
“El significado esencial de liberal no sólo denotaba ser amante de la libertad y tener conciencia cívica, sino también ser generoso y compasivo. Ser liberal era un ideal, algo a lo que aspirar”
(H. Rosenblatt, La historia olvidada del liberalismo, Crítica, 2020, p. 2015)
El liberalismo es una de las grandes corrientes ideológicas surgida en los últimos siglos. Bien es cierto que nunca ha sido una doctrina fija o unificada, pero tiene sus rasgos esenciales, aunque algunos se hayan desdibujado. Sus precedentes británicos son innegables, tanto en su concreción política o constitucional como filosófica o de las primeras doctrinas económicas. Sin embargo, un cierto halo de confusión anida sobre una ideología que se alejó lo que pudo (aunque a veces se vio asfixiada por el abrazo del oso) del propio conservadurismo, y que, pasados los años, intentó crear un espacio propio distante también de las corrientes inicialmente socialistas y más adelante socialdemócratas. Tras la aparición de esta última ideología, su papel de bisagra ha sido (casi) constante. Hoy en día, con dificultades, sigue manteniendo un espacio propio, siempre a caballo entre conservadores y socialdemócratas, haciendo a veces complejo identificar dónde realmente está tal ideario y qué postulados clave defiende. La vigencia del liberalismo en tiempos tan convulsos como los que nos toca vivir, se advierte en que algunos medios de comunicación le están dando un papel relevante en la salida de esta crisis, al recoger, entre otras, opiniones tan importantes como las del propio Michael Walzer. Tal como reconoce este autor: «A los liberales se nos reconoce mejor en términos morales que en términos políticos; de mentalidad abierta, generosos, tolerantes capaces de convivir con la ambigüedad, dispuestos a entablar discusiones en las que no nos creemos obligados a ganar». Sin dogmatismo ni fanatismo. Pero, ¿ha sido siempre así?, ¿es el liberalismo hoy en día un antídoto contra las expresiones iliberales? Veamos.
La emergencia con fuerza inusitada del populismo durante este siglo XXI (un fenómeno extraordinariamente tratado por Pierre Rosanvallon, en su libro Le siècle du populisme. Histoire, théorie, critique, Seuil, París, 2019; que ha sido recientemente traducido al castellano; y que reseñé hace meses en este Blog), con algunas versiones claras de sistemas democráticos iliberales, en verdad regímenes aparentemente democráticos, pero revestidos rasgos autoritarios innegables y con tendencias marcadas a la concentración del poder (fenómeno que ha sido analizado entre otros por innumerables estudios entre los que cabe citar ahora los siguientes: S. Levitsky y D. Ziblatt, Cómo mueren las democracias, Ariel, 2018; D. Runciman, Así termina la democracia, Paidós, 2019; o T. Snyder, El camino hacia la no libertad, Galaxia Gutenberg, 2918), parece marcar un antes y un después entre lo que convencionalmente hemos conocido como el Estado Liberal democrático, formulado en términos jurídico-institucionales como Estado Constitucional democrático, en el que rige la supremacía de la Constitución, la separación de poderes (y sobre todo el control del poder), la garantía de los derechos fundamentales, y, ya a partir de entrado el siglo XX, una economía social de mercado, que se asienta en lo que conocemos con el Estado del Bienestar.
Ante ese contexto actual de empuje del populismo, que está asentándose claramente o de forma silente en expresiones ideológicas tanto de derechas como de izquierdas y erosionando de forma grave los postulados del Estado Liberal, tal vez es conveniente volver a los orígenes del problema y preguntarse cabalmente cuál ha sido la evolución de ese ideario liberal y por qué ha terminado arrinconado en discutibles posiciones de un liberalismo económico exacerbado que poco tenían que ver con los orígenes y evolución del patrón liberal y su compleja evolución durante los poco más de dos siglos de su historia.
Y para ese viaje conceptual es de enorme interés el libro de Helena Ronsenblatt objeto de esta reseña. No puedo entrar en estas breves páginas en un análisis detenido de tan interesante obra (prologada por José María Lassalle), pero sí poner el foco en sus tesis más relevantes, que se recogen de forma clara tanto en la Introducción del trabajo como en el Epílogo, siendo el desarrollo de la obra una confirmación muy documentada de tan particular evolución.
