DIRECTIVOS PROFESIONALES

DIEZ AÑOS DE EBEP

“Un sector público profesional e imparcial es un elemento clave de nuestra democracia” (Código de Valores y de Ética del Sector Público de Canadá)

Título breve. Contenido, también. El próximo mes de abril se cumplirán diez años de la publicación de la Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público. Enunciado de la Ley, que en su día no objetamos (todo hay que decirlo), dictado con escaso acierto. La institución de función pública se diluía, así, en un empleo público preñado de contrataciones laborales poco ortodoxas. Bastardear es un verbo muy duro, pero lo cierto es que la función pública tampoco estaba alejada de prácticas clientelares o de nepotismo, al menos en determinados niveles.

Lo cierto es que en 2007, con el EBEP, se aprobó una herramienta normativa potente. Por emplear un adjetivo que, con frecuencia, utiliza Mikel Gorriti. También es verdad que con poco consenso político y con muchas concesiones (que se hicieron) a los sindicatos del sector público (por cierto, a cambio de nada). Un sindicalismo del sector público que, en sus peores versiones, adopta la figura de ave rapaz. Duro juicio, pero basado en práctica extensa. En sus peores versiones, que no son todas, sigue sin entender cuál es el papel de la función pública en un Estado democrático. Preocupante.

Pero más triste aún es, sin embargo, que las leyes se publican, pero rara vez se aplican. Nadie se creyó realmente el EBEP. Los funcionarios porque de crédulos no tienen nada: han visto pasar tantos cambios propios de Lampedusa, que perdieron la fe y algunos, incluso, las ganas de trabajar (que no de cobrar). Los políticos, al menos aquellos que lo aprobaron, rápidamente comenzaron a ignorarlo. A los pocos meses, el ministro promotor del EBEP (Jordi Sevilla), cayó en desgracia. Quien fuera presidente del Gobierno en aquel momento tal vez debiera explicar algún día por qué lo cesó: nunca lo dijo. Los ceses a la sombra siempre nos conducen a lugares recónditos: mejor no seguir indagando. Tras ese cese, la nueva responsable del ramo hizo de la tierra quemada su política más evidente. No dejó títere con cabeza en el propio Ministerio, y eso que era del mismo partido. Con amistades así … En verdad, a partir de entonces (finales de 2007), se acabó de un plumazo la política de función pública; hasta hoy, 2017. Luego vino la crisis, para agudizarlo todo: el EBEP mal entendido significaba gasto, lo que se impuso fue el recorte. Y la función pública perdió músculo, talento y envejeció en pocos años una barbaridad.

El EBEP, como bien explicó en su día quien fuera su promotor político, diseñaba cuatro palancas de cambio para adaptar la función pública española a la existente en las democracias más avanzadas: evaluación del desempeño, carrera profesional, dirección pública profesional y código ético de los empleados públicos.

El balance de los resultados obtenido por esas cuatro palancas de cambio en estos (casi) diez años es sencillamente demoledor. Todo ha resultado ser una enorme mentira. Nadie se ha creído nada. Y, por lo común, la política menos (los «temas de personal» son incómodos y poco lucidos), pues para uan parte de la política la función pública (o el empleo público) es –mientras no se demuestre lo contrario- un lugar institucional donde, tal como explicara en su día el profesor Alejandro Nieto, deben pacer plácidamente las clientelas de los respectivos partidos. La función pública como patrimonio de la política. Ese es el gran mal, fácilmente diagnosticable, pero sin medidas efectivas para ser erradicado. El funcionario “amigo del poder” tiene premio; quien no lo es, castigo.

Las cuatro palancas no se han activado. Algo, muy poco (o, mejor dicho, en muy pocos sitios, prácticamente testimoniales), se ha hecho en lo que a evaluación del desempeño respecta. Pero en una función pública que prima el igualitarismo falso, nada que “discrimine”, aunque sea objetivamente, tiene recorrido. Lo más justo (se nos intenta convencer de lo imposible) es tratar igual a todo el mundo, aunque su rendimiento y resultados (como así es en la práctica) sea diametralmente distinto. La justicia entendida al revés. Dicho de otro modo: una función pública que no discrimina es materialmente injusta. Y que nadie se eche las manos a la cabeza por la desmotivación imperante. La paradoja es que quien más desmotivado dice estar es quien menos trabaja. El mundo al revés.

La carrera profesional allí donde se ha implantado, en pocos sitios y mal, ha sufrido un proceso de chalaneo burdo y barato (más bien muy caro para los agujereados bolsillos del contribuyente): carrera se identifica solo y exclusivamente con cobrar más (no con trabajar mejor o con mayores resultados). Sobre todo (y eso es lo importante) que cobren “todos” lo mismo. Nadie puede quedar fuera del reparto: haga las cosas bien, regular o mal. Eso es indiferente. Lo importante es “la igualdad” entendida como trato uniforme, al margen de la actitud y resultados que tengan los funcionarios. Bochornoso espectáculo del cual el contribuyente ni se entera. La transparencia en estos casos es opaca. Los paños sucios se limpian en casa.

Pero si vamos a la tercera palanca, la dirección pública profesional, el incumplimiento es todavía más grave, pues permanentiza sine die el clientelismo en la zona alta de la Administración; puesto que los niveles de responsabilidad directiva se siguen repartiendo entre “los amigos políticos”, por traer a colación ese excelente libro de José Varela Ortega sobre el sistema político de la Restauración. Cien años después de ese momento histórico, seguimos haciendo las mismas cosas. Las competencias profesionales se orillan o son preteridas. Algo muy preocupante. Así, nunca habrá Administración Pública moderna e imparcial, por mucha retórica que se le eche al invento. Hay pueblos que no aprenden ni a bofetadas (por no emplear una expresión más dura).

Y, en fin, lo del Código Ético o de conducta del empleo público, la cuarta palanca del EBEP para cambiar la función pública, ha pasado sin pena ni gloria. Peor aún, ignorado por completo. Nadie sabe realmente que en 2007 se aprobó por Ley un Código de conducta de los empleados públicos. Aprobarlo por Ley fue un error, pues un instrumento de autorregulación no debe tener soporte jurídico-normativo. Pero aun así, España fue (relativamente) pionera en la aprobación de un Código de conducta de empleados públicos. Si bien, la verdad es que ni siquiera estos (los funcionarios) se han enterado. Alguien (algún empleado probo y despistado) lo debió leer, pero pronto se le olvidó. Tras unos duros años en los que la corrupción ha campado por sus anchas en el sector público, a ninguna institución ni gobierno se le ha ocurrido promover (aunque algunas iniciativas hay en marcha) una cultura de infraestructura ética en la función pública y, particularmente, de sus empleados públicos. Todo el mundo se lo toma a chirigota. Propio de un país subdesarrollado.

Así las cosas que nadie se extrañe del estado actual en el que se encuentra esa institución que se conoce como función pública (empleo público). Levantarla será tarea hercúlea. Los propios funcionarios (o empleados públicos) no se creen nada, son “viejos” resabiados (por media de edad es un cosa obvia) y hasta cierto punto (tras 20, 30 o 40 años de servicio) instalados, en buena medida, en “zonas de confort”. Los sindicatos del sector público nada han entendido realmente del momento actual y necesidades de una institución cuya única razón existencial es servir a la ciudadanía y no a los propios funcionarios. Y la política sacó de la agenda en 2007 este tema y nunca más lo ha vuelto a incorporar.

En suma, bien se puede concluir que el EBEP está en “el corredor de la muerte”. Lugar inhóspito y paralizante donde –como se sabe- se puede permanecer muchos años, tal vez décadas. Pero nada es gratis. Esa parálisis tiene consecuencias, también económicas y sociales. No cabe olvidar la cita que abre este comentario. Y la podemos cerrar también con otra que procede del mismo excelente documento elaborado por un país avanzado y ejemplar. En efecto, el Código federal canadiense de Valores y de Ética Pública lo deja muy claro: “un sector público no politizado es esencial para el sistema democrático”. A ver si algún día terminamos por comprender qué es lo realmente importante de la función pública como institución. La verdad es que nos cuesta …

AYUNTAMIENTOS: CÓMO ALINEAR POLÍTICA Y GESTIÓN

“Alinear la estrategia con objetivos, iniciativas y presupuestos pone en movimiento a la organización” (Kaplan/Norton)

“Si usted quiere llegar lejos no tenga miedo de caminar despacio. Si usted está demasiado apurado no va a llegar lejos” (Pepe Mujica)

Uno de los déficits más importantes del funcionamiento de los gobiernos locales es la falta de un correcto alineamiento entre política y gestión. Y ese déficit no debe extrañar. Los actores institucionales principales que actúan en el escenario local, políticos y empleados públicos, tienen roles singularizados, una diferente percepción del tiempo y marcos cognitivos muy distintos. Viven, a menudo, de espaldas uno del otro. En un caso, la tiranía del mandato se impone; en el otro, el pretendido cumplimiento de la legalidad vigente, que de medio se transforma en fin. Se abre entre ambos mundos –como me expresó gráficamente un alto funcionario local- una auténtica zanja, que en algunos casos es profunda. Crece la desconfianza, se palpa el malestar existencial y las cosas funcionan a trancas y barrancas. Mal funcionan, en perjuicio del tercer y principal actor: la ciudadanía. Sin un buen alineamiento política-gestión cualquier proceso de mejora, reforma o innovación tiene recorrido escaso.

No pretendo en este breve comentario ofrecer soluciones mágicas a un problema enquistado. Solo certificar su existencia. Pero también aportar algunos posibles remedios, fruto de un proceso de reflexión, así como de algunas experiencias de rediseño organizativo llevadas a cabo en estos últimos años.

La primera constatación es obvia: cada organización tiene su propio trazado histórico y ofrece condicionamientos singulares (sean de tipo estructural, personal o de otro carácter). La distinción entre organización formal e informal, como ahondara Mintzberg, es una constante. No es fácil resolver estos males. Además, no hay dos ayuntamientos iguales, cada uno ofrece sus propias singularidades. Lo primero es diagnosticar correctamente el problema, lo siguiente articular medidas y lo esencial actuar. Resistencias siempre habrá, está en la naturaleza de las cosas. Pero, frente a un cierto fatalismo, cabe constatar que nada es eterno, ni tampoco es imposible mejorar lo que mal está. Hay vías de arreglo.

