«Justice must not only be done: it must also be seen to be done»
Es obvio que la cultura de imparcialidad en el Poder Judicial tiene todavía mucho camino por recorrer para asentarse de forma definitiva. La judicatura española está formada en la reivindicación del principio de independencia, pues esta es una conquista muy tardía y aún hoy en día con fuertes borrones en su haber.
Y ello no debe extrañar, pues en los sistemas constitucionales continentales, de patrón derivado de la Revolución francesa, el Poder Judicial ha sido por lo común más Administración de Justicia que Poder, ha vivido siempre maniatado al Poder Ejecutivo y su papel se ha visto limitado –hasta la aparición en escena de la jurisdicción constitucional- a la aplicación de la Ley, sin poder siquiera cuestionar la inconstitucionalidad de la obra del Legislativo.
Tampoco hay mucho recorrido para la sorpresa cuando la propia Constitución española de 1978 omite de forma clamorosa el principio de imparcialidad de los jueces, mientras que, paradojas de la vida, lo prevé expresamente en el caso del Ministerio Fiscal y de los propios funcionarios públicos al servicio de la Administración. Quien ha de ser el más imparcial (el juez) es al que la Constitución menos se lo exige. Paradojas constitucionales.
Así las cosas, el principio de imparcialidad se ha ido colando poco a poco en el sistema judicial español a través principalmente de la importación de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y, en menor medida, de las sentencias del Tribunal Constitucional (que se mostró en no pocas ocasiones, al menos en sus inicios, reacio a su reconocimiento como derecho constitucional específico). Pero han sido normalmente complejos asuntos judiciales con ribetes políticos los que han dado pie a esa introducción gradual del principio de imparcialidad y al fortalecimiento paulatino del derecho fundamental al juez imparcial (tampoco reconocido expresamente en la Constitución).
De todo ello me ocupé hace ya más de diez años en un libro académico (Imparcialidad judicial y derecho al Juez imparcial) y es hora de volver –siquiera sea a través de este breve comentario- sobre algunas de las ideas allí contenidas al hilo del caso “Gürtel”.
En efecto, este caso puede acabar, tal vez, en un “leading case” en lo que afecta a imparcialidad de los tribunales, siempre que no se repare a tiempo la lesión del derecho al juez imparcial por la jurisdicción ordinaria, que para eso está. Pero el instituto de la recusación está mal diseñado para dar vigor a la imparcialidad y garantizar así el derecho fundamental al Juez Imparcial: los propios jueces son muy resistentes a su reconocimiento por una interpretación estricta de las causas tasadas, así como por una cultura corporativa mal entendida.
Como creo que todo el mundo conoce, dos de los magistrados de la Audiencia Nacional que forman parte del tribunal que debe enjuiciar el citado caso han sido recusados. La nota singular es que en ese caso están imputados un buen número de militantes (o ex militantes) del PP y gente afín a esa fuerza política, al menos en su día (cuando de lucrarse se trataba). A dos de los Magistrados de ese Tribunal se les recusa para que se aparten del proceso por las afinidades políticas o personales que tienen con el propio PP o con personas con cargos orgánicos en esa formación.
La primera recusación se fundamenta en que una Magistrada tiene relación de amistad con la Secretaria General del PP, la Sra. Cospedal. Mientras que al otro Magistrado se le presume vínculos políticos estrechos con el PP. Lo de la relación de amistad, si no es íntima y excesivamente estrecha (y aunque lo sea), tiene en principio poco recorrido: la prueba es compleja y los jueces son muy reacios a reconocer que sus “compañeros” de escalafón tienen amigos “íntimos”.
Más posibilidades objetivas de prosperar tiene, sin embargo, la recusación al Magistrado que se le presume connivencia ideológica con el PP, algo que se acreditó sobradamente siendo nombrado vocal-portavoz del CGPJ (especialmente por sus intervenciones a favor del citado partido o de su gobierno) y más aún cuando el Gobierno del PP, contra viento y marea, lo impuso (tras no pocos intentos frustrados) como Magistrado del Tribunal Constitucional siendo más que discutible que reuniera aquellos requisitos o exigencias elementales para ser propuesto: uno que está en la Constitución, que sean “juristas de reconocida competencia”; y otra exigencia que está en la naturaleza del cargo: buena conducta o actitud moral convincente y ejemplar a ojos de la ciudadanía. Esta exigencia entre nosotros juega un papel residual y así nos va.
