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LEYES DE FUNCIÓN PÚBLICA: ¿FIN DE UN MODELO?

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(Fotografía cedida por Fernando Escorza Muñoz. Reservados los derechos de reproducción)

Esta entrada perseguía inicialmente plantear una pregunta más que una respuesta. Aunque debo añadir de inmediato que, tras lo que se expondrá, se puede concluir que las actuales leyes de función pública, o (con esa expresión mestiza o bastarda) de empleo público, se muestran cada vez más como instrumentos normativos obsoletos e inadaptados para promover la inevitable transformación que deberá llevarse a cabo en nuestras organizaciones públicas, sobre todo si quieren atender mínimamente los enormes desafíos a los que se enfrenta el sector público a partir de esta tercera década del siglo XXI.

Aunque con precedentes históricos que ahora no interesa traer a colación, lo que se conoce como leyes de función pública son hijas de las reformas administrativas de mediados del siglo XX. Y en ese momento siguen ancladas (aunque se hayan aprobado en desarrollo de un EBEP que, como consecuencia del contexto, ha envejecido a marchas forzadas), con algunos aditamentos que se le han ido añadiendo, muchos de ellos decorativos o sin efectividad prácticamente alguna, como los cantos de sirena a la evaluación del desempeño, la carrera profesional (siempre citada y siempre preterida, aplazada o peor aplicada), la dirección pública profesional (un juego de máscaras carnavalescas de la vieja política, que es la de siempre y la de ahora) o las llamadas cínicas a la ética e integridad en el empleo público, que prácticamente nadie cree y menos aún se aplican o practican. Todavía hoy, casi cuarenta años después de la reforma de 1984, tampoco hemos resuelto cómo casar las agrupaciones funcionariales decimonónicas de los cuerpos (propias de un sistema de carrera cerrado) con la invención ya periclitada (dada la mutación profunda y acelerada de sus tareas) de los puestos de trabajo (elemento innato de un sistema de empleo abierto). Y, al final, nos ha salido un híbrido que nadie sabe bien cómo resolver cabalmente.

También con el paso de los años, descubriendo siempre el Mediterráneo, esas leyes han incorporado llamadas (nunca escuchadas por una política que solo juega al corto plazo o al regate corto) a la planificación estratégica de recursos humanos (el instrumentos menos utilizado en nuestro sector público, al menos en su verdadero sentido, abandono de consecuencias funestas más en estos años de jubilaciones masivas en el sector público); a la apuesta por ofertar públicamente las vacantes necesarias para que la Administración funcione (que,  en no pocos casos, se cubren con el truco del almendruco varios años después de identificadas, mediante el simulacro “selectivo” de estabilización de interinos); o, en fin, a esas relaciones de puestos de trabajo que se han convertido en instrumentos estáticos rígidos en términos de gestión y de blindaje de los derechos de los empleados, cuya inadecuación a las necesidades estratégicas futuras de la Administración son, más que evidentes, sangrantes.

Y, en fin, como son leyes pensadas exclusivamente en clave endógena, para resolver los problemas internos de personal de las organizaciones públicas, que son los únicos que preocupan a las visiones corporativo-burocráticas y corporativo-sindicales, así como a un empleador (político) de una debilidad supina, hay casos incluso en que la referencia legal a la ciudadanía (que es la destinataria última de esos servicios públicos), más allá de la retórica vacua de los preámbulos, es tangencial e incluso casi inexistente. Ese carácter endógeno o esa introspección vergonzante de la regulación de una institución que por esencia debe estar al servicio de la democracia y de los ciudadanos, se muestra cada vez más en que tales leyes están alejadísimas de las necesidades de la sociedad en la cual se insertan (creando, además, un empleo dual público/privado con diferencias abismales e insostenibles). Y ello se advierte en muchísimos datos, traigamos a colación algunos:

El primero es la penetración, incluso colonización, de la lógica laboral en la institución de la función publica (ahora rebautizada como empleo público), cuyo régimen estatutario ha quedado literalmente hecho trizas. Lo que queda de él, corre riesgo de desaparición.

Pero esa impronta laboral, en segundo lugar, que debiera conducir a una legislación formal menos intensa en su contenido al diferir su concreción a los instrumentos normativos de negociación colectiva (acuerdos y convenios), paradójicamente ha producido el efecto contrario. Las leyes de función pública (o de empleo público) son, hoy en día, el lugar normativo por excelencia para blindar las conquistas sindicales o corporativas, porque lo que está en la ley no se quita (o se quita con muchas más dificultades). No se congela el rango, sino más bien se hiberna glacialmente su contenido. Así nos encontramos con textos normativos que, amén de establecer una retahíla de órganos y procedimientos intrascendentes y formales, son un listado eterno de derechos, permisos, licencias y garantías a los empleados públicos y funcionarios. Los deberes y responsabilidades brillan (casi) por su ausencia. El presupuesto público, auténtico “restaurante nacional” como lo describiera Galdós, todo lo avala.

