política

DIEZ AÑOS DE EBEP

“Un sector público profesional e imparcial es un elemento clave de nuestra democracia” (Código de Valores y de Ética del Sector Público de Canadá)

Título breve. Contenido, también. El próximo mes de abril se cumplirán diez años de la publicación de la Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público. Enunciado de la Ley, que en su día no objetamos (todo hay que decirlo), dictado con escaso acierto. La institución de función pública se diluía, así, en un empleo público preñado de contrataciones laborales poco ortodoxas. Bastardear es un verbo muy duro, pero lo cierto es que la función pública tampoco estaba alejada de prácticas clientelares o de nepotismo, al menos en determinados niveles.

Lo cierto es que en 2007, con el EBEP, se aprobó una herramienta normativa potente. Por emplear un adjetivo que, con frecuencia, utiliza Mikel Gorriti. También es verdad que con poco consenso político y con muchas concesiones (que se hicieron) a los sindicatos del sector público (por cierto, a cambio de nada). Un sindicalismo del sector público que, en sus peores versiones, adopta la figura de ave rapaz. Duro juicio, pero basado en práctica extensa. En sus peores versiones, que no son todas, sigue sin entender cuál es el papel de la función pública en un Estado democrático. Preocupante.

Pero más triste aún es, sin embargo, que las leyes se publican, pero rara vez se aplican. Nadie se creyó realmente el EBEP. Los funcionarios porque de crédulos no tienen nada: han visto pasar tantos cambios propios de Lampedusa, que perdieron la fe y algunos, incluso, las ganas de trabajar (que no de cobrar). Los políticos, al menos aquellos que lo aprobaron, rápidamente comenzaron a ignorarlo. A los pocos meses, el ministro promotor del EBEP (Jordi Sevilla), cayó en desgracia. Quien fuera presidente del Gobierno en aquel momento tal vez debiera explicar algún día por qué lo cesó: nunca lo dijo. Los ceses a la sombra siempre nos conducen a lugares recónditos: mejor no seguir indagando. Tras ese cese, la nueva responsable del ramo hizo de la tierra quemada su política más evidente. No dejó títere con cabeza en el propio Ministerio, y eso que era del mismo partido. Con amistades así … En verdad, a partir de entonces (finales de 2007), se acabó de un plumazo la política de función pública; hasta hoy, 2017. Luego vino la crisis, para agudizarlo todo: el EBEP mal entendido significaba gasto, lo que se impuso fue el recorte. Y la función pública perdió músculo, talento y envejeció en pocos años una barbaridad.

El EBEP, como bien explicó en su día quien fuera su promotor político, diseñaba cuatro palancas de cambio para adaptar la función pública española a la existente en las democracias más avanzadas: evaluación del desempeño, carrera profesional, dirección pública profesional y código ético de los empleados públicos.

El balance de los resultados obtenido por esas cuatro palancas de cambio en estos (casi) diez años es sencillamente demoledor. Todo ha resultado ser una enorme mentira. Nadie se ha creído nada. Y, por lo común, la política menos (los «temas de personal» son incómodos y poco lucidos), pues para uan parte de la política la función pública (o el empleo público) es –mientras no se demuestre lo contrario- un lugar institucional donde, tal como explicara en su día el profesor Alejandro Nieto, deben pacer plácidamente las clientelas de los respectivos partidos. La función pública como patrimonio de la política. Ese es el gran mal, fácilmente diagnosticable, pero sin medidas efectivas para ser erradicado. El funcionario “amigo del poder” tiene premio; quien no lo es, castigo.

Las cuatro palancas no se han activado. Algo, muy poco (o, mejor dicho, en muy pocos sitios, prácticamente testimoniales), se ha hecho en lo que a evaluación del desempeño respecta. Pero en una función pública que prima el igualitarismo falso, nada que “discrimine”, aunque sea objetivamente, tiene recorrido. Lo más justo (se nos intenta convencer de lo imposible) es tratar igual a todo el mundo, aunque su rendimiento y resultados (como así es en la práctica) sea diametralmente distinto. La justicia entendida al revés. Dicho de otro modo: una función pública que no discrimina es materialmente injusta. Y que nadie se eche las manos a la cabeza por la desmotivación imperante. La paradoja es que quien más desmotivado dice estar es quien menos trabaja. El mundo al revés.

La carrera profesional allí donde se ha implantado, en pocos sitios y mal, ha sufrido un proceso de chalaneo burdo y barato (más bien muy caro para los agujereados bolsillos del contribuyente): carrera se identifica solo y exclusivamente con cobrar más (no con trabajar mejor o con mayores resultados). Sobre todo (y eso es lo importante) que cobren “todos” lo mismo. Nadie puede quedar fuera del reparto: haga las cosas bien, regular o mal. Eso es indiferente. Lo importante es “la igualdad” entendida como trato uniforme, al margen de la actitud y resultados que tengan los funcionarios. Bochornoso espectáculo del cual el contribuyente ni se entera. La transparencia en estos casos es opaca. Los paños sucios se limpian en casa.

Pero si vamos a la tercera palanca, la dirección pública profesional, el incumplimiento es todavía más grave, pues permanentiza sine die el clientelismo en la zona alta de la Administración; puesto que los niveles de responsabilidad directiva se siguen repartiendo entre “los amigos políticos”, por traer a colación ese excelente libro de José Varela Ortega sobre el sistema político de la Restauración. Cien años después de ese momento histórico, seguimos haciendo las mismas cosas. Las competencias profesionales se orillan o son preteridas. Algo muy preocupante. Así, nunca habrá Administración Pública moderna e imparcial, por mucha retórica que se le eche al invento. Hay pueblos que no aprenden ni a bofetadas (por no emplear una expresión más dura).

Y, en fin, lo del Código Ético o de conducta del empleo público, la cuarta palanca del EBEP para cambiar la función pública, ha pasado sin pena ni gloria. Peor aún, ignorado por completo. Nadie sabe realmente que en 2007 se aprobó por Ley un Código de conducta de los empleados públicos. Aprobarlo por Ley fue un error, pues un instrumento de autorregulación no debe tener soporte jurídico-normativo. Pero aun así, España fue (relativamente) pionera en la aprobación de un Código de conducta de empleados públicos. Si bien, la verdad es que ni siquiera estos (los funcionarios) se han enterado. Alguien (algún empleado probo y despistado) lo debió leer, pero pronto se le olvidó. Tras unos duros años en los que la corrupción ha campado por sus anchas en el sector público, a ninguna institución ni gobierno se le ha ocurrido promover (aunque algunas iniciativas hay en marcha) una cultura de infraestructura ética en la función pública y, particularmente, de sus empleados públicos. Todo el mundo se lo toma a chirigota. Propio de un país subdesarrollado.

Así las cosas que nadie se extrañe del estado actual en el que se encuentra esa institución que se conoce como función pública (empleo público). Levantarla será tarea hercúlea. Los propios funcionarios (o empleados públicos) no se creen nada, son “viejos” resabiados (por media de edad es un cosa obvia) y hasta cierto punto (tras 20, 30 o 40 años de servicio) instalados, en buena medida, en “zonas de confort”. Los sindicatos del sector público nada han entendido realmente del momento actual y necesidades de una institución cuya única razón existencial es servir a la ciudadanía y no a los propios funcionarios. Y la política sacó de la agenda en 2007 este tema y nunca más lo ha vuelto a incorporar.

En suma, bien se puede concluir que el EBEP está en “el corredor de la muerte”. Lugar inhóspito y paralizante donde –como se sabe- se puede permanecer muchos años, tal vez décadas. Pero nada es gratis. Esa parálisis tiene consecuencias, también económicas y sociales. No cabe olvidar la cita que abre este comentario. Y la podemos cerrar también con otra que procede del mismo excelente documento elaborado por un país avanzado y ejemplar. En efecto, el Código federal canadiense de Valores y de Ética Pública lo deja muy claro: “un sector público no politizado es esencial para el sistema democrático”. A ver si algún día terminamos por comprender qué es lo realmente importante de la función pública como institución. La verdad es que nos cuesta …

INSTITUCIONES DE GARANTÍA DE LA TRANSPARENCIA[1]

 

“Si la imparcialidad es una cualidad y no un estatus, no puede ser instituida por un procedimiento simple (como la elección) o por reglas fijas (como las que rigen la independencia). Se la debe construir y validar permanentemente. La legitimidad por la imparcialidad debe ser, pues, incesantemente conquistada” (Pierre Rosanvallon, La legitimidad democrática, Paidós, 2010, p. 138)

Modelos institucionales de órganos de garantía de la transparencia

Son tres las cuestiones básicas a las que, desde un punto institucional,  los marcos normativos reguladores de la transparencia deben dar respuesta: a) ¿Qué estructura adoptan tales instituciones u órganos de garantía?; b) ¿Cómo se componen y de qué forma se eligen sus miembros?, y c) ¿Qué funciones o atribuciones tienen asignadas?

Veamos qué soluciones ha dado el legislador, tanto estatal como autonómico, a las  cuestiones enunciadas.

 El modelo estatal de CTBG

En primer lugar, cabe afirmar que la Ley 19/2013 dedica el título III a la regulación del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno. Sus fines están perfectamente descritos en el artículo 34 de la Ley 19/2013

El legislador ha optado por un modelo institucional conformado a su vez por dos órganos, uno que es dominante (la Presidencia) con carácter unipersonal y otro colegiado (la Comisión de Transparencia), pero con presencia de actores políticos en su seno (diputado y senador). Mal precedente. La Presidencia dispone de una independencia funcional, que se ve avalada por el sistema de nombramiento y por el (relativo) blindaje frente a ceses marcados por la discrecionalidad. Y sus funciones son las más importantes, siendo residuales o adjetivas las atribuidas a la Comisión.

Lo más relevante de esta institución, con la finalidad de salvaguardar su independencia, es el sistema de nombramiento de la persona titular de la presidencia. A tal efecto, la propuesta de nombramiento (lo cual empaña inicialmente la independencia del órgano) procede de la persona titular (del actualmente denominado) Ministerio de Hacienda y Función Pública, si bien debe ser avalada por la mayoría absoluta de los miembros de la Comisión competente del Congreso de los Diputados en una comparecencia previa planteada al efecto. Estas comparecencias, tal como han sido configuradas entre nosotros, carecen de la más mínima efectividad y no son creíbles: se trata de pasar un trámite frente a nombramientos in péctore. Tal como se ha dicho, en el proceso de designación de la persona que ejercerá la presidencia de la institución, hay una “intensa y extensa intervención del poder ejecutivo”[2]

En la actuación concreta de la institución, dada la relativa independencia que el tener la condición de autoridad independiente le otorga, puede la persona titular de la institución distanciarse en el ejercicio de sus funciones (mediante una actuación imparcial) de quienes promovieron su nombramiento. Lo que, dicho sea de paso, es algo que está ocurriendo en algunos momentos en este primer mandato del Consejo. Una autoridad independiente de la transparencia no puede ser por definición “amiga del poder”.

En cuanto a los requisitos o exigencias para el nombramiento de la persona, en la Ley estatal (algo que impregnará a las demás leyes autonómicas) solo se requiere que la persona propuesta tenga “reconocido prestigio y competencia profesional”. Nada nuevo. Exigencias blandas.

Notas sobre los modelos autonómicos de instituciones de garantía de la transparencia

En la legislación de las Comunidades Autónomas se advierte la inmensa pluralidad de modelos existentes, la confusa traslación de los esquemas institucionales propios de una agencia o institución independiente a tales realidades, así como la multiplicación o explosión orgánico-institucional que la legislación de transparencia ha supuesto en la mayor parte (salvo excepciones singulares) de las Comunidades Autónomas.