Existen, en efecto, soluciones estructurales, algunas clásicas y otras más innovadoras. En no pocos casos funcionan bien. Veamos algunas de ellas:

  • La primera –por todos conocida- es racionalizar la política local mediante la elaboración de un plan de gobierno o de mandato (herramienta muy extendida hoy en día). Quien no lo haya hecho aún en el período 2015-2019, llega tarde. Al menos, cabe aconsejar que –como solución alternativa- dibuje alguna línea estratégica para desarrollarla en el tiempo que queda (aún no se está en el ecuador del mandato). Pero luego hay que traducir esas líneas macro, previamente pactadas, en objetivos operativos y trasladarlos a los presupuestos anuales. Sin esto último todo es pura coreografía. Como se dijo correctamente por Recoder y Joly, “una definición estratégica sin la vinculación con los recursos económicos no está bien asentada”.
  • La segunda es articular una pieza estructural que sirva de mecanismo de alineamiento entre política y gestión en el ámbito municipal: un consejo de dirección o comité ejecutivo con una representación (mínima, pero cualificada) de la política y la participación activa de los directivos públicos y altos funcionarios de la administración local. Lugar de encuentro y de impulso de las políticas públicas municipales. Lo inició hace varias décadas la ciudad de Barcelona (en 1960) y continúa funcionando. Lo han seguido muchos ayuntamientos. Donde funciona, sus resultados son buenos; pero ha de tener liderazgo político innegable, se debe diseñar bien y evitar su burocratización, así como que cumpla cabalmente las funciones para las que ha sido creado. También puede fracasar como instrumento. Todo depende de las personas y (en menor medida) del diseño.
  • La tercera es disponer de un colectivo de funcionarios con habilitación nacional alineados con la puesta en marcha del programa de gobierno, con sensibilidad política y directiva, así como con capacidad de liderar procesos de transformación o, al menos, ser aliados (y no enemigos) de tales cambios. Nadie puede orillar que en los pequeños y medianos municipios (también en los grandes) este tipo de funcionarios es clave para el éxito o fracaso de la política. Y la propia política (al menos en los municipios de régimen común) carece de instrumentos efectivos para alterar un statu quo cuando este es poco o nada amable con aquella. Un alto sentido institucional de colaborar con el gobierno de turno (sea cual fuere su color político) dignifica a ese colectivo; está en su ADN o razón de ser. El obstruccionismo lo mancha.
  • Y la cuarta no es otra que configurar estructuras directivas finalistas o transversales, tanto en la administración matriz como en el sector público institucional local, basadas en la gestión por resultados y con un fuerte componente profesional (ocupadas por personas que acrediten competencias profesionales en procesos competitivos). Se debe crear un tercer espacio entre la política y la gestión. Una rótula eficiente o el aceite que engrasa la máquina para alinear correctamente política y gestión. Es un núcleo estratégico. Está todo inventado. La dirección pública profesional es, sin embargo, la gran ausente en el mundo local; solo algunos ayuntamientos –por ejemplo, el de Gijón, Sant Feliú de Llobregat o Ermua- parecen aproximarse a esa idea, en unos casos de forma aún embrionaria y en otros con grado relativo de institucionalización. La Ley de instituciones locales de Euskadi (2/2016, de 7 de abril) abre un horizonte estimulante en esta materia, pero hasta ahora poco comprendido y nada explorado por quienes rigen los destinos de los gobiernos locales.

Pero siendo importante estos procesos de transformación estructural, muchas veces no serán suficientes. Romper la visión dual o dicotómica no es fácil (¿en qué lado de la orilla estás?, ¿en la política o en la función pública?). Son muchos años, décadas, de asentamiento de la fractura. Se requieren más cosas. Traigamos algunas de ellas a colación.

  • Hay que reforzar las competencias institucionales de la política local. Sobre este punto se incide poco y tiene una importancia capital. Pocos programas trabajan actualmente esta idea. Se llega a la política local y se desarrolla esa actividad con una fuerte impronta de amateurismo y de improvisación. Se vive aislado, incomunicado con “la otra orilla”. Ya lo decía Manuel Zafra, en política personas (por o común) inexpertas dirigen a personas expertas. Pero ser inexperto técnicamente no quiere decir ser ciego o tuerto en las soluciones políticas o ejecutivas que se puedan o deban impulsar. Caben desarrollos institucionales de las competencias políticas. Cabe hacer buena política. Es necesaria. Imprescindible.
  • Se deben mejorar o desarrollar, asimismo, las competencias directivas profesionales de las personas que cubren los puestos clave de las organizaciones locales. Necesitamos gestores públicos, no solo técnicos vigilantes del cumplimiento de la legalidad (siempre necesaria). Cabe desarrollar perfiles de competencia de directivos y responsables funcionariales que aboguen por una jerarquía de capacidades (como recordara Gary Hamel) muy distinta a la actual, que fomente la implicación, la iniciativa, la creatividad, la innovación, la gestión por objetivos y resultados, la integridad y transparencia, así como por un nuevo estilo (abierto y de liderazgo compartido) en relación con los empleados públicos. Solo una profesionalización efectiva y real de las estructuras de mando (superiores e intermedias) de la administración local mejorará el estado actual de cosas. Lo demás, es pan para hoy y hambre para mañana.
  • Pero ante todo se debe invertir mucho en generar y multiplicar los espacios donde los políticos que dirigen el gobierno local y los altos funcionarios o directivos locales puedan compartir proyectos, lenguaje, inquietudes y problemas. Se vean las caras, se miren a los ojos y acuerden trabajar alineadamente en los proyectos de ciudad. Superar, así, la relación bilateral y optar por la transversalidad, así como por el trabajo conjunto y una visión más holística. Formar conjuntamente a quienes “hacen” política y los llamados a ejecutarla. Algunas iniciativas ya se han lanzado en este sentido (por ejemplo un programa pionero para ayuntamientos promovido por EUDEL-IVAP). Son unos primeros pasos que se deberán profundizar y mejorar, si se quiere una mejora en ese alineamiento indicado.

Ciertamente, no se entiende que quienes viajan en un mismo barco y tienen como objetivo llegar al mismo puerto, vivan en camarotes incomunicados, hablen un lenguaje diferente y estén llenos de recelos recíprocos, cuando no de honda desconfianza en una lucha absurda de legitimidades obvias (representativa/técnico-profesional). Hay muchos medios de lograr superar esa situación, a veces tan enrarecida y no menos absurda. Pero sobre todo –como decía Weber- hay que intentarlo una y otra vez. Pues si la comunicación entre la cabeza y las manos está rota, la política será siempre una actividad frustrante y la ejecución un mal remedio, que solo generará desmotivación y baja autoestima en quienes a ella se dedican. En cualquier caso, no es una opción voluntaria. La ciudadanía pide eficacia y eficiencia en quienes dirigen políticamente o gestionan los asuntos públicos. Están llamados a entenderse. No hay alternativa. Salvo que la ineficiencia y el mal gobierno inunden más aun nuestro debilitado espacio público local. Algo nada recomendable.

¿ALTOS FUNCIONARIOS O POLÍTICOS?

 

“El gobierno de funcionarios ha fracasado en toda línea siempre que se ha ocupado de cuestiones políticas” (Max Weber, Escritos políticos, Alianza Editorial, 2008, p. 143)

Es una queja común airear la politización de la Administración pública. Menos frecuente es hacer mención al proceso inverso: la funcionarización de la política o, mejor dicho, la ocupación de la política por altos funcionarios. Para entender cabalmente qué ocurre realmente en la política española (al menos en las instituciones centrales) conviene detener el punto de mira en este aspecto.  Aunque ello signifique, tal como se verá, nadar contracorriente. A veces es oportuno volver a las raíces de los problemas.

Max Weber abordó, en diferentes trabajos, la cuestión de quiénes eran los profesionales idóneos para hacer política. Sin duda, su opúsculo más representativo del tratamiento de este tema fue la conocida conferencia titulada El político y el científico. Desde entonces han cambiado muchas cosas. Las nóminas de la política se nutrieron durante mucho tiempo principalmente de abogados. Luego otras actividades profesionales y laborales se fueron incorporando a la clase política.

Pronto, asimismo, los funcionarios –al menos en algunos países y pese a las objeciones conceptuales que mostrara Weber- fueron entrando en la escena política. Pero el tránsito de la función pública a la política no es sencillo. Son actividades de muy diferente cuño y con valores distintos, aunque algunos de ellos puedan ser coincidentes.

El funcionario público, según el planteamiento de Weber, debe servir a la Administración Pública sine ira et studio, alejado de la contienda política y actuando siempre de acuerdo con los valores de profesionalidad (saber especializado) e imparcialidad, con lealtad institucional, así como con neutralidad y honestidad. Las tres premisas en las que se asienta la institución de la función pública son la profesionalidad, la imparcialidad y la integridad. Sin ellas la Administración Pública cae irremediablemente en la corrupción.

El político, como describe magistralmente Weber, está marcado por el entorno en el que  desarrolla esa actividad: “la esencia de la política es lucha, ganarse aliados y seguidores voluntarios” (cursiva del autor). La política se mueve por la pasión y por la ambición, como también apuntara este autor. Algo alejado, por lo común, de la reflexión. Además el político es, por definición, parcial, pues se alinea (con frecuencia cerradamente) con una “parte”, pues no otra cosa son los partidos (Sartori).

Además, en palabras también de Weber: “quien quiera dirigir políticamente tiene que saber manejar los instrumentos modernos del poder”. Y está por ver que ese manejo sea habilidad propia de los funcionarios, por muy “altos” que sean. Ya Alain nos puso en guardia al afirmar que “el gobierno de los mejores no resuelve nada”. Las competencias políticas (por emplear la expresión de Léon Blum) no están en los amplios temarios de oposiciones de los cuerpos de funcionarios (ni tampoco en la formación complementaria, cuando la hay), tampoco –salvo excepciones singulares- el cúmulo de técnicas y habilidades necesarias para dirigir la Administración Pública. Sus competencias son de otro carácter, propias del saber especializado.

No cabe duda que en las instituciones centrales la presencia de funcionarios de cuerpos de élite en los puestos de responsabilidad política siempre ha sido una constante, pero cada vez es más intensa. En la legislatura  2011-2015 los altos funcionarios (esencialmente, Abogados del Estado; pero también otros de formación económica) marcaron la agenda política, dando primacía absoluta al “imperio (formal) de la Ley” y a la estabilidad financiera (por imperativos europeos), pero ahogando literalmente otras muchas dimensiones que debieron haber estado también presentes en la acción política. Los resultados de esa política están a la vista y no es momento de recordarlos. La herencia es pesada. Un país con amplias heridas abiertas (algunas, sin duda, heredadas) y un sinfín de problemas sin resolver (en lista de espera). Y, a pesar ello, se sigue con el mismo guión.

La verdad es que en los últimos años no se hizo política: se legisló (por vía de excepción o por urgencia), que es cosa distinta. La mayoría absoluta lo permitía. La política se entendió de forma errónea. El compromiso y el acuerdo (esencia de la política, como diría Innerarity) no formaron parte de tal modo de actuar. Pero llenar el BOE de leyes no es gobernar. El BOE ha ido dibujando un país inexistente y dando respuestas simples o falsas a problemas complejos y reales. Estado de Derecho líquido. Del Estado Social y Democrático, apenas se ha hablado.

Es cierto que, a partir de ahora, ya nada será igual. La pregunta surge de inmediato: ¿Sabrán adaptarse a ese nuevo escenario quienes solo han acreditado hacer política en un contexto “fácil” y no en aquel en el que la política debe mostrar su auténtica esencia?

En general, la presencia funcionarial siempre ha sido importante en la política española. Y ello fue así porque la legislación de función pública tendió graciosamente puentes de plata para permitir que los empleados públicos saltaran  a la política con paracaídas (a través de las facilidades que ofrece la situación administrativa de “servicios especiales”).

