El objetivo del movimiento contra el poder arbitrario consistió, desde un principio, en implantar el Estado de Derecho” (F. A. Hayek, “Los fundamentos de la libertad”, Madrid, 1991, p. 243)
Quien la cita escribe no es sospechoso de ser precisamente de izquierdas. Parece que es obvio. Es importante por lo que sigue. No es un problema ideológico, sino funcional, estético y ético. También transversal, ha manchado a (casi) todos los gobiernos. Pero hay algunos excesos.
La producción legislativa del final del mandato de las Cortes Generales está siendo motorizada: se han aprobado en las últimas semanas leyes de diferente calado, unas transcendentales (y discutibles) para la arquitectura constitucional o jurídica del Estado y otras auténticos pastiches con regalos a todo tipo de hipotéticos votantes (empleados públicos incluidos).
Ese frenesí legislativo confunde las cosas. Gobernar no es manchar el BOE de leyes, es algo más difícil; pues muchas de esas leyes –para nuestra desgracia- se publican pero no se aplican. Pasan inadvertidas o, peor aún, ignoradas. Un Estado de Derecho perforado por la desidia y el desdén. Hay gobiernos eficientes que legislan poco. Solo lo necesario. Un exceso de política o de legislación esconde un déficit clamoroso de gobierno o de dirección real del país.
Pero lo grave de todo esto reside en que con frecuencia se olvida que “las formas” son muy importantes en el ejercicio del poder. La democracia, como señaló en su día el profesor Moreso, no es solo contar votos, sino también procedimiento. Sin respeto a las formas la democracia se transforma en algo vacío.
Si comenzamos el mandato con un auténtico aluvión de Decretos-leyes, lo hemos terminado con un Parlamento convidado de piedra, que asiste a la aprobación de leyes por procedimientos de urgencia o de forma acelerada, sin deliberación ni debate, apenas se admiten enmiendas (en algunas leyes, ninguna), pues lo importante es llegar a ver la norma negro sobre blanco en el altar del Boletín Oficial.
Algo muy importante en democracia se rompe cuando se orilla una de las funciones típicas del Parlamento: ser órgano de deliberación y debate, también cuando elabora leyes. La Ley no solo se diferencia del resto de normas por estar reservada su aprobación al Parlamento (reserva de órgano), también se singulariza por la reserva procedimiento y, en algunos casos, de materia. Y el procedimiento parlamentario exige publicidad, deliberación y búsqueda de acuerdos. Eso es la política (Innerarity). Si el procedimiento se cumple de forma aparente, pero se hurta en su sustancia, las Cámaras se tornan instituciones esperpénticas, sin función real alguna.
En el próximo mandato esta pésima praxis esperemos que se corrija por la propia composición de las Cámaras. Pero la huella dejada no será fácil de borrar. Y sus efectos, algunos letales, tampoco. Hay algunos precedentes más tibios, pero no menos preocupantes, que anunciaban lo que ha llegado. En eso nadie se salva. Esperemos que no lo haga para quedarse.
Tal vez esa sintomatología sea una muestra de cómo se (mal) ejerce el poder en este país. Sobre eso es mejor no hablar, pues nadie saldría “de rositas”. En todo caso, no es bueno caer en una incontinencia o, más groseramente, en la pura “diarrea” normativa. La prudencia y la mesura también son necesarias a la hora de legislar. Sorprende que se predique a gritos en las nuevas leyes (39 y 40/2015) que nuestro sector público se regirá por la better regulation o la smart regulation, que con frecuencia orillamos o contradecimos, pero –frente a esas magnas declaraciones- somos incapaces de cumplir los principios más básicos del sistema de producción de leyes en una democracia.