política

LA DEMOCRACIA ASEDIADA (*)

snyder

 

“El objetivo de ese espectáculo (de noticias) es suscitar las emociones de partidarios y detractores, y confirmar y reforzar la polarización (…), la política consiste en los amigos y enemigos domésticos, y no en proyectos que puedan mejorar las vidas de los ciudadanos” (Snyder, p. 256).

“¿Son las salvaguardas constitucionales, por sí solas, suficientes para proteger una democracia? Creemos que la respuesta es negativa” (Levitsky y Ziblatt, p. 118)

Desde hace algún tiempo la percepción dominante es que la democracia liberal, tal como la hemos conocido, no pasa por sus mejores momentos. El desmoronamiento del régimen soviético a partir de 1989 trasladó la falsa imagen de la inevitabilidad de la democracia pluralista, algo que los hechos han ido desmintiendo gradualmente, en particular a partir de los primeros compases del siglo XXI y más concretamente tras la dura crisis fiscal que se abrió después de los años 2007-2008. También entre nosotros las amenazas se ciernen. Conviene, por tanto, estar atentos a lo que en otros contextos se produce.

Ciertamente algo serio se viene cociendo estos últimos años. Y los acontecimientos políticos recientes tanto en diferentes países de la Unión Europea (UE) como en Estados Unidos (EEUU) así nos lo advierten (más recientemente, en Brasil). Veremos qué nos depara este inaugurado 2019 y la cascada electoral que se avecina. En tal complejo contexto se agradece, sin duda, la aparición en la escena bibliográfica de dos magníficos ensayos, complementarios, movidos ambos por las mismas inquietudes, aunque muy distintos en su trazado y enfoque.

El primero de ambos libros se debe a un consagrado historiador: Timothy Snyder, El camino hacia la no libertad (Galaxia Gutenberg, 2018). Tras el fracaso del relato del “fin de la historia”  y, por consiguiente, de la política de la inevitabilidad, el autor identifica como recambio la política de la eternidad, que tiene por misión fabricar crisis y manipular emociones o, dicho de otro modo, “ahogar el futuro en el presente”. Y el artífice de esa política es, sin duda, la Rusia de Putin, que a partir de 2010 se enrola en la bandera de la eternidad y que, ante su propia impotencia interna para resolver los problemas de la ciudadanía rusa, la quiere trasladar a los países de la UE y a EEUU. Su ideología se basa en un filósofo fascista del período de entreguerras, Ivan Illyn, que la nueva nomenclatura rusa ha recuperado con entusiasmo.

Para ese tránsito, la tecnología facilita el camino: “A medida que la distracción sustituye a la concentración, el futuro se disuelve en las frustraciones del presente y la eternidad se convierte en vida cotidiana”. El individualismo deja paso al totalitarismo. Realmente la política de la eternidad elimina la sucesión (a través de procesos electorales disfrazados, pues estos se manipulan o trucan). Lo importante es la figura del redentor (en este caso Putin), idea recogida del propio Illyn. Emerge, así, la figura del “dictador democrático”, que mediante cambios de decorado sinfín se eterniza en el poder (son ya veinte años). La reconstrucción del imperio es su meta, aunque su objetivo ideal es la “Unión Euroasiática” (la idea de Carl Schmitt de “los grandes espacios”), que abogue por la desaparición de la UE. Todo lo que sea debilitar instituciones europeas y los países que forman parte de la Unión, es un paso necesario. Así, junto a las ofensivas convencionales en su “radio de acción” (Chechenia, Georgia y, mucho más próxima en el tiempo, Ucrania), esa estrategia se acompañará, más recientemente (Estonia, Ucrania, etc.) de la guerra cibernética. Y es aquí donde Rusia encontró su punto fuerte. La interferencia en innumerables procesos electorales en diferentes países europeos y el indisimulado apoyo a partidos de extrema derecha o fuerzas independentistas no tiene otra  finalidad que desestabilizar la UE. Tal como resalta Snyder: “El Brexit fue un triunfo para la política exterior rusa y la señal de que una cibercampaña orquestada desde Moscú podía transformar la realidad”.

La proliferación de mentiras, el mantenimiento de la incertidumbre, la fabricación de crisis y de las propias emociones ciudadanas, alimentar la polarización y el extremismo, así como la divulgación de conversaciones privadas como medio de un totalitarismo incipiente, crearon el caldo de cultivo para la guerra híbrida (la de Ucrania lo fue). Había, además, que erosionar las instituciones de los países occidentales y la confianza de los ciudadanos en aquellas; con ello quedaba claro que la (mala) situación rusa no era una excepción, sino la regla. En eso se está. También aquí, aunque no lo parezca. Su mayor éxito, sin embargo, se dio fuera de las fronteras europeas: en Estados Unidos. Y el gran asalto se produjo por medio de la fabricación de Donald Trump como “empresario de éxito” (algo que se logró con fuertes apoyos financieros de Rusia), luego mediante la conquista de las redes sociales por medio de la extraordinaria (cuantitativamente hablando) proliferación de bots (programas informáticos diseñados para difundir mensajes concretos a un público determinado) y, finalmente, a través de la expansión sin par de mentiras o descalificaciones gruesas del “enemigo político a batir”. La política de las emociones primarias desbancaba totalmente a la política de la racionalidad, en franca retirada. El debate se sustituía por la destrucción total primero en el plano virtual y luego real del enemigo (Hillary Clinton) y por la multiplicación hiperbólica de los temores que una parte seleccionada de la población estadounidense ya tenía incubados.

Estados Unidos, paradójicamente, fue consciente muy tarde de las dimensiones de la guerra emprendida. Y cuando lo fue, ya nada tenía remedio. La cleptocracia rusa supo captar mejor que nadie la transformación acaecida con las tecnologías de la información: “La política se ha convertido en un comportamiento adictivo navegando por Internet, con momentos buenos o malos que se viven a solas”. Lo demás es estimular las peores emociones y fomentar la dialéctica amigo/enemigo. Para eso la simplicidad de los mensajes en las redes es un medio único. El daño ya está hecho y el personaje entronizado. La conclusión, ácida, pero necesaria: “Estados Unidos tendrá las dos formas de igualdad, racial y económica, o no tendrá ninguna”. En ese último caso, la oligarquía racial ascenderá y la democracia llegará a su fin.

La segunda obra tiene un enfoque muy distinto, pero la preocupación última es la misma. S. Levitsky y D. Ziblatt, son dos profesores de la Universidad de Harvard que han escrito un sugerente y estimulante libro: Cómo mueren las democracias (Ariel, 2018). Aunque con muchos aditamentos comparados y buen estudio de campo, el foco de atención se centra principalmente en Estados Unidos y en el futuro de su sistema democrático tras la (imprevisible) llegada de Trump al poder. Los autores se plantean qué fallo realmente para que ello se produjera. Y realmente la tesis del libro es muy clara: algo ya estaba incubado en el propio sistema político-constitucional estadounidense desde hacía tiempo. El factor Trump ha acelerado ese proceso, hasta el punto de que los citados profesores se cuestionan incluso si la democracia en su país puede verse afectada. Y para ello llenan los primeros capítulos del libro de “ejemplos” en los que sistemas democráticos de cierta tradición, tanto en Europa como en Latinoamérica (¿son algunos casos comparables a la situación estadounidense?), han terminado transformándose en regímenes autoritarios o totalitarios. La sombra se sigue extendiendo: el día 1 de enero, inaugurando el año (¿tiene algún significado la fecha?), tomó posesión como Presidente de Brasil un nuevo aliado  extremista y autoritario (Bolsonaro) del Presidente Trump.  Los mandatarios rusos se siguen frotando las manos.

Y los autores se preguntan: ¿Hay una amenaza seria de que la democracia quiebre, también en EEUU? Para anular la respuesta afirmativa se acude normalmente a la Constitución de 1787 como “barrera de pergamino” (en expresión tomada de la obra El Federalista), que articuló el modélico sistema de arquitectura institucional de pesos y contrapesos diseñado por Madison. Pero, en verdad, la respuesta que dan los autores es inquietante: “Nosotros no lo tenemos tan claro”. Dicho de otra manera, crisis políticas y constitucionales ha habido muchas a lo largo de la trayectoria de EEUU (con guerra de Secesión incluida). Según su criterio, “las democracias funcionan mejor y sobreviven durante más tiempo cuando las constituciones se apuntalan con normas democráticas no escritas”. Y, entre ellas, destacan dos, que han tenido – a juicio de los autores- particular trascendencia en la vida política estadounidense (al menos por largos períodos de tiempo): la tolerancia mutua o el acuerdo de los partidos rivales de aceptarse como adversarios legítimos; y la contención o la idea de que los políticos deben moderarse a la hora de desplegar las prerrogativas institucionales. Algo se debería aprender de esto por nuestros pagos.  Cerrar el paso a las fuerzas políticas extremistas no es una cuestión política, sino existencial de la propia democracia. Los autores lo dejan muy claro, con varios ejemplos.

Así, es crucial el papel de lo que los autores llaman como “los guardarraíles de la democracia”, que, aparte del sistema institucional propiamente dicho, se hallan “las reglas no escritas de juego”. Estas, salvo períodos muy puntuales de la vida político-constitucional, se han aceptado (ponen como ejemplo el caso del tamaño variable del Tribunal Supremo, mantenido en 9 magistrados, no “letrados” como la traducción nos hace ver, desde hace casi 150 años, a pesar de los intentos de cambio en la etapa del New Deal). Pero esa vida política ha estado salpicada en determinados momentos históricos de “extremismo constitucional”, de “prácticas constitucionales duras” o incluso de leyes que restringían los derechos electorales de la población de color en determinados Estados del Sur. Si bien, lo más preocupante es que los partidos políticos (en este caso el Partido Republicano) no han servido como “cortafuegos” (o cribado) del ascenso de un líder político con marcadas tendencias autoritarias y sin cultura democrática alguna. Son muy interesantes las páginas dedicadas al proceso de selección de candidatos por ambos partidos y el papel negativo que las primarias han tenido en este caso: sin cribado previo, cualquiera puede ser investido candidato por un exaltado electorado (más aún en momentos excepcionales). Si bien en el ascenso de Trump, aunque lo citan, lo autores no parecen valorar la trascendencia que tuvo la ciberguerra en ese encumbramiento.

Según los autores, la radicalización del discurso republicano desde finales de la década de los noventa, el distanciamiento total entre ambos partidos y la polarización extrema que se está produciendo entre ellos puede herir de muerte la democracia estadounidense. Tomen nota aquí también. El sistema bipartidista estadounidense se reconfiguró a partir de la década de los sesenta (Leyes de 1964 y 1965, de derechos civiles y de derecho al voto, respectivamente), resituando a los republicanos como una fuerza conservadora y a los demócratas como un partido de corte liberal, con electorados cada vez más precisos. Pero la brecha entre ambas fuerzas políticas se fue abriendo, y durante las dos últimas décadas la quiebra de “las reglas no escritas” ha sido la norma dominante. Se ha adoptado, además, un estilo de hacer política claramente “sobreexcitado, exageradamente agresivo y apocalíptico”  (particularmente en el campo republicano).

Es curioso que en este libro se dibuje un problema realmente no cerrado, que se arrastra en toda la vida del país americano: “Las normas que sostienen el sistema político estadounidense se apoyaban, en un grado considerable, en la exclusión racial”. La pretendida supremacía blanca se vuelve a airear como bandera de un radicalizado bando republicano. Es, en definitiva, el retorno a la eternidad, una idea que podría poner en cuestión la pretendida inevitabilidad la democracia estadounidense. Castillos mayores han caído en la Historia de la humanidad. Y es en ese temor en el que ambas obras coinciden, también en los remedios, pero no creo que de ellos tomen nota quienes la deben tomar. Cuando las barbas de tu vecino veas afeitar…

(*) Artículo publicado en la sección de Opinión del diario digital Vozpópuli el día 6 de enero de 2019. Se puede consultar en https://www.vozpopuli.com/opinion/Putin-Trump-democracia-asedio-EEUU-Rusia-New-Deal_0_1206479680.html

TIEMPO Y PROMESAS EN POLÍTICA

 EL ORDEN DEL TIEMPO

 

“El tiempo es, pues, la forma en que nosotros, seres cuyo cerebro está hecho esencialmente de memoria y previsión, interactuamos con el mundo; es la fuente de nuestra identidad. Y de nuestro dolor” (C. Rovelli, El orden del tiempo, Anagrama, 2018, p. 240)

Desde hace algunos años, por puras razones biológicas, el tiempo ha pasado a tener un protagonismo particular en mis lecturas y pensamientos. Procuro, en efecto,  leer todo lo que esté a mi alcance sobre tan compleja cuestión. Hace unos meses me sumergí, siempre guiado por otros autores, en las Confesiones de San Agustín (Libro XI), obra que tal vez contiene una de las mejores reflexiones sobre la naturaleza del tiempo. Y más recientemente he leído con innegable fascinación el magnífico libro de Carlo Rovelli que abre esta entrada, donde la física y la filosofía se mezclan magistralmente cuando de pretender explicar lo que del tiempo se trata. Son solo algunos ejemplos, por no abundar más en el detalle. Ambos de recomendabe lectura.

Pero ahora me interesa definir qué papel juega el tiempo en la actividad política en un momento en el que la instantaneidad se ha apoderado de la vida individual, social y también política. El tiempo en política tiene su propio orden. Todo es efímero, nada tiene perdurabilidad. Tampoco las personas, menos aún los programas. La aceleración del tiempo, si bien sea una impresión, todo lo domina. Y para la política, nunca dada precisamente a la reflexión ni al sosiego, ese actuar momentáneo a trancas y a barrancas hipoteca su visión futura hasta cegarla por completo.