Cabe, así, concluir que “las comunidades autónomas han llevado a cabo una heterogénea regulación de la figura análoga al Consejo de Transparencia y Buen Gobierno estatal”; de lo que cabe deducir que “no existe un único modelo institucional, sino que, por el contrario, se pueden discernir tantos modelos como leyes autonómicas en materia de transparencia se han aprobado”[3].

Todas las leyes autonómicas, sin excepción, siguiendo la estela del legislador básico, inciden nominalmente en el carácter independiente o en la autonomía funcional del órgano o institución de garantía de la transparencia. Sin embargo, en la inmensa mayoría de los casos ese estatuto de independencia es muy cuestionable o, incluso, el trazado legal lo desmiente.

Las estructuras de estos órganos de garantía son, por lo común, complejas. Hay varios modelos de vertebración de esas instituciones de garantía, que esquemáticamente se pueden sintetizar del siguiente modo:

  • Algunas Comunidades Autónomas siguen el esquema estructural dual impuesto para el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno del Estado (esto es, con una presidencia y una comisión), como es el caso andaluz (aunque en este caso con la “suma”, todavía “no consumada” de la protección de datos personales)..
  • Existe un modelo atípico, pero de fuerte garantía de independencia funcional, que es el canario, donde se opta por la figura de un Comisionado de Transparencia y Acceso a la Información Pública, con autonomía reforzada y que, por tanto, se sustenta en una autoridad de carácter unipersonal. Sin perjuicio de cómo ejerza sus atribuciones, el modelo institucional refuerza ese rol autónomo e independiente.
  • Un modelo estructural también atípico es por el que apostó la Ley catalana de transparencia. Por un lado, configuró finalmente un órgano colegiado de garantía compuesto de cinco miembros con de dedicación exclusiva (y retribuciones propias de directores generales), que proyecta sus funciones solo sobre un ámbito específico (como es el de acceso a la información pública). Se trata, por tanto, de un “órgano monocultivo”. Por otro, se fractura el «control» de la transparencia en una multiplicidad de órganos con funciones diversas y con un fondo sancionador muy duro (hasta ahora inédito en la práctica).
  • Hay, por otra parte, un modelo también bastante extendido, aunque con matizaciones múltiples, que se asienta en unos órganos o instituciones de garantía configuradas como “colegio”, donde encuentran asiento, por lo común, las distintas sensibilidades políticas de la Cámara (o son estas fuerzas quienes promueven determinados miembros, generalmente afines ideológicamente a sus intereses de partido), representantes de otras instituciones autonómicas, de los entes locales, de las universidad o de otro tipo de intereses. Abunda este modelo. Se trata de un modelo en el que, por lo común, los miembros del colegio no perciben retribuciones. No es fácil que nadie se dedique “por afición” a controlar efectivamente al poder. Al menos, no dispondrá de tiempo ni recursos.
  • Una variante de este modelo últimamanete citado es aquella en la que el nombramiento del «colegio» (miembros del órgano) tiene fuerte impronta gubernamental o procedente del Ejecutivo. Hay algunos casos. Por lo común, eso se produce en instituciones de garantía de «transición» a la espera de que se apruebe su ley definitiva. O también en supuestos en que los miembros de la Comisión son técnicos de la Administración que deben cumplir determinadas exigencias . Hay casos en que también se garantiza la presencia gubernamental en alguno de sus órganos de garantía. Muchas comunidades autónomas atribuyen expresamente la política de transparencia al Ejecutivo y, asimismo, la evaluación de aquella. Con diferencias entre ellos (que las hay), los modelos de órgano de transparencia con fuerte presencia del ejecutivo no ofrecen garantías de imparcialidad, salvo que sus miembros sean funcionarios y se les exija el cumplimiento de determinados requisitos (por ejemplo, experiencia, especialización y que no se provean entre funcionarios de libre designación).
  • Una variante de este modelo últimamanete citado es aquella en la que el nombramiento del «colegio» (miembros del órgano) tiene fuerte impronta gubernamental o procedente del Ejecutivo. Hay algunos casos. Por lo común, eso se produce en instituciones de garantía de «transición» a la espera de que se apruebe su ley definitiva. O también en supuestos en que los miembros de la Comisión son técnicos de la Administración que deben cumplir determinadas exigencias . Hay casos en que también se garantiza la presencia gubernamental en alguno de sus órganos de garantía. Muchas comunidades autónomas atribuyen expresamente la política de transparencia al Ejecutivo y, asimismo, la evaluación de aquella. Con diferencias entre ellos (que las hay), los modelos de órgano de transparencia con fuerte presencia del ejecutivo no ofrecen garantías de imparcialidad absolutas, salvo que sus miembros sean funcionarios y se les exija el cumplimiento de determinados requisitos (por ejemplo, experiencia, especialización y que no se provean entre funcionarios de libre designación).
  • También hay modelos que apuestan por no multiplicar la realidad institucional y atribuir esas funciones sea a una institución autonómica ya existente, o sea al propio Consejo de Transparencia y Buen Gobierno del Estado. En el primer caso están aquellas comunidades autónomas que, con diferencias entre sí, han atribuido a la defensoría territorial del pueblo (Valedor do Pobo o Procurador del Común) algunas de las funciones vinculadas con la transparencia. En el segundo caso están aquellas que han suscrito convenios con el CTBG o prevén incluso en sus leyes tales delegaciones funcionales a favor de esa institución. Se impone, así, el modelo «monocultivo».

En lo que afecta a la composición y sistema de nombramiento de los miembros de tales órganos o instituciones de garantía, las distintas opciones están estrechamente vinculadas con el carácter complejo, unipersonal o colegiado del órgano. Los órganos unipersonales concitan mayor consenso entre fuerzas políticas dispares en el proceso de nombramiento. Los colegiados, en cambio, fomentan el “reparto de sillas” entre las distintas fuerzas políticas, como así ocurre de forma descarada en algunas comunidades autónomas.

Y en cuanto a los cometidos funcionales, tal como decía, nos encontramos con órganos de garantía “monocultivo” (que conocen solo de las reclamaciones del derecho de acceso a la información pública), con otros que tienen un campo funcional más vasto, mientras que los menos son los que acumulan todas las funciones o atribuciones que, directa o indirectamente, se derivan de la transparencia. Y ello tiene algunas implicaciones importantes, que no pueden ser tratadas ahora.

De todos modos, cabe abogar porque las Comunidades Autónomas, tras estas plurales y diferenciadas experiencias institucionales (sobre todo por la elevada influencia que la política tiene en su proceso de formación) vayan extrayendo las correspondientes lecciones y caminen decididamente hacia la constitución –mediante la reforma de sus respectivos marcos normativos- de instituciones u órganos de garantía de transparencia con una marcada independencia en relación con las diferentes administraciones públicas (lo que debería implicar no incorporar miembros de los grupos parlamentarios ni siquiera propuestos por estos en sistemas de cuotas); por tanto, que configuren instituciones que  garanticen la especialización funcional acreditada de quienes compongan tales órganos, así como los diseñen con una vocación integral en lo que a competencias relativas con la transparencia respecta, tanto en las tareas de impulso, fomento, formación, seguimiento, control, evaluación y, en su caso, de instar la incoación de las responsabilidades (tanto políticas como funcionariales) derivadas de su incumplimiento.

La situación actual, sin embargo, dista mucho de ese escenario dibujado a grandes rasgos: los modelos de instituciones y órganos de garantía de la transparencia son muy débiles en cuanto a las exigencias o competencias que deben acreditar quienes serán designados, ofrecen por lo común flancos evidentes a la colonización política o a la influencia de los partidos en los procesos de designación y tienen, en un buen número, diseños institucionales equivocados o escasamente efectivos. Con esos mimbres, la transparencia efectiva está aún muy lejos de lograrse y fácilmente se transforma (como lo estamos viendo un día sí y otro también) en un eslogan o producto de marketing político. Cambiar ese estado de cosas, una vez que se han aprobado tales marcos normativos no será fácil. Y ello, asimismo, representará un obstáculo, lo que más que probablemente termine por arruinar la implantación de un proceso de transparencia que solo puede alcanzarse de modo real cuando se articulen sistemas institucionales de garantía de la transparencia basados de verdad (y no de forma disimulada) en criterios de independencia, imparcialidad y especialización. Lo demás es retórica.

[1} El presente post es un resumen de un trabajo que se publicará íntegramente en la sección de Documentos de esta misma página Web.

[2] E. Orduña Prada y J. M. Sánchez Saudinós, “La estructura orgánica del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno”, cit. Como dicen estos mismos autores, “el legislador estatal ha configurado legalmente al Consejo como un órgano de marcado carácter presidencialista”.

[3] E. Orduña Prada y J. M. Sánchez Saudinós, “La estructura orgánica del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno”, cit.

AYUNTAMIENTOS: CÓMO ALINEAR POLÍTICA Y GESTIÓN

“Alinear la estrategia con objetivos, iniciativas y presupuestos pone en movimiento a la organización” (Kaplan/Norton)

“Si usted quiere llegar lejos no tenga miedo de caminar despacio. Si usted está demasiado apurado no va a llegar lejos” (Pepe Mujica)

Uno de los déficits más importantes del funcionamiento de los gobiernos locales es la falta de un correcto alineamiento entre política y gestión. Y ese déficit no debe extrañar. Los actores institucionales principales que actúan en el escenario local, políticos y empleados públicos, tienen roles singularizados, una diferente percepción del tiempo y marcos cognitivos muy distintos. Viven, a menudo, de espaldas uno del otro. En un caso, la tiranía del mandato se impone; en el otro, el pretendido cumplimiento de la legalidad vigente, que de medio se transforma en fin. Se abre entre ambos mundos –como me expresó gráficamente un alto funcionario local- una auténtica zanja, que en algunos casos es profunda. Crece la desconfianza, se palpa el malestar existencial y las cosas funcionan a trancas y barrancas. Mal funcionan, en perjuicio del tercer y principal actor: la ciudadanía. Sin un buen alineamiento política-gestión cualquier proceso de mejora, reforma o innovación tiene recorrido escaso.

No pretendo en este breve comentario ofrecer soluciones mágicas a un problema enquistado. Solo certificar su existencia. Pero también aportar algunos posibles remedios, fruto de un proceso de reflexión, así como de algunas experiencias de rediseño organizativo llevadas a cabo en estos últimos años.

La primera constatación es obvia: cada organización tiene su propio trazado histórico y ofrece condicionamientos singulares (sean de tipo estructural, personal o de otro carácter). La distinción entre organización formal e informal, como ahondara Mintzberg, es una constante. No es fácil resolver estos males. Además, no hay dos ayuntamientos iguales, cada uno ofrece sus propias singularidades. Lo primero es diagnosticar correctamente el problema, lo siguiente articular medidas y lo esencial actuar. Resistencias siempre habrá, está en la naturaleza de las cosas. Pero, frente a un cierto fatalismo, cabe constatar que nada es eterno, ni tampoco es imposible mejorar lo que mal está. Hay vías de arreglo.

