(POLÍTICA Y ADMINISTRACIÓN EN LA ESPAÑA DE GALDÓS IV)
“Pero estos señores no ven en el Estado más que a una vaca muy gorda y muy lechera, a cuyas ubres es ley que agarren todos los ambiciosos, todos los glotones, todos los hambrientos” (Benito Pérez Galdós, Mendizabal)
“Aquí no hay nadie que valga dos cuartos. Todos son unos intrigantes en la oposición, y unos caciquillos en el Poder” (Benito Pérez Galdós, De Oñate a La Granja)
Encuadre
La segunda entrega de la tercera serie de los Episodios Nacionales, con el trasfondo siempre presente de la guerra carlista y de los turbulentos comienzos del Estado Liberal, vuelve la mirada, tras el episodio sobre Zumalacárregui, hacia la Villa y Corte de Madrid. Se trata de un importante ensayo, especialmente en lo que a nuestro objeto concierne, dedicado a la figura de Mendizábal, impulsor del reformismo liberal del período (González Calleja) y “un financiero a quien se consideraba capaz de hacer todo tipo de milagros (Fontana). No es menester ahora entrar en la trama ni tampoco en los personajes novelados, que el autor canario borda tras un largo período de interrupción en la escritura de tales episodios. En esta obra nos abre Galdós de par en par las puertas de la Política y de la Administración Pública durante tan convulso período (1835-1836) marcado por la tibia solución institucional del Estatuto Real, que caminaba veinte años por detrás de las opciones constitucionales liberales de otros países europeos.
Mendizábal, presidente del Consejo de Ministros
Recoge Galdós la opinión de que Mendizábal era “un hombre sin estudios, que no aprendió más que a leer y escribir, y algo de cuentas”. A esta apreciación, el protagonista de esta segunda serie objeta lo siguiente: “No admito que el señor Mendizábal sea hombre tan ignorante, ni que carezca de autoridad para desempeñar uno, dos o media docena de Ministerios (de hecho, acumuló varios en sus manos). Cierto que no sabe latín; pero es muy práctico en asuntos mercantiles. Dígame usted, con la mano puesta en el corazón, si cree que para gobernar a los pueblos es indispensable tratar de tú a Horacio y Virgilio”. La respuesta es genial: “¡Qué se yo! … Una pasadita por Cicerón no les viene mal a los señores que andan en la política”. Pocos lo habían leído entonces y, mucho me temo, que también pocos o tal vez bastantes menos que entonces lo habrán hecho ahora. Y ante la clara pregunta: “¿Cree usted firmemente que don Juan Álvarez enderezará esta desquiciada nación?”. La respuesta también fue muy diáfana, con símil taurino incluido: “Tiene buena intención, voluntad firme, talento, pero … Hará lo que todos. Empezará con mucho coraje … pero se quedará a media suerte. Usted lo ha de ver … mientras no venga uno que remate, no hemos adelantado nada”.
La mano oculta protectora del protagonista le recomendó para un destino en las siempre demandadas plazas de la Administración: “Abierto el pliego, resultó contener un nombramiento de oficial de la Secretaría de Hacienda, doce mil reales, firma Mendizábal”. Su contertulio quedó asombrado: “Papilla de doce mil reales no se da ni a los hijos de los ministros. Y aquí estoy yo pretendiendo hace catorce años una triste cátedra con seis mil, sin que hasta la presente …”.
Inauguró así el protagonista su vida burocrática. Su jefe, hechura de López Ballesteros, era “un señor bueno como el pan, (…) y tan ancho de conciencia, que en ella cabía, y aún sobraba conciencia, la libertad anchurísima de sus subordinados”. Allí se “hablaba de política y literatura, echando de vez en cuando una plumada a los expedientes (…) Cada cual salía y entraba en aquella bendita oficina a la hora que mejor le cuadraba”. Llegado un momento, “prometía no detener los expedientes más que el tiempo necesario para el concienzudo examen de los mismos”. Los códigos del Jefe eran sencillos y claros a la hora de definir la burocracia: “Yo soy partidario (…) de que los empleados trabajen … Mi sistema es: pocos empleados, pocos, pero muy bien pagados”.
