POLÍTICA Y ADMINISTRACIÓN EN LA ESPAÑA DE GALDÓS (III)

Rafael Jiménez Asensio, 4 de julio de 2021
“Ya desde entonces se dedicaban con preferencia a esta patriótica tarea de arreglar el país los hombres sin oficio ni ganas de aprenderlo, que sentían la irresistible vocación del empleo lucrativo”
(Benito Pérez Galdós, Un faccioso más y algunos frailes menos)
Preliminar: los personajes y el contexto
La segunda serie de los Episodios Nacionales abarca un extenso y accidentado período histórico (desde 1813 a 1833). Veinte años de tenaz absolutismo, aunque con algunos matices poco significativos, sólo manchado por el frustrado intento de construir en dos momentos una España Liberal con mimbres de una sociedad que aún no lo era. Además, con la brutal enemiga de un detestable monarca, Fernando VII, el ensayo liberal se aplazó por dos veces hasta que los momentos históricos fueran más idóneos.
En esa segunda serie, que según la idea inicial del autor iba a ser la última, el protagonista formal que actúa como hilo conductor en buena parte de los diez episodios es Salvadorcillo Monsalud, quien entra en escena al inicio del primer libro de la serie (El equipaje del Rey José), servidor de las tropas afrancesadas, y se convertirá con el paso del tiempo en un patriota liberal, al cual le sucederán mil penurias y contratiempos.
Sin embargo, en nuestro enfoque de análisis, el primer personaje de Juan Bragas, “Pipaón”, adquiere especial relieve por su versátil andadura como covachuelista que sirvió sin despeinarse a los afrancesados, se envolvió de inmediato en la bandera absolutista cuando la primera experiencia liberal fracasó, para adentrarse después en el liberalismo revolucionario del trienio y terminar apostando por el absolutismo del terror tras el segundo hundimiento de la causa liberal; pasando presto a servir a la regente María Cristina. Su capacidad de adaptación a un cambiante contexto político-administrativo no acabó aquí, pero en esos veinte años el despliegue camaleónico de este funcionario segundón fue insólito. Sus principios eran su propia existencia, como bien describe el autor en diferentes pasajes de los diez episodios que ahora se tratan. Salvador Monsalud y Juan Bragas fueron amigos en sus primeros años, y procedían geográficamente del mismo pueblo. No obstante, los paralelismos entre ambos terminan ahí.
Frente al relato novelado, en esta segunda serie Galdós da entrada también, con una combinación plagada de destrezas narrativas, a personajes de carne y hueso. Emerge, así, de forma también intermitente la funesta figura de Juan Calomarde, que fue descrita magistralmente por Sergio del Molino (Calomarde. El hijo bastardo de las luces, 2020). Su protagonismo irá in crescendo conforme el fracaso de la segunda experiencia liberal toma cuerpo; esto es, con el retorno de la peor cara –si es que tuvo alguna buena- de ese Borbón despreciable que fue Fernando VII. En verdad, esta segunda serie de los Episodios Nacionales está directa o indirectamente condicionada por la arbitrariedad, la felonía, el capricho y la desmesura de ese infausto monarca.
La idea de España en esos veinte años estuvo tensada por ese desigual combate entre un absolutismo predominante y un liberalismo incipiente, así como desordenado. La omnipotencia de la Iglesia Católica marcó también ese período, como otros muchos que le sucederían. Las concepciones más retrógradas se atrincheraron en torno al rey con pretensiones de ser absoluto, y solo cambiaron de bando cuando detectaron que su debilidad física o declive biológico venía acompañada de una lucha dinástica unida a un intento por parte de su cuarta mujer, tachada de francmasona liberal por los apostólicos, María Cristina y su séquito, de defender a ultranza la sucesión de la Corona en su hija Isabel, así como abrir el sistema a sus nuevos aliados: el liberalismo moderado, con un tufo doctrinario que terminaría empañando su devenir futuro.