Existen, en efecto, soluciones estructurales, algunas clásicas y otras más innovadoras. En no pocos casos funcionan bien. Veamos algunas de ellas:

  • La primera –por todos conocida- es racionalizar la política local mediante la elaboración de un plan de gobierno o de mandato (herramienta muy extendida hoy en día). Quien no lo haya hecho aún en el período 2015-2019, llega tarde. Al menos, cabe aconsejar que –como solución alternativa- dibuje alguna línea estratégica para desarrollarla en el tiempo que queda (aún no se está en el ecuador del mandato). Pero luego hay que traducir esas líneas macro, previamente pactadas, en objetivos operativos y trasladarlos a los presupuestos anuales. Sin esto último todo es pura coreografía. Como se dijo correctamente por Recoder y Joly, “una definición estratégica sin la vinculación con los recursos económicos no está bien asentada”.
  • La segunda es articular una pieza estructural que sirva de mecanismo de alineamiento entre política y gestión en el ámbito municipal: un consejo de dirección o comité ejecutivo con una representación (mínima, pero cualificada) de la política y la participación activa de los directivos públicos y altos funcionarios de la administración local. Lugar de encuentro y de impulso de las políticas públicas municipales. Lo inició hace varias décadas la ciudad de Barcelona (en 1960) y continúa funcionando. Lo han seguido muchos ayuntamientos. Donde funciona, sus resultados son buenos; pero ha de tener liderazgo político innegable, se debe diseñar bien y evitar su burocratización, así como que cumpla cabalmente las funciones para las que ha sido creado. También puede fracasar como instrumento. Todo depende de las personas y (en menor medida) del diseño.
  • La tercera es disponer de un colectivo de funcionarios con habilitación nacional alineados con la puesta en marcha del programa de gobierno, con sensibilidad política y directiva, así como con capacidad de liderar procesos de transformación o, al menos, ser aliados (y no enemigos) de tales cambios. Nadie puede orillar que en los pequeños y medianos municipios (también en los grandes) este tipo de funcionarios es clave para el éxito o fracaso de la política. Y la propia política (al menos en los municipios de régimen común) carece de instrumentos efectivos para alterar un statu quo cuando este es poco o nada amable con aquella. Un alto sentido institucional de colaborar con el gobierno de turno (sea cual fuere su color político) dignifica a ese colectivo; está en su ADN o razón de ser. El obstruccionismo lo mancha.
  • Y la cuarta no es otra que configurar estructuras directivas finalistas o transversales, tanto en la administración matriz como en el sector público institucional local, basadas en la gestión por resultados y con un fuerte componente profesional (ocupadas por personas que acrediten competencias profesionales en procesos competitivos). Se debe crear un tercer espacio entre la política y la gestión. Una rótula eficiente o el aceite que engrasa la máquina para alinear correctamente política y gestión. Es un núcleo estratégico. Está todo inventado. La dirección pública profesional es, sin embargo, la gran ausente en el mundo local; solo algunos ayuntamientos –por ejemplo, el de Gijón, Sant Feliú de Llobregat o Ermua- parecen aproximarse a esa idea, en unos casos de forma aún embrionaria y en otros con grado relativo de institucionalización. La Ley de instituciones locales de Euskadi (2/2016, de 7 de abril) abre un horizonte estimulante en esta materia, pero hasta ahora poco comprendido y nada explorado por quienes rigen los destinos de los gobiernos locales.

Pero siendo importante estos procesos de transformación estructural, muchas veces no serán suficientes. Romper la visión dual o dicotómica no es fácil (¿en qué lado de la orilla estás?, ¿en la política o en la función pública?). Son muchos años, décadas, de asentamiento de la fractura. Se requieren más cosas. Traigamos algunas de ellas a colación.

  • Hay que reforzar las competencias institucionales de la política local. Sobre este punto se incide poco y tiene una importancia capital. Pocos programas trabajan actualmente esta idea. Se llega a la política local y se desarrolla esa actividad con una fuerte impronta de amateurismo y de improvisación. Se vive aislado, incomunicado con “la otra orilla”. Ya lo decía Manuel Zafra, en política personas (por o común) inexpertas dirigen a personas expertas. Pero ser inexperto técnicamente no quiere decir ser ciego o tuerto en las soluciones políticas o ejecutivas que se puedan o deban impulsar. Caben desarrollos institucionales de las competencias políticas. Cabe hacer buena política. Es necesaria. Imprescindible.
  • Se deben mejorar o desarrollar, asimismo, las competencias directivas profesionales de las personas que cubren los puestos clave de las organizaciones locales. Necesitamos gestores públicos, no solo técnicos vigilantes del cumplimiento de la legalidad (siempre necesaria). Cabe desarrollar perfiles de competencia de directivos y responsables funcionariales que aboguen por una jerarquía de capacidades (como recordara Gary Hamel) muy distinta a la actual, que fomente la implicación, la iniciativa, la creatividad, la innovación, la gestión por objetivos y resultados, la integridad y transparencia, así como por un nuevo estilo (abierto y de liderazgo compartido) en relación con los empleados públicos. Solo una profesionalización efectiva y real de las estructuras de mando (superiores e intermedias) de la administración local mejorará el estado actual de cosas. Lo demás, es pan para hoy y hambre para mañana.
  • Pero ante todo se debe invertir mucho en generar y multiplicar los espacios donde los políticos que dirigen el gobierno local y los altos funcionarios o directivos locales puedan compartir proyectos, lenguaje, inquietudes y problemas. Se vean las caras, se miren a los ojos y acuerden trabajar alineadamente en los proyectos de ciudad. Superar, así, la relación bilateral y optar por la transversalidad, así como por el trabajo conjunto y una visión más holística. Formar conjuntamente a quienes “hacen” política y los llamados a ejecutarla. Algunas iniciativas ya se han lanzado en este sentido (por ejemplo un programa pionero para ayuntamientos promovido por EUDEL-IVAP). Son unos primeros pasos que se deberán profundizar y mejorar, si se quiere una mejora en ese alineamiento indicado.

Ciertamente, no se entiende que quienes viajan en un mismo barco y tienen como objetivo llegar al mismo puerto, vivan en camarotes incomunicados, hablen un lenguaje diferente y estén llenos de recelos recíprocos, cuando no de honda desconfianza en una lucha absurda de legitimidades obvias (representativa/técnico-profesional). Hay muchos medios de lograr superar esa situación, a veces tan enrarecida y no menos absurda. Pero sobre todo –como decía Weber- hay que intentarlo una y otra vez. Pues si la comunicación entre la cabeza y las manos está rota, la política será siempre una actividad frustrante y la ejecución un mal remedio, que solo generará desmotivación y baja autoestima en quienes a ella se dedican. En cualquier caso, no es una opción voluntaria. La ciudadanía pide eficacia y eficiencia en quienes dirigen políticamente o gestionan los asuntos públicos. Están llamados a entenderse. No hay alternativa. Salvo que la ineficiencia y el mal gobierno inunden más aun nuestro debilitado espacio público local. Algo nada recomendable.

CUADRILATERO POLÍTICO IMPERFECTO (Sobre los ‘sistemas de partidos’ en España)

“En su claro deslizamiento hacia la función gubernamental, los partidos se han convertido en auxiliares del Poder Ejecutivo”

(P. Rosanvallon, Le bon gouvernement, Seuil, París, 2015, p.26)

“Los partidos o están en el Gobierno o esperando gobernar (…), han reducido su presencia en la sociedad en general y se han convertido en parte del Estado”  

(P. Mair, Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental, Alianza Editorial, 2013, p. 87)

La crisis económico-financiera y fiscal, junto con el agotamiento del modelo de partidos heredado de la transición y primeros años del sistema constitucional, ha sido un factor determinante en la reconfiguración del sistema de partidos en el Estado español. La agudización de las tensiones existenciales en algún ámbito territorial ha añadido otro factor de fuerte alteración del modelo existente. La aparente estabilidad y continuidad del sistema se ha fracturado. La volatilidad del voto ha emergido con fuerza. La fragmentación política comporta asimismo fragmentación del poder y dificultades intrínsecas para gobernar eficientemente. El Estado, los territorios, las ciudades, pierden fuelle. No es gratis.

Hay que convenir con Juan J. Linz que, tras la transición democrática, en España no hubo nunca un sistema de partidos, sino realmente sistemas de partidos (Obras escogidas 6, Partidos y elites políticas en España, CEPC, 2013). Ciertamente, uno dominante: el estatal; pero, al menos, otros dos (si no eran tres, cuatro, cinco o más) marcados con una mayor o menor singularidad, en función de los territorios. Los sistemas políticos vasco y catalán, siempre han sido específicos o propios (lo que ya debería decirnos algo). Ahora, tras las últimas elecciones autonómicas y locales, pero sobre todo tras las dos elecciones legislativas consecutivas, la cosa se complica sobremanera.

Los sistemas de partidos se multiplican, el espacio de los partidos de ámbito estatal se achica hasta el punto de que en ciertos territorios pasan a tener una representación muy frágil, aunque en algún caso (por potencial de coalición o por imposibilidad de coalición de la fuerza más votada) mantengan importantes cuotas de poder institucional. Lo cierto es que en los últimos años ha estallado una crisis del sistema de partidos, que ha reconfigurado (o desfigurado) un modelo que arrastraba tras de sí más de treinta años de funcionamiento. Nada es eterno, menos aun las obras humanas.

Los sistemas de partidos son fruto de los contextos políticos, económico-sociales y de los momentos históricos que vive un país. La normalidad institucional, constitucional o económica ayuda a la estabilidad del sistema de partidos. Si se quiebra la normalidad y comienzan a aparecer grietas considerables en el edificio político-institucional, es cuando se advierten movimientos sísmicos por doquier. Todo se mueve. Siempre ha sido así. La velocidad y el vértigo se apropian de la vida política. Y el sistema de partidos puede sufrir cambios radicales. En esas estamos.

El poder político es, salvo circunstancias extremas o singulares, la argamasa que impide la descomposición de los partidos. Eso salva al PP actualmente; aunque la marcada continuidad de sus políticas (propia de un liderazgo fuertemente conservador) lastre cualquier espacio a la innovación o a la reforma: no moverse mucho es la consigna; acuerdos mínimos la solución. El partido aguantará, probablemente, pero se puede llevar por delante el país con esas políticas aderezadas de recetas cuyos únicos ingredientes  son el imperio de la Ley o del Derecho, así como apoyadas en el poder –como reconociera El Federalista– más débil: el Judicial. La élite política ha sido sustituida por una élite funcionarial que poco o nada sabe de política, mientras no se demuestre lo contrario. Han dinamitado los puentes y ahora quieren reconstruirlos. Difícil entender el cambio, sino por la sensación de vértigo, una vez más, que se apropia de la política en momentos de crisis. Una parte de su vivero de votos se alimenta del desgarro territorial y eso no es buen augurio. Aún puede seguir creciendo, pues la brecha parece ampliarse (¿pero a costa de qué?). El victimismo bidireccional se apropia de una política que airea emociones y olvida postulados racionales o necesarios acuerdos. Algo se quiere cambiar. Veremos.

También aguanta el PSOE, al menos en los territorios que (si bien “de prestado”) toca poder. Su crisis, sin embargo, es más evidente. Sin liderazgo alguno, envejecido, justo o ayuno de ideas (salvo una propuesta federal, en un país donde nunca arraigó el federalismo), el partido transita por tierras movedizas o, si se prefiere, por un polvorín. Hay territorios en los que su posición no solo se ha debilitado, sino que comienza a ser puramente vicarial o secundaria. Pierde las ciudades y se refugia en el ámbito no urbano. La España moderna, joven e innovadora les da la espalda, la clientelar todavía les arropa, mientras haya algo que repartir. Entronizar liderazgos de quienes no acrediten haber hecho algo efectivo (competencia política, que diría Léon Blum) en el ámbito institucional o de gobierno (dicho de manera más burda, optar “por el aparato”), es narcotizar la ilusión, por poca que quede. Quien piense remontar con esos mimbres es un iluso. El PSOE es un partido que no ha sabido realmente renovarse en los últimos veinte años. Y el tiempo corre en su contra. Malas perspectivas si no logra reinventarse y encontrar alguna cara nueva. ¿Dónde está? Probablemente estudiando la ESO, salvo descubrimientos de última hora.