El fenómeno de la funcionarización de la política (en los términos descritos) tiene muchos ángulos y perspectivas. Aquí solo me ocuparé de uno de ellos. Creo que no es bueno para la profesionalización y la imparcialidad de la función pública ese tránsito constante de ida y vuelta de la función pública a la política y viceversa. Algunas barreras deberían imponerse. Sin embargo, esa práctica está absolutamente extendida. Y sus efectos, al menos desde el punto de vista institucional y de imagen pública, son letales. Quien pasa a un lado de la orilla y vuelve al otro ya no es el mismo, sus valores funcionariales han mutado: se han disuelto en las garras de la lucha política. Esa imparcialidad originaria se ha transformado inevitablemente en sectarismo político. La inexistencia de una Dirección pública profesional agudiza el problema: o estás en un lado o en el otro de la orilla. No hay término medio ni espacio de intersección o mediación entre la política y la función pública. Mundo dicotómico.

Y no es bueno ese trasiego porque, como señalara en su día Weber, ambos mundos (política y función pública) difieren radicalmente en su dimensión ética o de valores, así como en el contenido propio de sus respectivas actividades. Transitar del uno al otro o viceversa representa abandonar radicalmente una forma de actuar para importar otra. Pero, además, nada predice que un buen funcionario pueda ser un político idóneo. Más bien lo contrario.

¿Por qué, entonces, los funcionarios anhelan recalar en la política y cuáles son las causas reales de ese proceso? Los motivos son muchos y no se pueden abarcar en estas pocas líneas, pero hay uno que, a mi juicio, sobresale. La legislación de la función pública española ha sido muy complaciente con ese tránsito y la política se ha mostrado (interesada o desinteresadamente) incapaz a lo largo de su historia de construir sistemas de promoción o carrera profesional que sirvieran de estímulo y que abrieran horizontes de crecimiento personal conforme la experiencia y el saber hacer se fueran acumulando en la trayectoria  profesional del funcionario.

Los altos funcionarios que han ingresado en la función pública mediante procedimientos exigentes (de mayor o menor racionalidad, esta es otra cuestión) tienen legítimas expectativas de desarrollo profesional en la Administración Pública. Su talento y esfuerzo en el ejercicio de sus funciones públicas deberían verse compensados, tanto en las retribuciones como en su carrera (ascenso paulatino, previa evaluación del desempeño, a posiciones de mayor responsabilidad y retribuciones o, en su caso, garantizar un desarrollo profesional horizontal en el puesto de trabajo). Sin embargo, pronto tales legítimas expectativas se desvanecen. La carrera profesional en la función pública es algo de otro mundo, muy alejado de esta Administración Pública que tenemos con nosotros.

Como quien accede a la función pública se encuentra con una perspectiva de varias décadas de servicio a la Administración Pública, al alto funcionario le quedan tres opciones: 1) resignarse a un horizonte bastante plano, con lo que los estímulos y la motivación irán gradualmente decayendo, salvo que (excepciones siempre las hay) el compromiso personal con la organización sea elevado; 2) buscar salidas en el sector privado, que siempre está interesado en captar el talento público y sobre todo capturar la red de relaciones que esas personas puedan proporcionarles en sus hipotéticas actividades futuras con el sector público; 3) dar el salto a la política o, al menos, significarse (con mayor o menor intensidad) políticamente, para poder asumir así puestos de responsabilidad directiva en la Administración y sector público, y a partir de ahí –si la suerte acompaña- incorporarse a la nómina de puestos de responsabilidad política de primer nivel. La discrecionalidad política y la red de relaciones personales que uno conserve o haya tejido hacen el resto.

Y no se nos objete que eso ya no es así. Por muchas leyes que se dicten (al menos tal como están hoy en día formuladas) es obvio que la pretendida profesionalización de los puestos de altos cargos en la Administración General del Estado es un principio falso. Se nombra y se cesa por criterios de discrecionalidad política a los funcionarios que desarrollarán tales cometidos. La confianza política o personal es lo determinante. Lo demás es retórica. En estos días, tiempos de nombramientos en cadena, lo estamos viendo. Se puede nombrar alto cargo a un funcionario que, si bien pertenece a un Cuerpo de élite, ninguna experiencia real o efectiva acredita sobre ese ámbito de actuación. Y eso tiene altos costes, al menos de transición. Se podrá decir que eso no es frecuente. Más de lo que parece. Aun así, los nombramientos siempre tienen sello político. El reparto de cargos secundarios –otra vez volvemos a Weber- se sigue haciendo con lógica política: ¿es de los nuestros o afín al partido?

En fin, algo serio está pasando en la estructura política del Estado español, y apenas se percibe (pues este es un proceso silente, pero continuo). Y ese algo tiene que ver con una profunda y persistente ocupación de la política por personas procedentes de (determinados) cuerpos de élite de la Administración General del Estado. El precedente más próximo fue la alta Administración del sistema político franquista. Hay otros ejemplos comparados (la administración de impronta confuciana o el caso de la ENA en Francia), pero nada tienen que ver con nuestras miserias peninsulares.

En fin,  acabo esta reflexión como la comencé. Weber ya advirtió de los monumentales errores (de consecuencias gravísimas) que supone “poner a gentes con espíritu de funcionario donde tenía que haber personas con responsabilidad política propia”. Consecuencias letales para la política, pero también para la propia función pública. Ambas salen perdiendo. Nada hemos aprendido desde entonces. Al menos, de momento.

ADMINISTRACIÓN Y FUNCIÓN PÚBLICA EN EL «NUEVO» GOBIERNO

 

“La conjunción de estos dos elementos, una transformación de la institución de la función pública tal y como la conocemos en la Unión Europea, y una crisis institucional inequívocamente española, constituye una combinación que, a nuestro juicio, puede convertirse en un escenario de riesgo en el actual panorama político, en la medida en que puede optarse por cerrar en falso la doble crisis mencionada mediante soluciones no suficientemente meditadas en materia de empleo público” (Varios autores, Nuevos tiempos para la función pública. Propuestas para atraer y desarrollar el talento en la Administración General del Estado, pendiente de publicación por el INAP, original cedido gentilmente por los autores, miembros del Cuerpo Superior de Administradores Civiles de la AGE).

 

El BOE de 4 de noviembre publica el Real Decreto de reestructuración de los departamentos ministeriales https://www.boe.es/boe/dias/2016/11/04/index.php?t=c. Su alcance –como corresponde a este tipo de normas organizativas- es limitado, pues solo alcanza a enumerar los departamentos que el Decreto de la Presidencia del Gobierno crea, define genéricamente sus funciones y determina las Secretarías de Estado asignadas a cada uno de ellos. De tan parca información, no obstante, se pueden extraer algunas primeras constataciones e hipótesis por lo que afecta a cómo quedan en la agenda política del nuevo gobierno los asuntos concernientes a Administración y Función Pública. Veamos.

La primera constatación es que vuelve “la Administración Territorial”, asignando tal función al departamento de Presidencia, cuya titular ocupa a su vez la Vicepresidencia del Gobierno. Una opción personal, pues juntar lo “interno” (Presidencia) con lo “externo” (política territorial), no puede tener otra explicación cabal que la confianza de quien preside hacia la persona titular de la cartera, salvo que se le quiera dar una relevancia de primer orden a la reforma del Estado que implique asimismo una reforma constitucional. Pero nada de esto parece advertirse. El tema territorial es un asunto espinoso, sin duda, por el denominado problema catalán y la desarticulación creciente del modelo territorial de Estado, que camina a la deriva. Sin norte y sin brújula. También sin capitán que dirija el barco en semejante temporal. Algo huele a podrido en este tema. Y se está jugando con fuego o a la ruleta rusa desde hace tiempo. Todo se sigue fiando, al menos de momento, a la Ley y los tribunales. Hacer Política solo con el Derecho suele tener un recorrido limitado. Tal vez, los miembros de los cuerpos de élite del Estado que han ejercido funciones políticas y directivas hayan aprendido algo en estos últimos años de lo que es la esencia de la política; pero lo tendrán que demostrar, pues hasta la fecha el suspenso es sonoro.

La segunda consiste en que, en línea con el mandato anterior, todo lo concerniente a los gobiernos locales pierde todo tipo de relevancia institucional, muy en la línea del frustrado ensayo de la LRSAL y del bajo relieve orgánico de los temas locales en el anterior mandato. Todo apunta, como hipótesis, a que lo local se diluirá en la Secretaría de Estado de Administración Territorial, cuya apretada agenda e innumerables frentes acabará por devorar al débil (gobierno local) en manos de los envenenados problemas “autonómicos”. Habrá que esperar el desarrollo de la estructura y los futuros nombramientos, pero si se deja en manos, una vez más, de la Abogacía del Estado los temas locales, mal futuro les espera a nuestros ayuntamientos.

En tercer lugar cabe señalar que “Administración Pública”, si por tal se entiende una estructura con funciones de impulsar una reforma o procesos de innovación en la organización de la Administración del Estado, ha desaparecido de la escena. Ya estaba muy desdibujada en el mandato anterior, pues pese a conferir tal ámbito al Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas, el liderazgo de las medidas de (pretendida) reforma se impulsó desde la Vicepresidencia a través de la CORA (Comisión de Reforma de las Administraciones Públicas). Una estructura con fuerte carga de autocomplacencia que, fruto de un duro marco de contexto fiscal, aparentemente ha cambiado muchas cosas y esencialmente nada. Con lo cual la hipótesis más evidente es que la reforma de la Administración Pública ya no está en la agenda política, salvo que Presidencia siga con el empeño –de fuerte tufo corporativo y de magros resultados efectivos- de darle una vuelta de tuerca más a la CORA.

Pero, si así fuera, algo no casa en el diseño estructural recientemente aprobado. “Administración Pública” desaparece y de los restos del naufragio queda una “Función Pública” huérfana bajo la imponente bota de Hacienda. En un marco de contención fiscal, como el que aún nos espera, ya se sabe qué política de función pública se avecina. Aunque se haya creado una Secretaría de Estado de Función Pública (que sustituye a la de Administraciones Públicas, pero con objeto mucho más limitado), difícilmente podrá impulsar reformas estructurales, pues estas tocan de lleno a las de las “Administraciones Públicas” (tanto AGE como Territoriales) y eso, por tanto, implicaría pisar el callo de la persona titular del departamento de Presidencia y Administraciones Territoriales. También será importante, aquí, qué personas sean nombradas para las estructuras directivas, pero mucho me temo que con esa polémica disección entre Administración y Función Pública cualquier proyecto de reforma chocará con los celos personales y los laberintos corporativos.

En fin, la miopía política es lo que tiene: cuartear la Administración Pública no es ningún buen augurio. Los problemas territoriales son de una importancia política innegable, pero como el actual Gobierno no cambie de política le explotarán en las manos. Las vías paralelas por las que caminan el Gobierno central y el Gobierno de la Generalitat cada día están más alejadas y ofrecen menos esperanzas de encuentro. Pero siendo eso importante, más aun lo es que las respectivas sociedades, sustrato de tales gobiernos, están asimismo cada vez más alejadas. La sima, en estos caso, es auténtico precipicio. Si no lo quieren ver, es que son ciegos.

