(A propósito de la obra de Ross Douthat, La sociedad decadente)

Preliminar: A vueltas con la decadencia
Hace cinco años, se publicó en España la monumental obra de Francis Fukuyama Orden y decadencia de la política (título del segundo tomo, Deusto, 2016, que en su momento reseñé). La decadencia es un tema recurrente en ensayistas e historiadores. No cabe duda que la política actual vive sumida en el desconcierto y en la impotencia. En verdad, si se analiza con distancia, la acción política actual muestra cada vez más un agotamiento de ideas y una clara vocación defensiva (Agenda 2030 y desarrollo sostenible, Recuperación y Resiliencia, preservar el Estado Social, etc.), cuando no de distracción de objetivos (búsqueda enfermiza de enemigos). Asimismo, desde hace décadas, las instituciones padecen un descrédito y una falta de confianza de la ciudadanía, que se ha incrementado los últimos años, y que tan bien describe Víctor Lapuente en su reciente libro (Decálogo del buen ciudadano, Península, 2021), donde también se hace eco en distintos pasajes de las tesis de Douthat.
El libro que sirve de excusa a estas reflexiones (La sociedad decadente. Cómo nos hemos convertido en víctimas de nuestro propio éxito, ; Ariel, 2021) es singular, en tanto que rompe las costuras del arquetípico traje con que envolvemos la realidad que nos circunda. La sociedad decadente es una obra del prestigioso ensayista y periodista Ross Douthat, una estimulante contribución intelectual al (mal) estado de nuestros sistemas sociales, políticos, culturales y económicos. Con recurrente apoyo en la obra de Jacques Barzun, Del amanecer a la decadencia, el autor parte de la premisa de que “una sociedad puede ser decadente sin estar necesariamente al borde del colapso”. Y recoge una lúcida sentencia de W. H. Auden: “lo que nos fascina y nos aterra acerca del Imperio romano no es que acabase hecho trizas, sino que consiguiera aguantar cuatro siglos desprovisto de creatividad, entusiasmo y esperanza”.
Esta obra puede ser tachada apresuradamente de aportar una visión conservadora, pero comprendería mal su significado quien así se despache, pues el libro y buena parte de sus tesis se adecuan mal a esas etiquetas convencionales con las que nos gusta empaquetar cualquier opinión. Siguiendo a Barzun, el autor incide en que la decadencia se manifiesta allí donde la repetición y frustración se acumulan o en donde el aburrimiento y la fatiga se transforman en fuerzas históricas. La palabra decadencia hace relación al estancamiento, al agotamiento cultural e intelectual, a una circunstancia histórica en la que “la repetición es más corriente que la innovación”. Un contexto en el que la esclerosis “aflige en la misma medida a las instituciones públicas y a las empresas privadas”. Como bien resume el subtítulo de la obra, “la sociedad es, por definición, una víctima de su propio y significativo éxito”. Ahora que tanto se habla de innovación y de transformación, la lectura del libro de Douthat es altamente recomendable. Entre otras cosas, para dejar de levitar virtualmente.
Ninguna de esas notas que definen a la decadencia se atenúan con la aceleración enloquecida en la que vive inmersa la sociedad actual, creada por la ilusión de Internet. La percepción del problema por el autor es demoledora, y se concreta en lo que se puede denominar como velocidad aparente: “Si bien la velocidad con la que experimentamos los acontecimientos ha aumentado, la velocidad de cambio real no lo ha hecho”.
Estancamiento, esterilidad, esclerosis y repetición
El discurso de la primera parte del libro se estructura en “cuatro jinetes”: estancamiento, esterilidad, esclerosis y repetición. El estancamiento se adentra en la economía y en las limitaciones del crecimiento, con los altos condicionantes de una serie de fuerzas estructurales básicas que lo lastran sin piedad: el peso demográfico; el exceso de endeudamiento; las limitaciones del sistema educativo; el medio ambiente; y el estancamiento tecnológico. Sorprende lo provocador de esta última reflexión, teniendo en cuenta el imperio de Internet y la revolución tecnológica en la que estamos inmersos, pero la explica de modo convincente (“¿A dónde ha ido Thomas Edison?”). Caminamos, según sus palabras, a “un invierno de IA”, en el que “muy pronto seremos esclavos de una superinteligencia”. El paralelismo aquí con la monumental obra de Shoshana Zuboff, La era del capitalismo de vigilancia, es evidente.