El fenómeno Podemos es equívoco. Poco puede Podemos sin el poder numérico que le aportan las “confluencias” y su magma ideológico. Partido mesetario que quiere liderar la autodeterminación de los pueblos de España. A ver cómo se lo explica usted a uno de Carabanchel, de las cuencas mineras o de Zamora. La fuerza del partido se debilita por sus corrientes centrífugas, basadas en acuerdos personales de “colegas” o amigos universitarios (que duran lo que dura el interés mutuo); así como en la fuerte disputa interna sobre el tipo de liderazgo carismático, coral o tibio, también en relación con la persona que debe liderar ese “movimiento/partido/confluencia”. Los miembros de Podemos debaten qué quieren ser de mayor (marxistas ortodoxos, transversales o anticapitalistas). Todo ello sin haber definido aún si son un partido, un movimiento asambleario (de corte CUP) o una plataforma de confluencias variopintas procedentes de diferentes territorios. De momento, se impone la tesis de Weber de “la ley del pequeño número” (mandan los afines al actual líder orgánico y promotor del “edificio”). Y todo aparenta que así seguirá siendo. Podemos nunca puede garantizar, así como está planteado, ni siquiera la estabilidad propia, como para procurar la ajena (gobernabilidad). Tocan poder en algunos ayuntamientos (veremos en cuántos se mantienen a partir de 2019), pero unos años más en la oposición les puede pasar alta factura; salvo en aquellos casos en que aprendan y practiquen cultura institucional. Madrid y Barcelona son sus plazas fuertes, pero ninguna de las dos es realmente de Podemos. Fruto de la crisis de 2008 (y de la política espectáculo), la previsible superación de aquella tras 2018-2019 les puede situar en un contexto nuevo en el que su discurso de viejo cuño izquierdista/anticapitalista (hoy en día dominante) tendrá más complejo encaje. Pan para hoy y hambre para mañana. Los medios (algunos medios) no obstante les seguirán dando carnaza. Pero, en la oposición hace mucho frío. Y la política del “no, no”, tampoco es forma de resolver los problemas de una sociedad del siglo XXI. Tiempo habrá de comprobarlo.

Ciudadanos es una fuerza que apuntaba fuerte y se ha quedado a medio camino. Ocupa ciertamente una posición de centralidad, siempre difícil en la política española, sobre todo tras los precedentes fracasos del CDS y del Partido Reformista. El sistema electoral juega en su contra (es el más perjudicado), pero a los partidos (aún) mayoritarios (aunque en descenso) les costará mucho cambiar las reglas de juego. Tiene solvente equipo económico, pero sus propuestas de reforma institucional son timoratas y algunas desenfocadas. No crean consenso, lo que representa su propia inviabilidad. Tiene liderazgo marcado, pero problemas de cohesión y de asentamiento territorial (desaparecidos absolutamente en CCAA clave), así como una estructura de partido escasamente articulada. Además, con discursos poco homogéneos según territorios. No les van a dar “ni agua”, pues su consolidación representa una amenaza para las dos fuerzas eje del viejo sistema. Corren serio riesgo de ir perdiendo protagonismo y cuotas de representación, pues ingenuamente pretenden gobernar desde la oposición. Y no repito lo del frío.

Los otros “sistemas de partidos” no pueden ser tratados en este breve comentario. Cataluña tiene un sistema de partidos fracturado (en proceso de descomposición y ajuste) por el denominado “proceso”, con dos orillas distantes y algunos que pretenden hacer de puente de madera entre ambos polos. El procés es una máquina de devorar partidos, solo quienes se van a los extremos o polarizan su discurso tienen garantizada (a corto plazo) la supervivencia. Euskadi, a pesar del multipartidismo existente, ofrece un panorama de estabilidad político-institucional insólito en el marco comparado. La posición de centralidad del PNV es consistente y su actual  discurso pragmático. Los gobiernos de coalición asimétrica proliferan. A partir de ese presupuesto, se gobierna y hacen cosas. La oposición, al menos de momento, está cumpliendo un rol institucional también importante: en no pocos casos aporta, suma valor y no solo destruye. La política vasca es el espejo en el que deberían mirarse el resto de territorios. Galicia tiene un liderazgo político innegable, sobre todo desde el punto de vista personal (Presidente), aunque arrastra a la fuerza política que lo sostiene y deja a la oposición en un frío desplante. Es también una isla, muy singular por el fuerte liderazgo, en un mar lleno de tormentas. Hay alguna otra experiencia de interés en la Comunidad valenciana, con un bipartito que quiere hacer cosas (aunque con precarios apoyos) y una fuerza política como Compromís que está acreditando, en momentos de zozobra, sentido institucional. En el resto de CCAA los equilibrios son casi siempre inestables, en unas se gobierna algo, en otras a duras penas y en alguna apenas se desarrolla actividad gubernamental propiamente dicha. Pobre balance.

Y este es el sombrío panorama con el que habrá de convivir el sufrido ciudadano por unos cuantos años. Solo en las próximas convocatorias electorales (algunas distanciadas en el tiempo y otras plagadas de incógnitas) iremos viendo si esos sistemas de partidos se consolidan, se fragmentan más aún o se condensan. Algunos cambios tectónicos se producirán. Puede haber fuerzas políticas efervescentes (“efímeras”, en palabras también de Linz), que tal como irrumpieron bajen. En cualquier caso, habrá que acostumbrarse –parafraseando a Bruno Dente- a gobernar la fragmentación; al menos durante unos cuantos años o mandatos. Y eso requiere negociar. Tarea compleja cuando unos no saben cómo, otros no saben qué y los hay que quieren negociar el cielo (o si no expropiarlo), pero unos y otros de tanta inconsistencia y falta de efectividad terminan mareando la perdiz. Aprendizaje colectivo. Tarea de años. Y mientras tanto, como decía Ortega, aprender a conllevar la situación. Es lo que toca.

¿ALTOS FUNCIONARIOS O POLÍTICOS?

 

“El gobierno de funcionarios ha fracasado en toda línea siempre que se ha ocupado de cuestiones políticas” (Max Weber, Escritos políticos, Alianza Editorial, 2008, p. 143)

Es una queja común airear la politización de la Administración pública. Menos frecuente es hacer mención al proceso inverso: la funcionarización de la política o, mejor dicho, la ocupación de la política por altos funcionarios. Para entender cabalmente qué ocurre realmente en la política española (al menos en las instituciones centrales) conviene detener el punto de mira en este aspecto.  Aunque ello signifique, tal como se verá, nadar contracorriente. A veces es oportuno volver a las raíces de los problemas.

Max Weber abordó, en diferentes trabajos, la cuestión de quiénes eran los profesionales idóneos para hacer política. Sin duda, su opúsculo más representativo del tratamiento de este tema fue la conocida conferencia titulada El político y el científico. Desde entonces han cambiado muchas cosas. Las nóminas de la política se nutrieron durante mucho tiempo principalmente de abogados. Luego otras actividades profesionales y laborales se fueron incorporando a la clase política.

Pronto, asimismo, los funcionarios –al menos en algunos países y pese a las objeciones conceptuales que mostrara Weber- fueron entrando en la escena política. Pero el tránsito de la función pública a la política no es sencillo. Son actividades de muy diferente cuño y con valores distintos, aunque algunos de ellos puedan ser coincidentes.

El funcionario público, según el planteamiento de Weber, debe servir a la Administración Pública sine ira et studio, alejado de la contienda política y actuando siempre de acuerdo con los valores de profesionalidad (saber especializado) e imparcialidad, con lealtad institucional, así como con neutralidad y honestidad. Las tres premisas en las que se asienta la institución de la función pública son la profesionalidad, la imparcialidad y la integridad. Sin ellas la Administración Pública cae irremediablemente en la corrupción.

El político, como describe magistralmente Weber, está marcado por el entorno en el que  desarrolla esa actividad: “la esencia de la política es lucha, ganarse aliados y seguidores voluntarios” (cursiva del autor). La política se mueve por la pasión y por la ambición, como también apuntara este autor. Algo alejado, por lo común, de la reflexión. Además el político es, por definición, parcial, pues se alinea (con frecuencia cerradamente) con una “parte”, pues no otra cosa son los partidos (Sartori).

Además, en palabras también de Weber: “quien quiera dirigir políticamente tiene que saber manejar los instrumentos modernos del poder”. Y está por ver que ese manejo sea habilidad propia de los funcionarios, por muy “altos” que sean. Ya Alain nos puso en guardia al afirmar que “el gobierno de los mejores no resuelve nada”. Las competencias políticas (por emplear la expresión de Léon Blum) no están en los amplios temarios de oposiciones de los cuerpos de funcionarios (ni tampoco en la formación complementaria, cuando la hay), tampoco –salvo excepciones singulares- el cúmulo de técnicas y habilidades necesarias para dirigir la Administración Pública. Sus competencias son de otro carácter, propias del saber especializado.

No cabe duda que en las instituciones centrales la presencia de funcionarios de cuerpos de élite en los puestos de responsabilidad política siempre ha sido una constante, pero cada vez es más intensa. En la legislatura  2011-2015 los altos funcionarios (esencialmente, Abogados del Estado; pero también otros de formación económica) marcaron la agenda política, dando primacía absoluta al “imperio (formal) de la Ley” y a la estabilidad financiera (por imperativos europeos), pero ahogando literalmente otras muchas dimensiones que debieron haber estado también presentes en la acción política. Los resultados de esa política están a la vista y no es momento de recordarlos. La herencia es pesada. Un país con amplias heridas abiertas (algunas, sin duda, heredadas) y un sinfín de problemas sin resolver (en lista de espera). Y, a pesar ello, se sigue con el mismo guión.

La verdad es que en los últimos años no se hizo política: se legisló (por vía de excepción o por urgencia), que es cosa distinta. La mayoría absoluta lo permitía. La política se entendió de forma errónea. El compromiso y el acuerdo (esencia de la política, como diría Innerarity) no formaron parte de tal modo de actuar. Pero llenar el BOE de leyes no es gobernar. El BOE ha ido dibujando un país inexistente y dando respuestas simples o falsas a problemas complejos y reales. Estado de Derecho líquido. Del Estado Social y Democrático, apenas se ha hablado.

Es cierto que, a partir de ahora, ya nada será igual. La pregunta surge de inmediato: ¿Sabrán adaptarse a ese nuevo escenario quienes solo han acreditado hacer política en un contexto “fácil” y no en aquel en el que la política debe mostrar su auténtica esencia?

En general, la presencia funcionarial siempre ha sido importante en la política española. Y ello fue así porque la legislación de función pública tendió graciosamente puentes de plata para permitir que los empleados públicos saltaran  a la política con paracaídas (a través de las facilidades que ofrece la situación administrativa de “servicios especiales”).

El fenómeno de la funcionarización de la política (en los términos descritos) tiene muchos ángulos y perspectivas. Aquí solo me ocuparé de uno de ellos. Creo que no es bueno para la profesionalización y la imparcialidad de la función pública ese tránsito constante de ida y vuelta de la función pública a la política y viceversa. Algunas barreras deberían imponerse. Sin embargo, esa práctica está absolutamente extendida. Y sus efectos, al menos desde el punto de vista institucional y de imagen pública, son letales. Quien pasa a un lado de la orilla y vuelve al otro ya no es el mismo, sus valores funcionariales han mutado: se han disuelto en las garras de la lucha política. Esa imparcialidad originaria se ha transformado inevitablemente en sectarismo político. La inexistencia de una Dirección pública profesional agudiza el problema: o estás en un lado o en el otro de la orilla. No hay término medio ni espacio de intersección o mediación entre la política y la función pública. Mundo dicotómico.

Y no es bueno ese trasiego porque, como señalara en su día Weber, ambos mundos (política y función pública) difieren radicalmente en su dimensión ética o de valores, así como en el contenido propio de sus respectivas actividades. Transitar del uno al otro o viceversa representa abandonar radicalmente una forma de actuar para importar otra. Pero, además, nada predice que un buen funcionario pueda ser un político idóneo. Más bien lo contrario.

