“La ética necesita proponerse el logro de un elevado estándar moral objetivo” (José Luís Aranguren, Ética y política, Barcelona, 1985, p. 17)
“Es imposible ‘moralizar’ sin crear instituciones adecuadas” (Emilio Lledó, El epicuerismo, Taurus, 2011, p. 130)
El Diario Oficial de la Generalitat de Cataluña publicó el pasado 23 de junio el Acuerdo de Gobierno 82/2016, de 21 de junio, por el que se aprueba el Código de Conducta de los altos cargos y del personal directivo de la Administración de la Generalitat y de las entidades de su sector público, así como se adoptan otras medidas en materia de transparencia, grupos de interés y ética pública.
Con este importante Acuerdo se da cumplimiento a las exigencias recogidas en el artículo 55 de la Ley del Parlamento de Cataluña 19/2014, de 29 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno. Y, además, esa aprobación servirá presumiblemente de estímulo para que el resto de entidades públicas catalanas (por ejemplo, los gobiernos locales) impriman una mayor celeridad en sus procesos de aprobación de sus respectivos códigos de conducta de «altos cargos» y personal directivo, exigencia inexcusable de la ley antes citada.
No cabe duda que el código de conducta aprobado por el Gobierno de la Generalitat mejora cualitativamente el anterior Código de Buenas Prácticas de altos cargos aprobado en noviembre de 2013, que quedaba muy lejos de otras experiencias ya iniciadas entonces sobre esta materia en contextos no tan lejanos temporalmente (por ejemplo, el Código Ético y de Conducta de cargos públicos y personal eventual del Gobierno Vasco, de 28 de mayo de 2013).
El nuevo código de conducta de la alta administración de la Generalitat se enmarca correctamente, tal como se indica en el citado Acuerdo, en la necesidad «de disponer de un sistema de integridad pública» y hace bandera, por tanto, de la «integridad» como motor de actuación de los cargos públicos. Va, por tanto, en la buena línea.
Asimismo, dentro de esa línea de actuación el Acuerdo establece tres medidas clásicas que se enmarcan tradicionalmente dentro de los Sistemas de Integridad Institucional, tal como la OCDE lo ha venido estableciendo desde hace casi veinte años. Por consiguiente, la construcción de un marco de integridad no es retórica, sino efectiva. A saber:
- Por un lado, se hace una apuesta clara por la difusión de los principios éticos y normas de conducta a través de políticas formativas, en las que la EAPC y la colaboración con otras instituciones tendrán un papel determinante. La difusión es una premisa de la prevención. Este punto tal vez se debería haber resaltado más, pero al menos aparece.
- Por otro, se establecen mecanismos o cauces para resolver las consultas (dilemas éticos) que se puedan plantear por parte de los destinatarios del código (altos cargos y personal directivo), así como se prevé un procedimiento de quejas, incorporando un «buzón informático» con garantía de confidencialidad. El «precedente» del (mal denominado) «buzón ético» del Ayuntamiento de Barcelona ha podido tener aquí su influencia.
- Y, en fin, se prevé asimismo –y este punto es especialmente importante- la creación de un “Comité Asesor de Ética Pública”, compuesto de forma mixta por dos altos cargos de la Generalitat y por tres funcionarios, licenciados en Derecho y que ostenten puestos de trabajo con un rango orgánico como mínimo de jefatura de servicio. Son nombrados (al parecer discrecionalmente) por los titulares de tres departamentos de la Generalitat. Sus funciones son importantes y se despliegan sobre consultas, quejas, recomendaciones, informes y la elaboración de una memoria.
Sin duda, se ha dado un paso adelante en el proceso de construcción de un Sistema de Integridad Institucional. En cualquier caso, el modelo aprobado por el Gobierno de la Generalitat tiene, sin embargo, algunos puntos críticos que conviene recordar para que, en un futuro más o menos inmediato, puedan (si se estima oportuno) corregirse, pues los códigos de conducta -como se ha expuesto reiteradamente por la OCDE y recuerda Manuel Villoria- son «instrumentos vivos» y requieren adaptación permanente, ya que la lucha por la integridad debe mejorar constantemente los estándares de conducta para reforzar la confianza de los ciudadanos en sus instituciones.
Esos puntos críticos son, a mi juicio, lo siguientes:
1) El código es tributario de un modelo equivocado de configuración de la ética pública pergeñando en la Ley 19/2014. Como he puesto de relieve otras tantas veces, es un modelo que se asienta en la sanción más que en la prevención. Con un denso y extenso tejido institucional de control (SG, SC y OAC, entre otros), más que fomentar se pone «la integridad bajo sospecha». Y eso es una solución institucional mala. El código lo intenta reparar, pero se queda a medio camino. Tal vez no pueda hacer mucho más, pero alguna solución intermedia cabía. Ciertamente, la ley de transparencia catalana no ayuda en ese proceso: cuando se active un procedimiento sancionador nada tendrá ya remedio y el mal ya estará hecho. El escándalo salpicará y «pararlo» será imposible mientras esté abierto el expediente disciplinario, sobre todo si este se incoa. En efecto, prolongar en el tiempo el expediente no ayudará a reforzar la imagen institucional de integridad, sino todo lo contrario. Las reacciones inmediatas que pueden generar los sistemas de integridad institucional, tales como las propuestas de cese del cargo público que pudieran hacer las comisiones de ética, se diluyen en este caso. Un problema que se irá advirtiendo conforme los casos difíciles recalen en el Comité o salten directamente a través de denuncias de las instituciones de control o de cualquier ciudadano o entidad a la fase de procedimientos sancionadores (instar i incoar tales procedimientos).
