BUEN GOBIERNO

COMBATIR LA CORRUPCIÓN

 

(A propósito del libro con el mismo título del profesor Manuel Villoria Mendieta, editado por Gedisa, Barcelona, 2019, 139 pp.)

combatir la corrupcion

«Las imperfecciones de un gobierno pueden reducirse a dos apartados: 1º la conducta de sus agentes; 2º la naturaleza del sistema mismo, es decir, de las instituciones y de las leyes»

(Jeremy Bentham, Tratado de los sofismas políticos, Leviatan, Buenos Aires, 2012, pp. 183-184)

 

La corrupción es una lacra que en las últimas décadas se ha adosado al sistema político-institucional. En España es un serio problema, hasta el punto de que se ha convertido en una de las preocupaciones principales de la ciudadanía. Por eso, siempre es de agradecer cualquier reflexión, más aún si esta es solvente, sobre un azote que lleva bastante tiempo fustigando la vida política y el quehacer del sector público.

Como consecuencia de la preparación de una presentación en un Seminario sobre Integridad Institucional y conflictos de interés realizada recientemente en Tenerife (26 de abril de 20199 en el marco del interesante proyecto «Gobab«, liderado e impulsado entre otras instituciones por el Gobierno de Canarias, junto con una representación en ese acto de Senegal y Cabo Verde, llevé a cabo algunas relecturas y leí asimismo algunos materiales nuevos, entre ellos este libro que ahora se comenta. Publicada inicialmente una versión más breve en la pestaña de «Lecturas» de esta misma página Web, he considerado oportuno incluir este comentario en el Blog con algunos añadidos para que así pueda ser compartido con los suscriptores y estos (así como cualquier lector interesado) tengan acceso directo a su contenido.

Por consiguiente, esta breve reseña tiene por objeto el reciente libro del profesor Manuel Villoria editado en una colección académico-divulgativa que pretende difundir –entre otras cosas- estudios sobre temas relacionados con la política y la democracia a partir de ensayos breves encargados a determinadas personas de reconocido prestigio en el ámbito sobre el cual escriben. Sin duda, el profesor Villoria lo es, y el libro editado, en consecuencia, alcanza sobradamente las expectativas que el lector interesado pueda tener sobre una cuestión tan poliédrica y en ocasiones tan escurridiza como es la corrupción. Pues no resulta fácil ponerse de acuerdo sobre qué es y qué no es corrupción. Y, cuando menos, se ha de ser muy exigente con un problema que erosiona las bases del sistema democrático generando elevadas cotas de desconfianza ciudadana.

El autor inicia su exposición con una tesis que viene reiterando desde hace tiempo: “Una cosa es la percepción de la corrupción y otra su verdadera presencia”. El libro de inmediato centra su objeto: la corrupción en el ámbito público (no analiza, por tanto, la que procede del sector privado). Y delimita un concepto amplio y un tanto extenso de este fenómeno, definiendo acertadamente a la corrupción en el sector público del siguiente modo: Cualquier abuso de poder por parte de servidores públicos (políticos o funcionarios) cuando se realiza para beneficio privado extraposicional, sea éste directo o indirecto, presente o futuro, con incumplimiento de las normas legales o de las normas éticas que rigen el buen comportamiento de los agentes públicos, en definitiva cuando con su actuación ponen por delante su interés privado sobre el interés de la comunidad.

La oportuna referencia a la clasificación de Heidenheimer entre corrupción negra (la rechazada contundentemente por la sociedad), la gris (sobre la que existe cierta permisividad) y la blanca (actos no éticos o irregulares que están socializados en su práctica), sirve para comprender mejor la complejidad del fenómeno objeto de estudio.

Para saber determinar qué grado de corrupción existe, Villoria analiza el problema (con su rigor taxonómico habitual) tomando como guía cuatro formas de medir la corrupción:

a) Los métodos objetivos, de los que destacan las estadísticas judiciales (pero que solo nos muestran lo que está judicializado, que puede ser, como de hecho lo es, la punta del iceberg) o las respuestas sancionadoras, ambas con muchas limitaciones (más aún las segundas, pues el derecho disciplinario, por ejemplo, es una reliquia y está prácticamente inaplicado en lo que a conductas bagatela respecta, siendo poco operativo en el resto);

b) Los métodos basados en la percepción, cuyo valor es relativo puesto que “la percepción de corrupción tiende a incrementarse cuando la economía del país va mal”, aun así los datos demuestran unos estándares bajos de nuestros representantes políticos, lo que incrementa la desafección hacia lo público;

c) Las encuestas de victimización, que, a diferencia del método anterior, en España dan datos muy positivos, dado que la ciudadanía no ha sido testigo u objeto de casos de corrupción (pago de “astillas”, por ejemplo, para ser receptor de un servicio público);

d) Y la medición con Big data, que es un método relativamente nuevo puesto en marcha, por ejemplo, por el Fondo Monetario Internacional (News Flow Index of Corruption).

El libro se adentra luego en el análisis de las causas y consecuencias de la corrupción, aunque estas últimas proceden de aquéllas en una suerte de bucle del que no se sabe salir Y, entre ellas, analiza las culturales, estructurales e institucionales. Si las tres se unen, dan lugar a una corrupción sistémica o, si se me permite la expresión, a una tormenta perfecta.

Las causas culturales tienen bastante asentamiento en nuestra sociedad (amiguismo, clientelismo, nepotismo, etc.), sobre todo en las modalidades de corrupción de tonos grises o blancos, y están fuertemente asentadas en algunos entornos geográficos y localizadas en ciertas administraciones y, especialmente, en el sector público empresarial.

En las causas estructurales es importante resaltar la correlación existente entre desigualdad y corrupción, pero asimismo cabe analizar el impacto que el fenómeno de la corrupción tiene en ámbitos tales como la Administración Pública (sistema de nombramientos o designaciones), política de recursos humanos (prácticas “selectivas”) o contratación pública, por solo traer algunos casos a colación. Todo ello está directamente unido a la existencia o no de instituciones de calidad, que eviten la exclusión (sean inclusivas), así como que fomenten la eficacia e imparcialidad. Si las instituciones son de baja calidad, el camino que traza el profesor Villoria para mejorarlas se puede compartir perfectamente: “reformas institucionales modestas y persistentes”. El problema es cuando nada se reforma y la parálisis transformadora hace mella en el tejido institucional, como es nuestro caso. Cuando el clientelismo se transforma en una estrategia política (en esto España es un mal ejemplo) deriva fácilmente en asimetrías económicas, sociales y políticas muy profundas. La idea fuerza que maneja el autor debe asimismo compartirse: “Luchar contra el clientelismo es, en consecuencia, esencial para reducir los fundamentos estructurales de la corrupción”.

En lo que afecta a las causas institucionales el profesor Villoria Mendieta hace hincapié en una idea muy asentada, pero no por ello menos importante: “Las instituciones de buena gobernanza son la clave del desarrollo”. Y, en este punto, España pincha en hueso, pues –como señala el autor- “nuestras instituciones no están a la altura de lo requerido para poder estar satisfechos.  Y como no están a la altura tenemos graves problema de corrupción”. Cambiar las instituciones implica modificar los equilibrios de poder. Y en este punto nadie cede. Los pactos transversales no existen y sí la cintura política de hormigón.

El libro finaliza con una batería de propuestas. Una vez más el autor insiste, ya lo hizo en 2012, en la necesidad de construir un sistema nacional de integridad (algo muy complejo de llevar a cabo en un Estado altamente descentralizado como es España), pero cabe coincidir con Villoria en la necesidad objetiva de que haya voluntad política en el Ejecutivo (hasta hoy inexistente en los diferentes y sucesivos gobiernos) de prevenir y combatir la corrupción. Y para ello es, en efecto, imprescindible disponer, entre otras cosas, de un “sector público meritocrático, competente, objetivo e imparcial”. algo aún distante de lograr. Una tarea, entre tantas otras, que deberá afrontar el nuevo Gobierno, si es que no quiere hundir su credibilidad desde el momento de su constitución: la lucha por la integridad debe ser una bandera gubernamental, pero también transversal, en la política española. Sin política de integridad no se podrá reducir la corrupción.

Por lo demás, el sector público español, en su acepción más amplia, ha incidido únicamente, como expone Villoria, en un “modelo de control, cumplimiento y sanción” de la corrupción (lo que Longo y Albareda, denominaron “la ruta fácil”), mientras que el “modelo centrado en valores y cambio cultural” (la “ruta difícil”, según estos mismos autores) no ha tenido ningún arraigo entre nosotros hasta fechas recientes y en territorios (Euskadi, principalmente, tanto en el Gobierno Vasco en lo que afecta a altos cargos; o en la Diputación Foral de Gipuzkoa con su sistema de integridad institucional y su Norma Foral 4/2019, de Buen Gobierno; algo también en Aragón, con la Ley de Integridad y Ética Públicas; y en la Comunidad Valenciana, con la creación de la Agencia de Prevención y Lucha contra el Fraude y la Corrupción, así como con la aprobación de la Ley 22/2018, que crea SALER, sistema de alertas tempranas; pero en estos últimos casos con otro enfoque distinto al existente en el modelo vasco) o en instituciones muy concretas. La Administración General del Estado y las instituciones centrales siguen poniendo todos los huevos en la cesta sancionadora y no en la del modelo centrado en valores, que ignoran por completo.

El autor pone de relieve que la estrategia solo legal tiene muy pocos réditos en ese combate contra la corrupción, siendo oportuno buscar “un equilibrio de enfoques”. Por consiguiente, menos leyes y más códigos de conducta insertos en sistemas de integridad institucional, que reúnan valores, principios y normas de conducta y de actuación, y que, como lluvia fina, vayan calando sobre la cultura ética de las organizaciones públicas y las conductas y formas de actuar de todos los servidores públicos. En esto, como en tantas otras cosas, aquí apenas nos hemos enterado. Los democracias avanzadas y los países de nuestro entorno (Francia y Portugal, por ejemplo; tal como puse de relieve con varias buenas prácticas en el Seminario antes indicado) hace tiempo que caminan por esa senda. En España todo se sigue fiando a la (impotencia de la) Ley y al (mal) funcionamiento del régimen punitivo-sancionador. Pero cuando este llega, si es que lo hace, el daño institucional ya no tiene remedio: la institución está rota por las malas conductas o malas prácticas de quienes la regentan o en ella trabajan, la desconfianza se apodera de la ciudadanía y hunde inapreciablemente la confianza en las instituciones. Quebrar la confianza (esa institución invisible, de la que hablaba Pierre Rosanvallon), es muy fácil e incluso instantáneo; recuperarla es tarea hercúlea en la que se debe invertir mucho tiempo y recursos. Con el modelo que tenemos implantado (ex post), se condena o se sanciona lo que ya se ha producido, no se previene la corrupción ni las malas prácticas, todo lo más (ni siquiera eso) se disuade. En fin, hay mucho que hacer en esa construcción de sistemas de integridad institucional, algo en lo que hoy por hoy una política ciega, escéptica o cínica y hasta cierto punto ignorante, desprecia.

El libro del profesor Manuel Villoria es, sin duda, una importante ayuda en ese difícil, pero no imposible, tránsito. La clave para generar buenas instituciones –como concluye el autor- está en tener una “auténtica voluntad política” de transformar las cosas y crear las instituciones adecuadas. Y es en este punto dónde llegan las grandes dificultades. ¿Qué han hecho los sucesivos gobiernos y los diferentes grupos parlamentarios por construir de forma efectiva ese sistema de integridad institucional que mezcle y equilibre razonablemente los dos enfoques citados? Prácticamente nada, salvo algunas experiencias puntuales y siempre aisladas. Cuando no hay voluntad de pacto ni siquiera para cubrir la presidencia del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, una institución clave en la lucha por la transparencia (y, por tanto, contra la corrupción), dejándose transcurrir más de un año y medio para cubrir esa vacante sin que llo se produzca, la conclusión es obvia: esas conductas políticas tan dilatorias solo delatan que no está en la agenda disponer de mecanismos efectivos de checks and balances de control del poder. También esa actitud, hasta ahora no modificada, es una muestra evidente de que la sensibilidad efectiva hacia estas cuestiones por las distintas fuerzas políticas, sean o no gobernantes (que tanto da), es sencillamente inexistente. Y así, combatir la corrupción se hace aún más difícil, cuando no imposible. Nos tocará, por tanto, seguir conviviendo con  sus zarpazos durante algún tiempo, hasta que esa “voluntad política” (hoy desaparecida en ese combate) retorne a primera línea. Y se pueda combatir gradualmente. La futura constitución del nuevo Parlamento y también del nuevo Gobierno debieran ser el punto de inflexión de este poco edificante camino hasta ahora seguido. Mientas tanto, seguiremos esperando. Paciencia estoica.