La tesis de la autora es que, sin perjuicio de sus precedentes británicos, el liberalismo como ideología política nace principalmente en Francia y también adquirió cierta importancia en Alemania, aunque luego silenciada u oscurecida. El hecho determinante que la evolución (política y filosófica) del liberalismo ha olvidado es que “la mayoría de los liberales eran moralistas”, puesto que “nunca hablaban de los derechos sin hacer hincapié en los deberes”. Así, “los liberales defendían sin cesar la generosidad, la rectitud moral y los valores cívicos”. Por tanto, a pesar de la carga ideológica negativa que la expresión liberalismo ha tenido en los últimos tiempos (por su maridaje con el término “neoliberal” y sus funestas consecuencias prácticas), como bien dice la autora “en los siglos anteriores, ser liberal significaba algo muy diferente; significaba ser ciudadano generoso y con conciencia cívica”. Estas huellas tan importantes del ADN ideológico liberal se han perdido en el tiempo: “Los liberales han dado la razón a sus adversarios”, como sanciona el epílogo del libro reseñado.
En efecto, ciertamente el contexto histórico, y más especialmente los terribles acontecimientos vividos durante los años que trascurren con las dos Guerras Mundiales y su ínterin, hizo girar al liberalismo como una corriente ideológica opuesta al totalitarismo (como hoy en día lo podría ser al populismo) y centrar su punto de atención (siempre importante, pero no exclusivo) en los derechos e intereses individuales. Junto a ello se planteó la dura respuesta de Hayek y más adelante de la Escuela de Chicago frente al intervencionismo estatal. Es lo que el libro denomina la americanización del liberalismo. La autora cita a Dewey, quien sintetiza el problema de forma diáfana: “En el liberalismo había dos corrientes. Una era más humana y, por tanto, estaba más abierta a la intervención del Estado y la legislación social. La otra estaba en deuda con la gran industria, la banca y el comercio y, por tanto, comprometida con el laissez faire”. La consolidación con fuerza del Estado Social tras el período del New Deal y el conocido Informe Beveridge de 1942, que convirtió en prestaciones sociales necesidades que Frosthoff denominara de “procura existencial” (o en otros términos, “un hombre hambriento no es libre”), se desplegó durante los treinta gloriosos años y luego irrumpió con fuerza ese pretendido retorno a las esencias que no era tal: el neoliberalismo. Allí se empezó a difuminar la esencia el liberalismo social, que, a juicio de la autora, debería ser recuperada.
Helena Rosenblatt traza con línea firme la evolución (o mejor dicho, la involución) de una idea y de un concepto, ciertamente nunca pacífico y campo de batalla entre diferentes opciones que se pretendían apropiar de la esencia liberal. Su tesis es que el término procede de Francia (y no de la España de Cádiz, como hasta ahora se ha defendido; por ejemplo, en M. Freeden, Liberalismo. Una introducción, Página Indómita, 2020), y ensalza como promotores a Constant y madame Stäel, aunque luego también rinde tributo a Tocqueville y a otros muchos autores y gobernantes (entre ellos a Gladstone). Aunque claramente la autora desliga en sus orígenes el liberalismo de la democracia y de la ampliación gradual del derecho de voto, hasta su reconocimiento a la mujer. En ese largo tránsito se advierten algunas ausencias, puesto que la autora –a mi juicio- no da el protagonismo debido en esa historia a la corriente del liberalismo doctrinario de origen francés personalizado en Guizot y Royer Collard (que tan nefasta influencia tuvo sobre la política constitucional española del siglo XIX y parte del XX), finalmente erradicada en el país vecino tras la revolución de 1848, pero que se enquistó en la España institucional decimonónica. De aquella revolución no surgió sin embargo una sociedad nueva, sino la primera expresión de “democracia iliberal” con el fuerte autoritarismo bonapartista de Napoleón III, donde –como recoge Rosanvallon- aparecen innegables precedentes con las expresiones modernas de populismo, algunas que nos son próximas.
Liberalismo y democracia no tuvieron caminos paralelos, sino secuenciales. Aun así costó que los primigenios liberales comprendieran la evolución del problema. La democracia seguía teniendo más aún tras las experiencias radicales de la Convención durante la Revolución francesa, un cierto olor a oclocracia, en términos de Polibio. Guizot, por ejemplo, “consideraba que el sufragio universal era totalmente incompatible con la libertad”. Pero antes que él, Constant – cuya arquitectura institucional del pensamiento liberal es sencillamente sublime- también renegaba «razonadamente» del sufragio universal. Si no se interpretan correctamente las ideas en sus respectivos contextos, nunca se entienden. Algo de eso nos pasa ahora. En fin, fue Tocqueville, entre otros, quien advirtió tempranamente de la cuestión social y recuperó la idea democrática en su imprescindible obra La democracia en América. El liberalismo, no sin fuertes tensiones en su seno, fue evolucionando hacia la democracia y al reconocimiento del sufragio universal. Así, el liberalismo se hizo democrático y, con más tibieza, social.
