REGENERACIÓN POLÍTICA EN ESPAÑA: LA MIRADA DE GALDÓS

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(Fotografía cedida por Fernando Escorza Muñoz. Reservados los derechos de reproducción)

«Resulta que la representación del país está, con unos y con otros partidos, en manos de un grupo de profesionales políticos, que ejercen alternadamente una solapada tiranía sobre las provincias y regiones»

(Benito Pérez Galdós, «La España de hoy», El Heraldo de Madrid, 9 de abril de 1901)

Introducción

El Desastre del 98 implicó la eclosión del regeneracionismo en España, un ensayo frustrado de reformar las corruptas instituciones del país y esa forma caciquil tan patológica de hacer política. Su empuje vino, entre otros, de la mano de la Memoria que sobre Oligarquía y Caciquismo presentó Joaquín Costa en el Ateneo de Madrid en 1901, y que dio lugar a un amplio debate académico, intelectual y político. Costa remitió a Galdós la citada Memoria para que examinara su contenido. El escritor canario -como expuso Yolanda Arencibia- se vio, como cualquier otro intelectual del momento con sensibilidad transformadora, influenciado por esa corriente. En verdad, Galdós fue –según  expongo en el libro El legado de Galdós, Catarata, 2023- un regeneracionista avant la lettre, pues en su obra anterior a 1898 había reflejado las innumerables lacras de la política española (esa “política menuda”) y, especialmente, el uso y abuso del poder oligárquico, así como también puso de relieve las enormes corruptelas burocrático-administrativas y el mal uso del poder (recomendaciones, favores, nombramientos arbitrarios, cesantías, etc.). La mejor descripción de lo que fue y será la política española se encuentra en el episodio Bodas reales.

Muchas de sus novelas previas al cambio de siglo tenían reflejos mayores o menores de esa mala política y de esas lacras administrativas, propias de la corrupción caciquil (Doña Perfecta, La desheredada, El amigo manso, Miau, Realidad, etc.).  Pero, obviamente, fue a partir de principios del siglo XX cuando su compromiso regeneracionista se va haciendo más firme, pero no tanto en su obra (que también), sobre todo en su compromiso político que, a partir de 1907, le une a las filas republicanas. No obstante, como advirtió la profesora Varela Olea, ya en el prólogo a la tercera edición de La Regenta de Clarín su huella regeneracionista se advierte, aunque esta vez llamando a superar nuestro tradicional pesimismo. Los ecos del Desastre del 98 están presentes: «No son los tiempos tan malos ni el terruño tan estéril como afirman los de fuera y más aún los de dentro de casa. Quizás no demos todo el fruto conveniente; pero flores ya hay; y viéndolas y admirándolas, aunque el fruto no responda a nuestras esperanzas, obligados nos sentimos todos a conservar y cuidar el árbol». También en algunos artículos publicados en revistas y periódicos de aquella época surge la vena regeneracionista del autor. Asimismo, en los Episodios nacionales de las dos últimas series, escritos en la primera década del siglo XX, y muchos de ellos cuando su compromiso republicano era más intenso. La huella regeneracionista se advierte asimismo en su teatro posterior a 1898, así como en algunas de sus novelas (El Caballero encantado), pero especialmente en su fábula teatral (como la definiera Sainz de Robles) La razón de la sinrazón y en su obra de teatro representada en 2021 después de su muerte, Antón Caballero. No obstante, Galdós no hizo girar su obra literaria en torno al regeneracionismo, aunque recibió muchas presiones para que su compromiso con esa causa se acrecentara. En verdad, nuestro autor, al describir magistralmente sus lacras, ya era, como se señalaba, un claro renovador de la política y de su “selva obscura” (Emilia Pardo Bazán), que no era otra que la Administración Pública. Su obra anterior y posterior al Desastre así lo confirma.

Veamos un extracto del libro antes citado, que nos muestra una mirada de Galdós ambivalente, entre escéptica y ensoñadora, sobre las posibilidades efectivas de regenerar la política en España.

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Galdós regeneracionista: La razón de la sinrazón (1915).

