ESPAÑA: 1823, 1923, 2023

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«Nuestros mejores estadistas podrían compararse a las enredaderas, que cuando no tienen en qué apoyarse y salir, luciendo la gallardía y belleza de sus flores, se enredan en sí mismas, arrastrándose mustias por la tierra» (Santiago Ramón y Cajal, 1901)

Presentación

Los años 23 de los dos siglos precedentes no trajeron, precisamente, buenos augurios. Veremos cómo se comporta este inaugurado 2023. Es verdad que la España de entonces poco o nada tenía que ver con la actual, aunque a veces nos creamos demasiado que las transformaciones económicas y sociales han supuesto también cambios radicales en el modo y forma de hacer política, lo que lisa y llanamente no siempre es así. Hay bastantes más elementos de continuidad (o como se dice, de legado) de lo que muchos ingenuos (algunos muy doctos) niegan por sistema. Pero dejando de lado los matices y algunos elementos estructurales en los que son evidentes los cambios (control del sistema electoral, niveles educativos o culturales de la sociedad, renta y economía, organización territorial del Estado, etc.), siempre algo se aprende de nuestro pasado; sobre todo si se quiere no tropezar una y cien veces en la misma piedra.

1823: La Constitución amortajada.

En el año 1823, el trienio liberal terminó abruptamente con la intervención de los Cien mil hijos de San Luis, auspiciada por la Santa Alianza y promovida entre bastidores por ese rey felón que era Fernando VII (que, como dijera Galdós, “jugaba con todos los dados a la vez”). No eran buenos tiempos para aventuras liberales en una Europa que seguía defendiendo mayoritariamente el predominio del absolutismo monárquico o sus tibias fórmulas de autolimitación del poder que se dieron con la “Carta Constitucional” (otorgada) de 1814 en Francia por parte de Luis XVIII, germen del liberalismo doctrinario que tanto éxito tendría en nuestro país durante buena parte del siglo XIX y principios del XX. Y, en parte, con secuelas hasta nuestros días.

El restablecimiento de la Constitución gaditana durante el trienio liberal (1820-1823) fue, sin duda, una gran conquista de la libertad frente al absolutismo monárquico. El contexto en el que se desarrolló ese trienio no ayudó, sin embargo, al arraigo de una Constitución políticamente avanzada, en un país que no lo era. Las tensiones internas entre el bando liberal (simplificando mucho, entre liberales moderados y exaltados) no cejaron durante este período. El infausto papel de un monarca claramente absolutista tampoco dejó mucho espacio a la concordia. Como expuso Fontana, el rey “hacía protestas públicas de fiel cumplidor de sus obligaciones constitucionales, al propio tiempo que alentaba en secreto los movimientos contra el régimen y pedía a las potencias de la Santa Alianza que interviniesen en España para poner fin al liberalismo”. A todo ello se añadieron, a partir de la primavera de 1822, las revueltas absolutistas, especialmente intensas en Cataluña, que llegaron a controlar todo el norte del Principado. Todo ello tuvo su cénit en la famosa jornada del 7 de julio de 1822, cuando fracasó la primera intentona de golpe absolutista, orquestado entre bambalinas por el propio monarca.

A partir de entonces la violencia creció. Y el liberalismo moderado fue apartado del poder por las expresiones más exaltadas. Pronto se advirtió, especialmente por las potencias europeas alineadas en la Santa Alianza, que sin una intervención militar exterior no se pondría fin al régimen constitucional liberal. La división en las filas liberales allanó el camino. Los intentos del Gobierno francés porque en España se sustituyera la Constitución gaditana “con una cataplasma anodina hecha en la misma farmacia de donde salió la Carta de Luis XVIII” (Benito Pérez Galdós), resultaron un fiasco por la enemiga del cerril y detestable monarca a ceder un ápice de su poder absoluto.

Aunque hubo algunos focos de resistencia al invasor, lo cierto es que la Constitución gaditana feneció por segunda vez en las mismas manos de quien la despreciara en 1814. El gobierno liberal se refugió una vez más en Cádiz, lugar emblemático, pero con resultados muy distantes a los de la primera vez. Allí comenzó otro de tantos exilios del liberalismo español. Se iniciaban las depuraciones fernandinas y una terrible represión.