Fueron años cruciales en los que el desgarro de España ya era más que evidente, y se fue cociendo a fuego lento. Y quien atizó las llamas absolutistas desde el principio, el propio monarca, cedió el testigo, sin ser consciente del destrozo causado, a su hermano Carlos y a su agitada camarilla (a través del club del Ángel Exterminador). La fractura ya estaba hecha. Solo cabía esperar a que el polvorín explotara. Desde 1825, no sólo se gritaba “¡Muerte a los negros”, o sea a los liberales, también se reconocía que se hallaban en fuego cruzado: “Estos infelices pocos en número, acobardados y oscurecidos, (que) pagaban el furor de los sublevados y de los perseguidores de los sublevados”. Francisco Chaperón, una vez abandonada su batalla purificadora que plagó con un sinfín de ahorcamientos, fue a Cataluña a intentar apagar el primer incendio de absolutismo religioso, preludio “de la posterior guerra de siete años”. Nunca se supo quién o quiénes fueron los instigadores de esa revuelta. Una vez vencidos, el rey les prometió perdón, y “Calomarde y el Conde de España los fusilaron a todos” (Un voluntario realista). Está claro de quién obedecían las órdenes.
Política absolutista versus política liberal
En verdad, si a la política nos referimos, esos años nos muestran dos escenarios totalmente disímiles. Los cortos períodos de liberalismo estuvieron dominados en sus inicios por la invasión napoleónica y la espera del Deseado que pronto desmintió su apodo, retornando al Antiguo Régimen, con algunos cambios. Se entró después en el trienio liberal, momento de altas expectativas que la política no supo gestionar, fracturada en corrientes diversas poco amistosas y asediada por una Europa gobernante muy conservadora, incluso reaccionaria, que, tras la revolución francesa, detestaba y perseguía cualquier aventura liberal democrática. Eran, sin duda, las peores condiciones para ensayar un frágil sistema liberal en una España que ya mostraba, también en sus carnes, su enorme afán cainita. El trienio murió sin pena ni gloria. De hecho, su doscientos aniversario ha sido casi ignorado. La segunda invasión francesa, liderada por el duque de Angulema, no tuvo apenas respuesta, como bien describe el autor en el episodio Los cien mil hijos de San Luis. La Constitución –como recuerda el autor en palabras de Jenara- quedó humillada, pues “eran muy pocos los milicianos que se aventuraban a seguir a los liberales. No he visto una propagación más rápida de las ideas”. Y añade: “Viendo crecer en los pueblos la aversión a las Cortes y al Gobierno, el ejército perdía el entusiasmo”.
Lo que vino después fue un retorno mucho más duro del ya de por sí demoledor absolutismo monárquico. Fernando VII incumplió sus promesas, como siempre hacía, y desató una represión brutal descrita en El terror de 1824. La década ominosa se inauguró con los peores presagios. Los liberales, que no fueron pasados por la horca, huyeron al exilio o vivieron ocultos.
La política liberal del trienio, a pesar de toda su carga de buena voluntad, no ayudó ciertamente a estabilizar España. La división en las filas liberales fue un mal síntoma de lo que vendría después. Pero el problema de fondo era un monarca mendaz que no creía en el constitucionalismo liberal, al que odiaba profundamente. Los primeros intentos durante el trienio de restaurar el absolutismo fracasaron. Galdós narra perfectamente la excelente respuesta civil y militar que el pueblo de Madrid mostró a mediados del año 1822 (7 de julio): “Fracaso más vergonzoso no se ha visto desde que hay pronunciamientos en España”. Una contestación que, sin embargo, no tuvo continuidad –como ya se ha visto- al año siguiente. Es verdad que el ejército que nos envió la Santa Alianza era una máquina devastadora y eficiente, pero ya las fuerza flaqueaban y frente al grito de “Viva la Constitución”, se fue oyendo cada vez más el contrario. No es fácil ser liberales, y menos aún exaltados, con una masa informe de la población mayoritariamente analfabeta y subyugada aún por una Iglesia absolutista, amén de pobre en su inmensa mayoría. Pero también los sepultureros de la libertad hicieron su trabajo. La sincera y letal descripción de un liberal como Benigno Cordero era un testimonio vivo de cómo se entierra la libertad cuando las mentalidades aún no estaban amuebladas para abrazarla: “He visto hombres que han predicado con elocuencia las ideas liberales. Pues bien: ésos han sido en todos sus autos déspotas insufribles. Aquí es déspota el ministro liberal, déspota el empleados, el portero y el miliciano nacional; es tiranuelo el periodista, el muñidor de elecciones (…) La idea de libertad, entrando súbitamente aquí a principios de siglo, nos dio fórmulas, discursos, modificó algo las inteligencias; pero, ¡ay!, los corazones siguen perteneciendo al absolutismo que los crió” (Los apostólicos).
