
“Dondequiera que miremos en el planeta, vemos funestas y crecientes amenazas. Nuestro reto es planificar de forma meticulosa y sensata” (Jeffrey D. Sachs)
Pocas cosas hay peores en cualquier actividad pública que tener una agenda sin orden. Si se me permite el paralelismo, algo de eso sucede en estos momentos con la Agenda 2030 en la práctica totalidad de los niveles de gobierno. Tras más de cinco años desde la entrada en aplicación de los ODS (1 de enero de 2016), se constata una dificultad palmaria de aterrizar los citados Objetivos y metas en las correlativas políticas y en el plano práctico de la gestión pública de las diferentes estructuras gubernamentales.
Una buena parte de culpa la tiene esa concepción instantánea y estrecha de la política, en dónde la visión estratégica apenas cotiza, cuando, sin embargo, si algo aporta la Agenda 2030 a la política es precisamente esa mirada a medio/largo plazo hoy en día ayuna en los estados mayores de los respectivos gobiernos y en sus proveedores de cargos que son los partidos.
El desorden de la Agenda 2030 se debe también a una convergencia de diferentes circunstancias que, más por defectos propios que ajenos, entorpece esa traslación operativa de lo que se configura principalmente como principios o directrices, pero que en realidad son mucho más. En efecto, hay que ser conscientes de que la Agenda 2030 ofrece una proyección global, pero que –como se insistirá más adelante- debe ser cada gobierno (o si me apuran, cada nivel de gobierno) el que sea capaz de fijar “sus propias metas nacionales (…) tomando en consideración las circunstancias del país”, tal como expuso en septiembre de 2015 el documento Transformar nuestro mundo: la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible.
Las dificultades –si se me permite la expresión- para “bajar a tierra” la Agenda 2030 y los ODS son de distinta índole, recojo aquí solo algunas de ellas.
En primer lugar, hay todavía un déficit manifiesto de conocimiento real de la Agenda 2030 y de sus implicaciones, no solo en la ciudadanía o en el tejido empresarial o social, sino también en la política y en la propia función pública.
También, en segundo plano, sigue primando una concepción tradicional fragmentada de la acción política (por departamentos o áreas) en las diferentes estructuras gubernamentales, lo que dificulta la necesaria visión holística o integral que exige la puesta en marcha de los ODS, muchos de los cuales tienen contenido transversal y no se pueden trocear sin perder su finalidad y transformarlos en políticas escasamente coherentes.
En tercer lugar, la ejecución de la Agenda 2030 es, por lo común, un problema de responsabilidades compartidas, obviamente a escala del planeta, pero también en lo que respecta a la distribución de las competencias entre las diferentes instituciones territoriales o no territoriales de un Estado compuesto.
Y, en fin, no cabe orillar por último que la crisis Covid19 ha relegado de la agenda política el protagonismo que debiera tener en estos momentos la Agenda 2030, puesto que lo urgente está devorando a lo importante. Los daños de la pandemia sobre la Agenda 2030 son muy evidentes, como se están reflejando en diferentes aportaciones. El problema central es el tiempo perdido, que en este caso es un bien preciado por su escasez y el drama del empeño.
En septiembre de 2019, durante la 74ª Asamblea General de Naciones Unidas, el Secretario General Antonio Guterres hizo un llamamiento a gobiernos, empresas y sociedad civil para que intensificaran su acción sobre los Objetivos globales, declarando los próximos 10 años como la Década de la Acción de los ODS. En verdad, desde sus orígenes en 2015, la Agenda 2030 tenía una vocación decidida de aplicación y, por tanto, de mejora continua. La década 2021-2030 es, por tanto, decisiva para que esos ODS se materialicen, y salvemos, así, al planeta y a sus gentes.
Sin embargo, en el Informe de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de 2019, Naciones Unidas constató que, si bien se habían logrado avances en algunas áreas, todavía existían enormes desafíos. Desde entonces la pandemia ha abierto en canal muchos de los problemas que se pretendían encauzar, generando unas desigualdades y bolsas de pobreza mucho más acusadas (entre países y dentro de los países), aplazando algunas políticas urgentes en materia medioambiental, así como retardando acciones públicas que son la base de la cohesión (educación y sanidad), con ritmos muy desiguales en lo que a vacunación respecta. Y los letales efectos del cambio climático siguen avanzando.