El laissez faire, a pesar de momentos de apogeo, tuvo que abandonarse paulatinamente, dado que las condiciones en las que desarrollaba su trabajo el proletariado eran sencillamente infames. La polémica en las filas liberales se centró en cómo combatir el “pauperismo”. John Stuart Mill, adoptó entonces un liberalismo pragmático que emplazaba al poder público a preocuparse por los menos favorecidos y, entre otras prestaciones, por una educación pública obligatoria. Sin embargo, en el terreno liberal la economía y sus concepciones fueron siempre objeto de disputa. Quizás una de las aportaciones más interesantes en las filas liberales procedió de Giuseppe Mazzini quien defendía que los derechos en una sociedad liberal “solo pueden existir como consecuencia de deberes cumplidos”, pues lo contrario conduce a “generar egoístas lo que siempre conduce a resultados desastrosos y deplorables”. Tomemos nota. Algo de eso triunfa en nuestros días.
El liberalismo se fue haciendo así cada vez más humano, volviendo a sus esencias. Pero las expresiones iliberales primero y luego las totalitarias lo pusieron en cuestión, focalizando, así, su punto de atención –como decíamos- sólo en los derechos e intereses individuales. La preeminencia liberal dejó de ser europea y se trasladó claramente a Estados Unidos. Y allí se gestó esa mutación profunda que conduciría a su propia negación: el neoliberalismo; que echaría raíces en el Reino Unido y en otras muchas democracias avanzadas. La tesis de la autora es que las profundas huellas ideológicas del liberalismo se han ido borrando con el paso del tiempo y lo que hoy en día necesita el liberalismo es “articular una concepción del bien y una teoría liberal de la virtud”. Así concluye: “Los liberales deberían reconectarse con los recursos de su tradición liberal para recuperar, comprender y asumir sus valores. El objetivo de este libro es relanzar ese proceso”. Y, al menos, abre un debate que los propios liberales deberán resolver.
No sabemos si se conseguirá, pero el libro es de estimulante lectura (con algunas objeciones menores como despachar a H. Arendt en dos líneas y con cita indirecta, así como a Isaiah Berlin en un párrafo). El liberalismo en España ha tenido vida accidentada y un hueco complejo entre tensiones políticas polarizadas. Ahora que tenemos fuerzas políticas populistas tanto en un lado como en otro del espectro ideológico y que las fuerzas convencionales se ven asimismo invadidas por un populismo difuso, lo que suene a liberal parece volver a estar denostado no sólo en nuestro país (recuérdese que durante el absolutismo fernandino, los liberales, como cuenta Galdós en sus Episodios Nacionales, eran tildados despectivamente de negros) sino sobre todo en esas democracias iliberales que hoy por hoy se multiplican, y que nadie está a salvo de caer en sus redes. Hoy en día, las corrientes democráticas iliberales apuestan por una contracción de las libertades públicas, un fortalecimiento del poder ejecutivo y una apariencia democrática mediante el recurso frecuente a fórmulas plebiscitarias, quebrando la efectividad del principio de separación de poderes (del que solo se mantienen las formas). Realmente, está todo inventado. Pero en este complejo contexto de la terrible crisis Covid19 en la que estamos inmersos, tal vez convendría recuperar ese liberalismo moral originario que pone el acento no sólo en los derechos sino también en las responsabilidades y deberes ciudadanos, así como en la protección social y en salvaguardar una vida digna para todas las personas, por no hablar de la tolerancia y el abandono del fanatismo. Lo expuso con claridad Cass R. Sunstein: «Si el pueblo no escucha, y si entre ellos no dialogan, democracia y deliberación están en riesgo; y si los miembros de ciertos grupos (desfavorecidos) reciben menos atención, libertad e igualdad están en riesgo» (Desining Democracy. What Connstitutions Do, Oxford University Press, 2001, p. 155). Esa revitalización de la causa originaria liberal, quizás, representaría un signo de modernidad de que el pensamiento ilustrado aún mantiene vigencia en una sociedad que, de forma tal vez imperceptible, parece estar descomponiéndose a marchas forzadas.