“En su claro deslizamiento hacia la función gubernamental, los partidos se han convertido en auxiliares del Poder Ejecutivo”
(P. Rosanvallon, Le bon gouvernement, Seuil, París, 2015, p.26)
“Los partidos o están en el Gobierno o esperando gobernar (…), han reducido su presencia en la sociedad en general y se han convertido en parte del Estado”
(P. Mair, Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental, Alianza Editorial, 2013, p. 87)
La crisis económico-financiera y fiscal, junto con el agotamiento del modelo de partidos heredado de la transición y primeros años del sistema constitucional, ha sido un factor determinante en la reconfiguración del sistema de partidos en el Estado español. La agudización de las tensiones existenciales en algún ámbito territorial ha añadido otro factor de fuerte alteración del modelo existente. La aparente estabilidad y continuidad del sistema se ha fracturado. La volatilidad del voto ha emergido con fuerza. La fragmentación política comporta asimismo fragmentación del poder y dificultades intrínsecas para gobernar eficientemente. El Estado, los territorios, las ciudades, pierden fuelle. No es gratis.
Hay que convenir con Juan J. Linz que, tras la transición democrática, en España no hubo nunca un sistema de partidos, sino realmente sistemas de partidos (Obras escogidas 6, Partidos y elites políticas en España, CEPC, 2013). Ciertamente, uno dominante: el estatal; pero, al menos, otros dos (si no eran tres, cuatro, cinco o más) marcados con una mayor o menor singularidad, en función de los territorios. Los sistemas políticos vasco y catalán, siempre han sido específicos o propios (lo que ya debería decirnos algo). Ahora, tras las últimas elecciones autonómicas y locales, pero sobre todo tras las dos elecciones legislativas consecutivas, la cosa se complica sobremanera.
Los sistemas de partidos se multiplican, el espacio de los partidos de ámbito estatal se achica hasta el punto de que en ciertos territorios pasan a tener una representación muy frágil, aunque en algún caso (por potencial de coalición o por imposibilidad de coalición de la fuerza más votada) mantengan importantes cuotas de poder institucional. Lo cierto es que en los últimos años ha estallado una crisis del sistema de partidos, que ha reconfigurado (o desfigurado) un modelo que arrastraba tras de sí más de treinta años de funcionamiento. Nada es eterno, menos aun las obras humanas.
Los sistemas de partidos son fruto de los contextos políticos, económico-sociales y de los momentos históricos que vive un país. La normalidad institucional, constitucional o económica ayuda a la estabilidad del sistema de partidos. Si se quiebra la normalidad y comienzan a aparecer grietas considerables en el edificio político-institucional, es cuando se advierten movimientos sísmicos por doquier. Todo se mueve. Siempre ha sido así. La velocidad y el vértigo se apropian de la vida política. Y el sistema de partidos puede sufrir cambios radicales. En esas estamos.
El poder político es, salvo circunstancias extremas o singulares, la argamasa que impide la descomposición de los partidos. Eso salva al PP actualmente; aunque la marcada continuidad de sus políticas (propia de un liderazgo fuertemente conservador) lastre cualquier espacio a la innovación o a la reforma: no moverse mucho es la consigna; acuerdos mínimos la solución. El partido aguantará, probablemente, pero se puede llevar por delante el país con esas políticas aderezadas de recetas cuyos únicos ingredientes son el imperio de la Ley o del Derecho, así como apoyadas en el poder –como reconociera El Federalista– más débil: el Judicial. La élite política ha sido sustituida por una élite funcionarial que poco o nada sabe de política, mientras no se demuestre lo contrario. Han dinamitado los puentes y ahora quieren reconstruirlos. Difícil entender el cambio, sino por la sensación de vértigo, una vez más, que se apropia de la política en momentos de crisis. Una parte de su vivero de votos se alimenta del desgarro territorial y eso no es buen augurio. Aún puede seguir creciendo, pues la brecha parece ampliarse (¿pero a costa de qué?). El victimismo bidireccional se apropia de una política que airea emociones y olvida postulados racionales o necesarios acuerdos. Algo se quiere cambiar. Veremos.
También aguanta el PSOE, al menos en los territorios que (si bien “de prestado”) toca poder. Su crisis, sin embargo, es más evidente. Sin liderazgo alguno, envejecido, justo o ayuno de ideas (salvo una propuesta federal, en un país donde nunca arraigó el federalismo), el partido transita por tierras movedizas o, si se prefiere, por un polvorín. Hay territorios en los que su posición no solo se ha debilitado, sino que comienza a ser puramente vicarial o secundaria. Pierde las ciudades y se refugia en el ámbito no urbano. La España moderna, joven e innovadora les da la espalda, la clientelar todavía les arropa, mientras haya algo que repartir. Entronizar liderazgos de quienes no acrediten haber hecho algo efectivo (competencia política, que diría Léon Blum) en el ámbito institucional o de gobierno (dicho de manera más burda, optar “por el aparato”), es narcotizar la ilusión, por poca que quede. Quien piense remontar con esos mimbres es un iluso. El PSOE es un partido que no ha sabido realmente renovarse en los últimos veinte años. Y el tiempo corre en su contra. Malas perspectivas si no logra reinventarse y encontrar alguna cara nueva. ¿Dónde está? Probablemente estudiando la ESO, salvo descubrimientos de última hora.