¿Por qué, entonces, los funcionarios anhelan recalar en la política y cuáles son las causas reales de ese proceso? Los motivos son muchos y no se pueden abarcar en estas pocas líneas, pero hay uno que, a mi juicio, sobresale. La legislación de la función pública española ha sido muy complaciente con ese tránsito y la política se ha mostrado (interesada o desinteresadamente) incapaz a lo largo de su historia de construir sistemas de promoción o carrera profesional que sirvieran de estímulo y que abrieran horizontes de crecimiento personal conforme la experiencia y el saber hacer se fueran acumulando en la trayectoria  profesional del funcionario.

Los altos funcionarios que han ingresado en la función pública mediante procedimientos exigentes (de mayor o menor racionalidad, esta es otra cuestión) tienen legítimas expectativas de desarrollo profesional en la Administración Pública. Su talento y esfuerzo en el ejercicio de sus funciones públicas deberían verse compensados, tanto en las retribuciones como en su carrera (ascenso paulatino, previa evaluación del desempeño, a posiciones de mayor responsabilidad y retribuciones o, en su caso, garantizar un desarrollo profesional horizontal en el puesto de trabajo). Sin embargo, pronto tales legítimas expectativas se desvanecen. La carrera profesional en la función pública es algo de otro mundo, muy alejado de esta Administración Pública que tenemos con nosotros.

Como quien accede a la función pública se encuentra con una perspectiva de varias décadas de servicio a la Administración Pública, al alto funcionario le quedan tres opciones: 1) resignarse a un horizonte bastante plano, con lo que los estímulos y la motivación irán gradualmente decayendo, salvo que (excepciones siempre las hay) el compromiso personal con la organización sea elevado; 2) buscar salidas en el sector privado, que siempre está interesado en captar el talento público y sobre todo capturar la red de relaciones que esas personas puedan proporcionarles en sus hipotéticas actividades futuras con el sector público; 3) dar el salto a la política o, al menos, significarse (con mayor o menor intensidad) políticamente, para poder asumir así puestos de responsabilidad directiva en la Administración y sector público, y a partir de ahí –si la suerte acompaña- incorporarse a la nómina de puestos de responsabilidad política de primer nivel. La discrecionalidad política y la red de relaciones personales que uno conserve o haya tejido hacen el resto.

Y no se nos objete que eso ya no es así. Por muchas leyes que se dicten (al menos tal como están hoy en día formuladas) es obvio que la pretendida profesionalización de los puestos de altos cargos en la Administración General del Estado es un principio falso. Se nombra y se cesa por criterios de discrecionalidad política a los funcionarios que desarrollarán tales cometidos. La confianza política o personal es lo determinante. Lo demás es retórica. En estos días, tiempos de nombramientos en cadena, lo estamos viendo. Se puede nombrar alto cargo a un funcionario que, si bien pertenece a un Cuerpo de élite, ninguna experiencia real o efectiva acredita sobre ese ámbito de actuación. Y eso tiene altos costes, al menos de transición. Se podrá decir que eso no es frecuente. Más de lo que parece. Aun así, los nombramientos siempre tienen sello político. El reparto de cargos secundarios –otra vez volvemos a Weber- se sigue haciendo con lógica política: ¿es de los nuestros o afín al partido?

En fin, algo serio está pasando en la estructura política del Estado español, y apenas se percibe (pues este es un proceso silente, pero continuo). Y ese algo tiene que ver con una profunda y persistente ocupación de la política por personas procedentes de (determinados) cuerpos de élite de la Administración General del Estado. El precedente más próximo fue la alta Administración del sistema político franquista. Hay otros ejemplos comparados (la administración de impronta confuciana o el caso de la ENA en Francia), pero nada tienen que ver con nuestras miserias peninsulares.

En fin,  acabo esta reflexión como la comencé. Weber ya advirtió de los monumentales errores (de consecuencias gravísimas) que supone “poner a gentes con espíritu de funcionario donde tenía que haber personas con responsabilidad política propia”. Consecuencias letales para la política, pero también para la propia función pública. Ambas salen perdiendo. Nada hemos aprendido desde entonces. Al menos, de momento.

BUENAS IDEAS POLÍTICAS PARA TIEMPOS DE INCERTIDUMBRE

(A propósito del libro de Alain, El ciudadano contra los poderes, Tecnos, Madrid, 2016)

“Un Estado formado por hombres razonables puede pensar y actuar como un loco. Y este mal tiene su origen en que nadie se atreve  a formar por sí mismo su propia opinión, ni a mantenerla enérgicamente, ante sí y ante todos los demás” (Alain, núm. 100, p. 201).

“Todo poder es malvado desde el momento en que lo dejamos en libertad; todo poder es sabio desde el momento en que se siente juzgado” (núm. 106, p. 212)

Hay que aplaudir, sin duda, la publicación en castellano de los Propos de Alain sobre Política, realizada por la editorial Tecnos. El libro viene acompañado de un extenso y útil (para comprender el contexto y alcance real de la obra) Estudio Introductorio elaborado por Eloy García.

El contexto en el que se escriben esos Propos (artículos breves que solo en cuanto a sus dimensiones podrían ser comparados con lo que hoy se denominan Post, pues materialmente su profundidad es la nota dominante en la práctica totalidad de ellos) se corresponde con el tramo final de la III República francesa, pues se sitúan temporalmente en las primeras décadas del siglo XX  (entre 1910 y 1935), aunque la obra recoge al final tres importantes discursos del autor que son previos e imprescindibles para conocer el alcance de su pensamiento.

El interés que tiene esa publicación en estos momentos radica en que, pese al tiempo transcurrido y las profundas diferencias de contexto existentes entre esa sociedad francesa de las primeras décadas del siglo XX y nuestra sociedad española actual, hay un sinfín de reflexiones de Alain que son perfectamente trasladables al presente político.

¿Qué aporta la filosofía de Alain al entendimiento actual de la Política? Sería absurdo y pretencioso por mi parte intentar dar respuesta a esta pregunta en poco más de tres  folios. Pero hay algunas ideas-fuerza que, un tanto arbitrariamente, pretendo resaltar como válidas para comprender el papel actual de la ciudadanía ante una política que en España se enfrenta a un inédito marco de parlamentarismo fragmentado, de más que previsible ingobernabilidad (gobernar sobre una pirámide de bolas de billar, que diría Schumpeter), así como de broncos “debates de oídos sordos”, calentados infantilmente por la aclamación de sus fieles de bancada, y de (más que probables) convocatorias (o llamadas) sucesivas al cuerpo electoral para que introduzca pequeñas (o grandes) correcciones en el mapa político. Un marco, además, condicionado por unas estructuras de poder poco (o nada) permeables al cambio, con escasa receptividad frente a las propuestas ciudadanas y con una emergencia cada vez más intensa de aquellos “ismos” que el propio Alain detestara públicamente, pero que terminaron devorando su propia filosofía y condenándole (también por otras razones que no vienen al caso) a un silencio sepulcral a partir de 1936 hasta su fallecimiento.

La premisa: El poder, lugar de pasiones

Pronto Alain pone el dedo en la llaga: “En el fondo estoy convencido –dice- que cualquier jefe es un tirano detestable si se le deja hacer”. Las pasiones de los hombres (en su acepción negativa, que es la que Alain toma de Spinoza) están dormidas y despiertan muchas veces cuando ejercen el poder. Como bien señala, “temo a las pasiones mucho más que a los intereses”. Más gráfico es su siguiente juicio: “en cuanto un hombre  se viste la peluca y el manto real se convierte en Luís XIV, es decir, engreimiento y necedad sin medida”. Su juicio, por tanto, es categórico sobre el poder: “Creemos con demasiada facilidad que los grandes talentos políticos van unidos a la integridad común, y olvidamos que su principal motor es la ambición, y que la intriga y la mentira forman parte de sus métodos habituales”.

El poder desnudo: Política y Administración

El autor arranca uno de sus Propos del siguiente modo: “Los problemas políticos son casi impenetrables”. O, en otras palabras, “en política todo es complicado, todo es difícil; hay que reflexionar”. Algo que no se hace. Alain va contracorriente. Su pensamiento cuestiona muchas de las ideas centrales en las que se sustenta actualmente la política. Por ejemplo, el liderazgo: “El sentido común está en todas partes, excepto en la cúspide”. Es más, censura algunas ideas hoy en día extendidas sobre las capacidades de gobernar: “Lo que pretendo explicarme a mí mismo es que el gobierno de los mejores no resuelve nada”. Y concluye: “La élite está sometida a los mediocres”. Bastante de verdad hay en este juicio, mal que nos pese. Pero su opinión determinante se encuentra en estas palabras difíciles de no ser compartidas: “Nos reiríamos –dice el político- de un hombre que pretendiera curarse a sí mismo de sus enfermedades, sin haber realizado largos estudios del cuerpo humano, de las enfermedades y de los remedios”. Pero inmediatamente corrige la opinión de ese “político”, cuando afirma: “nadie se ríe de un hombre –como es vuestro caso- que, sin preparación real, y contando tan sólo con una limitada perspectiva que le otorga el azar, decide curar a la Francia enferma, a la Europa enferma, e incluso a todo el planeta”.

En cualquier caso, su juicio sobre la alta Administración no es menos incisivo. Alain describe una Administración pública marcada por el elitismo y la ambición. Como bien dice, “la Administración, por su naturaleza, escoge y encumbra a los hombres sagaces, no a los sabios”. Su tesis, marcada una vez más por el poder silente de las pasiones, es que hay una “inevitable elección de los mediocres para los cargos más altos”. Y que “de ahí viene la incompetencia de los jefes de cualquier ramo”. No obstante, si bien la obra está plagada de críticas aceradas hacia la política y la alta burocracia como reino natural de las pasiones más desbocadas, es tal vez el apartado “Nuestra élite no sirve para nada”, el que sintetiza buena parte de sus argumentos. A esa idea añade de inmediato que “no debemos sorprendernos de ello; ninguna élite vale nada, y no por su naturaleza –pues la élite es siempre lo mejor-, sino por sus funciones”.

En efecto, al ejercer el poder, la élite –cualquiera que ella sea- está destinada a corromperse. Admite, sin embargo, que puede haber excepciones. Esa élite que, desde el ámbito de la alta Administración se accede por “concours” (en nuestro caso por ese horrendo vocablo que es “oposiciones”), es la llamada a “reinar”, pues los ministros pasan. “Pero –añade- en esa élite va a producirse una corrupción inevitable y una selección de los más corruptos”. El sistema que dibuja Alain no tiene desperdicio: “En primer lugar, un carácter noble, orgulloso, vivaz y sin disimulo se ve inmediatamente detenido” (como dice en otro lugar, se le aparca porque “es un buen técnico, pero no un buen administrador”). “Luego –continúa- aquellos que franquean la primera puerta, encorvándose un poco, nunca consiguen volver a enderezarse del todo”. Además –prosigue, “hay una segunda y tercera puerta por la que solo pasan los viejos zorros que han entendido bien en qué consiste la diplomacia y el espíritu administrativo”. Así, el resultado es obvio: “La edad erosiona, finalmente, lo que pudiera restar de generosidad y de imaginación”.

Realmente, la tesis de Alain es muy sencilla de formular: “En cuanto se asciende, se reina sobre los hombres, no sobre las cosas, y no hay que tener en cuenta la ley de las cosas sino el funcionamiento de las pasiones”.

La desconfianza ciudadana como presupuesto.

