CIUDADANOS (Reseña del libro de Simon Schama: Ciudadanos. Una crónica de la Revolución francesa, Debate, 2019)

Ciudadanos

“En tiempos de pasiones violentas, debemos abstenernos de invocar la razón” (Malesherbes)

 

La Revolución francesa ha sido objeto de innumerables ensayos. Hace treinta años, el profesor inglés Simon Schama publicó una monumental obra, Citizens. A Chronicle of the French Revolution. Esta obra, aunque conoció alguna versión anterior en castellano, ha sido recientemente editada de nuevo por la Editorial Debate.

¿Qué añade esta obra a la inmensa bibliografía sobre tan importante proceso revolucionario? En verdad, lo más relevante de ese extenso libro (1108 páginas), es, sin duda, aportar un enfoque sobre la Revolución que pone énfasis particular en tres cuestiones. La primera, profundizando mucho la línea de Tocqueville y en otras muchas facetas (por ejemplo, culturales y sociales), es la importancia que los acontecimientos de toda índole anteriores a 1789 tuvieron sobre el desenlace final del proceso revolucionario. La segunda, relacionada estrechamente con la anterior, consistió en que la imposibilidad de adaptación, a través de un proceso de reforma, de la monarquía absoluta condujo a ésta a un callejón sin salida y precipitó el desenlace revolucionario. Y la tercera, consecuencia de las dos precedentes, fue la deriva de los distintos gobierno revolucionarios hacia la conformación de sistemas de poder basados en el reino del terror y la sangre. Como dice el autor, “los políticos radicales de 1789 (con gran habilidad retórica) volcaron estas quejas en el gran horno de la ira”.

De hecho, la obra circunscribe prácticamente el análisis de la Revolución francesa al período 1789-1794; esto es, hasta la implantación de la República del Termidor (1795), que se impuso ante un pueblo exhausto de contiendas civiles, de guerras y del funcionamiento frenético de la machine dedicada permanentemente a cortar cabezas (la guillotina), principalmente –aunque no de forma exclusiva- durante los años 1793 a 1794. Tampoco ese paréntesis constitucional resolvería el problema de fondo. Simplemente, allanaría la llegada al poder de Napoleón Bonaparte.

Se puede afirmar que las dos aportaciones de Schama consisten en que, por un lado, la Revolución –tras esos seis primeros años- no cambió realmente tanto las cosas como se ha defendido por la historiografía contemporánea: “El Antiguo Régimen no fue una sociedad que avanzaba chocheando hacia la tumba: lejos de parecer moribunda, pueden hallarse signos de dinamismo y vitalidad adondequiera que el legislador mire”. Y, por otro, que el período del Terror revolucionario fue ciertamente una etapa de una violencia extrema (aunque territorializada), basada –como decía Saint-Just en que “la república consiste en el exterminio de todo lo que se le opone”. La radicalización del proceso revolucionario terminó devorando no solo a sus enemigos naturales (aristocracia, burguesía, clero, etc.) sino a la práctica totalidad de los propios gobernantes revolucionarios, que terminaron ofreciendo sus cabezas al ritmo frenético de la machine. Como dice el autor: “Se guillotinaría a la democracia revolucionaria en nombre del Gobierno revolucionario”. No deja de ser paradójico que el impulsor de tan eficaz instrumento de decapitación continua, el doctor Guillotin, propusiera tal aparato con fines puramente filantrópicos y humanitarios, pues tal mecanismo era, además de un sistema basado en un estatus igualitario, un método rápido y quirúrgico que evitaba inútiles sufrimientos y provocaba una ejecución digna. Equiparaba a las personas procedentes de la realeza, a los nobles o las autoridades con malhechores o delincuentes. Signo de “igualdad”.

La obra de Schama es monumental por su extensión y extraordinaria por el pulso narrativo que, a mi juicio, crece de forma evidente conforme el libro se adentra en los años críticos de la Revolución francesa, especialmente en el período que transcurre desde 1791 a 1794. La primera parte de la obra se recrea en los antecedentes, sobre los que, como ya se ha dicho, se basa una de las tesis fuertes de la obra: la gestación de la Revolución francesa estaba incubada en los decenios y años precedentes. Allí se advierte la derrota de la reforma constitucional y el asentamiento paulatino de las bases revolucionarias. Las instituciones de la monarquía absoluta, tras no pocos titubeos en un contexto de compleja crisis económica, social y política, perseguían, a través de determinadas propuestas de algunos Parlaments y de los Cahiers de doléances, una reforma constitucional y, sin embargo, “lo que consiguieron en cambio fue una revolución”. Las expectativas se frustraron pronto. Fruto de tales contradicciones, “la retórica revolucionaria mostró un tenso timbre de alegría y cólera”. Francia se dividió en patriotas y traidores. Con el paso del tiempo, el círculo de los primeros se fue estrechando y el de los segundos ampliando. Las secuelas fueron obvias: Il faut de sang pour cimenter la révolution, como dijo Madame Rolland.

