LA FORMACIÓN EN ÉTICA PÚBLICA: DESDE EL DESDÉN A LA EXIGENCIA (A propósito de la gestión de los fondos europeos)

“Toda ética, por definición, debería poder aplicarse”

(Victoria Camps, Breve Historia de la ética, RBA, 2013, p. 392)

“Los gobernantes malos, son siempre malos gobernantes”

(José Luis Aranguren, Ética y Política, 1985, p. 61)

Como siempre pasa en este país, ha tenido que ser a empujones, y desde fuera. Además, teniendo en cuenta que con las cosas de comer no se juega. Si las administraciones públicas españolas, así como sus entidades públicas (también las privadas), quieren ser receptoras de fondos públicos vinculados al Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, no les va a quedar otro camino que incorporar acciones formativas que tengan como hilo conductor las políticas institucionales de integridad en su más amplio alcance, desde sesiones de sensibilización o de contenido pedagógico, pasando por talleres formativos o de elaboración del arsenal de instrumentos que van a tener que poner en marcha tales entidades: planes antifraude, mapas de riesgos, códigos de conducta, canales de denuncia (por aplicación de la Directiva 2019/1937, con efectos a partir de 18 de diciembre de 2021) o de planteamientos de dilemas, sistemas de prevención y detección de conflictos de interés, y un largo etcétera). Debo añadir, como ya he hecho otras veces, que prefiero (aunque es una opción poco seguida, ciertamente) la noción de integridad institucional frente al anglicismo de Public Compliance, también por lo que tiene de tautológico el concepto aplicado a la Administración Pública; aunque se debe poner de relieve que esta última tiene fuerte acogida, ya que algunos libros y artículos (por ejemplo, entre otros, los pioneros trabajos con ese enfoque escritos o coordinados por Campos Acuña), y no pocas jornadas y acciones formativas, reivindican su aplicación, ya hoy día muy instalada incluso en el lenguaje público institucional.

Dentro de lo que se califica como un sistema o marco de integridad institucional, como diseñó la OCDE y estudiaron con atención en su día los profesores Manuel Villoria y Agustín Izquierdo en su libro Ética Pública y Buen Gobierno (Ariel, 2016), la difusión y formación en ese ámbito resulta trascendental para construir infraestructuras éticas en las organizaciones públicas. Sobre este punto incidieron asimismo los profesores Francisco Longo y Adrià Albareda, en el libro Una Administración con valores (INAP, 2015). Y, en fin, quien esto escribe se ha referido también a estas cuestiones en distintos trabajos, entre otros en un libro titulado Cómo prevenir la corrupción. Integridad y Transparencia (coeditado por Catarata/IVAP, en 2017). Hay muchas más aportaciones no exentas de interés sobre este tema en diferentes estudios y artículos, entre los que destacaría las contribuciones de algunos filósofos (como es el caso, por ejemplo de Txetxu Ausin, del CSIC), o de las importantísimas obras y estudios de las profesoras Victoria Camps, Adela Cortina, Begoña Román o Amelia Valcárcel, por solo citar algunas (por cierto, todas ellas mujeres), aunque las obras de estas últimas no tienen por objeto exclusivo de estudio la ética pública, sino de la ética sin adjetivos, que -como es obvio- resulta  imprescindible para abordar aquella.

La integridad y la ética pública, salvo contadas excepciones, no han formado parte habitualmente de los programas de desarrollo de competencias gubernamentales o directivas, ni tampoco de la mayor parte de los planes de formación de funcionarios o del personal del empleo público. Un error (u omisión) de origen en la concepción del New Public Management, y también de nuestra legislación administrativa (mal reparado por el EBEP y por otras leyes aún más zafias, como el título II de la Ley 19/2013; que hicieron justo lo que nunca debe hacerse: codificar las normas de conducta por Ley y no solo los valores o principios). De aquellos polvos vienen estos lodos.

En realidad, hacia la ética pública o ante los problemas de integridad institucional ha existido en este país un marcado desdén (cuando no cinismo) político, funcionarial y académico, producto, por un lado, de un desconocimiento del alcance del problema propio de Administraciones continentales de raíz francesa (aunque en Francia y en Portugal este enfoque ya ha sido superado; pues allí ya se es consciente de que en el ámbito público las cuestiones de integridad son esencialmente preventivas, dado que lo correctivo, cuando se produce, el problema ya no tiene remedio al haberse producido un daño irreparable en la imagen institucional); y, por otro, derivado de la omnipresencia de la dimensión jurídico-formal en la actividad administrativa (en este país, sólo lo que está en la Ley o en las normas que lo desarrollan existe, lo demás no interesa “a la Administración”), que conduce al equívoco de considerar que lo que no está tipificado como delito o sanción no tiene reproche ético ni afecta a la integridad y en nada erosiona la confianza ciudadana en las instituciones. Cuando los hechos, muchos de ellos recientes, nos confirman lo contrario. Craso error, además de libro.

