LIDERAZGOS POLÍTICOS: PODER, PERSONALIDAD Y PSICOPATÍA.

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“En sus últimos años, Tito recordó lo que le había dicho Churchill al final de la guerra: ‘Lo que cuenta es el poder, y el poder otra vez, y el poder de una vez por todas”

(Ian Kershaw, Personalidad y poder. Forjadores y destructores de la Europa moderna, Crítica, 2022, p. 326)

Presentación

Ian Kershaw es historiador, no psicólogo; pero se ha adentrado en su último libro en llevar a cabo una radiografía de la personalidad de doce políticos europeos que, según reza el subtítulo de su espléndida monografía, han sido “forjadores y destructores de la Europa moderna”. Por cierto, todos hombres, salvo una mujer (Margaret Thatcher). También todos con una mezcla de perfiles dictatoriales y conservadores liberales, con ausencia de socialistas u hombres de izquierda. Sin duda, son todos los que están (algunos en muy pequeña medida); pero no están todos los que son, como reconoce el propio autor.

El análisis de los doce perfiles biográficos tiene el mismo y ordenado esquema de desarrollo. Kershaw, autor (entre otras muchas obras) de una monumental biografía sobre Adolf Hitler, dibuja magistralmente a todos los personajes, aunque sus fuentes de información sean la mayor parte de las veces indirectas (obras ya escritas por otros autores sobre esos mismos líderes políticos). Se ha documentado muy bien, y pone asimismo de relieve análisis previos sobre el liderazgo político y la profesión de la política (desde Tolstoi o Marx hasta Weber, pasando por Carlyle y Burckhardt, entre otros), aunque con ausencias injustificables (como las de Isaiah Berlin y Hanna Arendt, por poner solo dos ejemplos).

La lectura del libro es, en todo caso, apasionante; sumerge al lector en un tormentoso siglo como fue el pasado, y le pone frente al espejo de personalidades complejas, cuyo denominador común es el apetito de poder, y con muy pocas excepciones con perfiles psicológicos marcados por el autoritarismo, el narcisismo psicopático y ególatra o, en el peor de los casos, el desprecio hacia los demás; carentes también, en no pocos retratos, de auténtica empatía (propia de los psicópatas) y, en muchos casos, sin ninguna pizca de compasión.  Hay excepciones, sin duda, pues dentro de esos dibujos generalmente sombríos apunta alguna brizna de liderazgo de persuasión (Gorbachov), que contrasta con esa concepción del líder fuerte que tan bien estudió Archie Brown, por cierto elogiosamente citado en esta obra.

Reseñar el contenido de este libro sería impertinente por mi parte. Las complejidades del contexto en el que se mueve cada personaje (desde Rusia o la Unión Soviética al Reino Unido, pasando por la Alemania nazi que rompe el país, luego reconstruido y después reunificado, sin olvidar la Francia de la Resistencia y de la IV y V Repúblicas, la Italia fascista o la España totalitaria/autoritaria, así como, la anécdota de la Yugoslavia unida y más tarde fracturada) son muy bien tratadas por quien es un historiador con largo oficio.

En estos momentos me interesa más destacar el inquietante análisis psicológico que lleva a cabo el autor de quienes llegaron a disponer de un poder casi absoluto (Lenin, Stalin, Hitler, Mussolini, Franco o Tito) y, salvo la excepción del primero, con larguísimas estancias en la primera línea de mando, o de quienes ejercieron también un poder transcendental en determinados momentos históricos excepcionales, aunque fueran breves y en contextos muy diferenciados (Churchill, Gorbachov), o prolongaron su ejercicio durante varios mandatos en distintos sistemas democrático-liberales (fue también el caso de Churchill, pero sobre todo de Adenauer, De Gaulle, Thatcher o Kohl).  

Sin ser, por tanto, un psicólogo, Ian Kershaw retrata la personalidad de esos liderazgos con especial destreza. Pone el foco en esos liderazgos carismáticos, en ocasiones de personalidades autoconstruidas por una maquinaria de propaganda aplastante (mercadotecnia política avant la lettre), donde se destacan atributos inexistentes que las masas (ese “cortejo de creyentes” como diría Weber) terminan interiorizando o padeciendo; pero, especialmente,  el autor pone también énfasis en ciertos atributos, encantos o atractivos (algunos evidentes y otros más bien ocultos) que tales líderes poseían para garantizar el culto a su figura, el seguimiento político o, en fin, la aceptación convencida o fingida de su poder de liderazgo. Bien es cierto que el contexto institucional es radicalmente diferente en un régimen totalitario, fascista o en una dictadura (por mucho que pretenda ser del proletariado) frente al sistema democrático-liberal, donde por esencia el poder es limitado (salvo circunstancias de excepción constitucional). El liderazgo político en ambas circunstancias poco o nada tiene que ver. Aún así las coincidencias de carácter son más frecuentes de lo deseable.