Los capítulos dedicados al Terror (y al “Gran Terror”) son probablemente lo más logrados de la obra, pero en absoluto desmerecen otros tales como la desmitificación de la toma de La Bastilla o el dedicado a “La Marsellesa”, por solo citar dos de ellos. El libro comienza con la referencia, entre otros, de dos personajes políticos que reaparecen en 1830 tras la definitiva caída de los Borbones: Talleyrand y Lafayette. Dos testigos de la Revolución francesa, aunque ausentes de los años más duros (uno en el exilio y el otro en prisión). En la obra vuelven a ser citados en numerosos pasajes. Políticos incombustibles, aunque de muy diferente factura. Junto a ellos desfilan un número amplísimo de personajes políticos, muchos de ellos con el destino común de morir en la guillotina, pero de muy distinta procedencia ideológica (Luis XVI, María Antonieta, Danton, Robespierre, Saint-Just, Desmoulins, Hébert, etc.), alguno otro fallecido en los primeros pasos de la Revolución, como el impactante Mirabeau, otros suicidados (como parece ser el caso de Condorcet) o asesinados, como Marat, mientras que los menos sobrevivieron a ese período de combustión revolucionaria y baños de sangre (como fueron los casos de Talleyrand, Sieyès o el propio Lafayette). La descripción de algunos de estos personajes políticos (y otros que no se citan) es sencillamente magnífica. Las mujeres, unas anónimas y otras expresamente mentadas (Madame Stäel, Olympe de Gouges, Charlotte Corday, por solo traer tres ejemplos a colación, aparte de María Antonieta), tienen su protagonismo en esas páginas de la historia de la Revolución francesa.

Pero si algo quisiera destacar de esta obra, que ciertamente no se prodiga en exceso en el ámbito del análisis institucional, es una de las tesis finales allí recogidas, donde se hace hincapié en que el pésimo diseño (fruto de las convulsas circunstancias) entre el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo supuso la ruina de cualquier intento de ordenar cabalmente un sistema de separación de poderes que pudiese tener como fuente inspiradora el modelo anglosajón de checks and balances y, más concretamente, en su versión parlamentaria inglesa. Estas son las palabras de Simon Schama:

“Lo que destruyó a la monarquía fue su incapacidad para crear instituciones representativas gracias a las cuales el Estado pudiese aplicar su programa de reformas. ¿La Revolución actuó mejor? En un plano, la sucesión de legislaturas electas de los Estados Generales a la Convención Nacional fue una de las innovaciones más impactantes de la Revolución. Llevaron el intenso debate acerca de la forma de las instituciones gubernamentales francesas (…) al escenario de la propia representación y estructuraron sus principios con una elocuencia inigualable. Sin embargo, pese a todas sus virtudes como escenarios de la disputa, , ninguna de las legislaturas resolvió nunca la cuestión que había torturado al Antiguo Régimen: ¿cómo crear una asociación viable y eficaz entre el ejecutivo y la legislatura? Tan pronto como la Constitución rechazó la propuesta ‘británica’ de Munier y de Mirabeau, que consistía en extraer de la asamblea a los ministros, dejó de considerarse el ejecutivo como el Gobierno del país (…) y empezó a vérsele como una ‘quinta columna’ propensa a subvertir la soberanía nacional. Con ese fatal comienzo, las secciones Utila y legislativa de la Constitución de 1791 se limitaron a acentuar la guerra que se hacían la una a la otra hasta su mutua destrucción en 1792. El Terror invirtió eficazmente los elementos del problema, al poner a la Convención bajo la égida de los comités; pero aun así imposibilitó cambiar los gobiernos como no fuera mediante el uso de la violencia”.

