FUKUYAMA: EL VALOR DE LAS INSTITUCIONES (I)

Francis Fukuyama, Los orígenes del orden político. Desde la prehistoria a la Revolución francesa, Deusto, 2016, 716 pp.

“Las instituciones modernas no pueden transmitirse sencillamente a otras sociedades sin hacer referencia a normas existentes y a las fuerzas políticas que las sostienen. Construir una institución no es como construir una presa hidroeléctrica o una red de carreteras. De entrada requiere trabajar muy duramente para convencer a la gente de que es necesario un cambio institucional, crear una coalición a favor del cambio que pueda vencer las resistencias de los interesados en que se mantenga el mismo sistema y, posteriormente, condicionar a la gente para que acepte el nuevo conjunto de conductas como algo rutinario y esperado” (Fukuyama, p. 673)

Una obra de estas características debe ser, sin duda, reflejada en una página Web cuya finalidad última es el análisis de nuestras instituciones. El enfoque institucional está tomando un auge inusitado en estos últimos años y la prueba evidente es esta importante obra que sigue los pasos, aunque actualizando y revisando algunas tesis, de Samuel Huntington (El orden político en las sociedades en cambio), a quien va dedicado el libro.

En efecto, la editorial Deusto acaba de publicar en castellano los dos volúmenes de la monumental e impresionante obra de Fukuyama sobre el “Orden político” o el “Orden de la política”. El primer volumen es el que comentamos en esta reseña y el segundo (Orden y decadencia de la política. Desde la Revolución Industrial hasta la globalización de la democracia) también será objeto de tratamiento en este mismo espacio. Son en total más de 1.500 páginas y, aparte de su lectura, requiere una pausada digestión del caudal de información y de las tesis que se enuncian en ambos volúmenes.

El objeto de la obra se identifica pronto: “los orígenes históricos de las instituciones políticas, así como el proceso de decadencia política” (p. 21). Y para los lectores ansiosos, el autor previene de la importancia de leer primero este volumen antes del que vendrá a continuación. Sin duda, el segundo está más apegado a la realidad actual. Pero no le falta razón a Fukuyama, sin la lectura de este denso y extenso volumen resulta difícilmente comprensible en su totalidad el segundo, aunque también se puede leer autónomamente (y el propio autor lleva a cabo una suerte de síntesis en el segundo volumen para facilitar la lectura de aquellos que opten por la economía de tiempo).

La obsesión que parece impulsar la obra de Fukuyama es la “preocupación acerca del futuro de la democracia” y, en definitiva, cómo evitar “la decadencia política”, pues esta se produce “cuando los sistemas políticos no logran adaptarse a las circunstancias cambiantes”. Y en ese proceso el autor insiste una y otra vez en que existe una suerte de “ley de conservación de las instituciones”, que se manifiesta de modo diáfano cuando la necesidad objetiva obliga a su adaptación y los hombres (animales conservadores por naturaleza) se resisten frenéticamente al cambio. El final del primer volumen lo expresa en términos muy crudos: “Los fracasos de las democracias modernas son de todo tipo, pero el principal, a principios del siglo XXI, es probablemente la debilidad del Estado: las democracias contemporáneas se paralizan y se vuelven rígidas con demasiada facilidad y, por tanto, son incapaces de tomar decisiones difíciles para garantizar su supervivencia económica y política a largo plazo” (p. 677). Lo triste es que, como el mismo autor también reitera en varios pasajes, con frecuencia nos olvidamos de lo importante que es y lo difícil que fue crear un sistema de gobierno, orillando asimismo la pregunta básica: ¿cómo sería el mundo sin determinadas instituciones políticas básicas? Las damos por “sabidas”, pero no somos conscientes de que podemos fácilmente perderlas.

Como bien dice Fukuyama, “la lucha por crear las instituciones políticas modernas fue tan larga y ardua que las personas que viven en países industrializados padecen actualmente amnesia histórica acerca de cómo llegaron sus sociedades a ese punto”. El primer volumen de esta obra tiene, por tanto, un objetivo confesado y claro: “El propósito de este libro –dice el autor- es llenar alguna de las lagunas provocadas por esa amnesia histórica”. Y para ello analiza de dónde proceden las instituciones políticas básicas a través de tres categorías que se entrelazan en cualquier democracia moderna: 1) el Estado; 2) el principio de legalidad; y 3) el gobierno responsable. El Estado es presupuesto, pero para que exista una democracia se requiere además la convergencia de las dos instituciones citadas: principio de legalidad y gobierno responsable.

El ensayo de Fukuyama es enormemente ambicioso: un análisis del poder desde sus orígenes a la actualidad, pasando por buena parte de las manifestaciones “regionales” del poder a lo largo del globo y en diferentes países y culturas. Además, sus tesis suponen una revisión (presumiblemente polémica) de muchas tesis asentadas sobre el “estado de naturaleza” (de Hobbes, Locke y Rousseau), así como de otras como las defendidas por determinados economistas de orientación institucional (tales como North u Olson, entre otros). El libro dará que hablar, sin duda.