Lo narra magistralmente Galdós:

  • Yo también pienso ir a Cádiz
  • ¡Usted también! Bueno es que vayan todos –dijo con ironía maliciosa- para que se haga con solemnidad el entierro de la Constitución. Allí nació, señora, y allí le pondremos la mortaja; que todo lo que nace ha de perecer”.

1923: La Constitución falseada. Hundimiento del sistema político de la Restauración y Dictadura de Primo de Rivera.

El profundo y constante deterioro del sistema político de la Restauración (1876-1923), agravado tras el Desastre de 1898, se agudizó en los últimos años de este largo período histórico por la convergencia de innumerables circunstancias endógenas y exógenas, entre las que cabe destacar, por lo que a aspectos internos se refiere, el propio agotamiento del turno político, la continuidad del falseamiento de un sistema electoral que era la viva imagen de la corrupción política, el empuje y radicalización de las reivindicaciones sociales como consecuencia de la revolución bolchevique, el incremento del terrorismo político ejercido por pistoleros procedentes de las filas anarquistas, la presión de las demandas de autonomía política en determinados territorios (especialmente catalanas), así como el papel (que venía de lejos) cada vez más activo del Ejército en política, con un monarca que excedía su papel constitucional e intervenía activamente en la vida política, con un marcado carácter autoritario y fuertes simpatías con el estamento militar. A todo ello se unió el deterioro gradual de la economía tras el fin de la Primera Guerra Mundial y, en particular, el desastre del Annual (1921), que implicó una grave derrota del ejército español en el Rif. Y, por consiguiente, el inicio de un expediente de responsabilidades políticas y militares por tan sonado fracaso (expediente Picasso).

Los tiempos bobos (en expresión galdosiana) del turno político de una alternancia artificiosa tocaban a su fin. Un sistema político basado –como expusiera Joaquín Costa- en una combinación de oligarquía y caciquismo como elementos centrales de la arquitectura constitucional real (y no formal) del régimen restaurador. En realidad, el liberalismo construido en España durante el siglo XIX fue una burda mentira. Ni existía la división de poderes ni mucho menos elecciones libres (algo mejoró el panorama en los distritos urbanos tras el inicio del siglo XX). El Ejecutivo (Gobierno) y la Administración Pública era el molino presupuestario por el que pasaban todas las decisiones políticas de calado, mientras que el Parlamento era fabricado por el gobierno de turno a su antojo y semejanza. Y el poder judicial fue siempre el gran ausente, transformado en una dócil Administración de Justicia siempre atenta a los designios del poder, no en vano dependiente del Ministerio de Gracia y Justicia, quien proveía los destinos y removía discrecionalmente a quien no se plegara a sus dictados.

En ese marco descrito sumariamente, los rumores de golpe de Estado se sucedieron desde inicios de 1923, aunque el pronunciamiento no cuajó hasta septiembre de ese mismo año. Su promotor fue el general Primo de Rivera, figura singular no exenta de fuerte ribetes autoritarios («actitudes corruptas, doble moral y comportamientos criminales», como ha puesto de relieve recientemente Alejandro Quiroga en su biografía del personaje) y con veneración clara por la obra que Mussolini estaba llevando a cabo en Italia, a quien miraba de reojo. El marco internacional, una vez más, parece que fue determinante. Tampoco corrían buenos tiempos para las democracias en Europa, en ese convulso período de Entreguerras, que terminaría con la implantación de un buen número de regímenes autoritarios en Europa, y con el terrible ascenso de Hitler al poder diez años después, así como con las expresiones totalitarias del estalinismo campando a sus anchas una vez reafirmado en el poder.