El tiempo es, desde la monumental obra de Proust, una mera percepción (nunca la misma según el sujeto) que termina siendo intuitiva y que enlaza lo que ya pasó (sabiendo extraer lecciones, emociones o aromas sobre ello) frente a lo que vendrá, que nadie sabe su desenlace y ni siquiera si llegará, pero que fruto de esa experiencia se pretende anticipar, aunque a veces se falle en el juicio. ¿La política opera con estos mismos cánones? No parece.

La política occidental vive enjaulada en esa tiranía del mandato de la que hablara Hamilton, ahora además se desliza hipotecada por un mapa de fragmentación partidista en el que la perdurabilidad es un deseo y la caída en desgracia demasiado frecuente (¿quién se acuerda de quienes nos gobernaban hace ochos meses?). Los políticos son cada vez más fugaces, menos duraderos. El tiempo de la política es distinto del tiempo de los políticos, en estos el pasado al parecer importa más de lo que hagan ahora o de cómo se comporten en el ejercicio de sus funciones, pues el espejo retrovisor del “periodismo de investigación” (siempre alineado en el lado contrario) escruta cualquier detalle de sus tiempos pretéritos y todo puede acabar en expulsión, cuando no en condena a la hoguera virtual. Buscamos ángeles en un mundo de demonios (parafraseando a Hamilton y a Kant). Nunca los encontraremos.

Esa actividad que llamamos política se ha transformado en tiranía del instante. Encadenada estúpidamente a lo que de ella digan unos medios que pretendidamente “forman opinión”, pero que pocos leen y algunos más escuchan o ven, la actividad política es hoy en día (una obviedad por lo demás) marketing y comunicación, entendida lisa y llanamente como un intento vano de llegar a la gente. La política se retroalimenta del periodismo y este de la política, ambos nos entretienen con banalidades sinfín. La política se hace espectáculo (Byung-Chul Han) objeto de consumo. Pretenden llenar nuestro ocio y, por tanto, entretener nuestro tiempo con “el circo” de la política. Eso sí, con algún que otro payaso añadido que, ya sea desde el foro parlamentario, en los medios o en las redes sociales (que de todo hay), termina añadiendo algún gramo de estulticia al espectáculo público en el que está convirtiendo la pobre y atemporal política.

El tiempo en la política se ha encogido, por tanto. Ya no se mide por los años de un mandato que se inicia o por los meses de otro que agoniza. Los mandatos también son precarios, como los empleos (el de político comienza a serlo y mucho). La política se ha hecho instante, inmediatez, tiranía del presente, por mucho de que sobre la existencia de este se pueda incluso dudar. No mira atrás, pues no le interesa extraer lecciones de los yerros que antaño se cometieron, salvo para renacer fantasmas políticos o formatear conductas y modos de pensar. Pero tampoco mira al futuro, pues la mirada cabizbaja de las redes sociales no le permite al político aventurar siquiera cómo resolver los problemas del futuro, de los que en muchos casos ni quiere saber ni cínica e irresponsablemente le interesan. Procrastinar es el verbo de moda en política, todo se aplaza sine die. Lo auténticamente importante es el hoy, no lo que suceda mañana, tiempo lleno de incertidumbres e incógnitas. Sin embargo, muchas de sus decisiones adoptadas en este momento hipotecarán el futuro y no pocas de las indecisiones actuales multiplicarán los problemas en los próximos años (Peter Drucker dixit). Pero nadie se da por aludido. Lo realmente trascendente es disfrutar del instante, y en ese devenir la política se ha convertido en la mejor seguidora del pensamiento escéptico sobre el tiempo.

Todo el análisis anterior estaría incompleto sin comprender que hay un momento en el que la política sí vende futuro a espuertas. Y no es otro que el momento electoral, mejor dicho la campaña. Allí todo son ofertas magníficas de soluciones sinfín a precios irrisorios. Todo lo que quiera la ciudadanía y más se ofrece en tan desprendido (nunca mejor dicho) bazar gratuito. El año 2019 será tiempo de campañas electorales y con los dineros de todos venderán ilusiones a sus potenciales votantes (haciendo incluso uso torticero de los datos personales, con apoyo en la nueva ley que paradójicamente pretende protegerlos). Los sufridos ciudadanos (también votantes) veremos un desfile de potenciales regalos pasar por nuestras narices. Buscarán seducir, ayudar a ese último empujoncito que incline el disputado voto. Así ha sido hoy, 2 de diciembre, en Andalucía. Y así será en los próximos meses.

Pero el tiempo también se tiñe de crueldad, pues el futuro es mera expectativa. Y nada peor en la vida que alimentar el deseo, pues como recordaba Spinoza tras él suele llegar  la tristeza, pues rara vez lo prometido se transforma en algo tangible. Entonces arriba la decepción.  Obtenido el voto y tras este el poder, ocupado ya en las tareas de gobierno, el político se olvida de la poesía y entra de lleno en el terreno de la dura prosa (aunque algunos pretendidos gobernantes no sepan qué significa esto y sigan erre que erre vendiendo sueños). Normalmente, el pragmatismo y la realidad se imponen, sobre todo las limitaciones presupuestarias, por no hablar de otras menos tangibles. Y el tiempo termina poniendo a todos en su sitio, también a aquellos políticos charlatanes de feria (especie cada vez más abundante) o a quienes hacen de la política una actividad próxima a la prestidigitación.

Y de allí viene de inmediato el desprestigio de la política, la manida desafección. Lo ha explicado muy bien un filósofo contemporáneo como es André Compte-Sponville, para quien la crisis de lo político radica fundamentalmente en la formulación de “demasiadas promesas imprudentes, y por tanto inevitablemente no cumplidas”, pues como él mismo añade “es más grave haberlas hecho que no cumplirlas porque no se puede”. Y eso lo saben los políticos o deberían saberlo cuando las hacen. El tiempo delatará esas fantásticas mentiras tan “piadosamente” contadas. Pero cuando lo haga, nada tendrá remedio. La frustración ya habrá anidado en esas mentes antes abducidas y ahora desencantadas.

En estos días en que el populismo anega también nuestra vida política, lo más grave no es que existan o florezcan por doquier fuerzas populistas que se alimentan con “el sonsonete de todos podridos” sin mirar siquiera debajo de su alfombra, sino que lo más preocupante es que todos los partidos o incluso los propios gobiernos están incorporando cada vez dosis mayores de populismo en sus respectivas agendas. Ejemplos hay muchos y algunos recientes (por ejemplo, de “legislación de urgencia populista”); piénsese, asimismo, en la pasada campaña andaluza, donde el populismo ha sido la bandera de la práctica totalidad de las fuerzas políticas en liza. Y con ese precedente, ¿qué no pasará en 2019?

Más inquietante es aún que no pocas de esas estructuras políticas o gubernamentales (que gestionan, no se olvide, los intereses de todos los ciudadanos) se dediquen a hacer de Penélope que, “bajo el signo de la astucia, por el día teje(n) y por la noche desteje(n)” (Andrea Köhler), alimentando  como norma de actuación en algún caso el cultivo directo o indirecto del odio “al otro”, la descalificación grosera del contrario o, en fin, eleven la bandera del fanatismo pontificando que ellos están en posesión de la verdad absoluta y que el resto  de los mortales se halla completamente equivocado. Las simplificaciones políticas también coadyuvan a esa condensación del tiempo que nada ve más allá de sus propias narices. Si algo debe hacer la política –como recuerda al autor francés antes citado- no es vender paraísos terrenales que nunca llegarán, sino  “combatir las causas objetivas de la infelicidad” y dejarse de otros cuentos. Hacer, a fin de cuentas, la vida más placentera y alegre a sus ciudadanos. Para ello, paradojas de la vida, se requiere tiempo, pero éste, como ya hemos visto, se consume en otros menesteres.

Y el tiempo mal gastado en el orden político deja hondas huellas, aunque estas se proyecten sobre un futuro del que nadie querrá hacerse responsable, pues el tiempo todo lo borra o al menos eso es lo que ingenuamente algunos creen. Se equivocan. El tiempo político también es memoria, aunque -para dolor nuestro- esté ayuno de previsión.

ESPAÑA, UN LEVIATÁN QUE AGONIZA (A propósito del libro de C. Dahlström y V. Lapuente, Organizando el Leviatán. Por qué el equilibrio entre políticos y burócratas mejora los Gobiernos, Deusto, 2018)

ORGANIZANDO LEVIATAN

 

“Las democracias que operan con una administración politizada rinden poco, mientras que las que trabajan con una administración basada en méritos disfrutan de altos niveles de calidad del gobierno. En pocas palabras, los regímenes gobernados por políticos que rinden cuentas ante sus ciudadanos requieren de burócratas que no rindan cuentas ante sus jefes políticos” (Dahlström-Lapuente, p. 254)

 

Siempre he tenido la intuición de que la altísima penetración política padecida por las estructuras burocráticas en nuestras Administraciones Públicas no solo representaba una colonización del espacio profesional por diletantes, sino que generaba altas patologías tales como servir  de caldo de cultivo a la corrupción, provocar poca eficacia derivado de la alta rotación y baja cualificación de los directivos políticos o de una función pública sin medición del rendimiento, así como introducir la retórica en las necesarias reformas del sector público hasta situarlas en vía muerta por las cesiones y concesiones que un empleador débil, como es el político, siempre hace a los actores en liza.

También siempre he pensado, de nuevo intuitivamente, que designar discrecionalmente por la política altos funcionarios para puestos de responsabilidad política o directiva en las estructuras de la alta Administración o de la función pública no era en sí mismo un remedio, sino que destruía las carreras profesionales de los funcionarios, encadenándolas al ciclo político y estimulaba su “vocación política” como único medio ascender en el ejercicio de responsabilidades públicas.

Así, en las más de tres décadas que llevo ocupándome circunstancialmente de estas cuestiones, siempre he manifestado que la politización de la Administración (mal endémico en España) y la funcionarización de la política (también muy presente entre nosotros, al menos en el Gobierno y Administración centrales, aunque menos que en otros países, como es Francia), eran dos grandes patologías en el modo y manera de vertebrar la Administración Pública y las siempre complejas relaciones (pues no se olvide que son relaciones de poder) entre políticos y altos funcionarios. Este esquema conceptual, sumariamente descrito, es el que me ha llevado a defender desde el principio la implantación en nuestro sector público de la Dirección Pública Profesional. Con los resultados por todos conocidos: nadie se da por enterado. [Sobre este tema: alta-direccion-publica]

El país, en todos sus niveles de gobierno, sigue mareando la perdiz. La corrupción ha echado raíces sólidas, la ineficiencia del sector público comienza a ser clamorosa y los procesos de innovación y reforma, por mucho que diagnostiquemos una y otra vez los males que nos aquejan, se bloquean antes de iniciar su andadura. En nuestro caso, Leviatán está enfermo de gravedad. Las instituciones fallan estrepitosamente y, por lo que ahora interesa, nuestras máquinas administrativas (las organizaciones públicas) funcionan o mal funcionan con infinitas taras y nadie pone remedio a ello. La política se muestra fragmentada, sectaria e impotente. Vive del corto plazo, alimentada por un periodismo cada vez más desinformado, de trinchera y en muchos momentos cainita, cuando no carroñero. Estamos inmersos en un círculo diabólico del que nadie sabe cómo salir. Pero para buscar la salida nada mejor que mirar fuera. Siempre al norte. A aquellas democracias avanzadas que funcionan. Y aprender algo de ellas, para poder trasladar, siempre con las adaptaciones que requiera nuestro particular contexto, alguna de las soluciones allí adoptadas. Nada de esto es fácil, pero menos lo es no hacer nada.

Para este viaje nada mejor que ir bien pertrechado. El libro de Carl Dahlstrõm y Víctor Lapuente, aparecido recientemente en el mercado editorial en lengua castellana, es la mejor guía que políticos, burócratas y ciudadanos en general pueden buscar para darse cuenta fielmente de una evidencia (que algunos solo la habíamos sabido formular de forma intuitiva) y comprobar por qué funcionan tan mal nuestras administraciones públicas. Más importante aún es detectar cómo ese mal funcionamiento tiene un inevitable contagio sobre la baja calidad de nuestros gobiernos y también ello explica la mala política que nos anega. A nuestros responsables públicos se les llena la boca a la hora de hablar de Buen Gobierno y si nos miramos en el espejo salimos, sin embargo, siempre desdibujados. La calidad del Gobierno depende también de una buena administración, como ya Hamilton expuso hace más de dos siglos.

El libro citado aporta la suficiente base empírica como para avalar sus interesantes tesis. Dicho de otra manera: transforma en evidencias lo que antes eran meras intuiciones. El eje de su razonamiento pivota sobre un trazado argumental sencillo, pero tremendamente convincente. Su razonamiento arranca de la necesidad de situar a los sistemas burocráticos como uno de los ejes centrales que miden la calidad del Gobierno.

La tesis central de este sugerente libro es muy sencilla de formular (y aparece reflejada en varios momentos a lo largo de sus páginas): los países que tienen un sistema de carreras separadas entre la política y la burocracia (por ejemplo, los nórdicos, Reino Unido o Irlanda, entre otros) disponen de bajos índices de corrupción, tienen burocracias más eficientes y reforman e innovan de forma continua, adaptando sus estructuras a las exigencias de cada momento. Por contra, los países que tienen un sistema de carreras integradas, en los que política y burocracia se entrecruzan o diluyen y donde los incentivos de unos y otros se transforman en algo espurio, generan organizaciones públicas con mayor potencial de corrupción, con niveles de eficacia mucho menores e incapaces de llevar a cabo reformas estructurales necesarias para adaptar las organizaciones públicas a los nuevos retos. Ni que decir tiene que entre estos países se encuentran todos los del sur de Europa, aunque con intensidad variable (Portugal, por ejemplo está impulsando algunas reformas que han atenuado esa integración de carreras). España es uno de los ejemplos más evidentes de este segundo modelo. Y los autores lo resaltan en varios pasajes de la obra. La comparación con el singular modelo sueco no resiste ni un minuto. Tampoco con aquellos otros países que apostaron por sistemas separados de carreras entre la política y la función pública.