Pero estructuralmente hablando los problemas de las Administraciones Públicas no acaban ahí, tampoco desde una perspectiva política. La Administración General del Estado es una estructura vieja, carcomida en su nivel alto por un sistema de spoils system de circuito cerrado dominado por cuerpos de élite y sus peculiares batallas “de bandas rivales”, ajena a las políticas de Buena Gobernanza que están imperando en las democracias avanzadas de nuestro entorno (Integridad, Transparencia efectiva, Participación, Rendición de Cuentas, etc.), y, en fin, con una función pública envejecida que no puede reponer sus efectivos y captar talento por una política presupuestaria de cortos vuelos que sigue considerando la congelación de las ofertas públicas de empleo como “un ahorro” (algo así como “el chocolate del loro”), cuando son incapaces de comprender que la función pública languidece, se muere como institución. Nadie la defiende. Algunos altos funcionarios de la AGE comienzan a ver la aparente imperceptible caída. Y lanzan algunas medidas. Están a punto de aparecer en el mercado editorial. Pero, salvo eso, nada realmente se mueve en la función pública del Estado. Ni hay dirección pública profesional, ni carrera profesional, ni evaluación del desempeño, ni una política de integridad. Todo esta hueco, solo hay vacío. Únicamente el INAP hizo un esfuerzo innegable estos últimos años por introducir en el debate algunos temas. El autismo político ha sido la respuesta.

Los declives institucionales nunca son de un día para otro, siempre son graduales y a veces imperceptibles, hasta que se constata realmente el hundimiento. En  nuestro caso, Administración y Función Pública llevan paulatinamente hundiéndose (a pesar de la CORA) durante los últimos diez años. No hay política de Estado en estos temas. El proceso comenzó a mediados de 2007. Y desde entonces nadie, ni unos ni otros, se ha querido enterar de nada. Para la agenda política del “nuevo” Gobierno estas cuestiones domésticas, al parecer, nada importan. Es muy obvio que no han entendido nada: por mucho que se empeñen, sin una buena organización administrativa y sin una función pública renovada, adaptada a los tiempos, profesional y eficiente, es impensable hacer una buena política. Cuestión elemental, que con frecuencia se olvida. Ya se irán dando cuenta.

SOBRE POLÍTICOS Y FUNCIONARIOS

“Hay un punto sobre el cual los nuevos Alcaldes están de acuerdo. Este tiene que ver con la valoración de las máquinas administrativas que han heredado. Máquinas descompuestas, disociadas, desmotivadas” (Luciano Vandelli, Alcaldes y mitos, CEPC/FDyGL, 1997)

Debo reconocer que no es fácil convencer a los dirigentes políticos, sean estos del nivel de gobierno que fueren, para que inviertan tiempo y energías en reforzar las organizaciones públicas que pilotan. Los aspectos relativos a “la máquina administrativa” siempre han sido poco atendidos por una política que vive inmersa en la inmediatez. Invertir en temas organizativos ofrece siempre resultados a medio/largo plazo, un calendario que solo aquellos responsables públicos que disponen de visión estratégica y sentido institucional manejan con pulcritud. Algo que cada vez abunda menos. Los grandes gobernantes han sido notables reformadores de las instituciones públicas y de su servicio civil. Los mediocres o malos han despreciado ese ámbito que solo les producía “dolores de cabeza”. O, todo lo más, han hecho reformas cosméticas. No se puede hacer buena política con máquinas administrativa en mal estado.

Los políticos, además, desconocen por lo común el medio sobre el que deben operar tales reformas y desconfían –al menos en los primeros momentos- de una burocracia pública que se enreda en una maraña de trámites y que, a diferencia de ellos, tiene otro tiempo y otro reloj: la inamovilidad frente a la temporalidad. Dos concepciones espaciales que distancian notablemente las percepciones, pero que asimismo se mueven en marcos cognitivos diferentes. No es un problema solo de desconfianza recíproca y de percepción temporal (unos tienen prisa y otros van a “su ritmo”), también lo es –por lo común- de lenguaje, de comunicacion. Y en no poca medida de estructura.

El resultado es que el alineamiento Política-Gestión dista de ser efectivo en nuestras Administraciones Públicas. Las máquinas administrativas están muy rotas y la crisis ha acentuado esos fallos. Ni hay dirección política efectiva, ni hay dirección ejecutiva ni una función pública eficiente. Tampoco se alimenta, salvo excepciones puntuales, órganos de encuentro entre políticos, directivos y funcionarios. Espacios necesarios para articular algo que resulta ya imprescindible. Y no se llamen a engaño, sin alineamiento no hay solución a tales problemas.

La concepción dicotómica (o en qué lado del río estás: ¿eres político o funcionario?) sigue siendo el factor determinante de unas organizaciones públicas que por lo común (siempre hay excepciones) funcionan mal o, cuando menos, a la mitad o menos del rendimiento de sus posibilidades reales. Regalamos cantidades ingentes de dinero público por hacer cosas de forma poco eficiente o, incluso, por hacer poco o nada (las nóminas de la Administración están plagadas de directivos o jefes que no dirigen ni se responsabilizan de ello y de empleados públicos que trabajan a medio gas, que no tienen tareas determinadas o que las ejercen con algún grado de pereza o desmotivación).

Una política obsesionada por el corto plazo y un empleo público protector de su estatus y de sus pingües privilegios. La táctica absorbe de lleno a una política precipitada que es incapaz de pensar estratégicamente. Ya lo dijo Clausewitz, “en la estrategia todo discurre más lentamente. Se concede mucho más espacio a las objeciones e ideas ajenas”. Una vez más rapidez y lentitud chocan frontalmente. No saben ensamblar los dos lados del cerebro.

Comienza a ser una constante en nuestras estructuras públicas la queja sobre su mal funcionamiento. Pero esta queja, paradójicamente, no procede tanto de los usuarios de los servicios (algunas veces también) como de quienes desarrollan su actividad dentro de tales organizaciones. Hay paradójicamente mucho «quemado» en unas organizaciones que para sí quisieran trabajar en ellas muchas personas. Quienes nos movemos en el ámbito del sector público de forma transversal somos testigos de esos ecos. Pero los puede percibir cualquiera.

En efecto, los responsables públicos se quejan amargamente de que tienen unas organizaciones burocratizadas, lentas, poco eficientes y con algunos o bastantes empleados públicos que trabajan poco (o, al menos, no se implican lo suficiente) y cobran razonablemente bien. Los empleados públicos responden que nadie les marca objetivos, que sus gobernantes son “amateurs” y que siempre quieren hacer las cosas a través de vías expeditivas o “forzadas”, sin atender a las reglas o procedimientos que marcan las leyes.

Esas dos concepciones de lo público conviven de forma accidentada en las instituciones públicas españolas. El alineamiento entre ellas es imprescindible, pero para lograr ese objetivo hace falta que la política entienda algo que hasta ahora no ha comprendido en absoluto: la necesidad de estructuras organizativas de dirección profesional que hagan de argamasa, rótula o aceite entre Política y Gestión. Una institución “de mediación”, como decía la OCDE, que tenga la doble legitimidad y el doble lenguaje para actuar con reconocimiento recíproco con políticos y funcionarios. Nada nuevo que no exista ya en las democracias avanzadas y algunas otras que no lo son tanto. Pero un sueño de verano en un país de marcada tradición clientelar como es España.

También el empleo público debería aprender algo que parece haberse olvidado en las últimas décadas: la idea de servicio público a la ciudadanía y de cumplimiento leal del programa de aquel gobierno que han legitimado las urnas. El valor o principio de servicio público debe ser el motor que impulse una actuación eficiente, desinteresada, profesional e, incluso, solidaria (con una población que, al menos en parte, está padeciendo los duros efectos de una prolongada crisis) en el ejercicio de sus funciones. El bastardeo de una negociación sindical de condiciones de trabajo prevaliéndose del paraguas de lo público, en que el dinero “es de todos” y de la debilidad de un empleador que no es tal (los políticos, cuando somos realmente los ciudadanos), ha ido creando un empleo público que, con excepciones, dista de tener un compromiso moral y contextual con las organizaciones en las que desarrolla su actividad profesional y con la ciudadanía a la que realmente deberían servir, su auténtico “patrón”.

Así las cosas, algo habrá que hacer para alinear esos dos mundos ahora tan distantes y distintos. La brecha cada día es más grande. Está mucho en juego. A la política se le debe pedir que abandone la vieja práctica de “okupar” las instituciones con “fieles al partido” y asuma una apuesta por la integridad y por profesionalizar las estructuras para facilitar el papel efectivo de gobernar: que se actúe –con el consenso más amplio posible- con la finalidad construir organizaciones profesionales, eficientes, imparciales y con un alto sentido de la integridad. Esas organizaciones son de todos y para siempre. Si quiere hacer buena política no le queda otra opción que “engrasar la máquina” y dedicar serios, así como continuados, esfuerzos a ello. Que entre el tema en la agenda política. Tal vez sea un deseo iluso, pero peor le irá a la política si no transita por esa vía. Su acción será estéril.

Al empleo público habrá que exigirle profesionalidad, dedicación y eficiencia, pero también que tenga iniciativa en la retroalimentación del proceso de cambio o, al menos, colabore lealmente y de forma proactiva en aquellos procesos de reforma o de innovación que busquen adaptar las desvencijadas máquinas burocráticas a la sociedad de las tecnologías de la información y a la sociedad del conocimiento. Perder este tren será para la función pública dispararse un tiro no en el pie sino en el corazón o en la cabeza, apostar por su paulatina muerte institucional. No hay nada eterno, menos aún una institución que, pese a los tópicos que inundan el debate mediático (“los funcionarios han ‘ganado’ una oposición”),  ha de justificar adecuada y permanentemente en el futuro su existencia con un trabajo siempre eficiente y productivo para la sociedad (no lo olvidemos nunca) que sufraga sus retribuciones.

CORRUPCIÓN Y REFORMA DE LAS INSTITUCIONES

 “Las democracias que han durado son aquellas que han logrado mantener un número suficiente de instituciones fuera del sistema de competición” (Raymond Aron, Introducción a la filosofía política. Democracia y revolución, Página Indómita, 2015, p. 112)

“El poder del político para designar al personal de los organismos públicos, si se emplea de manera implacable, bastará a menudo por sí mismo para corromper dicha función supervisora” (Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia, vol. II, Página indómita, 2015, p. 105)

Tras casi un año de paupérrimo “debate” político y sin formar gobierno, llega el momento de afrontar el proceso de construcción de un Ejecutivo que, salvo sorpresas, será fuertemente inestable. Los partidos, “viejos” y “nuevos”, no se han puesto de acuerdo en nada. No hay señales de que esto mejore. La única expectativa razonable es que nadie quiere volver a las urnas, a menos a corto plazo.

Se trata ahora, en efecto, de formar gobierno y después gobernar o, al menos, intentarlo. Sin una mayoría parlamentaria estable esa tarea de gobernar será –en palabras de Schumpeter- como hacerlo sobre una pirámide de bolas de billar. Si la gobernación se plantea en tales términos de precariedad, la pregunta siguiente es bien obvia: ¿puede haber consenso para reformas institucionales donde no lo hay para gobernar la cotidianeidad? Aunque pueda resultar llamativo, nada debería impedirlo. Como sobre la letra pequeña nadie se pondrá de acuerdo, tal vez sea el momento de intentarlo con la grande. Pactos se han hecho en este país, aunque ello forme parte ya (casi) de la prehistoria política.