¿SELECCIÓN O AUTOENGAÑO? (I) (*) (Doce tesis sobre el momento actual de “la selección” en el empleo público autonómico y local)

 

seleccion 2

 

1.- La trascendencia de la selección en el empleo público. El momento selectivo es, seguramente, uno de los puntos críticos de la gestión de personas en las Administraciones Públicas y en las entidades de su sector público. Si la organización se equivoca, no salvaguarda correctamente los principios de igualdad, mérito y capacidad, o diseña mal los procesos (tanto las pruebas como no selecciona correctamente a los tribunales o no garantiza su fiabilidad y validez), heredará para décadas (hasta la jubilación de ese personal) un grave problema: la incorporación de personas que no son las mejores y que, por consiguiente, arrastrarán tras de sí déficits notables de conocimientos, destrezas, aptitudes y actitudes (competencias). Y todo ello no es gratis, es una (mala) decisión con elevadísimos costes. Algunas de esas taras se podrán corregir con el paso del tiempo, pero otras muchas no. La hipoteca para la organización será pesada, tanto en lo que afecta a la inserción de personas inadecuadas como al peso presupuestario (gasto público ineficiente) que comporta tal medida. Por no hablar de la contaminación que supone incorporar funcionarios que no hagan bien su trabajo o que dispongan de nula o escasa versatilidad y polivalencia, pues tales personas pueden arrastrar, además, dosis innegables de toxicidad o de contagio al funcionamiento de esas estructuras administrativas en las que se inserten y sobrecargar (lo que suele ser más común de lo que se piensa) el trabajo de aquellos profesionales que ejercen bien sus funciones. Una mala decisión selectiva es, por tanto, una muestra evidente de mal gobierno y de despilfarro, así como de mala gestión. Se puede comparar en  sus efectos a las pésimas consecuencias de nombramientos clientelares o fruto del amiguismo o nepotismo en lo que afecta al ingreso al empleo público. En determinados contextos, puede llegar a ser una modalidad atípica de corrupción política, gestora o sindical. Los costes de todo ello son elevadísimos y los paga la ciudadanía. No cabe olvidar este último punto. Las Administraciones públicas autonómicas y locales no llegarán a ser profesionales ni eficientes sin una decida apuesta por la mejora continua de sus sistemas de selección y por la erradicación absoluta de prácticas clientelares o de fomento turbio de una estabilidad mal entendida.

2.- La selección forma parte integrante del núcleo de la política de recursos humanos de una organización pública. Las políticas de selección son una parte importante del sistema integral de gestión de recursos humanos. Dicho de otro modo: el reclutamiento y la selección (aunque son cosas distintas) no se pueden aislar del resto de elementos de ese sistema de gestión (valores, estructura organizativa, diseño de los puestos de trabajo, formación, carrera profesional, evaluación del desempeño, provisión de puestos de trabajo, sistema de incentivos y retribuciones, derechos y deberes, etc.). Si la puerta de entrada al empleo público profesional no funciona correctamente, que nadie se llame a engaño: nunca, absolutamente nunca, esa organización dispondrá de una función pública profesional a la altura de las exigencias y retos de cada momento. Una mala o deficiente selección de empleados públicos contamina la política de gestión de personas en las organizaciones públicas hasta convertirla en inoperante. Al no disponer de conocimiento interno, las Administraciones Públicas deberán recurrir a la externalización de funciones críticas (no deja de ser paradójico que se busque fuera el conocimiento técnico cualificado o especializado, cuando este es el que precisamente debería estar dentro de la organización) o, en su defecto, conduce a hacer de forma poco eficiente las cosas, con lo cual las políticas gubernamentales tardarán en ser efectivas, no se alcanzarán las metas o cuando se adopten será de forma deficiente. Y una vez más los platos rotos los pagará la ciudadanía.

3.- Las tres notas características de la función pública. Por consiguiente, no conviene olvidar una cuestión muy básica. La institución de función pública apareció en escena (siglos XIX y XX) para cerrar el paso a políticas de spoils system (en España, a su versión castiza de las “cesantías”) o de carácter clientelar, que configuraban la Administración Pública como botín del partido ganador de las elecciones, pues quien alcanzaba el poder repartía los empleos en la Administración entre sus fieles o seguidores. De ahí vienen las tres notas distintivas de esa institución de función pública: 1) Profesionalización: El acceso a la función pública se debe llevar siempre a cabo de acuerdo con el principio de igualdad, mérito y capacidad; esto es, deben entrar los candidatos mejores que así lo acrediten en procesos competitivos y de libre concurrencia (lo que nosotros llamamos “oposiciones”); 2) Estabilidad: a quienes así acceden se les garantiza un estatuto de inamovilidad o permanencia, con la finalidad de ponerlos al abrigo de las influencias y remociones políticas, siendo esta nota hoy en día un evidente privilegio de los empleados públicos en relación con el sector privado (configurado por relaciones de empleo de enorme volatilidad): y 3) Imparcialidad: esta tercera nota es consecuencia de las anteriores, puesto que solo los funcionarios que acceden acreditando profesionalidad a la Administración Pública y a los que se les dota de un estatuto de permanencia, pueden disponer de la necesaria imparcialidad frente al poder político de turno (como dicen los anglosajones, están en condiciones de decir “no” a los políticos que quieran adoptar medidas no convenientes al interés público). Sin la convergencia de estos tres elementos no se puede hablar de función pública profesional. Y si falla el primero, el último se desmorona. No basta con “estabilizar”, es imprescindible salvaguardar la profesionalización e imparcialidad de la función pública. Es un elemento existencial de la institución.

4.- El cierre temporal de la selección: las políticas de contención presupuestaria y la tasa de reposición de efectivos. La selección de empleados públicos ha estado cerrada (casi) herméticamente como consecuencia de la crisis fiscal y de las políticas de contención presupuestaria en los últimos años. De hecho, se puede afirmar que las leyes anuales de Presupuestos Generales del Estado han actuado como marco normativo regulador y claramente limitador del empleo público, desplazando a las Leyes que regulaban esta materia (TREBEP y leyes autonómicas de empleo público). Y ese marco presupuestario excepcional ha abusado hasta la saciedad de la noción de “tasa de reposición de efectivos”, un factor perturbador de las políticas de selección (y de renovación) de efectivos anudado teóricamente a la contención del gasto público, pero que en verdad jugaba (y juega) como un elemento altamente distorsionador del modelo de gestión racional y eficiente de recursos humanos en el sector público. La tasa de reposición apenas nada ahorra (es de efectos nulos en el ejercicio presupuestario sobre el que se proyecta), pues se despliega sobre otros ejercicios presupuestarios, no sobre el que se aprueba. Por tanto, no supone rebaja alguna del déficit público en el cómputo anual en el que se aprueba. La política de recursos humanos del sector público no se puede hacer solo, como se viene haciendo, con las leyes anuales de presupuestos. Es una mirada corta y pasa amplia factura.

5.- Sin una política (continua) de previsión de efectivos no se pueden cubrir cabalmente las vacantes del sector público. A todo ello se ha unido, como circunstancia agravante, una pésima política de previsión de efectivos y de cobertura de vacantes en las Administraciones Públicas. Los sistemas de gestión de vacantes suelen estar obsoletos y dan muestras evidentes de agotamiento. Por lo común, no son sistemas ágiles y continuos, sustituyendo su funcionamiento por un recurso generalizado a las excepciones (comisiones de servicio o interinidades) y no fomentando la regla (procedimientos ordinarios de provisión) que debiera ordenar una adecuada provisión de los puestos en el momento en que las plazas quedan vacantes. La agilidad en la cobertura de vacantes no existe. La maquinaria de gestión está hipotecada por un funcionamiento ineficiente y burocratizado hasta la extenuación. No hay unidades de gestión de recursos humanos en el sector público, son habitualmente centros gestores de anomalías. La planificación es un instrumento que apenas se practica.

6.- La Oferta de Empleo Público como instrumento del pasado. El proceso de selección en el empleo público sigue descansando, además, sobre un modelo “analógico”, lento hasta la exasperación y escasamente funcional. Las Ofertas de Empleo Público son instrumentos de otra época, que casan mal con el mundo digital y con la instantaneidad y transparencia. No aportan ningún valor añadido. Deben sustituirse por sistemas ágiles y flexibles de anuncio de vacantes de forma continua y de cobertura inmediata, siempre que se tengan disponibilidades presupuestarias. Las convocatorias anudadas a la Oferta no pueden prolongarse en su ejecución hasta tres años, como marca el TREBEP (artículo 71). Eso es una eternidad en estos momentos (piénsese cómo selecciona el sector privado) y alimenta más aún la interinidad (pues un puesto de trabajo, siempre que sea necesario, no puede estar vacante tan largo período de tiempo si la oferta tarda en ejecutarse). Hay que caminar a procesos selectivos muchos más cortos en su ejecución desde el anuncio de la vacante (tres meses o un máximo de seis). El sistema de gestión de selección de personal no puede estar dormido largos períodos de tiempo y despertarse abruptamente en momentos críticos donde se somete a la organización a un estrés de funcionamiento insostenible y con resultados muy discutibles. La selección y provisión deben ser herramientas de gestión utilizadas continuamente, no de modo instantáneo o cíclico.

7.- El efecto no deseado: la multiplicación de la temporalidad en las Administraciones Públicas y el acceso a la condición de interino. La situación descrita en los puntos anteriores ha conducido a una proliferación (en algunos casos auténtica epidemia) de multiplicación de la interinidad y temporalidad en el empleo público. El fenómeno alcanza magnitudes desproporcionadas en algunas Administraciones Públicas. Pero cabe preguntarse, en primer lugar, cómo se accede a tal condición de interino o de personal temporal. Lo más frecuente (al menos lo que dice la Ley) es que ese acceso se debe vehicular a través de procesos públicos ágiles y rápidos, pero en lo que se salvaguarden los principios de igualdad, mérito y capacidad. Lo habitual, sin embargo, es que tales procesos “selectivos” se enmarquen en un fenómeno singular (otra patología más del modelo de gestión de personas en el sector público): las bolsas de trabajo o de empleo, que nacen de convocatorias “ad hoc” o de restos de procesos selectivos realizados que promueven las diferentes Administraciones Públicas y de las que se nutren otras diferentes. La pregunta de los gestores de RRHH es recurrente: ¿te queda alguien en la bolsa? La entrada en una bolsa (a veces con criterios enormemente laxos, por ejemplo superar un simple test de preguntas con respuestas múltiples y sin penalización), se produce cuando los procesos son mínimamente rigurosos mediante la superación de unas pruebas selectivas de test, supuesto práctico y, en menos casos, de test psicotécnicos. En todo caso, esa superación da pie, más tarde o más temprano, al ingreso como personal interino. Y las bolsas se agotan, recurriendo, así, a restos, incluso incorporando personas que habían obtenido en esas pruebas calificaciones muy bajas. Y una vez alcanzada esa posición, se abren unas enormes expectativas de “aplantillarse” para toda la vida, alimentadas por un sindicalismo del sector público que protege descaradamente a sus clientes internos (interinos) frente al resto de la ciudadanía (con evidente desprecio de los principios constitucionales de acceso a la función pública y, en particular, al propio principio de igualdad). Así, la vocación de cualquier interino es sumar puntos con el paso del tiempo y alcanzar algún día la condición de funcionario de carrera (o empleado público laboral fijo): esto es, “atravesar el Jordán (concurso-oposición) y besar la tierra prometida” (Alejandro Nieto). Se puede afirmar que en buena parte del sector público español se ha construido una suerte de “coalición interna” formada por un débil empleador público (“desprofesionalizado” y con valores de lo público bastardeados), junto con un voraz y siempre insatisfecho sindicalismo del sector público  y a la que se añaden las expectativas organizadas de estabilización del personal temporal (en algunos casos a través de “plataformas de interinos”), que cierra a cal y canto la puerta de entrada a “externos” (esto es, al resto de la ciudadanía) reduciendo sus derechos constitucionales hasta transformarlos en mera utopía. Tales actores convergen, así, en una suerte de juego perverso y manipulador que se concreta en un estudiado diseño de “las pruebas selectivas”, ablandando al máximo los criterios selectivos de la fase de oposición (para que todos o la mayoría la superen) y luego “ordenar la entrada” (que no seleccionar) a los que ya están dentro. Hay muchos ejemplos que escandalizarían a cualquier observador objetivo. Pero no se difunden. En la era de la transparencia, también hay trucos.

(*) El presente trabajo, dada su extensión se difundirá en dos entradas diferenciadas. El contenido de esta primera entrada, con algunas variaciones puntuales (por ejmeplo, en el subtítulo y en algunos contenidos), coincide con un artículo que ha sido editado en euskera por la Revista Administrazioa euskaraz, número 103, editada por el Instituto Vasco de Administración Pública.

CINCO AÑOS DE TRANSPARENCIA

 

 

TRANSPARENCY

 

“La verdad está ahí si estamos dispuestos a buscarla, aunque está lejos de ser pura y simple”

(Julian Baggini, Breve historia de la verdad, Ático de Libros, 2018, p. 88)

A primeros de diciembre se cumplirán cinco años desde la publicación en el BOE de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno (LTAIBG). Y, tal vez, puede ser un buen momento para llevar a cabo un primer, aunque escueto, balance.

Ciertamente, la LTAIBG tenía una entrada en vigor escalonada y una aplicabilidad diferida en algunas de sus previsiones y en relación con determinados niveles de gobierno. Pero eso ahora no importa. Lo que con ello se pretendía era preparar el terreno para que las Administraciones Públicas y entes del sector público pudieran pasar de un sistema articulado en torno a la opacidad a otro que tuviera como premisa la luz y sinceridad, pues no otra cosa es la transparencia, tal como la definiera en su día Jankélévitch. El poder tiende a esconder el motivo de sus decisiones, está en la naturaleza de las cosas.

La LTAIBG despertó expectativas sobredimensionadas. España fue de los últimos países de Europa en sumarse a la aprobación de un marco normativo de la transparencia, y las voces políticas del momento vendieron el producto como una suerte de pócima mágica para la regeneración democrática. La corrupción azotaba y sigue pegando, algo que no es buen síntoma sobre el pretendido vigor de la tan ansiada trasparencia. Y no parece haber decrecido precisamente en estos últimos cinco años. Sin embargo, los países en los que la transparencia está asentada en la vida pública, tienen siempre índices de baja corrupción. De la transparencia se esperaba demasiado. Pronto, sin embargo, nos daríamos cuenta de que el poder no es amigo de autolimitarse y que la batalla, que algunos pretendían expeditiva, sería larga, muy larga. Se puede decir incluso que, hoy en día, cinco años después, está en sus comienzos. Mal que a algunos les pese. Ya lo dije en su día, si la transparencia se configura como una moda pasajera fracasará estrepitosamente (Cómo prevenir la corrupción. Integridad y Transparencia, Catarata/IVAP, 2017).