La esterilidad se manifiesta gráficamente en el síntoma de “la cuna vacía”. El hundimiento del peso demográfico (especialmente grave en España) tiene como consecuencia efectos severos, pues explica el estancamiento económico, la desigualdad creciente, la prolongada adultescencia, el individualismo, las tendencias de postfamiliarismo, la inversión del árbol genealógico, la llamada (que en el fondo poco resuelve) a la inmigración con medio de compensar ese desfase, incluso la emergencia de fenómenos como el autoritarismo blando.
Todo ello conduce a un punto muerto, en el que no sólo se encuentra la sociedad, sino también la política: una sociedad encanecida conduce a la esclerosis. Como también recordaba Barzun, “en la era decadente las instituciones funcionan a duras penas”. Emerge un tipo de acción pública que define muy bien el autor: “La política de parches”; que hoy en día es la dominante. La política se transforma en chapucera, con arreglos de urgencia o contingentes. En efecto unos abultados presupuestos públicos y el complejo entramado administrativo se muestran altamente ineficaces e ineficientes: “La esclerosis se convierte en la normalidad por defecto”. Hay acción, pero no deliberación. La política gubernamental y opositora vocifera, no argumenta. Se da una acción muchas veces desnortada, ocurrente, con políticas cada vez más “arbitrarias y opacas”. Todo ello “alimenta una lógica desconfianza pública hacia el gobierno”. Y añadiría, también hacia el resto de las instituciones. La fuerte polarización se combina con “el juego de la política como forma de entretenimiento”. En ese caldo, el populismo se mueve y crece como la espuma. Pero el punto muerto domina la escena: una tensión de momento no resuelta entre un “populismo incompetente y una élites antipáticas pero aún resilientes”. El marco es, a su juicio inapropiado: “un sistema que injerta un estado administrativo del siglo XX en un sistema constitucional de los siglos XVI y XVII”, no puede dar otro resultado que “un gobierno expansivo e ineficaz” que, junto con la polarización política, conduce derechamente al deterioro o a la decadencia.
Y, en fin, en el análisis de la repetición Douthat cambia de registro. Se fija, como buen crítico de cine que es, en “toda una serie de formas culturales y pretensiones intelectuales (que) se han quedado atascadas durante décadas en un patrón recurrente: el de la ‘repetición y frustración’ y el ‘aburrimiento y cansancio’”. Examina, así, la televisión, las manifestaciones culturales e ideológicas, el aburrimiento que nos traslada Google (los algoritmos ya deciden qué debes ver, leer o simplemente consultar), la basura pirateada, la pornografía política para mentes partidistas y enfermas, así como “su apabullante mediocridad”. La superficialidad de Internet todo lo invade, también la propia política, cuyo empobrecimiento es manifiesto.
La decadencia sostenible
La segunda parte de la obra se enuncia Decadencia sostenible. Nada obsta, como se decía, que ese período se prolongue en el tiempo. El autor no vaticina el fin del mundo. Tampoco nada impide que, tal como reconoce, en era de decadencia emerjan periodos muy activos o agitados, a pesar de que repitan lo ya sabido. Puede haber, incluso, tendencias frenéticas, en las que reiteramos lo sabido y reciclamos en una reinvención permanente del agua caliente. Internet sirve para jugar con esa realidad simulada. Apariencia de innovación. Emergerá así, ya lo está haciendo, una suerte de “despotismo amable”, aunque en algunos contextos esa amabilidad se transforme fácilmente en trato despótico del poder. El estado “policial rosa” o el ansiado panóptico, donde unas veces vigila el poder y otras la propia ciudadanía.
