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Cualquiera que lea las dos primeras páginas de la exposición de motivos del Real Decreto 293/2021, de 30 de marzo, se forjará la idea equivocada de que el ciudadano (rectius, interesado) ocupa la posición central del escenario de esa Administración electrónica que, tras catorce años en el paritorio, parece comenzar a alumbrarse con tintes de generalidad tras la plena aplicabilidad formal de la LPAC desde el 2 de abril de 2021. Sumergido el lector en la letra pequeña de la parte dispositiva, una relativa frustración se apodera: aunque algunas cosas se apuntan, unas en tono velado (artículo 4) y otras más efectivas (pero que solo se extienden a quien use en sus relaciones con la Administración, obligada o voluntariamente, medios electrónicos; como es el caso de la subsanación), la posición de la ciudadanía en lo que a las relaciones con la Administración electrónica respecta no ha supuesto, de momento, grandes cambios. Al menos, para aquella ciudadanía, aún legión, que se relaciona con las Administraciones Públicas por medios presenciales y en papel. Todo se fía, al parecer, a una ampliación gradual del perímetro de personas obligadas vía reglamentaria o a que la ciudadanía use el fervor digital también para sus relaciones con las Administraciones Públicas. Pero aún así quedarán graves flecos. La brecha digital en lo que al uso de relaciones electrónicas con el sector público es una realidad incontestable.
Los primeros análisis realizados sobre el Real Decreto 203/2021 han puesto de relieve su importancia y necesidad, pero también dejan en evidencia en la mayor parte de los casos las notables carencias que esa regulación presenta en algunos terrenos, esencialmente en todo lo que respecta a las tecnologías más disruptivas adaptadas a la actuación y funcionamiento de las Administraciones Públicas por medios electrónicos, de las que se hace eco apocado la propia exposición de motivos en un escueto inciso, sin continuidad apenas en el articulado.
No se trata de reiterar lo que ya ha sido expuesto –con notable criterio y acierto- por quienes se han aproximado al análisis de este Reglamento y sobre la modificación, entre otras cosas, del Real Decreto 4/2010, del Esquema Nacional de Interoperabilidad. Como Anexo a estas páginas se aportan una serie de enlaces en los que se pueden consultar algunas de esas contribuciones iniciales sobre los impactos normativos, tecnológicos e incluso organizativos que tiene la regulación expuesta. Allí se podrá ampliar lo aquí dicho.
Aunque sea una obviedad, el citado Reglamento tiene –como recordó acertadamente el dictamen 45/2021 del Consejo de Estado- carácter ejecutivo. Por tanto, se dicta en desarrollo de las leyes ya conocidas (LPAC y LRJSP), en lo que a actuación y funcionamiento del sector público por medios electrónicos respecta. Por consiguiente, hasta cierto punto, este Reglamento tiene el corsé de las leyes que desarrolla y, como también es obvio, ni puede contradecirlas ni puede tampoco entrar en regulaciones propias de la reserva material o formal de Ley. Y ese carácter tiene sus limitaciones, puesto que una cosa es promover una reforma legal y otra muy distinta llevar a cabo una aprobación de un reglamento ejecutivo. Hay en este Reglamento muchas ausencias, como bien se ha detectado, pero habría que deslindar en qué casos no debiera ser el legislador quien se ocupara de tales regulaciones. Obviamente, hay ámbitos que son claramente propios de un reglamento ejecutivo, otros pueden serlo en cuanto no contradigan las leyes que desarrollan, pero también podrían darse supuestos en que, dado los derechos y garantías que pueden estar en juego, lo más razonable sería modificar las Leyes cabecera (Leyes 39 y 40/2021) para adaptarlas a un proceso intenso de digitalización de las Administraciones Públicas, así como a la incorporación de tecnologías disruptivas en el ámbito de la Administración digital y en los propios procedimientos administrativos. Ya sé, y no soy ningún ingenuo, que esperar una reforma legal coherente de tales leyes con el actual panorama político-parlamentario es fiarlo todo a un milagro o una causa sobrenatural.