La LTAIBG dio paso a la multiplicación de cuadros normativos autonómicos, forales y locales que hicieron de la transparencia un eje político de actuación, incrementando obligaciones de publicidad activa y redefiniendo algunas pautas del régimen jurídico del derecho de acceso, en parte desmentidas por la STC 104/2018 en lo que a silencio positivo respecta. Probablemente, cinco años después, haya que reformar la Ley (ámbito de aplicación, mejora de algunos aspectos e introducción de un régimen sancionador, aunque soy muy escéptico sobre este último punto), pero estas cuestiones no se tratan en esta entrada.

Un balance de esos cinco años de transparencia, en apretada síntesis, nos darían el siguiente panorama:

Publicidad activa

En la primera etapa o infancia de la transparencia, la publicidad activa ha sido la política dominante. Manifestada por lo común en la construcción de portales de transparencia y en la venta política de que, a través de esta vía, los diferentes niveles de gobierno apostaban por su implantación, esa dimensión de la transparencia se fue asentando. Ser proactivos era regla y, por tanto, obligación legal para las Administraciones Públicas. Se emplearon recursos importantes y sus resultados han sido muy desiguales. Hay Portales de Transparencia que apenas se visitan, mientras que otros son más consultados. Ninguno en exceso. Unos son más accesibles y otros no ponen las cosas tan fáciles. La multiplicación cuantitativa de información pública no representa, en ningún caso, una mayor transparencia, como tempranamente denunció Byung-Chul Han (La sociedad de la transparencia, Herder, 2013).

Pero el problema fundamental de la transparencia-publicidad activa es que se encarga cumplir las obligaciones de transparencia a quien, paradójicamente, debe ser objeto de escrutinio público por su mejor o peor cumplimiento en función de lo que allí se difunda. La tendencia natural a esconder los trapos sucios o disfrazar los contenidos poco amables pesará siempre más que una pretendida voluntad política, ayuna de sinceridad, de ser transparentes. Mientras no exista un órgano de garantía externo que supervise y pueda obligar al exacto cumplimiento de tales mandatos legales, poco o nada se avanzará en este terreno. Alguna experiencia puntual existe, pero no deja de ser excepción. Hanna Arendt, en su conocido opúsculo Verdad y Política, escrito en el período de Entreguerras, ya puso de relieve la necesidad de que en un gobierno constitucional la política requiere de contrapesos y, por tanto, “de la existencia de hombres e instituciones sobre los cuales no ejerza su influencia” (Entre el pasado y futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Península, 2016, p. 398).

Derecho de acceso a la información pública

Lo que se ha venido llamando como el derecho al saber ha tenido una implantación mucho más accidentada en nuestro panorama público. En verdad, ese derecho persigue, como su propio enunciado indica, garantizar que la ciudadanía pueda acceder a la información pública. Pero al igual que en el caso de la publicidad activa, ese acceso a la información es instrumental, pues la finalidad de todo ello no es solo “saber”, sino principalmente crear opinión y, en última instancia, escrutar o controlar al poder o a la Administración Pública.

A partir de esos presupuestos conceptuales cabe compartir la tesis (enunciada por parte de la doctrina, manifestada por algunos Consejos de Transparencia y avalada inicialmente por algunas sentencias judiciales) que el derecho a la información pública tiene un parentesco innegable con el derecho a recibir información veraz (artículo 20.1 d) CE) y podría haberse alojado perfectamente en él, algo que no hizo el legislador al considerarlo mero desarrollo del artículo 105 c) CE (derecho de acceso a los archivos y registros administrativos), cuyos contornos son mucho más limitados, su conexión relativa y sus garantías menores.

Pero, realmente, si comprendemos correctamente el alcance de ese derecho, cuya finalidad última es ejercer un control democrático del poder, no cabría dudar tampoco que el derecho de acceso a la información pública se conecta en sus aspectos finalistas con el derecho de participación ciudadana en los asuntos públicos (artículo 23 CE), en este caso mediante el ejercicio directo de un derecho a solicitar información con el objetivo último de someter a control una determinada actuación política o administrativa. La dimensión participativa en este punto es innegable, más en un contexto de Gobernanza o de Gobierno Abierto.

Estos anclajes del derecho de acceso a la información pública son suficientemente sólidos para que en ese inevitable cruce entre el derecho de acceso a la información pública y otros derechos fundamentales se pondere en su justa medida cuáles son los aspectos finalistas de tal derecho y se reconozca en determinados casos (cuando el interés público de la información sea dominante) su prioridad aplicativa. Por ejemplo, es de indudable interés –como recuerda Javier Cuenca en su reciente libro Transparencia y Función Pública, CEMICAL, 2018- el Considerando 154 del Reglamento General de Protección de Datos, que reconoce expresamente la necesidad de conciliar el derecho a la protección de datos personales con el derecho de acceso a la documentación, pues este –como se reconoce expresamente- “puede tener interés público” y, por consiguiente, requerirá exigir en determinadas circunstancias el sacrificio de aquél (protección de datos personales). Que lo reconozca el propio RGPD ya es indicativo.

Este enfoque es perfectamente coherente, además, con la inserción del derecho de acceso a la información pública en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, así como, desde otro ángulo, con la reiterada jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que aloja al derecho de acceso a la información pública dentro del artículo 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos. No cabe olvidar, a tal efecto, que los derechos que la Constitución reconoce se deben interpretar de conformidad con lo establecido en los Tratados Internacionales suscritos por España (artículo 10.2 CE). No obstante, nada de esto se proyectó sobre la LTAIBG ni parece reflejarse en el actual proyecto de ley orgánica de protección de datos personales y de garantía de los derechos digitales (LOPDGDD), cuya redacción ha estado muy condicionada por las tesis de la Agencia Española de Protección de Datos. Queda, por tanto, mucho camino por recorrer y este lo deberán allanar finalmente primero los órganos de garantía y después los propios tribunales de justicia.

En un orden de cosas más práctico, el derecho de acceso a la información pública está siendo aún modestamente ejercido por la ciudadanía, pudiéndose afirmar que es un perfecto desconocido entre amplias capas de la población. Eso se manifiesta en su escaso uso. Hay todavía cierta confusión sobre las condiciones de su ejercicio. Pero, a pesar de esa tibieza en su activación, lo más descorazonador es que las Administraciones Públicas se resisten tenazmente a dotar del vigor necesario al ejercicio de tal derecho. En primer lugar, no adoptan por lo común una posición proactiva de estímulo de su ejercicio a través de campañas de difusión o de facilitación de su uso. En segundo lugar, tampoco ponen especiales facilidades aplicativas para que se pueda ejercitar. Y, en fin, no son pocas las ocasiones en las que se utilizan injustificadamente las causas de inadmisión, así como los límites tanto derivados de la protección de datos personales como de los aspectos sustantivos o materiales, para rechazar el acceso a la información pública.

Todavía no ha calado la cultura de que la información pública se debe entregar siempre, salvo supuestos excepcionales previstos en la norma y debidamente motivados. La maquinaria burocrática y procedimental sigue siendo lenta y pesada, carece de agilidad. Cuesta trabajo, asimismo, reconocer que, salvo en los supuestos tasados de datos de carácter especial (artículo 9 RGPD), que tienen un régimen específico (ahora modificado por la futura LOPDGDD), siempre que haya un interés público prevalente de la información pública solicitada, el derecho de acceso debe materializarse a pesar de los datos personales. No cabe duda de que esto debe ser así cuando la información es presupuesto no solo de saber con la finalidad de que el ciudadano se cree opinión, sino además para garantizar el derecho que asiste a todas las personas de controlar la actividad pública y, por tanto, escrutar a sus gobernantes o funcionarios mediante el derecho de participación política en los asuntos públicos, un presupuesto del Estado Democrático en un contexto de Gobernanza Pública.

Bien es cierto que este derecho de acceso a la información pública va adquiriendo cada vez más vigor gracias a la actividad de los órganos de garantía (consejos de transparencia y asimilados), así como de las sentencias de la jurisdicción contencioso-administrativa que, por lo común, están reforzando el contenido y alcance de tal derecho. También algunas opiniones doctrinales abundan en esta línea. Pero aún queda una larga batalla, pues las Administraciones Públicas y sus entidades del sector público se resisten en muchos casos (pues siempre, cabe presumir, hay algo que ocultar) a garantizar la efectividad de tal derecho, recurriendo a los tribunales de justicia para que el tiempo judicial y el tiempo de control no coincidan, haciendo así, o pretendiendo hacerlo, “olvidar” a la ciudadanía la inmediatez de un problema. Por tanto, un duro y prolongado camino aún por transitar.

Órganos de garantía

Esta cuestión la traté en su día y poco más tengo que añadir a lo allí expuesto (“Instituciones de control de la transparencia”, El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, núm. 68, abril, 2017). Tal vez, frente a una configuración tan variopinta y desordenada de órganos de garantía de la transparencia, convenga ahora poner de relieve dos cuestiones.

La primera es que por lo común la calidad de la institución y su propio rendimiento mejora en aquellos casos en que la autoridad de control tiene salvaguardado un estatuto de independencia (en el procedimiento de nombramiento, blindaje en su cese, así como en la dotación de medios) y los partidos políticos (o grupos parlamentarios) no intervienen en el “reparto” de poltronas (lo que aconseja que los órganos dispongan solo de una presidencia o dirección unipersonal y no se diseñen de forma colegiada, pues en estos supuestos la tentación del reparto contamina la independencia del órgano o institución).

La segunda es que resulta muy importante la elección de la persona en la que recaiga el ejercicio de esas responsabilidades. No es baladí, por ejemplo, que en estos momentos las mejores resoluciones en los procesos de reclamaciones (por su alta calidad técnica y su enfoque avanzado) provengan precisamente del Consejo de Trasparencia y Protección de Datos de Andalucía, aunque en otros órganos de garantía (incluido el CTBG o la GAIP, entre otros) también se dicten algunas resoluciones de notable interés. Ello se debe a que, como dijo Emerson, “una institución es la sombra alargada de un hombre”. Si se acierta en el nombramiento de la persona, como fue el caso de la institución andaluza, la institución funcionará; en su defecto languidecerá o tendrá una vida menos intensa.

La transparencia no es predicar, sino practicar. No vale con discursos enfáticos de buen gobierno o de transparencia. Es una batalla permanente y las exigencias deben ir creciendo con el paso del tiempo. Como decía al inicio de esta entrada, el poder se lleva mal con la transparencia y alcanzar la efectividad de esta requiere una internalización por parte de los gobernantes y de los funcionarios de este principio, una apuesta por una política tenaz y continua de transparencia, así como un cambio de cultura organizativa que inserte tal principio en su quehacer cotidiano. Aunque no cabe llamarse a engaño y pecar de ingenuos, pues como expuso magistralmente el filósofo Alain: “Hay que repetir que todos los abusos son secretos y viven del secreto”. Y, guste más o guste menos, el poder convive y convivirá con el secreto, pues es algo que es inherente a su condición. Nos tendremos que conformar –lo que no es poco, viniendo de donde venimos- con poner determinados límites y hacer más efectivos los controles a ese poder, para que el secreto mengue y la arbitrariedad se reduzca. .

Lo que debe evitarse es una apuesta por la transparencia cosmética o de escaparate. Así sorprende sobremanera que, cuando se cumple exactamente un año desde el fallecimiento de Esther Arizmendi (19-XI-2017), la primera Directora del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, los dos Gobiernos que se han sucedido en este período, así como los grupos políticos de la oposición, hayan sido absolutamente incapaces de consensuar el nombre de la persona que debe dirigir esa institución y liderar el proceso de implantación efectiva de la transparencia en su ámbito de actuación. La sospecha que sobrevuela ante esa dejadez o abandono institucional no es otra que interrogarse si para una política de corto vuelo resulta más adecuado que las instituciones de control no funcionen. Y lo más efectivo para tales espurios fines es dejarlas sin cabeza o, en su defecto, nombrar títeres que no molesten (práctica a la que la política nos tiene muy acostumbrados). Pero eso dice muy poco de aquella voluntad de “regeneración política” que impulsó la aprobación de la LTAIBG hace ya cinco años. ¿Fue todo aquello mentira?. Y si no es así, ¿a qué se debe entonces tanto aplazamiento?

ESPAÑA, UN LEVIATÁN QUE AGONIZA (A propósito del libro de C. Dahlström y V. Lapuente, Organizando el Leviatán. Por qué el equilibrio entre políticos y burócratas mejora los Gobiernos, Deusto, 2018)

ORGANIZANDO LEVIATAN

 

“Las democracias que operan con una administración politizada rinden poco, mientras que las que trabajan con una administración basada en méritos disfrutan de altos niveles de calidad del gobierno. En pocas palabras, los regímenes gobernados por políticos que rinden cuentas ante sus ciudadanos requieren de burócratas que no rindan cuentas ante sus jefes políticos” (Dahlström-Lapuente, p. 254)

 

Siempre he tenido la intuición de que la altísima penetración política padecida por las estructuras burocráticas en nuestras Administraciones Públicas no solo representaba una colonización del espacio profesional por diletantes, sino que generaba altas patologías tales como servir  de caldo de cultivo a la corrupción, provocar poca eficacia derivado de la alta rotación y baja cualificación de los directivos políticos o de una función pública sin medición del rendimiento, así como introducir la retórica en las necesarias reformas del sector público hasta situarlas en vía muerta por las cesiones y concesiones que un empleador débil, como es el político, siempre hace a los actores en liza.

También siempre he pensado, de nuevo intuitivamente, que designar discrecionalmente por la política altos funcionarios para puestos de responsabilidad política o directiva en las estructuras de la alta Administración o de la función pública no era en sí mismo un remedio, sino que destruía las carreras profesionales de los funcionarios, encadenándolas al ciclo político y estimulaba su “vocación política” como único medio ascender en el ejercicio de responsabilidades públicas.