Mucho se ha escrito sobre la incidencia que la fórmula propuesta por Costa del cirujano de hierro como palanca de erradicación de un sistema político corrupto tuvo en la emergencia del golpe de 1923. Lo que sí resulta cierto es que el dictador se prevalió demagógica e interesadamente de algunas de las tesis del autor oscense, ya que vendió formalmente su directorio como una etapa de regeneración política e institucional en España, que luego los hechos desmintieron casi por completo, como ha puesto de relieve la historiografía más autorizada (González Calleja). Tal como expuso Shlomo Ben-Ami, Primo de Rivera fundo «una dictadura sincrética», que fue mucho más allá del «breve paréntesis» que motivó su pronunciamiento inicial, combinando «su propia tradición militar con el mito regeneracionista del ‘cirujano de hierro’ de Costa, y la ‘revolución desde arriba’ de Maura’», aderezado todo ello del desarme del sindicalismo anarquista y de lo que sería la génesis del Estado nacional-católico, que arraigaría con fuerza en el franquismo. Su reforma local, y por tanto su ensayo de limpiar de corrupción caciquil la Administración local, se quedó en papel de la Gaceta; a pesar de su confirmada política de asentar inspectores militares (delegados gubernativos) junto al poder local. Al final, con mayor o menor intensidad según territorios, se echó en manos de ese caciquismo que tanto le sirvió de mala excusa.

En efecto, frente al aparente empuje inicial de la dictadura primorriverista en torno a la regeneración del sistema y la erradicación del caciquismo, está plenamente comprobado que, cuando pretendió institucionalizar el régimen. Primo se apoyó una y otra vez en los mimbres del caciquismo territorial para articular tanto su partido (Unión Patriótica) como la presencia institucional en determinadas zonas del Estado, tal como ha documentado sobradamente González Calleja. Dicho de otro modo, no pocos caciques y también políticos liberales se pasaron a las filas del régimen autoritario. Bien es cierto que, dado el grado de descomposición del sistema político de la Restauración, había no pocas fuerzas políticas y sociales nada sospechosas de autoritarismo que no se opusieron frontalmente al golpe e, incluso, colaboraron en algunos momentos en su desarrollo institucional. 

En honor a la verdad cabe resaltar que las tesis de Joaquín Costa fueron mal explicadas por el autor y también mal interpretadas. Aunque las corrigió tras la encuesta o información pública de la que fue objeto su Memoria en el Ateneo (1901), cierto es que en su formulación inicial directa o veladamente aparecía la solución dictatorial de carácter excepcional y temporal como propuesta institucional para corregir los designios del país. En realidad, su propuesta iba encaminada a suprimir el régimen parlamentario (viciosamente desarrollado en España) por un régimen presidencial, lo que dio lugar a un rico (y posiblemente también mal planteado) debate constitucional con (entre otros) Antonio Royo Villanova y Gumersindo de Azcárate; donde se muestra tal vez la incomprensión del sentido y finalidad del principio de separación de poderes (nunca bien entendido entre nosotros) que existía entonces en España (y que se ha trasladado hasta nuestros días), también entre las personas más ilustradas. En todo caso, el pensamiento de Costa estaba muy alejado del totalitarismo, como pusieron de relieve Jacques Maurice y Carlos Serrano en una importante monografía. 

Lo cierto es que la Dictadura de Primo de Rivera se inició con la plena connivencia del rey y la excusa (pronto incumplida) de abrir un paréntesis regenerador para garantizar la continuidad de la Constitución de 1876 (que seguía formalmente vigente, aunque inaplicada); sin embargo desde sus comienzos se trufó de militarismo, autoritarismo y un enfoque iliberal (antipolítico) con destellos de fascismo, al menos en su concepción corporativa de la política que terminó impregnando toda la institucionalización (frustrada) del régimen, que pretendió perpetuarse a sí mismo. En todo caso, significó un banco de pruebas evidente del período dictatorial mucho más largo de la Historia de España como fue el régimen franquista, que transitó desde un totalitarismo excluyente a un autoritarismo enemigo radical de los postulados del liberalismo democrático. El año 1923, por tanto, como consecuencia de la fuerte descomposición del sistema constitucional de 1876, abrió la espita para que cuajara más adelante un período enormemente sombrío de nuestra historia política, también social y humana, que tras el paréntesis de la asimismo convulsa II República española, terminaría por hipotecar dramáticamente la vida de este país y de sus gentes por casi cuatro décadas del siglo XX. Asimismo, en 2023, de facto, se dio por enterrada materialmente la Constitución de 1931, cuya vida sería efímera tras el final de la Dictadura.

