos o prohibiciones, salvo cuando ello sea inevitable por no haber otra alternativa de carácter más constructivo).
    • Si el código que se pretende aprobar es no solo “de conducta” sino también de “buen gobierno”, es necesario incluir Principios de Buen Gobierno, con su respectivo enunciado (por ejemplo, eficacia, eficiencia, transparencia, gestión por resultados, etc.) y definiendo razonablemente sus contornos.
    • Asimismo, si se enuncian Principios de Buen Gobierno, se les debe anudar a los mismos Normas de actuación que, a diferencia de las normas de conducta, son directivas para una buena gestión, aunque en algunos casos, por determinación legal o reglamentaria, puedan implicar obligaciones de cumplimiento (como es el caso de la transparencia o de la sostenibilidad financiera).
    • En el enunciado de los valores y principios se deben obviar las referencias a principios constitucionales u obligaciones legales (por ejemplo, respeto a la Constitución y las Leyes; tutela de los derechos fundamentales; etc.). Aunque la LT y la LTC hacen hincapié en esos puntos. No son parte sustantiva de los códigos de conducta, pues son principios o exigencias constitucionales o legales.
    • La determinación de las Normas de conducta es el aspecto más crítico y complejo a la hora de elaborar un código. Los códigos éticos y de conducta son de muchos tipos. Hay códigos con pocos valores (por ejemplo, el Civil Service Code de 1995: imparcialidad, objetividad, integridad y honestidad), mientras que otros multiplican los valores o principios, poniendo, como decía Innerarity, “todo manchado de principios” (por ejemplo, el artículo 52 EBEP, que mezcla ambas categorías de principios éticos y de actuación, aunque formalmente las diferencia). También hay códigos muy detallados en cuanto a normas de conducta, mientras que otros son más abiertos en su enunciado. Los códigos anglosajones son de la primera opción, mientras que los continentales de la segunda. Es una decisión política que, en cualquier caso, se puede corregir posteriormente mediante la elaboración de “Guías aplicativas”, que son elaboradas normalmente por los Comisionados o las Comisiones de Ética.
    • La pieza de cierre de la regulación del código es que, sin perjuicio de que en este se prevean sistemas de fomento, prevención y formación (o difusión de sus contenidos), así como procedimientos o cauces para plantear dilemas éticos, consultas o quejas, debe existir una Comisión de Ética o, al menos, un Comisionado de Ética, con funciones de resolver esas consultas, dilemas, quejas o denuncias, llevar a cabo el seguimiento del código y proponer las modificaciones que procedan, así como elaborar una Memoria anual o realizar un evaluación anual de su cumplimiento (sin perjuicio, de evaluaciones externas). Este elemento es fundamental si se quiere construir un Marco de Integridad Institucional y no aprobar un “código cosmético” sin efecto alguno para la organización. Asimismo, este órgano de garantía es importante que tenga presencia de “externos” (especialistas o personas reconocidas en el campo de la ética, con una trayectoria intachable), al menos si es colegiado, se le dote de una autonomía en su funcionamiento y, en fin, si es una figura individual (Comisionado) se puede utilizar la figura del Síndic o Síndica municipal para atribuirle tales funciones, previa formación y asesoramiento en estos temas.
  • ¿Cómo implantar un Sistema de Integridad Institucional en las entidades locales de Cataluña?: El papel de las asociaciones de municipios como agentes de impulso y cierre del modelo. En este punto se pueden plantear las siguientes cuestiones:
    • Construir un Marco de Integridad Institucional solo es una medida viable en entidades locales de dimensiones importantes (tales como Diputaciones, Ayuntamientos de gran tamaño, Área Metropolitana), pero resulta un empeño desmesurado intentar trasladar ese esquema a ayuntamientos grandes. Por ejemplo, algunas Diputaciones de régimen común (Ourense) o forales (Diputación Foral de Álava o de Gipuzkoa) ya han optado por esta vía. Lo mismo han hecho algunos ayuntamientos (como es el caso de Bilbao). El Ayuntamiento de Barcelona se ha inclinado inicialmente por crear un “Buzón (Bústia) Ética, con la figura de un Gestor Ético (que es un alto funcionario); aunque la capital de Cataluña está en proceso de elaboración de un código de conducta que, previsiblemente, incorporará un Marco de Integridad Institucional en el que habrá de insertarse (de algún modo) esa figura atípica (de cierto aroma latinoamericano) como es la del gestor ético.
    • Los municipios catalanes pequeños y medianos tendrán dificultades no para aprobar códigos de conducta, sino para llevar a cabo la implantación de un Marco de Integridad Institucional. Es cierto que, en el campo preventivo, algunos programas de la Agencia Antifraude van encaminados a fortalecer esa integridad, Pero cabe insertarlos, eso es lo relevante, en un Marco Institucional Local, que debe desarrollar el propio ayuntamiento o entidad local. En cualquier caso, los ayuntamientos (medianos y pequeños; pero también inclusive algunos grandes) no disponen de recursos ni medios para confeccionar esos códigos ni tampoco para emprender acciones de fomento o prevención, así como para implantar Comisiones de Ética que afronten esa complejidad.
    • Por tanto, lo más razonable es que fueran las asociaciones de municipios las que, a través de algún proceso participativo, elaboraran un código de conducta-tipo que después sería aprobado por las distintas entidades locales catalanas mediante acuerdo de sus respectivos plenos.
    • La existencia de ese código de conducta-tipo debería ir unida al diseño por parte de tales asociaciones de un Programa de Fomento, Prevención y Formación de la cultura ética de las organizaciones locales, mediante diferentes acciones que podría ser compartidas incluso con otras entidades o financiadas parcialmente por estas (por ejemplo, Diputaciones).
    • Las distintas entidades locales que hicieran suyo el código de conducta-tipo tendrían por tanto un mismo ámbito objetivo y subjetivo de aplicación, unos mismos valores y unas normas de conducta iguales, por lo que la articulación de procedimientos de resolución de dilemas, consultas, quejas o denuncias, se podría tramitar a través de un Comisionado de Ética municipal o de la entidad local que, cuando se enfrentara a problemas complejos, podría elevar su solución a la Comisión de Ética de las respectivas asociaciones de municipios, que establecerían los criterios comunes o pautas de interpretación generales del alcance de los valores y normas de conducta de los diferentes códigos.
    • Obviamente, este sistema de garantías homogéneo liberaría a los entes locales de tener que dedicar recursos adicionales, les dotaría de un Marco de Integridad Institucional y les permitiría tener criterios claros y precisos a la hora de aplicar los citados códigos.
    • En todo caso, para evitar equívocos, debe ponerse de relieve que la Comisión de Ética o el Comisionado solo analizan las consultas sobre dilemas éticos, las quejas o denuncias, haciendo todo los más reprobaciones o propuestas al órgano competente en cada caso, con la finalidad de que sea este el que de forma definitiva adopte la resolución que proceda (en su caso, la incoación de un expediente disciplinario). Pero al objeto de casar razonablemente las atribuciones de esta Comisión o Comisionado de Ética con lo previsto en el régimen sancionador de la LTC, cuando se inste la incoación de un expediente sancionador por vulneración de los principios éticos o reglas de conducta o del propio código de conducta, se debería prever como paso necesario el que tal asunto fuera estudiado por la Comisión de Ética con carácter previo, al efecto de que determine si procede o no la incoación de ese expediente o si debe proponer alguna medida alternativa para reprobar la conducta desarrollada por el alto cargo, proponer una modificación de aquella o, en su caso, sugerir que antes de la incoación del expediente proceda a proponer la dimisión del afectado. En todo caso, como se decía, no es fácil cohonestar el duro régimen sancionador como consecuencia del incumplimiento de valores y normas de conducta recogidos en el código, con la construcción de un Marco de Integridad Institucional que fomente “en positivo” la cultura ética, el desarrollo de infraestructuras éticas y la mejora continua en este campo. El legislador catalán no lo ha puesto fácil, pero se puede intentar dotar de algo de coherencia a tan equivocado diseño normativo.

IV.- A MODO DE CONCLUSIONES.

De forma un tanto telegráfica, es el momento de concluir este trabajo intentando extraer algunas ideas-fuerza que se han ido recogiendo a lo largo del mismo:

1.- La LTC solo obliga a la aprobación de códigos de conducta para los altos cargos de las entidades locales y de los entes de su sector público. Ese concepto de alto cargo es impreciso, pero se le ha intentado –en el presente texto- fijar unos contornos razonables en virtud de una interpretación global del ordenamiento jurídico vigente.

2.- No obstante, la LTC yerra de forma evidente al vincular (o pretender hacerlo) los contenidos de los códigos de conducta (así como los principios éticos) con el régimen sancionador de los altos cargos. Esa opción legislativa empaña notablemente el carácter de los códigos de conducta como elementos sustantivos de un marco de integridad y de prevención que pretenden fomentar un infraestructura ética en las organizaciones públicas en la línea de establecer marcos de riesgo (compliance).

3.- Ese error de la LTC con ese peso tan fuerte en la visión sancionadora de las conductas, puede intentar ser paliado a través de la construcción de Marcos de Integridad de las entidades locales que apuesten por una lectura en clave “positiva” de la mejora de la cultura ética o de la infraestructura ética de las organizaciones públicas. Para ello es imprescindible configurar Comisiones de Ética o Comisionados que definan el alcance de los valores y normas de conducta, vehiculen su aplicación, modulen las respuestas, resuelvan los dilemas éticos, las consultas y quejas, así como propongan las modificaciones que procedan y protocolicen el alcance de tales códigos.

4.- Sin embargo, la LTC no contiene ninguna referencia a la inserción de tales códigos de conducta en un Marco de Integridad Institucional. Lo razonable es que, si no se quiere hacer una apuesta cosmética, tales códigos se inserten en ese marco. Aunque no está explícitamente recogido en la Ley, de forma implícita es algo que se deriva de la noción de “Buen Gobierno”, tal como han expresado recientemente Villoria e Izquierdo en un reciente libro (Ética Pública y Buen Gobierno, Tecnos/Madrid 2016).

5.- Y ello requerirá esfuerzos importantes en el diseño de ese Marco, especialmente para los municipios pequeños y medianos, pero también para los grandes. Por eso puede ser una solución operativa el que las asociaciones de municipios impulsen la elaboración de un código de conducta-tipo, configuren programas de promoción, prevención y formación sobre su contenido, establezcan canales o procedimientos para ayudar a resolver a los ayuntamientos y entidades locales los conflictos éticos que se les planteen, constituyendo al efecto una Comisión de Ética de la que formen parte representantes locales, directivos y expertos externos, así como realicen elaboren con el paso del tiempo Guías aplicativas sobre la interpretación y alcance de tales códigos y pongan en marcha procesos de evaluación de los mismos.

6.- En efecto, una Política de Integridad Local de los ayuntamientos y entidades locales de Cataluña que se quiera insertar en un Sistema de Buena Gobernanza, debe apostar decididamente por la construcción efectiva de esos Marcos de Integridad Institucional que, como defendió en su día la OCDE, implicarán un reforzamiento de la infraestructura ética de tales organizaciones. Tal como reconocieron Longo y Albareda, la “ruta fácil” es la sancionadora, mientras que la difícil es, precisamente, apostar por instalar esos Marcos de Integridad en las instituciones locales catalanas. La Gobernanza lo exige, pues solo así la ciudadanía estará en plena sintonía con unos gobernantes y directivos que promueven el liderazgo ético y la ejemplaridad. Las personas (y sus conductas) en este contexto son determinantes. El Alcalde o Alcaldesa que invierta en esto tendrá réditos políticos y mejorará la calidad institucional. Quien no lo haga, apuesta claramente por el continuismo.

7.- Cabría sugerir, no obstante, que tal código de conducta de las entidades locales (siempre que no se segmenten por colectivos en códigos diferentes), establezca diferencias, sobre todo en cuanto a normas de conducta, entre los representantes municipales del equipo de gobierno, los de la oposición y los directivos públicos, sin que deba aplicarse igualmente y con la misma intensidad las diferentes partes que conforman el código.

8.- Los códigos de conducta, tal como se ha dicho, no son normas locales, por tanto carecen de fuerza normativa y no se aprueban por los procedimientos de elaboración de disposiciones generales. Basta, por tanto, con un acuerdo de pleno. Y si el código solo extiende su aplicación al equipo de gobierno y al personal directivo podría incluso valer un acuerdo de la Junta de Gobierno, pero en este caso se estaría incumpliendo la LTC (dado que exige su extensión a todos los representantes locales, aunque es más que discutible que dentro de una noción laxa de “alto cargo” se deban incluir a los representantes locales de la oposición política).