Así, en las más de tres décadas que llevo ocupándome circunstancialmente de estas cuestiones, siempre he manifestado que la politización de la Administración (mal endémico en España) y la funcionarización de la política (también muy presente entre nosotros, al menos en el Gobierno y Administración centrales, aunque menos que en otros países, como es Francia), eran dos grandes patologías en el modo y manera de vertebrar la Administración Pública y las siempre complejas relaciones (pues no se olvide que son relaciones de poder) entre políticos y altos funcionarios. Este esquema conceptual, sumariamente descrito, es el que me ha llevado a defender desde el principio la implantación en nuestro sector público de la Dirección Pública Profesional. Con los resultados por todos conocidos: nadie se da por enterado. [Sobre este tema: alta-direccion-publica]

El país, en todos sus niveles de gobierno, sigue mareando la perdiz. La corrupción ha echado raíces sólidas, la ineficiencia del sector público comienza a ser clamorosa y los procesos de innovación y reforma, por mucho que diagnostiquemos una y otra vez los males que nos aquejan, se bloquean antes de iniciar su andadura. En nuestro caso, Leviatán está enfermo de gravedad. Las instituciones fallan estrepitosamente y, por lo que ahora interesa, nuestras máquinas administrativas (las organizaciones públicas) funcionan o mal funcionan con infinitas taras y nadie pone remedio a ello. La política se muestra fragmentada, sectaria e impotente. Vive del corto plazo, alimentada por un periodismo cada vez más desinformado, de trinchera y en muchos momentos cainita, cuando no carroñero. Estamos inmersos en un círculo diabólico del que nadie sabe cómo salir. Pero para buscar la salida nada mejor que mirar fuera. Siempre al norte. A aquellas democracias avanzadas que funcionan. Y aprender algo de ellas, para poder trasladar, siempre con las adaptaciones que requiera nuestro particular contexto, alguna de las soluciones allí adoptadas. Nada de esto es fácil, pero menos lo es no hacer nada.

Para este viaje nada mejor que ir bien pertrechado. El libro de Carl Dahlstrõm y Víctor Lapuente, aparecido recientemente en el mercado editorial en lengua castellana, es la mejor guía que políticos, burócratas y ciudadanos en general pueden buscar para darse cuenta fielmente de una evidencia (que algunos solo la habíamos sabido formular de forma intuitiva) y comprobar por qué funcionan tan mal nuestras administraciones públicas. Más importante aún es detectar cómo ese mal funcionamiento tiene un inevitable contagio sobre la baja calidad de nuestros gobiernos y también ello explica la mala política que nos anega. A nuestros responsables públicos se les llena la boca a la hora de hablar de Buen Gobierno y si nos miramos en el espejo salimos, sin embargo, siempre desdibujados. La calidad del Gobierno depende también de una buena administración, como ya Hamilton expuso hace más de dos siglos.

El libro citado aporta la suficiente base empírica como para avalar sus interesantes tesis. Dicho de otra manera: transforma en evidencias lo que antes eran meras intuiciones. El eje de su razonamiento pivota sobre un trazado argumental sencillo, pero tremendamente convincente. Su razonamiento arranca de la necesidad de situar a los sistemas burocráticos como uno de los ejes centrales que miden la calidad del Gobierno.

La tesis central de este sugerente libro es muy sencilla de formular (y aparece reflejada en varios momentos a lo largo de sus páginas): los países que tienen un sistema de carreras separadas entre la política y la burocracia (por ejemplo, los nórdicos, Reino Unido o Irlanda, entre otros) disponen de bajos índices de corrupción, tienen burocracias más eficientes y reforman e innovan de forma continua, adaptando sus estructuras a las exigencias de cada momento. Por contra, los países que tienen un sistema de carreras integradas, en los que política y burocracia se entrecruzan o diluyen y donde los incentivos de unos y otros se transforman en algo espurio, generan organizaciones públicas con mayor potencial de corrupción, con niveles de eficacia mucho menores e incapaces de llevar a cabo reformas estructurales necesarias para adaptar las organizaciones públicas a los nuevos retos. Ni que decir tiene que entre estos países se encuentran todos los del sur de Europa, aunque con intensidad variable (Portugal, por ejemplo está impulsando algunas reformas que han atenuado esa integración de carreras). España es uno de los ejemplos más evidentes de este segundo modelo. Y los autores lo resaltan en varios pasajes de la obra. La comparación con el singular modelo sueco no resiste ni un minuto. Tampoco con aquellos otros países que apostaron por sistemas separados de carreras entre la política y la función pública.

Como bien analizan los profesores Dahlström y Lapuente,  los procesos de construcción histórica de las administraciones públicas,  o si se prefiere el legado institucional, son tremendamente importantes en esa evolución. Ello explica en buena medida la incapacidad e impotencia que determinados países, entre ellos el nuestro, tienen para adaptar y flexibilizar sus estructuras administrativas. En nuestro caso, el fenómeno de la funcionarización de la política existe, pero muy localizada en las instituciones centrales y en la alta Administración del Estado. En los gobiernos autonómicos y locales es mucho menos evidente. Pero lo que sí tenemos es una altísima penetración de la politización en las estructuras directivas y de la alta función pública, lo que provoca una colonización política y una desprofesionalización de tales espacios nucleares del funcionamiento de las organizaciones públicas, así como tiene como secuela la inevitable perversión de los incentivos profesionales, pues en buena medida nuestros altos funcionarios se deben dedicar, si no quieren arruinar sus expectativas de carrera profesional (muy atada en sus niveles altos a la política) a satisfacer las pretensiones del Gobierno, “mirar hacia otro lado” o, en fin, no generar demasiado ruido u oposición a quienes gobiernan en cada momento. En caso contrario, estás condenado a un puesto funcionarial de mera ejecución de lo que los directivos circunstanciales manden. La burocracia se achata, encoge su creatividad e iniciativa y se ahoga la innovación. Todo pasa por el molino de la decisión política.

Una de las tesis más interesantes de este trabajo es, sin duda, la de que disponer de sistemas burocráticos cerrados con acceso por mérito no es suficiente para garantizar la calidad de los Gobiernos, puesto que si no vienen acompañados de sistemas separados de carreras entre la política y la burocracia la contaminación entre ambos actores puede derivar fácilmente en la aparición de prácticas corruptas, en la ineficiencia o en el bloqueo de las reformas.

Otra idea-fuerza que atraviesa el libro es que en un sistema de carreras separadas la política y la burocracia articulan un sistema de pesos y contrapesos (una suerte de checks and balances) con importantes efectos de equilibrio y de freno de la politización o del corporativismo, respectivamente. En 2016 publiqué un libro sobre Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones (Marcial Pons/IVAP, 2016). Allí, en el Epílogo (titulado “España, ¿Un país sin frenos?»), puse de relieve el pesado legado del sistema burocrático y los déficits que el funcionamiento de la España constitucional tenía como consecuencia de una construcción deficiente de una Administración impersonal y profesionalizada, por la fuerte impronta de la politización. Si hubiera tenido la oportunidad de leer el libro que hoy comento el discurso se hubiese enriquecido notablemente, pues aporta mucha luz sobre ese complejo proceso.

Pero nuestro problema realmente no es solo que la calidad de los Gobiernos y las máquinas administrativas estén averiadas por ese perverso “sistema de carreras integradas” entre la política y la burocracia, lo que debilita a esta última y tampoco fortalece a la primera. Es más serio. Esa politización extensa e intensa, así como esos incentivos perversos para la política y la burocracia, se trasladan sin excepción (como una auténtica metástasis) al resto de las instituciones políticas y entidades del sector público, ya sean órganos constitucionales, estatutarios, organismos reguladores o de supervisión, autoridades (in)dependientes o entidades del sector público. Quien quiera entrar en ese reparto, sea político o funcionario, sabe perfectamente lo que tiene que hacer: lealtad inquebrantable al partido que lo promueva, nada de ruido y a seguir a pies juntillas lo que le digan o susurren al oído, según los casos.

Nuestro Leviatán está gravemente enfermo, agoniza. También lo están «los pequeños leviatanes» que se han querido reproducir en escala menor en los distintos niveles de gobierno territoriales. Las máquinas no funcionan y algunas de las claves están en lo que Dahlström y Lapuente enuncian con trazo fuerte. Solo cabe recomendar a políticos, periodistas, altos directivos públicos, académicos y funcionarios, la estimulante lectura del libro Organizando el Leviatán. No les dejará indiferentes. Aprenderán mucho. España sale muy mal en la foto. Pero no hay nada que no se pueda transformar, tampoco ese Leviatán, que hoy por hoy parece irreformable y está a punto de entrar en coma. Todo es cuestión de saber y querer. También de liderazgo y estrategia. Y ahí nuestros problemas se multiplican. En fin, un excelente libro que mezcla inteligentemente el ensayo académico riguroso con la divulgación necesaria para que llegue a quien debe llegar. Solo cabe felicitar a los autores y que su mensaje cale.

SEIS CONSEJOS PARA IMPLANTAR UN SISTEMA DE ALTA DIRECCIÓN PÚBLICA PROFESIONAL [1]

 

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Un testimonio personal: Comencé con este tema hace 25 años al publicar un artículo en la RVAP número 32 sobre “Política y Administración: los puestos de designación política en las Administraciones Públicas”. Los años, las décadas, han ido trascurriendo. Y nada realmente se ha hecho en este campo, solo reformas cosméticas y leyes vacías. Cuando reviso este texto, 21 de abril de 2018, esta percepción me pesa especialmente. Nada conseguiremos efectivamente mientras el problema de la alta dirección pública profesional sea en España un discurso académico o de altos funcionarios, como lo ha sido hasta ahora. Si no lo compra o lo impulsa la (buena) política no hay nada que hacer. Corremos el serio riesgo de pasar otros 25 años siendo el país de Europa occidental con más penetración de la política en las estructuras directivas de sus instituciones públicas. En algo “somos líderes” y ni siquiera nos sonrojamos.

 

Los intentos de profesionalización de la dirección pública profesional proyectados sobre la alta función pública han sido hasta ahora en España, como hemos visto, una suerte de farsa normativa o coreografía vacua. Apariencias. Pura cosmética o reformas retóricas que realmente no cambian apenas nada porque no van a la raíz del problema, entre otras cosas porque no interesa.

El diagnóstico de los problemas y sus posibles causas, así como de la situación actual, ya ha sido realizado de forma detenida en este extenso trabajo. También comienzan a plantearse algunas propuestas de iniciativas normativas que deben ser dignas de estudio y valoración, como es el caso del documento aún en fase de discusión interna elaborado por altos funcionarios del Estado y titulado Proposición/Anteproyecto de Ley de Régimen Jurídico del personal directivo de la Administración General del Estado y del Sector Público Institucional estatal. Muy recientemente se ha publicado asimismo por el Círculo de Empresarios (2018) un trabajo coordinado por Víctor Lapuente que lleva por título La Calidad de las instituciones en España. En el último apartado de ese trabajo (“Conclusiones: un manifiesto gradualista”) se vuelve a insistir en la necesidad de construir una Dirección Pública Profesional en España para atenuar un déficit institucional evidente, que ha quedado puesto de relieve de forma diáfana en este sombrío diagnóstico que he hecho en las páginas precedentes. Pues bien, allí se dice lo siguiente:

«Ha llegado el momento de introducir una función directiva profesional que sea impermeable tanto a prácticas de politización como a las prácticas de burocratización y captura por parte de algunos cuerpos de la administración del Estado. La existencia de directivos profesionales, como los que dirigen las administraciones de los países líderes en calidad de gobierno, garantizaría una mejora en la gestión pública evitando los dos excesos paralelos que han sufrido nuestras administraciones: la politización y la burocratización.»

Se comparta o no el diagnóstico del problema, donde hay buena parte de verdad tal como se ha expuesto anteriormente, las soluciones institucionales para implantar la dirección pública profesional en España deben partir de una adaptación adecuada y pragmática de respuestas ejercidas en otros países, pero teniendo en cuenta el complejo y plural marco político-institucional, también burocrático, en el que se pretenden implantar.

Pues bien, por si llegara el día de que el problema entrara realmente en la agenda de algún nivel de gobierno o de los partidos políticos y se tuviera la firme voluntad de emprender esa ruta de profesionalización de la alta dirección pública en las Administraciones Públicas y en su sector público institucional, me permito la licencia (tras más de dos décadas de análisis de este problema) de exponer seis pasos o consejos que tal vez puedan ayudar  a quienes emprendan esa compleja y difícil ruta. Solo una advertencia previa: si van a hacer lo que ya han hecho la Administración General del Estado o algunas Comunidades Autónomas, cambios cosméticos o aparentes, mejor no quemen la institución de la Alta Dirección Pública Profesional. En ese caso, no emprendan nada. Sigan como están. Dejen que todo se pudra, pues tal vez así con esa desidia e indolencia algún día provocarán una reacción fuerte que haga renacer de las cenizas una institución (la Alta dirección pública profesional) que a día de hoy nadie se ha tomado mínimamente en serio en prácticamente ninguno de los niveles de gobierno.

Si usted es un técnico-directivo, asesor gubernamental, responsable político o pretende serlo y quiere en verdad que sus instituciones mejoren y los resultados de la gestión sean buenos, repercutiendo en una buena política que preste asimismo un buen servicio a la ciudadanía en términos de eficiencia, tal vez le puedan ser útiles estos seis “simples pasos o consejos” (al menos en su enunciado) que a continuación detallo para implantar de una vez por todas en sus organizaciones públicas una dirección profesional. Y dejarnos así para siempre de “marear la perdiz”, pues solo hay que hacer eso (que no es poco) y nada más que eso. A saber:

1.- Expliquen bien a los políticos para qué sirve profesionalizar la dirección pública y qué réditos sacarán los ciudadanos y ellos mismos (los políticos) de ese viaje. Quizás consigan que alguno les entienda. Al menos empezando por la zona baja (dirección pública en la alta función pública) tendrán menos resistencias de los aparatos de los partidos políticos, aunque deberán aguantar la incomprensión y enemiga incluso de un sindicalismo miope (ojalá no lo sea), cuando no de algunos funcionarios altamente “corporativizados” en el viejo sentido, en donde “el escalafón” (como en la carrera judicial) sigue mandando. Pero no se trata de quedarse ahí, hay que profesionalizar, como se ha hecho en buena parte de las democracias avanzadas, la provisión de las Direcciones Generales y de las Subdirecciones, o estructuras asimiladas, así como de los puestos directivos del sector público institucional. La tarea es hercúlea, pero de los grandes retos salen grandes soluciones y en ellos se forjan los grandes líderes. No será nada fácil, pero hay que intentarlo una y otra vez.

