
(Foto cedida por Fernando Escorza Muñoz, reservados los derechos de imagen)
“Aquellos que poseen las cualidades de reconocer los problemas, de imaginación e intuición, cualidades esenciales para el futuro, se encuentran, sino apartados de todo puesto de responsabilidad importante, sí, al menos, fuertemente penalizados en su carrera futura”
(Michel Crozier, La crisis de la inteligencia. Ensayo sobre la incapacidad de las élites para reformarse. INAP, pp. 140-141)
Como uno no puede reinventarse todos los días, utilizaré como base de partida para esta entrada un esquema ya dibujado en 2018 que partía por enunciar 12 tesis y 6 hipótesis sobre la selección de empleados públicos y su futuro, con las necesarias precisiones y adaptaciones, así como con la inevitable advertencia de que el futuro que entonces dibujaba ya es presente; y de que también nada apenas se ha avanzado: los mismos problemas de entonces siguen siendo los de ahora. Pero no repetiré lo ya expuesto; el lector interesado puede consultarlo (aquí) (aquí) y (aquí).
El relevo silente de una generación de funcionarios y empleados públicos que se está jubilando en masa ya está plenamente en marcha (y, al parecer, a casi nadie importa que ese conocimiento se vaya al garete), pero la entrada de ese relevo generacional manifestado en un talento joven tan ansiado y apetecido por discursos gubernamentales que no tienen traslado en la práctica, no termina nunca por llegar. El tapón de la estabilización de centenares de miles de interinos tiene devoradas las energías gestoras (pues no las hay de otro tipo) en las Administraciones Públicas españolas. La planificación estratégica en el ámbito de la selección ni se asoma. Y ello seguirá siendo así, salvo sorpresas, por unos cuantos años. Que nadie se llame a engaño. Luego, en el peor de los casos, a “tirar de bolsas” de esos procesos basura (pues nada realmente miden) para cubrir las necesidades del sector público con los residuos de la estabilización.
Esa será la tónica dominante en la inmensa mayoría de las administraciones territoriales. No así en la Administración General del Estado, donde aún permanecen incólumes (aunque con algunos desgarros) las oposiciones libres a la vieja usanza. En estos casos, la arquitectura de estos procesos obedece a pautas decimonónicas con ajustes realizados el pasado siglo, basados en pesados temarios, muchas veces destartalados en su configuración por añadidos derivados de los irrefrenables y constantes cambios normativos, sobre los cuales pretendidamente se medirán los conocimientos (y, en el mejor de los casos, alguna destreza) por órganos de selección cuya medida de las cosas (para atenuar la siempre difusa discrecionalidad técnica) radica en una plantilla o “respuesta-patrón” (necesaria e inevitable en las pruebas test y extensiva, aunque no siempre, a las pruebas de conocimientos y destrezas). En verdad, salvo situaciones muy puntuales, las oposiciones en la AGE siguen girando en torno a un peso excesivo de la memorización de datos e informaciones puntuales, con escasa atención (salvo en cuerpos muy singulares) a la inteligencia del sistema o al marco conceptual en el que se mueven tales exigencias de conocimientos, promoviendo, así, la selección de funcionarios de tramitación con innegables recursos aplicativos y ejecutivos, pero mucho menos orientados hacia la concepción e innovación, que habitualmente se penaliza por la propia lógica de un sistema periclitado. Las pruebas de aptitudes y actitudes están ausentes.
Los cambios de modelos selectivos nunca son fáciles. Y probablemente haya que adoptar medidas de prudencia en su incorporación, por muchas causas que ahora no pueden ser citadas, pero entre ellas no cabe olvidar que la cultura burocrática es un legado cuya alteración no es precisamente fácil de alterar. No hay nada mejor para comprobarlo que la salida en tromba que se produjo por parte de determinadas asociaciones de altos funcionarios de la AGE o de respuestas incluso procedentes del mundo académico (con olvido sobre cómo se selecciona allí a su profesorado) frente a un documento que promovió el entonces Ministerio de Política Territorial y Función Pública en mayo de 2021 (Orientaciones para el cambio de selección en la Administración General del Estado). Las propuestas allí contenidas son, en general, razonables, con un sensato objetivo (aspiración también del “viejo” EBEP) de homologar nuestros procesos selectivos a los existentes en las democracias avanzadas (pues hoy en día, en nuestro caso, son procedimientos obsoletos, escasamente ágiles y con déficits evidentes de reflejar la diversidad y de captar auténtico talento), aunque en su comunicación se cometieron errores de bulto. Otra cosa es el timing de su aplicación y sobre todo su ritmo o intensidad.