El desdén hacia la ética pública y la integridad se manifiesta de muchos modos más. Podría relatar algunas anécdotas personales de cursos ofertados por distintas entidades y suspendidos por falta de “vocaciones”, hasta programas en los que los asistentes se contaban casi con los dedos de una mano, así como otros en los que el público escuchante estaba predispuesto al escepticismo. Aunque, en honor a la verdad, por lo común, finalizadas las sesiones, los estímulos por la materia, al menos en algunas personas, se habían despertado. Germinaba, así, la percepción, por lo demás necesaria, de que ese ámbito tan desconocido era ciertamente muy relevante para el buen funcionamiento de la política y la gestión en las administraciones públicas. Pero también para que la imagen institucional se reforzara ante la ciudadanía: no hay daño peor a la credibilidad institucional que unas conductas fraudulentas o corruptas de gobernantes o funcionarios. No en vano, la integridad es la premisa central y primera de un modelo de Buena Gobernanza Pública, aunque pocos sistemas aún la incorporen dentro de sus dimensiones centrales.

Sin embargo, como ya sabrán, este desdén o abandono hacia los temas de ética pública tiene los días contados, al menos formalmente. La Orden HFP/1030/2021, de 20 de diciembre (BOE núm. 234, de 30-IX-2021), disposición normativa de ínfimo rango jerárquico en el sistema de fuentes, ha despertado a los escépticos y revolucionado los cimientos de esas administraciones altaneras plagadas de políticos escépticos y de funcionarios juristas, que siempre han mirado con escasa atención y marcada distancia a la ética pública y a los propios valores que la alimentan (recuerdo incluso algún pasaje de un dictamen del Consejo de Estado sobre el particular que era para enmarcar), y que sólo ven lo que el BOE recoge, pues lo demás no existe. Ahora el BOE lo acoge en sus páginas digitales, aunque en algunos comentarios doctrinales se está tildando esa disposición normativa de “anglosajona” (aun siendo en parte cierto, no cabe olvidar, sin embargo, que hoy día el Derecho de la UE tiene una innegable influencia de tales raíces; resultando una mixtura cada vez más inclinada hacia esa tendencia frente al clásico Derecho Público continental; recuerden el RGPD, por ejemplo) al incorporar conceptos o herramientas que el Derecho continental no ofrecía porque siempre se ha centrado más en las consecuencias sancionadoras (ya irreparables cuando se producían) y mucho menos en la necesidad de prevenir los riesgos (la corrupción). De eso principalmente, y no de otra cosa, va la formación en integridad y la ética pública: prevenir para no lamentar. Y, a partir de su inserción en la antigua Gaceta de la exigencia de arbitrar medidas de prevención del fraude, también de carácter formativo, se ha de cumplir. El problema es cómo. Veamos.   

Al margen de bondades o censuras que pueda ofrecer la citada normativa (algunas las he recogido en otras entradas), lo que resulta obvio es que, como consecuencia de la protección de los intereses financieros y del propio Derecho de la Unión Europea (vean, si no, los Reglamentos UE 2018/1046, “Reglamento Financiero”, y 2021/241, del Mecanismo de Recuperación y Resiliencia), las administraciones y entidades públicas que participen en la gestión de fondos europeos van a tener que, además de aprobar sus planes de medidas antifraude, poner en marcha programas de formación y desarrollo de competencias en materia de integridad o de ética pública. Como les decía, a empujones; porque, en verdad, muy pocas instituciones hasta ahora se lo creen y menos son aquellas que los han experimentado. Según he reiterado en otras ocasiones, resulta cuando menos extraño que sólo los responsables y el personal que gestione fondos europeos extraordinarios sea formado en integridad pública (debido a la condicionalidad impuesta), mientras que el resto (la inmensa mayoría de personal directivo o funcionarial) vean los toros desde la barrera, sin saltar al ruedo (¿a estos no hay que formarles en integridad y ética pública?).

