«El poder se está deteriorando, se están produciendo fragmentaciones sin precedentes. Somos más vulnerables a las malas ideas y a los malos líderes (‘los terribles simplificadores’, de Burckhardt). La degradación del poder crea un terreno fértil para los demagogos recién llegados que explotan los sentimientos de desilusión respecto a los poderosos, prometen cambios y se aprovechan del desconcertante ruido creado por la profusión de actores, voces y propuestas» (Moisés Naím, «El fin del poder», Destino, 2013)
En ese espléndido libro que se cita en el encabezamiento y que seguiré en algunos de sus puntos nucleares, Moisés Naím pone de relieve la constante tendencia a la degradación y fragmentación del poder en los Estados contemporáneos. Esa tendencia se enmarca en una corriente más global de debilitamiento de las instituciones en general y del poder público en particular, también de los gobiernos.
El poder se diluye, se contrae, se hace más evanescente o líquido, como diría Bauman. Pierde «fuerza», uno de sus principales atributos. Muestra en algunos casos impotencia, ¿qué es un poder sin capacidad de decisión? Cada vez el poder ofrece menos resultados y contrae su influencia. Sin embargo, sigue atrayendo. El poder seduce. Y no pocas personas quieren gozar de sus mieles, aunque sean ahora limitadas.
En ese marco global (pues es una tendencia de todas las democracias avanzadas, sobre todo de las europeas), todo apunta a que en las próximas elecciones municipales la fragmentación de la representación será la pauta dominante. Al menos en los grandes municipios esto será así. Como también dice Naím, hay “un declive de la mayoría electoral; las minorías mandan”.
Otra cosa será en los municipios pequeños o medianos, donde la disputa será menos enconada en lo que respecta a candidaturas en liza. La estrategia de asalto al poder «por las nubes» de algún nuevo partido con amplias expectativas electorales en estos momentos conlleva el abandono de buena parte del gobierno local a la disputa entre las fuerzas tradicionales y a aquellos otros competidores que surjan puntualmente en cada arena electoral.
Lo que sí parece cierto es que el hundimiento de los partidos tradicionales (con algunas excepciones y matices que ahora no vienen al caso) es un hecho, hoy por hoy, contrastado. Veremos cómo se plasma de forma definitiva. Las preferencias de voto se están yendo a otros caladeros y, a su vez, la anterior concentración (relativa) de voto puede sufrir un proceso de dispersión notable.
¿Cómo se gobernará con esos mimbres nuestros ayuntamientos? Parece obvio: con “minorías absolutas” (algunas irrisorias) o, en su defecto, con gobiernos de coalición de tres o cuatro partidos en algunos casos. Caben otras fórmulas, ciertamente.
¿Qué consecuencias y riesgos tendrá ese panorama gubernamental para la gestión de nuestras ciudades? Pues ya pueden intuir que serán muchos e importantes. La mala cultura de pacto y de transversalidad política puede tener consecuencias duras y costes de transacción elevadísimos. Recordaré solo algunos otros posibles riesgos:
a) La fragilidad e inestabilidad de las fórmulas de gobierno será una constante. Gobiernos de equilibrio inestable. Caso de confirmarse en la práctica, la política de oídos sordos y de impotencia para llegar a acuerdos tendrá efectos letales sobre la gobernabilidad.
b) La demagogia hará (si no lo ha hecho ya) acto de presencia, ante unos electores y ciudadanos que muestran una enorme volatilidad en sus preferencias políticas, así como considerable hartazgo ante el mal ejercicio de la función de gobierno y la corrupción. La instantaneidad digital está reñida con la reflexión y la necesaria distancia para evaluar las consecuencias de cada decisión. Todo es muy rápido: la democracia del “me gusta” (Byung-Chul Han), que también cita Naím. Las propuestas fáciles de hacer e imposibles de materializar se multiplicarán por doquier. Todo “a un euro”. Veremos quién paga la vajilla rota.
c) Las decisiones difíciles se aparcarán o se conjugará más aún por la política el verbo procrastinar. Los problemas complejos o que requieran mucho desgaste se aplazarán «sine die». Donde no haya acuerdos políticos transversales sólidos o imprevisibles mayorías absolutas, se abrirá un período de parálisis y estancamiento. Política encogida. La ciudad perderá viveza y se enquistará. La competitividad bajará muchos enteros.
d) Y, en fin, no cabe descartar un escenario en el que, como consecuencia de la ejecución de políticas locales de compromiso (con agentes sociales, intereses corporativos o empresariales y lobbies de cualquier clase), la contención del gasto público salte por los aires y las finanzas locales se deterioren. Además, todo ello en un contexto fiscal que todavía será muy duro en el mandato 2015-2019, al menos en sus primeros años (hasta 2018).
Negro panorama. Sobre todo para enfrentarse a los innumerables retos que tendrán los gobiernos locales en los próximos años. Pero la realidad es la que es, no podemos cambiarla tan fácilmente y menos ocultarla. Salvo que los actores políticos muten radicalmente de forma de actuar. Algo que no parece muy previsible a corto plazo.
Se me objetará que me he puesto apocalíptico, como dice mi amigo Mikel Gorriti. Pero viendo que se trata de un fenómeno global, aunque acentuado en nuestro caso por el panorama que nos rodea y la baja cultura institucional, no hay mucho recorrido para el optimismo. Lo siento. Qué más quisiera que equivocarme en este oscuro pronóstico. La clave está, como concluye Naím, en cómo devolver la confianza en un marco tan complejo y de qué manera buscar un sensato equilibrio entre el control absoluto y el caos en el ejercicio del poder. En ello nos jugamos el futuro.
Presenta un panorama muy negro, sobre todo si diésemos por sobreentendido que la situación que se está viviendo es una situación idílica.
Pero no es ese el caso, más bien al contrario. La situación a la que nos ha abocado la concentración de poder y la opacidad del mismo es insostenible, la fragmentación y el caciquismo YA es la situación habitual. No podemos construir sobre estos cimientos, hay que preparar nuevamente el terreno y las bases, seguramente será costoso, pero no podemos darnos por contentos con un palacio de paja y madera podrida.
Un saludo
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En efecto, el panorama descrito «no es para tirar cohetes», pero es el que hay. De todos modos, una lectura del Post atenta advertirá que hay una propuesta detrás (difícil de materializar, es cierto), cual es la de un pacto de Estado de todas las fuerzas políticas («Viejas» y «nuevas») para redefinir bajo criterios de competencia profesional y probidad moral contrastada cualquier propuesta de nombramiento para cargos de alta dirección en el sector público y cargos públicos en las diferentes instituciones de control y autoridades independientes. El clientelismo conduce derechamente a la corrupción o, cuando menos, a la ineficiencia. Esa situación la han vivido muchas decmocracias avanzadas y la han superado con la implantación de procedimientos y pautas institucionales razonables. Es lo que diferencia a un país con instituciones fuertes frente a otros con un subdesarrollo en la cultura institucional. O vamos por ese camino o el «nuevo» (e ilusionante, para muchos) panorama político que se barrunta incurrirá en los mismos y seculares errores que antaño.
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