Por consiguiente, en tercer lugar, las leyes de función pública o de empleo público ya apenas contienen principios estructurales de esa institución, ni su imprescindible filosofía de valor público impregna la norma, pues lo que realmente importa es que regulen hasta la extenuación órganos, técnicas, procedimientos y garantías formales que actúen de pantalla frente a las impugnaciones judiciales y, en especial, salvaguarden los derechos y prerrogativas de unos funcionarios públicos (empleados públicos también) inamovibles de por vida, dado que el fin fundamental de tales textos normativos (explícito u oculto) no es otro que regular ventajas “estatutarias” aplicables a esos colectivos. Lo que pase extramuros, no interesa. Son ecos de “la sociedad”, inaudibles en una Administración cerrada a cal y canto en plena era de la ficticia transparencias y del no menos falso Gobierno abierto.

El cuarto dato es, sin duda, que las herramientas que harían posible racionalizar la gestión de la diferencia en las organizaciones públicas están inactivas o funcionando en modo avión. Apenas hay unos pocos casos de aplicación exigente de la evaluación del desempeño con impactos retributivos y en la carrera profesional, como tampoco hay directivos profesionales que ese modelo apliquen. Los responsables políticos y directivos (que actúan en un modelo de colonización intensiva de la alta administración, en el que ahora se comprobarán sus letales efectos con los innumerables cambios de gobiernos) están “de paso” y (piensan en su fuero interno y lo practican cotidianamente) cuantos menos líos mejor, que los asuntos de personal los carga el diablo. Mejor regalar lo que pidan y tener la tropa tranquila, aunque sea en estado de placidez o en zona de confort, aunque los servicios públicos funcionen peor. La disciplina en el sector público es algo innombrable.

Y el quinto y determinante dato es que esas leyes de función pública o de empleo público se han ido convirtiendo con el paso del tiempo en instrumentos normativos elefantiásicos alcanzando unas proporciones inmensas, porque allí debe estar todo (o eso creen algunos). En realidad, sorprende, por ejemplo, que la Ley de empleo público vasco de 2022 tenga casi 200 artículos (198), la muy reciente ley andaluza 181, la non nata Ley de la Función Pública de la Administración del Estado 145. A ese número ingente de artículos cabe añadir un número importante de disposiciones adicionales, finales y transitorias, lo que superaría con creces los más de 200 enunciados normativos. Pero el  número de preceptos no dice nada, más lo hace las páginas que tales textos tienen (la ley vasca tiene 172 páginas de BOE, con letra pequeña; la Ley andaluza ocupa asimismo 172 páginas del BOPA, aún no se ha publicado en el BOJA). Me dirán que eso es un mal de los tiempos y me alegarán, sin duda, el mal ejemplo de otras leyes (por ejemplo, contratos del sector público); pero estamos hablando de un derecho estatutario que se determina(ba) por leyes y reglamentos (¿cuál será la extensión de estos si su norma habilitadora es literalmente diarreica?), sin perjuicio de los márgenes amplísimos que hoy en día se han dejado a los acuerdos y convenios. El “Derecho del Empleo Público” se ha convertido en un burdo listín de procedimientos y requisitos, que solo tienen valor formal; no sirve prácticamente para nada efectivo. La gestión de recursos humanos, dado que es mera aplicación de la norma (sin gestión de la diferencia), se puede automatizar prácticamente toda y se acabaron de un plumazo tantas direcciones, servicios y negociados. Y, además, hacer leyes con esa regulación hiperbólica solo puede tener un doble sentido: blindar derechos y prerrogativas, a espalda de la ciudadanía (que, por cierto, nada se entera de lo que pasa en “el cuarto oscuro” de la Administración; esto es, puertas adentro); y convertirlas derechamente en instrumentos inútiles por su rigidez para una gestión transformadora e innovadora en el ámbito de lo público; que, dicho sea de paso, a nadie importa, y menos aún a nuestra avejentada y ensimismada política.  