2) El sistema de integridad que se diseña se reduce a la «zona alta» de la Administración. Pero este es un error común, no solo del modelo catalán. Paliado en parte en algunas propuestas recientes (por ejemplo: el avanzado Sistema de Integridad aprobado el 3 de marzo de 2016 por la Diputación Foral de Gipuzkoa o el Código «integral» aprobado por el Ayuntamiento de Mollet del Vallés el 31 de mayo de 2016). Hubiese sido recomendable optar por la construcción de un sistema de integridad no segmentado, tal como viene sugiriendo la OCDE desde 1997. Focalizar los temas de integridad en la cúspide de la Administración puede ser una primera medida (ante la presión mediática existente y la mirada crítica de la opinión pública hacia los responsables políticos o directivos del sector público), pero ese enfoque no puede obviar que la integridad se debe predicar de toda la institución y no solo de los cargos públicos o del personal directivo. La OCDE está a punto de aprobar una Recomendación donde incluso va más allá. Propone involucrar a la sociedad civil: no puede haber integridad pública con una sociedad que no incorpora en su funcionamiento cotidiano y relacional conductas ejemplares. Sin ciudadanía honesta no puede haber política limpia.
3) Con todo, la debilidad más clara del modelo de integridad de la Generalitat estriba no tanto en las funciones del Comité Asesor de Ética Pública (muy hipotecadas por la propia Ley), sino en la composición del órgano. Ya el enunciado de «Asesor» nos pone en la pista de las limitaciones (funcionales) del modelo. Pero de nuevo la Ley dejaba pocos resquicios, aunque alguno sí. A diferencia de los sistemas de integridad construidos en Euskadi (Gobierno Vasco, Diputación Foral de Gipuzkoa o Ayuntamiento de Bilbao, por poner solo tres ejemplos), el modelo de Comité de Ética de la Generalitat opta por una composición mixta (cargos públicos y funcionarios), pero exclusivamente interna; esto es, sin la incorporación de “externos” (académicos o profesionales de prestigio en el ámbito de la ética).
Es un modelo con cierto paralelismo al de la Xunta de Galicia, ambos muestran garantías más débiles, dado su carácter endogámico, así como implanta un sistema de nombramiento que puede quedar condicionado por la designación política tanto de quienes nombran (cargos políticos) como por quienes son nombrados (normalmente funcionarios que ocupan puestos de libre designación). Una debilidad notable que debiera ser corregida (aunque esa decisión es exquisitamente política) si se quiere dotar al Comité de una fuerte «auctoritas» que avale sus resoluciones o actuaciones futuras. Ese reconocimiento será particularmente necesario cuando se enfrente a casos difíciles, Así lo confirma, al menos la experiencia vasca. Tampoco creo que sea acertado «juridificar» el Comité con la exigencia de que los funcionarios sean licenciados en derecho (algo que en sí mismo no avala nada para resolver dilemas éticos). De nuevo la impronta sancionadora de la Ley deja su huella.
En cualquier caso, estas observaciones críticas puntuales no ensombrecen el paso adelante dado. Deben servir para reflexionar cabalmente sobre cómo estructurar Marcos de Integridad institucional en el resto de las administraciones públicas catalanas, especialmente en los gobiernos locales. Tarea que está aún pendiente en la mayor parte de los casos y que conviene articular de forma integral, así como a través de mecanismos de cohesión del modelo en su conjunto (Código Tipo y Comisión de Ética Común, con Comisionados de Ética municipales).
No es bueno, como señaló en su día Elisa Pérez Vera (vocal de la Comisión de Ética del Gobierno Vasco y ex Magistrada del TC) que abunden por doquier Comisiones que lleven a cabo interpretaciones diferenciadas de valores y normas de conducta más o menos comunes. El modelo Generalitat acierta, sin duda, al no configurar el código de conducta como disposición de carácter general (pues ni lo es ni lo debe ser nunca, aunque algún ayuntamiento pretenda dotarle de ese carácter, también manchado por la naturaleza sancionadora de los incumplimientos prevista en la Ley).
La estructura del código es adecuada. Hace una buena definición, por ejemplo, de los conflictos de interés, incorporando los conflictos «aparentes» (una línea de trabajo avanzada). Tal vez se eche, en falta, una mejor articulación de valores y principios, previamente definidos (una vez más la arquitectura de la Ley condiciona, aunque se podría haber salvado ese inconveniente de forma sencilla), pero se insertan correctamente las normas de conducta dentro de cada principio, si bien faltan algunos valores y ciertas normas de conducta (por ejemplo, qué hacer frente a las “investigaciones” o “imputaciones” de cargos públicos), pero la gestión cotidiana que se haga del código por el Comité Asesor ya lo irá advirtiendo.
Conviene, en cualquier caso, caminar hacia modelos que apuesten por sistemas de integridad más extensos en ámbitos y garantías, inclusive que se planteen su ampliación a toda la Administración (empleados públicos) y a contratistas, concesionarios o entidades o personas que reciban subvenciones del sector público. Algunos pasos se están dando en esa dirección en otros niveles de gobierno. Y además, como decíamos, es el camino que la propia OCDE está dibujando para reforzar los sistemas de integridad institucional futuros. Tiempo habrá para profundizar en esas propuestas.
La aplicación correcta de este sistema de integridad, ahora en sus inicios, requerirá –como ya señalara quien fuera una autoridad en la materia, Vladimir Jankélévitch (Curso de Filosofía Moral, Sexto Piso, México/Madrid, 2010, p. 171)- práctica del deber. Y ello exige, como también recordaba este mismo autor, dosis evidentes de valentía personal. La clara apuesta por la integridad por la que están optando nuestras instituciones públicas se demuestra andando. No valen rodeos ni efectos cosméticos. Es una exigencia cotidiana.