9.- Y, en fin, los códigos de conducta –como acredita sobradamente el mundo anglosajón donde estos proliferan- son “instrumentos vivos”, que se adaptan según las exigencias y los estándares de cada momento, para lo cual tiene un papel central la Comisión de Ética o la figura del Comisionado.

10.- La ética pública, en tanto que implica una ética institucional aplicada, es asimismo un work in process (un trabajo en proceso), tal como los canadienses denominan a ese desarrollo que supone siempre una mejora continua en los estándares éticos de los gobernantes y directivos (también de los empleados públicos), lo que conlleva un reforzamiento necesario de la confianza de la ciudadanía en sus propias instituciones. Un intangible muy importante para el asentamiento de nuestros sistemas democráticos. También locales.

[1] El presente texto recoge algunos epígrafes de la ponencia Integritat i bon govern als governs i a les administracions locals (integridad institucional como paradigma de la Buena Gobernanza. A propósito de los Códigos de Conducta en la Ley catalana de Transparencia y su aplicación a las entidades locales), presentada el día 19 de febrero de 2016 en el marco del Seminari de Dret Local organizado por la Federació de Municipis de Catalunya. El texto íntegro será en su día difundido por la página Web de la FMC en su respectiva sección de Archivos Multimedia: http://formacio.fmc.cat/09/index.asp?opc=20&id_curs=368&titol=Seminari%20de%20Dret%20Local

 

 

LA TRANSPARENCIA, UNA POLÍTICA EN EL MARCO DE LA BUENA GOBERNANZA

“El tercer punto a clarificar es el de la naturaleza instrumental de la transparencia. No es simplemente una técnica de control preventivo. Es también la forma de ejercicio de un poder ciudadano” (Pierre Rosanvallon, Le bon gouvernement, Seuil, París, 2015, pp. 367-368)

Buena Gobernanza y Transparencia. Algunos equívocos

La transparencia forma parte integrante de la noción de Buena Gobernanza. Ya el Libro Blanco de la Gobernanza de la Comisión Europea de 2001 incluía entre sus cinco apartados básicos el de transparencia, inmediatamente después de la participación ciudadana y antes de la rendición de cuentas. Efectivamente, en todos los esquemas conceptuales que se han desarrollado institucionalmente de la Buena Gobernaza se ha incluido siempre la transparencia como uno de sus elementos nucleares de esa noción. Así lo hizo también el Consejo de Europa en el documento de 2007 sobre “Buena Gobernanza e Innovación” de los gobiernos locales y así lo están haciendo más recientemente diferentes niveles de gobierno en diferentes textos y proyectos normativos que se están impulsando en fechas recientes en España. Un ejemplo próximo en el tiempo es el Proyecto de Ley de Transparencia, Participación y Buen Gobierno del sector público vasco, donde aparecen en la exposición de motivos reiteradas invocaciones a la gobernanza (http://www.irekia.euskadi.eus/es/debates/1049-proyecto-ley-transparencia-participacion-ciudadana-buen-gobierno-del-sector-publico-vasco?stage=conclusions)

Entre nosotros, sin embargo, la confusión conceptual es bien obvia. Se advierte con facilidad esa confusión en la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, pues en ella parece advertirse de su enunciado que “transparencia” y “buen gobierno” son dos cosas distintas, en una concepción ciertamente pobre de este último concepto que se reduce a una de sus dimensiones (ética pública) y al que se le adhiere de forma ciertamente vergonzante, así como con efectos letales para la propia idea de transparencia, un durísimo e inaplicable régimen sancionador que no tiene relación alguna con los principios y conductas éticas y menos aún con la idea de transparencia. En efecto, el Título II de la citada Ley 19/2013 es un monumento al disparate, que se coló de rondón en una normativa de transparencia y que llena la Ley de innumerables tipos de infracción y de sanciones, que además nada tienen que ver con la propia idea de transparencia. A pesar de su contundencia, no se conoce que en los más de dos años de vigencia efectiva de ese título se haya aplicado ni una sola vez su régimen sancionador. Por otra parte, incorpora un discutible y perturbador concepto de “alto cargo” (sobre todo aplicable a las entidades locales) y unos principios éticos (“generales”) y de conducta que confunden la ética pública con la regulación legal. Nada edificante.

Ese concepto equivocado de Buen Gobierno ha terminado contaminando o manchando algunas leyes autonómicas que han regulado la transparencia (particularmente la catalana, pero también el proyecto vasco (aunque ambas resuelven mejor el alcance de esa noción, si bien importan un régimen sancionador que también endurecen, pero aplicable en buena parte a infracciones relacionadas con la transparencia). Afortunadamente también han existido otras muchas leyes autonómicas que han sabido sabiamente apartarse de ese equívoco y huir de una noción “pobre” de buen gobierno, que en nada se adecua a su sentido tradicional tal como fue acuñado en el mundo anglosajón.

En cualquier caso, la transparencia –como se decía al inicio- es una dimensión del Buen Gobierno y no al revés. Realmente, es algo más, pues se vincula con esa idea-fuerza de “Gobernanza”, dada la mirada exterior que tiene la transparencia y su voluntad última de proveer a la ciudadanía de recursos efectivos para ejercer un control democrático de sus instituciones y de sus responsables públicos (políticos, directivos y empleados públicos) que en ella prestan servicios, así como indirectamente sobre la pléyade de contratistas, concesionarios o entidades subvencionadas que perciben fondos públicos de las instituciones, ya sea como contraprestación por los servicios prestados o ya sea como medidas de fomento que otorga la Administración Pública a entidades y personas. Transparencia y Gobernanza van de la mano en esa “democracia de confianza” –como la calificara Pierre Rosanvallon- a la que ambas nociones pretenden coadyuvar, pues el imperativo de la transparencia solo se explica cabalmente como medio de control del ejercicio del poder. Su proyección de instrumento democrático nunca puede ser orillada. Es, en el fondo, su justificación objetiva más fuerte.

La transparencia como política instrumental: qué es y para qué sirve

Pero la transparencia, a pesar de ser una política, es una noción que en el campo público tiene una proyección claramente instrumental o transversal. Se trata, en efecto de una noción compleja, que con frecuencia se simplifica o trivializa. Tiene un potencial evidente en muchos ámbitos, pero siempre que se utilice de forma adecuada (algo sobre lo que nos detendremos luego). Pero antes de intentar desgranar cuáles son sus posibles proyecciones puede ser oportuno preguntarse para qué sirve la transparencia o cuál es su finalidad, en cuanto que transparencia no es un fin, sino un medio. Algo que nunca conviene olvidar.

En todo caso, aunque pueda parecer heterodoxo, en el ámbito conceptual de qué es, para qué sirve y cuáles son las proyecciones de la transparencia, las regulaciones contenidas en las leyes (especialmente la Ley básica estatal; pero asimismo buena parte de las leyes autonómicas) son escasamente operativas y por lo común poco o nada explicativas, por no decir que conducen a la confusión y a la falta de claridad. Conviene prudentemente apartarse de ellas para intentar reconfigurar la noción de transparencia sobre bases más firmes. Esa tendencia a vivir “pegados a la letra de la ley” nos ha generado en este campo no pocas confusiones, que poco a poco deberemos ir eliminando, con la finalidad de clarificar su exacto alcance. Esa es una de las pretensiones de estas líneas, aunque planteada en términos modestos. De ahí que las referencias normativas (al menos aquellas referencias que hacen mención a leyes y artículos concretos) serán prácticamente inexistentes en estas páginas, pues se quiere abundar más en el marco conceptual que en la estéril exégesis normativa, ya que esta –tal como se ha dicho- no nos lleva a ninguna parte, salvo a incrementar la confusión.

Hay un discurso “canónico” muy extendido sobre cuál es la finalidad de la transparencia, que se despliega sobre una serie de ideas-fuerza. A saber:

  • La primera es que la transparencia sirve para que la ciudadanía tenga acceso a la información pública y sepa así qué hace la Administración Pública, cómo se organiza o estructura, qué personas trabajan en ella y en qué emplea los recursos públicos. Es una idea muy asentada.
  • La segunda, relacionada estrechamente con la anterior, es que la transparencia es una premisa de la rendición de cuentas de los gobernantes o responsables públicos por sus acciones públicas o por las políticas que impulsan. Generalmente se emparentan transparencia y rendición de cuentas, aunque personalmente opino que ambas –como luego diré- tienen alcance y dimensiones muy distintas entre sí, si bien en algunos puntos puedan ser nociones complementarias.
  • La tercera idea-fuerza se plasma en dotar a la transparencia de un carácter preventivo y, por consiguiente, considerar que sirve para evitar la corrupción, en tanto que actuaciones públicas que antaño quedaban enterradas en el silencio de las decisiones o expedientes (y que, por tanto, no salían a la luz), ahora pueden ser públicas y desvelar así un mal uso (o un uso, incluso, delictivo o no ajustado a Derecho) de los recursos públicos, dadas las exigencias de publicidad activa o el “derecho a saber” que tienen los ciudadanos (a través del ejercicio del derecho de acceso a la información pública). No en vano, como se ha señalado con profusión, existe una conexión evidente entre mayor transparencia y menor corrupción. Así lo atestiguan los Informes anuales de Transparencia Internacional. Cuando esta ecuación no funciona, algo falla.
  • Y, en fin, el carácter instrumental de la transparencia –como cuarta idea-fuerza- se advierte asimismo en que es una herramienta sin duda necesaria para asentar y desarrollar la confianza de la ciudadanía en sus instituciones. Si la administración pública es transparente, el escrutinio ciudadano es más evidente, reforzándose así esa “institución invisible”, de la que hablara Rosanvallon, como es la confianza ciudadana.

En este esquema clásico de cuáles son “las utilidades” explicativas de para qué sirve la transparencia hay algunas omisiones importantes que conviene subsanar de inmediato. Al menos hay dos finalidades de la transparencia sobre las que se ha hecho menos hincapié (aunque algunas aportaciones doctrinales ya comienzan a destacarlas) en las que conviene detenerse. La primera es de carácter esencial y con enorme fuerza como elemento central de ese imperativo que es la transparencia, mientras que la segunda tiene un calado asimismo transcendental, aunque en una proyección más interna. Ambas son, por tanto, nucleares en estos momentos.

  • La transparencia, en primer lugar, es ante todo y sobre todo, un mecanismo de control democrático del poder por parte de la ciudadanía. Este es un punto capital que dota de pleno sentido a esa “democracia de confianza” que ha irrumpido en la escena pública de los sistemas constitucionales de las democracias avanzadas en los últimos años y cuyo desarrollo futuro e intensidad en su concreción está aún por determinar. Y este aspecto es clave, por lo que después se dirá. Pero ya se puede anticipar que si vinculamos estrechamente transparencia con control democrático del poder nos interesa menos “el producto” (la información pública) y más “el procedimiento” y “la sustancia” (la participación ciudadana en el ejercicio de funciones públicas y de control del poder). Los Estados constitucionales contemporáneos, más aún con el desarrollo de las tecnologías de la información y de las comunicaciones, así como con la apertura de datos, están sufriendo un proceso de transformación radical de los sistemas de control institucional, pues frente a los controles “tradicionales” o institucionalizados, emergen nuevos mecanismos e instrumentos que apoderan a la ciudadanía para su activación directa y, por consiguiente, para ejercer un control directo (sin mediación) de los gobernantes y responsables públicos institucionales.
  • En segundo lugar, pero no por ello menos importante, la transparencia es un instrumento que, correctamente utilizado, imprime un cambio de cultura en las organizaciones públicas, tanto en el modo de “ver los problemas” y las posibles soluciones (donde las sinergias con la ciudadanía y sus entidades a través de los procesos participativos que se pueden arbitrar a través de la transparencia colaborativa son evidentes) como asimismo “en la forma de hacer las cosas” por la Administración, sus responsables públicos y el conjunto de los empleados que presta servicios a la ciudadanía en esas estructuras. La transparencia, por tanto, es un instrumento (siempre correctamente utilizado) para el cambio en las organizaciones públicas. El cambio cultural, además, es un proceso de mejora continua, con impactos en todos los niveles de tales estructuras administrativas y asimismo en la periferia de tales entidades. Ello implica un modo diferente de “hacer política” o de “dirigir” el sector público, como también una forma distinta de realizar el trabajo administrativo o de gestionar o de prestar los servicios a la ciudadanía. Conducción y ejecución están ya impregnadas por el imperativo de la transparencia. Además, la transparencia en este último punto se vincula con la innovación y con un proceso de transformación inteligente de las organizaciones públicas. Una palanca potente de transformación organizacional, siempre que su uso sea cabal y razonable.