Planteado el esquema del funcionamiento del Estado como el Leviatán necio del que también habla: “Digamos para abreviar que Leviatán tiene pasiones, cóleras, cansancios, fiebres y momentos de debilidad”; así como concretado el alcance del poder, la política y la administración en los términos expuestos, la filosofía política de Alain se asienta sobre otra idea-fuerza: el derecho que los ciudadanos tienen a desconfiar de un hombre público. Hoy en día vivimos en el “(presunto) reinado de la confianza pública”, un bien  invisible e imprescindible para la legitimidad de las instituciones públicas. Sin embargo, Alain da una vuelta de tuerca al problema y generaliza la desconfianza como presupuesto de una democracia sana.  El papel del ciudadano como pieza central de un sistema democrático efectivo es determinante en el pensamiento del autor: “Yo veo un progreso –afirma- que se hace y deshace en un instante, que se hace gracias al individuo que piensa y se deshace por el ciudadano que bala (o si se prefiere, “el ciudadano borrego”: anotación personal). La barbarie nos sigue como nuestra sombra”, concluye.

El ciudadano como eje del control del poder, sin estridencias pero con firmeza.

De tal premisa de desconfianza arranca la idea-fuerza de control del poder a través de una ciudadanía responsable que dota de sentido a la noción de democracia: “Lo que importa no es el origen de los poderes, sino el control continuo y eficaz que los gobernados ejercen sobre los gobernantes”. Es lo que el autor llama “el poder controlador”. Pero ese poder controlador  se ejerce a través de formas mixtas (entre ellas apuesta por la recuperación de los tribunos, frente a formas aristocráticas o monárquicas; Polibio resucita), del proceso parlamentario y, asimismo, por la propia ciudadanía, pues “todo poder sin control enloquece”. Así, llama a los ciudadanos a ejercer “un poder de control, de reprobación y, por último, de revocación”. Al poder hay que vigilarlo siempre. Su discurso, incluso, está trufado de interesantes llamadas a la transparencia (“la luz ilumina abundantemente las cosas y los hombres”) como medio de control del poder: “Hay que repetir que todos los abusos son secretos y viven del secreto”. A su juicio, por tanto, “en cuanto nos dejamos gobernar, estamos mal gobernados: es preciso, por lo tanto, un continuo esfuerzo de discusión y control”.

La conclusión es meridianamente clara: “Decir que el pueblo tiene el poder en un régimen democrático es hablar sin rigor y pensar con ligereza. La decepción llega en seguida: porque, en la práctica es evidente que el pueblo solo ejerce, en el mejor de los casos, una función de control sobre los poderes preexistentes”. Hay, por tanto, que incrementar el control ciudadano sobre el poder, ¿pero cómo se consigue eso?

Final: Reforzar la idea radical republicana de ciudadano comprometido

Alain no es anarquista, como él mismo se encarga de refutar. Su axioma de funcionamiento es la obediencia a la Ley, pero ello no exime de ser enérgico en las respuestas y crítico con el poder. El buen ciudadano –a su juicio- es descrito de modo claro: “Yo querría que el ciudadano permaneciera inflexible, armado de desconfianza, y manteniendo siempre la duda respecto de los proyectos y argumentos del jefe”. Se trata, a fin de cuentas, de que “el poder se sepa juzgado”.

La tesis de Alain parte de una ciudadanía responsable, radical y republicana, que se asienta en la idea de la libertad de pensamiento y acción, pero sin la primera la segunda no es nada, mera aclamación, como también recuerda: “La aclamación ha causado los males de todos los pueblos”. Para el autor, “solo cabe pensamiento en un hombre libre, en un hombre que no ha prometido nada, que se retira, que se hace solitario, que no se ocupa de agradar ni de desagradar. El que ejecuta no es libre, el que ordena no es libre”. Y sentencia: “El poder, ante el solo atisbo de un pensamiento, se estremece y se siente derrotado”.

Todo ese ideal republicano radical saltó por los aires durante el difícil período del período de Entreguerras y tras las experiencias del nacional-socialismo y del estalinismo. En Francia, también, la III República feneció en esa época. El parlamentarismo fragmentado y la inestabilidad gubernamental dieron pie a estas delicias del pensamiento que son los Propos políticos escritos durante veinticinco años por este profesor de filosofía, maestro de innumerables filósofos franceses, que respondía al nombre real de Émile Chartier, apodado Alain. Bienvenida sea, por tanto, la traducción de esta obra y que de ella los lectores (mejor si hay algún político o alto funcionario entre ellos) aprendan algo, aunque el público al que realmente va dirigido es a ese ciudadano responsable y libre de pensamiento, hoy desgraciadamente tan ausente en nuestra escena pública.

«Si todos empiezan renunciando a su opinión, ¿de dónde vendrá la opinión? Es muy útil hacerse este razonamiento -concluye preclaramente Alain-, (pues)  demuestra que la obediencia de espíritu es siempre un error».

INTEGRIDAD Y TRANSPARENCIA, IMPERATIVOS DE UNA BUENA GOBERNANZA [1]

“Olvidamos con más facilidad nuestras faltas cuando solo las conocemos nosotros” (La Rochefoucauld, Máximas, Akal Básica de Bolsillo, 2012, 196)

“Nadie ha dudado jamás que la verdad y la política nunca se llevaron demasiado bien, y nadie, por lo que yo sé, puso nunca la veracidad entre las virtudes políticas” (Hanna Arendt, Verdad y política, en Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Península, 2016, 347)

Sin integridad y transparencia –como reconoce Rosanvallon- no se puede pretender reforzar esa institución invisible que es la confianza de la ciudadanía en lo público y en sus representantes y agentes. Esa reflexión nos muestra asimismo la importancia que tiene el orden de enumeración de ambos principios. De los dos imperativos expuestos, la primacía debe estar siempre en el lado de la integridad (aspecto sustantivo) y no de la transparencia (carácter instrumental). En nuestro país hemos cambiado el relato: lo trascendente es lo instrumental, mientras que lo sustantivo se adjetiva. Cosas del subdesarrollo institucional.

Integridad

No puede haber, ni de hecho la hay (o, cuando menos, no debería haber), indiferencia ciudadana en lo que afecta al comportamiento ético de los responsables públicos, sean estos quienes fueren. La crisis y el empobrecimiento de una parte de la población, así como la pérdida descomunal (auténtica sangría) de confianza política, están multiplicando los test de escrutinio de la ciudadanía frente a quienes ejercen el poder o prestan servicios públicos.

Sin embargo, la ética institucional es de doble dirección. En efecto, la buena o mala ética pública juega como espejo en el que se mira la ciudadanía; es decir, impregna la sociedad, replica sus valores (o desvalores) y conductas (o malas conductas). La integridad institucional ha despertado conforme la corrupción se hacía más presente en el espacio público, como mecanismo reactivo. Pero no suele ser buena práctica, o al menos no es la mejor, solo reprimir. Mejor es prevenir. Es la esencia auténtica de la integridad institucional.

Lo que se haga en las instituciones públicas no es ni puede ser indiferente a la ciudadanía. Quienes dirigen o gestionan nuestros asuntos públicos son parte de esa estructura social y trasladan sus valores al ejercicio de su actividad. Nos gusta escandalizarnos de los políticos que tenemos, sin embargo nunca nos sorprendemos de nuestra baja calidad moral, como bien apuntaba La Rochefoucauld. No puede haber políticos íntegros moralmente o políticos transparentes cuando la sociedad no ha interiorizado esos valores. Es algo absurdo o sencillamente un pío deseo.

Un comportamiento político no moral (por pequeño o insignificante que fuere) debería tener consecuencias políticas. Cuando no las tiene, algo grave pasa. Asistimos un día sí y otro también a faltas evidentes desde el plano ético individual de quienes ejercen la actividad política o funcionarial sin que tales conductas tengan consecuencias: hay reproche moral (cuando existe), pero quienes han adoptado esas conductas no se dan por aludidos. Adoptan la táctica del escaqueo: “no va conmigo”, piensan. Ni la “vieja” política ni lo que es peor aun la “nueva”, adoptan solución alguna frente a tales hechos. Se multiplican los casos y “la tribu” del partido o del sindicato protege a quienes no han acreditado una conducta moral acorde con la ejemplaridad debida. Todo se transforma en una falsedad o, incluso, en una mentira. No en vano, Pascal ya calificó a la política como un “hospital de locos” (Pensamientos, Alianza Editorial, 2004, p. 93, 331).

Hay un evidente error de perspectiva. Todo consiste en creer que se es o no se es íntegro. Como si fuera algo innato o inherente a la persona. La moral como la ética es una conquista cotidiana, siempre presente. Pero, ya lo decía Aranguren, es una lucha continua; lo logrado puede evaporarse en cuestión de segundos. Una conducta no ajustada echa por tierra toda una “vida ejemplar”. La integridad es más un camino (“siempre in via”) que un objetivo: exige, por tanto, continuidad y una constancia en la persecución de esa finalidad. Pero sobre todo requiere adoptar hábitos que marquen un carácter, tal como puso de relieve Aranguren (Ética, Biblioteca Nueva, 2009, pp. 22 y ss.). La integridad tiene, como también decía este autor, una innegable carga trágica: siempre (sobre todo en las situaciones extremas donde aparece ampliada) se está en tensión (Ética y Política, Orbis, 1985).

La integridad ofrece una perspectiva temporal que no se debe abandonar nunca si se quiere analizar objetivamente el problema. Jankélévitch lo estudió magistralmente (Curso de Filosofía moral, Sexto piso, 2010, pp. 129 y ss.). En otros términos, los problemas morales en el ámbito público deben mirar más al futuro que al pasado, aunque este último sea importante por las consecuencias jurídicas que esas conductas pudieron implicar. Interesa poco para la conducta presente el comportamiento pasado, salvo que este haya estado salpicado por incumplimientos graves de las obligaciones legales y estas hayan sido merecedoras de sanción, en cuyo caso lo que debe existir es un filtro suficientemente eficaz para impedir el tránsito (de detección o alerta temprana) desde las funciones privadas a las públicas.

Las instituciones públicas deben, por tanto, procurar la construcción de infraestructuras éticas en su funcionamiento ordinario, unas vendrán definidas por marcos normativos que tipifiquen las infracciones y sanciones, mientras que otras estarán configuradas por sistemas de integridad que hagan de la autorregulación su pauta de funcionamiento. La gran conquista de la integridad pública será, sin duda, llevar a cabo ese proceso de mejora continua de cumplimiento leal de las normas y de adhesión (voluntaria, en tanto que querida y “sentida” o internalizada, como explicitó en su día Victoria Camps, en su excelente libro El gobierno de las emociones, Herder, 2013) a los valores y estándares de conducta que previamente se hayan determinado. Lo demás, es adorno.

Transparencia

La transparencia es otro de los pilares de la Buena Gobernanza, aunque con un carácter mucho más instrumental. Contribuye a hacer efectiva la integridad, pero no solo. Tiene otras muchas proyecciones. Sobre todo una: proveer de información, que por sí misma es todo y no es nada. Por ejemplo, sus conexiones son evidentes con el control democrático del poder, especialmente con la rendición de cuentas (el aspecto nuclear, como se verá, de la transparencia), pero también con la eficacia y eficiencia del funcionamiento de las estructuras institucionales y administrativas o con el impulso de la digitalización del funcionamiento de las organizaciones públicas. También con el cambio de cultura organizativa, aspecto siempre preterido o ignorado. Y, sin embargo, de gran importancia estratégica.

La transparencia es hija de una sociedad digitalizada. La sociedad analógica no desarrolló el concepto de transparencia, al menos tal como lo conocemos hoy en día. Sin la aparición del homo digitalis (Byung-Chul Han, En el enjambre, 2014, p. 28) no se entiende el contexto actual de la idea de transparencia.

Sin embargo, la transparencia da lugar a muchas paradojas. No se puede ocultar que en torno a la transparencia se han ido insertando una serie de prácticas viciadas, enfoques cosméticos y actuaciones marcadas por la propaganda política o el fervor técnico, cuando no por el puro negocio privado o semipúblico. Como bien expuso Innerarity, “conviene que el entusiasmo por la transparencia no nos oculte las dificultades de ejercerla verdaderamente” (La política en tiempos de indignación, Galaxia Gutenberg, 2015, p. 269).