Como bien analizan los profesores Dahlström y Lapuente,  los procesos de construcción histórica de las administraciones públicas,  o si se prefiere el legado institucional, son tremendamente importantes en esa evolución. Ello explica en buena medida la incapacidad e impotencia que determinados países, entre ellos el nuestro, tienen para adaptar y flexibilizar sus estructuras administrativas. En nuestro caso, el fenómeno de la funcionarización de la política existe, pero muy localizada en las instituciones centrales y en la alta Administración del Estado. En los gobiernos autonómicos y locales es mucho menos evidente. Pero lo que sí tenemos es una altísima penetración de la politización en las estructuras directivas y de la alta función pública, lo que provoca una colonización política y una desprofesionalización de tales espacios nucleares del funcionamiento de las organizaciones públicas, así como tiene como secuela la inevitable perversión de los incentivos profesionales, pues en buena medida nuestros altos funcionarios se deben dedicar, si no quieren arruinar sus expectativas de carrera profesional (muy atada en sus niveles altos a la política) a satisfacer las pretensiones del Gobierno, “mirar hacia otro lado” o, en fin, no generar demasiado ruido u oposición a quienes gobiernan en cada momento. En caso contrario, estás condenado a un puesto funcionarial de mera ejecución de lo que los directivos circunstanciales manden. La burocracia se achata, encoge su creatividad e iniciativa y se ahoga la innovación. Todo pasa por el molino de la decisión política.

Una de las tesis más interesantes de este trabajo es, sin duda, la de que disponer de sistemas burocráticos cerrados con acceso por mérito no es suficiente para garantizar la calidad de los Gobiernos, puesto que si no vienen acompañados de sistemas separados de carreras entre la política y la burocracia la contaminación entre ambos actores puede derivar fácilmente en la aparición de prácticas corruptas, en la ineficiencia o en el bloqueo de las reformas.

Otra idea-fuerza que atraviesa el libro es que en un sistema de carreras separadas la política y la burocracia articulan un sistema de pesos y contrapesos (una suerte de checks and balances) con importantes efectos de equilibrio y de freno de la politización o del corporativismo, respectivamente. En 2016 publiqué un libro sobre Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones (Marcial Pons/IVAP, 2016). Allí, en el Epílogo (titulado “España, ¿Un país sin frenos?»), puse de relieve el pesado legado del sistema burocrático y los déficits que el funcionamiento de la España constitucional tenía como consecuencia de una construcción deficiente de una Administración impersonal y profesionalizada, por la fuerte impronta de la politización. Si hubiera tenido la oportunidad de leer el libro que hoy comento el discurso se hubiese enriquecido notablemente, pues aporta mucha luz sobre ese complejo proceso.

Pero nuestro problema realmente no es solo que la calidad de los Gobiernos y las máquinas administrativas estén averiadas por ese perverso “sistema de carreras integradas” entre la política y la burocracia, lo que debilita a esta última y tampoco fortalece a la primera. Es más serio. Esa politización extensa e intensa, así como esos incentivos perversos para la política y la burocracia, se trasladan sin excepción (como una auténtica metástasis) al resto de las instituciones políticas y entidades del sector público, ya sean órganos constitucionales, estatutarios, organismos reguladores o de supervisión, autoridades (in)dependientes o entidades del sector público. Quien quiera entrar en ese reparto, sea político o funcionario, sabe perfectamente lo que tiene que hacer: lealtad inquebrantable al partido que lo promueva, nada de ruido y a seguir a pies juntillas lo que le digan o susurren al oído, según los casos.

Nuestro Leviatán está gravemente enfermo, agoniza. También lo están «los pequeños leviatanes» que se han querido reproducir en escala menor en los distintos niveles de gobierno territoriales. Las máquinas no funcionan y algunas de las claves están en lo que Dahlström y Lapuente enuncian con trazo fuerte. Solo cabe recomendar a políticos, periodistas, altos directivos públicos, académicos y funcionarios, la estimulante lectura del libro Organizando el Leviatán. No les dejará indiferentes. Aprenderán mucho. España sale muy mal en la foto. Pero no hay nada que no se pueda transformar, tampoco ese Leviatán, que hoy por hoy parece irreformable y está a punto de entrar en coma. Todo es cuestión de saber y querer. También de liderazgo y estrategia. Y ahí nuestros problemas se multiplican. En fin, un excelente libro que mezcla inteligentemente el ensayo académico riguroso con la divulgación necesaria para que llegue a quien debe llegar. Solo cabe felicitar a los autores y que su mensaje cale.

SOBRE ÉTICA, POLÍTICA Y PERIODISMO

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“En consecuencia, sostenemos que nunca se ha mentido tanto como en la actualidad, ni se ha mentido de manera tan masiva y tan absoluta como se hace hoy en día”

(Alexandre Koyré, La función política de la mentira moderna, Pasos Perdidos, 2015, p. 37)

“Cuanto más vacuas sean sus bobadas más seguidores tendrá, a saber, todos los estúpidos e ignorantes”

(Erasmo de Rotterdam, Alabanza de la estupidez, Penguin, 2016, p. 85)

 

Semana convulsa esta del 10-S. Todo ha estado muy revuelto con las cualificaciones académicas de los políticos. La política en España, más aún con el incendio catalán siempre vivo, era ya hiperbólica. La exageración en los epítetos y descalificaciones es mayúscula. No hay sosiego. Ahora no existe ni un momento de paz. La guerra parece abierta. La ignorancia es atrevida y la estupidez vuela por doquier (como ya nos advirtió Cipolla), pero en estos tiempos de fake news al parecer todo vale. Ahora a la hipérbole se suma la política carroñera. Sucia y descuidada. Mientras tanto andamos buscando políticos impolutos en un país de pícaros, rufianes e infractores por doquier: ¿quién se salva? Olvidamos con frecuencia que la política es el espejo de la sociedad.

Las reglas en esta España desquiciada las marca formalmente el Derecho. Pero donde el Derecho no llega, comienza el evanescente estándar de moralidad pública que se pretende aplicar a las conductas pasadas de los cargos públicos. Como sigamos así se terminará removiendo la adolescencia turbia de algunos o los deslices pueriles de la primera etapa universitaria de otros. Como el cinismo político imperante o, en su defecto, la ignorancia mayúscula, impiden codificar valores y normas de conducta en las instituciones públicas, lo que es éticamente correcto lo define el oportunismo político del momento o las “investigaciones”, nunca neutrales, de unos medios alineados con uno u otro bloque, pues en esto nadie se queda en medio. Y aquí empieza el desbarajuste. Con una simple norma de conducta en el marco de un sistema de integridad sobre las consecuencias de mentir en el curriculum nos hubiésemos ahorrado un sinfín de tormentas políticas, ríos de tinta y miles expresiones de palabrería vacua.

Hace algunos meses escribí sobre los masteres (https://bit.ly/2QsWWvP ), ahora pensaba hacerlo sobre los doctorados. Pero, en verdad, no conviene desestabilizar más a la frágil Universidad española. Bastante tiene con la que le está cayendo. Con tanto oportunismo político y mediático la institución acabará por ser convertida en mero despojo. Una fábrica de titulaciones hasta ahora de escasa utilidad, corre el riesgo de ser derruida como consecuencia de los pésimos comportamientos de algunos de sus prebostes con moral laxa, cuando no delictiva (rectores, catedráticos, profesores o funcionarios, que de todo ha habido). La ensalzada imagen del mundo académico-universitario se enturbia. Y mejor no seguir escarbando en sus miserias, que no son pocas. Siempre ha habido tesis doctorales excelentes, buenas, regulares y malas. Que nadie se rasgue las vestiduras, pues por la propias y envenenadas reglas marcadas del juego, siguen siendo escasos los supuestos en los que las tesis doctorales -más aún si el doctorando «es de la casa»- no se adornan con la máxima calificación, aunque ahora el pretendido anonimato “del sobre” permita esconder aparentemente quién ha sido el malhechor miembro del tribunal que ha roto la unanimidad requerida.

No me interesan estas cosas que ahora están en la boca de todos. La sarta de sandeces que he escuchado en los medios estos días (particularmente en las tertulias) sobre los doctorados y las tesis doctorales, darían para escribir varias páginas. El problema no es lo que dicen o escriben, lo grave es el daño institucional que hacen. Y a ello voy con un caso concreto, aunque sea sobre un tema aparentemente distinto.

El Gobierno Vasco presentó este pasado jueves la Memoria de la Comisión de Ética 2017 (Ver su contenido: https://bit.ly/2x0hkMS ), que identifica los casos conocidos por ese órgano durante ese año de acuerdo con las previsiones del Código Ético y de Conducta de altos cargos. Dentro de esa Memoria se incluyen una serie de Conclusiones y la primera de ellas traslada la idea, por lo demás totalmente acertada, de sugerir que –dentro de ese sistema de integridad institucional que está construyendo el Gobierno Vasco- se promueva un Código del Empleo Público que recoja los valores y principios de la institución establecidos en el Código de altos cargos y en la Ley vasca 1/2014 de conflictos de intereses, pero incorporando, previa negociación sindical, unas normas de conducta que fueran adecuadas a las funciones propias de los servidores públicos. La diferencia entre valores y normas de conducta es muy importante, aunque algunos no la entiendan. Al igual que ya ha sido hecho por la Diputación Foral de Gipuzkoa (https://bit.ly/2xfQa3z ), la iniciativa del Gobierno Vasco es trascendental: con ella se pretenden reforzar los valores y los comportamientos éticos en la actividad profesional del empleo público. Una función pública anoréxica en valores no puede prestar nunca buenos servicios a la ciudadanía. Una institución que no preserve la ética de sus gobernantes y servidores públicos difícilmente puede disponer de calidad democrática, como estudió atentamente el profesor Rafael Bustos Gisbert. Y estas son cosas que habitualmente se hacen en las democracias avanzadas (vean por ejemplo el caso del Código de Valores del Servicio Civil de la Administración Federal de Canadá: https://bit.ly/2o0nlEV; un ejemplo, por lo demás, de coherencia y sencillez).

Pero en este país de cínicos resabiados todo el mundo cree que con el Derecho (la Ley) ya es suficiente. Sin embargo, las leyes se publican pero no se aplican. Peor aún, cuando entra en juego el Derecho Penal o el Derecho Administrativo Sancionador el mal ya no tiene remedio y la imagen de la institución está ya rota en pedazos. Los sistemas de integridad institucional (y entre ellos los códigos de conducta) pretenden prevenir y preservar la infraestructura ética de las instituciones. Algo que muchos no entienden o simplemente no quieren ver.

Sorprende así que, frente a esa iniciativa pionera que homologa a las instituciones vascas con las democracias más avanzadas, se responda groseramente con una serie de informaciones públicas falsas o meridianamente no contrastadas lanzadas por algunos medios de comunicación. Así, se ha dicho torticeramente que a 100.000 empleados públicos vascos se les iban a aplicar las normas de conducta aplicables a los altos cargos del Gobierno de Euskadi (entre ellas la imposibilidad de opinar públicamente contra las políticas del Gobierno o la de no mentir en el curriculum). He sido invitado a escribir sobre ello y he respondido de inmediato que esa información es sencillamente falsa de solemnidad. Una mentira política. Que se apliquen los valores y principios comunes al conjunto de la institución (como lo ha hecho por ejemplo la Administración Federal canadiense) no quiere decir, en ningún caso, que se trasladen las exigencias de normas de conducta de los altos cargos a los empleados públicos. Mientras unos sean de designación política y otros profesionales del empleo público, la modulación de las conductas y la existencia de códigos distintos está fuera de toda duda por lo que a la función pública respecta, donde la garantía de imparcialidad es una de las notas distintivas de su ADN.

Exijamos, por tanto, más diligencia profesional a los periodistas que se ocupan de estos temas. Si hubiesen contrastado la información a través de la fuente que tenía a su alcance (Conclusión 1ª de la Memoria 2017 de la Comisión de Ética Pública antes citada), no hubieran metido la pata de forma tan estrepitosa. La imprecisión, la falsedad o la manipulación están tomando carta de naturaleza en diferentes medios que por lo demás se mueven en trincheras políticas muy identificadas. Lamentable espectáculo. Lo realmente triste es lo mucho que padece nuestro ya bastante roto sistema político-institucional. Todos creen a los medios y desconfían del mensaje de las instituciones. Seguimos jugando a la ruleta rusa. Hasta que el tiro definitivo nos levante la tapa de los sesos.

 

VER LA MEMORIA 2017 ÍNTEGRA DE LA COMISIÓN DE ÉTICA PÚBLICA DEL GOBIERNO VASCO EN PDF:  Memoria_Comision_Etica_2017_DIG(3)

¿TIEMPO DE REFORMAS?