La razón de la sinrazón se publica en 1915. La obra resalta el fracaso de un modo de hacer política (el tradicional o caciquil). También pone de relieve que los remedios frente a esa política patológica no son fáciles, salvo huir de ella y refugiarse en el Edén de la distancia, que es símbolo, según Atenaida, de la Razón triunfante. Como ella misma concluye: “Somos los creadores del bienestar humano. El raudal de la vida nace de nuestras manos fresco y cristalino; no estamos subordinados a los que lejos de aquí lo enturbian. Somos el manantial que salta bullicioso; ellos la laguna dormida”. Contrapone esta obra, en efecto, la estanqueidad (de la política gubernamental) frente al cambio o las reformas (de quienes se alejan de la corrupción y se erigen en creadores de una nueva pretendida forma de ejercer el poder o los impulsores de una “nueva política” que nunca encontrará acomodo en España); pero el autor no aporta soluciones integrales, sino más bien personales. Así, termina la obra con ese canto a la victoria figurada de la razón frente a la sinrazón. Sin embargo, nada nos permite deducir que, al margen de ese ideal soñado, esa lógica se impusiera finalmente.

En efecto, la obra descansa en la tensión existente sobre la prudencia de Atenaida, custodia de la razón, y el desapego de Alejandro, desencantado de su virtud inicial y que abraza después la sinrazón, lógica implacable bajo la que funcionaba realmente la vida en este país (“tengo pruebas clarísimas de que mi perdición emana de mi apego a la estricta verdad y al insano influjo de los artificios llamados legales”; “la sinrazón es hoy dueña de los humanos destinos”). Alejandro, en su nueva deriva, es tentado por los prebostes del partido (o los caciques) para que asuma responsabilidades de Gobierno como Ministro, lo cual acepta. Pero, una vez en el cargo, bajo las presiones de la cabal Atenaida, a quien finalmente ama y por quien siempre había sido amado, dejará de abrazar la sinrazón política para sumergirse en un idealismo reformador que le conducirá derechamente a ser cesado como Ministro. Relata el protagonista varón cómo sus primeros días en el cargo ministerial fueron de indudable fatiga “… de no hacer nada”. Así se expresa: “En los días que llevo de este ajetreo, mi única labor ha sido atender al cúmulo de recomendaciones que llueven sobre mí”. Aunque acepta estoicamente la situación: “No hay más remedio que complacer a los amigos que nos sostienen en el Ministerio contra viento y marea”. Además de esa “fatiga” inicial, el flamante Ministro recibe un consejo político que debe seguir para que “el torbellino de gobernar y legislar para los amigos” no se detenga: engendrar “un proyecto de ley, de esos que deslumbran a la opinión y embelesan a la muchedumbre”. Pero, antes de aprobarlo, debe consultar su contenido con, Diáscoro, el “jefe indiscutible de nuestra fracción”.

El Ministro es consciente de que necesita hacer algo para justificar su paso por el Gobierno. Pero Atenaida le pone frente al espejo. En primer lugar, le propone unos cuantos nombramientos disparatados de personas incompetentes para cargos oficiales: el hijo de su portera, su zapatero y un familiar, este último como inspector de Ferrocarriles (“es tartamudo y cojo; escribe hijos sin hache y yegua con elle”). Alejandro responde que “lo que me propones es absurdo”. Y Atenaida, protagonista y maestra de inteligencia sublime, le espeta que si está en el bando de la sinrazón es para hacer tales cosas. Todas ellas disparatadas. Así advierte su incongruencia. Y sutilmente le compromete para que impulse un proyecto regenerador, propio de la razón, que supondrá, como es lógico, “una guerra implacable con tus compañeros de Gobierno”. Nace así la idea del proyecto de Ley Agraria, que los patronos del partido rechazan como iniciativa, y le piden cosas más prosaicas en las que los intereses de los poderosos obtengan rédito, como una Real Orden suspendiendo las operaciones catastrales. El Ministro, empujado por la razón de Atenaida, se embarca en un proyecto que establece “la expropiación forzosa de los latifundios, el reparto de tierras entre los labradores pobres, y la reversión al Estado de los predios que no se cultiven”; que los patronos del partido tachan de “legislar en sueños”, y al que se oponen abiertamente, promoviendo su cese. La sinrazón se impone y la razón declina. La política inmovilista siempre gana, la política reformista no tiene recorrido en este país. Atenaida y Alejandro buscan sus felicidad personal regresando a sus orígenes. Dejan la capital política y todas su miserias. Vuelven a su paraíso. Y en ese final abierto de la obra, como bien ha reconocido Romero Marco, Galdós “participa de la utopía regeneracionista”, al mostrar que los graves sucesos surgidos en la capital han supuesto algunos cambios, pero no identifica cuáles, salvo la afectación de la destrucción de algunos edificios, tales como el que era propiedad de uno de los caciques políticos, Dióscoro. Pero fuera cual fuese la intención última del autor, tampoco nos devela nada sobre qué transformaciones hubo ni qué consecuencias tuvieron. Es, como antes se decía, una ensoñación; pero que, leída en el contexto, también evidencia que la política estancada ha sufrido daños, si bien nada apunta a que haya sido finalmente derrotada. Probablemente, cambiará de programa, alterará a los personajes públicos y seguirá con la impostura como eje de actuación. El Galdós más social y reivindicativo, amén de regenerador, aparece en esta obra otoñal, pero también –a nuestro juicio- emerge el Galdós desencantado: la política española, dominada por la sinrazón, no parece tener remedio alguno; ensoñaciones regeneracionistas aparte. En cualquier caso, esta tesis aquí esbozada no deja de ser, ciertamente, distante a las que se han hecho hasta ahora; si bien se enmarca en la parte central de la obra, no en su desenlace, y sobre todo en la prolongada y profunda mirada galdosiana sobre la política en España, que no permitía grandes esperanzas, aunque el autor las esboce tímidamente en esa tardía entrega. 