Proyecciones o dimensiones de la Transparencia. Un ensayo de sistematización.

Pero, según se decía anteriormente, la transparencia es una noción compleja, cuya simplificación o reduccionismo conceptual nunca ayuda a definir correctamente sus contornos, pues empobrece la riqueza de matices que la noción en sí misma entraña. Su carácter instrumental o su naturaleza medial condicionan notablemente lo que la transparencia pueda ser. A modo de apretada síntesis, aunque algunas de estas facetas serán tratadas con más profundidad en las páginas que siguen, se pueden identificar al menos ocho dimensiones o proyecciones de la transparencia. Cierto que algunas de ellas tienen puntos de contacto entre sí, unas forman parte de su núcleo duro y otras se mueven más en el halo del concepto, pero en cualquier caso todas ellas se pueden individualizar en su sistematización, así como en su tratamiento. Y, en cualquier caso, todas esas nociones son necesarias para entender de forma razonable lo que podría ser –como Fermín Cerezo desarrolló en su día- una suerte de mapa mental de la transparencia.

Las ochos proyecciones o dimensiones de la transparencia serían las siguientes:

  • La Transparencia es un valor en el ejercicio de funciones públicas o, si se prefiere, un principio de actuación de la Administración Pública y de las entidades de su sector público. La distinción entre si es un valor o un principio de actuación nos llevaría muy lejos. Pero no cabe duda que cuando se redactan leyes que recogen principios éticos y de conducta o se elaboran Códigos éticos, siempre se recoge la transparencia como un valor o un principio. En este caso ese valor o principio es predicable de los políticos, directivos o funcionarios; esto es, de las personas que desarrollan sus funciones en las instituciones públicas. Asimismo, las leyes administrativas (y no es menester ahora hacer citas puntuales) recogen habitualmente la transparencia como un principio de actuación de las propias Administraciones Públicas. También lo hacen las leyes financieras, cuando no la legislación sobre determinados sectores o actividades concretas. La transparencia ha pasado de ser una noción prácticamente ignorada por la legislación a inundar por activa o por pasiva todos los enunciados normativos. No hacer mención a la transparencia en una regulación legal o normativa en estos momentos es algo impropio. También los discursos políticos están plagados de referencias permanentes a esta idea. Bien lo saben quienes los escriben.
  • La Transparencia se vincula directamente con la Publicidad Activa; esto es, con las obligaciones que las leyes o las distintas normas establecen de que las administraciones y entidades del sector público difundan proactivamente información pública relevante sobre determinadas materias. Es, tal vez, el aspecto o dimensión más aireado de la transparencia, lo que conduce muchas veces a una suerte de simplificación: ser transparente parece que es “colgar” mucha información en las páginas Web o en los Portales de Transparencia. La ecuación entre transparencia y publicidad activa ha sido uno de los equívocos más generalizados en los primeros pasos en la implantación de este imperativo de la transparencia en el sector público. Los políticos y no pocos funcionarios han quedado seducidos por esta dimensión de la transparencia, realizando no pocos esfuerzos inmediatos para su correcto cumplimiento. Es más, algunas entidades que evalúan o clasifican el nivel de transparencia de las instituciones públicas solo hacen mención a esa faceta, trasladando la falsa idea de que una institución es más transparente conforme más información ofrece en su páginas Web o en su Portal de Transparencia. La transparencia es un fenómeno de mucha más complejidad y reducirlo a esa dimensión es, claramente, empobrecerlo o, al menos, empequeñecerlo. Sí que es cierto que, en un país con nula tradición en el ámbito de la transparencia, el impulso de esos ranking de transparencia entre instituciones públicas ha jugado como un factor sustancial a la hora de crear cultura político-administrativa en esa dirección. El caso de los Índices de Transparencia Internacional –o de otras entidades que han impulsado fórmulas similares- han tenido, en efecto, ese factor motivador; pues han provocado que las distintas instituciones públicas compitan y se “pongan las pilas” para interiorizar la transparencia en sus respectivas organizaciones. La duda es si no se trata ya de modelos algo agotados en su diseño y, sobre todo, en sus efectos. No se termina de ver a la ciudadanía volcada en la consulta de los Portales de Transparencia, pues –como bien señaló el colectivo “Politikon” en su libro La urna rota– solo periodistas, ONGs o personas con mucho tiempo libre pueden dedicar el tiempo necesario para bucear en ese océano de información pública que hoy en día representan las Web y los Portales de Transparencia de las miles de instituciones que pululan en el escenario público.
  • La Transparencia tiene, asimismo, esa dimensión “pasiva”, como es el ejercicio del derecho de acceso a la información pública. Tal vez la expresión “transparencia pasiva” sea una formulación equívoca del problema que convendría ir corrigiendo, pues da a entender que la Administración Pública adopta en este caso una posición expectante y no activa. Esta concepción de la transparencia “pasiva” es un error, como también lo es no considerar al derecho de acceso a la información pública –algo que hacen algunas leyes autonómicas- como una dimensión de la transparencia, sino como algo ajeno o distinto a esta. Una de las causas del poco recorrido que está teniendo hasta estos momentos el ejercicio del derecho de acceso a la información pública por parte de la ciudadanía tal vez se deba, en efecto, a esa configuración “residual” o “externa” de esta proyección de la transparencia, en la que la Administración pública adopta un rol receptor y no activo. El “derecho a saber” que tienen las personas y entidades es una dimensión fuerte de la transparencia. De hecho, se puede decir que nació primero ese derecho de acceso a la información pública y luego se revistió del manto de la transparencia. Dicho de otra manera, cuando las administraciones públicas no activan o estimulan su uso o ejercicio o cuando se produce un desfallecimiento ciudadano que presenta su inactividad o desuso del derecho, se está ofreciendo en ambos casos una imagen de una Administración pública poco transparente o de una ciudadanía (un “demos”) que declina de sus derechos. No cabe duda que, asimismo, un determinado nivel de gobierno o estructura administrativa será más o menos transparente dependiendo de cómo se articule este derecho y de cuáles sean las facilidades o dificultades que se creen en su ejercicio. Dos errores que deberían corregirse, aunque en algún caso ya se ha hecho. El primero, como decía, consistió en diferenciar en el enunciado de la Ley el derecho de acceso a la información pública como algo distinto a la transparencia (luego enmendado en el articulado de la ley estatal básica), pero que contaminó a algunos legisladores autonómicos, si bien otros fueron “más listos” en su diseño. El segundo, menos formal y más grave, es considerar que el papel de la Administración Pública frente al ejercicio del derecho de acceso a la información pública ha de ser “pasivo” y no “activo”. No cabe duda que el trazado “subjetivo” del ejercicio del derecho mancha esa necesaria actividad (a través de una política de facilidades y estímulos) que debería asumir la Administración Pública para demostrar de forma fehaciente que “nada tiene que ocultar”. Largo camino para llegar a ese puerto.
  • La cuarta dimensión o proyección de la transparencia tiene que ver con una idea que con frecuencia también se mezcla de forma poco apropiada con la Publicidad Activa, como es la Apertura de Datos y su Reutilización. Sin duda esta es una vertiente que tiene conexiones con la transparencia, pero que en verdad tiene entidad en sí misma. La reutilización de la información pública es objeto de una regulación específica tanto en lo que afecta a las directivas de la Unión Europea como a las leyes que se han dictado en transposición de estas. La Apertura de Datos, asimismo, es una premisa previa para su reutilización y un estadio avanzado de las Políticas de Transparencia, que persigue además, por un lado, una mejora de la información pública y de los procesos de elaboración de esta en clave interna, pero también una reactivación comercial y económica como consecuencia de poner en valor esa información que los emprendedores pueden utilizar para su propio beneficio. No se trata de una dimensión de fácil ejercicio, al menos en los primeros momentos de puesta en marcha de la transparencia. Algunas experiencias comienzan a ser interesantes y ya existen un cúmulo importante de buenas prácticas. Pero no cabe duda que el impulso de cualquier política de transparencia debe tener como meta esa apertura de datos y esa facilitación de reutilizar esa información pública. En este punto, la confusión se ha reflejado también sobre el plano legislativo en cuanto que buen número de los marcos normativos aprobados en materia de transparencia vinculan sistemáticamente la apertura de datos y su reutilización con la Transparencia-Publicidad Activa. Y en realidad son cosas distintas. Hay, no obstante, alguna excepción, como es el caso de la Ordenanza-Tipo de la FEMP en materia de Transparencia que, a diferencia del resto de materias allí recogidas, recoge una buena regulación de todo lo relativo a reutilización de datos. El tratamiento que se esta materia ha hecho el propio Fermín Cerezo en el número monográfico sobre “Transparencia en la actividad municipal Municipal” en la Revista El Consultor es de cita obligada en este caso (http://www.revistacunal.com/actualidad/4510-transparencia-en-la-actividad-municipal)
  • Otra dimensión orillada normalmente (hay algunas excepciones) por la legislación de transparencia es la que se puede denominar como Transparencia colaborativa, que se enmarca en la idea de Gobierno relacional o también se vincula con la noción de Gobierno abierto. Aunque la noción Gobierno abierto engloba, sin duda, a la transparencia como uno de sus elementos centrales. El baile de conceptos es, una vez más, notable en este punto. Tampoco las normas ayudan nada a clarificar este puntos, pues unas correctamente incluyen a la transparencia dentro del Gobierno Abierto, mientras que otras de forma menos precisa diferencian ambas nociones como espacios distintos. Pero una proyección más relevante de la transparencia colaborativa es utilizar los Portales de Transparencia o Páginas Web para el establecimiento de cauces, mecanismos, procedimientos o vías para la escucha activa, la recepción de sugerencias o el planteamiento de consultas, todo ello encuadrado (o si se prefiere, relacionado) con la participación ciudadana que es una de las dimensiones centrales de la Buena Gobernanza. Pero no se deberían confundir participación ciudadana con transparencia colaborativa, ya que esta es un mero instrumento para hacer efectiva aquella. Sin embargo, transparencia y participación se han visto como instituciones distintas por parte del legislador, al menos en algunos casos. Efectivamente, las leyes de transparencia, salvo algunas excepciones dignas de resaltar en algunas leyes autonómicas que conectan (de modo más o menos aproximado) transparencia y participación, no tratan esta proyección colaborativa de la transparencia, dado que frecuentemente se considera que es una materia propia de una regulación de participación ciudadana y no de un marco normativo específico de transparencia. En algunas leyes de transparencia o en algún proyecto de ley, sin embargo, sí que se regulan, pero “en paralelo”, transparencia y participación ciudadana. Una excepción reciente, que aborda tangencialmente el tema de la transparencia colaborativa, es el Proyecto de Norma Foral de Transparencia del Territorio Histórico de Bizkaia (http://www.bizkaia.eus/home2/bizkaimedia/Contenido_Noticia.asp?Not_Codigo=15287&SelTab=D&idioma=CA&dpto_biz=7&codpath_biz=7)

Sin embargo, es oportuno que cualquier marco normativo sobre la transparencia se haga eco al menos de la existencia de esta dimensión singular, así como, en su caso, prevea cuáles son los puntos de contacto con tales cauces o instrumentos de participación, estableciendo sobre todo canales telemáticos para articular ese gobierno abierto o relacional también en clave de transparencia.

  • Menos transitada aún es la proyección de la Transparencia como vehículo de rendición de cuentas de los gobiernos o de las estructuras político-administrativas, sobre todo utilizando el propio Portal de Transparencia o la página Web de la respectiva institución para “aproximar” y, por tanto, difundir esa rendición de cuentas a través de la propia Política de Transparencia. El carácter instrumental de la transparencia aparece de nuevo aquí con toda su fuerza. Comienza, no obstante, a haber algunas experiencias puntuales en diferentes niveles de gobierno con “buenas prácticas” en este ámbito. Ciertamente no son abundantes todavía, pero marcan un camino interesante (por ejemplo, el sistema de rendición de cuentas implantado por la Junta de Extremadura: http://extremaduracumple.es/)

En cualquier caso, las leyes de transparencia son ajenas a esta dimensión, que ciertamente está estrechamente vinculada con un proceso de racionalización de la política gubernamental mediante la articulación de Planes de Gobierno o de Mandato desglosados en Objetivos operativos y con indicadores de medición (véase, por ejemplo, el Plan Estratégico de Gestión de la Diputación Foral de Gipuzkoa 2015-2019: http://www.gipuzkoairekia.eus/es/web/guest/gardentasun-xehetasun/-/asset_publisher/vKGEW9OM3Hqd/content/g_822_plan-estrategikoak/85515)

Tal vez esta dimensión instrumental de la transparencia sea una de las más importantes, junto con el necesario vigor del derecho de acceso a la información pública, para asentar ese control democrático de las estructuras gubernamentales y administrativas por parte de la ciudadanía, facilitando así la participación política y el ejercicio responsable e informado de los derechos políticos por parte de las personas. La transparencia en este punto es un paso obligado y al parecer irreversible. La rendición de cuentas también coadyuvará en ese fortalecimiento del control democrático del poder.

