¿QUÉ ES LA COMPETENCIA EN POLÍTICA?

COMPRENDER LA DEMOCRACIA

«(En el arte de gobernar) “las ciencias y las teorías no pueden ser ni siquiera un sustituto parcial de un don de percepción” (Isaiha Berlin)

“Cuanta más información se libera, más inabarcable nos resulta el mundo” (Daniel Innerarity)

Las quejas sobre la baja calidad de los representantes políticos son abundantes. Al parecer, estimula a la ciudadanía despotricar sobre los políticos. Más ahora, en las redes sociales, donde el linchamiento es continuo. Sin embargo, se olvida algo muy elemental: que, a pesar de los pésimos filtros que los partidos tienen para la selección de sus líderes, los políticos nacen de la propia ciudadanía y, por tanto, reproducen muchas de las taras o deficiencias que esta presenta en lo que a la comprensión de la política respecta. Por eso, puede ser oportuno preguntarse qué clase de competencias políticas deben acreditar tanto los gobernantes cuando ejercen el poder como los ciudadanos cuando votan o participan en la toma de decisiones. Una pregunta en nada baladí y no exenta de notables dificultades de respuesta, en su doble vertiente. Y para contestarla haré uso, un tanto interesadamente, de las reflexiones de dos pensadores, distanciados en el tiempo y de distinto alcance.

La competencia política de los gobernantes ha sido frecuentemente tratada bajo el paraguas de “virtudes del príncipe” o, más recientemente, en el manto del siempre socorrido liderazgo. Adam Smith, ya se refirió en su día (Teoría de los sentimientos morales) a que un gran estadista debe aunar “la mejor cabeza junto al mejor corazón”. Léon Blum, por su parte, también lo intentó en La reforma gubernamental, pero solo para constatar una evidencia: las competencias técnicas son muy distintas de las competencias políticas. En estas últimas, la experiencia es determinante. Pero quien mejor describió la complejidad del fenómeno fue, sin duda, un extraordinario ensayista: Isaiah Berlin. En un conjunto de ensayos de obra menor (si es que en este autor hay obra que pueda recibir ese calificativo), recogidos en el libro El sentido de la realidad. Sobre las ideas y su historia (Taurus, 2017), el autor se adentra en la compleja identificación de cuáles son los atributos del “oficio de estadista”, y allí relata que “el arte de gobernar y transformar las sociedades no se asemeja ni a la erudición de los académicos ni al conocimiento científico (algo que Weber ya constató con claridad en su imprescindible opúsculo El político y el científico). La clave en la competencia de un estadista –según Berlin- radica en la comprensión, más que en el conocimiento; o, si se prefiere, en saber leer correctamente tanto las relaciones del “plano superior” como “del inferior” de los problemas sociales y del tablero político. Y para ello es determinante la percepción y la improvisación (“tocar de oído”, como dice este autor), esto es, “saber cuándo saltar y cuándo quedarse quieto”. Tener (un sexto) sentido de la realidad, a fin de cuentas.

Y ese análisis lo complementa en otro espléndido ensayo recogido en la misma obra: El juicio político. ¿Qué significa tener un buen juicio político? Esta pregunta nos plantea de nuevo el complejo fenómeno del arte de gobernar. La búsqueda de las “leyes” sobre cómo gobernar mejor ha resultado, por lo común, un camino infructuoso. Para Berlin, los grandes gobernantes (y entre ellos sitúa de modo preferente a Bismarck) “tienen una sensibilidad excepcional ante ciertas clases de hechos”. Disponen de un “buen ojo, u olfato, u oído político”, así como de un “sentido que la crisis y el peligro agudizan, para el que la experiencia es crucial, un don particular” (no muy distinto al de artistas y escritores creativos). Los grandes estadistas ven la realidad o leen correctamente la partitura política. Es lo que se llama “sabiduría natural, comprensión imaginativa, penetración, capacidad de percepción y, más engañosamente, intuición (que sugiere, peligrosamente, una cualidad casi mágica)”. El don de la percepción, a fin de cuentas. La conclusión del autor es muy obvia: quienes carecen de tales atributos de “sabiduría práctica”, por muchas otras cualidades que puedan tener (ser muy listos, imaginativos, amables, nobles, atractivos, etc.), deben ser considerados ineptos políticos. Y,  finalmente, Berlin confronta lo que denomina como “los reformadores temerarios” (una expresión de la ineptitud política) con esas personalidades dotadas de ese ingrediente indispensable del buen juicio político.  Sería bueno pasar ese test a los liderazgos políticos que nos rodean.

La competencia política vista a la luz de las cualidades del ciudadano-votante ha sido objeto de menor atención doctrinal. Dejemos de lado la teoría clásica de la representación (desde Benjamin Constant a John Stuart Mill) y del papel del sufragio universal como conquista histórica, prescindamos asimismo ahora de las sugerentes reflexiones que en su día formuló Alain (El ciudadano contra los poderes, Tecnos, 2018), y centremos la atención en un reciente opúsculo, de recomendable lectura, escrito por un filósofo de nuestros días: Daniel Innerariy, Comprender la democracia (Gedisa, 2018).