Doce perfiles de liderazgo y personalidad: inquietantes elementos comunes, matices y una excepción

Lenin, por ejemplo, era un individuo obsesivo, intolerante e inflexible con quien discutía sus puntos de vista. Su delicada salud le conducía a veces a “buscar alivio en volcánicas explosiones de rabia”. La construcción leninista, como expone el autor, sentó los cimientos de la desviada evolución ulterior de la URSS, aunque no sea una tesis siempre compartida. Mussolini, por su parte, tenía una personalidad despótica, era “terco e intolerante (también) a cualquier parecer contrario al suyo”, vengativo y defensor de la violencia como método político.  Se caracterizaba por su doblez política, sus habilidades tácticas y el sentido de oportunismo; aun así, fue, frente a Hitler, un dictador débil, causante de “la desastrosa gestión de la guerra”. Lo que “dejó tras de sí fue un país en ruinas”.

Hitler, a quien Kershaw conoce muy bien, era inicialmente el arquetipo “de hombre sin cualidades”. Fue siempre “un individuo autoritario, colérico, intolerante y egocéntrico”; de comportamiento antihumano y expresión viva “del odio racial”, que “no dejó tras de sí nada constructivo”, sino una monumental devastación y un horrible Holocausto, entre otros ejemplos de un legado que prácticamente nadie reclama. Por su parte, el sello que Stalin imprimió a su régimen “fue el del terror”: el número de personas ejecutadas, encarceladas o confinadas en condiciones inhumanas “se cuenta por millones”. Con un marcado desorden de personalidad y un temperamento paranoico, “veía traiciones (cuando no trotskistas) por todas las esquinas”. Era “una persona profundamente vengativa” e inmisericorde con sus víctimas (aquí las personalidades de Stalin y Hitler se entrecruzan, pues ambos fueron la expresión más sombría “de la importancia que puede llegar a tener el individuo en la historia): “La vida humana carecía de valor a sus ojos”.

El contexto institucional y la cultura democrática en la que emergió el diletante político que fue Churchill, era radicalmente distinto. En sus rasgos de personalidad “era extremadamente egotista”, con una inquebrantable confianza en sí mismo “y una arraigada tendencia al autoritarismo”, con tendencias innatas dictatoriales. Asumió el poder a los sesenta y cinco años de edad. Y el contexto de la Segunda Guerra Mundial lo encumbró a las más altas cotas del liderazgo político, al menos durante esos años. Su lema preferido fue el de “Tomar medidas hoy mismo”. Como señala Kreshaw, tal como les ocurre “a muchos de los líderes que prueban el elixir del poder, también Churchill se resistió a dejarlo”. Volvió al poder con setenta y siete años. Pero ya no era el mismo, ni tampoco las condiciones. Al otro lado del canal, sobre quien fuera Presidente de la V República francesa, se construyó lo que el autor denomina como “el mito de De Gaulle”. Era un tipo, tal como lo sufrieron quienes con él bregaron,  “soberbio, intolerante, áspero y bruscamente desdeñoso”. Con un “autoritarismo instintivo” que se mezclaba con un carácter dominante, si bien enmarcado en la Constitución (en especial en la que promovió y le ha sucedido). También era persona obstinada, con actitud altanera y de “modales frecuentemente desabridos”. Así no es de extrañar que chocara con Churchill, temperamentalmente muy próximo, si bien con flema británica. Su legado fue, sin duda, la duradera Constitución de la V República Francesa, hecha en buena medida a su imagen y semejanza, que acabó con el inestable régimen político de la IV República.

Adenauer, por su parte, pasó de ser alcalde de Colonia, durante la República de Weimar y tras sobrevivir al nazismo, a ser elegido Canciller, “por un solo voto … el suyo”. Llegó al poder con setenta y tres años y con la advertencia de su médico de que no podría permanecer en el mando más de un año. Estuvo catorce, hasta los 87 años. La reconstrucción de una Alemania Occidental devastada es en parte su gran legado. Hombre con particular ambición, fuerte personalidad, dotado de habilidad, perspicacia y determinación, pero también de rasgos mucho menos amables: “Era de lo más tenaz y mostraba una tendencia inequívocamente autoritaria”.  

Menos interés y trascendencia para el devenir de Europa tuvieron los perfiles de Franco y Tito, a quienes el autor dedica sendos capítulos. De Franco destaca su carácter “reservado y distante, frío desde el punto de vista emocional, cautelosamente calculador (…) y cruel con sus enemigos derrotados”. Además, señala, “era ambicioso”, con total falta de humanidad en el trato hacia sus enemigos políticos en España”. Fomentó un sistema “que se apoyaba en un nivel tremendo de corrupción y sobornos”, como argamasa que unía a la élite política y económica. Su legado, aunque el autor no es tan contundente, fue un total desastre. Una España más rota, que hubo de coserse de emergencia en los años de la transición. Quedaron muchas heridas sin curar y un sinfín de problemas abiertos. La personalidad de Tito, en el otro lado de la trinchera ideológica si bien en un marco también totalitario/autoritario, era la propia “de los dictadores (y en cierta medida de todos los líderes políticos): era implacable». Sin acercarse a la crueldad de Stalin (de quien escapó astutamente de sus garras), mostraba una dureza inflexible. Tenía “un carácter violento que se convertía en furia repentina”. Su autocracia comunista terminó siendo grotesca a los pretendidos ideales socialistas que decía defender: gozaba de un lujo obsceno y enfermizo. Su legado más que efímero fue inexistente. La Yugoslavia unida se fragmentó en “mil pedazos” aun pendiente de algunos ajustes.