En las oficinas públicas se hablaba, siempre mucho. Hablar ha sido por lo común deporte nacional, como el propio Galdós muestra en diferentes pasajes; más en las covachuelas. Pero, “nada es aquí tan público como las cosas secretas”. No hace falta irse tan lejos en el tiempo para comprobarlo. Las recomendaciones, como también lo fueron antaño y lo serían después, resultaban el vehículo ordinario para entrar al servicio del Estado, y además eran credenciales muy disputadas, pues había muchos pretendientes para pocos destinos (la Administración del período sumaba solo varias decenas de miles de plazas, algo menos de los destinos públicos que hoy en día se reparten entre todas las instituciones los partidos gobernantes; pues entrado el siglo XX se profesionalizó parcialmente la función pública, pero nunca la alta Administración).
Los hábitos de trabajo de Mendizábal, que procedía de “la empresa privada”, casaban mal con las formas tradicionales de prestar el servicio, siempre relajadas (ayer, hoy y mañana), en la curiosa institución de la función pública. De ello se quejaba amargamente el jefe de la dependencia: “No había visto desencadenarse sobre aquella plácida esfera un ciclón tan duro”. Sus principios sobre cómo había de ser el funcionamiento burocrático “óptimo”, eran muy precisos y, como tales patologías, se han extendido, con matices que no vienen al caso, hasta nuestros días: “La dignidad del funcionario público no consiente estos excesos de trabajo, pues ni tiempo le dejan a uno para almorzar, ni para dar un mero paseo, ni para encender un mero cigarrillo”. La eterna queja funcionarial sobre lo magro de las plantillas funcionariales emergía una y otra vez: “Para despachar esto, excelentísimo señor, necesito aumento de personal, necesito catorce oficiales y ocho auxiliares, y aun así no podríamos concluirlo dentro de las horas reglamentarias que son de diez a cuatro”. Poco permeable era Juan y Medio a tales exigencias.
Al ministro, como dijo uno de sus empleados de la secretaría, le traen loco las elecciones: “Para cada puesto del estamento (se refiere al Estamento de Procuradores) hay setenta candidatos …”. Luego se sinceró: “Llevo veintidós años en el ramo. He pasado por catorce intendencias, he sufrido siete cesantías, y todas las trifulcas que hemos tenido aquí desde el año 14 me han cogido de medio a medio. En una me dejaron cojo los liberales, en otra me abrieron la cabeza los realistas, en ésta me apalearon los exaltados, en aquélla me despojaron los apostólicos de todo cuanto tenía (…) Lo mejor es que siempre será lo mismo, y no veo mejores días para España. Este grande hombre (se refiere a Mendizábal), que ha venido como el Mesías, trae mucha sal en la mollera, y el firme propósito de hacer aquí una regeneración … Pues verá usted cómo no hace nada … ¿Por qué? Porque no le dejan … Ya le están armando la zancadilla. Crea usted que antes que tenga tiempo de cumplir lo que ha ofrecido, se le meriendan … Ya empiezan a decir si en Palacio gusta o no gusta”.
Mendizábal planteó ante el estamento de procuradores “la gran tremolina parlamentaria del voto de confianza”. Como relata Galdós: “Ya en aquellos debates empezó a torcerse la buena estrella del reformador, que hasta entonces no había visto más que satisfacciones, bienandanzas y popularidad”. ¡Qué pronto se consume la popularidad en el ejercicio del poder! El síntoma del desgaste de un líder es siempre el abandono gradual de sus próximos: “Los amigos de Mendizábal, que hasta entonces le habían defendido con ardor, empezaban a sentir ese frío triste, que es síntoma de ver con malos ojos el bien ajeno”. Como bien sentencia Galdós: “Entre políticos, el fracaso de los grandes halaga a los pequeños”.