Hay mucha presión mediática y académica (no tanto ciudadana) por reformar la Constitución. Algún partido la promueve como solución taumatúrgica a todos los problemas. No seré quien me oponga a ello. Ahora bien, dudo que se alcancen los consensos requeridos y que tales decisiones reciban, siempre y en todo caso, el aval generalizado de las urnas en todo el territorio tras el inevitable referéndum. El demos está muy roto. Dudo también de los efectos taumatúrgicos que tal reforma tenga sobre los problemas sustantivos (aquellos que han echado raíces profundas) que anidan en el sistema político-institucional español. Al menos, efectos inmediatos no tendrán ninguno. Que nadie los espere. Ni hoy ni dentro de tres años. Un sistema democrático, como también recordara Aron, “es de manera general un sistema lento; es decir, que no cambia las cosas de la noche a la mañana”.

El sistema democrático español formalmente es una democracia. Otra cosa es su funcionamiento real y su estado actual tras un largo período de deterioro y posterior hundimiento institucional. Una de las fortalezas de los sistemas democráticos es, sin duda, la competencia política. Pero hay determinadas instituciones que deben preservarse siempre de esa competencia con el fin de salvaguardar su funcionamiento imparcial y objetivo.

Sin duda una de ellas es el Poder Judicial. Otra es el Tribunal Constitucional. Pero asimismo cabe citar a la Administración Pública o a las denominadas (formalmente) “autoridades o administraciones independientes”. Hace ya más de sesenta años, tanto Schumpeter como Raymond Aron hacían hincapié en esa necesidad de aislar a tales instituciones de las “brutales” garras de la política partidista. En 2010, Rosanvallon defendía la imparcialidad de esas mismas instituciones como esencia de la legitimidad democrática. Recientemente lo ha hecho Fukuyama, al reivindicar la Administración “impersonal” (alejada del clientelismo político) como presupuesto del Estado Constitucional.

Pues bien, si algo adolece este país llamado España es de un fuerte clientelismo político y de una captura descarada o disimulada de aquellas instituciones que deberían estar al abrigo de las pasiones políticas y garantizar el control efectivo del poder (que en estos momentos es el control básicamente del Ejecutivo, aunque no se deban obviar la importancia del control del Legislativo y el siempre olvidado control al Poder Judicial; que también debe existir por mucho que se empeñen en sortearlo).

La necesidad imperiosa de ponerse de acuerdo todos y cada uno de los partidos políticos que actúan en la escena pública sobre una serie de temas es algo que ya no se puede aplazar por más tiempo si no se quiere erosionar más todavía la devaluada confianza de la ciudadanía en sus instituciones. Los ámbitos están perfectamente identificados y se proyectan, por lo que ahora importa, sobre la “despolitización” de las instituciones que se citan y, en particular, de los siguientes procedimientos:

  • Nombramientos de magistrados y letrados del Tribunal Constitucional;
  • Nombramientos de vocales del órgano de gobierno del Poder Judicial y de la política de nombramientos que este efectúa en todos los campos (judiciales y gubernativos).
  • Nombramientos en la alta Administración Pública y de los niveles de dirección pública de la organización matriz y del sector público, de acuerdo con criterios de competencia profesional acreditada por órganos independientes.
  • Profesionalización de la función pública, de los sistemas de acceso y provisión, de la carrera profesional y de la designación por mérito (y no por afinidades) del personal interino o laboral temporal del sector público e incluso del personal eventual (exigiendo para su nombramiento mínimas garantías de formación y experiencia).
  • Nombramiento de los miembros de los organismos reguladores y de las entidades o instituciones de garantía existentes en el Estado o en las Comunidades Autónomas, así como de su personal directivo y resto de empleados, todos ellos bajo criterios de profesionalidad e independencia.

No hay atajos. El funcionamiento cotidiano de las instituciones públicas españolas muestra fehacientemente que este es un país “donde los métodos democráticos son importados”, lo que conduce a una falsa democracia o a una democracia corrupta. La democracia no es solo votar cuantas veces se quiera (en eso somos paladines), sino sobre todo garantizar un correcto funcionamiento del sistema institucional. Más aún del sistema de controles del poder. Sin control efectivo del poder no hay democracia.

En estos tiempos de desorientación, conviene volver la vista atrás. Como bien señalara Schumpeter en 1947, «la democracia no exige que todas las funciones del Estado estén sometidas a su método político». Y, por su parte, Raymond Aron reconocía en 1952 algo muy cierto: los medios a través de los cuales se reducen los riesgos de corrupción política son, entre otros, “una administración no politizada, instituciones sustraídas al espíritu de partido, (y) una prensa que no sea sistemáticamente partidista”.

Lecciones extraídas tras el serio desgaste institucional producido en Europa después del período de Entreguerras. Desgraciadamente, por lo que a nosotros concierne, somos poco dados a reflexionar objetivamente sobre nuestros males y, sin embargo, si lo hiciéramos nos daríamos cuenta que nos faltan las tres premisas enunciadas. Fallamos en todo. Por aquí debería empezar la reforma institucional, si realmente alguien se la toma en serio.

LA REFORMA DEL SECTOR PÚBLICO

«Las instituciones sólidas requieren de respaldo político adecuado, recursos suficientes para cumplir sus misiones y una distribución clara de los poderes y de las responsabilidades, junto con un marco de gobernanza” (Spain, From administrative Reform to continuous improvement, OECD, 2014)

Mucho se ha escrito y más se escribirá sobre la reforma de las leyes 39 y 40/2015, de 1 de octubre (de procedimiento administrativo común y de régimen jurídico del sector público). Más de la primera, aunque tampoco escaso de la segunda. ¿Cabe añadir algo más a lo ya dicho? Tal vez, por buscar otro ángulo, quepa analizar esa reforma a la luz de las consideraciones de la OCDE que, según el preámbulo de la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público, aplaudió en su día el énfasis reformador del gobierno de turno. Nada extraño, por otro lado. La OCDE se caracteriza a menudo por sus análisis complacientes con los países que visita en sus informes.

En el largo Informe (más de 300 páginas) que la OCDE hizo público en 2014 (Spain, From administrative Reform to continuous improvement), así como en el resumen ejecutivo del mismo publicado en castellano, se hacía mención a algunas cuestiones que todavía hoy siguen teniendo interés. Por ejemplo, que esa fiebre reformadora (en muchos puntos aparente) fue exigencia del duro marco de contención fiscal. El informe CORA es fruto de ese maridaje.

No me interesa destacar las alabanzas puntuales o los análisis insuficientes que en algunos pasajes se hicieron a la «voluntad reformadora» del citado gobierno, pues algunos de ellos sencillamente se alejaban de la realidad existente. Se hacía alusión, por ejemplo, a reformas del empleo público o a la tendencia de profesionalización de la dirección pública tras la LOFAGE, reformas que sencillamente que no han existido en España. Error de enfoque. Como también se realzaba la Ley de Transparencia, valoración que no resiste un análisis objetivo (menos en 2016), pues está lejos de ser una percepción real en nuestros días. Miradas de papel.

En un país sumido en un debate político eterno y vacuo propio de chamanes que, como bien expuso Víctor Lapuente, nada resuelven o todo lo empeoran, tal vez sea buen momento de volver sobre algunas ideas que, sin embargo, también se recogían en el citado Informe y que están lejos de esa visión complaciente que nos pretenden vender, pues reflejan acertadamente el tipo de país que es España y la imposibilidad material de reformar la Administración Pública, pues a nadie realmente interesa.

Si se analizan con frialdad esas reflexiones, no deja de ser curioso que la LRJSP invoque una y otra vez el informe de la OCDE como paradigma de una buena práctica reconocida internacionalmente, pues ese informe realmente dedica muy poca atención en puridad a la reforma de la Administración Pública y de su marco regulador, salvo las reflexiones sobre la reforma financiera (punto central de atención), la simplificación de cargas (que en poco se ha materializado) y la racionalización de estructuras. Pero esto último es ajuste fiscal. Si se lee atentamente, el informe dice realmente algunas cosas que no son precisamente para estar muy satisfechos de la tarea emprendida y nos pone unos deberes que, ni unos ni otros, han sabido ni quieren asumir.

Combinar la reforma con la mejora continua, como reza el título del Informe, no deja de ser en España un pío deseo, pues este país es aficionado a reformas espasmódicas que pierden su fuelle hasta quedarse en nada cuando se huele a elecciones. Lo andado se desanda con facilidad pasmosa. País curioso de políticos arrugados o prestidigitadores y de ciudadanos que valoran más el espectáculo y la mentira piadosa que asumir o encarar responsablemente la cruda realidad que nos circunda.

Veamos algunas «guindas». El diagnóstico de la OCDE, pese a su carga de complacencia, no podía ser más duro en algunos pasajes, cuando decía por ejemplo que hay un «alto grado de descentralización y fragmentación institucional en el sector público español. País -añade- de gobernanza híbrida que combina una fuerte fragmentación institucional y un ordenamiento legal muy formalista, con abundancia de redes personales e informales».

Ciertamente, es difícil describir mejor el funcionamiento «real» de nuestro sector público, con un Estado cargado de leyes (que no se cumplen), funcionarios que simulan aplicarlas, ciudadanos que las orillan o ignoran y tupidas redes de clientelas que se benefician de ese desconcierto. Ya se puede llenar el BOE de leyes, que tanto da, solo introducen más confusión, a pesar de que se invoque retóricamente la «mejor legislación», algo que desmienten paladinamente las numerosas disposiciones finales de esa ley 40/2015 que «parchea» otros tantos textos legales.

Pero no es la única guinda. Hay más. La reforma de la Administración no puede consistir en un hecho aislado. Su valor estratégico (estructural, como dice el Informe) solo se puede cumplir cuando hay continuidad en el proceso. Nada de esto se percibe en el horizonte. Se hicieron ajustes, que no reformas. Y cuando pareció despejar la tempestad (que nunca lo hizo realmente) se volvió a recorrer el camino inverso. Trampas en el solitario o juego de trileros. Tras un banquete de mentiras o de autoengaños, nos gusta mirarnos al espejos y decirnos: estoy anoréxico, me veo gordo.

El informe invoca la idea de Buena Gobernanza, algo que el gobierno de turno (liderado por el escuadrón de abogados del Estado) ni siquiera se enteró que pasaba por su lado. La Gobernanza requiere hoja de ruta, proyecto, cambio e innovación. Pero sobre todo Integridad y transparencia efectiva, cono recuerda la OCDE. Nada de simulacros cosméticos. No más de lo mismo o retorno disimulado a tiempos pretéritos. Ell marco regulador del sector público  ha vuelto la mirada al esquema dual del franquismo: ley de procedimiento y ley de régimen jurídico. Propio del Estado centralizador, como recuerda el profesor Paco Velasco. Y se vende como «tradición». Mal ejemplo o consuelo de ingenuos. La palabrería no engaña.