En la Unión Europea las políticas están revestidas desde hace tiempo de los ODS y del espíritu de la Agenda 2030. Hay innumerables documentos y normas europeas que caminan en esa dirección. En España los documentos no faltan tampoco, pero en su mayor parte tampoco consiguen aterrizar en los problemas. Pero se abren ventanas de oportunidad. Los fondos extraordinarios para la Recuperación y Resiliencia están imbuidos en buena medida de principios propios de la Agenda 2030 (transición verde, cohesión social y territorial, etc.), y, por tanto, su gestión o ejecución deberá estar impregnada de los ODS. De ello ya se han dado cuenta algunas grandes empresas o grupos empresariales. La sostenibilidad se convierte, así, en el eje de cualquier acción pública o privada. Esperemos por el bien de todos que no sean actitudes cosméticas, que tanto abundan cuando de abordar la Agenda 2030 se trata.
Pero aun así, sigue advirtiéndose mucho desorden y no poco ruido. Falta armonía. Y quien la debe aportar es la dirección de orquesta, que son los liderazgos ejecutivos y las estructuras de gobierno competentes. El reto es ensamblar bien los ODS con los proyectos de inversión y reformas propias de los fondos europeos, también con el resto de políticas. Sin embargo, el documento recientemente publicado sobre el proyecto del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia cita tan sólo en ocho ocasiones a la Agenda 2030, aunque buena parte de las políticas palanca, componentes y proyectos de inversión estén necesariamente preñados de los ODS.
Las soluciones para romper esta inercia en la que se encuentran los diferentes niveles de gobierno son varias, y pasan todas ellas por dar respuesta cabal a las cuatro cuestiones antes planteadas. No es lugar éste para desarrollar esas líneas de trabajo. Pero todas las soluciones transitan por comprender cabalmente que cualquier aplicación o ejecución de la Agenda 2030 tendrá que incorporar como premisa metodológica, estructural y funcional una visión integral y holística de las políticas gubernamentales, pues los ODS deben ser leídos en esa clave y no con un enfoque departamental, sectorial o gubernamental. Conviene diseccionar conceptualmente los ODS, de factura muy distinta entre sí, a la hora de cruzarlos con proyectos, reformas y políticas. Se requiere orden metodológico, pero sobre todo conceptual, que no prolifera en exceso.
Y, por descontado, es imprescindible también reforzar de forma efectiva los sistemas de Gobernanza internos y externos, así como las políticas de concertación, muy abandonadas a la suerte de una política de contingencia y, por lo común, extrañas en su ámbito natural, que no es otro que el de las relaciones gubernamentales multinivel. Ya lo dijo el Consejo de la UE en sus Conclusiones de 9 de abril de 2019: “Las instituciones eficaces, transparentes e integradores y de la buena gobernanza (son) condiciones previas del desarrollo sostenible” (8286/19). Sin ellas no hay nada, sólo humo o música celestial. De no transitar por ese camino, la Agenda 2030 continuará adornando discursos políticos o propaganda gestora, pero con escasos impactos efectivos sobre la mejora de la vida de las personas. De no ponerse remedio rápido mediante la inserción efectiva (y no aparente) de los ODS en todas las políticas, se perderá el tiempo y cosas mucho más serias, que no creo preciso recordar de nuevo.
Como parece lógico, estoy plenamente de acuerdo con los contenidos de este post. Por desgracia el hecho de señalar las dificiencias para la implementación de este tipo de grandes políticas internacionales, a pesar de que viene a ser frecuente en los últimos tiempos, no nos está llevando a ningún lado. Los «llamamientos», las «denuncias», etc. no por repetidos son más eficaces. Por eso creo que debemos desarrollar otra faceta: la de ir aunando voluntades alrededor de visiones y misiones bien articuladas. Las nuevas propuestas políticas que hemos visto surgir en España en los últimos años (Ciudadanos y Podemos) han sido dos experimentos frustrados y frustrantes, que aspiraban representar corrientes de opinión existentes en nuestro país pero que, por su visión cortoplacista de llegar al ¿poder? han defraudado las esperanzas depositadas. A la primera es difícil acertar y por eso no deberíamos rendirnos, sino aprender de los fracasos para volverlo a hacer mejor. El primer paso para esa segunda oportunidad es cambiar el objetivo inmediato: en vez de alcanzar (¿el cielo?) en un par de rondas electorales, se trata de crear consensos entre grandes sectores de la sociedad española, para crear una nueva visión del país (sí, es posible), que en su momento -pero no antes- pueda tener una traducción política.
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