Se abre, así, una incierta espera a la llegada de los bárbaros, que se puede prolongar en el tiempo. Hay crecimiento en algunos casos, pero es temporal y el declive retorna. El autor reincide en “los puntos muertos” de Balzun: las inquietudes desordenadas, un populismo creciente, el nacionalismo de senectud o una (falsa) reacción al estancamiento que acaba en el estancamiento mismo. Ese estancamiento convive con dosis de corrupción y abre la puerta a la esclerosis. La confusión se impone. Los versos de Cavafis suenan con fuerza: ¿Por qué reina de pronto esta inquietud y confusión? /Porque ha caído la noche y los bárbaros no llegaron.
La sociedad decadente no es una distopía, pues “siempre sigue siendo posible imaginar y trabajar por la renovación y el renacimiento”. La tarea de la humanidad en el siglo XXI es “sacarle el mayor provecho al estancamiento próspero”. Y Roos Douthat intenta extraer lo positivo de un estancamiento que se presume de largo plazo: vivir dentro de unos límites; distribuir los recursos de manera más igualitaria; mejorar el funcionamiento de las instituciones; usar la educación para romper ese nexo absurdo que encadena a los más jóvenes “entre cárcel y realidad virtual”; “humanizar el tratamiento de las enfermedades crónicas de la tercera edad”; ayudar a los países pobres en su fructífera transición hacia nuestra posición actual; etc. La política se ha vuelto así defensiva o conservadora, el ideal de progreso se difumina en una sociedad estancada y esclerotizada. Se acabaron, por tanto, las utopías políticas. En realidad, en ese contexto, la política sólo puede mantener y apuntalar el edificio institucional y económico aplazando su derrumbe.
Los (hipotéticos) finales de la decadencia
Y, en fin, la tercera parte del libro, dedicada a Las muertes de la decadencia pretende dibujar los escenarios alternativos de futuro, que parten desde de la catástrofe a otros escenarios. El discurso sobre las hipotéticas consecuencias es duro: el cambio climático y las migraciones pondrán contra las cuerdas a la sociedad occidental (ya lo advirtió Bruno Latour). Se plantea como alternativa el renacimiento, donde triunfa la existencia de un tecnoutopismo revestido de religión secularizada, con el que el autor no se alinea, aunque advierte de que una digitalización e Inteligencia Artificial desbocadas puede cambiar radicalmente la economía y hacer del mundo mucho más injusto de lo que hoy en día es. Su percepción es que no habrá un renacimiento, sino muchos, como combinación desordenada del progreso tecnológico y científico y del resurgimiento religioso. El fin de la decadencia podría venir por ahí.
Y la providencia cierra el ensayo, es donde la parte más espiritual del autor emerge con fuerza. La expansión hacia el universo, nunca realmente alcanzada (arranca con el fracaso del Apolo y termina con él), era una opción de nuevos horizontes que cada vez se estrecha más. La duda es “si nuestro destino a corto plazo es el renacimiento, el Apocalipsis, o simplemente el statu quo”. Su conclusión, formulada a modo de sospecha, es “que una civilización verdaderamente globalizada no puede evitar una tendencia a la decadencia mientras permanezca ligada a la tierra, mientras no haya esperanza de encontrar nuevos mundos reales hacia los cuales saltar, que conquistar o que explorar”. El problema es cómo gestionar esa decadencia estructural o de qué manera “administrar mejor nuestro planeta, nuestras sociedades y a nosotros mismos”. Esa es su receta, entre otras, para sobrevivir a esta ya evidente decadencia. Acomodados entre la decadencia, el estancamiento, la esclerosis o la repetición, por no añadir la fatiga y el aburrimiento, esta era de decadencia sostenible en la que estamos inmersos va para largo.
En fin, se trata de una obra imprescindible para entender el mundo en el que nos ha tocado vivir y, asimismo (por lo que a esta entrada importa), el devenir de la política y de las instituciones. Pero dice mucho más de lo que aquí se ha recogido. Que no es sino una incompleta y sesgada reseña sobre aquellos puntos de la obra que personalmente más me inquietan. Léanlo, si no lo han hecho ya. No se arrepentirán