El informe advirtió de algunos peligros que parecen confirmarse en nuestro kafkiano escenario político-institucional. El primer peligro: la fragmentación y la burocratización del proceso. La reforma ha sido concebida como una antorcha de los altos funcionarios o cuerpos de elite, a quienes ni siquiera roza su estatus. Error de libro. También nos pone sobre aviso de que «un marco institucional inadecuado entorpecería las posibilidades de éxito de la reforma y la volvería fácilmente reversible». No ha habido, en verdad, reforma de calado, por mucho que se empeñen, pero sí es cierto que el marco político-institucional actual en nada ayuda siquiera a que se empuje o concrete.

Por tanto, esa reforma estructural de la Administración Pública sigue pendiente. Desde tiempos pretéritos.  Hace casi cuarenta años (cuando era joven) ya se hablaba de esa necesidad nunca afrontada. Dos generaciones para enterarse que existe un problema, marca con fuego a un pueblo y a sus gobernantes. Los define alejados de una sociedad e instituciones inteligentes, por no ser más explícito. La estulticia colectiva como medio de confort.

Y mientras no se aborde de lleno tal reforma, las instituciones serán débiles y nuestra democracia tendrá raíces inconsistentes, pues la Administración «impersonal», como recuerda Fukuyama, estará lejos de alcanzarse en un país cuyo mayor problema reside no en el marco regulador (tenemos leyes hasta en la sopa), ni en los procesos electorales (estamos convocando permanentemente a la ciudadanía para que se exprese políticamente y todavía queremos más), sino en los agujeros negros que la aplicación de la ley y la democracia tienen en un sistema altamente ineficiente en el campo político-burocrático y judicial, en los fallos estrepitosos del sistema de controles del poder, así como en un tejido institucional enfermo de un cóctel galopante de clientelismo-nepotismo-amiguismo, que todo lo anega.

Las formas; siempre nos quedamos en eso: en las apariencias. Propio de la sociedad del espectáculo sobre la que premonitoriamente escribiera Guy Debord en 1967. ¡Hace casi cincuenta años!. Detrás está la esencia, la que nadie quiere enseñar ni muchos otros ver. Y, mientras tanto, pasa el tiempo…

TRANSPARENCIA EFECTIVA

“La ignorancia en materia civil engendra desconfianza (…) Los poderes públicos no gozan de una confianza plena porque gran parte de su trabajo se desconoce. Es necesario crear instituciones que sometan a los servidores públicos a luz y taquígrafos a fin de desvanecer cualquier sospecha de deshonestidad. La transparencia en el ejercicio del cargo  puede asegurarse impulsando la publicidad oficial más allá de su estado actual. (Arland D. Weeks, The Pychology of Citizenship, 1917)

Transparencia y Valores

Hay quien sueña con pasar de la opacidad a la luz en un solo instante, con un click. La ingenuidad es atrevida.  Si en la anterior entrada tratamos sobre «Mentiras de la transparencia«, toca ahora detenerse en las condiciones mínimas para caminar hacia una transparencia efectiva. El recorrido es largo, más viniendo de donde estamos.

Si se mira con detenimiento, el imperativo de la transparencia no es más que un instrumento, un medio o un recurso, nunca un fin en sí mismo. Un mecanismo además con enormes limitaciones. Además, su naturaleza transversal, incluso poliédrica, dificulta mucho definir su correcto alcance.

La transparencia es, en primer lugar, un valor o principio. Nuestras leyes cada vez más hacen referencia a esta dimensión. Sin embargo, los valores o principios (y entre ellos la transparencia) deben internalizarse por quienes ejercen el poder o por aquellos que gestionan los asuntos y recursos públicos. Y ahí comienzan las dificultades. La política utiliza, como vimos, la transparencia con una carga retórica innegable en muchos casos. Y la función pública sencillamente la ignora o, cuando se trata del séquito de fieles que la han hecho suya, la promueve sin demasiadas consecuencias reales. Actuar alejados del foco o de la luz es algo a lo que el sector público está secularmente acostumbrado. Los arcana forman parte de la esencia de la política, como subrayó Carl Schmitt y ha recordado más recientemente Buyng-Chul Han. Una forma de hacer las cosas que no se cambia en un día ni en una legislatura o mandato, por muchas estructuras que se creen y por muchos recursos que se dediquen a ello.

El mito de la transparencia “activa” y “pasiva”

La transparencia es, asimismo, una obligación legal, que se concreta particularmente en todo lo que afecta a la publicidad activa; con muy pobres efectos prácticos hasta la fecha. Las leyes definen unos mínimos estándares que los poderes públicos deben cumplir. El problema es cómo y cuándo se cumplen. El destino u objetivo de esa información en masa –al menos el discurso ortodoxo así lo afirma- es mejorar el control democrático del poder y de la gestión pública. Pero información no es conocimiento. Los Portales de Transparencia o páginas Web son, además, impulsados y gestionados por quienes deben ser objeto de control, lo que desdibuja su efectividad. Nadie enseña sus vergüenzas voluntariamente, pues estas se disfrazan, embozan o, incluso, ocultan. La gran esperanza de los efectos taumatúrgicos de la publicidad activa se desvanece. Cuando menos muestra un recorrido mucho más estrecho del que se le presumía.

Solo un rigor por implantar una auténtica cultura de la transparencia y rendición de cuentas en el sector público, así como un desarrollo de la conciencia ciudadana de disponer y usar un instrumento de control efectivo mejorarán las cosas. Pero para eso se necesita tiempo, mucho tiempo. La velocidad y el vértigo no son buenos compañeros en ese viaje. La transparencia requiere mucho pensamiento lento y menos precipitación propia del pensamiento rápido, que a ningún sitio conduce, al menos en este tema.

La transparencia es también un derecho, que la ciudadanía puede (y debe) activar y, tal como vimos, apenas lo hace. Las solicitudes de información pública son escasas o, incluso, de carácter anecdótico. Tanto ruido para esto. De ahí que hablar de «transparencia pasiva» cuando nos referimos al ejercicio del derecho de acceso a la información pública sea un error. Si un nivel de gobierno quiere ser transparente debe estimular que la ciudadanía escrute, interrogue, indague y demande información pública sobre lo que hace, también sobre lo que hace mal. Ningún poder público se flagela a sí mismo si no hay alguien que le obligue a hacerlo, salvo que interiorice el valor o principio antes enunciado. Si lo anterior requiere tiempo, esto mucho más. No conozco ninguna campaña efectiva dirigida a ese fin impulsada por quienes deben ser controlados. El poder, por definición, huye de los controles, Más aún en nuestro caso, donde el control del poder es una quimera (algo que he intentado demostrar en el «Epílogo» al libro Los frenos del poder, Marcial Pons/IVAP 2016; una versión de tal epílogo se puede leer en esta misma página Web en la sección Lecturas. «España, ¿un país sin frenos?»). Pero sin ejercicio de este derecho, la transparencia se queda en el escaparate, como objeto en exposición.

 

Transparencia, control del poder y rendición de cuentas

Siendo lo anterior importante, lo realmente relevante es que la transparencia tenga resultados y, por consiguiente, mejore los escrutinios de control al poder reforzando la rendición de cuentas de los gobernantes. Pierre Rosanvallon lo ha identificado con claridad en su último libro (Le Bon gouvernement, Seuil, París, 2015): el imperativo de la transparencia impone una “democratización” del sistema de control del poder. En este punto el parentesco entre transparencia y comportamiento ético de la política o de quienes gestionan los asuntos públicos es estrecho. La transparencia ha venido para instalarse como mecanismo de escrutinio de la conducta gubernamental  y solo adjetivamente de la actuación administrativa, que recibe así un carácter instrumental. Aunque nuestras leyes enfoquen el tema de forma distinta, y con frecuencia equivocada: no solo los gobernantes (políticos) deben ser íntegros, sino también el conjunto de los servidores públicos, pues las demandas de transparencia sobre este ámbito se desvanecen en una mala inteligencia de la protección de datos.

La rendición de cuentas es exigencia de responsabilidad a quien gobierna o administra. Ese proceso exige escuchar sus razones y obrar en consecuencia. Pero aquí confundimos la accountabiliity con el linchamiento de la clase política (Innerarity), algo que poco ayuda a la construcción de una sociedad responsable. Y menos aún a un uso cabal y maduro de la transparencia. Este reto es ciudadano y, en especial, de los medios de comunicación, que ya utilizan sectariamente la transparencia como  «técnica del calamar» con objeto de manchar al contrario, especialmente al político de “bandas rivales”.

Transparencia y cambio de cultura organizativa

Ni la política vacua o de exposición mediática, ni tampoco la gestión pretendidamente innovadora que solo busca el premio o el aplauso instantáneo, harán avanzar un ápice esa exigencia previa para implantar efectivamente la transparencia. Para dar pasos efectivos en esa dirección se requiere el asentamiento de una cultura de profunda transformación organizativa, que debe implicar hacer de forma distinta las cosas, cambiar los hábitos, modificar los modos de desarrollar la actividad política, directiva o administrativa, erradicar el favor o la amistad del ámbito de funcionamiento de lo público, alterar sustancialmente las formas (viciadas) de conformar un expediente o de adoptar una resolución de subvención o de contratación pública, asentar un sistema de mérito bastardeado hasta externos inusitados (con el aplauso a veces indisimulado de los propios agentes sociales) en la selección y provisión de puestos de trabajo, redefinir los procedimientos, abrir las ventanas y airear las debilidades y mala praxis que buena parte de las estructuras político-administrativas esconden por doquier. Nadie hace eso voluntariamente. Al menos de momento. Porque prácticamente nadie se toma realmente la transparencia en serio.

Cambiar radicalmente hábitos, actitudes, comportamientos y modos de hacer las cosas es, al fin y a la postre, el único resultado tangible de la transparencia. Y ese resultado no se consigue solo imponiendo «el miedo» a través de sanciones o represalias. No es buena vía. Pues la transparencia así aplicada se mueve solo en estándares de legalidad y no de eficacia, menos aún de interiorización de valores. Cumplir las obligaciones de transparencia o resolver las solicitudes de información pública de conformidad con las leyes no garantiza una transparencia efectiva, ni hoy ni mañana. Ahí es donde radican las dificultades de este proceso.

Transparencia y políticas formativas

Y esas dificultades se advierten, por ejemplo, en la enorme complejidad que muestra el diseño de políticas formativas en este ámbito. Se han multiplicado las acciones formativas de la transparencia, pero los límites del modelo puesto en marcha están claros. Las diferentes leyes, no precisamente la estatal, apuestan por llevar a cabo procesos continuos de formación, macro programas formativos o acciones múltiples de ese carácter con la vana pretensión de inculcar cultura de la transparencia «en vena», como si fuera una inyección con efectos inmediatos. Error mayúsculo.

En unas organizaciones públicas en las que el imperio de los juristas y de las reglas formales ofrece su hegemonía, formar en transparencia se convierte fácilmente en «contar» el marco legal y sus posibles consecuencias en casos de incumplimiento. O, en «el mejor de los casos», se importan discursos de open government cargados de lugares comunes en cuidadas presentaciones de power point que ningún valor real añaden, salvo el estético.