Mientras tanto, con un subsistema de función  pública o de empleo público anclado en tiempos pretéritos y con una vocación endogámica insultante, la vida sigue. Quien piense que con esos mimbres la Administración Pública será un actor de transformación del sistema económico y social, o es un cínico mentiroso o un osado estúpido que nada entiende de lo que realmente está ocurriendo desde hace años en nuestro sistema político-institucional y, más concretamente, en el subsistema de empleo público.  Hace mucho tiempo, en efecto,  que se han encendido innumerables luces de alarma que nadie «desde el interior» quiere ver sobre el mal o pésimo funcionamiento de algunos servicios públicos, mientras tanto estamos en un país inmerso en batallas políticas existenciales (“el gran barullo”, que diría Galdós) que apenas nos dejan percibir, salvo cuando lo padecemos, lo que es más terrenal e importante: la institución de la función pública fue creada para servir a la ciudadanía, y solo garantizando su efectividad, profesionalidad e imparcialidad plenas podrá alcanzar ese digno papel que constitucionalmente tiene asignado en la prestación de servicios de auténtica calidad. Y nada o muy poco de ello se salvaguarda en estos momentos. Lo demás es cuento chino, o español. Que a estos efectos, da lo mismo.

  

15 comentarios

  1. Llevo tiempo reflexionando sobre las obligaciones relativas al sector institucional. Me he ocupado de la extensión del control permanente que comentas en el punto dos, en un artículo publicado en CUNAL, en el 191 del Monográfico dedicado a las Leyes 39 y 40. Hay varias cuestiones abiertas, como comentas, pero es muy importante partir de que el control es obligatorio y hay que establecerlo. Ante la inminente aprobación de un Reglamento que regule el desarrollo del control interno en las entidades locales, no se puede perder de vista esta obligación legal, que debería ajustarse a este marco. Aunque las normas de OOAA y EPES no son básicas, no podemos olvidar el actual mecanismo de reenvío de la LBRL, y para cerrar el sistema, si el control ha de ser homogéneo, y sobre todo si no queremos primar la constitucion de determinadas entidades por carencias en su control, todos los entes deberían estar sometidos a las mismas obligaciones. Una materia hasta ahora bastante olvidada esta del control, origen, como ha destacado nuestro TCtas de muchos abusos, que podrían evitarse, y de una inadecuada financiación de los servicios, que podríamos estar a tiempo de clarificar. Un saludo Rafael!

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  2. Absolutamente de acuerdo. Y todo el mundo sigue a pié juntillas, casi, ese criterio conjunto de la AEPD y CTBG, digo casi porque ese criterio tiene algunos memorables agujeros por donde se escurren algunos para evadir sus obligaciones.

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  3. Muy acertado. Los decisores siguen en babia. No son conscientes porque no leen ni escuchan. Y seguimos seleccionando, como hace 100 años, como si no hubiera ocurrido nada, dejando al margen las tecnologías de la información y otras competencias clave en el nuevo escenario. Seguimos captando a opositores, que invertirán muchos años a aprender dentro – ya pagados por un sueldo publico – lo que no incluían sus antiguos temarios, en vez de a profesionales – como si hace la Unión Europea -, y todos tan tranquilos.

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    1. Que bueno es leer estos artículos en los que se plantean los graves problemas que sufrimos los funcionarios públicos y sus consecuencias en los servicios públicos, y se explican los grandes cambios que se van a producir en las AAPP (si es que finalmente se hace) gracias a la tecnología inteligente.
      En cuanto al concepto de «trabajo abierto», particularmente no creo que deba hacerse a determinadas funciones públicas, que deberán protegerse por su función institucional o social aunque cambiando su concepción, incorporando principios de flexibilidad, movilidad y evolución de la tecnología.
      La obsolescencia del conocimiento y la dificultad en los procesos de adaptación de los funcionarios mayores, entre los que me encuentro, son una realidad pero porque el propio sistema burocrático antiguo y desfasado lo promueve. Es imposible salir de esa dinámica, el sistema y la organización no te lo permite.
      Totalmente de acuerdo en la descripción de nuestra situación y en la escasa esperanza de que realmente se produzca algún cambio. El empuje de la tecnología llevará a las AAPP a adaptarla cuando ya no quede remedio pero mientras tanto la pérdida de conocimiento por las jubilaciones masivas va a ser muy negativo para la actual organización y en definitiva para los ciudadanos.
      Es absolutamente necesario un plan estratégico pero efectivo y útil, no de los que se hacen para cubrir el expediente y contarlo en los discursos, en las webs y en las intervenciones parlamentarias. Y en ese plan deben intervenir todas las partes interesadas y estar consensuado por los partidos políticos y los gobiernos de las Comunidades Autónomas.