La política absolutista tampoco fue uniforme. El perfil de los políticos absolutistas de esos años estuvo marcado por la más intensa mediocridad e incluso hubo designaciones de ministros absolutamente incompetentes. El segundo período del absolutismo, tras el trienio liberal, tuvo diferentes fases. Aquí emerge la turbia figura de Tadeo Calomarde, que tuvo un protagonismo estelar en esos años como persona de confianza del rey. Calomarde y Juan Bragas coinciden puntualmente en diferentes episodios. La continuidad del primero, personaje de ficción, es muy superior a la del segundo, una figura política de carne y hueso. En todo caso, en el relato galdosiano, ninguno de los dos era de fiar, pero sus actitudes estaban alejadas: Calomarde volaba alto y Bragas a media altura, lo que le permitió sobrevivir con mayores facilidades a la rueda arbitraria del poder e incluso a los cambios de régimen, algo que se terminó llevando por medio al conspirador profesional de Calomarde. En efecto, el Ministro de Gracia y Justicia disponía de una red de confidentes que todo lo sabían, y era capaz de destruir las mejores biografías políticas o humanas en un abrir y cerrar de ojos. Pero, a diferencia del covachuelista eterno, aunque él también lo fuera en sus orígenes, en su comportamiento político tuvo mucha menos versatilidad adaptativa, atributo en el que Pipaón era un genio. En cualquier caso, las sombras del pasado de Calomarde y sus oscuros manejos, le condujeron al fin de su vida política, que se plasmó en la famosa bofetada de la infanta Carlota, hermana de María Cristina, que supuso una representación, real o inventada, de su total declive político.
La Administración durante el oscuro reinado de Fernando VII
No obstante, en esos finales de la dura década ominosa, emergieron políticos de talla, también en las filas absolutistas, aunque de tono moderado y pragmático. Uno de ellos fue, sin duda, López Ballesteros, quien por cierto impulsó (en 1827) la primera reforma del empleo público en el ramo de Hacienda. Y también en los momentos finales de ese período en el episodio que lo cierra (Un faccioso más y algunos frailes menos) comienzan a aparecer en escena políticos, militares o técnicos tales como Martínez de la Rosa, Narváez, Javier de Burgos y otros, que cogerán el testigo del hundimiento de la causa absolutista y su gradual transformación en un liberalismo templado o destemplado, según se mire.
La Administración Pública, con tanta agitación política y cambios radicales de bases del régimen, se vio fuertemente afectada. Los mimbres de una Administración basada en el favor ya estaban asentados desde el Antiguo Régimen. Lo que se produjo en esas oscilaciones pendulares entre absolutismo y liberalismo, aunque mucho más extensas en el tiempo las primeras, fue un cambio permanente de las inestables plantillas de empleados públicos. La causa liberal gaditana, como ya vimos, creó la figura del cesante. Los empleados colaboracionistas con la causa del Rey José, algo de lo que se queja amargamente Juan Bragas, vieron perder sus destinos. Pero a los empleados públicos de la causa liberal gaditana les sucedió otro tanto con la restauración, también tramposa, del Antiguo Régimen, tras ese bochornoso documento del Manifiesto de los persas. La dureza esa primera ola de represión y destituciones fue un primer ejercicio para la que vendrá después.
El trienio liberal abrió el apetito de hincar el diente a un empleo público por parte de los defensores tradicionales de la causa liberal, pero también de los múltiples advenedizos y algunos tránsfugas reconvertidos, como fue el caso una vez más de Juan Bragas. Los constantes cambios político-ministeriales en los gobiernos del trienio ya mostraban los enormes condicionantes que tiene rotar las plantillas de empleados en función del favor o de la ya incipiente clientela política. Pillar una nómina pública era ya la obsesión de innumerables moscas de covachuelistas en ciernes que acudían sin sonrojo a la recomendación política directa o indirecta para morder nómina.
Y, tras el trienio liberal, vinieron las terribles depuraciones fernandinas donde se mezclaba el odio a quienes habían colaborado con los distintos gobiernos del trienio, la persecución de la masonería (una de las obsesiones de los dos momentos absolutistas de este período), junto con una implacable persecución religiosa a quienes no acreditarán situarse en el círculo más estrecho de una Iglesia alejada radicalmente de la causa liberal. La masonería está muy presente en diferentes episodios de esta segunda serie, dando título incluso a uno de ellos (El Grande Oriente).
