LAS AUTORIDADES «INDEPENDIENTES» (1)

“Si es necesario ser independiente para estar en condiciones de ser imparcial, la independencia no basta para conseguir la imparcialidad” (Pierre Rosanvallon, “La legitimidad democrática. Imparcialidad, reflexividad, proximidad”; Paidós, 2010, p. 137)

El paraguas de las Autoridades “Independientes” (llamadas entre nosotros “administraciones independientes”) cubre un amplio espectro institucional. Agrupa a un catálogo muy diversificado de organismos y entidades, de imposible reconducción a una unidad funcional. Lo que les une, tal como se verá, es una relativa identidad en las notas características que definen tales organismos.

En una impecable tesis doctoral (algo no frecuente en este tipo de productos), el profesor Joan Solanes ha llevado a cabo un minucioso análisis de las administraciones independientes reguladoras. Allí, sitúa la aparición en escena de este tipo de entidades en Estados Unidos, vinculada al New Deal y al origen del propio Estado regulador. El fundamento de su creación es múltiple. La complejidad y celeridad de la toma de decisiones en el ámbito económico requería una especialización que ninguno de los tres poderes tradicionales tenía. Pero también se quería sustraer del Ejecutivo, muy influenciado por el clientelismo político, por los escándalos de corrupción y por los tentáculos de los partidos, cualquier decisión que afectara de forma relevante al mercado.

El modelo estadounidense de Independent Agencies giraba en torno a tres grandes ejes: a) estatuto de independencia (nombramiento por tiempo definido garantizado); b) composición colegiada (impulsada por la lógica bipartidista y evitando el monopolio de la entidad por una sola fuerza política); y c) visión tecnocrática de sus miembros (ciencia y técnica), expertos en el ámbito material de decisión o intervención. Pero, a pesar de ese diseño institucional, nunca en Estados Unidos se ocultó la naturaleza “política” de estas entidades, a diferencia, como veremos, de Europa.

Se trataba de un modelo que rompía el tradicional principio de separación de poderes, puesto que tales Agencias estaban dotadas de poderes normativos, ejecutivos y de resolución de conflictos. Los poderes legislativo, ejecutivo y judicial se veían, así, afectados en mayor o menor medida por la irrupción de ese –como así fue denominado- “cuarto poder”. La afectación principal se proyectaba sobre el Ejecutivo, que se deshilachaba en parte.

En el continente europeo las cosas han sido diferentes. Y, en España, más aún. En la Unión Europea se ha trasladado el modelo estadounidense con muchas singularidades y no pocos retoques. No puedo ahora detenerme en ellas. Pero en las últimas décadas la plétora de este tipo de instituciones ha sido una auténtica epidemia en la propia Unión y en los países miembros (empujados en buena medida por las políticas sectoriales comunitarias).

El paraguas de las “autoridades independientes”, ya en terreno español, acoge soluciones institucionales diversas. Simplificando las cosas, tenemos tres tipos de “administraciones independientes”: a) entes “reguladores” cuya función se dirige preferentemente al mercado (Comisión de los Mercados y de la Competencia, Comisión Nacional del Mercado de Valores); b) entes institucionales que vuelcan su objeto sobre el control de la Administración en sus diferentes facetas (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal, Consejo de Transparencia y Buen Gobierno); y c) organismos mixtos (Agencia de Protección de Datos). Este esquema institucional se reproduce parcialmente en algunas Comunidades Autónomas.

El traslado de esa solución institucional a nuestro país se ha hecho, como suele ser ya desgraciadamente habitual entre nosotros, con algunas taras en su diseño y, sobre todo, con fallos de libro en su aplicación. Está por definir todavía cuál es la naturaleza de estas entidades (¿son instancias políticas o tecnocráticas?). Al final, la indefinición ha producido lo inevitable: la parte más débil (tecnocracia) deja paso a la más fuerte (politización). Los equilibrios nunca han sido nuestro fuerte.

La legitimidad por la imparcialidad (no solo por la independencia) de estas autoridades, que predica Ronsavallon, “se debe construir y validar permanentemente”. Esa “legitimidad de ejercicio”, sin embargo, ese mecanismo compensador –como señala este autor- de “las nominaciones partidarias o de las acumulaciones corporativas” tampoco funciona en nuestro caso.

En apariencia, el “modelo español” de autoridades independientes dispone de las características formales que lo distinguen como tal: a) Son entidades con personalidad jurídica; b) Se califican por el legislador de “independientes”, atributo que se salvaguarda mediante el nombramiento de sus miembros por tiempo determinado (en algunos casos con mayorías reforzadas en el nombramiento o en el rechazo, y con causas de cese tasadas); c) Pretenden ser instituciones especializadas en ámbitos concretos (reguladores sectoriales, velar por la competencia, protección de datos, garantizar el derecho de acceso a la información pública y la transparencia, etc.); y c) Sustraen del ámbito de competencia de los poderes tradicionales (especialmente del Ejecutivo) determinadas materias que requieren conocimientos técnicos específicos y de una posición institucional de imparcialidad que aquellos (Parlamento y Gobierno) no disponen.