Margaret Thatcher estuvo el en poder casi doce años. Su acceso, como en casi todos los casos, vino de la mano de las circunstancias. En un contexto de declive del Reino Unido, su imagen pública de persona inflexible le favorecía: “se desenvolvía bien en la discusión áspera y la disputa enconada”. Tenía un evidente vicio a “la arrogancia del poder”, que “le volvió funestamente impermeable a cualquier consejo que no le gustara”. Apadrinaba a los suyos («¿Es de los nuestros?, siempre preguntaba) y demonizaba o aplastaba a quien no comulgara con su ideario. Sagaz políticamente, tenía una cierta adaptación oportunista, lo que no desmentía su dureza. Fue conocida como la “Dama de Hierro”, y posiblemente con su marcada hostilidad a la profundización de la integración europea se ha convertido, pasados los años y ya “desde la tumba”, en “la madrina del brexit”, También, con su marcado sello neoliberal, puede ser considerada como la precursora de la polarización política y del populismo de derechas.

Gorbachov, a juicio de Kreshaw, “fue, a todas luces, el personaje europeo más sobresaliente de la segunda mitad del siglo XX” (juicio que agradará sin duda a mi buen colega en inquietudes públicas Jesús López-Medel, estudioso atento del personaje). El perfil de la personalidad de Gorbachov que dibuja el autor es bastante más amable: de inextinguible autoconfianza, optimismo ingenuo, capacidades de persuasión e inagotable energía. Se tuvo que enfrentar a una tarea hercúlea. En su juventud, “fue un muchacho seguro de sí mismo, muy inteligente y sumamente resuelto (…) y con una notable habilidad para someter a los demás a su voluntad”. Aun así, lo apostó todo al cambio político y no al económico (luego reconoció el error), lo que le mereció críticas muy duras del líder chino Deng. Su estilo de liderazgo era, en efecto, muy distinto a los antes expuestos: “Combinaba el entusiasmo y el optimismo natural con el encanto personal, la elocuencia y una inteligencia manifiesta. Se valía de la persuasión, no de la imposición”. Aún así, “tenía en sí mismo una confianza que rayaba en la arrogancia”. Tal como concluye el autor: “cabe decir rotundamente que (a pesar de su escaso tiempo en el poder) un individuo cambió la historia, y fue para bien”.

Y el libro se cierra con el semblante de Helmut Kohl, “canciller de la unidad, impulsor de la integración europea”. Frente a la talla política de sus predecesores (Brandt o Schmidt), parecía una figura un tanto mediocre y carente de carisma. Sin embargo, “tenía una insaciable ansia de poder político. Y para él el gobierno era un vehículo de poder personalizado”, como lo es todavía para líderes políticos más cercanos. Su estilo era anticuado, y “cada vez más autoritario”. Patoso en las relaciones exteriores, fue corrigiendo gradualmente esos efectos, hasta triangular bien con Gorbachov y con Reagan. Tuvo la suerte de coincidir históricamente con el primero que le allanó el camino a la gloria política de la reunificación de Alemania, así como con la colaboración de Bush (padre) en ese objetivo. Ese fue su gran legado.

Preocupa, en fin, dentro de las grandes distancias, las relativas coincidencias en muchos de estos perfiles de liderazgo de rasgos de personalidad marcados por la intolerancia, el autoritarismo o la soberbia, que en algunos casos se mezclan con un culto totémico a la personalidad narcisista y en otros con evidentes rasgos de psicopatía (más común de lo deseable en los liderazgos políticos), hoy en día también arraigados en la política española. Como bien dice Kershaw, “el caso de Gorbachov es, en cierto modo anómalo”. En todo caso, al menos los líderes de los sistemas democrático-liberales tienen mandatos limitados y deben sujetarse a restricciones en su ejercicio del poder, propias del juego del principio democrático y de separación de poderes. Pero es cierto, como concluye el autor, que,  incluso en las democracias liberales con sistemas de pesos y contrapesos, un ejercicio continuado del poder tiene el potencial de erosionar esos límites constitucionales y ofrecer rasgos despóticos. En algunos casos, es más, en mandatos cortos (como vimos con Trump, entre otros malos ejemplos) también se intenta, erosionando gravemente la estabilidad constitucional de un país. Y la sentencia de Ian Kershaw es muy ilustrativa: “La concentración del poder mejora las perspectivas del impacto potencial del individuo, aunque muchas veces con consecuencias negativas, a veces catastróficas” (cursiva del autor).

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