Juan Bragas como arquetipo del funcionario decimonónico
Juan Bragas, como nos narra Galdós, “era, pues, covachuelista, es decir, palote árido y enteco en el cual debía injertarse después la vigorosa rama del funcionario público”. En realidad, “Bragas no se equivocaba nunca: tenía en su juicio la infalibilidad de las matemáticas”. De afrancesado renegado pasó sin solución de continuidad a servidor del absolutismo. Su benefactor, “don Buenaventura”, se lo pregunta directamente: “- Dime Braguitas, en cuál oficina quieres colocarte, pues ya he dado tu nombre al Ministro, y no falta más que saber tu deseo para satisfacerlo y punto”. Así, de servir a Cabarrús en Gracia y Justicia, pasó “a señor oficial segundo de Paja y Utensilios”. Aun así, no estaba contento, pues los destinos se repartían a su juicio de forma no equitativa en relación a sus merecimientos, ya que al peluquero Antonio Moreno, “profesor de cabezas”, se le había asignado el cargo de Consejero de Hacienda” por ser el amanuense del decreto en el que se declaraba a “aquella Constitución y decretos nulos y sin ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubieran pasado jamás tales actos, y se quitaran de en medio del tiempo”. La amnesia histórica como receta recurrente de un país que ya no era capaz de reconocerse a sí mismo.
El de Pipaón, Juan Bragas, es quien narra en primera persona la malformación de la Administración absolutista tras el retorno de Fernando VII (Memorias de un cortesano de 1815). Es en este episodio en el que el protagonismo de Braguitas se vislumbra por su posición de cronista y donde va subiendo en sus posiciones administrativas hasta codearse con el propio rey. También sigue siendo cronista en La segunda casaca, donde se reflejan los distintos intentos de pronunciamiento liberales y las reacciones que la doctrina absolutista provee de tales empeños. Allí ya Juan Bragas, oliendo como buen animal político el cambio de contexto que se advertía, prepara su desembarco en la causa liberal con un discurso de indudable cinismo ambivalente. Pero, tras su rito iniciático en el club liberal, pretende introducirse en el cogollo del con pretensiones de subir de forma inmediata, lo que le reprocha su amigo Salvador: “¿Acabas de sentar plaza y ya pretendes ser general?”. Pipaón era incansable al desaliento. Se estaba gestando el levantamiento de Riego, y había que estar atento al cambio de circunstancias.
Salvador, cargado de idealismo liberal, tenía, sin embargo, una visión más precisa de la sociedad política que se vivía entonces, lo que acredita en el episodio siguiente: “Una sociedad que es un hormigueo de intrigantes, una agencia de destinos, un centro de corrupción e infames compadrazgos, una hermandad de pedigüeños”. Llegó, por fin, “el turno tumultuoso de las nóminas”. Se trataba, una vez más, de volver todo al revés, como expuso elocuentemente “el Castellano” (Romero Alpuente) en su discurso ante las Cortes liberales: “Se encomendarán los destinos de la nación a los comprometidos por el sistema, no a los que no lo están. Se harán castigos ejemplares, se volverá todo al revés para que los pillos bajen y los patriotas suban”. La noria liberal de ceses y nombramientos se ponía en marcha, también arrastraría a los suyos a su paso. No se detiene mucho Galdós, sin embargo, en las rotaciones gubernamentales y en sus efectos sobre la Administración Pública. Su visión del trienio es más constitucional, pues la primavera de 1822 fue, a su juicio, un momento anárquico: “Nos gobernaban una Constitución impracticable y un Rey conspirador que tenía agentes en el Norte para levantar partidas, agentes en Francia para organizar la reacción, agentes en Madrid para engañar a todos”. Además, para ver que nada es nuevo, “el Congreso era un volcán de pasiones, y allí creían que las dificultades se resolvían con gritos, escándalos y bravatas”. Siempre había quien sacaba beneficio de tales desmanes, en este caso era el rey y la causa absolutista. La mala arquitectura institucional, o los defectos de fabricación, también pasan hondas facturas. La descripción del sistema institucional del trienio que lleva a cabo Galdós es desoladora: “No puede darse heterogeneidad más abrumadora que la de aquella sociedad política. El Rey era absolutista; el Gobierno, moderado; el Congreso, democrático; había nobles anarquistas, y plebeyos serviles” (7 de julio).