Una vez que la obligación ya está en la Orden citada, la demanda de tales programas formativos se disparará, y la oferta mucho más. Hay nerviosismo porque hay negocio potencial. La pregunta es si es adecuado trasladar programas de compliance del sector privado al sector público (algo que se hará con toda probabilidad de forma intensiva por parte de innumerables empresas de consultoría y formación o despachos de abogados), ya que ello puede resultar -dado el contexto tan diferente al del sector privado- un fiasco absoluto o una visión reductora de lo que son los problemas de integridad en las instituciones públicas, bien tratados por la OCDE (2017). Así las cosas, después de un larguísimo período de desdén, vienen meses y años de aceleración precipitada para la incorporación de la ética a los programas y acciones de formación en las instituciones públicas. En efecto, esos programas se harán (se están haciendo) de forma rápida y, en algunos casos, con formatos estandarizados o virtuales (para cubrir el expediente), habrá cursos de “corta y pega”, también se darán supuestos de ofertar esa modalidad de “píldoras grabadas” de 5-10 minutos, porque hoy día nadie tiene tiempo para nada y menos para estas cosas, así como se fabricarán en serie con contenidos de toda guisa: habrá programas buenos, regulares, malos y muy malos. Ya se están cocinando a toda velocidad. Como todo lo que se hace deprisa, se hará mal. Pero cubrir el expediente es lo que toca, y dejar así huella de que algo se ha hecho, aunque sea aparente, es trascendental para que los fondos fluyan. Y eso es lo que, cínicamente, importa.

Mi diagnóstico es que si, después de tantos años de abandono y desinterés por la formación en integridad y ética pública, ahora se hace mal, y hay elevados riesgos de que así sea (imagínense un curso, seminario o taller sobre ética pública que resulta literalmente una “castaña” con un conjunto de obviedades que nada aportan realmente, o se ofrece de forma descontextualizada como un pack prefabricado), el resultado será que se queme o calcine para siempre la posibilidad de introducir una cultura de integridad en nuestras organizaciones públicas. Emergerá el desencanto y se multiplicará el escepticismo. Es, por tanto, muy importante cómo se diseñen los programas, adaptarlos a la organización que se desarrollen y al segmento de público al que vayan dirigidos, determinar bien qué objetivos y finalidad tienen, seleccionar adecuadamente quién los ha de impartir y concretar el formato y su metodología. No son temas menores, ni mucho menos. Un reciente estudio, desde una perspectiva general, sobre metodologías formativas en materia de ética pública, con un marco conceptual y análisis de casos, es el que ha realizado el profesor Manuel Villoria en su trabajo «La formación ética en las Administraciones Públicas», recogido en el libro Ética Pública en el siglo XXI (INAP, 2021), que también coordina.

Hay en nuestro panorama académico muy buenos profesionales de ética pública en el campo de la Ciencia Política y de la Filosofía, menos desafortunadamente, aunque hay algunas excepciones, en el ámbito del Derecho (por lo ya expuesto), también disponemos de un elenco de profesionales y altos funcionarios que tienen marcos conceptuales sólidos y buenas herramientas aplicativas derivadas del estudio de tal materia y de la experiencia, y están igualmente algunas agencias de prevención de la lucha contra el fraude y la corrupción que pueden aportar gran valor añadido en el plano formativo en estas materias, así como algún organismos de control externo que lleva trabajando muy bien en estos temas. Existe, por tanto, un capital de conocimientos y experiencia importante en nuestro país para articular y dotar de seriedad  a los programas formativos que deban impartir las administraciones públicas en materia de integridad institucional y ética pública a propósito de la gestión de fondos europeos; pero sobre todo es importantísimo que tales acciones formativas dejen poso en lo que implica un mejor funcionamiento de nuestras organizaciones públicas y en el fortalecimiento de sus infraestructuras éticas, ya que la ética, como decía el profesor Aranguren, o se practica o no es nada. Y ese mejor funcionamiento no solo se debe dar en el terreno de la gestión (que también), sino igualmente en la mejora constante de la probidad y la ejemplaridad en el ejercicio de las funciones asignadas y en los comportamientos y conductas personales, siempre imprescindibles cuando de llevar a cabo tareas públicas se trata. Nos lo exige ahora la Unión Europea, pero también lo debería requerir el sentido común.    

PROGRAMAS FORMATIVOS GESTIÓN DE FONDOS EUROPEOS Y POLÍTICAS DE INTEGRIDAD INSTITUCIONAL:  https://rafaeljimenezasensio.com/programas-de-formacion-gestion-de-fondos-europeos-y-politicas-de-integridad-medidas-antifraude/

2 comentarios

  1. Comparto con el autor la preocupación por la, por desgracia, probable pobre respuesta de nuestras Administraciones Públicas ante las exigencias para la gestión de los Fondos NGEU. Pero lo que más me sorprende es la ausencia absoluta de la cuestión en los debates sobre políticas públicas en España, cuando se despilfarran miles de horas en los medios de comunicación sobre temas irrelevantes. Gracias nuevamente al autor por su campaña en pos de un funcionamiento de las AAPP que creo nos mereceríamos.

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