2.- Sobre todo inviertan mucho en organización, innoven en pequeña escala. Empiecen por los aspectos organizativos: diseñen monografías de puestos de trabajo directivos, donde no solo se recojan funciones de los puestos y requisitos para su cobertura, sino también definan el perfil de competencias que se requiere para una gestión eficiente o de éxito en su desarrollo profesional. Así lo han hecho otros muchos países, algunos cercanos (Portugal), de los que deberíamos tomar buena nota. Es, tras convencer a los políticos, el primer y necesario paso. Sin este el modelo hará aguas.

3.- Preparen cantera de cuadros directivos. Formen a su personal en competencias directivas y evalúen hasta qué punto se desarrollan esas competencias o se proyectan sobre su propia organización (cuál es realmente la transferencia de conocimientos y destrezas que se vuelca sobre la gestión cotidiana). Sean exigentes en este punto. Innoven continuamente y mejoren sus sistemas de formación de cuadros directivos. Esa inversión, si se capitaliza (siempre que no haya ceses discrecionales) tendrá réditos. De eso no cabe ninguna duda. Mejorará las organizaciones públicas y, además, el funcionamiento de la propia política. Se sorprenderán de sus efectos.

4.- Organicen procesos competitivos abiertos o cerrados en los que se evalúen las competencias de los candidatos para cubrir tales puestos directivos en función del perfil de competencias dibujado en las monografías de puestos y cierren la designación solo a una de aquellas personas que ha acreditado tales competencias profesionales. Hagan algún ensayo o prueba piloto, antes de extender el modelo. Combinen si quieren espacios de discrecionalidad con esas acreditaciones de competencias, pero restrinjan o limiten las designaciones de personal directivo exclusivamente (sin excepción alguna) a aquellas personas que hayan acreditado previamente disponer de ese mínimo haz de conocimientos, destrezas, aptitudes y actitudes requerido para ejercer tales funciones directivas. Pongan fin al “amateurismo” o a la falsa creencia de que el hecho de ser funcionario, por muy superior que se sea, habilita ya (o dota de ciencia infusa) para dirigir la Administración Pública. Mentira que se debe de erradicar por las funestas consecuencias que acarrea. Henry Mintzberg ya lo dejó muy claro: la Dirección de las organizaciones (también de las organizaciones públicas) es una suma de arte (visión), obra (experiencia) y ciencia (análisis)[2]. Por ese sencillo pero determinante motivo también el amateurismo propio de la designación discrecional de la política en la dirección pública es –permítaseme la expresión- un auténtico “peligro público”, pues carece de los tres atributos necesarios para dirigir bien cualquier organización.

5.- Intenten construir acuerdos de gestión o contratos de gestión que definan objetivos, establezcan indicadores y evalúen periódicamente los resultados de la gestión de ese personal directivo. Ensayen sobre este punto, hagan asimismo pruebas piloto. Seguro que se equivocan. Pero solo de los errores se aprende y de ahí se extraen las mejoras o el buen camino. Incorporen –de acuerdo con esos estándares de cumplimiento- retribuciones variables, al menos en algunos de sus componentes. Empiecen por poco y una vez que el instrumento “suene bien” o esté “afinado” y sea aceptado por la cultura de la organización, vayan pisando el acelerador, pero siempre con la prudencia que exige una conducción responsable, más aún de las organizaciones públicas.

6.- Y especialmente establezcan un sistema de cierre del modelo que sea coherente con el diseño profesional del mismo: erradiquen de raíz y para siempre el libre cese o cese discrecional, que el cese en cualquier puesto de la alta dirección pública se produzca solo por expiración del período de mandato o por no alcanzar los objetivos establecidos tras un sistema de evaluación. Es el muro más alto que tendrán que derribar. No se llamen a engaño. Es el más difícil. Necesitarán acumular muchas fuerzas para ello. Y no cejar en el empeño. Para ello es necesario vincular el mantenimiento en el ejercicio de las funciones directivas al correcto desarrollo de las mismas (obtención de resultados previamente definidos), sin perjuicio de que puedan también optar por establecer períodos definidos en los que el directivo se mantendrá en su puesto mientras alcance tales resultados y acredite unos estándares de conducta adecuados. Lo que tampoco debiera impedir establecer periodos de prueba, algo que puede sonar a herejía en la actual configuración normativa del libre nombramiento o de la libre designación. Pero no se trata de comulgar con ruedas de molino ni hacer las cosas “como siempre se han hecho”. Sin este cierre, el modelo de la dirección pública se derrumba y se convierte en pura coreografía.

Si transitan plenamente por esa senda alcanzarán la implantación de la ansiada meta: un Sistema de Alta Dirección Pública Profesional que interactúe con la política y con el sistema burocrático-profesional como institución de mediación (OCDE). Si no pueden implantarlo de forma integral, al menos vuélquense en la organización, formación, la puesta en marcha de procesos competitivos y determinar garantías frente al cese (ciclo de permanencia). Si nada de esto se hace o si siguen permitiendo el cese discrecional de aquellos directivos que han sido designados por sistemas de acreditación de competencias, reiterarán los mismos errores que han cometido algunas Comunidades Autónomas al regular en su legislación de función pública la figura de la «dirección pública profesional» (en la que sigue funcionando el cese discrecional). Caer en las apariencias sería el mayor de los disparates en los que pueden incurrir en este caso. No tropiecen en la misma piedra. Aparentar no es ser.

Apostar por la implantación de la dirección pública profesional –siquiera sea en el escalón intermedio de la Administración Pública- también es innovar. Si al menos consiguen este modesto paso, esos profesionales de la dirección pública pondrán inevitablemente en entredicho a los “amateurs” (o «altos cargos») que les dirigen a ellos. Y esta contradicción, tarde o temprano, habrá de resolverse de un modo u otro: provocarán una reacción en cadena. Ya nada será lo mismo.

Suerte en un empeño que, como ya he reiterado, estará preñado de dificultades. No es fácil desarrollar estas ideas en un país como el nuestro y con el “fardo (que no legado) político-institucional” que en estos temas nos acompaña desde siglos. Si hay liderazgo político fuerte lo podrán conseguir: la implantación de un modelo de Alta Dirección Pública Profesional –como vengo insistiendo a lo largo de estas páginas- es una decisión política. De buena política. De la que hay poca, desgraciadamente. De la mala política estamos invadidos, ahogados. Ahora bien, tengan una cosa clara: en el caso de que los políticos no piloten este proceso o no les acompañen en su implantación, el viaje es a ninguna parte. También para ellos. Y peor aún para la sufrida ciudadanía. La implantación de un Sistema de Alta Dirección Pública Profesional es, por tanto, una decisión de marcado carácter político. Se compra o no se compra. Se ve o no se ve. Y hasta ahora en España la ceguera política del clientelismo o de la discrecionalidad niebla cualquier decisión sobre este tema. Largo compás de espera.

[1] Este texto forma parte de un trabajo que lleva por título “Alta Dirección Pública en España y en otros sistemas comparados: Politización versus Profesionalización”, presentado como ponencia a un Curso-Jornada de la ECLAP (Escuela de Administración Pública de Castilla y León), celebrado el pasado día 19 de abril. Agradezco sinceramente a la dirección de la ECLAP y, personalmente, a Araceli Rojo López, del Servicio de Planificación y Gestión de la Formación del citado centro, la invitación cursada para impartir esa actividad, que dio lugar, por cierto, en no pocos puntos a un estimulante debate. El texto completo del trabajo será difundido en breve por medios electrónico.

[2] H. Mintzberg, Directivos, No MBAs. Una visión crítica de la dirección de empresas y la formación empresarial, Deusto, 2005, p. 109.

ÍNDICE DE CALIDAD DE LOS GOBIERNOS “REGIONALES” EN LA UE: DATOS DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS

 

 

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Fuente:

  1. Charron/V. Lapuente, Quality of Government in EU Regions: Spatial and temporal patterns, Working Papers 2018, Gotenburg. https://qog.pol.gu.se/digitalAssets/1680/1680303_2018_1_charron_lapuente.pdf

 

COMUNIDADES AUTÓNOMAS CON CALIDAD DE SU GOBIERNO SUPERIOR A LA MEDIA COMUNIDADES AUTÓNOMAS CON CALIDAD DE SU GOBIERNO INFERIOR A LA MEDIA
1.- Euskadi/País Vasco (0,653) 8.- Comunidad de Murcia (- 0,136)
2.- CF de Navarra (0,502) 9.- Comunidad de Madrid (- 0,222)
3.- Cantabria (0,462) 10.- Castilla-La Mancha (- 0,300)
4.- La Rioja (0,242) 11.- Castilla-León (- 0,326)
5.- Principado de Asturias (0,220) 12.- Cataluña (- 0,392)
6.- Aragón (0,097) 13.- Galicia (- 0,431)
7.- Extremadura (0,022) 14.- Comunidad Valenciana (- 0,446)
15.- Illes Balears (- 0,544)
16.- Canarias (- 0,709)
17.- Andalucía (- 0,740)

Hoy en día, la Calidad de los Gobiernos y de las instituciones es un factor diferencial de primer orden. Este mismo mes de marzo de 2018 se ha hecho público el Estudio comparativo correspondiente a 2017 que periódicamente (2010, 2013 y 2017) lleva a cabo la Universidad de Gotenburg, con gran difusión en círculos gubernamentales y académicos, y que tiene por objeto medir la calidad de los Gobiernos “regionales” en la Unión Europea, de acuerdo con tres grandes parámetros: Eficiencia en la prestación de servicios públicos; Imparcialidad; y grado de Corrupción (o baja presencia de esta)[1]. Pues bien, la media del conjunto de las CCAA ha sido negativa, bajando España del puesto 14 en 2013 al 19 en 2017, situándose en el antepenúltimo grupo de países de la UE, de una escala de siete.

Pero la desigualdad o la heterogeniedad en la calidad de los Gobiernos de las CCAA es la nota dominante, pues mientras algunas Comunidades Autónomas como son las de Euskadi, Navarra y Cantabria, han superado sus resultados anteriores (de 2013) y están por encima de la media, otras (especialmente las de mayor tamaño y peso demográfico) han obtenido malos o muy malos resultados. En concreto, es importante resaltar que la Comunidad Autónoma del País Vasco obtiene resultados muy similares a la mayor parte de las regiones francesas y está prácticamente a punto de entrar en el selecto grupo de las “regiones Europeas” de segundo nivel en cuanto a la calidad institucional de sus Gobiernos (las que superan el 0,7, pues ha obtenido 0,635; un espacio donde están las “regiones austriacas” y buena parte de las “alemanas”).

Estos resultados del estudio realizado ponen de relieve una honda diferenciación entre calidad del Gobierno según los resultados altos o bajos de la escala (desde el 0,653 de Euskadi al – 0,740 de Andalucía) y según también zonas geográficas más o menos marcadas (Norte de la península, salvo Galicia y CCAA del alto y medio Ebro) frente al arco mediterráneo o Canarias. También este análisis nos constata que, en nuestro caso, la riqueza de los diferentes territorios no es un dato determinante para la mayor o menor calidad del Gobierno (como tampoco lo es en el caso de las Regiones italianas), pues hay CCAA ricas que suspenden flagrantemente, como es el caso de Illes Balears (– 0,544), Comunidad Valenciana (- 0,446) o Cataluña (- 0,394); mientras que otras calificadas de menos ricas, como Cantabria (0,462) o Asturias (0,220), o con bajo nivel de renta como Extremadura (0,022), ofrecen datos superiores a la media.

No deja de plantear muchas paradojas este pormenorizado análisis de los profesores Charron y Lapuente. Hay una fractura de país clara en el plano territorial en lo que a calidad del Gobierno respecta. Y este no es un dato menor. Las Comunidades Autónomas más pobladas de España suspenden de forma clara o muy clara. Y eso hunde la posición de España. Andalucía, Cataluña y Madrid, obtienen muy malos o malos resultados. Pero lo más grave es que Andalucía, Cataluña, Comunidad Valenciana e Illes Balears, emperoan mucho los indicadores obtenidos en 2010 y 2013. El azote de la corrupción parece ser (es una mera hipótesis) un elemento enormemente perturbador en estos resultados. Pero no es el único. Para tener Calidad de Gobierno se ha de gobernar, no hacer como que se gobierna. La media española, fruto de ese arrastre de las CCAA con peso demográfico, es ciertamente muy baja: – 0,328. Las comparaciones son odiosas, pero Portugal nos supera claramente (0,032), Francia de forma diáfana (0,408) y Alemania de manera contundente (1.012). Esto es la consecuencia del mal gobierno. Algo de lo que nadie en política parece prestar mucha atención. Se nos llena la boca de «Buen Gobierno» y lo que tenemos es lo que sale. Más claro el agua.

[1] N. Charron/V. Lapuente, Quality of Government in EU Regions: Spatial and temporal patterns, Working Papers 2018, Gotenburg. https://qog.pol.gu.se/digitalAssets/1680/1680303_2018_1_charron_lapuente.pdf

LA DIRECCIÓN PÚBLICA EN ESPAÑA: DE LA POLITIZACIÓN A LA PROFESIONALIZACIÓN. ¿UN PROYECTO IMPOSIBLE?