La falsedad ha sido una etiqueta demasiado utilizada por quienes se predican apóstoles de la transparencia Es una manifestación más de lo que denomino como “mentiras de la transparencia”. La mentira política no ha sido muy estudiada, aunque Alexandre Koyré (La función política de la mentira moderna, Pasos Perdidos, 2015) y Hanna Arendt –como reza la cita de este Post- escribieron páginas memorables sobre ello. Pero no nos llamemos a engaño: la mentira política es omnipresente. Poder y transparencia, nunca han conjugado bien. Ni lo harán en el futuro. No cabe engañarse sobre este punto. Los arcana forman parte integrante esencial (y seguirán formando) de la política.

La transparencia solo puede ser tal si es realmente efectiva. La lucha contra la corrupción en el ámbito de la política y de la Administración exige inexorablemente una mayor transparencia. El problema que se puede generar (algo que ya está pasando) es que las exigencias intensas de transparencia frente a los políticos (de sus actividades, bienes, patrimonio, incluso de sus relaciones, contactos o, incluso, movimientos bancarios), unido a las trabas legales anudadas a un régimen de incompatibilidades rígido y a la prevención y persecución de conflictos de interés, necesaria por lo demás, puedan actuar en ciertos momentos como mecanismos que activen un efecto de desaliento para que determinadas personas (profesionales cualificados o de aquellos que quieran salvaguardar su privacidad) se dediquen a la actividad política o pública. Algo de eso advirtió hace varias décadas con innegable anticipación el destacado sociólogo Juan José Linz. Y sus consecuencias pueden ser letales: llenar la política -como ya está pasando- de funcionarios, de quienes «no tienen nada mejor que hacer» o de personas que “acceden a su primer empleo”. Bien es cierto que el poder atrae siempre. Ya lo advirtió Hobbes: «doy como primera inclinación natural de toda la humanidad un perpetuo e incansable deseo por conseguir el poder, que solo cesa con la muerte» (Leviatán, Alianza Editorial, 1993, p. 87).

Para lograr esa efectividad de la transparencia hay que ser conscientes de muchas otras cuestiones, pero sobre todo de cuatro: la transparencia es un valor o principio institucional; es, asimismo, una política instrumental con las dificultades que plantea su diseño en cuanto que su finalidad va dirigida a controlar al poder de quien, paradójicamente, la debe impulsar; también es un proceso continuo de mejora o de adaptación de las organizaciones públicas; y, en fin, la transparencia efectiva conlleva necesariamente, tal como se ha dicho, un cambio radical de cultura en la organización.

Pero, junto a todo ellos, como también se apuntará, la transparencia requiere una premisa sustancial: un comportamiento ciudadano responsable con lo público y un demos, por tanto, maduro. Dicho de otro modo: se debe evitar a toda costa que la transparencia se convierta en puro chismorreo o en escándalo público, como también se ha de eludir que la transparencia sea un vehículo exclusivo para buscar noticias escabrosas o chocantes y difundirlas por doquier. Caminar por esas vías patológicas supone renunciar a construir de modo efectivo una política de transparencia. Algo que es necesario evitar.

[1] Este Post es un resumen de la Introducción al libro titulado Integridad y Transparencia, que aparecerá publicado próximamente. El texto íntegro de la Introducción puede leerse en la pestaña “Lecturas” de esta misma página Web: https://rafaeljimenezasensio.com/lecturas-y-citas/.

REFORMAR DESDE LA OPOSICIÓN

No hay oposición que no sea demagógica”

“La democracia es precisamente el espíritu de compromiso”

(Raymond Aron, Introducción a la filosofía política. Democracia y revolución, Página indómita, Barcelona, 2015, pp. 86 y 104, respectivamente)

Aunque es cierto que, como reconoció Peter Maier, “los partidos o están en el gobierno o esperando gobernar”; y que las funciones que los partidos realizan tienden cada vez más “a circunscribirse casi exclusivamente al gobierno” (Gobernando el vacío, Alianza Editorial, 2013, pp. 99 y 106), la reciente fragmentación política que se está produciendo en no pocos contextos cambia notablemente ese enfoque. Moisés Naím lo percibió con claridad meridiana en otro ensayo editado ese mismo año (El fin del poder, Debate, 2013), al advertir de una degradación del poder como consecuencia, entre otros datos, de la fragmentación política y cuyas consecuencias pueden erosionar la confianza de la ciudadanía en el propio sistema democrático, al mostrarse este impotente de afrontar los innumerables e intensos retos que se le plantean a corto plazo.

Hay, por tanto, una cierta percepción de que no se puede hacer política sin gobernar. Tampoco reformas. Pero tal vez convenga matizar ese punto de vista, al menos si nos encontramos ante una situación parlamentaria como la que se vive en España en esta XII Legislatura. No cabe duda que los partidos, por definición, buscan el poder. Lo expresó muy bien Mitterrand, en un testimonio recogido por Jean Daniel (Ese extraño que se me parece, Galaxia Gutenberg, 2010): “El ejercicio del poder es el destino natural de un político”.

Pero ello no implica que, aun lejos del Ejecutivo (y, por tanto, del reparto de cargos y prebendas) no se pueda hacer política de gobierno, ni menos aun reformas. Sin duda, política de oposición se puede hacer en todo caso, todo lo dura que se quiera y cargada por lo común –como reconocía Raymond Aron- de tintes demagógicos. Siempre ha sido así.

Pero cuando quien gobierna lo hace con una minoría relativa (o incluso con una “minoría absoluta”), las posibilidades de hacer política de gobierno o de impulsar reformas a través del Legislativo (o de la mayoría parlamentaria) no son anecdóticas, sino que pueden ser muy amplias. Depende cómo se jueguen las cartas en el tablero de las negociaciones y qué capacidad de impulso e iniciativa (por no decir de innovación), así como de aunar voluntades, se tenga.

Es cierto que no tiene a su servicio la “máquina administrativa burocrática”, pero no lo es menos que promover cambios legislativos se puede hacer siempre que los “grupos políticos de la oposición” (que pueden llegar a representar la mayoría absoluta de la Cámara baja) así lo auspicien. Disponen de técnicos, académicos y profesionales suficientes para plantear esas modificaciones normativas sustantivas que reformen el andamiaje institucional e introduzcan al Estado y al sistema social por una senda de progreso. La mayoría absoluta del Senado, como es conocido, no es un obstáculo insalvable. Solo hace falta saber qué se quiere (problema complejo en una política que, como reconocía Innerarity en su libro La política en tiempos de indignación, no piensa en clave de gobierno, solo de elecciones) y cómo hacerlo (algo tampoco sencillo).

Es verdad que para impulsar reformas constitucionales el concurso del partido actualmente en el Gobierno en funciones será inevitable. Pero en estos casos los consensos deben ser más ampliados, puesto que acabarán, sí o sí (dada la actual composición de las cámaras), en un referéndum, sea cual fuere el alcance de las reformas propuestas. Y cuando se convoca un referéndum, “crucen los dedos”.

Quizás convendría que los partidos políticos que no van a gobernar en el Ejecutivo sean conscientes de la fuerza real que tienen como elementos propulsores del cambio político-institucional y de unas ambiciosas reformas, que no tendrían que pasar necesariamente por el Gobierno, máxime si este permanece en un estado de quietud durmiente esperando que las querellas entre sus contrincantes le abran el camino y le dejen gobernar plácidamente. Divide y vencerás, es su máxima. Y le puede dar réditos, ante una (futura) oposición que -hasta la fecha- hace de la estulticia su bandera.

Algunos no se han enterado. Llevan años en este oficio y ni se enteran. O hacen que no va con ellos. Otros, más nuevos, procedentes de la “ciencia política”, aplican mal sus lecciones supuestamente aprendidas (si no, no estaríamos donde estamos). El “otro” ni se mueve; es su estilo, quedarse de perfil: incólume. A verlas venir. Al parecer, es lo que «premia» este singular demos.  

Se pueden cambiar muchas cosas, se pueden cambiar numerosas leyes y se pueden emprender reformas ambiciosas. El verbo “poder” está de moda, aunque apenas se conjugue. Solo por quienes lo usan en primera persona del plural, que excluye a los demás. Todos se resignan a otro período de conservadurismo estéril, cuando este país necesita urgentemente profundas reformas institucionales y sociales, no cosméticas ni estéticas. Hay una mayoría política y social que apoya el cambio, que aplaudirá las reformas. Cabe mover el país, sus políticas. Solo hay que hablar y ponerse de acuerdo transversalmente, ahí está el compromiso. Eso es la política, con mayúsculas. Pero los partidos y sus “lidercillos” (poca cosa son, realmente, o al menos eso demuestran) continúan enzarzados en esa red de «tacticismo» barato y «autismo político» indecente. Allá ellos. La gente ya no les soporta más. Francisco Longo lo ha descrito de forma descarnada, pero muy gráfica http://franciscolongo.esadeblogs.com/ellos. Comienza a ser su problema, no el nuestro. Aunque nos salpique. Y mucho.

SOBRE POLÍTICOS Y FUNCIONARIOS

“Hay un punto sobre el cual los nuevos Alcaldes están de acuerdo. Este tiene que ver con la valoración de las máquinas administrativas que han heredado. Máquinas descompuestas, disociadas, desmotivadas” (Luciano Vandelli, Alcaldes y mitos, CEPC/FDyGL, 1997)

Debo reconocer que no es fácil convencer a los dirigentes políticos, sean estos del nivel de gobierno que fueren, para que inviertan tiempo y energías en reforzar las organizaciones públicas que pilotan. Los aspectos relativos a “la máquina administrativa” siempre han sido poco atendidos por una política que vive inmersa en la inmediatez. Invertir en temas organizativos ofrece siempre resultados a medio/largo plazo, un calendario que solo aquellos responsables públicos que disponen de visión estratégica y sentido institucional manejan con pulcritud. Algo que cada vez abunda menos. Los grandes gobernantes han sido notables reformadores de las instituciones públicas y de su servicio civil. Los mediocres o malos han despreciado ese ámbito que solo les producía “dolores de cabeza”. O, todo lo más, han hecho reformas cosméticas. No se puede hacer buena política con máquinas administrativa en mal estado.

Los políticos, además, desconocen por lo común el medio sobre el que deben operar tales reformas y desconfían –al menos en los primeros momentos- de una burocracia pública que se enreda en una maraña de trámites y que, a diferencia de ellos, tiene otro tiempo y otro reloj: la inamovilidad frente a la temporalidad. Dos concepciones espaciales que distancian notablemente las percepciones, pero que asimismo se mueven en marcos cognitivos diferentes. No es un problema solo de desconfianza recíproca y de percepción temporal (unos tienen prisa y otros van a “su ritmo”), también lo es –por lo común- de lenguaje, de comunicacion. Y en no poca medida de estructura.

El resultado es que el alineamiento Política-Gestión dista de ser efectivo en nuestras Administraciones Públicas. Las máquinas administrativas están muy rotas y la crisis ha acentuado esos fallos. Ni hay dirección política efectiva, ni hay dirección ejecutiva ni una función pública eficiente. Tampoco se alimenta, salvo excepciones puntuales, órganos de encuentro entre políticos, directivos y funcionarios. Espacios necesarios para articular algo que resulta ya imprescindible. Y no se llamen a engaño, sin alineamiento no hay solución a tales problemas.