Los programas formativos de transparencia deben ser proyectados a lo largo del tiempo, con visión estratégica y no de vuelo gallináceo. Se deben proyectar en el acceso o acogida, en la promoción, en los procesos de evaluación del desempeño, así como en los planes de mejora o innovación de la gestión, también en la carrera profesional. La formación para la transparencia debe enmarcarse en una formación en valores y, sobre todo, en un cambio de cultura y de hábitos dentro de la política de gestión de personas de las organizaciones públicas. Los resultados siempre se obtendrán a largo plazo. Pero en esta sociedad de la inmediatez eso suena a música celestial.

La cita que abre este comentario ilustra bien el correcto enfoque del problema. Ayunos de formación en valores, despreciando el papel de los principios y olvidando que la transparencia es un instrumento que se mueve en un sistema de Gobernanza inteligente, por tanto obviando las interdependencias que este sistema tiene (por ejemplo, con la integridad o ética pública, transparencia colaborativa, Gobernanza «intraorganizativa», Gobierno abierto o relacional y transparencia colaborativa, así como las complejas relaciones entre transparencia y rendición de cuentas, siempre por lo común frivolizadas o simplificadas), no se avanzará un ápice en la implantación de la transparencia efectiva en la política ni tampoco en las estructuras administrativas.

La transparencia: instrumento de recorrido limitado a corto plazo

La única forma de erradicar la retórica del discurso cotidiano de la transparencia es comenzar por rebajar radicalmente las altas expectativas puestas en este limitado instrumento. Un jarro de agua fría para la política espectáculo. También para los fervientes seguidores de la transparencia, que no escasean precisamente. Esto da poco de sí, al menos a corto plazo. Quien pretenda grandes resultados efectivos en un plazo inmediato se estrellará contra el muro de la evidencia y convertirá la política de transparencia o de formación para la transparencia en retórica barata. También despilfarrará recursos públicos.

Para evitar ese indeseable resultado es necesario reconocer que lo importante, en verdad, no está en la transparencia, modesto e insuficiente medio o instrumento, sino en el proceso de construcción de estructuras de gobierno y administración cada vez más íntegras institucionalmente, con políticas  de calidad institucional contrastada, más eficientes, que restauren el vigor del principio de mérito y se conviertan en sistemas profesionales también en los niveles directivos,  abiertas y tecnológicamente avanzadas, que aboguen por el desarrollo de la sociedad del conocimiento, así como que tengan sistemas adecuados y razonables de rendición de cuentas. Proceso de muchos años, más bien de décadas.

No hay atajos, por mucho que se busquen. Alcanzar la transparencia efectiva requiere, continuidad, constancia y tenacidad, pero sobre todo política estratégica y sostenibilidad en el tiempo. Y, en especial, un cambio radical de enfoque de lo que son nuestras estructuras de gobierno y administración. Además, visión y compromiso público sincero de todos los actores que deben intervenir en ese complejo y largo proceso (políticos, directivos, sindicatos, empleados públicos, ciudadanía y medios de comunicación). Todo lo contrario del humo que queda después de llenar el cielo político o administrativo de fuegos de artificio. Así empezamos y así concluimos.

EL MAL GOBIERNO

“Una ejecución débil no es sino otra manera de designar una ejecución mala; y un gobierno que ejecuta mal, sea lo que fuere en teoría, en la práctica tiene que resultar un mal gobierno” (Hamilton, “El Federalista”, Fondo de Cultura Económica, LXX, México, 1998, p.. 197)

Cuando la zozobra política parece haberse instalado entre nosotros tal vez sea hora de volver la mirada, una vez más, a esa obra monumental del pensamiento político que es El Federalista. Allí, principalmente Hamilton, hacía hincapié reiteradamente en una noción que ahora parece estar de moda por doquier: el Buen Gobierno.

En efecto, ya desde sus inicios (I, p. 3), Hamilton se interroga sobre si el pueblo de Estados Unidos será capaz de establecer “un buen gobierno”. La experiencia y el talento de sus dirigentes (“de sus mejores hombres”) es una necesidad objetiva para tal fin, que precisamente hoy no abunda (“la experiencia es la madre de la sabiduría”, LXXII, p. 308). Pero este autor también subraya que el presupuesto de un buen gobierno es una buena administración. Estas eran sus palabras: “La verdadera prueba de un buen gobierno es su aptitud y tendencia a producir una buena administración”. Algo que, por lo que a nosotros concierne, también nos falta.

No interesa aquí reiterar los beneficiosos efectos de esa noción de moda que es el “buen gobierno”, ahora muchas veces reconvertida en “buena gobernanza”. Nadie duda de que, bien aplicada, sus atributos mejoran la calidad de las instituciones y la confianza de la ciudadanía. Pero, frente a tanto eslogan, tal vez conviene descubrir el lado desnudo del poder: por lo común, especialmente en nuestro caso, es raro que un Ejecutivo y una Administración Pública acrediten la existencia de un “Buen Gobierno”, lo más frecuente es que se gobierne mal o simplemente que no se gobierne (“Estado sin cabeza”, que diría Pierre Rosanvallon) o se levite en el poder sin apenas hacer nada realmente importante. Cautivo de los medios. Y del qué dirán.

Una vez más la clave nos la dio Hamilton: “Al definir un buen gobierno, uno de los elementos salientes debe ser la energía del Ejecutivo”. Pues, en caso contrario, tal como expone la cita que abre este comentario, se instalará fácilmente “un mal gobierno”. Dicho en términos más contundentes y por el mismo autor: “Un Ejecutivo débil significa una ejecución débil del gobierno”.

Y estamos tan habituados a esa debilidad, que normalmente es de carácter (políticos pusilánimes, acomodaticios o “arrugados”), pero que también resulta de la misma fragmentación del poder y de la imposibilidad de articular mayorías estables (impotencia de “acordar transversalmente”) que solidifiquen una estructura gubernamental que actúe con el coraje debido en la resolución de los innumerables problemas a los que debe hacer frente el poder en un momento tan crítico como el actual. Una sociedad sin nadie que le gobierne realmente. Patético.

Ya lo dijo Innerarity de forma precisa: hay un “déficit estratégico en la política”. Se impone, según este autor, “la tiranía del corto plazo en la que chapotean nuestros sistemas políticos” (La política en tiempos de indignación, 2015, p. 335). También lo expresaron de forma diáfana, Berggruen y Gardels, “la política se ha convertido en algo que gira en torno a las próximas elecciones en lugar de la próxima generación” (Gobernanza inteligente para el siglo XXI, Taurus, 2012, pp. 68-69). Mirada corta, soluciones contingentes. Ninguna visión. Ceguera política. Alta factura que pagaremos todos.

Pero siendo lo anterior muy importante, no lo son menos sus consecuencias inmediatas. Algunas son muy obvias. Retornemos al gran monumento de la ciencia política que es El Federalista: “Se han hecho nombramientos escandalosos –denunciaba Hamilton- para ocupar puestos de importancia” (LXX, p. 301). El desacierto en la designación de los cargos públicos y especialmente de quienes son llamados a dirigir la Administración es probablemente una de las causas más evidentes del mal gobierno. Y de ello también advirtió Stuart Mill: “No hay acto que más imperiosamente exija ser cumplido bajo el peso de una gran responsabilidad personal, que la provisión de los destinos públicos”. O siglos antes también se hacía eco de esta idea el ilustre valenciano Furió Ceriol: “Por ninguna manera del mundo se elija a un ‘consejero’ sin que haga primero examen de su habilidad y suficiencia”. Sin embargo, buena parte de nuestra clase política no aprende nada, porque poco lee y apenas piensa: “actúa”. Y, además, mal, de forma precipitada, con el hemisferio derecho del cerebro, nunca con el izquierdo. Así nos va.

La Administración Pública de amateurs que anegó buena parte de la evolución de las democracias avanzadas ya se erradicó en su día (al menos en las democracias avanzadas; que no en la nuestra), primero en la función pública, después en la alta administración. En esto último, las rotaciones del poder y la conformación de gobiernos frágiles, andamos muy huérfanos: están plagadas nuestras Administraciones Públicas de “peligrosos” cargos directivos que ni saben dirigir ni tienen los conocimientos básicos para ello. Alta factura se paga por ello (o se pagará). Las viejas y nuevas hornadas de gobiernos autonómicos y locales no han cambiado esos hábitos, en algunos casos los han multiplicado. Práctica arraigada. Es cierto que hay excepciones; por ejemplo, algún Ayuntamiento como es el caso del de Madrid ha provisto buena parte de los cargos directivos con criterios profesionales, lo cual es de agradecer; pero en otros esos mismos directivos se eligen “democráticamente por los ‘círculos’” (sic) o entre personas (todas) que nunca han cotizado a la seguridad social. Y no es broma, aunque lo parezca. No seré más explícito.

En la política de nombramientos, como también señalaba Hamilton, “los méritos no pueden pasar inadvertidos”. Quien puede proponer y nombrar incompetentes sin rendir cuentas a nadie, amparado en esa discrecionalidad absoluta que tapa todas las vergüenzas, actúa sin frenos y, además, tiende, por la naturaleza de las cosas, a corromper el ejercicio del poder. Si además de nombrar un incompetente, se designa a un necio, el problema se multiplica. Y pasa más de una vez. La ignorancia se intenta suplir con el velo del cargo (“con los galones”, como decía mi buen amigo Manuel Zafra) y la burda arrogancia.

Recientemente Fukuyama ha puesto de relieve la transcendencia que tiene el parentesco y la proximidad (clientelismo) en la provisión de cargos públicos cuando de humanos se trata. Estados patrimoniales, trasunto de la tribu. Pero eso ya se resaltó en El Federalista, cuando se advertía de “la multiplicación de los males que nacen del favoritismo” (LXXVII, p. 330).

En estos tiempos en que de “Buen Gobierno” se alardea por doquier, conviene decir muy alto que para alcanzar esa excelencia en la gestión gubernamental se requiere necesariamente erradicar las prácticas clientelares, el nepotismo y el amiguismo que anegan la vida pública española. Es necesario profesionalizar la Administración Pública a todos sus niveles, también en el directivo. Por más que se elucubre, no hay atajos.

Víctor Lapuente, en un interesante ensayo, por lo demás muy difundido, se hacía eco de la siguiente reflexión: “Cuesta en el resto del mundo encontrar diferencias tan grandes como las existentes (…) entre Comunidades Autónomas españolas como Andalucía y el País Vasco”(El retorno de los chamanes, 2015, p. 296). Podía haber también buscado otros referentes geográficos. La constatación evidente es que hay una brecha cada vez más intensa entre buen y mal gobierno. También territorial. Al menos en algunos lugares. La brecha se amplía, cada vez más. Y el tiempo, salvo que algo se haga para evitarlo (lo que hasta ahora no se advierte), lo irá confirmando. Para mal de algunos. Y bien de otros.