Pongamos un ejemplo. Se ha objetado, no sin parte de razón, que el Reglamento orilla cualquier regulación de la frecuentada costumbre a partir de la era Covid19 por parte de las oficinas públicas de regirse, en sus relaciones con la ciudadanía, por el sistema de cita previa. Una modalidad de relación entre ciudadanos y Administración que, sin perjuicio de su funcionalidad en ciertos casos, presenta una anomia normativa considerable, puesto que, por lo común, se ejerce y condiciona el acceso a las oficinas públicas de los ciudadanos e interesados sin una base normativa previa. Hubiese sido conveniente que, al menos las solicitudes de cita previa a través de medios telemáticos, hubiesen encontrado cobertura en este Reglamento; pues es a todas luces censurable y absurdo (dado que va contra el principio de opción y de voluntariedad) exigir que personas físicas no obligadas a relacionarse con las Administraciones Públicas por medios telemáticos, deban hacer uso obligatorio de ellos para conseguir que la puerta de la Administración se abra y puedan atravesarla para llevar a cabo las gestiones pertinentes o presentar solicitudes, documentos o escritos. Curiosamente quienes no pueden hacerlo son los más débiles o vulnerables de nuestra sociedad, los que están sumidos en la brecha digital. De los que nadie, salvo la retórica política vacua, se acuerda cuando hay que regular las normas aplicables.
En efecto, los problemas se sitúan, como bien fue denunciado en su día y todavía resuenan ecos de esas denuncias, cuando la cita previa es para acceder a una oficina de asistencia en materia de registro, pues en este caso hablamos de plazos y, por tanto, de acceso o continuidad a un determinado procedimiento administrativo: ¿Qué ocurre si no me dan cita previa en ninguna de estas oficinas y estoy en el último día de plazo? Tal vez fuera oportuno que la LPAC previera alguna regulación sobre estas cuestiones, pues es altamente dudoso que una norma reglamentaria sin habilitación previa pueda hacer una regulación que afecte a los plazos establecidos en la Ley básica de procedimiento administrativo común.
En realidad, el Reglamento ha tardado cuatro años en ser elaborado y publicado. Tiempo suficientemente dilatado como para que parte de sus previsiones (especialmente en un ámbito de tanta aceleración o transformación como es el relativo a la digitalización y a las tecnologías disruptivas) se hayan quedado parcialmente viejas u obsoletas alguna de sus previsiones, como ya lo están en parte algunas partes de las propias Leyes cabecera. Y ello se advierte en especial, como bien se ha denunciado por diferentes comentarios, en todo lo que tiene que ver con las tecnologías disruptivas, que se citan de rondón en la exposición de motivos y que después solo hay dos referencias muy escuetas a los procesos de automatización, una cita superflua en su carácter básico (por reenvío) y la otra precisamente para constatar que se pueden automatizar los procesos de transmisión de datos sin que se establezca ninguna garantía. Hablar como garantía de protección de datos en general se ha convertido ya en la excusa perfecta. Pero con la plena aplicabilidad de la LPAC, y la ansiada y nunca alcanzada interoperabilidad integral, a partir de ahora el trasiego de datos personales en el sector público y por el sector público será constante y cada vez más intenso. Y, a pesar de que es responsabilidad de cada Administración Pública salvaguardar la protección de datos personales que obren en su poder, en particular los de carácter especial, habrá que estar muy atentos a cómo se gestiona este tráfico espectacular de datos sin que los derechos de la ciudadanía se vean preteridos en algunas circunstancias. La constancia de los ciberataques sobre el espacio público debe ponernos alerta y extremar las medidas de seguridad en esa interoperabilidad que será integral. Hay que volver la mirada al RGPD y a la LOPDGDD, así como a todo el enfoque preventivo y la arquitectura de herramientas que allí se contienen.
Se ha puesto como novedad la ampliación de los canales de asistencia para el acceso a los servicios electrónicos. El artículo 4 del Reglamento, si es leído adecuadamente, de la impresión que obligaría a que las Administraciones Públicas den un servicio de asistencia indistinto a los usuarios de la Administración electrónica, incluso en un ámbito propio de prestaciones como serían poner a disposición medios tecnológicos y personal de asistencia. Facilitar el uso de los medios electrónicos por la ciudadanía también es eso. Pero cabe que la lectura de ese precepto se emparede en la restrictiva regulación del artículo 12 de la LPAC y se cierren esas puertas. Todo es posible, cuando la norma es vaga y no precisa.