  • Una dimensión ciertamente capital –y poco transitada también- de la Transparencia es la que tiene una proyección “intra-organizativa” (o “intra-institucional”); es decir, la transparencia como vehículo de reforzamiento de la cultura político-institucional de la administración pública y de su respectivo gobierno, así como medio de mejora de la gestión burocrático-administrativa de la institución en aras a un funcionamiento mucho más eficiente. En este punto no se pueden orillar las conexiones estrechas entre Administración electrónica y Transparencia, puesto que la primera es un presupuesto básico para que la segunda sea efectiva, así como es materialmente imposible que algunas dimensiones de la propia transparencia, tales como la Publicidad Activa o sobre todo el correcto funcionamiento de las respuestas a las solicitudes de información pública, así como incluso la transparencia colaborativa o la rendición de cuentas, puedan funcionar razonablemente sin la existencia de un sistema de archivos electrónicos y de documentación digitalizada. Pero esa dimensión intra-organizativa tiene otras muchas vertientes. Sin duda una muy importante es la que respecta a la política de organización y recursos humanos. Efectivamente, la implantación de la transparencia implica necesariamente un fortalecimiento de los conocimientos y destrezas de los empleados públicos para garantizar su correcto ejercicio, lo que conlleva una inversión en formación, así como la puesta en marcha de programas de innovación y mejora en el ámbito organizativo. Pero siendo todo lo anterior importante, no lo es menos el cambio cultural y el cambio de forma de hacer las cosas al que antes se ha hecho referencia. La transparencia en su dimensión intra-organizativa es, bien empleada, una potente palanca de cambio de la cultura de las organizaciones públicas. Esta dimensión “intra-organizativa” de la transparencia afecta a pautas culturales, a formas de decidir y trabajar, a procesos, así como a estructuras y a personas, así como a los aspectos relacionales de la organización con el entorno mediato e inmediato. Es, tal vez, la proyección de la transparencia con mayor potencial transformador, siempre que se sepa diseñar y encauzar de forma correcta.
  • Y, por último, la transparencia tiene asimismo conexiones evidentes con los grupos de presión (lobbies) que actúan en el halo de la toma de decisiones públicas y en los procesos o procedimientos a través de los cuales se deben poner en marcha tales decisiones. En este punto la transparencia debe ser tanto “interna” de la propia Administración, donde se pongan en conocimiento por ejemplo “las agendas” e interlocución de los cargos públicos con diferentes entidades o grupos (véase el caso reciente de la publicación de las Agendas de los Diputados y las Diputadas de la Diputación Foral de Gipuzkoa: http://www.gipuzkoairekia.eus/es/aldundiko-goi-karguak) o mediante la obligación de que esos lobbies se inscriban en determinados Registros de Grupos de Interés (como es el caso de la exigencia de la Ley catalana de transparencia), como “externa”, que se proyecta cuando se le exigen a los grupos de interés que cumplan determinadas exigencias vinculadas con la transparencia en su actuación y asuman asimismo un código de conducta, cuyas líneas principales las define la propia normativa pública. En este punto hay poco recorrido normativo, aunque comienzan a plantearse algunas iniciativas normativas, tanto autonómicas como locales, dirigidas a regular al menos la existencia de un “registro de grupos de interés” que no es sino un primer paso para iniciar un proceso regulador más ambicioso de esa práctica compleja de los lobbies, siguiendo la estela de otros países e instituciones que hace mucho tiempo o más recientemente abordaron esta temática. Sobre este punto cabe resaltar aquí el reciente libro de Juli Ponce sobre “Negociación de normas y lobbies” (http://www.casadellibro.com/libro-negociacion-de-normas-y-lobbies/9788490984901/2592981).

Breve conclusión

En fin, una política integral de Transparencia en las instituciones públicas debería ser capaz de integrar todas y cada una de estas dimensiones enunciadas. Realmente el empeño es complejo y, dados los recursos escasos, se tendrán que establecer prioridades y escalonar cabalmente la aplicación realista de tan ambicioso escenario. Pero solo siendo conscientes de esas proyecciones citadas, así como de que la transparencia es una Política de naturaleza instrumental y transversal con una marcada finalidad de control democrático del poder, pero también un proceso de mejora continua del funcionamiento de las organizaciones públicas (que tiene un inicio pero nunca un final) cuyo objetivo es un cambio de cultura en el modo de hacer las cosas, se avanzará por la línea correcta. Queda mucho camino por recorrer. Al menos es importante saber por dónde debemos ir y hacia dónde queremos encaminarnos.

 

PROFESIONALIZACIÓN DE LA DIRECCIÓN PÚBLICA EN ESPAÑA: ¿UN PROYECTO IMPOSIBLE? [1]

“Así, al Maestro no lo engañan las apariencias. Honra lo genuino, allá donde se presente”

(El segundo libro del TAO, Alianza Editorial, 2013, p. 33)

Presentación

Vuelvo sobre un tema recurrente. Esta vez gracias a la amable invitación a disertar de nuevo sobre la dirección pública local que me ha cursado el director de la EBAP, Fernando Monar, en un ciclo de conferencias sobre innovación en el empleo público que hoy mismo comienza. Espero no aburrirles con este “pregón” a esta primera hora de la tarde, que precisamente no anuncia fiesta, sino todo lo contrario.

En verdad, tengo poco que añadir a lo ya expuesto durante muchos años sobre este singular objeto que es la dirección pública profesional y la impotencia que los diferentes gobiernos en España han mostrado para implantarla mínimamente en sus estructuras. No hay nada que contar de nuevo. Al menos nada nuevo, que no sea ya sabido de antemano. Quizás solo voy a variar algo el enfoque y el tono.

En efecto, tal vez todo lo que críticamente y en términos muy duros esbozo al principio sirva de aprendizaje para evaluar las dificultades de la implantación de esta institución que persigue algo tan obvio y normal como una profesionalización mínima de los niveles directivos de su sector público. Son ya ocho años de tránsito, desde la aprobación del EBEP, por un panorama desértico. Si se entiende bien el problema y se procesan adecuadamente los reiterados fracasos (por otra parte queridos) que los distintos legisladores han tenido en este tema, tal vez se puedan poner algunos remedios a algo que ya comienza a sonrojar: el retraso espectacular que el sector público español tiene en esta materia en relación con las democracias avanzadas.

En todo caso, no oculto al lector, pues sería deshonesto por mi parte, que este trabajo tiene, salvo en su parte final, un enfoque altamente crítico hacia la mala política, las prácticas de clientelismo en la designación de cargos directivos en el sector público (que son una manifestación también de la corrupción, por mucho que la mayoría de la clase política perciba el problema de otro modo), así como frente a otros actores institucionales que operan en el ámbito público, tales como determinadas concepciones de un sindicalismo trasnochado o de un rancio corporativismo que también anida con fuerza en las organizaciones públicas. La advertencia está hecha, como aquellas películas de dos rombos que salían en aquella televisión franquista de blanco y negro. Si usted forma parte de aquellos colectivos citados, mejor no siga leyendo. Ni que decir tiene que este último mensaje tiene –tampoco lo oculto- el efecto provocador contrario. Tal vez así, para incumplir la advertencia- alguna de aquellas personas que se puedan sentir parte de tales colectivos renuentes frente a esa idea de la dirección pública profesional siga leyendo este trabajo y como consecuencia de ello –sueño con los ojos abiertos- cambie algo su anclada percepción de este importante problema, que está –como veremos- enquistado en el tiempo y nos sitúa como un país casposo, una auténtica antigualla y nada receptivo a lo que en otros lugares del planeta se hace desde mucho tiempo atrás.

¿Por qué, a diferencia del resto de democracias avanzadas, no ha arraigado nunca la dirección pública profesional en España?

El tema de la implantación de la dirección pública profesional es un objetivo imposible en España, al menos mientras la clase política no entienda cuál es su función y sentido, así como mientras las frontales resistencias corporativas (de los cuerpos de élite) o del sindicalismo más estrecho –como luego diré- no atenúen.

El problema es más hondo de lo que algunos presumen[2]. No es un problema normativo, tampoco un problema conceptual (aunque no pocos no entiendan realmente qué es ni para qué sirve esa institución); es más bien un problema político con impactos institucionales y económicos muy serios Y con la rancia y decimonónica concepción de la política asentada entre nosotros nada cabe hacer. Es, en efecto, un imposible. Al menos hoy por hoy, hasta que una política inteligente abandone ese largo ciclo de mala política. Me ha costado años –lo reconozco- llegar a esa modesta conclusión: el fracaso entre nosotros de una institución que ha arraigado en buena parte de las democracias avanzadas tiene una explicación preferentemente (aunque no exclusivamente) política. La mala política no quiere implantar esa institución y solo la buena política podrá desencallar ese tapón y beneficiarse de sus resultados.

Ningún partido político, ni los nuevos ni los viejos, ni los de ámbito estatal ni los nacionalistas, ni los de izquierda ni los de derecha, tampoco los de centro, ha dado un paso en serio, por mínimo que fuera, para hacer realidad lo que en la práctica totalidad de las democracias avanzadas ya lo es: profesionalizar el escalón directivo de las administraciones públicas. Mantener el statu quo es la regla. La anquilosada y subdesarrollada política que anida entre nosotros no ha entendido ni ha querido entender nunca que es eso de la profesionalización de los estratos directivos de las administraciones públicas y de las entidades del sector público. Siempre ha identificado esa tendencia –como reza la canción de salsa- con un “quítate tu pa ponerme yo». Pérdida de espacios de poder, en esa también rancia concepción del poder como reparto de prebendas entre la clientela más fiel.

No es nada nuevo. Ya Max Weber hace más de un siglo advirtió que una de las finalidades de los partidos es repartir prebendas y sinecuras entre sus acólitos. En similares términos se expresaron Ostrogorski y Michels. Lo realmente preocupante es que, tras más de cien años, España siga siendo actualmente uno de los pocos países «occidentales», que tiene un índice más abultado de politización de la alta administración. Tal vez nos podamos comparar con Grecia, mucho menos con Italia. Los números son escandalosos, por mucho que a nadie escandalicen. Los puestos de trabajo que se cubren por nombramiento discrecional o por libre designación en todo el sector público español se cuentan por decenas de miles. Lean bien: decenas de miles. Algo completamente insólito en las democracias avanzadas. No hay una sola democracia occidental que en términos numéricos o porcentuales se aproxime ni de lejos a tal cifra. Dice mucho sobre nuestro grado de subdesarrollo institucional, solo comparable al existente en Estados tercermundistas o democracias de baja calidad.

Quien piense que eso es neutro o indiferente en términos de resultados de gestión o incluso económicos, es lisa y llanamente un mentiroso irredento. Los costes de tener un estrato directivo no profesionalizado son ingentes. Incalculables. El constante tejer y destejer en el que está inmerso nuestro sector público cada ciclo de gobierno, reinventando constantemente el agua caliente, el desprecio hacia el conocimiento y el talento, el abandono de lo hecho anteriormente (se reniega de “la obra” de los “otros” y se aparcan la mayor parte de sus proyectos) o la pérdida de memoria y continuidad institucional, así como la preterición del sistema de mérito, hacen de la sociedad española, en lo que a su sector público se refiere, un pésimo ejemplo de perdurabilidad en el tiempo –como acreditan los excelentes trabajos del libro Política en penumbra (Siglo XXI, 1996)- de las viejas prácticas caciquismo revestidas ahora de clientelismo político. Como recordaba el profesor Robles Egea en ese libro citado, “este clientelismo de masas es como el aire que respiramos, invisible, y como el aire que respiramos, inodoro”.

