“El tiempo es, pues, la forma en que nosotros, seres cuyo cerebro está hecho esencialmente de memoria y previsión, interactuamos con el mundo; es la fuente de nuestra identidad. Y de nuestro dolor” (C. Rovelli, El orden del tiempo, Anagrama, 2018, p. 240)
Desde hace algunos años, por puras razones biológicas, el tiempo ha pasado a tener un protagonismo particular en mis lecturas y pensamientos. Procuro, en efecto, leer todo lo que esté a mi alcance sobre tan compleja cuestión. Hace unos meses me sumergí, siempre guiado por otros autores, en las Confesiones de San Agustín (Libro XI), obra que tal vez contiene una de las mejores reflexiones sobre la naturaleza del tiempo. Y más recientemente he leído con innegable fascinación el magnífico libro de Carlo Rovelli que abre esta entrada, donde la física y la filosofía se mezclan magistralmente cuando de pretender explicar lo que del tiempo se trata. Son solo algunos ejemplos, por no abundar más en el detalle. Ambos de recomendabe lectura.
Pero ahora me interesa definir qué papel juega el tiempo en la actividad política en un momento en el que la instantaneidad se ha apoderado de la vida individual, social y también política. El tiempo en política tiene su propio orden. Todo es efímero, nada tiene perdurabilidad. Tampoco las personas, menos aún los programas. La aceleración del tiempo, si bien sea una impresión, todo lo domina. Y para la política, nunca dada precisamente a la reflexión ni al sosiego, ese actuar momentáneo a trancas y a barrancas hipoteca su visión futura hasta cegarla por completo.
El tiempo es, desde la monumental obra de Proust, una mera percepción (nunca la misma según el sujeto) que termina siendo intuitiva y que enlaza lo que ya pasó (sabiendo extraer lecciones, emociones o aromas sobre ello) frente a lo que vendrá, que nadie sabe su desenlace y ni siquiera si llegará, pero que fruto de esa experiencia se pretende anticipar, aunque a veces se falle en el juicio. ¿La política opera con estos mismos cánones? No parece.
La política occidental vive enjaulada en esa tiranía del mandato de la que hablara Hamilton, ahora además se desliza hipotecada por un mapa de fragmentación partidista en el que la perdurabilidad es un deseo y la caída en desgracia demasiado frecuente (¿quién se acuerda de quienes nos gobernaban hace ochos meses?). Los políticos son cada vez más fugaces, menos duraderos. El tiempo de la política es distinto del tiempo de los políticos, en estos el pasado al parecer importa más de lo que hagan ahora o de cómo se comporten en el ejercicio de sus funciones, pues el espejo retrovisor del “periodismo de investigación” (siempre alineado en el lado contrario) escruta cualquier detalle de sus tiempos pretéritos y todo puede acabar en expulsión, cuando no en condena a la hoguera virtual. Buscamos ángeles en un mundo de demonios (parafraseando a Hamilton y a Kant). Nunca los encontraremos.
Esa actividad que llamamos política se ha transformado en tiranía del instante. Encadenada estúpidamente a lo que de ella digan unos medios que pretendidamente “forman opinión”, pero que pocos leen y algunos más escuchan o ven, la actividad política es hoy en día (una obviedad por lo demás) marketing y comunicación, entendida lisa y llanamente como un intento vano de llegar a la gente. La política se retroalimenta del periodismo y este de la política, ambos nos entretienen con banalidades sinfín. La política se hace espectáculo (Byung-Chul Han) objeto de consumo. Pretenden llenar nuestro ocio y, por tanto, entretener nuestro tiempo con “el circo” de la política. Eso sí, con algún que otro payaso añadido que, ya sea desde el foro parlamentario, en los medios o en las redes sociales (que de todo hay), termina añadiendo algún gramo de estulticia al espectáculo público en el que está convirtiendo la pobre y atemporal política.
El tiempo en la política se ha encogido, por tanto. Ya no se mide por los años de un mandato que se inicia o por los meses de otro que agoniza. Los mandatos también son precarios, como los empleos (el de político comienza a serlo y mucho). La política se ha hecho instante, inmediatez, tiranía del presente, por mucho de que sobre la existencia de este se pueda incluso dudar. No mira atrás, pues no le interesa extraer lecciones de los yerros que antaño se cometieron, salvo para renacer fantasmas políticos o formatear conductas y modos de pensar. Pero tampoco mira al futuro, pues la mirada cabizbaja de las redes sociales no le permite al político aventurar siquiera cómo resolver los problemas del futuro, de los que en muchos casos ni quiere saber ni cínica e irresponsablemente le interesan. Procrastinar es el verbo de moda en política, todo se aplaza sine die. Lo auténticamente importante es el hoy, no lo que suceda mañana, tiempo lleno de incertidumbres e incógnitas. Sin embargo, muchas de sus decisiones adoptadas en este momento hipotecarán el futuro y no pocas de las indecisiones actuales multiplicarán los problemas en los próximos años (Peter Drucker dixit). Pero nadie se da por aludido. Lo realmente trascendente es disfrutar del instante, y en ese devenir la política se ha convertido en la mejor seguidora del pensamiento escéptico sobre el tiempo.