El apodo de Juan y Medio obedecía a su gran estatura física, aunque su estatura política, en determinados momentos, no le fue a la zaga; lo cual no debe conducir a establecer ningún tipo de paralelismo o ecuación entre estatura física y política de un gobernante. Ejemplos malos y buenos hay de todas esas alturas o pequeñeces. Mendizábal consideraba “la popularidad como el principal fundamento de su fuerza”. Vano error, pues la fuerza del gobernante –como se recuerda en uno de los testimonios- descansaba en la energía y en la rectitud. Parecía que el autor hubiese leído a Adam Smith, lo que no está claro. Su intuición política era magnífica: “Pretender el calor de la opinión cuando no se hace (nada), o se hacen las cosas a medias, es grande ceguedad. De este mal mueren todos nuestros políticos … La confianza en un prestigio ilusorio perderá a este buen señor, que podría indudablemente regenerar el país si se cuidara menos de aspirar el incienso que le echan sus aduladores y paniaguados”. Tomen nota.
Derrotado parlamentariamente Mendizábal con la adversidad de la ley electoral, disolvió los estamentos y convocó nuevas Cortes. Y libre de su fatiga parlamentaria, “como el diablo cuando no tiene que hacer (y) se entretiene en coger moscas”, Juan de Dios “se dedicó a remover el personal de su Ministerio: todo eran traslaciones, cesantías, empleados que venían no se sabe dónde; otros que se iban a sus casas a mascar el vacío, como dijo un cesante de aquel tiempo”. La empleomanía, como enfermedad social, comenzaba ya a hacer estragos; y los sigue haciendo: “¡El destinito! ¡Vivir amarrado al pesebre de la Administración! ¿Pero no comprende usted que el que prueba las facilidades de ese pesebre, ya está enviciado para toda la vida, ya no se pertenece, ya es una máquina que los ministros paran o echan a andar, según los acomoda? En los empleos tiene usted la explicación de la inercia nacional, de esta parálisis, que se traduce luego en ignorancia, en envidia, en pobreza …”. Y concluía el protagonista: “De esto hablábamos anoche largamente Larra y yo, y renegamos de los empleos, que son como el opio o el hachís para esta nación viciosa e indolente”.
En este episodio nacional hay una exquisita descripción galdosiana de la política cuando la propia caída de un gobernante se barruntaba en el ambiente. Seguía Juan y Medio teniendo gran confianza en sí mismo, que “no le abandonaba nunca”, alimentada de algunos éxitos y amalgamada de “un poquito de soberbia”.
Final. Una pesada herencia: la (mala) política como arte de triquiñuelas y marrullerías. El doble discurso.
Pero el contexto, el siempre duro escenario de la realidad, frustró su empuje y también gran parte de sus reformas. Una vez más, la reflexión de Galdós sobre la política, la oposición y el propio gobierno, no tiene desperdicio y está llena de modernidad, hasta el punto que serviría incluso para describir algunos o muchos de nuestros actuales males: “Verdad que la política de entonces, como la de ahora, no era terreno propio para lucir las supremas dotes de la inteligencia: era un arte de triquiñuelas y marrullerías. Los políticos tenían ese doble discurso que tanto les delata, con una faz aparentemente propositiva en su destierro del poder, mientras que cuando se aproximaban o estaban en el disfrute de sus mieles, todo se olvidaba: “En la oposición sí desplegaban los políticos una idea fastuosa, con carácter teórico, que deslumbraba a los papanatas del partido y a la parte de la opinión neutral que toma en serio las batallas oratorias, comúnmente sin sacar nada en limpio en ellas; pero gobernando no eran más que unos pobres caciques , unos manipuladores más o menos hábiles del teclado de la cosa pública, en pro de intereses siempre inferiores a los supremos de la nación” (cursiva nuestra).
Cuando la silla del poder ve moverse, la situación de desazón de Mendizábal la describe así Galdós: “¡Ah! Con esta inseguridad, con esta zozobra ¿qué planes, ni qué reformas, ni qué soluciones grandes son posibles?” La palabra de los hombres al final es “como el ruido del viento”. Y examinando la correspondencia recibida, siempre plagada de recomendaciones o petición de favores, Juan de Dios estalla contra los malos usos políticos con unas palabras que recuerdan la irresponsabilidad de los gobernantes y parlamentarios que creen ver la administración y sus presupuestos públicos como si del milagro de los panes y los peces se tratara: “¡Cómo si yo pudiese hacer procuradores a todos los amigos de mis amigos! … Y aquí otra y otra carta pidiéndome destinos, contadurías, administraciones, secretarías, intendencias, y … ¿Pero de dónde, señores y amigos, de dónde voy a sacar yo tantas plazas?”.