Se ha interpretado, asimismo, por parte de Antonio Cao, en cita recogida por Francisco Cánovas, que esa obra  de Galdós es una “propuesta optimista y generosa, (que) quiere creer en la salvación de la sociedad, de España, y (que) espera una revolución magnánima, no cruenta, armónica”. Sin duda, esa interpretación idílica puede extraerse del texto; pero también, insistimos, (se puede deducir) la más prosaica y más dura, o si se quiere la más escéptica. Galdós no era ningún ingenuo, como se ha dicho; y tampoco lo podía ser en el momento que escribe (dicta) la obra, cuando ya tenía casi 73 años. Menos aún lo era cuando escribía de política y de políticos. O de la Administración. De todo ello dejó buena huella en sus innumerables obras anteriores y, también, en esa obra de 1915, una de las últimas.

En todo caso, la tesis generalizada es que Galdós abrió con esa obra una ventana a la esperanza de regeneración política de España. Lo cierto es que, al margen de cuál fuera la intención del autor al escribirla, esa ventana sigue abierta. Lo que entonces se llamaba regeneración (y hoy podemos denominar como renovación institucional y de la propia política), sigue esperando en el mismo sitio donde estaba. En este punto, quizás, es donde radique la enorme vigencia de Galdós, también en nuestros días. Como bien expuso Compte-Sponville, siempre fiel seguidor de Spinoza, “la sabiduría consiste en carecer de esperanza”. Y Galdós era un sabio, más aún a esa edad. Podía intuir perfectamente cuál sería el final de esa historia ensoñada. Conocía demasiado bien España y la forma de hacer política enquistada en este país como para pretender que ese cambio fuera posible. Y de hecho no lo fue, ni hasta ahora –dato nada menor- lo ha sido.

(*) La parte en cursiva de esta entrada recoge algunos fragmentos del Epílogo “¡Y con esos mimbres hicimos el cesto! El legado de Galdós sobre la Política y la Administración en España”, que cierra el libro El legado de Galdós. Los mimbres de la política y ‘su cuarto oscuro’ en España, Catarata, 2023 (Edición con la colaboración del Cabildo de Gran Canaria). Autor: Rafael Jiménez Asensio.

¡FELIZ FERIA DEL LIBRO, ALLÍ DONDE SE CELEBRE!

«Leer no es tan pasivo como oír o ver; es recreación y efervescencia mental»

(Irene Vallejo, Manifiesto por la lectura, Siruela, 2020, p. 53)

«En última instancia, vivimos como leemos»

(Gregorio Luri, Sobre el arte de leer. 10 tesis sobre la educación y la lectura, Plataforma editorial, 2019, p. 97)

El legado de Galdos 20E-5

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