En efecto, solo la perdurabilidad de una política caciquil, con trajes aparentes de modernidad que el clientelismo descarnado propio de una política ciega se encarga de desmentir un día sí y otro también, puede mantener un sistema de designación «discrecional» (en no pocas ocasiones arbitrario) de personas que no tienen acreditadas las mínimas competencias básicas para ejercer funciones directivas: algunas de esas personas cuando son nombradas para el ejercicio de funciones directivas –lo he comprobado empíricamente en algunas ocasiones- son auténticos incompetentes en la función de dirigir, que terminan aprendiendo algo (y no todas ellas) los años que son “becadas” por la propia Administración a la que deben dirigir y desgastando o desmotivando el capital humano de tales organizaciones, cuando no dilapidando sus recursos. Los hay incluso que aprenden mucho, tras años de ejercicio de funciones directivas. Son la excepción. Pero el coste del aprendizaje nadie lo evalúa. Tampoco es gratis. Y cuando el momento de los retornos llega, muchos deben dejar el sitio a nuevos “amateurs” aupados por un cambio político o una remoción de personas.

La noria de la política sigue repartiendo sillones directivos aleatoriamente conforme el tiempo pasa. La fragmentación actual del poder y la cada vez más escasa duración de los gobiernos, como señalara en su día Moisés Naim en su obra El fin del poder, así como la necesidad de amplias coaliciones o la existencia de gobiernos en minoría absoluta, todavía empeoran más el cuadro descrito y producen efectos más devastadores sobre un dirección pública que en España (en especial en determinadas instituciones) cada vez se asemeja más a las “sillas calientes o rotatorias”, ocupadas por un número ingente de personas en muy poco espacio de tiempo. Así no hay quien gobierne con eficiencia o, como gusta decir ahora, de forma inteligente.

Lo que esta política analfabeta y de vuelo gallináceo es incapaz de comprender no es otra cosa que con ese modo de actuar se estrangula la energía de la propia política, creando todo lo más una cohorte de aduladores alrededor del político que es quien dispone del atributo de nombrarles y cesarles «a dedo». Ese «dedo democrático» del que se vanagloriaba un político, como nos recordaba un inteligente artículo de Francisco Longo. Probablemente ese político que invocaba ese «dedo democrático», era un perfecto ignorante de la ciencia de la gobernación y del progreso que los países realmente democráticos habían hecho en este campo en las últimas décadas o en los últimos siglos. Entre algunos el tiempo se detuvo en el siglo XIX.. Ya se sabe, la ignorancia es atrevida. Pero cuando de gobernar se trata es sencillamente un ejercicio de irresponsabilidad supina, que padecemos todos los ciudadanos.

Esa política, además, está extendida por toda la geografía española como una metástasis de la que nadie se libra (ni siquiera aquellas sociedades o territorios más desarrollados económicamente, pues tampoco allí –prueba evidente de que no son tan desarrollados en lo que a instituciones respecta- se ha sabido crear anticuerpos para evitar tal enfermedad. Efectivamente, territorios con tejido empresarial importante y una actividad económica consistente e innovadora, como es el caso de Cataluña, el País Vasco o la Comunidad de Madrid, han sido absolutamente incapaces de trasladar ni un ápice de las prácticas directivas profesionales del sector privado a un sector público que ofrece ya un desfase secular e injustificable con su entorno. Y eso también retrasa el crecimiento económico, hunde la competitividad y es caldo de cultivo para desarrollar sociedades clientelares, cuando no pista de aterrizaje para la corrupción.

Las cosas son como son. Durante las tres últimas décadas, España ha mostrado una absoluta incapacidad para construir un mínima institucionalidad de dirección pública bajo parámetros de profesionalidad. Es algo muy grave, aunque estamos tan acostumbrados a oír esa denuncia que ya no surte efecto alguno sobre nuestras conciencias. Nadie se perturba o incomoda. Nadie se da por aludido. Nadie se queja. Tampoco nadie percibe los devastadores efectos que esa forma de actuar tiene para la gestión de los servicios o bienes públicos y para la propia política.

Se ha instalado entre nosotros “la mala política” y el mal gobierno con una comodidad pasmosa. A pesar de que hay cantos de sirena que nos conducen al “buen gobierno” o la “buena gobernanza”. ¡Como si se pudiera llegar alegremente a los sitios saltándose etapas!: no se pasa fácilmente de una organización burocrática de viejo cuño a un sistema de buena gobernanza sin atravesar previamente la escala de la Nueva Gestión Pública (del New Public Management). Y, por tanto, sin implantar la dirección pública: no puede haber Management Público sin managers públicos. Es un salto en el vacío, condenado a estrellarse o a obtener pírricos resultados. Nunca puede haber buena política o buena administración cuando los profesionales del sector público son dirigidos por auténticos amateurs de la dirección pública atados umbilicalmente a la confianza política y al mandato del gobierno de turno. Todo eso ya lo han abandonado los países que realmente funcionan.

Efectivamente, mientras que las democracias avanzadas de corte anglosajón o nórdico implantaron hace décadas sistemas de profesionalización de la alta administración, así como eso mismo han hecho países de tradición continental (Bélgica, Chile o Portugal), o cuando otros países al menos tienen sistemas con una alta profesionalización de la función pública sin apenas resquicio a la discrecionalidad (Francia, Austria o Alemania), las administraciones públicas españolas siguen estando colonizadas en su zona alta por los partidos políticos de turno. Cualquier cambio político o de personas en sede de gobierno conlleva la decapitación automática de decenas, centenares o miles de puestos de trabajo de responsabilidad directiva. Así ha sido siempre y así sigue siendo. Y todo apunta, que así será. País sin remedio. Salvo que alguien ponga coto a tales dislates.

Y ya no es solo un «problema de desnivel», como nos recordaba Julián Marías. No es que a España lleguen las reformas con quince o veinte años de retraso con relación a las democracias avanzadas. En este caso es mucho peor. Simple y llanamente no llegan. La costra caciquil, vestida ahora de clientelismo político feroz, se niega sistemática, terca y tenazmente a cualquier cambio. Nada, absolutamente nada, reblandece su cierre de filas. No es conservadurismo, sino reacción. Actúan aquí, como recordaba Pepe Mujica, como fuerzas reaccionarias. Un país plagado de políticos ultramontanos.

Porque ese cierre de filas no se produce solo en los denominados partidos viejos o tradicionales. Las fuerzas políticas emergentes o nuevas ya han empezado a hacer lo mismo. Ejemplos hay muchos y no seré yo quien los desvele. Aprendizaje acelerado de política caciquil. El legado institucional es tan pesado (un auténtico fardo) que nadie parece quitárselo de encima. Siento ser tan duro, pero es el riesgo que se corre cuando se invita a disertar sobre este tema a una persona que lleva veinticinco años predicando en el desierto.

Hay que ser honestos intelectualmente. La dirección pública profesional es algo que solo nos ha preocupado a un ramillete muy corto de profesores y de altos funcionarios, al resto de personas y colectivos (políticos, sindicatos, funcionarios de élite, medios de comunicación, sociedad civil, mundo empresarial, etc.) les importa un comino esa propuesta. Ni la han entendido ni quieren saber nada de ella.

Los Pirineos siguen jugando como barrera psicológica de un país anclado en formas viejas en desuso total en las democracias avanzadas y asentadas firmemente en formas de actuar propias de Estados poco o nada sólidos institucionalmente. Sin embargo, eso no es cierto en algún caso: Portugal (también debajo de los Pirineos, aunque mirando al Atlántico) ha sido capaz de crear una dirección pública profesional para cuyo acceso se exige un sistema de acreditación de competencias profesionales. Veremos si resiste el cambio de gobierno. Es la prueba del nueve. La izquierda en esto, por desgracia para ella, es clientelar hasta la extenuación. La derecha también, pero algunas veces viste de “corporativismo” ese vicio de las clientelas. Ya aprenderán, unos y otros, si quieren dejarse de políticas de «cosmovisión» y resolver los problemas concretos de la ciudadanía, como explica Víctor Lapuente de forma excelente en su reciente libro (El regreso de los chamanes, Península, 2015).

Convendría recordar que los directivos y los altos funcionarios no trabajan para la política (como es nuestro caso), sino con la política, como dice ese autor citado. Pero ciertamente en nuestra incapacidad de comprender lo obvio, la política sigue pensando que solo la fidelidad al partido en el gobierno (acreditada por la militancia inquebrantable o un “pacto de sangre» propio del nepotismo más cutre) garantiza el correcto alineamiento entre Política y gestión. Siguen sin enterarse de nada, mientras que el tiempo pasa y las oportunidades se desvanecen. Luego pierden elecciones y son incapaces de explicarse porqué las han perdido: ¡La gestión, estúpido, la mala gestión, es la causa de tus males!. Todo por rodearte de incompetentes.

Me objetarán, quizás, que estoy cargando las tintas. Y ciertamente hay algo de eso, pues los enemigos de la dirección pública profesional no están solo en la política. Así es, los hay por otros muchos lados, los sindicatos sencillamente la detestan, como reniegan de todo lo que sea implantar un sistema de mérito efectivo que discrimine a las personas en función de sus competencias y capacidades. Un igualitarismo confuso y anacrónico que ningún país avanzado predica. Los funcionarios deben cobrar lo mismo, progresar al mismo tiempo, hagan lo que hagan, lo hagan bien, lo hagan mal o sencillamente no lo hagan. Los directivos son prescindibles: la administración pública española es un cuerpo que no necesita cabeza. La “tropa” ya sabe lo que tiene que hacer o que no tiene que hacer nada. Es indiferente, la igualdad es la igualdad, esbozan torpemente esos agentes sociales de mirada plana. Así está la función pública: echa unos zorros. Ellos –consciente o inconscientemente, quiero pensar que más por lo último- han contribuido en buena medida a semejante deterioro.

No vale, por tanto, con echar las culpas solo a la política. Hay más responsables de este desaguisado. Menos mal que los ciudadanos no lo saben o no se enteran, si no el “prestigio” actual de los sindicatos en el sector público estaría bajo tierra, más aún de lo que está tras sus “ejemplares” conductas mostradas en no pocos ámbitos. Mejor no seguir. Pero el espacio de captura de la sindicalización del sector público –como expuso en su día el profesor Sánchez Morón- no es la alta dirección (eso no les interesa), sino los grupos de clasificación o categorías más instrumentales del empleo público. Ese es su terreno que “abonan” con sus innumerables conquistas ante un débil empleador que compra la paz social con el dinero de los contribuyentes: el Estado social da paso al Estado benefactor, cuyos destinatarios son solo los insiders, puesto que los outsiders (en este caso el resto de ciudadano) observan impertérritos cómo sus contribuciones se emplean constantemente en mejorar unas condiciones retributivas y de trabajo de unos empleados públicos a los que realmente (no en apariencias) no se les pide nada a cambio: solo que “estén” en sus puestos de trabajo. Eso ya es suficiente, para recibir el premio. El estado decimonónico de beneficiencia pública retorna al empleo público en un contexto durísimo de crisis fiscal en el que mientras amplios segmentos de la población están cayendo en situaciones de exclusión social. Algo falla en la política y en el ámbito sindical cuando no se ve siquiera ni la evidencia.

La alta función pública corporativizada, o si se prefiere los cuerpos de élite, tampoco son amigos de la dirección pública profesional. Más bien pretenden impedir su emergencia sea como sea. Crecidos a lo largo de la historia, pero con fuertes raíces en los regímenes dictatoriales que han asolado a este país, los cuerpos de élite se siente ungidos para alcanzar las mayores responsabilidades políticas y, obviamente, para dirigir la Administración Públicas: ¿Quiénes mejor que nosotros –esbozan- puede hacer eso? Esta es “nuestra” casa. Una concepción también patrimonial de la Administración Pública, no menos grave en sus consecuencias. Lo de profesionalizar los niveles directivos es una soberana estupidez, a su juicio. Solo hace falta ver la chapuza indigna que ha supuesto la Ley 3/2015, del estatuto del alto cargo de la Administración General del Estado, que sigue la estela de la vieja LOFAGE, pero que ahonda en el despropósito: los altos cargos de la AGE deberán realizar con motivo de su nombramiento una declaración responsable de que son «competentes y honestos» (honorables). Para sonrojarse. Gracias a que en Europa ya no leen nuestros textos legales, porque saben que se publican pero no se aplican, puesto que en el caso de hacerse el cachondeo y las risas se oirían desde Helsinki hasta en Tarifa.

El EBEP: la dirección pública profesional y su decepcionante desarrollo ulterior. Algunos (malos) ejemplos.