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  4. Evidentemente que la balanza de las pérdidas es infinitamente mayor. La política de la tasa de reposición de efectivos únicamente ha llevado al aumento de la precariedad, pues esas plazas ya existían en la administración.
    Asímismo, el legislador siempre lo hace en términos de administración del estado, olvidando a la administración local, donde la problemática es bien distinta.
    En nuestro ayuntamiento, por ejemplo, esta tasa adicional solo ha supuesto poder incluir una plaza en la oferta.

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  5. Su análisis es impecable pero con todos mis respetos no lo comparto. La modificación del articulo 92.3 se produjo el 31 de diciembre de 2013, hace casi 6 años. Lo que tenemos la fea costumbre de leer los boletines oficiales y de manera especial el BOEs de diciembre y agosto, meses que son un coladero para cambiar leyes, no dimos cuenta y avisamos del cambio, de sus consecuencias y posibles problemas, pero nos trataron de chiflados.

    No debemos olvidar la tanta cacareada división de poderes y su función, en caso del judicial de controlador del ejecutivo y legislativo para que no machaquen a la sociedad. El judicial, en este caso, han actuado correctamente a cumplido su función, quien no lo ha actuado acorde al artículo 103.1 de la CE ha sido todas las administraciones locales que se han saltado a la tolera el artículo 92.3, y vuelvo a repetir, durante casi 6 años.

    Ahora nos da pena la Administración, la misma que a los ciudadanos contesta a sus recurso con la archiconocida frase «El desconocimiento de la norma, no exime de su cumplemto» o «Se publicó en el BOE y es de obligado cumplimiento», pues ahora quien no ha hecho bien sus deberes ha sido la Administración y por ello debe purgar.

    Ya fuera del ámbito jurídico, le parece normal a usted que una persona durante los primeros 15 días de un mes este repartiendo patatas, los otros 15 días sea un agente de policía y luego vuelva a repatir patatas , puesto ocurre más de lo que nos creemos, que seguridad jurídica se le puede dar a los ciudadanos con ese tipo de actitudes, ninguna.Se les arma, tienen acceso a información sensible, se produce un gasto innecesario de vestuario y los más grave no ponen ningún objeción a cualquier tarea que se le ordene, porque si pregunta si el legal, cuando vuelva a necesitar a alguien no le llamaran, no podemos olvidar que cuando estén en la calle no actuaran como deberían porque ellos saben que los jefes no quieren problemas y luego ellos tienen que volver a pedir trabajo una vez que la administración no les necesita y así una mil veces, la administración encantada de la vida.

    Además, la figura del funcionario interino es coladero de familiares, amigos y conocidos en alguna administraciones locales, sobre todo en las más pequeñas, no es normal que haya personas que se hayan jubilado como funcionario interino. Recuerdo que tenemos un EBEP que prohibe que una plaza este sin un funcionario de carrera sine die.

    Creo que por una vez la sociedad ha visto que los jueces leen lo mismo que ella, que las palabras tienen en mismo significado, de lo cual me congratulo a pesar de que todos los comentarios no van en el mismo sentido.

    Todo lo indicado no afecta a la consideración que le tengo a su labor altruista que realiza en su blog, del cual soy un ferviente seguidor.

    Un saludo.

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  6. Una excelente aportación, como casi todas las suyas. Recomendable su lectura especialmente para politicos con mando y responsabilidades de gobierno. Tomen nota de estas aportaciones para transformar en positivo la Administracion pública

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  7. A mi modo de ver, una de las razones fundamentales de la inoperancia de nuestra Administración Pública reside en la incapacidad de la sociedad civil de «atar en corto» a los poderes públicos y por ende a las AA.PP. El régimen democrático actual español depositó una excesiva preponderancia a los partidos políticos, de modo que el vencedor en cada ronda electoral toma la Administración Pública como un botín y no como un instrumento de servicio a los ciudadanos. Las aparentes medidas en favor de éstos no son más que herramientas para el marketing electoral de la siguiente ronda. Nos faltan tradiciones en la sociedad civil para exigir cuentas a los gobernantes y una separación de poderes real que impida los usos y abusos partidistas, a diferencia de otros países de nuestro entorno. Tampoco en el momento del reciente paso de la dictadura a la democracia la sociedad civil tuvo la suficiente fuerza como para ir más allá de lo conseguido, a diferencia -por ejemplo- del caso portugués. Por eso, pienso que el origen de un futuro y prometedor cambio no hay que buscarlo tanto en reformas de las AA.PP. sino en un fortalecimiento y desarrollo de la sociedad civil.

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