En lo demás, el Reglamento es absolutamente insensible a la brecha digital y a las personas y colectivos vulnerables, entendidos como aquellas (muchas más de las que el discurso oficial se cree) que no disponen de competencias digitales ni de recursos tecnológicos para subirse algún día a ese carro de la Administración electrónica. Y algunos de estos colectivos (recientemente una denuncia pública de una asociación de jubilados así lo constataba) están viendo cómo sus derechos se ven mancillados o reducidos a la mínima expresión, cuando no ninguneados. Se mantiene la atención presencial, como no podía ser de otro modo; pero, a pesar de que -tal como se decía más arriba- caben algunas interpretaciones extensivas del derecho de asistencia en el uso de medios electrónicos como derecho prestación que deben asumir las Administraciones públicas, el Reglamento sigue dejando en la sombra este extremo (es más, por lo que se refiere a la AGE, lo ignora).
En fin, se pretende animar a que la ciudadanía multiplique sus relaciones digitales con la Administración (un objetivo reiterado desde la LAE de 2007, que tenía un enfoque más respetuoso son los derechos de las personas, ciudadanos o interesados, que la reforma administrativa de 2015, no se olvide hecha por un gobierno de otro color político). El Reglamento pretende ir por esta línea. Al menos, en el plano declarativo ese parece ser el objetivo, siguiendo lo que la Agenda España Digital 2025, el Plan de Digitalización de las Administraciones Públicas y, a partir de ahora, el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, prevén. Sin embrago, del dicho al hecho va un largo trecho, que en este caso solo se recorre si las prestaciones efectivas se articulan y se facilita mediante la asistencia debida. Nada de eso aparece explícito. Todo se queda en intenciones. La norma reglamentaria se ha construido con mimbres viejos o con el empaque de las leyes de 2015 (visión predominantemente de fortalecimiento tecnológico “ad intra” y no ciudadana) y no con la mirada transformadora e igualitaria que era necesaria en un contexto como este. Faltan, así, infinidad de herramientas y un concepto más claro de que la Administración electrónica no es –como señaló el dictamen del Consejo de Estado 45/2021- más que un medio. Lo digital no puede hacer desaparecer el sentido existencial de lo público. Debería añadir valor, no restarlo.
La esencia de la Administración Pública, su propio ADN, es servir a la ciudadanía. Y, en este punto, el Reglamento queda aún muy cojo, cuando no incompleto, dado que no se plantea un modo operativo y racional sobre cómo conducir, desde la óptica de la ciudadanía, una compleja transición desde una Administración analógica a una Administración digital, sin que ello implique dejar a determinados colectivos atrás o, en el mejor de los casos, en el margen. Este también es un problema, agudizado hasta el extremo, por la era de la pandemia. Y tampoco aquí el Reglamento ofrece soluciones firmes, cuando en algunos casos lo podría haber hecho. En otros tendrá que ser la Ley quien lo haga. Pero el tiempo corre, puesto que la digitalización cada vez es más acusada y acelerada. Y se pueden cumplir los peores pronósticos que ya anuncian que la revolución tecnológica podría ser una fuente aun de mayores desigualdades, también en lo que afecta a la digitalización. Eso es lo que se trata de evitar. Y, en esto, a pesar de que la Agenda España Digital 2025 intuía el problema, nada apenas hace este Reglamento. Habrá que seguir esperando.
ANEXO: Algunos enlaces a primeros análisis sobre el Real Decreto 203/2021:
Víctor Almonacid: https://nosoloaytos.wordpress.com/2021/03/31/las-39-cuestiones-claves-del-reglamento-de-administracion-electronica-i/
Concepción Campos Acuña: https://concepcioncampos.org/fast-check-al-reglamento-de-actuacion-y-funcionamiento-electronica-del-sector-publico/
Matilde Castellanos: https://enredando.blog/2021/03/31/el-reglamento-de-administracion-electronica-no-defrauda-larga-vida-a-la-burocracia-digital/
José Ramón Chaves: https://delajusticia.com/2021/04/07/el-reglamento-de-administracion-electronica-bajo-ojos-expertos-real-decreto-203-2021/#more-975083
Rafael Jiménez Asensio: https://rafaeljimenezasensio.com/documentos/
Miguel Solano Gadea: https://www.linkedin.com/pulse/comentarios-de-gestión-y-técnicos-al-rd-203202-miguel-solano-gadea
Javier Vázquez Matilla: https://www.javiervazquezmatilla.com/afecciones-a-contratacion-publica-en-el-real-decreto-203-2021-de-actuacion-y-funcionamiento-del-sector-publico-por-medios-electronicos/
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