No es fácil contrastar hasta qué punto se cumple el requisito de que una persona sea “jurista de reconocida competencia”, concepto jurídico indeterminado donde los haya y, por tanto, de imposible escrutinio en torno a su real cumplimiento o no. Ello permite que en esos nombramientos se cometan excesos y en algunos casos se propongan personas que distan de tener tal condición, como al parecer era el caso (a juicio incluso de seis magistrados del propio TC).
En lo que afecta a su conducta hay vivas muestras de que aquella, al menos en el ejercicio de su cargo como miembro del TC, fue ajena y muy alejada de la ejemplaridad mínima que cabe exigir de todo cargo público. En efecto, tuvo que dimitir de su condición de Magistrado del Tribunal Constitucional por “ser pillado” a altas horas de la madrugada conduciendo una motocicleta con una tasa de alcoholemia cuatro veces superior a la establecida y además sin casco. Y eso teniendo chófer y vehículo oficial. A partir de esos hechos no duró mucho en el cargo, pese a sus resistencias iniciales y a las justificaciones que esbozó.
Pero lo realmente determinante en este caso no es esa conducta moral de la persona en cuestión, por lo que hace al caso completamente ajena, que solo la hemos traído a colación para que se observe con nitidez un vacío existente en nuestra política de nombramientos de cargos públicos judiciales, que no es otro que la exigencia anglosajona –establecida en 1701- de que deberán permanecer en sus puestos mientras observen “buena conducta”.
Lo que planea en la recusación del caso Gürtel es –a mi juicio- más grave, mucho más. Frente a la recusación planteada, el citado Magistrado no ve objeción alguna –y, por tanto, se considera a sí mismo como un “juez imparcial”- para juzgar objetivamente y como tercero neutral y desinteresado un caso en el que están imputados un buen número de cargos o ex cargos del PP, cuando de forma continuada sus vínculos con tal organización han sido evidentes y notables, cuando no descarados.
Cabría incluso dudar de que prosperara la recusación en lo que afecta al argumento de haber sido propuesto, siempre por la bancada parlamentaria popular o por el gobierno del mismo color político, para los cargos de vocal del CGPJ o Magistrado del TC. Su “reconocido prestigio”, ya hemos dicho que se trata de un concepto jurídico indeterminado donde los haya, se podría intentar salvar (aunque en este caso de forma grosera). Cabe constatar que su nombramiento como Magistrado del TC llegó incluso a desgarrar –partir en dos- al propio Tribunal cuando hubo de hacerse eco de la propuesta gubernamental.
Pero lo que no cabe ninguna duda es que un Magistrado de la Audiencia Nacional que ha cobrado 11.000 euros de la Fundación del Partido Popular por realización intermitente de diferentes tareas, no está objetivamente en condiciones de juzgar bajo presupuestos de imparcialidad un caso en el que están imputados militantes y dirigentes de ese partido. Por mucho menos, en un contexto muy distinto y sin acreditar vínculo alguno de relación política (algo materialmente imposible en aquel caso, pues se trataba de un encargo académico) fue apartado el entonces Magistrado del TC, Pablo Pérez Tremps, del conocimiento del recurso de inconstitucionalidad contra el Estatuto de Autonomía de Cataluña.
En el ámbito de la imparcialidad, como dice el adagio inglés que se cita al inicio y reiteradamente invocado por la jurisprudencia del TEDH, a la hora de impartir justicia es muy importante ser imparcial, pero no es menos aparentarlo. Y alguien que fue promovido con tal persistencia y tenacidad por parte de un partido para el cargo de Magistrado del TC (frente a la oposición frontal del resto de fuerzas políticas, siendo además discutible que acreditara la condición de jurista de reconocida competencia) y asimismo percibido tales cantidades de una Fundación del citado partido, parece obvio que de los hechos descritos se deriva fácilmente una “apariencia”, cuando no evidencia, de una relación, vinculación o proximidad con la fuerza política en cuestión que, caso de participar en este juicio como miembro del Tribunal, empañaría sin duda la legitimidad del Poder Judicial ante la ciudadanía. Por estas y otras razones que aquí no pueden exponerse, así como por una cuestión básica de dignidad institucional- este Magistrado, al menos, debería ser apartado del conocimiento del asunto. La Justicia española –en un caso por lo demás muy sensible- no se merece otro bochorno y descrédito institucional. Bastante desgastadas están nuestras instituciones para que se contribuya más aún a su descrédito.
Y, si ello no se hiciera, sería muy grave. Se quebraría frontalmente la imagen de imparcialidad de la justicia y esta perdería su velo, que es tanto como decir su legitimidad o su razón existencial. Si así fuera, ya no habrá en este caso Justicia.
Estimado Rafael, yo diría, que está más de moda, de trending topic.
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