LA»LEY MUNICIPAL» DE EUSKADI: PRIMEROS APUNTES

En pocos días el Boletín Oficial del País Vasco publicará la Ley de Instituciones Locales de Euskadi que el Parlamento Vasco ha aprobado el pasado jueves 7 de abril. Finalmente, no se ha optado por el enunciado que siempre acompañó a los sucesivos proyectos (“Ley municipal”), sino por otro que pretende englobar a todas las instituciones locales vascas, algo razonable, pero que olvida que en el sistema local vasco el municipio es (mucho más que en el régimen común, dado el papel de entidades singulares de naturaleza política que tienen los órganos forales de los Territorios Históricos) la institución capital por excelencia de ese mundo local. No obstante, el enunciado finalmente elegido tiene su coherencia, como después diré.

Se trata de una Ley de una gran transcendencia en el plano interno, por el indudable fortalecimiento del municipio en el sistema institucional vasco y en la arquitectura político-financiera de Euskadi;  pero también su importancia se proyecta sobre el plano externo, pues sin duda representa un modelo de configuración de la autonomía municipal sobre bases muy firmes, que será tomado (al menos en parte) como referencia obligada para reforzar el nivel local de gobierno en otros ámbitos territoriales.

Ley inspirada en la CEAL

En efecto, esta Ley se distancia abiertamente de las tendencias involucionistas del régimen local que han preñado las últimas reformas de la legislación básica del Estado y se adentra de modo firme en una defensa encendida de la autonomía local a través de su engarce directo con la Carta Europea de Autonomía Local, de la que bebe en no pocos de sus pasajes (esencialmente en lo que afecta a la noción de autonomía local, a los principios en los que se asienta, a las competencias de los municipios y a las fórmulas de gestión compartida de los servicios públicos municipales, a la organización municipal, así como a la financiación incondicionada).

Ley con afectaciones múltiples

La Ley dota, por tanto, de visibilidad institucional al municipio vasco, pero sus previsiones no solo impactan directamente sobre este tipo de gobiernos locales, sino que se extienden al resto de entidades locales (cuya competencia de desarrollo es principalmente foral), a los propios órganos forales de los Territorios Históricos (con impactos importantes sobre sus competencias, sobre su sistema institucional y de gestión, así como sobre la financiación local), pero también a las Instituciones Comunes de la Comunidad Autónoma (Parlamento Vasco y Gobierno Vasco).

Una Ley institucional

Pero la Ley de Instituciones Locales de Euskadi es, ante todo y de acuerdo con las Bases que  en 2010 elaboró EUDEL, una ley institucional, (de ahí la coherencia de su enunciado) que opta derechamente por configurar a los municipios como niveles de gobierno en situación de (relativa) paridad con el resto de niveles de gobierno propios que operan en Euskadi, ensambla al municipio en ese entramado institucional y hace una apuesta clara y decidida por el fortalecimiento institucional de los gobiernos locales. Puede no convencer a todo el mundo lo que inmediatamente afirmo, pero tras una lectura desapasionada (políticamente) de la Ley, cabe afirmar sin riesgo a equivocarse que, tras la aprobación de esta Ley, el municipio vasco está (en términos de autonomía municipal) en unas condiciones envidiablemente mejores que el resto de municipios del Estado. Sobre esto no hay ninguna duda. Cualquier análisis objetivo así lo confirma. Lo más próximo fue la Ley andaluza de autonomía local. Un gran avance para su momento. Pero la Ley vasca, al menos en ciertos puntos, da un paso más adelante.

Competencias municipales propias «garantizadas»

Una de las notas distintivas de la Ley es, sin duda, la garantía de la autonomía local a través de un sólido sistema de competencias municipales. Es, en este punto, donde se observa que efectivamente la Ley es “municipal”. También en otros como se verá. Pero la garantía de las competencias municipales es amplia (mediante un generoso listado de competencias propias y por medio del establecimiento de “puentes” entre competencias municipales y financiación), así como a través de un (relativo) blindaje “formal” (motivación de cualquier menoscabo por leyes o normas forales posteriores). Particular importancia da la Ley al euskera como lengua de trabajo y de relación de la administración local vasca: se inclina por una “euskaldunización progresiva” y atribuye competencias propias a los municipios en ese ámbito. Y notable interés tienen, en el plano competencial, las numerosas disposiciones adicionales y transitorias que se ocupan de aspectos puntuales del régimen competencial de los ayuntamientos de enorme importancia para los propios municipios y sobre todo para la ciudadanía, destinataria última de toda la actividad municipal. Aspecto este  que la Ley tampoco olvida.

Garantías de financiación

También hay garantías de cumplimiento frente a los convenios con obligaciones financieras (en este caso a través del Consejo Vasco de Finanzas Públicas, lo que excluiría la pretendida aplicación mecánica de la reciente doctrina del TC sobre el artículo 57 bis LBRL), frente a los procesos de elaboración de leyes y normas forales e, incluso, frente a reglamentos “ex post” a la Ley municipal que desarrollen leyes sectoriales anteriores y supongan carga financiera para los municipios en determinadas competencias.

Una Ley que regula muchas dimensiones de la vida municipal

La Ley regula otras muchas cosas sobre las que solo cabe dar noticia: organización municipal, estatuto de cargos representativos municipales (con mejoras sustantivas), dirección pública profesional, transparencia (con un sistema gradual de implantación de la publicidad activa según población del municipio) y una amplia regulación de participación ciudadana. También regula un importante título sobre la gestión de servicios públicos municipales.

Pero los dos puntos relevantes, desde un enfoque estrictamente institucional, son sin duda el mecanismo de alerta temprana que prevé la Ley y el sistema de financiación municipal que garantiza la presencia de los representantes municipales en el Consejo Vasco de Finanzas Públicas cuando se deban adoptar determinadas decisiones económico-financieras que afectan a los municipios vascos.

Dado el carácter “institucional” de la Ley, hay un buen número de preceptos (inclusive varios títulos) dedicados a insertar al municipio vasco en la compleja arquitectura institucional vasca, tanto en lo que afecta a las decisiones legislativas o a la adaptación de políticas públicas, así como en la concreta dimensión económico-financiera.

La introducción de un mecanismo avanzado de «alerta temprana» como garantía de la autonomía local

De todos ellos destacan dos cuestiones. La primera es la creación de la Comisión de Gobiernos Locales de Euskadi, órgano conformado exclusivamente por representantes municipales, que se configura como mecanismo de alerta temprana para advertir al Gobierno Vasco de aquellos “procesos normativos” que afecten a competencias propias de los municipios y lesionen, por tanto, la autonomía municipal (mediante un sistema de comisión bilateral para corregir potencialmente tales desviaciones). La Comisión de Gobiernos Locales tiene más atribuciones, pero esta es la más relevante. Se trata, a no dudarlo, de la fórmula institucional más avanzada en el Estado de garantía de la autonomía local frente a la intervención de la Comunidad Autónoma. Esta prevista, asimismo, su traslación (dentro de las potestades de autoorganización de tales entidades) al ámbito de los Territorios Históricos (Diputaciones Forales).

Ley «integral»: regula competencias, sistema institucional y financiación municipal.

La Ley es, por último, una Ley integral; esto es, que regula una tríada de cuestiones nucleares que definen la institución municipal como entidad política y no solo instancia prestadora de servicios (que también). A saber: a) Define las competencias municipales (quantum de poder político); diseña la inserción del municipio en la arquitectura institucional vasca (Consejo Vasco de Políticas Públicas Locales; Comisión de Gobiernos Locales; participación en el Consejo Vasco de Finanzas Públicas); y c) Regula el sistema de financiación municipal o, al menos, las líneas sustantivas (o criterios generales) del proceso y el papel de los representantes municipales en la definición de determinados puntos clave del sistema  de financiación (en el ámbito de los planes económico-financieros; rendimiento de los tributos concertados; y determinación de la participación de las entidades locales en la distribución de tributos concertados).

Buena Gobernanza y Gestión integrada de servicios públicos municipales

En fin, una Ley que sitúa al municipio vasco como nivel de gobierno con una autonomía local reforzada y con un fuerte sustrato competencial. Asimismo, le dota de innumerables herramientas para gestionar eficientemente ese gobierno municipal en un entorno de Buena Gobernanza (Integridad o Códigos de Conducta, Transparencia, Participación Ciudadana, Cartas de Servicios, Eficiencia, Sostenibilidad, etc.). La Ley también hace una apuesta decidida por la gestión compartida de los servicios públicos locales en clave de intermunicipalidad, en la línea de la Carta Europea de Autonomía Local. Y, en fin, prevé un avanzado mecanismo de alerta temprana y una inserción del municipio en los procesos de toma de decisiones que afectan al sistema de financiación local.  Un innegable avance.

Algunos condicionamientos y (posibles) excesos

En cualquier caso, no todo son parabienes, aunque haya muchos. La “rigidez” de la política (también en este caso de la vasca) ha empañado un mayor y más amplio consenso que, a todas luces, hubiera sido deseable para una mayor legitimación de un texto normativo de contenido institucional como el comentado. Las reales diferencias han estado (como siempre) en el sistema de financiación (donde algunos de los modelos propuestos por las diferentes fuerzas políticas resultaban difíciles de cohonestar con la compleja arquitectura institucional vasca y eran, en todo caso, muy distantes entre sí), puesto que en lo demás se me antojan retóricas o escasamente razonables, cuando no insuficientemente razonadas.

Es verdad, no obstante, que el pacto político alcanzado (PNV-BILDU) ha dejado algunas “huellas perceptibles” en el texto finalmente aprobado. Toda negociación política tiene esos efectos.  Hay en la Ley, en efecto, algunos excesos retóricos (por ejemplo, una exageradamente larga y hasta cierto punto tediosa exposición de motivos), también hay regulaciones que han quedado muy imprecisas o reiterativas (en el plano de los principios) y otras hasta cierto punto superfluas (directivos públicos profesionales, pues en verdad inicialmente solo se podría aplicar a tres municipios vascos; gastar tanta tinta para eso no está muy justificado). Y, en fin, hay algunas reiteraciones, alguna pequeña contradicción y algún punto más que discutible en su trazado (publicidad general de las juntas de gobierno; o vinculación de los acuerdos de participación ciudadana; aunque en ambos casos con la salvaguarda de que el pleno por mayoría absoluta considere lo contrario, con lo cual la lógica institucional, si es que la hubiere, se rompe en pedazos).

Ley de gran relieve político que refuerza al municipalismo vasco

Sin embargo, tales “huellas” de un proceso negociador (que se me antoja fue especialmente difícil) no pueden desmerecer el gran relieve político (y no es una expresión hueca; el Gobierno Vasco ha empleado la expresión «hito histórico») que representa la aprobación de esta Ley para el municipio vasco. Ahora queda desarrollarla, por los diferentes niveles de gobierno que deben hacer efectiva su puesta en marcha, pero sobre todo por los propios ayuntamientos. A partir de esas bases normativas la autonomía local en Euskadi deberá desplegar toda su potencialidad. Este es el gran reto inmediato y mediato del gobierno local vasco. Las grandes vigas del autogobierno municipal vasco ya están sentadas. Ahora falta construir el edificio. Poco más se puede decir en un breve comentario. Habrá que volver sobre muchos de los aspectos aquí tan solo telegráficamente enunciados. Sirva lo anterior como mera “noticia” de la aprobación de esta importante Ley.