2023: la Constitución moribunda.

Lejos de la intención de quien esto escribe buscar paralelismos entre épocas y momentos tan distantes de nuestra realidad actual. Pero tal vez convendría no despreciar las lecciones del pasado. Es verdad que el contexto actual no es tan desfavorable en algunos de los elementos descritos y otros muchos han desparecido o se han relativizado; pero también lo es que hay perturbaciones externas e internas que pueden complejizar ese escenario de forma rápida. Aunque estar en la UE es una garantía y un valladar importante, que antes no existía. España estaba fuera de Europa, ahora está, al menos formalmente, dentro. Aun así, las expresiones políticas iliberales están echando raíces fuertes en no pocos sistemas políticos europeos, algunos próximos geográficamente. También por estos pagos y por todos los lados del espectro político. El populismo se halla presente en la práctica totalidad de nuestros partidos políticos, que están absolutamente embriagados por esa letal tendencia. La polarización ideológica actual no es la de antaño, ciertamente; pero el foso abierto entre bloques pretendidamente homogéneos (que no lo son) en términos políticos e ideológicos, da una falsa percepción de fractura radical que, a veces (por exceso) nos conduce a un guerracivilismo cainita, sin ningún sentido en estos momentos. También lo es que la cohesión del país es de una debilidad manifiesta en cuanto a su integridad territorial respecta; pero esto no es nada nuevo. Y la desigualdad, atenuada parcialmente por la impronta del Estado social, sigue estando muy presente; aunque con otros sesgos y rasgos.

No obstante, el tono central de preocupación –no para el común de los mortales, todo hay que advertirlo- radica en que el sistema político-constitucional de 1978 y sus propias instituciones se hallan en una situación de precariedad absoluta, incluso de deconstrucción (consciente o inconsciente, elijan ustedes). Los partidos políticos, en línea con lo realizado groseramente en el sistema político de la Restauración (clientelismo político descarado) o con lo que hicieron también los liberales en el trienio (como bien reconocía Galdós, existían tres atributos para medrar en la burocracia del trienio liberal: “Haber padecido durante el régimen absoluto, haber intervenido en la mudanza del 20 y estar afiliado a las sociedades secretas”), se han dedicado a colonizar con absoluto descaro y cinismo las Administraciones Públicas y las propias instituciones de control, cuya función existencial era establecer límites al ejercicio del poder, desactivando de facto el funcionamiento efectivo del sistema constitucional y transformándolo en mera coreografía, hoy en día una mera máscara de lo que realmente debió ser y nunca fue. El poder judicial, si bien en su zona alta, así como el propio Tribunal Constitucional, siguen siendo esclavos leales de los sucios manejos políticos que unos y otros llevan a cabo para garantizar su control y usarlos en su propio beneficio. La alta Administración vive un período de colonización intensiva partidaria que cada día se agudiza cada vez más, ahora con fuertes presiones para su desprofesionalización gradual o intensiva, según los casos.  

Duele decirlo, pero en este punto los paralelismos (a pesar de las enormes distancias) entre el degradado sistema político de la Restauración (que duró 47 años) y el también deteriorado sistema constitucional de 1978 (que cumplirá 45 de años de vigencia) son más que evidentes. Hay, tras las formas impecables de un aparente Estado Constitucional, una realidad tozuda que atraviesa nuestra historia política y constitucional. El caciquismo decimonónico se ha mudado sutilmente en clientelismo político de una voracidad sin par, y muchísimo más crecido en sus dimensiones, esta vez capitaneado por unos encastillados partidos que obtienen ya casi el desprecio absoluto de la ciudadanía. Pero nada les importa: ellos a lo suyo. Ese clientelismo se ha asentado con fuerza en los territorios autónomos, mal llamados baronías, y también de modo singular en aquellas comunidades autárquicas donde el Estado ha sido prácticamente borrado mediante un nuevo formato de clientelismo político territorial segmentado. No digamos nada en determinadas entidades locales, donde la cultura clientelar sigue siendo dominante. Además, para complicar el escenario, el empuje aparente del regeneracionismo antes analizado, dio pie a la consolidación, tras dos períodos dictatoriales, de un corporativismo granítico que fue también encontrando acomodo incómodo en esta España aparentemente constitucional. Cuando gobierna la izquierda, el clientelismo se convierte en espada y el corporativismo se emboza sindicalmente para beneficiar urbi et orbe a los insiders; cuando lo hace la derecha, el corporativismo empresarial/profesional/funcionarial emerge con fuerza y se conjuga con una fuerte presencia también de un clientelismo sin pudor ni medida. En ambos casos, con intensidad variable, ello tiene su epígono en la multiplicación de fenómenos de corrupción, que ya no tienen colores políticos exclusivos. 