También me objetarán que al menos el EBEP intentó profesionalizar la Administración Pública. Y algo hizo, en efecto. Pero poco y mal. Las propuestas del Informe “Sánchez Morón” de 2005, que no eran tampoco rupturistas pero que sí intentaban generar un marco de transición, fueron orilladas o descafeinadas a la hora de escribir negro sobre blanco el texto de la Ley. El artículo 13 que regula la dirección pública profesional lo hace con una falta de rigor absoluto, además dota a la institución de un carácter dispositivo y deja la solución al problema en manos del legislador de desarrollo, estatal o autonómico (es más, se refiere de forma equívoca a la potestad reglamentaria de tales niveles de gobierno). Y si por si ello fuera poco, también deja en el aire el cierre del modelo: el órgano competente designa discrecionalmente atendiendo a criterios de mérito y capacidad, así como de idoneidad, pero cesa como le da la gana. Para ese viaje no eran necesarias tales alforjas. Sistema curioso ese de establecer dificultades aparentes para el acceso y facilidades para la salida. La política de vía estrecha en estado puro. Una regulación plagada de agujeros negros intencionados para que nada cambie o para que todo siga igual.

Semejante cambio lampedusiano fue atentamente entendido («oído cocina») por las pocas Comunidades Autónomas que tras más de ochos años desde la entrada en vigor del EBEP (antes de su reconversión en texto refundido) osaron “desarrollar legislativamente” tal norma. No me puedo detener en este tema, pero si conviene dar un somero repaso a la capacidad «innovadora» (más bien de “inventiva aparente”) que las distintas Comunidades han mostrado en este tema, recorrido que -ya les anticipaba- es sencillamente decepcionante.

Poco antes de publicarse en el BOE el EBEP, precisamente la Comunidad Autónoma de las Illes Balears aprobó la Ley 3/2007, de 27 de noviembre, de la función pública. En su artículo 35 ya prevé una regulación sobre la “naturaleza directiva de determinados puestos de trabajo”, por cierto muy inspirada en una regulación gallega anterior sobre ese mismo tema. No contenía grandes novedades que no estuvieran ya en otras normas: la más singular (trasladada del ejemplo gallego) era la exigencia de un diploma directivo para ocupar tales puestos. Papel burocrático de unos diplomas copiados de la vieja legislación de 1964. Pero lo más relevante era que, al regular el procedimiento de libre designación, preveía que ese era el procedimiento ordinario (aunque no lo decía en esos términos) para proveer los puestos directivos en la función pública. Algo que ya contrastaba con el nuevo EBEP, pues este en su artículo 80 no citaba expresamente a los puestos directivos como susceptibles de ser cubiertos por ese sistema de libre designación (a diferencia de lo que hiciera en su día la Ley 30/1984). Y ello obedecía, como luego diré, a que para la cobertura de puestos directivos ya se preveía un procedimiento específico, como era el del artículo 13. Con todas las imperfecciones –como se ha dicho- que se adhirieron al mismo.

La primera Ley aprobada tras el EBEP, la de la Comunidad Valenciana (Ley 10/2010), contiene una regulación (y no encuentro otro calificativo más apropiado) esperpéntica de la dirección pública profesional. Mejor no dedicarle ni medio minuto. No se si se ha aplicado, pero estaba redactada para que no se aplicara. Un disparate. Los directivos «profesionales» («figura novedosa», como rezaba la exposición de motivos) serían nombrados para un máximo de dos años para la realización de proyectos, planes o programas. En fin, no eran puestos estructurales, sino adjetivos o coyunturales.

La siguiente ley fue la de Castilla-La Mancha (Ley 4/2011). Nada nuevo bajo el sol. Mucha retórica  de acreditación de competencias para terminar concluyendo que la designación sería discrecional y el cese también. Más de lo mismo. Lo viejo vestido de modernidad. Apariencias.

 Por su parte, la Ley asturiana de 2014, de medidas en materia de función pública, nos vuelve a envolver con la retórica de que se «introduce la figura del personal directivo», para terminar concluyendo que los órganos directivos se proveen por libre designación y, por tanto, se cesan discrecionalmente, no hace falte regular para decir cosas que ya sabíamos y menos para establecer límites cartesianos (el número de puestos directivos no podrá ser superior dos veces al de Direcciones generales existentes; prueba además de que estas quedan excluidas de esa denominación, continuado como «órganos políticos»). No menos decepcionante.

Tampoco las más recientes leyes de función pública de otras Comunidades Autónomas han mejorada en nada las anteriores. A la ley extremeña (Ley 13/2015) se le llena la boca de argumentos retóricos una vez más y de largos artículos que pretenden justificar la profesionalización de un nivel directivo cuyos titulares solo tienen garantizado dos años “de existencia” (con prórroga de dos más) y que siempre puede ser cesado discrecionalmente. Encadenada al ciclo político y a la voluntad discrecional del gobernante, la dirección pública es una institución débil e incluso inútil.

Y, en fin, la reciente ley de Galicia (Ley 2/2015) tampoco mejora nada el sombrío panorama descrito. Una densa regulación sobre personal directivo para terminar donde siempre: el cese es discrecional. Dicho de otra manera, sin blindaje frente a los vientos o tempestades de la política la dirección pública se convierte fácilmente en una institución capturada por esta, la lógica política devora su dimensión profesional. Nadie ha aprendido nada.

Por lo demás, intentos de regular esa institución de la dirección pública profesional –pues de una institución se trata- ha habido varios en diferentes Comunidades  Autónomas, a través de proyectos o anteproyectos de ley, destinados a regular la función directiva, principalmente en el marco del propio empleo público. Cabe destacar aquí los del País Vasco y Aragón que datan de hace más de cuatro años, pero que -a pesar de su intento de reducir la libre designación en la alta función pública- no se atrevieron a enfrentarse al problema de la profesionalización del escalón de las direcciones generales (el País Vasco en sendas propuesta normativas al menos lo intentó: mediante la profesionalización de las direcciones de servicio de los departamentos, algo no obstante muy testimonial o residual). En todo caso, la profesionalización –si algún día se emprende- de los niveles directivos situados en el espacio institucional de los “altos cargos” (algo que ya han hecho países como Bélgica o Portugal, por no citar siempre a los anglosajones) es un ámbito que debería ser regulado en leyes de organización de la administración pública o del gobierno, no en las de función pública.

El ensayo más acabado, sin embargo, fue el que llevó a cabo en fase terminal la Generalitat de Cataluña, que a finales de julio de 2015, unos días antes de disolverse la Cámara, aprobó un proyecto de ley por el que se creaba el Sistema de Dirección Pública Profesional. Este proyecto, a diferencia de todos los anteriores, sí que ponía el foco de atención sobre las direcciones generales, aunque establecía un complejo sistema escalonado de aplicación en el tiempo. Tenía datos positivos y algún otro criticable. Pero en el fondo era una declaración de intenciones de cambiar las cosas. Si hubiese tenido un impulso político real –que desgraciadamente no lo tuvo- tal vez hubiera representado un cambio importante en el modo de provisión de los órganos directivos y un ejemplo o modelo a seguir en otros contextos. Pero, en verdad, en su proceso de gestación hubo resistencias numantinas en el seno del Gobierno y de la alta administración, así como en los partidos que entonces gobernaban. También incomprensión en el resto de fuerzas políticas. A pesar de que la profesionalización de la función directiva ha estado en los cuatro últimos programas de gobierno de la Generalitat de Cataluña, no se ha avanzado un milímetro. Promesas siempre incumplidas. El proyecto que citamos estaba listo en el verano de 2014, pero tardó un año en aprobarse y enviarse a un Parlamento que ya estaba muerto. Un guiño, sin efecto alguno. Nadie lo revivirá y menos aún ante la deriva que ha tomado la política en ese país, en tonos altamente existenciales donde lo que menos importa es la buena gestión. Una vez más el enfrentamiento tradicional entre la política de “cosmovisión” y la buena política o de resultados eficientes. Esta resuelve problemas, la primera los crea.

Del desarrollo normativo de la dirección pública de la Administración General del Estado algo ya se ha dicho. Tal vez convenga reiterar que la alta administración combina, según los casos, una apuesta clara y contundente por la designación y cese exclusivamente políticos (Secretarios de Estado y Secretarios Generales) junto con un sistema político-burocrático de nombramiento para el resto de puestos directivos, con alguna excepción, como son los casos de las Subsecretarías, Secretarías Generales Técnicas, Direcciones Generales y Subdirecciones: spoils system de circuito cerrado. Cuando gobiernan los de un color promueven a puestos directivos a “sus” altos funcionarios y cuando son los de la “otra orilla” hacen lo mismo con los “suyos”. A ninguno de ellos se les exige competencias directivas para asumir tales funciones, pues se piensa que siendo funcionario de cuerpos de élite ya se sabe todo, no solo dirigir sino también gobernar. ¡Qué ingenuidad! Así nos va.

Esa ecuación perversa e incorrecta entre pertenencia a cuerpo de élite y profesionalización de la función directiva está arraigada hasta en nuestra jurisprudencia. Cuando la realidad nos enseña que nuestros altos funcionarios, a diferencia de los de otros países, no se han formado en técnicas de dirección pública y aprenden a dirigir en el ejercicio del puesto, si es que lo hacen y tienen tiempo para ello. Esos costes de aprendizaje son altísimos, también para la política y obtienen magros resultados. No cabe, en consecuencia, alarmarse del bajísimo rendimiento institucional que tienen nuestras organizaciones públicas. Si además tales altos funcionarios “ocupan” –como ahora está pasando- los puestos de naturaleza política, la cosa se torna aún más grave. Tal vez sería procedente plantear hasta qué punto buena parte de los problemas actuales de la política española no se deben a que estamos gobernados por altos funcionarios que poco o nada saben de dirigir, pero menos aún de política. Ser un Abogado del Estado u otro alto funcionario no enseña ninguna de las dos cosas, por mucho que algunos se empeñen. Los resultados de esa política asentada en el BOE están a la vista: nunca en los últimos treinta y cinco años España había tenido una crisis institucional tan grave como la actual. Política y Dirección Pública requieren, cada una de ellas, cualidades especiales que no son las propias de los funcionarios profesionales. Es algo que Weber (al menos por lo que se refiere a la política) ya expuso hace más de cien años, aunque dé pudor recordarlo, pues el estudio de este autor no está en los programas de oposiciones a la Abogacía del Estado.

En verdad, el único intento regulador del personal directivo que se hizo por la Administración del Estado (Ley de Agencias de 2006) tiene ya fecha de caducidad, puesto que está prevista su derogación (si nadie lo remedia) el 2 de octubre de 2016, a tenor de lo que expone la Ley 40/2015, de régimen jurídico del sector público. Y, salvo esa excepción con fecha de muerte anunciada (que por cierto tampoco evitaba el libre cese), el artículo 13 del EBEP ha sido sencillamente ignorado por la Administración General del Estado. Los altos cuerpos del Estado bien se ocupan de que siga hibernado. Su enemiga hacia ese invento que puede restarles poder efectivo y que procede de “los bárbaros del norte”, es evidente. Hay que “cristianizar” la dirección pública, que es tanto como corporativizarla y poner cortafuegos a ese Management que, como hordas de invasores, pretende erosionar nuestra secular “cultura” de hacer las cosas.

Y aquí acaba todo. Pues del mundo local mejor no hablar. El modelo de corporativización de la alta administración se ha hecho también fuerte -a imagen y semejanza del modelo LOFAGE, aunque con muchos matices- en los municipios de gran población y en las diputaciones provinciales. Los municipios de régimen común no tienen regulación legal de estructuras directivas y hacen lo que pueden, recurriendo en no pocas ocasiones al personal eventual para el ejercicio de tales funciones o, en su caso, al personal laboral de alta dirección. Un caos, vamos. El renacimiento de la habilitación nacional ha hecho el resto: la función directiva local va a la deriva, sin nadie que la defienda y abandonada a su propia suerte por una política de mirada corta o necia, abanderada por una legión de representantes locales que solo pretenden seguir manteniendo “las manos libres” para nombrar mediante “el dedo democrático” a quienes les ayudarán (¿?) a dirigir sus gobiernos locales. Tarde siempre se dan cuenta de que esos leales servidores políticos muchas veces no les resuelven nada, simple y llanamente porque nada les pueden resolver. En ese caso, la mala gestión abre la puerta al cambio político. La ciudadanía se harta de la retórica vana (que solo mantiene la atención en el primer período de mandato) y de la incompetencia supina, que se termina manifestando con el paso del tiempo. Y los echa con cajas destempladas a las siguientes elecciones. Ya está pasando y pasará a partir de ahora con más frecuencia.