El fenómeno Podemos es equívoco. Poco puede Podemos sin el poder numérico que le aportan las “confluencias” y su magma ideológico. Partido mesetario que quiere liderar la autodeterminación de los pueblos de España. A ver cómo se lo explica usted a uno de Carabanchel, de las cuencas mineras o de Zamora. La fuerza del partido se debilita por sus corrientes centrífugas, basadas en acuerdos personales de “colegas” o amigos universitarios (que duran lo que dura el interés mutuo); así como en la fuerte disputa interna sobre el tipo de liderazgo carismático, coral o tibio, también en relación con la persona que debe liderar ese “movimiento/partido/confluencia”. Los miembros de Podemos debaten qué quieren ser de mayor (marxistas ortodoxos, transversales o anticapitalistas). Todo ello sin haber definido aún si son un partido, un movimiento asambleario (de corte CUP) o una plataforma de confluencias variopintas procedentes de diferentes territorios. De momento, se impone la tesis de Weber de “la ley del pequeño número” (mandan los afines al actual líder orgánico y promotor del “edificio”). Y todo aparenta que así seguirá siendo. Podemos nunca puede garantizar, así como está planteado, ni siquiera la estabilidad propia, como para procurar la ajena (gobernabilidad). Tocan poder en algunos ayuntamientos (veremos en cuántos se mantienen a partir de 2019), pero unos años más en la oposición les puede pasar alta factura; salvo en aquellos casos en que aprendan y practiquen cultura institucional. Madrid y Barcelona son sus plazas fuertes, pero ninguna de las dos es realmente de Podemos. Fruto de la crisis de 2008 (y de la política espectáculo), la previsible superación de aquella tras 2018-2019 les puede situar en un contexto nuevo en el que su discurso de viejo cuño izquierdista/anticapitalista (hoy en día dominante) tendrá más complejo encaje. Pan para hoy y hambre para mañana. Los medios (algunos medios) no obstante les seguirán dando carnaza. Pero, en la oposición hace mucho frío. Y la política del “no, no”, tampoco es forma de resolver los problemas de una sociedad del siglo XXI. Tiempo habrá de comprobarlo.
Ciudadanos es una fuerza que apuntaba fuerte y se ha quedado a medio camino. Ocupa ciertamente una posición de centralidad, siempre difícil en la política española, sobre todo tras los precedentes fracasos del CDS y del Partido Reformista. El sistema electoral juega en su contra (es el más perjudicado), pero a los partidos (aún) mayoritarios (aunque en descenso) les costará mucho cambiar las reglas de juego. Tiene solvente equipo económico, pero sus propuestas de reforma institucional son timoratas y algunas desenfocadas. No crean consenso, lo que representa su propia inviabilidad. Tiene liderazgo marcado, pero problemas de cohesión y de asentamiento territorial (desaparecidos absolutamente en CCAA clave), así como una estructura de partido escasamente articulada. Además, con discursos poco homogéneos según territorios. No les van a dar “ni agua”, pues su consolidación representa una amenaza para las dos fuerzas eje del viejo sistema. Corren serio riesgo de ir perdiendo protagonismo y cuotas de representación, pues ingenuamente pretenden gobernar desde la oposición. Y no repito lo del frío.
Los otros “sistemas de partidos” no pueden ser tratados en este breve comentario. Cataluña tiene un sistema de partidos fracturado (en proceso de descomposición y ajuste) por el denominado “proceso”, con dos orillas distantes y algunos que pretenden hacer de puente de madera entre ambos polos. El procés es una máquina de devorar partidos, solo quienes se van a los extremos o polarizan su discurso tienen garantizada (a corto plazo) la supervivencia. Euskadi, a pesar del multipartidismo existente, ofrece un panorama de estabilidad político-institucional insólito en el marco comparado. La posición de centralidad del PNV es consistente y su actual discurso pragmático. Los gobiernos de coalición asimétrica proliferan. A partir de ese presupuesto, se gobierna y hacen cosas. La oposición, al menos de momento, está cumpliendo un rol institucional también importante: en no pocos casos aporta, suma valor y no solo destruye. La política vasca es el espejo en el que deberían mirarse el resto de territorios. Galicia tiene un liderazgo político innegable, sobre todo desde el punto de vista personal (Presidente), aunque arrastra a la fuerza política que lo sostiene y deja a la oposición en un frío desplante. Es también una isla, muy singular por el fuerte liderazgo, en un mar lleno de tormentas. Hay alguna otra experiencia de interés en la Comunidad valenciana, con un bipartito que quiere hacer cosas (aunque con precarios apoyos) y una fuerza política como Compromís que está acreditando, en momentos de zozobra, sentido institucional. En el resto de CCAA los equilibrios son casi siempre inestables, en unas se gobierna algo, en otras a duras penas y en alguna apenas se desarrolla actividad gubernamental propiamente dicha. Pobre balance.
Y este es el sombrío panorama con el que habrá de convivir el sufrido ciudadano por unos cuantos años. Solo en las próximas convocatorias electorales (algunas distanciadas en el tiempo y otras plagadas de incógnitas) iremos viendo si esos sistemas de partidos se consolidan, se fragmentan más aún o se condensan. Algunos cambios tectónicos se producirán. Puede haber fuerzas políticas efervescentes (“efímeras”, en palabras también de Linz), que tal como irrumpieron bajen. En cualquier caso, habrá que acostumbrarse –parafraseando a Bruno Dente- a gobernar la fragmentación; al menos durante unos cuantos años o mandatos. Y eso requiere negociar. Tarea compleja cuando unos no saben cómo, otros no saben qué y los hay que quieren negociar el cielo (o si no expropiarlo), pero unos y otros de tanta inconsistencia y falta de efectividad terminan mareando la perdiz. Aprendizaje colectivo. Tarea de años. Y mientras tanto, como decía Ortega, aprender a conllevar la situación. Es lo que toca.
Gracias Rafa,
Un espejo el vasco muy aburrido y viejo para una sociedad que vive sobre una bomba demográfica y tecnológica.
Mikel
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