En este estimulante y breve ensayo (elaborado para una colección divulgativa, pero de indudable densidad conceptual) se recoge un capítulo dedicado precisamente a la adquisición de competencia política, que gira principalmente en torno a qué atributos deben disponer los ciudadanos para participar eficientemente en el sistema político. Y ese análisis lo realiza el autor a través de una serie de elementos. El primero constata la complejidad de los asuntos que trata la política y, por tanto, resalta cabalmente que “la competencia política no es tanto un saber acerca de los contenidos de la política sino sobre la lógica de la política”. Innerariy lo sintetiza perfectamente: “el saber político es una opinión y no un saber apodíctico”. La capacidad política comporta saber enfrentarse a una diversidad de opiniones e intereses. Y ella no está ligada con la educación o con el nivel de conocimientos, pues “la desafección política se encuentra también entre los más formados”. Tal como dice el autor, “hay incluso una equivalencia perversa que debería inquietarnos entre conocimiento y sectarismo: la minoría de ciudadanos que prestan más atención a los asuntos públicos no suelen ser los más críticos, por lo general son los más partidistas”. Solo hay que pasearse por las redes sociales.

Y todo ello conduce derechamente a la relación entre información y conocimiento político. Vivimos en una sociedad sobresaturada de información, inabarcable, que más que juicio genera un gran ruido, a partir del cual el ciudadano se sobreexcita (se produce un fenómeno, reformulando el enunciado del autor, de calentamiento individual por sobreinformación), lo que genera una pérdida de atención (un auténtico mal endémico de nuestros días), a lo que se añade que los medios tradicionales de filtración de esa información ya no funcionan. Así, nos inundan de datos, de informaciones en masa muchas veces sesgadas (y de no pocas mentiras), lo que no genera conocimiento, sino desorientación o alineamiento fiel a “mi propio ideario” o al que me etiqueten. No cabe duda que diferenciar lo que es realmente relevante de lo accesorio es una tarea hercúlea en la era de Internet y de las nuevas tecnologías. Como recuerda Innerarity, “hoy son los buscadores y los algoritmos los que deciden qué debemos saber”. Las estrategias de simplificación no funcionan como fórmula mágica, tampoco el recurso a los expertos, pues se detecta una “peculiar cacofonía de los expertos” (el desacuerdo entre ellos es constante).

No hay que confiar en que las élites resuelvan nuestros problemas, pues ello –según Innerarity- es un cierto anacronismo. La solución que propone el autor es fiarlo todo al aspecto institucional y procedimental de la democracia. Una idea-fuerza, que debido al enfoque introductorio del trabajo, no desarrolla. Si bien el autor no descarta la necesidad de aumentar las competencias políticas individuales mediante la formación, su apuesta es claramente por invertir en las capacidades colectivas a través de la cooperación y mediante sistemas de gobierno inteligente, lo que parece abrir la puerta de par en par a mecanismos de democracia deliberativa y participativa. La solución final que ofrece el autor es muy diáfana en el mensaje: “más democracia, en el sentido de una mejor interacción y un ejercicio compartido de las facultades políticas”.

La incógnita que planea tras esa rica reflexión, es si realmente las fórmulas deliberativas son la panacea o se trata más bien de un instrumento complementario a la democracia representativa (como parecen ser, en realidad; aunque el debate sobre este tema se abre de forma recurrente). En todo caso, siendo necesaria la apuesta por la “democracia participativa de carácter deliberativo” para enriquecer la propia democracia representativa, hay que constatar honestamente que se trata aún de fórmulas poco transitadas y con débil asentamiento en la arquitectura político-institucional (salvo, tal vez, en el ámbito local; siempre más fácil por su proximidad para llevarlas a cabo). De ahí la llamada de atención del autor. Queda, por tanto, largo trecho por recorrer y también por cómo arbitrar ese citada complementariedad y, particularmente, por vehicular de qué manera hacerla realidad.

Confiar en que el mundo digital contribuya a ese objetivo (a pesar de las grandes expectativas puestas inicialmente en que con la expansión de Internet se mejoraría la democracia), hoy por hoy no parece un camino fácilmente transitable. En efecto, cabe preguntarse si la democracia, sea representativa, participativa o deliberativa podrá sobrevivir a la revolución tecnológica y al pésimo e interesado uso de tales recursos que se está haciendo en los últimos años (para ello reenvío a otro artículo que toma como base dos recientes obras, y que aparecerá próximamente publicado en el diario digital Voz pópuli: “La democracia asediada”). Un perverso y manipulado uso que, tal como se ha acreditado en importantes momentos electorales, aventura un futuro aún más incierto para esa democracia que tanto nos gusta predicar, y que con tanta torpeza practicamos.  Para evitar algunas de esas fallas, el libro de Daniel Innerarity resulta, sin duda, una excelente guía.

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