Las resistencias de las élites a transformar los procesos selectivos tienen causas muy variadas. Interviene, sin duda, una concepción corporativa y conservadora; pero también presiones de esa figura infausta de “los preparadores” o de las “academias privadas”. Un modelo ancestral y que abona la desigualdad y castra la transformación, cuando no resulta éticamente (y jurídicamente) altamente discutible (percepciones “en negro” de los preparadores). Pero, también sabemos que en este país los amplios espacios de discrecionalidad en una materia tan sensible cómo la selección de personas que ingresarán con vocación de estabilidad en las nóminas públicas, han sido siempre “el portillo” por el que se han cometido innumerables tropelías, atropellos, cacicadas y terreno expedito para que el clientelismo, cuando no el amiguismo o el nepotismo, afloren por doquier (argumentos siempre esgrimidos por los defensores de las oposiciones tradicionales: léase, a tal efecto, el preámbulo de la Ley orgánica provisional del Poder Judicial de 1870, sí, del siglo XIX; donde se encontrarán las mismas razones hoy esgrimidas por los defensores a ultranza de las oposiciones tradicionales). De ahí nació la exigencia de temarios, los sorteos o “bolas” que se debían desarrollar, y la memorización literal de contenidos, requisitos y sobre todo datos y enunciados legales. Así se objetivaron los procesos selectivos en España y se puso coto (relativo) al enchufismo. Y allí nos quedamos.
La clave está, sin embargo, en cómo buscar un sano equilibrio, siempre necesario, entre seleccionar a los mejores candidatos en procesos abiertos y competitivos, evitando que sólo o preferentemente midamos conocimientos memorísticos aplicados a datos adjetivos o informaciones cuya mera reproducción no incorporan realmente valor añadido. No cabe, en ningún caso, despreciar la memoria, siempre necesaria para una correcta inteligencia de los problemas y su contexto. Uno de los errores actuales de nuestro sistema educativo consiste precisamente en demonizarla gratuitamente. El conocimiento exige esfuerzo, estudio y aplicación memorística. Pero, para ser funcionario se requieren además muchas otras cosas, y no solo esa (aunque esa también). En particular, aptitudes y actitudes.
Si la AGE está encontrando escollos sinfín para modificar sus sistemas de acceso, que, por lo demás, son casi los únicos que siguen manteniendo como principio vector la oposición libre, muchas administraciones territoriales se están dando un auténtico empacho de preterir el acceso libre y ya sólo se ingresa en ellas pasando por el peaje de la condición de “meritorio/interino” a la que se accede por un sistema de espurias “bolsas de trabajo” (en el mejor de los casos) o por medio de enchufes encubiertos o nombramientos de urgencia mal justificada. Allí el sistema de acceso está pervertido de raíz y mucho costará, si algún día se consigue, enderezarlo.
Por ello resulta refrescante que al menos alguna Comunidad Autónoma recobre la cordura y sea consciente de que, sin función pública profesional cualificada, no hay ni habrá buenos servicios a la ciudadanía y menos aún capacidad ejecutiva de la propia política. El Informe que elaboró un grupo de trabajo sobre Medidas para la innovación en los procesos de selección de personal al servicio de la Administración de la Generalitat en la Comunidad Valenciana, es, en efecto, un soplo de aire fresco, al margen de que algunas de sus propuestas puntuales pudieran ser discutidas en su diseño y en su (más que compleja) ejecución. Son propuestas nuevas, de cierta valentía y sobre todo mayoritariamente sensatas para llevar a cabo una evolución gradual desde un subsistema de función pública envenenado por la temporalidad y la desprofesionalización hacia otro que redescubra el talento y apueste por captarlo de forma adecuada en beneficio de los intereses públicos. Bien es cierto que a ello ayuda que la propia Ley de Función Pública de la Comunidad valenciana (Ley 4/2021) haya puesto un umbral mínimo del 50 % de las plazas que se convoquen para ser cubiertas por medio de la oposición libre. Algo es algo, y en este caso (viendo el panorama comparado) es mucho.