 

 INNOVATION

 

“Lo que pido a todos los reformadores (…) es que no solo nos proporcionen sus teorías y su sabiduría, pues estas no constituyen prueba alguna, sino que además las acompañen con una pequeña muestra de sus obras; que jamás nos recomienden algo de lo que ni siquiera muestran un poco (…) No soporto que me digan que espere a los buenos resultados, pues anhelo igualmente los buenos comienzos”

(Henry David Thoreau, El manantial. Escritos reformadores, Página indómita, 2016, p. 30)

 

Tras una primera parte de la presente Legislatura en la que el quietismo gubernamental ha sido la pauta dominante, el cambio de gobierno parece anunciar la apertura de un momento de reformas. El verbo reformar se comienza a conjugar en el lenguaje político, veremos si los hechos acompañan a los deseos.

España es un país poco dado a las reformas, sean estas del tipo que fueren. La política tiende a enrocarse o, como mucho, a vestir retóricamente que impulsa procesos de reforma que nunca cuajan realmente. Solo cuando la presión externa nos obliga o cuando el precipicio está a la vista, damos pasos en esa dirección, algunas veces precipitados. En este país gusta más rehacer completamente lo antes dañado que arreglarlo.

En cualquier caso, como la pléyade de analistas políticos recuerda un día sí y otro también, para que un Gobierno en minoría absoluta pueda reformar algo a través de leyes, no digamos nada si se trata de una reforma constitucional, se necesitan amplios consensos políticos. Algo, hoy por hoy, que no se visualiza en un contexto político polarizado, por cierto cada vez más.

Realmente, reformas se pueden hacer muchas sin necesidad de retocar las leyes, aunque en no pocas ocasiones esas modificaciones legales sean necesarias para eliminar trabas o requisitos que hacen inviables tales propuestas. Pero para reformar se requieren dos exigencias previas: la primera saber qué es lo que se quiere alterar, por qué y cómo; la segunda, por qué se quiere sustituir lo reformado o, si se prefiere, pretender un resultado de mejora o de innovación que adecue una institución, organización, estructura o procedimiento, al tiempo histórico que le toca (o tocará) vivir. Reformar no solo es adaptar, también predecir por dónde irán los cambios futuros para que no terminen erosionando tempranamente el edificio reformado.

Se comienza a hablar de reforma constitucional. Aunque también hay voces que promueven (cada vez con menos fuerza) derrumbar el sistema constitucional actual y edificar sobre las ruinas uno pretendidamente nuevo (son las tendencias propias del adanismo constitucional, tan presente en nuestra historia reciente). Dejemos de lado la crisis territorial catalana, que parece enquistarse. Las reformas constitucionales, más aún en este país (que apenas tiene experiencia en ellas), son complejas de gestar y requieren consensos muy amplios, que en estos momentos no existen y no se advierte que vayan a existir en los próximos meses o años. Habrá que ir creando las condiciones y ello requerirá mucho tiempo y no poca cintura política o capacidad de negociación (que ahora no se vislumbra), pero también que las fuerzas políticas limen las distancias siderales que en esta materia les separan. Insisto, nada de esto se advierte a corto o medio plazo.

Hemos hablado hasta desgañitarnos de reformas institucionales. Y las cosas están como siempre, inertes y en el mismo estado (deplorable) de revista que antes se hallaban. Tenemos un país plagado de instituciones rotas, sin perspectiva inmediata de reparación. El fracaso de las reformas institucionales es un termómetro elocuente de la impotencia que muestra nuestra clase política, sea del color que fuere, para llegar a acuerdos transversales. En la trinchera se vive mucho más cómodo.

También se comienza a hablar de reforma de la Administración Pública, que esta vez parece querer entrar en la agenda política, aunque sin un contenido aún preciso de lo que se pretende alcanzar, algo que (se presume) deberá definir la Comisión Jordi Sevilla, si es que finalmente la lidera el ex Ministro, ahora llamado a desempeñar otros menesteres en la gestión política no tan gaseosos como los encomendados inicialmente.

Por centrarme en este último aspecto, es importante recordar que los procesos de cambio y adaptación de las Administraciones Públicas a los diferentes contextos y exigencias del entorno, se han resuelto tradicionalmente (en una primera etapa) con la manida expresión de reformas en la Administración Pública. Término del que se usó y abusó (“reforma administrativa”) en las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado, aunque también se prolongó en las posteriores. Las crisis fiscales, como se dijo, eran momentos idóneos para impulsar reformas del sector público. Algo que quebró en nuestro caso en la crisis que se abrió a partir de 2008 y que ha durado casi diez años: no se reformó, solo se ajustó. Reforma y ajuste son dos cosas distintas, como precisó inteligentemente en su día Koldo Echebarria.

Más adelante se acuñó la expresión (que todavía sigue utilizándose en el lenguaje político) de modernización de la Administración Pública. Las estructuras organizativas, los sistemas de gestión, las propias políticas sectoriales, los procedimientos y las personas (los recursos humanos) de las Administraciones Públicas eran llamadas un día sí y otro también a modernizarse, porque se presumía cabe inferir que eran una antigualla. Si de la expresión reforma se abusó, no digo nada de la de modernización, que está en la boca de innumerables gobernantes y de no pocas políticas. Un término tan manoseado que ya no identifica nada sustancial. Lo cual es indicativo de que se trata de una expresión vacía, pues tras más de tres décadas modernizando nuestro sector público hemos llegado a la conclusión que necesita modernizarse más porque en verdad no se ha modernizado nada. Y no es un juego de palabras, sino de cosmética política.

Y ahora, o hace algún tiempo, hemos descubierto el mediterráneo de la innovación, algo que está muy bien, pero que en verdad es tan antiguo que cabe remontarse, por no ir más lejos, a la obra de Schumpeter. Luego la innovación salpicó los discursos del Management, como por ejemplo la densa y enriquecedora bibliografía de Peter Drucker, así como de otros muchos autores. Innovar es el verbo de moda en el sector público, pero aún no ha pasado los muros de algunos sectores de altos funcionarios (principalmente locales) muy activos en las redes sociales. Lo cierto es que no ha penetrado aún en la siempre impenetrable política, que sigue anclada en las viejas recetas de la reforma o de la modernización.

En verdad, todo esto no deja de ser un problema semántico, pues lo importante no es hablar sino hacer. Y en esto último es donde residen nuestros grandes males. En este país abunda la charlatanería, más o menos informada (o simplemente desinformada), alimentada por innumerables arbitristas que pueblan tertulias vomitivas plagadas de juicios sin juicio (o carentes de fundamento conceptual), pero que un día sí y otro también venden recetas para todos los gustos y colores, que nunca aplica ni aplicará nadie. Todo el mundo tiene soluciones para todo y, paradojas de la vida, nada se resuelve realmente. Algo grave pasa entonces, ¿no? Hablar se nos da muy bien, hacer es otro cantar.

Si realmente el Gobierno (o cualquier otro gobierno) quiere reformar, modernizar, innovar o, mejor dicho, transformar la Administración Pública, así como la función pública, que se deje de grandes formulaciones o de reformas legislativas que una vez alcanzadas, si es que se ultiman, terminan dormitando en el BOE y apenas traspasan los muros de acero del sector público. El fracaso estrepitoso del EBEP, la frustrada e irracional reforma local o la venta de humo del Informe CORA, son algunos ejemplos de que empeños legislativos estructurales o propuestas faraónicas nada consiguen.

Los retos a los que se enfrentará la Administración Pública en los próximos años son más o menos conocidos (aunque no está de más identificarlos, de forma precisa, en un Libro Blanco o de otro color, algo siempre útil, aunque tampoco se emplee apenas entre nosotros). Entre tales retos están la definición de qué Administración Pública se requiere en las próximas décadas para enfrentarse a la revolución tecnológica, cuáles serán las nuevas demandas que deberá atender el sector público en una sociedad en permanente proceso de mutación, el envejecimiento brutal de las plantillas y su necesaria renovación generacional, la definición de qué perfiles profesionales exigirá la Administración Pública de los próximos años (muchos ingenieros y tecnólogos, pocos tramitadores y juristas, menos aún empleos instrumentales) y, entre otros muchos, cuáles serán las formas de trabajo (también en el sector público) en una sociedad completamente digitalizada.

Ante esos retos genéricamente (y de forma incompleta) dibujados, solo queda llevar a cabo una sola política: la de transformación o renovación permanente de nuestras instituciones, organizaciones, estructuras, procesos, sistemas de gestión y políticas de dirección y de recursos humanos. Se debe optar, al menos ante este escenario de fragmentación e incertidumbre política, así como de distancias inalcanzables para obtener acuerdos políticos, por una gestión trasformadora de las pequeñas cosas, que vaya introduciendo mejoras continuas en las organizaciones públicas que vengan (una vez testadas) para quedarse. Ese camino lento, pragmático, pero decidido, es por el que se debe transitar. Identificar medidas puntuales que comporten una transformación gradual que termine eclosionando en un cambio cualitativo con el paso del tiempo o generando las condiciones para una innovación disruptiva, en términos schumpeterianos. Ya lo dijo Peter Drucker, —“las innovaciones eficaces empiezan siempre siendo pequeñas”.

Pero, no se engañen, los cambios deberán ser continuos y sistemáticos, no anecdóticos o aislados. La revolución tecnológica que está llamando a la puerta de nuestro sector público así lo exige. El quietismo (o el conformismo, derivado de la “zona de confort” que gráficamente cita Mikel Gorriti) debe ser desterrado de la política, de la función directiva y del propio empleo público. Transformación y adaptación permanente son las nuevas exigencias. La creatividad y la iniciativa, junto con un liderazgo innovador, otras habilidades blandas y un pensamiento crítico que aporte valor añadido a las organizaciones frente a lo que las máquinas en poco tiempo harán mucho mejor que los propios empleados públicos, son las nuevas competencias que se deberán acreditar para el trabajo profesional en la Administración Pública. Si no las valoramos ni medimos, difícilmente tendremos esas personas y esos perfiles profesionales en las organizaciones públicas. No se adquieren por arte de magia. Y, en tal caso, el fracaso está anunciado. Así que lo mejor es ponerse manos a la obra. Conjugar el verbo hacer es el reto más inmediato en todas las esferas de la vida pública en este país. No queda otra. Que se vea algo tangible en los comienzos, como nos recordaba Thoreau hace más de ciento cincuenta años.

MÁSTERES

 

 

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“Fíjese en los másteres que, en general, son de un patetismo terrible” (Emilio Lledó)

“¿Mal aliento? Pruebe el elixir Colgate. ¿Problemas con su carrera profesional?: Apúntese a un MBA” (Testimonio de dos profesores, recogido por H. Minzberg)

 

No hace falta calificarlos, siempre que se refieran a educación superior. Dejemos de lado los masters deportivos. Son universitarios, no hay duda, de los que hablo. Al menos los que ahora interesan. Muchos profesores o ex profesores (entre los que me encuentro) transitan por sus aulas impartiendo su “conocimiento” o su “experiencia”, los hay incluso que “entretienen” (algo que se valora cada vez más, por cierto), que de todo hay; aunque algunos ni eso, pues nada tienen que aportar realmente, pero allí están y en ellos se prodigan. Y de ellos cobran, pues los másteres y postgrados (salvo excepciones tasadas que se computen como horas lectivas o de trabajo) son sobresueldos para las magras retribuciones universitarias, funcionariales o profesionales. Plato ansiado por no pocos, para endulzar sus ingresos, engordar la vanidad o simplemente “estar en la pomada”.

En cosa de másteres y postgrados los hay menos buenos, regulares, malos o pésimos de solemnidad. No conozco ninguno que pueda ser calificado de excelente o muy bueno. Debe ser porque soy un profesor provinciano y de segunda división. Y eso que he llegado a trabajar en los aledaños de lo que se llama una “Escuela de Negocios”, aunque no me dejaron acercarme a las mieles del asunto: los másteres para formar directivos en empresa o en el sector público. Algo que el propio Henry Minztberg denunció inteligentemente en un recomendable libro: Directivos. No a los MBA (Editorial Deusto 2005). Hay mucho escaparate y algunas estafas en toda esa educación de postgrado. Y una necesidad objetiva: quien no tiene un Máster no es nadie. Entre estos últimos me encuentro.

El caso “Cifuentes” ha sido una auténtica bomba que ha irrumpido sobre las ya turbias aguas universitarias. Quién lo ha sacado ahora y por qué es algo que al parecer no interesa (aunque también pudiera ser relevante preguntarse). En todo caso, ha puesto a la institución frente al espejo. Quienes nos hemos dedicado durante algunos años a esa función docente universitaria sabemos que en esos postgrados universitarios la exigencia es un valor relativo, al menos en buena parte de los casos. Se va, se imparte clase, cuentas lo que te da la gana (con mayor o menor rigor, según las personas), te pagan y a callar. Por poner un caso, los innumerables Másteres de Acceso a la Abogacía que pululan por doquier son, por lo común, un rosario interminable de profesorado que desfila con escaso orden y concierto por las aulas ante la perplejidad de un desconcertado alumnado. Cumplir el expediente.

Hay, no obstante, quienes cursan con empeño y elaboran concienzudamente su “TFM” (Trabajo de Fin de Máster). Pero no nos llamemos a engaño, son una minoría de personas siempre responsables, que en cualquier actividad harían lo mismo. Tienen conciencia ética y sentido del deber. No abundan. Pero dignifican la institución y el producto. Gracias a estas personas el sistema aguanta. Normalmente esos alumnos (cargos directivos, altos funcionarios, profesionales, técnicos o estudiantes) están comprometidos con el valor de lo público o con la propia institución, interesados en la innovación y en el aprendizaje continuo o con la necesidad de mejorar ellos mismos y transferir esos conocimientos a las instituciones en las que sirven. Son muy importantes, pero aún son pocos. Aunque, en honor a la verdad, me los he ido encontrado en las aulas de diferentes postgrados, lo cual siempre es un estímulo. También hay profesores (así como algunas Universidades) que se empeñan en dar un producto digno y actualizado, lo cual también es de aplaudir, pues cobran lo mismo por hacerlo o no. Hay que romper una lanza por estas mujeres y hombres que se toman en serio algo que el sistema universitario desprecia o ignora, pues no nos llamemos a engaño para la Universidad lo trascendental no son esos estudios de Postgrado (fuente adicional de ingresos), sino sigue siendo el Doctorado. Al menos hasta ahora.