Todo el análisis anterior estaría incompleto sin comprender que hay un momento en el que la política sí vende futuro a espuertas. Y no es otro que el momento electoral, mejor dicho la campaña. Allí todo son ofertas magníficas de soluciones sinfín a precios irrisorios. Todo lo que quiera la ciudadanía y más se ofrece en tan desprendido (nunca mejor dicho) bazar gratuito. El año 2019 será tiempo de campañas electorales y con los dineros de todos venderán ilusiones a sus potenciales votantes (haciendo incluso uso torticero de los datos personales, con apoyo en la nueva ley que paradójicamente pretende protegerlos). Los sufridos ciudadanos (también votantes) veremos un desfile de potenciales regalos pasar por nuestras narices. Buscarán seducir, ayudar a ese último empujoncito que incline el disputado voto. Así ha sido hoy, 2 de diciembre, en Andalucía. Y así será en los próximos meses.
Pero el tiempo también se tiñe de crueldad, pues el futuro es mera expectativa. Y nada peor en la vida que alimentar el deseo, pues como recordaba Spinoza tras él suele llegar la tristeza, pues rara vez lo prometido se transforma en algo tangible. Entonces arriba la decepción. Obtenido el voto y tras este el poder, ocupado ya en las tareas de gobierno, el político se olvida de la poesía y entra de lleno en el terreno de la dura prosa (aunque algunos pretendidos gobernantes no sepan qué significa esto y sigan erre que erre vendiendo sueños). Normalmente, el pragmatismo y la realidad se imponen, sobre todo las limitaciones presupuestarias, por no hablar de otras menos tangibles. Y el tiempo termina poniendo a todos en su sitio, también a aquellos políticos charlatanes de feria (especie cada vez más abundante) o a quienes hacen de la política una actividad próxima a la prestidigitación.
Y de allí viene de inmediato el desprestigio de la política, la manida desafección. Lo ha explicado muy bien un filósofo contemporáneo como es André Compte-Sponville, para quien la crisis de lo político radica fundamentalmente en la formulación de “demasiadas promesas imprudentes, y por tanto inevitablemente no cumplidas”, pues como él mismo añade “es más grave haberlas hecho que no cumplirlas porque no se puede”. Y eso lo saben los políticos o deberían saberlo cuando las hacen. El tiempo delatará esas fantásticas mentiras tan “piadosamente” contadas. Pero cuando lo haga, nada tendrá remedio. La frustración ya habrá anidado en esas mentes antes abducidas y ahora desencantadas.
En estos días en que el populismo anega también nuestra vida política, lo más grave no es que existan o florezcan por doquier fuerzas populistas que se alimentan con “el sonsonete de todos podridos” sin mirar siquiera debajo de su alfombra, sino que lo más preocupante es que todos los partidos o incluso los propios gobiernos están incorporando cada vez dosis mayores de populismo en sus respectivas agendas. Ejemplos hay muchos y algunos recientes (por ejemplo, de “legislación de urgencia populista”); piénsese, asimismo, en la pasada campaña andaluza, donde el populismo ha sido la bandera de la práctica totalidad de las fuerzas políticas en liza. Y con ese precedente, ¿qué no pasará en 2019?
Más inquietante es aún que no pocas de esas estructuras políticas o gubernamentales (que gestionan, no se olvide, los intereses de todos los ciudadanos) se dediquen a hacer de Penélope que, “bajo el signo de la astucia, por el día teje(n) y por la noche desteje(n)” (Andrea Köhler), alimentando como norma de actuación en algún caso el cultivo directo o indirecto del odio “al otro”, la descalificación grosera del contrario o, en fin, eleven la bandera del fanatismo pontificando que ellos están en posesión de la verdad absoluta y que el resto de los mortales se halla completamente equivocado. Las simplificaciones políticas también coadyuvan a esa condensación del tiempo que nada ve más allá de sus propias narices. Si algo debe hacer la política –como recuerda al autor francés antes citado- no es vender paraísos terrenales que nunca llegarán, sino “combatir las causas objetivas de la infelicidad” y dejarse de otros cuentos. Hacer, a fin de cuentas, la vida más placentera y alegre a sus ciudadanos. Para ello, paradojas de la vida, se requiere tiempo, pero éste, como ya hemos visto, se consume en otros menesteres.
Y el tiempo mal gastado en el orden político deja hondas huellas, aunque estas se proyecten sobre un futuro del que nadie querrá hacerse responsable, pues el tiempo todo lo borra o al menos eso es lo que ingenuamente algunos creen. Se equivocan. El tiempo político también es memoria, aunque -para dolor nuestro- esté ayuno de previsión.