EL PODER DE LA ESTUPIDEZ

 

“Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida y el trabajo, hacerte perder dinero, tiempo, buen humor, apetito, productividad, y todo eso sin malicia, sin remordimiento y sin razón. Estúpidamente”.

(Carlo Cipolla, Las leyes fundamentales de la estupidez humana, Crítica, 2013, p. 60)

Es viernes. La semana declina. Uno hace balance. Estos días pasados me he tropezado (en sentido real y virtual) con varias personas estúpidas. Es normal, no son excepción. Lo más preocupante de su actitud es que, por lo común, no son conscientes de ello. Ahí radica su peligro. Que no es poco.

Así, en distintos momentos, he podido comprobar empíricamente lo que es la estupidez. Tras el primer impacto semanal, nada más llegar a casa me abalancé precipitadamente sobre la biblioteca a la búsqueda del impagable libro del autor italiano que abre esta entrada. Y allí, en poco más de ochenta páginas, se enuncian cinco leyes, entre ellas la tercera, calificada como la Ley de Oro de la estupidez humana. A saber: “Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”. En efecto, el estúpido en cuestión no solo daña a los demás, sino lo que es peor se daña a sí mismo o a su propia reputación. Y todo ello sin recibir nada a cambio en términos de beneficio. Magro balance.

Pero no me interesa tanto el alto porcentaje de estúpidos que circula en nuestros aledaños y que en no pocas ocasiones irrumpen con su presencia y, sobre todo, con sus acciones, perturbando nuestra paz, sin que seamos capaces de protegernos debidamente frente a tales intromisiones  a veces reptiles. Aquí solo quiero poner el foco en el complejo (pero importante) problema (cada día más abundante) de la presencia de la estupidez en la política, así como (derivado de lo anterior) en el poder de la estupidez y sus nefastas secuelas.

Y para ello nada mejor que volver al delicioso libro de Carlo Cipolla, editado inicialmente en Italia hace nada más y nada menos que treinta años. Pero de innegable actualidad. Vean, si no.

Los estúpidos, a juicio del autor italiano, no son pocos. Abundan por doquier. Los hay que causan perjuicios limitados, pero también los hay –como señala- “que llegan a ocasionar daños terribles, no ya a uno o dos individuos, sino a comunidades o sociedades enteras”. Un factor que incrementa el potencial de riesgo de daños que puede ocasionar el estúpido procede, sin duda, “de la posición de poder o de autoridad que ocupa en la sociedad”. Al margen de otros supuestos, en este caso la actividad política es un espacio de riesgo inusitado para la sociedad y sus ciudadanos cuando el poder cae en manos de un personaje de tales características. No en vano, Cipolla recordaba que entre los políticos y jefes de Estado se encuentra “el más exquisito porcentaje de individuos fundamentalmente estúpidos, cuya capacidad de hacer daño al prójimo ha sido (o es) peligrosamente potenciada por la posición de poder que han ocupado (u ocupan)”. Lo escribió antes de la caída del muro de Berlín. En esto, nada ha cambiado.

Cualquier ciudadano razonable se interroga cómo los estúpidos arriban al poder. Pregunta pertinente, pero que en estos años de confusión tiene una respuesta rápida que el autor italiano ya respondió entonces: hay muchos y la gente les vota. Algo pasa. En efecto, lo decía premonitoriamente Cipolla hace tres décadas: “En el seno de un sistema democrático, las elecciones generales son instrumento de gran eficacia para asegurar el mantenimiento de la fracción de estúpidos entre los poderosos”. Según la segunda Ley que enunciara este autor, “una importante fracción de quienes votan son estúpidos”, y las elecciones “les brindan una magnífica ocasión de perjudicar a los demás, sin obtener ningún beneficio a cambio de su acción”. No le den más vueltas, la estupidez en el poder se retroalimenta del poder de los estúpidos, que son porcentualmente numerosos. Una vez consagrado en el poder, no cabe duda que esa posición incrementa cualitativamente “el potencial nocivo de una persona estúpida”. Y lo peor es que a las personas razonables esa actitud les desconcierta, pues pueden entender la lógica de un malvado, pero no la de un necio. Menos aún en política.

Y lo más grave: “Una criatura estúpida (más aún si posee o ansía poseer poder político) os perseguirá sin razón, sin un plan preciso, en los momentos y lugares más improbables e impensables”. Y concluye Cipolla: “No existe modo alguno de prever si, cuándo, cómo y por qué, una criatura estúpida llevará a cabo su ataque”. Ante tal desorientación que provoca el individuo estúpido, el ciudadano corriente está desarmado. Las redes sociales (cuyos efectos el autor no pudo evaluar en su momento) acrecientan la resonancia de la estupidez. Y la retroalimentan y amplifican. La hacen viral. Como recuerda Franklin Foer (Un mundo sin ideas, Paidós, 2017, p. 147), lo que la ciudadanía estúpida demanda, también en política, “es circo”.

Si la estupidez se sitúa en el poder o en sus aledaños, el destrozo puede ser considerable. Y no estoy pensando en nadie en concreto. O sí. Tal vez, en varios personajes que pululan en la escena pública contemporánea. Hoy en día, no se puede ocultar, se multiplican a sí mismos. Y tienen su legión de seguidores. Son muy visibles y hacen mucho ruido. Para perplejidad de quienes no comulgan con estrambotes. Dicho todo lo anterior, un consejo (también del autor citado): no subestimen nunca la estupidez, aparece cuando menos se lo esperan. Y tratar de asociarse con ellos, en palabras finales de Cipolla, “se manifiesta infaliblemente como un costosísimo error”. Sabio consejo.

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