Con este desolador panorama, pretender que la función directiva profesional se asiente en España toma el cariz de sueño inalcanzable, más bien de pesadilla, puesto que la política, la vieja y la nueva, sigue utilizando la alta administración como un coto en el que «el dedo democrático» es la única regla. Ningún programa de partido político incorpora nada en relación a este punto. A nadie le interesa perder «cuota de poder». Ya lo dijo el Conde de Romanones hace casi un siglo, el caciquismo tiene hondas raíces y perdurará en el tiempo. Así es, ahora travestido de clientelismo político. También lo recordaba Robles Egea analizando el arraigo del fenómeno durante la II República española (diagnóstico que se puede trasladar perfectamente hasta nuestros días): “las estructuras clientelares han demostrado una enorme capacidad de adaptación que se asemeja a la del camaleón”. Más claro imposible.

El resultado está a la vista: para ser funcionario o empleado público se requiere acreditar (al menos formalmente) mérito y capacidad en procesos competitivos basados en el principio de igualdad. Sin embargo, para ejercer funciones directivas, sean de primer o segundo nivel, en esa misma Administración, solo se requiere que el «dedo democrático» se gire sobre una persona, la señale y le otorgue la indispensable confianza, hasta que el humor del político de turno o los azares de tan cambiante atmósfera alteren el orden normal de las cosas. Y la guillotina caiga sobre la cabeza de ese directivo libremente nombrado o designado y del mismo modo cesado.

Cuando la inestabilidad política se imponer, el vértigo de los cambios se acelera. Montañas de tarjetas o de direcciones de correos electrónicos se deben eliminar: nuevos directivos, igualmente transitorios y tan dudosamente competentes como los anteriores, calientan de nuevo esas sillas rotatorias. Empieza, además, a darse un fenómeno altamente preocupante: algunos (y no son anecdóticos los casos) de los ungidos para dirigir la Administración Pública son personas que no han cotizado nunca a la Seguridad Social o que, todo lo más, han llevado a cabo trabajos instrumentales en el sector público o privado, absolutamente alejados de cualquier función directiva. Dejar las riendas de la gestión de los asuntos públicos en manos tan inexpertas es una auténtica temeridad pública que debería ser objeto no solo de reproche social sino tal vez de persecución penal. Quien nombre a tales sujetos para dirigir el sector público no se puede ir de rositas. Tiene un grado de culpa in eligendo que nunca podrá eludir. Se deben denunciar públicamente tales casos. Que el bochorno les acose. Solo así se comenzará a erradicar semejante tropelía.

Algo intenta frenar –al menos en lo que se refiere a la provisión de puestos directivos en la alta función pública- la jurisprudencia sobre la libre designación en los últimos años, exigiendo limitación de los puestos sobre los que se puede proyectar ese sistema y en algunos casos motivación de la pérdida de la confianza. Pero eso no deja de ser matar tigres con tirachinas o política de paños calientes frente a la extensión pandémica que ha alcanzado el fenómeno descrito. Visto desde cualquier democracia avanzada está claro que somos singulares. Más bien esperpénticos. Lo realmente raro es que ese barco en el que navegamos todos de las instituciones públicas no se hunda del todo. Aunque lleva camino. Si seguimos apostando por esa vía, seguro que lo lograremos. Nuestra capacidad de autodestrucción como pueblo está acreditada desgraciadamente a lo largo de la historia. Evitemos que los viejos fantasmas retornen de nuevo.

¿Y, con este contexto descrito, qué se puede hacer para implantar la dirección pública profesional?

Resignarse no es bueno. Menos con una situación como la descrita. Cambiar las cosas no es fácil, más bien se transforma en tarea hercúlea. Intentar que los puestos directivos de altos cargos (que son varios miles en España) se provean por un sistema de designación basado en acreditaciones previas de competencias es algo que costará mucho tiempo conseguir. Me temo que algunos no lo veremos. Las resistencias políticas en este punto son incalculables, impresionantes y brutales. En todos los partidos, sin excepción. Da igual que a los políticos les cuentes que esto es así en buena parte de las democracias avanzadas. Lo he hecho en muchas ocasiones, sin resultado efectivo alguno. No hay forma de que lo entiendan. Por lo común, salvo excepciones singulares, tienen una total sordera y están ciegos, borrachos de clientelismo. Enfermos del sacrosanto papel de la confianza política. Y como además tampoco perderán el tiempo leyendo estas páginas, seguirán en sus trece, erre que erre. Ya lo decía antes, predicar en el desierto.

Me he encontrado con muy pocos políticos en mi larga vida profesional (y he hablado con muchos de este tema) que hayan escuchado con atención los argumentos que avalan la creación de la dirección pública profesional, menos aún han sido los que han comprendido su papel y entendido la lógica de una institución que, por mucho que les pese a quienes portan anteojeras, fortalece la calidad de la buena política. También muy pocos han sido los que han intentado trasladarla a sus instituciones, algo que cabe aplaudir porque es nadar contracorriente, práctica nada fácil en una política de regate corto y reducida mirada.

Y cuando estos políticos (que los hay) han dado ese valiente paso, se han topado con la incomprensión de los “suyos” y en especial de los “aparatos” de sus propios partidos, plagados de analfabetos institucionales, que han echado freno inmediato a cualquier proyecto, por mínimo que fuera, de implantación de cambio alguno en esas esferas de la alta dirección pública. “¿Eso implica que ya no podré nombrar a quien me de la gana para los puestos directivos?”, me espetó un político un día. Y le respondí: “Podrás nombrar discrecionalmente a quién previamente hayan acreditado competencia profesional e integridad para el ejercicio de tales funciones”. La respuesta fue obvia: “Eso no me interesa”. A él, político de corta mirada y pobre alcance, probablemente no, pero a la sociedad a la que decía servir sí que le interesa. Y mucho. Pero esta, al parecer, no cuenta.

Esa imposible profesionalización de la alta dirección pública resulta, hoy por hoy, un pío deseo. En esto España seguirá siendo el país número uno en el ranking de democracias “avanzadas” (¿lo es realmente la nuestra?) con mayor número de cargos públicos directivos provistos discrecionalmente y sin ningún tipo de exigencias que tengan que ver con la acreditación de competencias profesionales. En algo somos “el número uno” o “campeones” en el ámbito de la Administración Pública: sumando Administración Pública del Estado, Comunidades Autónomas, otros niveles intermedios de gobierno y entes locales, así como todo el denso y extenso sistema del sector públicos de tales entidades, los cargos directivos de primer nivel de provisión exclusivamente política se cuentan por varios miles. Bastante más numerosos que la cuota de spoils system que aún mantiene el Presidente de Estados Unidos en la Administración federal. Y nadie se inmuta.

Los intentos de profesionalización de la dirección pública profesional proyectados sobre la alta función pública han sido, como hemos visto, una estafa. Apariencias. Pura cosmética o reformas retóricas que realmente no cambian nada porque no van a la raíz de los problemas.

Si algún gobierno autonómico tiene la firme voluntad de emprender esa ruta de profesionalización al menos de los niveles directivos de la alta función pública, habiendo desistido –como han hecho todos los demás- de afrontar la profesionalización de la alta dirección pública concretada en la figura de los altos cargos., puede tomar como vaga referencia algunas de las ideas que a continuación se enuncian. Solo un consejo: si van a hacer lo que ya han hecho otras Comunidades Autónomas, cambios cosméticos o aparentes, mejor no quemen la institución. En ese caso, no emprendan nada. Dejen que todo se pudra, pues tal vez así algún día habrá una reacción fuerte que intente hacer renacer de las cenizas una institución que nadie se ha tomado mínimamente en serio.

Si quieren hacer algo, permítanme otro consejo: expliquen bien a los políticos para qué sirve profesionalizar la dirección pública y qué réditos sacarán los ciudadanos y ellos mismos de ese viaje. Quizás consigan que alguno les entienda. Al menos empezando por la zona baja (dirección pública en la alta función pública) tendrán menos resistencias de los aparatos de los partidos políticos, aunque deberán aguantar la incomprensión y enemiga incluso de un sindicalismo miope (ojala no lo sea), cuando no de algunos funcionarios “corporativizados”.

Pero sobre todo: inviertan mucho en organización, innoven en pequeña escala. Empiecen por los aspectos organizativos: diseñen monografías de puestos de trabajo directivos, donde no solo se recojan funciones de los puestos y requisitos para su cobertura, sino también competencias que se requieren para una gestión eficiente de los mismos. Es el primer paso.

Preparen cantera de cuadros directivos. Formen a su personal en competencias directivas y evalúen hasta qué punto se desarrollan esas competencias o se proyectan sobre su propia organización (cuál es realmente la transferencia de conocimientos y destreza que se vuelca sobre la gestión cotidiana). Sean exigentes en este punto. Innoven continuamente y mejoren sus sistemas de formación de cuadros directivos. Esa inversión, si se capitaliza (siempre que no haya ceses discrecionales) tendrá réditos.

Organicen procesos competitivos en los que se evalúen las competencias de los candidatos para cubrir tales puestos directivos en función del perfil de competencias dibujado en las monografías de puestos. Combinen si quieren espacios de discrecionalidad con esas acreditaciones de competencias, pero restrinjan o limiten las designaciones de personal directivo exclusivamente (sin excepción alguna) a aquellos personas que hayan acreditado previamente disponer de ese mínimo haz de conocimientos, destrezas, aptitudes y actitudes requerido para ejercer tales funciones directivas. Pongan fin al “amateurismo” o a la falsa creencia de que el hecho de ser funcionario habilita ya para dirigir la Administración Pública. Mentira que se debe de erradicar por las funestas consecuencias que acarrea.

Intenten construir acuerdos de gestión o contratos de gestión que definan objetivos, establezcan indicadores y evalúen periódicamente los resultados de la gestión de ese personal directivo. Ensayen sobre este punto, hagan pruebas piloto. Seguro que se equivocan. Pero solo de los errores se aprende y de ahí se extraen las mejoras o el buen camino. Asimismo, incorporen –de acuerdo con esos estándares de cumplimiento- retribuciones variables, al menos en algunos de sus componentes. Empiecen por poco y una vez que el instrumento “suene bien” (esté afinado) y sea aceptado por la cultura de la organización, vayan pisando el acelerador, pero siempre con la prudencia que exige una conducción responsable.

Y sobre todo establezcan un sistema de cierre del modelo que sea coherente con el diseño profesional del mismo: erradicar de raíz y para siempre el libre cese o cese discrecional. Es el muro que hay que derribar. El más difícil. Necesitarán acumular muchas fuerzas para ello. Y no cejar en el empeño. Para ello es necesario vincular el mantenimiento en el ejercicio de las funciones directivas al correcto desarrollo de las mismas (obtención de resultados previamente definidos; por tanto, evaluación), sin perjuicio de que puedan también optar por establecer períodos definidos en los que el directivo se mantendrá en su puesto mientras alcance tales resultados y acredite unos estándares de conducta adecuados. Lo que tampoco debería impedir establecer periodos de prueba, algo que puede sonar a herejía en la actual configuración normativa de la libre designación. Pero no se trata de comulgar con ruedas de molino ni hacer las cosas “como siempre se han hecho”. Sin este cierre, el modelo de la dirección pública se derrumba y se convierte en pura coreografía.

Si transitan plenamente por ese camino alcanzarán, al menos en la alta función pública, la implantación de una dirección pública profesional (que es por la que abogaba el EBEP: solo aplicable a la función pública). Si lo hacen solo en parte, al menos vuélquense en la organización, formación, procesos competitivos y garantías frente al cese. Si nada de esto hacen o si siguen permitiendo el cese discrecional de los directivos designados por sistemas de acreditación de competencias, reiterarán los mismos errores que las Comunidades Autónomas que han regulado esta figura han cometido. Caer en las apariencias, como dice la cita que encabeza este artículo, sería el mayor de los errores o disparates en los que pueden incurrir en este caso. No tropiecen en la misma piedra. Aparentar no es ser.

Apostar por la implantación de la dirección pública profesional –siquiera sea en el escalón intermedio de la Administración Pública- también es innovar. Si lo consiguen, esos profesionales de la dirección pública pondrán inevitablemente en entredicho a los “amateurs” que les dirigen a ellos. Y esta contradicción, tarde o temprano, habrá de resolverse de un modo u otro: provocarán una reacción en cadena. Ya nada será lo mismo.