 

ENA

“Recientemente la OCDE ha recordado a España la necesidad de regular la figura del directivo público en términos que permitan garantizar su profesionalidad e imparcialidad, en la medida en que ‘un estatuto del directivo público permitirá establecer nítidamente la separación entre política y administración, al tiempo que responsabilizaría a los directivos públicos de los resultados de gestión de sus organizaciones’”

(AAVV, Nuevos tiempos para la función pública, INAP, 2017, pp. 194-195)

 

(NOTA PRELIMINAR: El presente texto recoge la introducción a un artículo que, inicialmente difundido por las redes,  ha sido reeelaborado, ampliado y actualizado, y que puede leerse íntegramente en el PDF adjunto. Este trabajo tiene por objeto poner en primer línea del debate los problemas y dificultades de todo orden que se plantean en los diferentes niveles de gobierno del sector público para profesionalizar la Dirección Pública, un objetivo que han ido alcanzando diferentes democracias de los países de nuestro entorno geográfico y cultural, entre los que cabe destacar, preciendiendo ahora de los países anglosajones o nórdicos, algunos que proceden asimismo de la tradición administrativa continental, como es el caso de Bélgica, Chile o Portugal; mientras que otros, como Alemania y Francia tienen asentado un modelo burocrático funcionarial de alta Administración con poca presencia, en cuanto a su número e intensidad, de la politización de tales estructuras. Algo muy distinto a lo que ocurre en España).

 

Introducción

Vuelvo sobre un tema recurrente. Realmente tengo poco que añadir a lo ya expuesto, tal vez durante muchos años, sobre este singular objeto que es la dirección pública profesional. Lo que sí se constata es que la evidente desidia, cuando no impotencia, que los diferentes gobiernos y partidos políticos en España han mostrado para implantarla mínimamente en las estructuras de la alta Administración. En efecto, en los últimos diez años, desde que el Estatuto Básico del Empleado Público (en un lugar completamente inapropiado: véase el epílogo a este artículo) incorporara la figura de los “directivos públicos profesionales”, parecía que las cosas, tras décadas de difusión académica y presentaciones mil de lo que se estaba haciendo por otros contextos comparados, iban a mejorar cualitativamente.

Vista esa regulación de directivos públicos profesionales desde la atalaya de 2018, la verdad es que todo fue un espejismo pasajero generador de falsas expectativas, que introdujo además una honda confusión tanto en medios doctrinales como en la propia jurisprudencia. Y así las cosas, nada cabe extrañarse de cuál ha sido la fría (por no decir gélida) acogida de esa figura del directivo público profesional por parte de la política.

Sí es cierto que en algunos textos normativos se reflejará notablemente esa figura, pero será a través de desdibujar sus perfiles profesionales más básicos, lo que fácilmente la ha transformado en mera coreografía o, peor aún, en un mero remedo de soluciones de nombramiento político revestidas de una apariencia de profesionalidad. Por tanto, en esencia, nada ha cambiado. La dirección pública en España sigue colonizada por la política, en unos casos groseramente y en otros disfrazada de requisitos formales que prevén la exigencia de que quienes sean nombrados tengan la condición de funcionarios, pero tanto el nombramiento como el cese siguen siendo discrecionales. La política o el político de turno manda, y el conocimiento adquirido también con base en la experiencia se echa a la basura una y otra vez como si de material fungible se tratara. Roto el cordón umbilical que une política con dirección pública, ya no hay quien permanezca en su puesto. Los directivos públicos en España son de quita y pon. Una situación que se agrava cuando la política se torna frágil y la estabilidad gubernamental compleja. Entonces los cambios son permanentes y la propia política padece tales deficiencias, pero mucho más aún la Administración Pública y la ciudadanía que son los receptores de esos servicios públicos que apenas nada mejoran ante una política pasajera y una dirección pública que dura en el puesto lo que aquella le tolera. No hay nada que contar de nuevo, por tanto. Al menos nada que no sea ya sabido de antemano. Quizás solo voy a variar algo el enfoque y el tono.

Pero si no hay nada que contar de nuevo en España, cuya parálisis institucional conforma un cuadro de inexistencia de procesos de transformación en el sector público, sí que hay algunas otras experiencias que se mueven en otros contextos. Aparte de algunas breves referencias que se recogen en este texto escrito (que no tiene por objeto la descripción de esos modelos comparados), sí que he considerado oportuno traer a colación alguna referencia bibliográfica donde se explican los rasgos generales de un modelo de profesionalización de la selección de directivos públicos como es el de Portugal.

En todo caso, retornando a nuestro contexto, tal vez todo lo que críticamente esbozo al principio de este trabajo pueda servir de aprendizaje para evaluar las dificultades que conlleva en nuestro país implantar esta institución, pues pese a lo que algunos extrañe la DPP es sobre todo una solución institucional. Y esas dificultades sinfín se plantean frente a la institucionalización de algo tan obvio y normal como es una profesionalización mínima de los niveles directivos de su sector público. No deja de ser chocante. Son ya casi once años de tránsito, desde la aprobación del EBEP, por un panorama desértico, en el que prácticamente nada se hace y lo que se hace es en buena parte mentira piadosa. Si se entiende bien el problema y se procesan adecuadamente los reiterados fracasos (por otra parte queridos) que los distintos legisladores han tenido en este tema, tal vez se puedan poner algunos remedios a algo que ya comienza a sonrojar: el retraso injustificado que, se mire como se mire, el sector público español tiene en esta materia en relación con las democracias avanzadas y con algunos otros países que, en principio, no están en ese furgón principal de los países occidentales con fuerte desarrollo institucional, pero que han sido capaces de construir una dirección pública con elementos de profesionalidad importantes. Estamos en este punto en la zona más baja del ranking de los países europeos y de las democracias avanzadas, también de la propia OCDE. Somos, como describí hace unos años (2006), un país con un subdesarrollo institucional en materia de dirección pública que nos sitúa incluso por debajo de algunos países que nos produciría sonrojo compararnos en relación con otros datos.

No oculto al lector, pues sería deshonesto por mi parte, que este trabajo tiene, salvo en su parte final, un enfoque ciertamente crítico hacia la mala política, frente a todo que tiene que ver con las prácticas de clientelismo, nepotismo o amiguismo en la designación de cargos directivos en el sector público (que son una manifestación también de corrupción, aparte de ineficiencia y dispendio, por mucho que la mayoría de la clase política no perciba el problema de ese modo), así como frente a otros actores institucionales que operan en el ámbito público, tales como determinadas concepciones de un sindicalismo trasnochado o de un rancio corporativismo que también anida con fuerza en las organizaciones públicas. La advertencia está hecha. Si usted forma parte de aquellos colectivos citados (malos políticos o sindicalistas sin perjuicios), mejor no siga leyendo. Ni que decir tiene que este último mensaje tiene –tampoco lo oculto- el efecto provocador contrario. Tal vez así, para incumplir la advertencia- aquellas personas que se puedan sentir parte de tales colectivos renuentes frente a esa idea de la dirección pública profesional siga leyendo este trabajo y como consecuencia de ello –sueño con los ojos abiertos- cambie algo su anclada percepción de este importante problema, que está –como veremos- enquistada en el tiempo y nos sitúa como un país casposo, una auténtica antigualla y nada receptivo a lo que en otros lugares del planeta (al menos del mundo occidental, en el que presumiblemente nos encontramos) se hace desde mucho tiempo atrás.

PARA LEER MÁS: PROFESIONALIZACION DP 1 ESPAÑA-ARTÍCULO-VERSION 2018

PREVENIR LA CORRUPCIÓN EN EL LEGISLATIVO Y JUDICIAL (EL «TIRÓN DE OREJAS» DEL INFORME GRECO)

«Nadie puede sentirse sorprendido por los malos resultados obtenidos por la democracia española en las diversas encuestas internacionales no ya sobre percepción de la corrupción (cosa grave ya en sí misma), sino sobre la percepción de la voluntad real de luchar contra ella» 

(Rafael Bustos Gisbert, Calidad democrática, Marcial Pons, 2017, pp. 143-144) 

Presentación

El Informe GRECO publicado el 3 de enero de 2018  -GRECORC4(2017)18- sobre el «Cuarto ciclo de evaluación: Prevención de la corrupción de los parlamentarios, jueces y fiscales» ha sido objeto de especial atención mediática y ha merecido, asimismo, comentarios muy interesantes en medios digitales. Aquí, sin afán de exhaustividad alguno, destacaría dos: la sugerente contribución de la profesora Alba Nogueira en Agenda Pública («Informe GRECO: suspenso en elementos centrales para la calidad democrática»), que lleva a cabo un enfoque general muy pertinente sobre el análisis del problema; y, por otro, la aportación de Miguel Fernández Benavides en el Blog de Hay Derecho que está exclusivamente centrada en uno de los aspectos sustanciales del análisis del Informe: el poder judicial («Independencia del Poder Judicial: llueve sobre mojado»).

Esta entrada la quiero focalizar en un punto crítico, reiteradamente advertido por los sucesivos informes anteriores del Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa: la imposibilidad manifiesta que ha mostrado España para articular sistemas de integridad preventivos, en parte por ignorancia y en parte por absoluta desidia. Los códigos de conducta siguen siendo, en la mayor parte de las instituciones públicas españolas, unos perfectos desconocidos, algo que no ocurre en el resto de democracias avanzadas, como bien nos llama la atención una y otra vez el Informe GRECO, ya desde 2013. La respuesta es muy conocida y de ella se hace eco prudente el informe citado: oídos sordos, ha sido nuestra respuesta.

Debe quedar claro que este Informe es de evaluación. Sus resultados, como ponen de relieve las conclusiones, son malos, en algunos casos muy malos. El Gobierno español se defiende alegando que durante 2015 y 2016 la situación política fue de «impasse». Nada ha cambiado, por mucho que haya gobierno, en 2017. La parálisis en estos temas sigue siendo aterradora. La proposición de ley de lucha contra la corrupción presentada por el Grupo Parlamentario Ciudadanos le sirve paradójicamente al Gobierno para escudarse y justificar que hay proyectos en marcha. Parece que habrá ley. Pero seguimos fiando la lucha contra la corrupción al valor taumatúrgico de las leyes. No hemos aprendido nada, aunque nos den periódicamente «tirones de oreja» desde Europa. Somos alumnos indolentes y huidizos.

El Informe de evaluación tiene un triple objeto: el Parlamento, el Poder Judicial y el Ministerio Fiscal. No aborda, por tanto, al Poder Ejecutivo ni a la Administración Pública. Tampoco a las Autoridades independientes. Y, dentro de su amplio objeto, interesa aquí únicamente destacar, tal como decía, las carencias que detecta el Informe en esos tres ámbitos institucionales en lo que afecta a las medidas preventivas, más concretamente en la necesidad de aprobar códigos de conducta y marcos de integridad institucional. Veamos.

Parlamento: Prevención de la corrupción de los parlamentarios 

En lo que respecta al Parlamento, el GRECO había recomendado en su día que cada una de las cámaras se dotara de un código de conducta elaborado y adoptado con la participación de los parlamentarios y asimismo accesible al público. Este texto, marcadamente preventivo, debería recoger normas de conducta relativas a los conflictos de interés (nada infrecuentes en esa actividad tan sensible a las presiones), regalos y otras ventajas, así como, entre otras, actividades complementarias e intereses financieros.

En la implantación de esta medida, que lleva años planteándose por el GRECO en relación a España, el silencio absoluto ha sido la respuesta. Nada se ha hecho y previsiblemente nada se quiere hacer.  La valoración del Informe en este punto es muy negativa. A pesar de «la importancia estratégica» que tiene esta herramienta en la prevención de la corrupción, el cinismo político se ha adueñado de sus señorías: mejor no hacer nada y continuar con el reino de la impunidad que les protege. Como se concluye en el Informe: «son los propios parlamentarios quienes deben mostrar una mayor determinación en este campo a fin de acreditar claramente su compromiso de adherirse a una cultura sólida en materia de ética». Un cero es la calificación que cabe poner a España en este punto.

Y si las cámaras de las Cortes Generales nada hacen, tampoco esperen especiales respuestas en los Parlamentos de las Comunidades Autónomas. El (mal) ejemplo cunde en un país preñado de isomorfismo institucional. Algún Parlamento ha hecho ciertos guiños y ha aprobado textos que emplazan a ese objetivo o incorporado códigos parlamentarios de conducta cosméticos, sin valor real ni aplicativo. Es lo que hay cuando la integridad y el resto de los valores están enterrados en nuestras instituciones en el baúl de los recuerdos.

Poder Judicial: Prevención de la corrupción de los jueces 

La enorme debilidad institucional, así como su porosidad política, es uno de los ejes de preocupación del Informe GRECO. Pero no es objeto de estas líneas tratar este tema, como antes advertía. En todo caso, el Informe constata lo que es una realidad enquistada desde hace décadas: el gobierno del poder judicial y el nombramiento de magistrados del Tribunal Supremo o de cargos gubernativos está preñado de política clientelar, amiguismo y corporativismo rancio. Mala carta de presentación para defender la sacrosanta independencia del poder judicial.

Pero aquí me interesa detenerme en la recomendación séptima del anterior Informe GRECO donde se emplazaba a las instituciones competentes a llevar a cabo un código deontológico para los jueces y magistrados, que fuera asimismo puesto en conocimiento del público y que, entre otras cosas se ocupara de tratar los conflictos de interés y de todas otras aquellas cuestiones en relación con el principio de integridad.