Si algo enseña la obra del profesor Schama es que los procesos revolucionarios no son cortes lineales, sino que se incuban a lo largo del tiempo, algunas veces durante décadas o años. Y que en tales contextos las decisiones equivocadas, cuando no aquellas decisiones aplazadas constantemente, también las de política institucional, pasan facturas enormes e irreparables. Son, por tanto, factores que labran el terreno insurreccional o, al menos, la desestabilización político-institucional, sin que, una vez destruido ese escenario, sea fácil reconstruir otro alternativo. El ciclo de la ira, el odio o, incluso, la violencia se pone en marcha. Y nadie sabe ya cómo pararlo.

Una lectura, por tanto, muy recomendable no solo para quienes disfruten de la historia, del ensayo o del pensamiento político, sino también para todos aquellos que desempeñen responsabilidades públicas. Se aprende mucho. Schama adorna toda su obra con una cultura desbordante y con innumerables detalles de aspectos que pueden parecer nimios, pero que tienen gran relevancia. A pesar de los doscientos treinta años transcurridos, todavía muchas de sus lecciones tienen innegable actualidad. La Revolución francesa marcó un hito, pero lo cierto es que, por motivos de un complejo contexto, derivó circunstancialmente en la dictadura del Terror, período que solo fue un preludio de otras muchas dictaduras que vinieron después, algunas mucho más crueles cuantitativamente hablando. Y lo cierto es que, dada la proximidad relativa de todos esos acontecimientos, nadie nos puede decir que la humanidad esté libre, aunque sea temporalmente, de volver a descender hacia aquellos infiernos. La buena política sirve para evitar esos catastróficos escenarios, la mala irresponsablemente los puede llegar a alimentar. Apenas sin darse cuenta. Y eso es lo peor: por pura ignorancia.

 

NOTA FINAL: Aunque esta reseña fue inicialmente publicada en este Blog hace más de una semana, por motivos técnicos no se ha podido reproducir para los suscriptores hasta el día de hoy (25 de agosto de 2019). Se indica esto porque en el día de ayer el suplemento «Babelia» del diario El País publicaba una larga recensión del profesor e historiador Carlos Martínez Shaw sobre esta misma obra. Tal recensión es bastante crítica con el contenido del trabajo de Schama. Una parte de las razones para censurar algunos aspectos de la obra que se exponen en la reseña del citado profesor pueden compartirse. En cualquier caso, el profesor Carlos Martínez Shaw censura la pretensión de Schama de desmitificacar algunos aspectos de la Revolución Francesa. No cabe duda que tal evento supuso un cambio cualitativo de notables dimensiones en el ámbio social y político, aunque menos perceptible en otras. En eso la crítica debe aceptarse, aunque debería matizarse en algunos puntos, pues Schama da también argumentos de peso para enfriar algunas de las tesis hasta entonces dominantes. En todo caso, si en algo no contribuyó la Revolución Francesa -y en ello discrepo del citado profesor- es a la implantación de modo efectivo el principio de separación de poderes. Ciertamente, lo recogió formalmente, pero lo que se asentó en el continente europeo a partir de la Revolución de 1789 fue una noción empobrecida de tal principio, muy distante de la concepción anglosajona del checks and balances,  con un poder Legislativo inicialmente omnipotente, un Ejecutivo vicarial (salvo en los momentos dictatoriales y de bonapartismo) y un Poder Judicial en la práctica inexistente, que no podía controlar ni las Leyes ni a la propia Administración.  Probablemente la pretensión de trasladar el modelo parlamentario inglés no tuvo valedores de peso (tras la muerte de Mirabeau), y tal como evolucionaron los acontecimientos era una tesis probablemente inaplicable a la realidad francesa del momento. Pero lo que sí es obvio es que la concepción de Montesquieu del principio de separación de poderes no fue seguida por los revolucionarios franceses, cuya fuente de inspiración fue inicialmente Rousseau y, más lejanamente, Mably, como expuso en su día Carl Schmitt. En ese esquema institucional, con las excepciones señaladas, la soberanía del Parlamento estaba fuera de toda duda. Y, aunque esto no lo expresa con la claridad debida el profesor Schama, la separación de poderes se configuraba como una división formal de las tres ramas, pero dependiendo las dos restantes de esa supremacía del Legislativo, que impidió de facto la construcción de un concepto de Constitución que fuera más allá de un documento de organización política sin valor normativo. Esto, al menos, hasta la aparición en escena, ya en pleno siglo XX, de la juisticia constitucional.

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