La clave de bóveda está –como bien expone el documento- en cómo diseñar los procesos selectivos, cómo ejecutarlos y, también, en cómo dotar de órganos de selección que efectivamente puedan llevar a cabo esas tareas (el verdadero talón de Aquiles del cambio de modelo selectivo). Tampoco hay una solución fácil sobre cómo seleccionar cuando el modelo (por decisión del legislador básico) de función pública es híbrido (cuerpos/puestos de trabajo), que hipoteca todo el sistema de gestión de personas, particularmente la fase de selección. Es quizás más discutible esa preterición, hoy en día tan de moda, de los conocimientos memorísticos (no confundir el dato adjetivo con la información necesaria para disponer de un adecuado marco conceptual que anticipe y resuelva los problemas, que hoy en día está tan abandonado). Más aún cuando la paradoja consiste en que las interesantes pruebas de habilitación que se prevén desarrollar (“tipo MIR”; aunque mucho habría que hablar sobre ello) descansan inicialmente sobre unos test, que por lo común volverán a poner el peso en la información o el dato adjetivo o circunstancial, pues es infinitamente complejo elaborar un test sólido de conocimientos que tenga por finalidad comprobar el adecuado marco conceptual de los aspirantes en esa materia. Lo más fácil cuando de elaborar test se refiere, y a lo cual siempre se acude (también por “seguridad jurídica”; esto es, para evitar impugnaciones), es ir al dato puro, que se debe memorizar por tanto. Mucho habrá que trabajar para mejorar esas trabas hoy en día existentes y arraigadas en la cultura de los test de acceso a los cuerpos y escalas de funcionarios (también, lo cual es más llamativo, del subgrupo A1). Solo mejorando eso ya se habrá dado un gran paso. Los ejercicios de composición y destrezas deben tener también otro enfoque. Si bien el plato fuerte del modelo radica en un período de prácticas y también se presume que formativo en el que se pretenden evaluar las competencias, antes del acceso definitivo a la plaza. El proyecto es innovador y, por tanto, habrá que ver cuáles son sus resultados.
En fin, mucho habría que hablar también de esas pruebas de habilitación, dado que, como cualquier novedad en este país generará resistencias y suscitarán (ojala me equivoque) infinitos problemas aplicativos en la práctica, salvo que su diseño y desarrollo reglamentario o sus respectivas bases eviten u orillen tales nudos o cuellos de botella. El acceso a los altos cuerpos de la función pública (esto es, a quienes van a ser la élite de la Administración durante toda su vida profesional) debe venir en todo caso acompañado de pruebas de acceso exigentes que midan las capacidades de comprensión y aplicación de los marcos conceptuales, las destrezas escritas y orales, así como el conocimiento preceptivo de al menos una lengua extranjera (inglés, preferentemente) y de acreditar las competencias digitales necesarias. Sin ese mínimo nunca se captará talento. Los test son un filtro muy relativo y a veces equívoco. A todo ello habrá que añadir las habilidades y soft skills oportunas y necesarias. Bien es cierto que valorar tales habilidades choca siempre contra el muro de los tribunales de justicia, cuya incomprensión de los procesos selectivos innovadores es manifiesta, dado que no cabe olvidar que los jueces en este país se seleccionan por los métodos más arcaicos que puedan imaginarse. Ni siquiera tienen ejercicios prácticos en la oposición (sí luego en la Escuela Judicial), pero tampoco prueba alguna psicotécnica (lo que contrasta con otros modelos comparados). Pero para ellos que, han atravesado así el Jordán y besado la Tierra Prometida, los procesos memorísticos puros son los ”válidos”. Los demás, bajo sospecha.
Debe quedar claro que transformar los procesos selectivos de la función pública exige avanzar decididamente en unos objetivos marcados en una hoja de ruta (estrategia), pero su aplicación debe ser gradual, ensayando innovaciones puntuales y, una vez contrastadas, asentándolas para siempre. Las instituciones como la función pública se mueven siempre en una tensión entre continuidad y cambio, que debe gestionarse bien. La reforma radical de los procesos selectivos no parece factible o estará plagada de innumerables dificultades: la política no la entiende, el corporativismo se opone, los sindicatos la ignoran y los aspirantes a plazas de la Administración viven atrapados aún en esa vieja cultura de “la oposición” como encierro memorístico. A mi juicio, no hay otro camino que el gradualismo, dar pequeños y decididos pasos y tener mucha constancia en su aplicación, si no se quiere seguir inmerso en este infinito estancamiento en el que se encuentra lo público en este país. La parálisis es lo contrario a la transformación. Y caminar hacia un escenario transformador requiere también que las élites, políticas y funcionariales, lean correctamente el momento y adopten las mejores soluciones. Lo que no parece que esté pasando en nuestro días, salvo honrosas excepciones que esperemos tengan éxito.
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