En este punto se ha de señalar que algunos pasos se han dado. Y ello lo confirma el propio Informe. En efecto, el 20 de diciembre de 2016 el CGPJ aprobó un código de conducta denominado Principios de Ética Judicial que en su día analicé (el proyecto) en este mismo Blog y donde puse de relieve sus puntos fuertes (que los tiene) y sus puntos débiles (que también son importantes). Me ahorro reproducir lo ya dicho. Se puede consultar en este enlace: https://rafaeljimenezasensio.com/etica-judicial/

En todo caso, el Informe GRECO pone el dedo en la llaga al resaltar que, tras más de un año desde la aprobación del citado texto, aún no se ha constituido la Comisión de Ética Judicial, pieza clave del sistema de integridad judicial. Ello demuestra fehacientemente que nadie en ese ámbito se cree nada de lo que allí se dice. La fe ciega en el Derecho, muy propia de ese mundo, hace despreciar lo que son los marcos de integridad institucional. Y así nos va.

Está por ver si en el denso y extenso programa de formación de jueces y magistrados, el CGPJ ha incluido sesiones específicas de difusión e internalizacion de la ética judicial y de tales principios o normas de conducta. Sería una buena señal. Para empezar ni siquiera el propio CGPJ tiene código de conducta (y buena falta le haría). Ya se sabe, en casa del herrero cuchillo de palo.

Ministerio público: Prevención de la corrupción de los fiscales. 

También en este ámbito las recomendaciones del Informe GRECO son de calado. Se refieren, entre otras, al procedimiento de selección y al mandato del Fiscal General del Estado, así como a otros aspectos (transparencia, incremento de su autonomía de gestión, etc.). No pueden ser tratados en este post, cuyo objeto es más preciso.

Los miembros de GRECO habían recomendado en sus anteriores Informes que se adoptara un Código de conducta para el Ministerio Fiscal, así como que se completara con medidas específicas relativas a los conflictos de interés y con otros aspectos de la integridad. Pues bien, el Informe constata que hasta el momento de su emisión nada se ha hecho al respecto, aunque el Gobierno esgrime que se «está elaborando». Pero este código del Ministerio Público es especialmente importante porque no sólo afecta a los propios fiscales sino también a los ciudadanos, al efecto de que estos sepan a ciencia cierta cuáles son los estándares de servicio e integridad sobre los que se debe asentar la actuación del Ministerio Público.

A modo de cierre.

En fin, este rápido e incompleto relato nos pone de relieve algo enormemente preocupante: hay una desidia teñida de ignorancia, cuando no de cinismo, a la hora de que las instituciones pongan en marcha códigos de conducta y sistemas de integridad institucional que representen medios para luchar contra la corrupción en su dimensión preventiva. Todo se fía a las sanciones penales o administrativas, a la construcción de agencias de lucha contra la corrupción que perseguirán implacablemente a los corruptos. Pero nada se invierte en prevención. Y las alarmas del Informe GRECO son muy obvias, también las podríamos trasladar al Ejecutivo y a su Administración Pública, donde el Gobierno actual no ha dedicado ni un minuto a estos temas, a diferencia de algunas Comunidades Autónomas (Euskadi, especialmente, aunque no solo).

El problema como bien lo sitúa Rafael Bustos Gisbert en el libro que abre esta entrada, es única y exclusivamente de «calidad democrática»; mejor dicho de clamoroso déficit de ella. Y de una falta de comprensión cabal de la idea de responsabilidad política, que se confunde de forma espuria con la responsabilidad penal. Como dice el autor citado, la pregunta sencilla sobre qué consideramos inaceptable en la conducta de un político no puede resolverse en clave penal. La respuesta debe provenir también  de la ética pública o institucional, de la reconstrucción de los valores y de la determinación de normas de conducta. Algo que a nadie en las instituciones o en la política parece interesarle realmente. Y de aquí viene la gravedad del problema.

Recomiendo a quiénes estén interesados en este tema la lectura  del citado libro. Allí el autor desgrana algunas de las claves para entender la grave descomposición del sistema institucional español que explican parcialmente las raíces tan profundas que ha echado la corrupción. El libro debería ser lectura obligada de nuestros políticos y parlamentarios, aunque algunos de ellos estén colgados a los 140 (ahora 280) caracteres y se les nuble la vista cuando deben enfrentarse con una obra de 190 páginas. Al menos lean el capítulo V muy apegado al objeto de estas líneas («El efecto demoledor de la corrupción política»). Y las soluciones que allí se recogen, algunas en la línea del libro que publiqué también en 2017 sobre Cómo prevenir la corrupción. Integridad y Transparencia (Catarata/IVAP, 2017).

No cabe duda que hay muchos instrumentos y mecanismos para luchar contra la corrupción.  Y entre ellos se encuentran los códigos de conducta y los sistemas de integridad, sin que ello implique reconocer, como bien hace el autor, que tales códigos no son la panacea, sino solo un medio más en esa compleja y eterna batalla que hoy por hoy nuestras instituciones parecen perder por goleada. Así lo ha confirmado una vez más el Informe de evaluación de GRECO. Esperemos que por última vez. Que alguien tome nota. Y, sobre todo, que actúe.

DE INSTITUCIONES, PARTIDOS Y PERSONAS

 

“Los fallos institucionales -y la desconfianza que generan- son consecuencia de que una serie de personas no logran estar a la altura de las expectativas que se atribuyen legítimamente a sus puestos de responsabilidad. Después de todo, las instituciones como tales no son más que una abstracción mental. Cuando éstas fallan, quienes fallan en realidad son seres humanos de carne y hueso, y no unas abstracciones mentales” (Hugh Heclo)

 

No descubro nada nuevo si destaco la importancia que tienen las instituciones para el ejercicio del buen gobierno, así como para la cohesión social y el desarrollo económico. Un país con malas instituciones tiene frente a sí un futuro lleno de sombras e incertidumbres. Malos augurios.

Las instituciones, además, una vez creadas, cuesta mucho asentarlas, requiriendo (como bien saben las democracias avanzadas, especialmente las anglosajonas y nórdicas) mimos y cuidados permanentes para que su imagen no se deteriore a ojos de una ciudadanía siempre alerta (más aún en la era de Internet y de las redes sociales). Una vez dañadas, peor aún si son devastadas, reconstruirlas es un proceso de enorme dificultad y que requiere, por lo común, esfuerzos hercúleos y prolongados en el tiempo. Además, sin garantías de éxito.

En España la cultura institucional ha estado, por lo común, bastante ausente. No cabe extrañarse de ello, pues en los dos últimos siglos se ha impuesto el juego institucional de “quita y pon”, manifestado por un adanismo constitucional continuo, por una política oligárquica o alternativamente de amigo/enemigo y asimismo por una instrumentalización intensiva de las instituciones por los partidos políticos de turno.

El escenario no cambió, en sus grandes trazos, tras el régimen constitucional de 1978. Las prácticas clientelares o de colonización política (muy presentes aún en amplios espacios institucionales en la Administración Pública y en su sector público), unido a la ocupación (si quieren con “k”) por los partidos políticos de las diferentes instituciones, más si estas son de control, han terminado por asentar entre la clase política una suerte de principio no escrito de que todo vale. Detentar el poder (en el peor sentido) parece ser así una patente de corso, pues la legitimidad (directa o indirecta) que da un mandato representativo puede llegar a justificar cualquier tropelía.

En efecto, como ya analicé en otro lugar (“¿España un país sin frenos”, Epílogo al libro Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones, Marcial Pons/IVAP, 2106), la división de poderes se ha entendido solo desde un prisma meramente formal y (debido a ese clientelismo y colonización política de las instituciones) no han funcionado correctamente, por tanto, los sistemas de pesos y contrapesos (checks and balances) que deben servir de freno en todo sistema democrático a los siempre irrefrenables apetitos de poder y de saltarse todos los límites que muestra la naturaleza humana. El tema es viejo, donde no hay frenos institucionales reina la tiranía. También en las asambleas parlamentarias, como tempranamente advirtió Jefferson.

Todo lo anterior está muy manido. Pero tal vez ese patológico arraigo explique que la legitimidad del sistema institucional construido tras la Constitución de 1978 sea acusadamente frágil, así como que la confianza ciudadana en tales instituciones sea en estos momentos tan baja. No de otro modo puede ser cuando, a diferencia de lo que sucede en las democracias avanzadas (a las que tanto nos gusta compararnos), la alta Administración española (estatal, autonómica y local) está total o fuertemente colonizada por la política, y los órganos constitucionales y de control se hallan asimismo ocupados por criterios exquisitamente políticos y por personas afines cuando no militantes de los propios partidos que gobiernan. Y este diagnóstico, aunque se ha escrito una y otra vez por innumerables autores y en libros académicos o de ensayo, siempre da como resultado la callada por respuesta. Los partidos políticos miran hacia otro lado, mientras el sistema institucional se hunde hasta límites desconocidos. La “caldera española”, por emplear la expresión de Ian Kershaw, se vuelve a encender otra vez más. Y el recetario tradicional conduce a reformas legales, propuestas de reformas constitucionales o, sencillamente, a echar mano del poder creador que implica un nuevo proceso constituyente, cuando no al quebrantamiento puro y duro del sistema constitucional.

Pero siendo ello sin duda muy preocupante, también lo es que la cultura institucional, salvo excepciones, no parece penetrar ni un ápice en el comportamiento de la clase política, sea esta vieja, nueva o de última generación. El cinismo político se impone. Hay que “ocupar las instituciones”, pues estas son instrumentos necesarios para ejercer una política bastarda y de resultados (acreditado está) más que pírricos.

El hecho grave es que esta forma de pensar, preñada de tacticismo y en no pocas ocasiones de sectarismo político (los “míos” son los buenos y el resto enemigos), está incrustada en el comportamiento habitual de unos políticos que ponen por delante sus vínculos de partido o de coalición, despreciado el sentido de pertenencia institucional y el papel o rol que deben cumplir quienes lideran esas instituciones, como “espejos del gobernante” en el que mira toda la ciudadanía.

Luego, visto lo visto, nos echamos las manos a la cabeza. Cómo pueden haber llegado las cosas hasta tal extremo, se preguntan muchos a modo de exclamación. Pues esto, sencillamente, es fruto de muchos años (por no decir siglos) de hacer política con pleno desprecio de las instituciones y de orillar o sortear las garantías y procedimientos que forman parte sustantiva de aquellas. De “posturear”, como se dice ahora, pero de no mostrar realmente ningún sentido institucional. De hacer demagogia, del peor estilo.

Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe. El destrozo que estamos viendo de las instituciones es incalculable. Sin duda, los últimos acontecimientos han superado las rayas rojas, como se dice. Pero para llegar a las rayas rojas se ha ido avanzado “imperceptiblemente” un largo período de tiempo (con muestras más que evidentes de ninguneo institucional por gobiernos, partidos y responsables públicos de todos los colores) sin que aparentemente nadie se diera por enterado. Todos estaban cómodos en un juego de rotación de sillas y cambio de cromos. Y las instituciones en pleno proceso de descomposición, algunas de ellas en una dialéctica de autodestrucción “disruptiva” (paradojas de la prestidigitación política o, incluso, “constitucional”).

Producido el derrumbamiento se tratará de reconstruir lo devastado. Nada fácil. Las llamadas a la reforma constitucional o, incluso, a la creación de un nuevo orden constitucional ya están en el bombo de las clásicas soluciones taumatúrgicas. Pero nada cambiará realmente si no se impone de una vez por todas un retranqueo claro, sincero y manifiesto de las posiciones o espacios que ha ocupado perversamente la política en las últimas décadas en la Administración Pública, en los organismos constitucionales y estatutarios, en las instituciones de control o en los organismos reguladores y en las autoridades independientes, así como en esa selva “sin ley” (o de legalidad relajada) que se llama sector público institucional.

Se puede seguir jugando a todos los cambios formales que se quieran, pero una cosa se torna imprescindible en estos momentos: resituar a la política española (en su más amplia acepción) en lo que debe ser su real y único espacio de juego. Marcar límites infranqueables. Batalla casi imposible, pues la deben liderar y ejecutar quienes se han de quedar sin sillas para repartir y, además, aquellos que se verán expuestos (eso es realmente la democracia) al funcionamiento eficiente -si es que realmente funcionan- de los sistemas de control del poder. Mejor seguir jugando al escondite, mientras el sistema aguante. No parece que lo pueda hacer por mucho tiempo.

Luego está el manido tema de los liderazgos políticos o de la falta de ellos, precisamente en los momentos que más falta hacen. Salvando muy pocos casos, las instituciones públicas y los propios partidos políticos se encuentran liderados por personas que, por un lado, están acreditando un bajo sentido institucional (en algunos casos nulo) cuando estaban llamados a ser referentes éticos y políticos en momentos de especial complejidad, mientras que, por otro lado, hay quienes ofrecen (o han ofrecido) una actitud de ponerse de perfil o jugar a que los serios y graves problemas por los que atraviesan las instituciones (y la propia sociedad) no van con ellos. El llamado tancredismo o el “cuanto peor, mejor”, son dos caras de esta moneda.

Desde que cayó en mis manos hace varios años, siempre recomiendo a los políticos (y a cualquier lector de ensayo) la lectura del libro de Hugh Heclo, cuya cita abre esta entrada (Pensar institucionalmente, Paidós, 2010), pues está plagado de reflexiones de gran interés sobre la importancia de pensar institucionalmente por parte de las personas que ejercen puestos de responsabilidad pública, debiendo así ser capaces de diferenciar su vinculación ideológica (o partidista) de su papel institucional.

Como bien dice este autor: “Una persona aprende a pensar y actuar en clave institucional haciéndolo; es como un arte”. El problema radica en que realmente quiera aprender y hacer o ejercer ese papel institucional. Pues el ejemplo (o mal ejemplo) en el ejercicio de tales funciones tiene un alto capital legitimador o, por el contrario, destructivo. Algo de esto último hemos visto recientemente en Cataluña (dónde las instituciones y las personas que las regentan están adoptando, paradojas de la vida, las peores prácticas políticas mesetarias y, además, de forma hiperbólica). Pero de malos ejemplos está (y sobre todo ha estado) la escena política llena, para dolencia de todos. También, de vez en cuando, vemos lo contrario (políticos que actúan con alto sentido institucional), aunque se prodiguen menos tales conductas. Y luego, algún pobre e inculto necio, los demoniza. Algunas de estas personas con sentido institucional hay. Y tienen nombre y apellidos. En todo caso, como también expone Heclo, los políticos deberían comprender que “una vida sin vínculos institucionales acaba por convertirse en un infierno absoluto de excesos autodestructivos”. Habría que tomar nota, pues los efectos de esa devastación institucional empiezan a ser evidentes. En algún lugar, palpables. Y no se dan por enterados, al menos los que mandan y muchos otros gobernados. Ciegos de pasión.