Y sobre esto último, mejor no hablar. Como me dijo alguien que asistió a una tesis doctoral: “¡Vaya comedia!” Una puesta en escena muchas veces puramente formal y en la que no pocos miembros de tales tribunales se escuchan a sí mismos, tienen su momento de gloria, cuando no incurren en irregularidades que es mejor no tipificar. Pocas personas habrá en el mundo universitario que hayan asistido como miembros de tribunales de Doctorado que no se hayan visto involucradas en algunas “malas prácticas” (y no me pondré como excepción); por ejemplo, en la calificación final (donde los regalos, a pesar del «sobre cerrado», siguen siendo una relativa constante, salvo en alguna Universidad que se ha ido poniendo seria). Otras veces no se detectan los plagios, “las copias contextuales” o, en fin, las innumerables citas prestadas. También hay no pocos casos en que la paciencia no acompaña para leerse (algo que algunas veces ni siquiera se hace) centenares de páginas o llevar a cabo una redacción minuciosa y pulcra de los informes previos. Por no hablar de las “direcciones de tesis”, una tarea que en ocasiones se transforma en mera formalidad o peor aún en una carrera de obstáculos insalvables para el doctorando, más que en ayudas reales y efectivas. Siempre he sido defensor de que las tesis no deberían ser leídas al inicio de la “carrera académica”, pues desvían la atención de quien debe crear poso general de conocimientos y no “segmentado” o particular. Y no pondré más “ejemplos”, pues tengo varios que sonrojarían a cualquiera.

Si esto es así en “la joya de la Corona” (los doctorados), qué no pasará en sus productos subalternos (los másteres y cursos de postgrado), que proliferan como setas, con unas comprobaciones paupérrimas sobre su pretendida calidad, pues calidad no es “llenar con mentalidad de burócrata digital infinidad de papeles”. Por no hablar de su sistema de evaluación (¿cuántos suspenden en estos formatos universitarios y qué calificaciones medias se ponen?). Y ahora me pondré cínico. La verdad es que no sé porqué se rasgan las vestiduras quienes censuran a Cristina Cifuentes. ¿Dónde está publicada la tesis o los TFM de muchos de nuestros políticos que airean por doquier su condición de doctores o postgraduados (y no pongamos nombres porque hay bastantes)? ¿Con qué recursos han abonado los gastos de matrícula (algunas veces cuantiosos) algunos de esos políticos que se han formado en tales programas universitarios mientras ejercían o ejercen sus cargos públicos? ¿Sabemos realmente qué defendieron y por qué les dieron el solemne título de Doctor o de Máster? ¿Conocemos cuál fue la calificación que obtuvieron y por qué? En fin, mejor no miremos mucho por el retrovisor. Seguro que tiene efectos colaterales y expansivos.

Me dirán que no es lo mismo, pues ellos no mintieron (al menos algunos de ellos). De acuerdo. Así es, en efecto. Lo peor del “caso Cifuentes” no es que presentara o no el TFM, pues podría haber entregado una auténtica birria y le hubieran dado el título igual (y no es broma). Aunque desde el punto de vista de la Universidad que expide el título no acreditar su entrega es un hecho ciertamente insostenible. Lo grave es que se mienta o, al menos, que parezca que se miente (tanto ella como la Universidad): ¿Quién, que haya elaborado una tesis doctoral o un TFM, no guarda la copia de su trabajo en el ordenador o en una o varias copias en papel?, ¿No hay ningún repositorio de trabajos de estas características en las Universidades? Sencillamente nadie “tira” o “elimina” una tesis o un TFM. Todavía conservo mi tesis doctoral de hace más de treinta años, publicada por el INAP en 1989.  Y mejor que “no aparezca ahora” el trabajo perdido, pues el tufillo existente se transformaría en insoportable hedor. Lo grave es, por tanto, que se enrede así, con tan escasa credibilidad; que se erosione más aún la débil confianza que la ciudadanía tiene en la política y se resquebraje y deteriore profundamente la imagen de una malherida Universidad; que se predique con el mal ejemplo. Y, en especial, que se nos tilde de estúpidos. Al menos a quienes conocemos cómo (mal) funcionan las cosas en tales programas universitarios.

La Universidad española necesita, sin duda, recuperar el espíritu perdido, tal como sugiere el excelente filósofo y siempre profesor universitario que es Emilio Lledó (lean la entrevista que ayer le hacía un diario, no tiene desperdicio: https://elpais.com/cultura/2018/03/27/actualidad/1522176484_685088.html). Su nuevo libro (Sobre la educación. La necesidad de la Literatura y la vigencia de la Filosofía, Taurus, 2018), se antoja imprescindible en estos momentos de estupor colectivo. Un profesor al que por cierto el establishment universitario español no le puso precisamente las cosas fáciles cuando intentó volver a ejercer la docencia en España. Su extraordinaria y pulcra imagen debiera servir como espejo de recuperación de una Universidad que desde hace décadas languidece. El caso Cifuentes es un ejemplo más de tan evidente declive, pero ni es el único ni cabe alarmarse cínicamente por este y no por los otros habidos y por haber. También todos esos casos son muestra, sin duda, de que la integridad y la ética no son atributos de nuestra clase política, sea cual fuere su origen y procedencia ideológica (y no pondré en marcha el ventilador citando nombres). Tampoco enaltecen a un sistema universitario que muestra, así, sus peores vergüenzas. Y, se resuelva como se resuelva, la herida ya está abierta, tanto en la Universidad como en la Política. No es mortal, pero sí grave. Una vez más nos vamos desangrando, sin que se pongan otros remedios que meras tiritas. Y en esas seguimos.

LA DIRECCIÓN PÚBLICA PROFESIONAL EN ESPAÑA: ERRORES DE CONCEPTO

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“Recientemente la OCDE ha recordado a España la necesidad de regular la figura del directivo público en términos que permitan garantizar su profesionalidad e imparcialidad, en la medida en que ‘un estatuto del directivo público permitirá establecer nítidamente la separación entre política y administración, al tiempo que responsabilizaría a los directivos públicos de los resultados de gestión de sus organizaciones’”

(AAVV, Nuevos tiempos para la función pública, INAP, 2017, pp. 194-195)

 

Hace más de diez años que el Estatuto Básico del Empleado Público estableció una regulación gaseosa y evanescente, marcada además por el principio dispositivo y mal planteada desde la perspectiva institucional y técnica, de la figura de la dirección pública profesional (DPP). De esos polvos, vienen estos lodos. Transcurrido un período de tiempo notable, la implantación de la DPP es prácticamente anecdótica y escasamente funcional. No ha cambiado nada el statu quo dominante: la politización sigue haciendo estragos en la alta administración sin que esa pretendida barrera legal lo impida. Porque, sencillamente, o no se aplica (que es lo común) o, cuando se regula o se desarrolla, se hace mal.

Si algo debe pretender una regulación de esas características, tal como se ha hecho en un buen número de democracias avanzadas y en otras que no lo son tanto, es profesionalizar determinados niveles de dirección pública, previamente definidos; esto es, impedir que su designación y su cese sean discrecionales, introduciendo criterios de libre concurrencia y de competencia profesional en los nombramientos y un estatuto jurídico que, ante un correcto desempeño de las funciones a través de la evaluación de su gestión, ponga al abrigo de la política los ceses intempestivos de ese personal, lo que exige que, al menos, durante un período de tiempo predeterminado (3, 4 o 5 años) las personas designadas no puedan ser cesadas discrecionalmente. Unas garantías imprescindibles para hablar de profesionalización. Si no se cumplen, estamos hablando de otra cosa. Por mucho que adjetivemos a “la cosa” resultante como “profesional”. El nombre no cambia la esencia.

Las taras del imperfecto modelo que en muy pocos casos y con errores considerables se ha implantado en España en algunas administraciones públicas (autonómicas y locales) es, cuando menos, una pura farsa. No es dirección pública profesional. Es otra cosa. La Administración General del Estado hasta hoy (y a pesar de voces cualificadas en su seno que abogan por su regulación) ni se ha dado por enterada. Allí, de momento, la DPP no existe. Se incluyó en la Ley de Agencias de 2006, no se aplicó y ya ha sido derogada. En lo demás, la callada por respuesta: en la alta administración del Estado se proveen los puestos directivos como siempre (libre nombramiento y cese; o libre designación).

Los mayores avances (siempre aparentes) se han producido en algunas leyes autonómicas que regulan esta institución aplicando los principios de publicidad, libre concurrencia y de idoneidad, mérito y capacidad (recogidos en el artículo 13 TREBEP), mediante una acreditación de competencias (aunque a veces se confunden interesadamente requisitos con competencias) que no se define en su alcance en la fase de designación y que se reenvían a su concreción reglamentaria. Se pretende acotar, así, la designación (o la terna, en su caso) a aquellas personas que acrediten tales competencias (que con carácter previo se deberían delimitar precisamente). No es mala solución, si se hace bien y por un órgano independiente, amén de cualificado. Pero esa pretendida solución “profesional” se contamina de inmediato con una trampa (permitida por el propio EBEP): las exigencias profesionales para el nombramiento se convierten en facilidades absolutas para el cese, que cabe siempre hacer efectivo discrecionalmente. Esta chapuza me recuerda a una solución tercermundista que me planteó un alto funcionario en un país cuando desarrollaba tareas de consultoría institucional: “Queremos –me dijo- una función pública (pongan aquí dirección pública) en la que sea muy difícil entrar y muy fácil salir”. El dedo democrático en este caso no se utilizaría para nombrar, pero quedaría siempre en manos del político el uso de la guillotina para cesar, sin razón profesional alguna que justifique esa muerte súbita. Pues ese y no otro es el modelo por el que optan la inmensa mayoría de las leyes de función pública autonómica que han incorporado “tan novedosa” figura. Dicho de otro modo, un modelo así no sirve para nada. Para engañar a la ciudadanía con retórica vacua, hacerse trampas en el solitario y seguir erosionando la profesionalización efectiva del empleo público.

En honor a la verdad hay una excepción y otras que quedaron por el camino. La Ley de Instituciones Locales de Euskadi (2/2016) prevé un modelo de dirección pública profesional algo más perfeccionado, aunque no exento de algunas confusiones (mezcla órganos directivos con régimen jurídico del personal directivo). Pero que nadie usa, al menos de momento. Corre riesgo de convertirse en reliquia. El resto de instituciones públicas que optaron por establecer esa figura han ido, por lo común, a un nombramiento formalmente revestido de idoneidad (con exigencias blandas) y con cese discrecional. Una inutilización efectiva de una figura que potencialmente tenía muchas posibilidades. Pero que fue mal concebida. En verdad, nadie se la cree, menos aún una política escéptica y mal informada frente a las bondades de disponer de una DPP. No cabe olvidar que la creación del Senior Civil Service en el Reino Unido, estructura profesional donde las haya, fue una decisión política. En efecto, fue el liderazgo político quien descubrió esa ventana de oportunidad. Aquí mientras tanto la política sigue sumida en el velo de la ignorancia o en el fomento de la clientela.

El primer gran error fue regular la dirección pública profesional (DPP) en una Ley de Función Pública o de Empleo Público. La dirección pública tiene un alto componente organizativo y debe volcarse sobre la alta Administración, sin perjuicio que deba proyectarse también sobre la alta función pública; pero ambas son piezas que deben ir unidas. Con esa sutil operación se quiso dejar fuera de la DPP a esa categoría tan «española» de los altos cargos, como botín exclusivo de la política. ¿Cómo si buena parte de estos no ejercieran funciones directivas y no debieran tener una impronta profesional? Así es en todos los países que han implantado la DPP. Y no vayamos solo al entorno anglosajón o nórdico, quedémonos más cerca. Miremos lo que han hecho Bélgica o Portugal (ejemplo a seguir), por no decir Chile. Para sí lo quisiéramos nosotros. Tenemos mucho que aprender de esos países en esta materia. Allí los puestos asimilables a lo que aquí entendemos como de dirección general y de subdirección general son niveles de DPP: se nombran por libre concurrencia y por competencias profesionales, se evalúa su gestión y tienen una duración temporal previamente acotada. No caben los ceses discrecionales. Aquí, la incomprensión absoluta de la figura, una regulación altamente deficiente y la (mala) política, lo ahoga todo. Cóctel explosivo donde los haya.

Por tanto, al regular la figura en el EBEP se dejaron fuera los niveles directivos cubiertos por “altos cargos”, pues objetivamente esa norma no los podía prever. Esa legislación básica, por tanto, pretendía solo resolver una parte del problema: la provisión de puestos directivos en la alta función pública. De hecho, si se fijan, la dirección pública profesional en el EBEP se diseñó como alternativa al sistema de libre designación en la función pública del que desaparecieron las referencias a los puestos directivos (véase artículo 80 EBEP y compárese con el anterior artículo 20.1 b) de la Ley 30/1984, así como con las leyes autonómicas que desarrollaron esta última Ley). Por tanto, el EBEP (no podía hacer otra cosa) creó un dirección pública estructuralmente “chata” y además basada en el principio dispositivo: los puestos directivos de la función pública se podrían cubrir, a partir de entonces, a través de la libre designación (como lo vienen haciendo «por inercia» la inmensa mayoría de las administraciones públicas) o por medio de esa DPP “descafeinada” (como lo hacen algunas otras). Hecha la Ley, hecha la trampa. Siempre encontramos (o diseñamos) por dónde escapar.