Calomarde: el final de su poder de influencia
Las vidas noveladas de Salvador y Juan Bragas se cruzaron de nuevo cuando el régimen liberal comenzaba a desmoronarse: “El buen Bragas, poco antes, viendo mal parada la causa constitucional, había corrido a la Seo a ponerse a las órdenes de la Regencia, cual hombre previsor” (Los cien mil hijos de San Luis). Allí coinciden. Es en este episodio cuando emerge con fuerza la figura de Calomarde, entremetido y curioso –como lo describe Jenara- y “gran coleccionador de debilidades ajenas”. Pipaón, tras la segunda etapa absolutista, busca afanosamente un nuevo destino, que finalmente halla, utilizando para ello siempre las mismas armas del favor y de la recomendación, al haber abrazado otra vez la causa absolutistas. Ello, según Chaperoncillo, ponía en jaque las depuraciones fernandinas: “Por vida del Santísimo, que eso de las recomendaciones y las amistades me incomoda más que la evasión de un prisionero. Así no hay justicia posible, señor Pipaón, así la justicia, los castigos y las purificaciones no son más que una farsa” (El terror de 1824). Sus relaciones con el brigadier Chaperón, responsable de las depuraciones y ahorcamientos, mostraban que no paraba en mientes para salvaguardar sus propios intereses. La Justicia, como describe Galdós, en aquellos momentos era “un infierno de papel sellado”. La política mejor en boca liberal era cuando menos callarse. O adoptar una posición reservada. Una vez más Benigno Cordero, ante el empuje inquisidor de Juan Bragas, opta por generalizar su discurso: “Quite usted a los intrigantes la política será como si les cortan las manos a los rateros o los pies a las bailarinas”. Fue, sin duda, Cordero quien mejor definió las melosas afabilidades de Pipaón, de las que había que huir. Poniendo en guardia a Solita: “Es el cocodrilo que besa”, sentenció.
Calomarde procedía también de las covachuelas del Ministerio de Gracia y Justicia. Pero, aparte de sus oficios funcionariales, destacaba sobre todo en la intriga. Sergio del Molino lo describe como “uno de los tiranos más siniestros y poderosos de la historia de España”. Figura que, como él mismo dice, ha sido olvidada completamente (refrigerada en su tierra turolense). Galdós salpica sus relatos novelados con la irrupción puntual del oscuro personaje. Ya lo hemos visto acompañando al rey en “la guerra apostólica” en Cataluña. Aun así, en 1827 “no era más que instrumento harto sumiso de las pasiones y del brutal egoísmo de su señor”. Esa guerra que “no era más que el prólogo, o hablando musicalmente, la sinfonía de otra guerra mayor”, le sirvió a Calomarde para engrandecer su poder de influencia. Tadeo, como describe Galdós, “a quien Fernando VII tiraba de las orejas, era todo vanidad y finchazón”. Pero ya los apostólicos lo vieron como enemigo, a pesar de ese intento extraño propio de mal cálculo de proponer ese codicilo-decreto derogando la pragmática sanción del 30. No supo situarse en el lugar oportuno. Tras el incidente con la infanta Carlota, mujer de armas tomar, “sus nueve años de insolente poder” terminaron. Se comenzaba a abrir una nueva era en la historia de España. La soñada concordia entre la libertad y la Iglesia, era, como relataba el ya escéptico Salvador en palabras de Galdós, una suerte de pío deseo: “Aseguró que no esperaba ver en toda su vida más que desaciertos, errores, luchas estériles, ensayos, tentativas, saltos atrás y adelante, corrupciones de los nuevos sistemas, que aumentarían los partidarios del antiguo, nobles ideas bastardeadas por la mala fe, y el progreso casi siempre vencido en su lucha con la ignorancia” (Un faccioso más y algunos frailes menos). El parto del Estado Liberal sería lento y doloroso. Galdós lo retomará varios años después, desmintiendo sus planes iniciales. Una gran suerte que cambiara de opinión.
(*) La presente entrada-reseña, junto con las dos anteriores, recoge algunos fragmentos, aunque retocados, de una obra que se publicará próximamente, Política y Administración en la España de Galdós. Al estar registrada, cualquier reproducción, total o parcial, debe citar expresamente la fuente de la que procede.
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