La concepción dicotómica (o en qué lado del río estás: ¿eres político o funcionario?) sigue siendo el factor determinante de unas organizaciones públicas que por lo común (siempre hay excepciones) funcionan mal o, cuando menos, a la mitad o menos del rendimiento de sus posibilidades reales. Regalamos cantidades ingentes de dinero público por hacer cosas de forma poco eficiente o, incluso, por hacer poco o nada (las nóminas de la Administración están plagadas de directivos o jefes que no dirigen ni se responsabilizan de ello y de empleados públicos que trabajan a medio gas, que no tienen tareas determinadas o que las ejercen con algún grado de pereza o desmotivación).

Una política obsesionada por el corto plazo y un empleo público protector de su estatus y de sus pingües privilegios. La táctica absorbe de lleno a una política precipitada que es incapaz de pensar estratégicamente. Ya lo dijo Clausewitz, “en la estrategia todo discurre más lentamente. Se concede mucho más espacio a las objeciones e ideas ajenas”. Una vez más rapidez y lentitud chocan frontalmente. No saben ensamblar los dos lados del cerebro.

Comienza a ser una constante en nuestras estructuras públicas la queja sobre su mal funcionamiento. Pero esta queja, paradójicamente, no procede tanto de los usuarios de los servicios (algunas veces también) como de quienes desarrollan su actividad dentro de tales organizaciones. Hay paradójicamente mucho «quemado» en unas organizaciones que para sí quisieran trabajar en ellas muchas personas. Quienes nos movemos en el ámbito del sector público de forma transversal somos testigos de esos ecos. Pero los puede percibir cualquiera.

En efecto, los responsables públicos se quejan amargamente de que tienen unas organizaciones burocratizadas, lentas, poco eficientes y con algunos o bastantes empleados públicos que trabajan poco (o, al menos, no se implican lo suficiente) y cobran razonablemente bien. Los empleados públicos responden que nadie les marca objetivos, que sus gobernantes son “amateurs” y que siempre quieren hacer las cosas a través de vías expeditivas o “forzadas”, sin atender a las reglas o procedimientos que marcan las leyes.

Esas dos concepciones de lo público conviven de forma accidentada en las instituciones públicas españolas. El alineamiento entre ellas es imprescindible, pero para lograr ese objetivo hace falta que la política entienda algo que hasta ahora no ha comprendido en absoluto: la necesidad de estructuras organizativas de dirección profesional que hagan de argamasa, rótula o aceite entre Política y Gestión. Una institución “de mediación”, como decía la OCDE, que tenga la doble legitimidad y el doble lenguaje para actuar con reconocimiento recíproco con políticos y funcionarios. Nada nuevo que no exista ya en las democracias avanzadas y algunas otras que no lo son tanto. Pero un sueño de verano en un país de marcada tradición clientelar como es España.

También el empleo público debería aprender algo que parece haberse olvidado en las últimas décadas: la idea de servicio público a la ciudadanía y de cumplimiento leal del programa de aquel gobierno que han legitimado las urnas. El valor o principio de servicio público debe ser el motor que impulse una actuación eficiente, desinteresada, profesional e, incluso, solidaria (con una población que, al menos en parte, está padeciendo los duros efectos de una prolongada crisis) en el ejercicio de sus funciones. El bastardeo de una negociación sindical de condiciones de trabajo prevaliéndose del paraguas de lo público, en que el dinero “es de todos” y de la debilidad de un empleador que no es tal (los políticos, cuando somos realmente los ciudadanos), ha ido creando un empleo público que, con excepciones, dista de tener un compromiso moral y contextual con las organizaciones en las que desarrolla su actividad profesional y con la ciudadanía a la que realmente deberían servir, su auténtico “patrón”.

Así las cosas, algo habrá que hacer para alinear esos dos mundos ahora tan distantes y distintos. La brecha cada día es más grande. Está mucho en juego. A la política se le debe pedir que abandone la vieja práctica de “okupar” las instituciones con “fieles al partido” y asuma una apuesta por la integridad y por profesionalizar las estructuras para facilitar el papel efectivo de gobernar: que se actúe –con el consenso más amplio posible- con la finalidad construir organizaciones profesionales, eficientes, imparciales y con un alto sentido de la integridad. Esas organizaciones son de todos y para siempre. Si quiere hacer buena política no le queda otra opción que “engrasar la máquina” y dedicar serios, así como continuados, esfuerzos a ello. Que entre el tema en la agenda política. Tal vez sea un deseo iluso, pero peor le irá a la política si no transita por esa vía. Su acción será estéril.

Al empleo público habrá que exigirle profesionalidad, dedicación y eficiencia, pero también que tenga iniciativa en la retroalimentación del proceso de cambio o, al menos, colabore lealmente y de forma proactiva en aquellos procesos de reforma o de innovación que busquen adaptar las desvencijadas máquinas burocráticas a la sociedad de las tecnologías de la información y a la sociedad del conocimiento. Perder este tren será para la función pública dispararse un tiro no en el pie sino en el corazón o en la cabeza, apostar por su paulatina muerte institucional. No hay nada eterno, menos aún una institución que, pese a los tópicos que inundan el debate mediático (“los funcionarios han ‘ganado’ una oposición”),  ha de justificar adecuada y permanentemente en el futuro su existencia con un trabajo siempre eficiente y productivo para la sociedad (no lo olvidemos nunca) que sufraga sus retribuciones.

CORRUPCIÓN Y REFORMA DE LAS INSTITUCIONES

 “Las democracias que han durado son aquellas que han logrado mantener un número suficiente de instituciones fuera del sistema de competición” (Raymond Aron, Introducción a la filosofía política. Democracia y revolución, Página Indómita, 2015, p. 112)

“El poder del político para designar al personal de los organismos públicos, si se emplea de manera implacable, bastará a menudo por sí mismo para corromper dicha función supervisora” (Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia, vol. II, Página indómita, 2015, p. 105)

Tras casi un año de paupérrimo “debate” político y sin formar gobierno, llega el momento de afrontar el proceso de construcción de un Ejecutivo que, salvo sorpresas, será fuertemente inestable. Los partidos, “viejos” y “nuevos”, no se han puesto de acuerdo en nada. No hay señales de que esto mejore. La única expectativa razonable es que nadie quiere volver a las urnas, a menos a corto plazo.

Se trata ahora, en efecto, de formar gobierno y después gobernar o, al menos, intentarlo. Sin una mayoría parlamentaria estable esa tarea de gobernar será –en palabras de Schumpeter- como hacerlo sobre una pirámide de bolas de billar. Si la gobernación se plantea en tales términos de precariedad, la pregunta siguiente es bien obvia: ¿puede haber consenso para reformas institucionales donde no lo hay para gobernar la cotidianeidad? Aunque pueda resultar llamativo, nada debería impedirlo. Como sobre la letra pequeña nadie se pondrá de acuerdo, tal vez sea el momento de intentarlo con la grande. Pactos se han hecho en este país, aunque ello forme parte ya (casi) de la prehistoria política.

Hay mucha presión mediática y académica (no tanto ciudadana) por reformar la Constitución. Algún partido la promueve como solución taumatúrgica a todos los problemas. No seré quien me oponga a ello. Ahora bien, dudo que se alcancen los consensos requeridos y que tales decisiones reciban, siempre y en todo caso, el aval generalizado de las urnas en todo el territorio tras el inevitable referéndum. El demos está muy roto. Dudo también de los efectos taumatúrgicos que tal reforma tenga sobre los problemas sustantivos (aquellos que han echado raíces profundas) que anidan en el sistema político-institucional español. Al menos, efectos inmediatos no tendrán ninguno. Que nadie los espere. Ni hoy ni dentro de tres años. Un sistema democrático, como también recordara Aron, “es de manera general un sistema lento; es decir, que no cambia las cosas de la noche a la mañana”.

El sistema democrático español formalmente es una democracia. Otra cosa es su funcionamiento real y su estado actual tras un largo período de deterioro y posterior hundimiento institucional. Una de las fortalezas de los sistemas democráticos es, sin duda, la competencia política. Pero hay determinadas instituciones que deben preservarse siempre de esa competencia con el fin de salvaguardar su funcionamiento imparcial y objetivo.

Sin duda una de ellas es el Poder Judicial. Otra es el Tribunal Constitucional. Pero asimismo cabe citar a la Administración Pública o a las denominadas (formalmente) “autoridades o administraciones independientes”. Hace ya más de sesenta años, tanto Schumpeter como Raymond Aron hacían hincapié en esa necesidad de aislar a tales instituciones de las “brutales” garras de la política partidista. En 2010, Rosanvallon defendía la imparcialidad de esas mismas instituciones como esencia de la legitimidad democrática. Recientemente lo ha hecho Fukuyama, al reivindicar la Administración “impersonal” (alejada del clientelismo político) como presupuesto del Estado Constitucional.

Pues bien, si algo adolece este país llamado España es de un fuerte clientelismo político y de una captura descarada o disimulada de aquellas instituciones que deberían estar al abrigo de las pasiones políticas y garantizar el control efectivo del poder (que en estos momentos es el control básicamente del Ejecutivo, aunque no se deban obviar la importancia del control del Legislativo y el siempre olvidado control al Poder Judicial; que también debe existir por mucho que se empeñen en sortearlo).

La necesidad imperiosa de ponerse de acuerdo todos y cada uno de los partidos políticos que actúan en la escena pública sobre una serie de temas es algo que ya no se puede aplazar por más tiempo si no se quiere erosionar más todavía la devaluada confianza de la ciudadanía en sus instituciones. Los ámbitos están perfectamente identificados y se proyectan, por lo que ahora importa, sobre la “despolitización” de las instituciones que se citan y, en particular, de los siguientes procedimientos:

  • Nombramientos de magistrados y letrados del Tribunal Constitucional;
  • Nombramientos de vocales del órgano de gobierno del Poder Judicial y de la política de nombramientos que este efectúa en todos los campos (judiciales y gubernativos).
  • Nombramientos en la alta Administración Pública y de los niveles de dirección pública de la organización matriz y del sector público, de acuerdo con criterios de competencia profesional acreditada por órganos independientes.
  • Profesionalización de la función pública, de los sistemas de acceso y provisión, de la carrera profesional y de la designación por mérito (y no por afinidades) del personal interino o laboral temporal del sector público e incluso del personal eventual (exigiendo para su nombramiento mínimas garantías de formación y experiencia).
  • Nombramiento de los miembros de los organismos reguladores y de las entidades o instituciones de garantía existentes en el Estado o en las Comunidades Autónomas, así como de su personal directivo y resto de empleados, todos ellos bajo criterios de profesionalidad e independencia.

No hay atajos. El funcionamiento cotidiano de las instituciones públicas españolas muestra fehacientemente que este es un país “donde los métodos democráticos son importados”, lo que conduce a una falsa democracia o a una democracia corrupta. La democracia no es solo votar cuantas veces se quiera (en eso somos paladines), sino sobre todo garantizar un correcto funcionamiento del sistema institucional. Más aún del sistema de controles del poder. Sin control efectivo del poder no hay democracia.

En estos tiempos de desorientación, conviene volver la vista atrás. Como bien señalara Schumpeter en 1947, «la democracia no exige que todas las funciones del Estado estén sometidas a su método político». Y, por su parte, Raymond Aron reconocía en 1952 algo muy cierto: los medios a través de los cuales se reducen los riesgos de corrupción política son, entre otros, “una administración no politizada, instituciones sustraídas al espíritu de partido, (y) una prensa que no sea sistemáticamente partidista”.

Lecciones extraídas tras el serio desgaste institucional producido en Europa después del período de Entreguerras. Desgraciadamente, por lo que a nosotros concierne, somos poco dados a reflexionar objetivamente sobre nuestros males y, sin embargo, si lo hiciéramos nos daríamos cuenta que nos faltan las tres premisas enunciadas. Fallamos en todo. Por aquí debería empezar la reforma institucional, si realmente alguien se la toma en serio.