Por tanto, hay cosas que no se entienden. La primera: si la DPP se trata de un sustitutivo de la LD, ¿por qué el EBEP incluye que “cuando el personal directivo reúna la condición de personal laboral estará sometido a la relación laboral de alta dirección”?, ¿pretendía el EBEP dinamitar la alta función pública permitiendo la entrada colateral de personal externo a puestos reservados a funcionarios que no comportaran ejercicio de autoridad? Mi lectura es que no, que esa posibilidad excepcional solo estaba preferentemente diseñada para puestos directivos del sector público institucional enmarcado en el ámbito de aplicación del EBEP y no, por lo común, para puestos de estructura reservados a la función pública, salvo la creación “ex novo” de un puesto directivo con carácter coyuntural o temporal (proyectos de innovación o transformación, por ejemplo) que, por sus especiales características (piénsese en el ámbito de las TIC, del Big Data o, en general, de la digitalización) no existan funcionarios (y así se acredite) que lo puedan cubrir. Utilizar con carácter general esa posibilidad abierta es mentar al diablo en una función pública altamente corporativizada (piénsese, por ejemplo, en el gran lío, por no llamarle soberano “pollo”, que se ha montado recientemente en la Junta de Castilla-La Mancha con su proyecto de Reglamento de DPP; en realidad el problema no es otra cosa que una cuestión de concepto, mal entendido por el legislador y mal aplicado por quien pretendía desarrollarlo).

La segunda cuestión ininteligible es el uso perverso con que una regulación pensada exclusivamente para el empleo público se ha trasladado sin pestañear al ámbito de la alta administración (o estructura político-administrativa) de las entidades locales, en concreto a los municipios de gran población y, más recientemente, a las Diputaciones provinciales. La culpa en origen procede de otro error de bulto en el concepto de lo que es el marco normativo actual de la DPP, cometido esta vez por algunos Tribunales Superiores de Justicia en diferentes pronunciamientos, algunos ya de hace varios años (en relación con los municipios de gran población) y otros más recientes (en lo que afecta a las Diputaciones provinciales). Veremos qué dice el Tribunal Supremo, pero de momento esa dilatada doctrina jurisprudencial no ha creado más que confusión y maridaje impropio entre lo que es una regulación exclusivamente dirigida al empleo público (EBEP) con otra solamente encaminada a dar respuestas organizativas a las estructuras de dirección política (y, por tanto, cambiantes en función del color político y de las prioridades de cada equipo de gobierno) de esas entidades locales (LBRL).

En efecto, cabe subrayar con trazo grueso que la regulación de los órganos directivos de los artículos 130 (municipios de gran población) y 32 bis LBRL (Diputaciones provinciales) tiene, tal como está diseñada, una dimensión claramente organizativa o institucional de naturaleza política. Nada que ver, por mucho que se indague, con el empleo público. Y estaba pensada esa estructura para dar respuesta a la carencia de la figura de los “altos cargos” en determinadas instituciones locales. Recuérdese el origen de la inclusión del título X de la LBRL: el afán del entonces Alcalde de Madrid (Ruiz Gallardón) de disponer de una estructura político-administrativa similar a la que tenía en la Comunidad de Madrid, homologando por tanto a los grandes municipios con el diseño organizativo de la alta administración (órganos superiores y directivos) que llevó a cabo la LOFAGE (hoy derogada). Si no se comprende esto, no se entiende nada. La dirección pública local (no profesional en su diseño legal; por mucho que se hable «de competencia y experiencia») se vehicula a través de una dimensión orgánica, no de régimen jurídico del empleo público (con la salvedad de los titulares de órganos directivos reservados por Ley a los funcionarios con habilitación de carácter nacional): quien es nombrado lo es como titular de un órgano directivo, independientemente que tenga la condición previa de funcionario o no (aunque la regla general, al igual que en la AGE, es que el nombrado sea funcionario del grupo de clasificación A1 y, como excepción tasada y motivada, que pueda ser cubierto por quien no tenga esa condición). En virtud de ese nombramiento ejerce potestades públicas durante el tiempo que permanezca en el cargo: nada tiene que ver con el régimen jurídico funcionarial o del personal de alta dirección. Es, por consiguiente, titular de un órgano directivo en virtud de nombramiento, igual que los altos cargos de la Administración General del Estado. Se proveen tales órganos por libre nombramiento y libre cese de sus titulares, por tanto están estrechamente unidos al ciclo político. De ahí que, actualmente, la regulación de esa figura (y las consabidas excepciones a la provisión de tales puestos por funcionarios de carrera del subgrupo de clasificación A1), se haga en el Reglamento Orgánico. Y de ahí también que tales puestos estructurales no deban aparecer en la relación de puestos de trabajo, pues no son de la estructura de la función pública sino de la organización político-administrativa Por tanto, se trata de una figura similar a la de los altos cargos de la Administración a nivel local. Una figura, esta de los altos cargos, que en el mundo local no deja de plantear complejo encuadre, aunque el título II de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, haya hecho un uso (más bien impropio e inadecuado) de ella, sobre todo en los municipios de régimen común. Pero, al menos, en los municipios de gran población y en las diputaciones provinciales debe quedar claro que tal figura encaja, por lo común, con quienes son titulares de los órganos directivos (coordinadores y directores generales, esencialmente), que, también por lo común, se pueden modular o alterar estructuralmente en cada mandato en función de las prioridades políticas que cada equipo de gobierno pretende impulsar. Y no tienen (o necesariamente no deben tener) tales órganos directivos, por tanto, carácter estructural permanente ni tampoco se pueden aplicar a los mismos (como si de un chicle se tratara) las reglas de provisión de puestos directivos profesionales establecidas en el artículo 13 del EBEP, exclusivamente previstas para ser aplicadas al empleo público, por mucho que se empeñen los tribunales de justicia. Una confusión grave, con efectos no menos importantes, que alguien (Tribunal Supremo o, en su caso, legislador básico) deberá corregir algún día.

En fin, son solo algunas precisiones conceptuales que nos permiten entender mejor algunas de las causas que explican por qué en España ha fracasado estrepitosamente la inserción de esa figura de la dirección pública profesional. Hay otras causas y probablemente de igual o mayor importancia, sin duda, que sirven para comprender ese fracaso institucional (así, de naturaleza histórica, “cultural”, política o, incluso, económica y social). De momento, sin entrar en mayores detalles (que trato con cierto extensión en un artículo que próximamente se difundirá) quedémonos con que sin un marco conceptual claro sobre una determinada institución (como es en este caso la DPP) es muy difícil legislar cabalmente o desarrollar normativamente esa figura, así como también resulta complejo aplicarla de forma razonable, tanto en la práctica ejecutiva como en el quehacer de los tribunales. Sin conceptos precisos, legislar, ejecutar o juzgar, se transforman en tareas imposibles o, peor aún, preñadas de confusión.

EL PODER DE LA ESTUPIDEZ

 

“Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida y el trabajo, hacerte perder dinero, tiempo, buen humor, apetito, productividad, y todo eso sin malicia, sin remordimiento y sin razón. Estúpidamente”.

(Carlo Cipolla, Las leyes fundamentales de la estupidez humana, Crítica, 2013, p. 60)

Es viernes. La semana declina. Uno hace balance. Estos días pasados me he tropezado (en sentido real y virtual) con varias personas estúpidas. Es normal, no son excepción. Lo más preocupante de su actitud es que, por lo común, no son conscientes de ello. Ahí radica su peligro. Que no es poco.

Así, en distintos momentos, he podido comprobar empíricamente lo que es la estupidez. Tras el primer impacto semanal, nada más llegar a casa me abalancé precipitadamente sobre la biblioteca a la búsqueda del impagable libro del autor italiano que abre esta entrada. Y allí, en poco más de ochenta páginas, se enuncian cinco leyes, entre ellas la tercera, calificada como la Ley de Oro de la estupidez humana. A saber: “Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”. En efecto, el estúpido en cuestión no solo daña a los demás, sino lo que es peor se daña a sí mismo o a su propia reputación. Y todo ello sin recibir nada a cambio en términos de beneficio. Magro balance.

Pero no me interesa tanto el alto porcentaje de estúpidos que circula en nuestros aledaños y que en no pocas ocasiones irrumpen con su presencia y, sobre todo, con sus acciones, perturbando nuestra paz, sin que seamos capaces de protegernos debidamente frente a tales intromisiones  a veces reptiles. Aquí solo quiero poner el foco en el complejo (pero importante) problema (cada día más abundante) de la presencia de la estupidez en la política, así como (derivado de lo anterior) en el poder de la estupidez y sus nefastas secuelas.

Y para ello nada mejor que volver al delicioso libro de Carlo Cipolla, editado inicialmente en Italia hace nada más y nada menos que treinta años. Pero de innegable actualidad. Vean, si no.

Los estúpidos, a juicio del autor italiano, no son pocos. Abundan por doquier. Los hay que causan perjuicios limitados, pero también los hay –como señala- “que llegan a ocasionar daños terribles, no ya a uno o dos individuos, sino a comunidades o sociedades enteras”. Un factor que incrementa el potencial de riesgo de daños que puede ocasionar el estúpido procede, sin duda, “de la posición de poder o de autoridad que ocupa en la sociedad”. Al margen de otros supuestos, en este caso la actividad política es un espacio de riesgo inusitado para la sociedad y sus ciudadanos cuando el poder cae en manos de un personaje de tales características. No en vano, Cipolla recordaba que entre los políticos y jefes de Estado se encuentra “el más exquisito porcentaje de individuos fundamentalmente estúpidos, cuya capacidad de hacer daño al prójimo ha sido (o es) peligrosamente potenciada por la posición de poder que han ocupado (u ocupan)”. Lo escribió antes de la caída del muro de Berlín. En esto, nada ha cambiado.

Cualquier ciudadano razonable se interroga cómo los estúpidos arriban al poder. Pregunta pertinente, pero que en estos años de confusión tiene una respuesta rápida que el autor italiano ya respondió entonces: hay muchos y la gente les vota. Algo pasa. En efecto, lo decía premonitoriamente Cipolla hace tres décadas: “En el seno de un sistema democrático, las elecciones generales son instrumento de gran eficacia para asegurar el mantenimiento de la fracción de estúpidos entre los poderosos”. Según la segunda Ley que enunciara este autor, “una importante fracción de quienes votan son estúpidos”, y las elecciones “les brindan una magnífica ocasión de perjudicar a los demás, sin obtener ningún beneficio a cambio de su acción”. No le den más vueltas, la estupidez en el poder se retroalimenta del poder de los estúpidos, que son porcentualmente numerosos. Una vez consagrado en el poder, no cabe duda que esa posición incrementa cualitativamente “el potencial nocivo de una persona estúpida”. Y lo peor es que a las personas razonables esa actitud les desconcierta, pues pueden entender la lógica de un malvado, pero no la de un necio. Menos aún en política.

Y lo más grave: “Una criatura estúpida (más aún si posee o ansía poseer poder político) os perseguirá sin razón, sin un plan preciso, en los momentos y lugares más improbables e impensables”. Y concluye Cipolla: “No existe modo alguno de prever si, cuándo, cómo y por qué, una criatura estúpida llevará a cabo su ataque”. Ante tal desorientación que provoca el individuo estúpido, el ciudadano corriente está desarmado. Las redes sociales (cuyos efectos el autor no pudo evaluar en su momento) acrecientan la resonancia de la estupidez. Y la retroalimentan y amplifican. La hacen viral. Como recuerda Franklin Foer (Un mundo sin ideas, Paidós, 2017, p. 147), lo que la ciudadanía estúpida demanda, también en política, “es circo”.

Si la estupidez se sitúa en el poder o en sus aledaños, el destrozo puede ser considerable. Y no estoy pensando en nadie en concreto. O sí. Tal vez, en varios personajes que pululan en la escena pública contemporánea. Hoy en día, no se puede ocultar, se multiplican a sí mismos. Y tienen su legión de seguidores. Son muy visibles y hacen mucho ruido. Para perplejidad de quienes no comulgan con estrambotes. Dicho todo lo anterior, un consejo (también del autor citado): no subestimen nunca la estupidez, aparece cuando menos se lo esperan. Y tratar de asociarse con ellos, en palabras finales de Cipolla, “se manifiesta infaliblemente como un costosísimo error”. Sabio consejo.

JUECES, POLÍTICA Y SEPARACIÓN DE PODERES

“La regla que hace de la buena conducta la condición para que la magistratura judicial continúe en sus puestos (…) es el mejor instrumento que puede discurrir ningún gobierno para asegurarse la administración serena, recta e imparcial de las leyes” (Hamilton, El Federalista, LXXVIII, FCE, p. 330)

 “Es evidente que, ceteris paribus, cuanto más amplia es la esfera de decisión del juez tanto más importante y políticamente incisivo podrá resultar su papel” (C. Guarnieri, P. Pederzoli, Los jueces y la política. Poder judicial y democracia, Taurus, 1999, p. 75)

 

A raíz de las últimas actuaciones judiciales instructoras que han tenido lugar en la Audiencia Nacional y en el Tribunal Supremo en relación con los responsables políticos del procés de secesión, se ha podido oír que «los tiempos de la política y de la justicia son distintos», o que «no se comentan las resoluciones del Poder Judicial, se acatan y punto», pues en España –se añade de inmediato- existe el principio de separación de poderes y los jueces son independientes del poder político. Actúan solo con el Derecho y no es su función hacer política.