Suerte en un empeño que, como ya hemos reiterado, estará preñado de dificultades. No es fácil desarrollar estas ideas en un país como el nuestro y con el “fardo (que no legado) institucional” que en estos temas nos acompaña desde siglos. Si hay liderazgo político fuerte lo podrán conseguir: esta es –como vengo insistiendo a lo largo de estas páginas- una decisión política. De buena política. De la que hay poca, de la mala política estamos invadidos, ahogados. En el caso de que los políticos no les acompañen, el viaje es a ninguna parte. También para ellos.

[1] Este texto ha sido reelaborado a partir de la Conferencia impartida en la Escuela Balear de Administración Pública el día 12 de noviembre de 2015 (“Innovación y Dirección Pública Profesional (el desarrollo del artículo 13 del EBEP)”, dentro del ciclo de conferencias sobre innovación en la selección y la promoción de empleados públicos. Agradezco al Director de la EBAP la amable invitación cursada para disertar sobre este tema. E, igualmente, debo dejar constancia que algunas de las cosas que en este texto se recogen se deben principalmente al debate abierto en su día con las personas asistentes a esa conferencia, por lo que hago extensivo el agradecimiento también a ellas.

[2] El marco general del problema lo trato en el epílogo a un libro que aparecerá editado en los próximos meses titulado Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones. El citado epílogo tiene por enunciado: “España, ¿un país sin frenos?”. Con ese mismo título aparece publicado en el libro colectivo, que está actualmente en imprenta y que será editado por el INAP: M. Villoria y J.M. Gimeno (directores). La corrupción en España. Ámbitos, causas y remedios jurídicos. Una versión de este trabajo se publicará en la Revista El Cronista (IUSTEL), primer número de 2016.

 VADEMÉCUM DE POLÍTICA MUNICIPAL. CÓMO GOBERNAR UN AYUNTAMIENTO.

El Instituto Vasco de Administración Pública (IVAP), ha publicado el Vademécum de Política Municipal. Cómo gobernar un Ayuntamiento elaborado por el profesor Rafael Jiménez Asensio.

El Vademécum de política municipal aborda las competencias requeridas para gestionar con éxito la política municipal por parte de las personas que desarrollan funciones de gobierno en las estructuras de un Ayuntamiento o de una Entidad Local. Tiene como destinatarios principales los Alcaldes y Concejales. Parte de una síntesis de un libro del mismo autor, Cómo gobernar y dirigir un ayuntamiento (política y dirección pública en las instituciones locales), publicado también por el IVAP en 2015.

VADEMÉCUM DE POLÍTICA MUNICIPAL. CÓMO GOBERNAR UN AYUNTAMIENTO

MANUAL «EJES DE LA NUEVA POLÍTICA LOCAL 2015-2019»

EUDEL edita un Manual de acogida para las electas y los electos de los Ayuntamientos Vascos, titulado «Ejes de la nueva Política Local 2015-2019», un material de notable utilidad para hacer política municipal en los próximos años, el libro se estructura en los siguientes Capítulos:

Introducción: Contexto y retos de los Ayuntamientos Vascos: 2015-2019
1. Gobernar un municipio,
2. Sistema institucional local: el ciclo de gobierno
3. Buena Gobernanza municipal
4. Buen Gobierno
5. Gobiernos Locales eficientes y sostenibles

MANUAL «EJES DE LA NUEVA POLÍTICA 2015-2019»

INFORME FINAL COMPLETO DEL CONSEJO ASESOR PRESIDENCIAL CONTRA LOS CONFLICTOS DE INTERÉS, EL TRAFICO DE INFLUENCIAS Y LA CORRUPCIÓN. CHILE.

El 10 de marzo de 2015, la Presidenta Michelle Bachelet anunció la creación del Consejo Asesor Presidencial contra los Conflictos de Interés, el Tráfico de Influencias y la Corrupción.

De acuerdo al Decreto de nombramiento, el objetivo del Consejo es “proponer un nuevo marco normativo,que permita el cumplimiento efectivo de los principios éticos, de integridad y transparencia,en sus aspectos legales y administrativos para lograr el eficaz control del tráfico de influencias, prevención de la corrupción y de los conflictos de interés en los ámbitos de los negocios, la política y el servicio público, así como en la relación entre éstos”.

El presente informe aborda las propuestas desarrolladas y acordadas por el Consejo a la luz de este mandato. Se trata de recomendaciones que buscan prevenir la corrupción, el tráfico de influencias y los conflictos de interés en todos los poderes de Estado, en la política y en el sector privado.

El equipo de trabajo elaboró un documento dividido en 5 áreas: Prevención de la Corrupción; Regulación de Conflictos de Interés; Financiamiento de la Política para fortalecer la Democracia; Confianza en los Mercados; Integridad, Ética y Derechos Humanos.

Entre los temas que se abordan están la Reforma del sistema de Alta Dirección Publica y del sistema de compras públicas, concesiones y gastos en Defensa; Puerta giratoria, inhabilidades e incompatibilidades entre los sectores públicos y privados; fiscalización de la política y su financiamiento; formación cívica y ética, entre otros. Fuente: Resumen Ejecutivo del Consejo Anticorrupción.

PULSAR AQUÍ PARA ACCEDER AL INFORME FINAL COMPLETO DEL CONSEJO ANTICORRUPCIÓN

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MEMORIA DE LA COMISIÓN DE ÉTICA PÚBLICA DEL GOBIERNO VASCO (Octubre 2013-Diciembre 2014), IVAP, 2015.

memoria-CESe acaba de publicar por parte del IVAP la Memoria de la Comisión de Ética Pública del Gobierno Vasco (2013-2014). Se trata de un importante y documentado texto que atestigua ya sin duda lo que puede ser calificado como «una buena práctica institucional».

 La aprobación y publicación en su día del Código Ético y de Conducta de los cargos públicos y personal eventual de la Administración General e Institucional de Euskadi (publicado en el BOPV núm. 105, de 3 de junio de 2013) inició -como expresamente indica la propia Memoria- una «experiencia que tenía una cierta dimensión de viaje hacia lo desconocido, de aventura con desarrollo de final incierto» (p.59).

Sin embargo, la experiencia de estos ya casi dos años de andadura del Código no puede ser sino calificada de exitosa, más aún por su inserción en un marco político-institucional y normativo que en poco o nada ayuda para el desarrollo de tales proyectos (recientemente, por ejemplo, el Estado ha derogado el Código de Buen Gobierno para altos cargos de 2005 por medio de la Ley 3/2015). Cuando las democracias avanzadas están haciendo de su Integridad Institucional un motor de confianza de la ciudadanía en sus instituciones, en otros pagos ni se enteran. Fe ciega en el valor taumatúrgico de la Ley y nula comprensión de lo que son los Códigos de Conducta en las instituciones públicas.

No es el caso del Código de Ética y de Conducta del Gobierno Vasco. Desde su inicial configuración, como bien acierta en detallar la Memoria, se apostó decididamente por huir de una concepción estricta del cumplimiento de la legalidad (muy asentada en los países de tradición «continental», aunque Francia recientemente en el «Rapport Nadal» de enero de 2015, recomienda extender los Códigos deontológicos a todas las instituciones), así como por prescindir de una concepción «cosmética» de tales Códigos y caminar de modo decidido hacia la configuración de compliance, por medio de la cual se estableciera de forma precisa un Sistema de Integridad Institucional con una estructura de orientación, seguimiento y control. Ese era el papel que se le asignó a la Comisión de Ética Pública: resolver los dilemas éticos y dar sentido o visión sobre la integridad institucional.

Esta Comisión, formada también por expertos ajenos a la estructura gubernamental, ha tenido un trabajo difícil aunque apasionante, que se ve reflejado en esta interesante Memoria. Se trata de un documento muy bien elaborado, con información de relieve sobre cómo ha ido interpretando la Comisión los diferentes asuntos que se le han planteado, muy bien sistematizada y que debiera servir de ejemplo sobre cómo se deben elaborar las Memorias en este tipo de instituciones u órganos. Se recomienda encarecidamente su lectura (es relativamente breve), cuyo texto puede encontrarse actualmente en la página de Irekia.

Queda, sin duda, mucho trabajo por hacer. Y la Comisión lo subraya: por ejemplo, tiene la percepción de que «el CEC no ha sido aún suficientemente interiorizado por parte de sus destinatarios» (p.63). Pero ahí está el trabajo continuo de la propia Comisión, el programa formativo, así como las recomendaciones y propuestas de adaptación del Código a las nuevas exigencias. Esa caracterización del Código como «instrumento vivo» (que el próximo texto realza) o ese papel de la Comisión de propuestas de adaptación permanente de sus previsiones, o de Work in process, como señala la doctrina canadiense cuando de definir estos Códigos de Conducta se trata.

Se ha dado un importante efectivo paso para «recuperar el sentido moral de la política» (p.61). La calidad de las instituciones también se asienta firmemente sobre valores como la integridad, la ejemplaridad y la transparencia. Falta la última vuelta de tuerca al modelo de alta dirección ejecutiva: asentar también esa credibilidad y confianza de la ciudadanía en sus instituciones sobre «la competencia profesional» en los nombramientos, al menos de los cuadros directivos (a imagen y semejanza de lo que se ha hecho en algunos Códigos comparados, como es el caso del aplicable al Senior Executive Service en Estados Unidos, que se cita en la propia Memoria). Pero ese es otro tema.

Se debe aplaudir, por tanto, la iniciativa de publicar esta Memoria y felicitar a la Comisión de Ética Pública por el trabajo desarrollado, así como al IVAP por su digna edición.

BUENA GOBERNANZA Y TRANSPARENCIA. GUÍA PARA LA IMPLANTACIÓN DE LA LEY 19/2014, DE 29 DE DICIEMBRE, EN LOS AYUNTAMIENTOS CATALANES

RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO
(Consultor Institucional/Catedrático de Universidad acreditado UPF)

guia-transparencia
RESUMEN/ABSTRACT:

La presente Guía pretende servir como vehículo de comprensión de la Ley 19/2014, de 29 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno de Cataluña. Una Ley, tal como se verá, que tiene un contenido bastante más amplio de lo que el enunciado de la misma presume y que introduce una amplísima batería de obligaciones a las Administraciones locales, muchas de ellas muy exigentes.

La citada Ley plantea, en efecto, unos fuertes retos para el mundo local. En verdad, impone a medio plazo un cambio radical y profundo de la cultura política y organizativa de los ayuntamientos.

Esta Guía tiene una doble finalidad:

1. Exponer en términos sencillos las claves para comprender y aplicar en los ayuntamientos, tanto desde una perspectiva política como técnica, la Ley 19/2014, de 29 de diciembre, de transparencia, acceso a la información y buen gobierno (LTRCAT).

2. Y, asimismo, elaborar un listado de retos mediatos e inmediatos que abren en los Ayuntamientos como consecuencia de este nuevo marco normativo dentro de un Sistema de Buena Gobernanza. Se persigue, así, definir las líneas básicas del Modelo Institucional y de Gestión de la Transparencia Municipal. Pero también trabajar en otras áreas que recoge la Ley (Buen Gobierno, Gobierno Abierto, etc.).

La Primera Parte de la Guía es un análisis sistemático de los problemas más relevantes con los que se enfrentarán los municipios para hacer efectivos los mandatos de esa Ley. Ese análisis viene acompañado de citas, cuadros y esquemas que ayuden a la comprensión de su contenido a aquellas personas, tanto a los políticos como directivos o empleados públicos, que se vean obligados a aplicar la Ley o tengan alguna responsabilidad, directa o indirecta, sobre su cumplimiento.

La Segunda Parte ensaya la construcción de un Sistema de Buena Gobernanza Municipal a partir de los presupuestos normativos analizados, con especial hincapié en tres pilares básicos que se enuncian en la Ley: Ética Institucional; Gobierno Abierto y Transparencia; y Buen Gobierno y eficiencia en la prestación de los servicios públicos. El trabajo se cierra con un esbozo de construcción de un Marco de Integridad Institucional y de un Marco Institucional y de Gestión de la Transparencia.

La única pretensión de este Documento es que sea de utilidad y sirva para una mejor comprensión de una Ley ciertamente compleja, sobre todo para su aplicación por las entidades locales.

Como material complementario, esta Guía viene acompañada de un completo Dossier de Documentación sobre Transparencia, que ha sido elaborado por Estela Ribes (Coordinadora de Programas de Formación de Estudio.Con SLP). Ese Dossier incluye diferentes enlaces a normativa sobre transparencia y códigos éticos, así como a documentos y bibliografía, que podrán ayudar a todos aquellos que trabajen en esos ámbitos.

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