En fin, tampoco vale ponerse de lado, como si ello no fuera conmigo. El sentido institucional se muestra cuando las crisis políticas se agravan o se hacen difícilmente manejables. Mirar por la ventana cuando te están rompiendo la puerta con un hacha no es una actitud institucionalmente correcta, sino equivocada. Pero más aún lo es desatender tus responsabilidades institucionales, en una suerte del juego de marear la perdiz, especialmente si eres quien gobierna. Madame de Staël describió de forma gráfica hace más de dos siglos lo que nunca debería hacer un Gobierno en tales contextos. Así, narraba esta autora, “el poder ejecutivo se hacía el muerto, porque esperaba (equivocadamente) que el bien acabaría naciendo del exceso de males” (Consideraciones sobre la Revolución francesa, Arpa, 2017). Los hechos dieron la espalda a esa estrategia suicida.

CÓDIGO ÉTICO Y DE CONDUCTA DEL AYUNTAMIENTO DE BARCELONA [1]

“El gobierno revela al hombre” (Aristóteles)

“El poder no transforma a las personas, solo muestra cómo son realmente” (Pepe Mujica)

I.- Introducción.

El Ayuntamiento de Barcelona, tras la conformación del nuevo equipo de gobierno después de las elecciones municipales de 2015, incorporó en la agenda política municipal algunas cuestiones que el contexto político y social general obligaban a su tratamiento. Así, desde las instancias políticas y a través de la Oficina para la Transparencia y Buenas prácticas, se impulsaron algunas medidas dirigidas a fortalecer la transparencia pública y la integridad e incluso se puso en marcha un denominado (equívocamente) Buzón ético y de Buen Gobierno (Bústia ètica i de bon govern: https://ajuntament.barcelona.cat/bustiaetica/ca), que en realidad se trataba de una oficina de presentación de denuncias y quejas de cualquier actuación administrativa, afectando por tanto a todos los cargos públicos, directivos y personal del Ayuntamiento.

Ese camino de lucha por la integridad ha tenido su punto de inflexión con la aprobación, tras muchos meses de tramitación interna, del Código Ético y de Conducta del Ayuntamiento de Barcelona. Con esa aprobación se da un paso más en la implantación de un sistema de integridad institucional que ofrece unas singularidades notables, algunas fortalezas innegables y también (por qué no decirlo) debilidades evidentes en su proceso de construcción. (Ver, al respecto, toda la tramitación y el texto definitivo en el siguiente enlace: http://ajuntament.barcelona.cat/transparencia/es/codigo-conducta).

De forma claramente anticipatoria el artículo 11.1, b) de la Carta Municipal de Barcelona (1998) ya hacía referencia a que el Consejo Municipal (Pleno) dispondría de la atribución de “aprobar el Código ético de actuación de todo el personal al servicio del municipio”. Precedente importante, pero la exposición de motivos del CECB desmiente frontalmente que se trate de desarrollar ese precepto. Por tanto, el Código no se ocupa del empleo público, sin perjuicio de que sus valores y normas de conducta serán aplicables en no pocos casos también a personas que tengan la condición de empleados públicos, ya sea porque ocupen estos puestos directivos de libre designación (niveles 28 a 30) o sean titulares de determinados puestos reservados a funcionarios con habilitación de carácter nacional o ya sea porque formen parte como miembros de órganos de selección, juntas de valoración o mesas de contratación (disposición adicional primera).

El CECB es, en realidad, desarrollo directo de la Ley 19/2014, de 29 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno. También lo es en lo que afecta a su ámbito de aplicación y a la confusa noción de “alto cargo”, que por cierto se arrastra de la normativa estatal (título II de la Ley 19/2013). Y de la Ley de Transparencia catalana vienen también buena parte de los males (que no han sabido ser sorteados) que contaminan al propio Código.

II.- Puntos fuertes y aspectos problemáticos: la caracterización como “disposición de carácter general” y el ámbito de aplicación.

El preámbulo del CECB tiene elementos destacables, pues enmarca correctamente la aprobación del código con la construcción de un marco de integridad institucional en el que el propio código se inserta. La función de ese instrumento de codificación es, por tanto, muy obvia: mejorar la confianza de la ciudadanía en sus instituciones mediante el diseño de una infraestructura ética.

También está razonablemente bien planteada la distinción entre Valores y Normas de Conducta (otra cosa es su concreción). E igualmente se hace constar en el preámbulo el importante papel que tendrá el Comité de Ética en la gestión y evolución del propio Código (“con una composición paritaria, plural y de experiencia”), cuya pretensión última –compartible, sin duda- es evitar que se convierta en una simple declaración programática. Se trata, sin duda, del aspecto más avanzado de la normativa que se analiza: el Comité de Ética se articula como un órgano con elevado potencial de autonomía funcional y con un diseño institucional que es ciertamente vanguardista.

En el preámbulo del CECB, sin embargo, se deslizan dos temas delicados sobre los cuales ha de llamarse la atención de inmediato. El primero es la caracterización del Código. Según se dice, el CECB “tiene naturaleza de disposición normativa de carácter general en cumplimiento del mandato que determina el artículo 55.3 de la Ley 19/2014”. Se confunde así, de forma espuria, Derecho (normas coactivas) con Ética (normas de conducta), algo que no debería hacerse en los procesos de elaboración de los Códigos de Conducta. Así lo justifico en el reciente libro Cómo prevenir la corrupción. Integridad y Transparencia (Catarata/IVAP, Madrid, 2017), especialmente en los Capítulos 5º y 6º de ese estudio. Allí me remito.

Y además el CECB, por mucho que se quiera flexibilizar formalmente su contenido (disposición final primera) y prever que se revisará y actualizará “cada dos años”, lo cierto es que al tener el carácter de disposición normativa general se transforma en un instrumento rígido que no se reformará tan fácilmente como la ingenuidad de sus autores propone. Y, si no, al tiempo. Los códigos de conducta, como viene proponiendo la OCDE, deben ser “instrumentos vivos” de adaptación sencilla y permanente a las exigencias de cada momento. Todo lo contrario de una disposición normativa reglamentaria, que ha de ser modificada además (y aquí vienen las dificultades materiales) por un Pleno (Consejo Municipal) con alta fragmentación.

El segundo tema polémico es el ámbito de aplicación. El CECB se aplica a los representantes políticos municipales, comisionados y consejeros de distrito, personal directivo y personal eventual. Pero también a los titulares de la Secretaría General, de la Intervención General y de la Tesorería, a quienes se califica de “altos cargos” a efectos de la aplicación de la Ley 19/2014, de 29 de diciembre, lo cual es un exceso evidente en lo que a traslación del régimen de sanciones (no de infracciones) comporta en caso de infracción del código ético y de conducta.

Al ser desarrollo de la Ley catalana de Transparencia ese ámbito de aplicación se cruza confusamente con la noción de “alto cargo” que emplea ese texto legislativo. Los problemas residen en varios frentes. En primer lugar, es un Código que, en cuanto disposición de naturaleza reglamentaria, se aplica por tanto de forma preceptiva (dado que no requiere fórmula de adhesión “voluntaria”) a todos los representantes políticos municipales (Alcaldesa y Concejales), independientemente de que hayan votado a favor o no (un grupo político municipal, la CUP, votó en contra; y otro, PDCAT, se abstuvo). Ello puede abrir confrontaciones sinfín cuando se trate de incoar expedientes sancionadores e imponer, en su caso, medidas sancionadoras a algunos concejales, puesto que la incoación del procedimiento sancionador y la imposición de las sanciones se deja en manos del “barullo de la asamblea”; esto es, del Consejo Municipal (o del Pleno). Dicho de otro modo, nada peor que “politizar” los problemas de interpretación y alcance del régimen sancionador vinculado con los códigos éticos y de conducta. Un error de concepción que se arrastra del título II de la Ley 19/2013, básica de transparencia. Y que la Ley catalana ingenuamente trasladó. Existe, por tanto, un alto riesgo de pervertir el modelo o simplemente de dejarlo inactivo (no aplicarlo). Cualquiera de las dos soluciones son malas. Veremos cómo resulta.

En segundo lugar, el código se aplica al personal directivo, pero en este supuesto el Ayuntamiento ha ido más lejos, pues extiende su aplicación no solo al personal eventual y al personal directivo de primer nivel (gerencias), tanto del Ayuntamiento como de las entidades dependientes o vinculadas a aquel, sino también a las direcciones de servicios, que se proveen entre funcionarios por el sistema de libre designación; es decir, de puestos de trabajo de niveles de complemento de destino 28 a 30). Por consiguiente, el ámbito de aplicación del Código presenta varios puntos oscuros que solo la aplicación puntual del mismo irá desvelando.

III.- Sistemas de garantía del Código: el Comité de Ética.

El CECB contiene en su capítulo 5 los “sistemas de seguimiento y evaluación”. Sin duda, se trata de la pieza central para armar un sistema efectivo de garantías de la integridad de la institución (Ayuntamiento de Barcelona), que el Código resuelve bien en un caso y mal (por “arrastre” de la Ley) en otro.

Resuelve bien el Código la articulación de un órgano de garantía imparcial, dotado de independencia y ajeno en su totalidad (en cuanto a la extracción de las personas) a la institución, como es el Comité de Ética. El Comité está integrado “por un máximo de cinco personas”, que deben ser “profesionales de reconocido prestigio en el ámbito de la defensa de la ética, la integridad y la transparencia públicas”, dos de ellas como mínimo deberán proceder del ámbito jurídico. Su mandato es de cinco años prorrogables, lo que sin duda proporciona garantía de autonomía funcional al órgano, puesto que sus miembros solo pueden ser cesados por cuestiones tasadas. También llama la atención de que se trate de un órgano colegiado “acéfalo” (carece, en principio, de Presidencia), pero sí tiene asignadas las funciones de Secretaría a uno de sus componentes.

En todo caso, tal y como está configurado en el Código, el Comité de Ética representa el modelo más avanzado que existe hasta la fecha de órgano de garantía en el ámbito de la ética institucional en España. Dato importante. Las funciones, por lo general, están bien diseñadas, proyectándose sobre aspectos propios de un órgano de garantía en el terreno de la integridad: difusión, resolución de dilemas, prevención y formación, formular recomendaciones, emitir informes, proponer revisiones periódicas y elaborar la memoria anual. Solo el sello sancionador empaña ese correcto detalle funcional.

La composición del órgano –tal como decía y salvo algunas omisiones- también tiene un diseño adecuado y ciertamente avanzado, pues tiende a salvaguardar la imparcialidad con la especialización, estableciendo un quórum reforzado para la designación de sus miembros (mayoría cualificada de dos tercios del Consejo Municipal). El nombramiento es competencia del Alcalde o Alcaldesa. La clave estará en que esos nombramientos no respondan a “cuotas de partido”, pues si así se hiciera se arruinará de entrada la legitimidad del órgano. En todo caso, algunas exigencias preventivas que se adoptan (régimen de incompatibilidades y declaración de actividades) para una función que es discontinua (se reúne cuatro veces al año) puede jugar como factor de disuasión para la aceptación de los miembros que sean propuestos.

IV.- Final.

En suma, el Código Ético y de Conducta aprobado recientemente por el Ayuntamiento de Barcelona muestra aspectos positivos indudables junto con otros que deben ser objeto de crítica. El problema fundamental es que este “instrumento normativo” ha sido promovido por la ciudad de Barcelona. Y todo (o buena parte de) lo que Barcelona impulsa, se traslada mecánicamente a otros municipios (literalmente se copia). Pero antes de “copiar”, los Ayuntamientos que se inspiren en el “modelo de código ético de Barcelona” deberían comprender cabalmente su alcance y sus limitaciones (algunas importantes, como se ha visto). Y, a partir de ahí, obrar en consecuencia. El modelo tiene puntos fuertes innegables, como se ha visto, pero también debilidades manifiestas. No es cuestión de reproducir las segundas. Al menos si se inspiran que se haga en los aspectos fuertes del modelo, que también los tiene, pero que se huya de las debilidades antes expuestas.

La clave de bóveda de la buena gestión del sistema de integridad de Barcelona está en el Comité de Ética. Depende, en efecto, de cómo actúe este órgano y (sobre todo) quién lo componga, se caminará en esa dirección o se abrirá el fuego cruzado que implique utilizar la ética no con dimensión preventiva, sino darle un marchamo represivo a través de las sanciones jurídicas. La responsabilidad de los políticos del equipo de gobierno y de la oposición es clave en esa gestión razonable del modelo. La disyuntiva es clara: construir un sólido sistema de integridad institucional preventivo con voluntad de edificar unas infraestructura éticas adecuadas o hacer saltar por los aires el modelo de integridad institucional fomentando la ingenua pretensión de que “la ética con sangre (sanciones) entra”. Ya pueden presumir dónde está la solución.

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[1] Este Post es un resumen de algunas de las ideas que se recogen en nuestro artículo que, con el título “Prevenir o Lamentar: Un primer análisis del Código Ético y de Conducta del Ayuntamiento de Barcelona”, ha publicado la Revista Internacional de Transparencia e Integridad núm. 4 (Mayo-Agosto 2017), que edita Transparencia Internacional-España. Ver el contenido íntegro del trabajo en: http://revistainternacionaltransparencia.org/