En estas afirmaciones y en otras muchas que podríamos traer a colación se contienen un montón de equívocos y verdades a medias, cuando no mentiras. No es mi intención en el corto espacio que ofrece un post, reconstruir conceptualmente cuáles son las complejas relaciones que tienen las tres nociones que encabezan esa entrada: política, jueces y separación de poderes. Pero sí, al menos, contribuir algo (aunque sea en pequeña medida) a clarificar algunas cosas. Me centraré solo en dos ideas: la primera es la concepción existente en España de lo que es el principio de separación de poderes, poniéndolo en relación con el papel del poder judicial; mientras que con la segunda pretendo romper el malentendido de que los jueces no hacen política. Tema de mayor riesgo.

La separación de poderes es el dogma del constitucionalismo liberal peor entendido, especialmente en nuestro país. Entre la clase política y la tertuliana se entiende por separación de poderes la no interferencia o la división pura de funciones en diferentes ramas o departamentos. Esa concepción de la separación «pura» de poderes ya no existe (afortunadamente) desde tiempos inmemoriales. Mostró todas sus carencias y destrozó (por razones que ahora no me puedo detener) sistemas constitucionales durante un largo ciclo histórico, que se cerró (¿definitivamente?) tras la Segunda Guerra Mundial.

Para justificar tal modo de razonar, se echa mano, como diría Madison, del oráculo de Montesquieu, probablemente sin haber leído o entendido (que viene a ser lo mismo o peor) a este autor. El principio de separación de poderes, al menos en su concepción anglosajona luego trasladada (con matices importantes en lo que al poder judicial comporta) al continente europeo, se entiende desde la idea de «freno» o de «contrapeso», también de equilibrio (balanced Constitution) entre poderes (arquitectura conceptual elaborada, entre otros, por Sídney, Montesquieu, Blackstone, Adams y el propio Madison). Y la idea fuerza de tal modelo es el checks and balances, o si prefieren el control recíproco del poder entre la hoy densa y extensa arquitectura institucional, que por lo demás ha roto en pedazos la clásica tripartición del poder. No puede haber ningún poder que se precie, tampoco el judicial, que pueda estar exento de controles, ya sean internos, externos o «mediopensionistas». Montesquieu, que por cierto no hablaba del principio de separación de poderes de forma expresa, lo expuso con claridad incontestable: “Para que no se pueda abusar del poder es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder”. Nada se ha dicho desde entonces más exacto. Aunque en ese esquema del autor francés, el poder judicial se diluyera como poder neutro, algo que la realidad ulterior desmentiría por completo.

Bien es cierto que en los sistemas europeos continentales, por arrastre de la mala aplicación del principio de separación de poderes durante la Revolución francesa, el esquema que se ha trasladado es muy distinto, especialmente en lo que afecta al poder judicial. En efecto, hace ya algunos años los politólogos Guarnieri y Pederzoli reconocían la necesidad de los ordenamientos europeos de limitar al poder judicial, pero constataban que la arquitectura constitucional de estos países (principalmente de Francia, Italia y España, también de Bélgica) estaba basada más en la separación de poderes que en el equilibrio. Así hacían hincapié en que allí se había configurado “una autoridad judicial –y no un poder judicial- colocada en el exterior de los circuitos políticos”, dotada de una fuerte organización burocrática asentada en la figura del “juez-funcionario”, una figura que mostraba aversión clara a todo lo que oliera a política. Política y Justicia se configuraban como espacios sin (aparente) contacto. La política gozaba de mala fama en el mundo judicial (resquicios de un autoritarismo institucional nunca superado) y la política veía con desconfianza a unos jueces-funcionarios que se legitimaban únicamente por superar unas “oposiciones” (o “concursos”, en su acepción francesa). Sin embargo, el poder de los jueces se fue incrementando gradualmente por los efectos imparables de la judicialización de la política y las costuras del modelo se comenzaron a romper. Dieciocho años después cabe reconocer que el diagnóstico era preciso e, incluso, menos duro del que nos hemos encontrado finalmente.

En el epílogo de una monografía publicada hace poco más de un año (Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones, Marcial Pons, 2016), puse de relieve cómo España ha sido durante los dos últimos siglos un país «sin frenos», entre otras muchas cosas por una mala inteligencia del principio de separación de poderes y por una fuerte presencia del clientelismo político y de la ocupación de las instituciones de control por quienes deben ser controlados. Un país donde el Ejecutivo ha campado habitualmente a sus anchas. El poder judicial no ha quedado ajeno a tales desmanes y prácticas colonizadoras, sobre todo por su zona alta, y muy a pesar de su “reconocida” independencia. Pero cabe plantearse –como hacían los autores italianos citados- si realmente este ha sido un «poder» o, por el contrario, no se ha configurado como una mera máquina burocrática de Administración de Justicia. Ahora, al parecer, descubrimos (o pretendemos descubrir) que es realmente «un poder», y para ello lo bañamos de inmediato con el principio de independencia judicial. Pero este principio ha sido siempre mal entendido, pues no es patrimonio exclusivo de los jueces individualmente considerados, sino un principio existencial, junto con el de imparcialidad, de la institución del  poder judicial en su conjunto. Y ese principio de independencia (en su mala inteligencia) parece avalar algunas confusiones. Veamos.

La primera confusión es que, en asuntos de tan extrema gravedad existencial como son los que se comentan en esta entrada, “la independencia” (en este caso judicial) da pie a que los criterios de los órganos judiciales (en este caso de los instructores) difieran tanto, al menos en las trascendentales garantías que deben rodear al proceso judicial (pues también la instrucción y las medidas cautelares forman parte del proceso). El que una instrucción sea del «Supremo» y la otra no, tampoco es un dato menor. Pero lo grave a mi juicio es que, para una diferenciación de criterios formales tan sustantiva (ya veremos si no materiales), se invoque el manoseado principio de independencia judicial. Me objetarán que es un tema de fuero y de competencia. Lo sé. Pero explíquenselo a los medios extranjeros y, en su día (esperemos que no) al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que aplicará inmisericordemente el artículo 6 del CEDH y su firme jurisprudencia al respecto. ¿Cabe invocar la independencia judicial para que un juez de instrucción del Supremo haga A y el otro que no es supremo haga y diga B? Formalmente (según las leyes procesales y penales), sí. Desde el punto de vista de los principios es un dislate, cuando menos difícil de explicar a un lego. Una instrucción de un asunto tan importante (porque es «un asunto», sin perjuicio de la inexcusable individualización de la responsabilidad penal) requeriría una visión holística y sincronizada, así como armónica, del  funcionamiento de los órganos de instrucción del poder judicial (que es “uno” y no “cinco mil”), que ha brillado por su ausencia. Al parecer, la independencia judicial (mal entendida) todo lo puede, hasta destrozar al Estado Constitucional o, por ser más suave, ponerlo en riesgo. Pasará alta factura tan estrecha concepción.

También sorprende que el Ejecutivo y buena parte de la clase política, a la que se suman no pocos comentaristas y tertulianos, afirmen que una resolución judicial, en aras una vez más a una incomprensión básica del principio de independencia judicial, se acata y no se comenta. La justicia actúa, la política calla. Los tribunales hablan a través de sus resoluciones y tienen su sistema de recursos, en efecto, pero ello no debe impedir en ningún caso la crítica de las resoluciones judiciales, ya sea técnica o incluso política. ¿No forman parte de «un poder del Estado» los jueces y magistrados? Si es así tendrán que estar sujetos, aparte de a sus controles internos y recursos, también al escrutinio político, pues sus resoluciones -guste más o guste menos a sus señorías- tienen en no pocas ocasiones (y no digamos en esta) impactos y consecuencias políticas innegables. Y no vale con decir que a la justicia esos temas no le afectan, pues está «al margen» de la política. Un poder institucional de un Estado nunca puede estarlo. La independencia judicial no es un reino de taifas del Estado Constitucional, ni  se entiende sin este.

La historia –cabe recordarlo- está plagada de sentencias o resoluciones judiciales que han actuado como auténticos motores de ulteriores terremotos políticos. No cansaré al lector con su cita. Algunas de ellas las tenemos próximas, también en España. La función existencial de los tribunales es pacificar, a través del Derecho, los conflictos y controversias, no echar más leña al fuego. En verdad, los tiempos de la política y de la justicia son diferentes. Y así debe ser, pues la política es pasión inmediata y la justicia debería ser resolución prudente y motivada de aquellos asuntos sometidos a su consideración, una vez oídos (y escuchados) de forma atenta los razonamientos o argumentos de las partes litigantes o comparecientes, no solo del Ministerio Fiscal. La justicia necesita, como recordara Ronsavallon, «reflexividad» y cierta distancia temporal (mayor o menor según los casos) de la propia política, sobre todo cuando se juzgan supuestos de alto contenido crítico, que no son precisamente «casos fáciles», donde además la ciudadanía y sobre todo la comunidad jurídica dista de tener criterios unívocos. Cuando se juzgan o se adoptan medidas en caliente, malo.

Pero, con no poca frecuencia, la política (mediata e inmediatamente) invade la actuación de la justicia y marca la agenda. El poder judicial, como poder más débil, necesita sin duda frenos que eviten esa tendencia a la intromisión que caracteriza la actuación de los otros poderes, particularmente del Ejecutivo (y si no que se lo digan a la “Ley de Transición Jurídica” y a su pretendido sometimiento del poder judicial bajo las garras del Ejecutivo). Las influencias que sufre el poder judicial (también, o más, el Tribunal Constitucional) son perversas e intensas, por eso es muy necesario un correcto diseño institucional y una cultura del mismo carácter que palie tales desmanes. La relevancia política de algunos asuntos judiciales hace que, en unos casos, se resuelvan de forma expeditiva (dentro de los tiempos dilatados que toda justicia necesita), en otros con cierta tranquilidad (haciendo buena la máxima de que “el tiempo todo lo cura”) y en algunos otros, en fin, con indolencia manifiesta o retraso prevaricadoramente calculado.

Nos guste más o nos guste menos, lo cierto es que los jueces hacen política con sus resoluciones y con el manejo de la agenda judicial. Claro que la hacen. No directa, pero sí indirectamente. Y, en no pocos casos, la deben hacer, pues no les queda otro remedio. No son estatuas de sal que asisten impasibles al desarrollo de los acontecimientos políticos, pero su actitud debe ser siempre imparcial y además aparentar que lo es. No pueden ni deben opinar sobre asuntos que se conocerán en sus juzgados o tribunales, error común por estos pagos. Pero son un poder del Estado, que no permanece aislado ni incomunicado, por mucho que se pretenda, en relación al resto de poderes. No cabe, por tanto, ninguna duda que sus resoluciones pueden tener consecuencias políticas serias y graves para la estabilidad constitucional de un país. Es algo que deben saber y ser plenamente conscientes de ello. No se trata de defender el relativismo en la aplicación de la ley, sino enfatizar todo lo que sea necesario el principio de imparcialidad (clave existencial de una justicia que se pretenda legítima), así como el sistema de garantías, más cuando están en juego derechos fundamentales. El papel central de los jueces en el Estado Constitucional no es tanto el ser los guardianes de la Ley como los defensores de los derechos de la ciudadanía. Esa es su condición existencial.

Asimismo, la agenda judicial no es un elemento neutro políticamente hablando, sino que puede tener serias consecuencias institucionales, Y esto es algo que también deberían saber los jueces, por muy de instrucción que sean. La celeridad de una instrucción, necesaria cuando la gravedad de los delitos imputados lo reclama, no puede hacerse sin un escrupuloso cuidado de las formas y de los derechos y garantías del proceso. Algo que, por cierto, ha puesto de relieve de forma diáfana Jueces para la Democracia (“Garantías y Derechos”: http://www.juecesdemocracia.es/2017/11/03/garantias-y-derechos/).

La línea tan interesadamente trazada entre Política y Derecho tiene fronteras muy difusas. Más aún en la sociedad actual, en un contexto más acelerado que antaño de «judicialización de la política» que, desde el punto de vista penal, solo nos alerta de que las conductas de algunos responsables públicos bordean el código penal cuando no lo invaden con vanas pretensiones de impunidad. Alguna cosa muy grave está pasando cuando quienes incumplen las reglas son precisamente los llamados a fijar las reglas que los demás debemos cumplir.

El modelo burocrático de juez, por el que ha apostado históricamente España, tiene un acusado sentido de independencia (personal) y poca percepción de ser una parte de los poderes del Estado constitucional. Desplegar un sentido de pertenencia a un poder institucional y no «personal» es algo aún por construir en ese amplio colectivo de miles de jueces y magistrados que conforman ese poder difuso que es el judicial. Y ser poder o ejercer poder, implica responsabilidad, estar sujeto a test de escrutinio, también democráticos, por las actuaciones o resoluciones dictadas en el ejercicio de su cargo. Esas resoluciones no son de los «juzgados o tribunales», sino obra de jueces y magistrados. No son anónimas ni pueden ser «anonimizadas», son de personas con cara y ojos, también con nombres y apellidos. Algo que en el propio poder judicial y en el CGPJ les cuesta todavía entender. Los jueces son servidores públicos y deben su legitimación a la Constitución y las leyes, pero también a la ciudadanía. No se pueden esconder en el anonimato ni tampoco deberían “irse de rositas” cuando sus decisiones judiciales equivocadas o no adecuadas, por no medidas o faltas de proporcionalidad, provocan serios efectos procesales que mancillan la imagen de un país (piénsese en una condena del Tribunal Europeo de Derecho Humanos por un leading case como el que se comenta) o causan verdaderas tormentas políticas con consecuencias enormemente serias para la ciudadanía, que es al fin y a la postre quien padece tales errores de esos servidores públicos que reciben sus retribuciones de los impuestos que sufragamos todos los ciudadanos. Y concluiré con algo que para muchos es una suerte de herejía: La responsabilidad de los jueces, al menos en esos casos, también es P política.