Las fallas del modelo institucional de autoridades independientes son, en nuestro caso, muy claras. Y se repiten en la práctica totalidad de este tipo de entidades. En efecto, para que funcionen estas instituciones se requieren esencialmente garantizar dos extremos. El primero es que se salvaguarde de modo efectivo la independencia de este tipo de organismos y que, asimismo, la adopción de sus decisiones esté basada en la imparcialidad. Y el segundo que las personas que se designen dispongan de competencias profesionales contrastadas en el ámbito de actuación, vengan precedidas de una trayectoria profesional (lo que es un indicio de su ejercicio ulterior) y ostenten una acreditada integridad y honestidad en el tratamiento de los asuntos públicos (que les ponga al abrigo de los conflictos de intereses que se puedan suscitar). Ninguno de estos tres presupuestos se cumple habitualmente en España. Difícilmente puede actuar como miembro de un organismo regulador o controlador una persona que no sume estas tres notas: competencia técnica, imparcialidad e integridad.

La independencia se declara formalmente en todas las leyes, pero no se cumple de forma efectiva. Ni por la posición institucional del órgano ni por su funcionamiento cotidiano (con numerosas interferencias, más o menos explícitas). Pero menos aún por la selección de personas. Estas autoridades independientes están plagadas de personas vinculadas directamente con partidos políticos (ex políticos que habían tenido cargos representativos o ejecutivos, ex altos cargos o, incluso, militantes reconocidos), cuando no de personas vinculadas profesionalmente con entidades que tienen intereses más o menos evidentes en el objeto de la entidad reguladora. La captura de estas entidades por la política es, como puso de relieve César Molinas, intensa. En el reparto de esos “cómodos sillones” (en términos retributivos y temporales) participan todos los partidos políticos sin excepción (también los minoritarios cuando les dan algunas migajas en el banquete). Así no hay institución que se “regenere” ante la mirada ciudadana.

Pero un déficit muy serio, unido estrechamente a lo anterior, es que no hay ningún tipo de acreditación de que las personas propuestas y finalmente nombradas dispongan de las competencias técnicas especializadas para el ejercicio de sus funciones (en algún caso, como en el de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia, es un imposible metafísico, puesto que no hay nadie que pueda acreditar conocimientos especializados solventes sobre ese abanico tan amplio de funciones). Las comparecencias parlamentarias son, además, una pantomima. No hay escrutinio real ni evaluación que se precie de las personas, pues los partidos han hecho previamente la cocina del reparto. Todo son aplausos y parabienes. Así las cosas, tampoco existe ningún filtro efectivo para poder acreditar que las personas que forman parte de esos órganos se han caracterizado por una trayectoria de integridad y honestidad en el ejercicio previo de sus funciones. Los intereses en juego son tan relevantes y las presiones potenciales tan fuertes (por ejemplo, en los organismos reguladores) que se necesita una especial entereza moral para ejercer imparcialmente esas funciones.

La clave, por tanto, del mal funcionamiento de esas entidades en España no se encuentra tanto en un mejor o peor diseño de esas instituciones (o en sus aspectos formales), sino especialmente en una lógica mal entendida de la naturaleza de esas instituciones. Todo ello es fruto de una concepción singular de nuestra partidocracia, que reduce la independencia a caricatura y “coloca” en esas instituciones a determinadas personas de competencia no contrastada, en no pocas ocasiones ex políticos o ex altos cargos a los que “se debe” resituar en pago a los servicios prestados. El problema fundamental, tal y como reconoció Pierre Rosanvallon, es cómo garantizar, a pesar de un método de elección teñido de política, la razón de ser de estas instituciones: su especialización técnica y su imparcialidad. Y aquí entra en juego la cultura institucional (o la falta de ella), así como la legitimidad de ejercicio.

Los perfiles personales de quienes conforman estas entidades son los que dan lustre o manchan la independencia efectiva, la especialización técnica y la imparcialidad de estas autoridades. Si se hiciera un análisis pormenorizado de la procedencia política y profesional de los miembros que forman parte de esas instituciones, se observaría el proceso de colonización política que tales órganos (estatales y autonómicos) sufren. Pero el problema de fondo no solo es ese (que también), sino cómo ejercen sus funciones. A mayor abundamiento, el sistema de controles de este tipo de instituciones es, asimismo, frágil e insuficiente (desde el punto de vista parlamentario) o demasiado deferente (por parte del poder judicial).

En esas condiciones, predicar de estas instituciones su naturaleza de entidades especializadas imparciales se transforma en un pío deseo. No cabe extrañarse, así, de que los controles institucionales estén rotos por la complacencia o la “deferencia” no disimulada hacia el poder que muestran esos organismos. En estas condiciones es impensable que un sistema institucional funcione cabalmente. Si no hay frenos, el poder no se detiene ante nada. Está en la naturaleza de las cosas. Y eso lo saben bien quienes mantienen ese statu quo. O se cambia radicalmente esa pésima “cultura política” de nombramientos y de funcionamiento de estos organismos, o nunca alcanzaremos a ver el final del túnel de la crisis que está instalada con profundas raíces en nuestra arquitectura institucional.

(1) Este Post recoge algunas ideas que se contienen en la segunda parte del libro (en proceso de elaboración) “Los frenos del poder: separación de poderes y control de las instituciones en los sistemas constitucionales”, que aparecerá editado en el primer semestre de este año 2015. Las referencias a la situación española se encuentran en el Epílogo a ese estudio, titulado: “España, ¿Un país sin frenos?”

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