En fin, pedir sosiego y moderación a esta particular clase política en este año electoral de principio a fin (año de excesos, de dispendios presupuestarios sinfín, de infinitas promesas que nunca se cumplirá o de polarización artificiosamente alimentada), es como demandar peras al olmo. Más nos vale optar por el estoicismo militante como medio de sortear tan largo año electoral preñado, como estará, de mensajes de mala política o de venta de humo a granel. Comenzamos el 2023 con el tramo final del primer Gobierno de coalición del régimen constitucional de 1978, y lo veremos finalizar con otro Gobierno de coalición multicolor o de los mismos u otros colores. Ningún partido está en situación de gobernar en solitario, al menos de momento. En política ya no se piensa en otra cosa que en clave electoral. Primero las municipales/autonómicas, luego las generales. Es el destino de 2023.

Lo que sí parece cierto es que, a día de hoy (1 de enero de 2023), la Constitución de 1978 está ya en el corredor de la muerte. La metieron en tal pasillo quienes decían ser sus mayores defensores (altas instituciones del Estado incluidas, así como sus partidos centrales), pervirtiendo sus esencias, degradando su contenido y abusando una y otra vez de un poder con los frenos rotos, forzando sus costuras o llevando a cabo el obstruccionismo más burdo y desleal. Nadie se la tomó en serio. Curiosos defensores de la Constitución que entre ellos solo pretenden liquidarse, literalmente hablando. Y en su batalla cruenta (de esas falanges de combate agrupadas en los bandos o bloques irreconciliables de «progresistas versus conservadores») llevarse por delante el sistema constitucional. De ser así, el adanismo constitucional retornará con fuerza. A sus enemigos, que no son pocos, se les ha ofrecido el trofeo de una Constitución inerte en bandeja de plata. Según avance este año, cuyo “23” final no augura nada bueno, iremos viendo cómo ese estado de descomposición que el sistema político institucional hoy en día rezuma, se va extendiendo. También su hedor. Las tensiones se harán insoportables. Y la antipolítica, como ya pasara antaño, no hará sino crecer, encontrando probablemente refugio en las innumerables fuerzas políticas antisistema, que emergen al calor de un edificio que amenaza ruina. Habrá que esperar a que no se repita la Historia, esta vez con fórmulas, copiadas o travestidas, de golpes posmodernos o de imperio de la posverdad que envuelve en el espacio digital las mayores mentiras. De todo se hablará probablemente conforme decline el año en un país siempre dado, por inclinación histórica, a la conspiración más chabacana. Aunque siempre se está a tiempo de cambiar el rumbo de la historia, si la voluntad lo quiere. Tal vez sea esto último lo que nos falte. Pero la voluntad para ser efectiva requiere saber hacia dónde ir, y mucho me temo que esa es una pregunta que nadie en la política actual (y tampoco en la ciudadanía) se ha hecho ni sabe responder cabalmente.

A pesar de todo ello, que tengan un buen año 2023, también para aquellos que, de momento, nos (mal) gobiernan o se (mal) oponen. Por el bien de todos, que no se repitan ni de lejos, tampoco en sus versiones posmodernas o de low cost, las pesadillas pasadas de los años 1823 y 1923. En manos de ellos está. También en las nuestras.

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