PARADOJAS DE LA GESTIÓN DEL CONOCIMIENTO EN EL SECTOR PÚBLICO

 

“A menudo los sistemas pueden sostenerse más tiempo de lo que pensamos, pero terminan desplomándose mucho más rápido de lo que imaginamos” (Kenneth Rogoff)

 

Presentación

La participación en una Jornada sobre La gestión del conocimiento intergeneracional en la Administración, organizada por dos instituciones de formación (EIPA y ECLAP) y auspiciada por la Junta de Castilla y León (Valladolid, 31 de octubre de 2017), me ha dado pie a elaborar esta entrada, que tendrá continuidad en un texto escrito (Paper) que, con una visión de conjunto del problema, difundiré en las próximas semanas.

En este interesante foro se han presentado, además, dos buenas prácticas de las que cabe aprender mucho. La primera de la Junta de Andalucía, que la llevó a cabo quien es director del IAAP, José María Sánchez Bursón. Y la segunda consistió en un modelo de aprendizaje en el puesto de trabajo a partir de una experiencia de la Generalitat de Cataluña, que presentó Jesús Martínez Marín. Faltó, sin duda, el relato del modelo puesto en marcha por el Gobierno Vasco, que liderado políticamente por los responsables del departamento de Gobernanza Pública y Autogobierno y técnicamente por Mikel Gorriti y su equipo, es uno de los ejemplos de referencia en este (aún escaso) mapa de buenas prácticas necesarias para hacer frente al trascendental reto al que se enfrentan las administraciones públicas en los próximos diez/quince años.

Envejecimiento de plantillas y retos de transformación de las administraciones públicas en los próximos años

En efecto, el envejecimiento de las plantillas en el sector público (con edades medias que superan en muchos casos con creces los 50 años) y el necesario relevo intergeneracional que se producirá en los próximos años, me ha dado pie a reflexionar sobre lo que será (pues todavía no es) una política nuclear de los recursos humanos en el sector público. Mi tesis, explicada en breves líneas, consiste en que acercarse a ese complejo fenómeno requiere, en primer lugar, ser conscientes del estado (ciertamente anacrónico) en el que se encuentra actualmente la institución de función pública. Algo que desde distintos puntos de vista también han constatado aportaciones recientes (Nuevos tiempos para la función pública, INAP, 2017; El empleo público en España: desafío para un Estado más eficaz, Instituto de Estudios Económicos, 2017). Después exige identificar con carácter previo de dónde vienen sus males y cuáles son los remedios que cabe poner en marcha para corregirlos adecuadamente, pues el precario estado del empleo público heredado, junto con un larguísimo período de contención fiscal, nos han dejado una institución en estado anémico o de suma debilidad, que debiera fortalecerse cualitativamente si se quiere poner en marcha de modo efectivo una política integral de relevo intergeneracional y de gestión del conocimiento en unas administraciones públicas enormemente envejecidas, con todas las dificultades que ello comporta. De no hacerse, se corre el riesgo de dedicar innumerables recursos a no resolver nada o muy poco. La función pública del futuro se juega su existencia en este ineludible reto.

No se puede llevar a cabo una política inteligente y efectiva de gestión del conocimiento en el sector público sin ser concientes de la acelerada transformación que sufrirán en los próximos años (ya están sufriendo) las administraciones públicas y, particularmente, la función pública. Los enormes desafíos de las jubilaciones masivas, de la digitalización del sector público (con sus inevitables impactos sobre las estructuras organizativas y los puestos de trabajo), la robotización que llama a la puerta (que hará superfluos un buen número de puestos de trabajo también del sector público) y, en fin, los previsibles impactos de la inteligencia artificial sobre las actividades instrumentales o un buen número de aquellas técnicas (de alto componente burocrático o procedimental) que se ejercen actualmente en el sector público, abren un escenario a diez años vista radicalmente distinto al que se ha movido plácidamente una función pública maquinal que tiene los años contados, lo que exige ser concientes de que la puesta en marcha de una agenda de transformación (abandonemos ya el gastado término de “modernización) de las administraciones públicas (y por lo que aquí interesa de la función pública) es inaplazable.

Es cierto que, como mostraron las buenas prácticas citadas al inicio, se pueden hacer muchas cosas o poner en marcha una amplia batería de acciones o programas que vayan encaminados a ese fin de gestionar mejor el cambio generacional o la gestión del conocimiento, como de hecho ya se están haciendo en algunas (aún muy pocas) organizaciones públicas (en esta materia el caso del IAAP es digno de resaltar). Pero de no configurarse una política integral del gestión del conocimiento en materia de recursos humanos en el sector público mediante herramientas de planificación estratégica (inevitablemente flexibles para adaptarse a un entorno tan cambiante) y un marco conceptual integral de transformación del sector público, la puesta en marcha de tales acciones siempre tendrá resultados limitados y posiblemente se dilapidarán recursos, cuando no sus efectos (aunque tangibles) no consigan otra cosa que perpetuar un modelo obsoleto de Administración Pública (como puso de relieve Carles Ramió) que no tiene encaje alguno en una sociedad en constante proceso de cambio, como es la que se evidencia en los próximos años.

Y abordar correctamente esta cuestión estratégica y existencial requiere, sin demora, un replanteamiento en profundidad de la institución de la función pública tal como está configurada actualmente. También exige un enfoque holístico del problema, no solo circunscrito a las técnicas que pueden hacer efectivo ese proceso de gestión del conocimiento, que están muy bien diseñadas en otros modelos comparados y en las numerosas contribuciones académicas o profesionales, pero que parten de sustratos organizativos e institucionales maduros y no plagados de patologías y disfunciones sinfín como es nuestro caso (véase, al respecto, el número monográfico de la Revista Vasca de Gestión de Personas y Organizaciones Públicas con varias contribuciones académicas sobre el tema de “Gestión del conocimiento intergeneracional”, que puede consultarse en abierto). No me puedo detener aquí, por razones obvias de espacio, en ese marco conceptual integral que hace falta abordar para obtener unas mínimas garantías de éxito en el (largo) proceso que se inicia de gestión del conocimiento en nuestro sector público. Reenvío al lector interesado al texto anunciado más arriba.

No hay conciencia del problema: la inmediatez aplasta la visión estratégica.

Pero abordar este problema estratégico requiere asimismo sensibilidad política, al menos comprensión por parte de los niveles de gobierno de la existencia del problema y de que, por tanto, hay que buscarle soluciones. Salvo muy pocos casos, la política ignora la trascendencia del reto que tiene (o debería tener) a pocos años vista. Lo que dice muy poco de una política marcada por la contingencia y sin mirada estratégica. De seguir así el problema les reventará sin que apenas se hayan dado cuenta de ello. Pero esa política de vuelo gallináceo, así como de marcada incompetencia por parte de todos sin excepción, es la que nos está conduciendo a que España esté sufriendo una crisis institucional de magnitudes estratosféricas. Y la función pública también es una institución. Eso sí completamente olvidada por el poder político.

Aun así no se pueden echar, ni mucho menos, todas las cargas de la inacción sobre la política. El empleo público es muy acomodaticio y en muy pocas ocasiones (los ejemplos expuestos y alguno más) se han activado propuestas con el fin de afrontar ese complejo problema que corre el riesgo de explotarnos en las manos, pues efectivamente (como recordó Jesús Martínez) estamos ya en tiempo de descuento. Y no digamos nada de la rémora que supone una dirección pública que por lo común ni huele un problema que debiera estar marcado con rojo en las agendas de recursos humanos del sector público. Una dirección, en efecto, marcada por el sello de la provisionalidad temporal que implica el ciclo de la política, lo que hace particularmente difícil que a ese personal directivo “temporero” (cuando no muchas veces amateur) se le puede exigir visión estratégica. Tienen fecha de caducidad en las instituciones. Y eso define sus prioridades, siempre a corto plazo.

Y luego hay otros actores, sin duda relevantes en esta materia, como son los sindicatos. El inevitable proceso de transformación de las administraciones públicas como consecuencia de los fenómenos descritos, les pondrá más pronto que tarde frente al espejo de la realidad, que no podrán deformar interesadamente. La jubilación masiva de empleados públicos comportará una reducción de plantillas (como consecuencia de la supresión de aquellos puestos de trabajo instrumentales o que no añaden valor en la sociedad del conocimiento y de la digitalización), una tecnificación imprescindible de los puestos de trabajo suprimirá asimismo decenas de miles de puestos instrumentales y, probablemente, se producirán no pocos desgarros entre unas plantillas infladas y un proceso de robotización e implantación de la inteligencia artificial en el sector público. Alguna solución habrá de buscarse, pues la Administración Pública dista de estar lejos de ser una institución benéfica, sino que se debe al servicio a la ciudadanía. Lo lógico sería que el ajuste fuera natural, aprovechando la ventana de oportunidad que ofrece la salida en masa de centenares de miles de empleado públicos en los próximos años. Pero no será fácil. O los sindicatos del sector público asumen la incontestable realidad del contexto y trabajan con mirada estratégica e inteligente para la resolución de los enormes retos que se plantearán en los próximos años o se transformarán con enorme facilidad en la última expresión de un trasnochado ludismo en la administración pública. En este último caso, estarán condenados a desaparecer.

Mi tesis es, en efecto, que con el marco actual (también presupuestario) de la función pública insertar una política de gestión del conocimiento es un ensayo cargado de voluntarismo y con escasos efectos reales o de impacto efectivo. Los instrumentos organizativos están caducos, pues son de otra época (puestos de trabajo estáticos, relaciones de puestos de trabajo rígidas e inservibles como herramienta de gestión, ofertas de empleo público que abren proceso selectivos eternos, etc.). Los instrumentos de gestión están asimismo periclitados (procesos selectivos formales y desactualizados, que no sirven para captar talento joven e identificar la adecuación entre persona y puesto; una formación aislada de las políticas de gestión y formalizada, sea presencial o virtual) o sencillamente no existen (carrera profesional efectiva, evaluación del desempeño; etc.).

La “destrucción” del conocimiento: la alta dirección y la alta función pública.

Y, en fin, podríamos seguir con otros muchos ejemplos. Pero, a mi juicio, donde se producen las paradojas más evidentes de la gestión del conocimiento es en los puestos críticos de la Administración Pública y, especialmente, en los puestos de niveles directivos, pues es en estos (por su naturaleza estratégica) donde realmente el sector público se juega mucho en esa necesaria transferencia de conocimientos y destrezas que evite el eterno retorno a la casilla de salida, con sus letales efectos.

Efectivamente, esta es posiblemente la mayor (no la única) debilidad institucional que se plantea en una política de gestión del conocimiento en las administraciones públicas españolas. En este país la práctica totalidad de los niveles directivos de sus administraciones públicas están colonizados directa o indirectamente por la política. Esa rotación infinita que se produce en los niveles directivos provoca (algo que señalé hace años en sendos libros sobre la función directiva: Directivos Públicos, IVAP, 2006; y La Dirección Pública Profesional en España, Marcial Pons, 2009, en colaboración con Manuel Villoria y Alberto Palomar) una destrucción permanente del conocimiento en los niveles de alta dirección, en los puestos directivos de la alta función pública y en algunos puestos técnicos, que son nucleares en el funcionamiento de la Administración Pública. En efecto, los cambios de gobierno, de responsables departamentales o cualquier otro tipo de incidencia política (o personal), hacen que las personas que ejercen puestos directivos de las Administraciones Públicas y de su sector público institucional (que forman parte habitualmente de la cuota que los partidos gobernantes disfrutan para satisfacer a sus huestes o “amigos políticos”) salten por los aires cada cierto período de tiempo. Y se repongan con personas provenientes de las “bandas rivales”. Ya sea como consecuencia de ceses políticos o de ceses derivados del procedimiento de libre designación.

La política de gestión del conocimiento pone el foco de atención principalmente en aquellos puestos críticos de las organizaciones públicas, que son al fin y a la postre los directivos, así como aquellos puestos de carácter técnico cualificado. Si esos puestos se proveen por designación política o por libre designación, construir en ese caso una política de gestión del conocimiento en esas organizaciones se tropieza de inmediato con el muro de la realidad, que nunca le dejará avanzar o, si lo hace, será un camino plagado de mentiras piadosas. Mientras la dirección pública profesional y la profesionalización efectiva de los puestos directivos de la alta función pública no se implante en las administraciones públicas españolas (algo que, hoy por hoy, ni se visualiza ni se le espera), hablar de gestión del conocimiento en el sector público no deja de ofrecer innumerables paradojas, como la descrita. Aquellas Administraciones Públicas que tienen centenares o decenas de puestos de alta administración en su sector público (que son la práctica totalidad) cubiertos por sistemas de nombramiento político o miles (centenares o decenas) de puestos de la alta función pública cuyo sistema de provisión es la libre designación (que también son la mayoría), difícilmente podrán implantar una política inteligente y sincera de gestión del conocimiento, pues tales sistemas conducen de forma inevitable a depredar o destruir el conocimiento en el sector público con cada ciclo político que se inaugura. En estos casos hablar de transferencia es cerrar los ojos a la evidencia. Quien se marcha se lleva todo, papeles incluidos. No deja memoria. Y quien llega, construye “su” conocimiento de cero. Y cuando la inestabilidad política se instala, ya se sabe: el conocimiento se va irremediablemente a la basura y, al parecer, a nadie le importa. Y esto, anótenlo, solo pasa en la «vieja» Europa en España y Grecia. Y luego hablamos de modernidad. Este es el país real, lo demás coreografía.