Pero en esta breve reseña, necesariamente simplificadora, me interesa resaltar algunos puntos. Fukuyama no presta ninguna atención apenas a Grecia y Roma (salvo en lo que afecta al Digesto), aunque reconoce que ambas “fueron extraordinariamente importantes como precursoras de un gobierno responsable moderno”. Su foco de atención se centra en China, en cuanto que el Estado moderno (y no le falta razón) se construye primero allí, pues “ya existía en el siglo III a. C., unos mil ochocientos años antes de que apareciera en Europa”. En efecto, China fue la primera en desarrollar instituciones de Estado, pero en ese imperio nunca tuvo vigor –a diferencia de Europa y de otros contextos- el principio de legalidad o la limitación del poder por el Derecho. Pero China sufrió un proceso de desintegración tras esa primera experiencia y retornó al “patrimonialismo”. El tránsito de una sociedad tribal o marcada por el parentesco hacia instituciones más impersonales es el que marca la aparición del Estado.

Es sugerente el espacio dedicado en esta obra a los orígenes del principio de legalidad y al papel de la Iglesia católica y de otras creencias religiosas en ese proceso. El autor refuta aquí (o, al menos, las matiza) las tesis de Hayek sobre el papel de la ley como “un orden espontáneo” (con claras referencias al common law). Pero también se detiene en el papel de la Iglesia en “la reaparición del derecho romano” y en cómo “sentó los precedentes del principio de legalidad contemporáneo”. La tesis se expone con claridad en la página 395 del primer volumen: “La aparición del principio de legalidad es el segundo de los tres elementos que componen el desarrollo político y que, juntos, constituyen la política moderna”. Falta el elemento del gobierno representativo.

Y este se dio en Inglaterra, donde tras un siglo XVII plagado de inestabilidad político-constitucional, “se institucionalizaron –como concluye el autor- las tres dimensiones del desarrollo político: el Estado; el principio de legalidad y la responsabilidad política”. A ello contribuyeron muchos factores, por ejemplo el common law, la “centralización” temprana del país, el freno a la venta de cargos públicos (a diferencia de Francia y España donde se extendió esa cultura patrimonial), el papel del poder judicial y el consentimiento de los gobernados en la imposición de los tributos (a través del Parlamento). Nada de esto se produjo en otros países europeos, salvo el singular caso de Dinamarca que estudia al final del volumen. En Francia, la debilidad del Estado y del propio Antiguo Régimen (aquí bebe directamente el autor de Tocqueville), abrió la puerta a la Revolución francesa. En nuestro caso, el diagnóstico es mucho más sombrío: “España, por su parte, cayó en un declive militar y económico que se prolongó durante siglos”.

La síntesis de este primer volumen se recoge en la quinta parte, titulada “Desarrollo político y decadencia política”, que pretende abrir el análisis que el autor realiza en el segundo volumen. Las instituciones, dado el conservadurismo de las sociedades humanas, “no empieza una partida nueva en cada generación”. Lo normal es que se solapen y perduren más allá de lo razonable. Como dice Fukuyama, los Estados modernos impersonales son instituciones difíciles tanto de crear como de mantener, por la presencia siempre dominante de las tendencias patrimoniales, de parentesco o de reciprocidad personal. ¡Cuanto sabemos de esto en España!

Algunas ideas fuerza pueden ser de utilidad en el campo del análisis institucional, que es el que interesa en esta página. Primera, “las instituciones adaptables son las que sobreviven, ya que los entornos siempre cambian”. Segunda, “las instituciones se crean para hacer frente a los desafíos competitivos de un entorno concreto”. No aboga precisamente Fukuyama por la “exportación” de instituciones que funcionan en un sitio a otro; los contextos mandan. Tercera, “la capacidad de las sociedades de innovar institucionalmente depende de que puedan neutralizar a quienes tienen intereses políticos y vetan reformas”.

La decadencia política se expresa a través de rigidez institucional (imposibilidad de reformas) y repatrimonialización, pues quienes tienen los resortes del sistema aguantan lo indecible. Algo que se puede comprobar en nuestro caso. La tendencia a conservar las instituciones prima ante todo.

En fin, el primer volumen acaba con la Revolución industrial. Su tesis, a pesar de dedicar tanto espacio a los “precedentes”, es que “las sociedades no están atrapadas por sus pasados históricos”, pero sin embargo sus instituciones –por paradójico que parezca- son “producto de circunstancias históricas contingentes y accidentes con pocas probabilidades de reproducirse o copiarse en otras sociedades distintas”, tal como reza la larga cita del inicio de este comentario. Fukuyama denuncia por último “la rigidez ideológica” que ahora nos invade. Sin embargo, apuesta por superar el síndrome del “mal emperador”. Tal como nos dice, “hay, sin embargo, una razón importante para pensar que las sociedades con responsabilidad política prevalecerán sobre las que no la tienen. La responsabilidad política –concluye- proporciona un camino pacífico hacia la adaptación institucional”. Sabio consejo. Continuará.

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