La conclusión de sus reflexiones denota lo que será la concepción de la política y de la administración en este país, no sólo en el siglo XIX, sino también en el siglo XX y, asimismo, cómo se proyecta en este siglo XXI en el que estamos plenamente inmersos: “Pero estos señores no ven en el Estado más que a una vaca muy gorda y muy lechera, a cuyas ubres es ley que agarren todos los ambiciosos, todos los glotones, todos los hambrientos”. La infinitud de los presupuestos públicos, como nota distintiva de la política en España. Benito Pérez Galdós, con sus mejores galas literarias y con excelentes dotes de analista y científico político. De aquellos polvos, vienen estos lodos.
También en el episodio De Oñate a la Granja se recrea el autor en la caída de Mendizábal. La infamia rodeó sus últimos pasos, hasta el punto de que corría la voz que don Juan y Medio llevaba “señoras a su despacho ministerial, por las noches, y que allí trincan y retozan, derrochando champagne. Galdós describe como “repugnante atmósfera de hablillas indecentes” en la que “viven nuestro pobres políticos (…) ¡Con qué armas tan viles les atacan! No sé cómo hay quien se resigne a ser hombre público en este país”. Pero el poder atrae, aunque a veces eche en el lodo a quien lo practica. Ya entonces, al parecer, las falsas noticias pululaban por doquier.
La descripción galdosiana de las últimas horas de Mendizábal, en escritura de la protectora del protagonista, es extraordinaria: “Está el buen señor tan ciego, tan penetrado del carácter providencial de su papel político, que no hace caso de la advertencia de los amigos más leales (…) Su amor propio no le permite declararse vencido, fracasado (…) pero en su forro interno, como dice mi peluquero, se siente enfermo del mal político más grave: el desafecto de Palacio”. Sin embargo, en el retrato que elabora el autor se mezcla el elogio con la crítica. A quienes tachaban a Juan de Dios de interesado y poco escrupuloso con la Administración de los dineros del procomún, responde: “Tal juicio es absurdo, villano; no ha gobernado a España hombre más puro, menos picado por la codicia”.
No obstante, la descripción de lo que es un estadista y un buen gobernante, adquieren en este relato galdosiano una altura conceptual magnífica, que recuerda en cierto modo a la imagen que Isaiah Berlin ofreciera mucho tiempo después del sentido de la realidad en la política (El sentido de la realidad, Taurus, 2017), a quien se anticipó en muchas décadas. Tal como recoge el autor canario: “El hombre de estado se forma en la realidad, en los negocios públicos, en los escalones bajos de la administración … No se gobierna con éxito a un país con los resortes del instinto, de las corazonadas, de los golpes de audacia, de los ensayos atrevidos. Se necesitan otras dotes que da la práctica y que, unidas al entendimiento, producen el perfecto gobernante. Aquí no hay nadie que valga dos cuartos. Todos son unos intrigantes en la oposición, y unos caciquillos en el Poder”.
Ciertamente, es difícil dibujar mejor la política y la administración española de entonces. Profundizará Galdós también en ese objeto con finura y acierto en episodios posteriores. Tal vez quien haya llegado hasta aquí se preguntará si no hay demasiados paralelismos entre aquellos incipientes primeros pasos, torpes aún y no consolidados, del Estado Liberal y la situación actual. O entre ese político y los que tenemos en la actualidad. Entre aquella España y la de ahora hay distancias incalculables en su sociedad, economía, cultura y costumbres; también diferencias políticas formales que pueden resultar abismales; pero bastante menos lo son desde el punto de vista material, ámbito en el que las coincidencias son, todavía hoy, desgraciadamente muy grandes. A eso se le llama legado institucional (Aicemoglu/Robinson); pero en nuestro caso, cargado de patologías. Y sobre tan pesado fardo volveremos en este trabajo, principalmente en el Epílogo que lo concluye.
🎯👏🏻👏🏻👏🏻, de plena actualidad
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