
“Todo lo bueno que he hecho ha sido al principio incomprendido y mal juzgado. Pero la autonomía intelectual conduce sin que uno lo quiera a la heterodoxia. Y hay que aceptar la incomprensión y el descrédito” (Edgar Morin, Lecciones de un siglo de vida, Paidós, 2022, p. 108).
Una mirada retrospectiva de cien años es, sencillamente, un privilegio; más si procede de un humanista y filósofo tan reconocido como Edgar Morin, cuya vida ha transcurrido desde 1921 hasta la actualidad. Un ensayista de una profundidad extraordinaria, del que siempre me habló extraordinariamente mi buen amigo, columnista y profesor de filosofía, Mariano Berges. Morin es una persona, además, de identidades múltiples, de origen sefardí y con lazos, por tanto, con la lengua española. De la tradición humanista que va desde Montaigne a Víctor Hugo. Pero, asimismo, marcado por el contexto histórico de su existencia, ya que fue miembro del Partido Comunista francés hasta que advirtió la deriva totalitaria de tales ideas, lo que le comportó, tras su abandono, “los insultos rutinarios que recibe cualquier excluido”.
Su larga y fructífera vida personal e intelectual se manifiesta en una vasta obra y, como él mismo reconoce, en treinta y ocho doctorados honoris causa recibidos en el extranjero. Su período comunista, que duró seis años, lo ve como una oportunidad, puesto que “me permitió entender posteriormente el totalitarismo por haberlo vivido desde dentro”. Fruto de esa experiencia escribió Autocrítica, algo que le facilitó un desengrase mental, la conquista de la autonomía intelectual, y la búsqueda obstinada de un pensamiento político a partir de entonces complejo”.
Esta breve obra transita por sus experiencias personales, profesionales y académicas, así como por ciertos recovecos de su amplia obra intelectual, con algunas reflexiones que merecen ser destacadas por su fuerza argumental y por su riqueza en el enfoque de quien atesora una larguísima y rica existencia, así como una mirada penetrante sobre la realidad que le circunda. Lo que sigue son solo algunas ideas que me han llamado la atención en ese penetrante discurso de una persona centenaria en plena lucidez.
Interesantes, por ejemplo, son sus reflexiones en torno a que “vivir es navegar en un océano de incertidumbre, parando de vez en cuando en algunas islas o archipiélagos de certidumbre donde abastecernos”. También lo es, con impronta estoica, el reconocimiento de que la incertidumbre de nuestros destinos, generada entre otras cosas por la imposibilidad de eliminar el azar, comporta -como una de las lecciones que el autor afirma más importantes de su vida- “la necesidad de estar preparado para que ocurra lo inesperado”.
En el capítulo relativo a “Saber vivir”, Morin subraya de entrada que “una vida reducida a la supervivencia deja de ser vida”. La dignidad humana es un aspecto central en su discurso: “subvivir es peor que sobrevivir”. Tras algún recordatorio de experiencias personales y de momentos históricos relevantes (“los éxtasis de la historia”), entre los que cita la Revolución de los Claveles y “la embriaguez de libertad que fue el paso del muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989”, se adentra el autor en unas reflexiones muy pertinentes sobre la necesidad de reconocimiento, una idea vinculada estrechamente con la dignidad, que esta sociedad digitaliza y cuantitativa, del imperio del dato, parece difuminar en todos sus extremos: “Los hombres y las mujeres tratados únicamente como objetos estadísticos (…) disuelven la humanidad en las cifras, (y) no hace más que sobreexcitar la necesidad antropológica de reconocimiento”. Retoma el reconocimiento y su necesidad al final de la obra, aspecto del que están tan necesitados no pocas personas y colectivos: “Los escritores, los filósofos y los universitarios (podríamos ampliar la nómina) padecen un complejo desmesurado. Cada uno de ellos quisiera ser reconocido, si no como un genio, al menos como el mejor entre sus pares”.
Su formación universitaria fue avanzada en la transversalidad, sabiendo romper los compartimentos estancos del conocimiento y de los estudios titulados. La idea de complejidad comenzaba a tomar cuerpo en su pensamiento y en la acción. Las contradicciones humanas eran base de su enfoque. Y, así, cita a Heráclito, “concordia y discordia son madre de todas las cosas”. Como bien expone el autor: “El ser humano no es ni bueno ni malo, es complejo y versátil”.
El capítulo dedicado a sus experiencias políticas en ese siglo XX, torrente de acontecimientos y marcado por un mal específico (“el totalitarismo de partido único”), no es sin embargo página pasada: “Se están dando todos los elementos de un neototalitarismo cuyo primer modelo se está desarrollando en China”, y cuya huella de dominio está basada “en la vigilancia electrónica». De ahí extrae asimismo la tendencia a la regresión (estancamiento, esclerosis, repetición, que diría Ross Douthat) que se está produciendo mundialmente desde principios del siglo XXI en nuestras sociedades occidentales: “Una de las principales lecciones de mis experiencia -añade- es que el retorno a la barbarie siempre es posible. Ninguna conquista histórica es irreversible”
Los treinta gloriosos (1945-1975), años de reconstrucción europea y de acelerado desarrollo económico y social, le han provocado al autor una lección importantísima, tal como él mismo reconoce: “Una progresión económica y técnica puede comportar una regresión política y civilizatoria, lo cual en mi opinión se hace cada vez más patente en el siglo XXI”. Su toma de conciencia ecológica es, cuando menos, prematura y premonitoria. Se remonta a 1972 cuando se publicó el informe del profesor Meadows del MIT, que “reveló el proceso de degradación de la biosfera debido al crecimiento tecnoeconómico, causado a su vez por un afán inextinguible de lucro”. Seguimos anclados en esa dimensión destructiva que ni la Agenda 2030, ni el autocomplaciente y «moderno» discurso sobre la sostenibilidad, ni los Acuerdos de París consiguen detener. Nadie quiere vivir peor que sus antepasados. Y no hay otra solución. El sacrosanto progreso muestra rasgos de inevitable agotamiento.
Las permanentes crisis que estamos viviendo en este siglo XXI (las más recientes la del Covid19 y la de Ucrania, esta última fuera del foco obviamente temporal del libro), así como el cambio climático, la plétora de las desigualdades, las migraciones, etc., muestran el vigor del pensamiento complejo de Edgar Morin, concertado en un buen número de obras, entre las que destaca El método y La vía: el futuro de la humanidad. Su pensamiento complejo se asienta asimismo en un “humanismo regenerado”, que ya expuso en Cambiemos de vía.
No olvida el autor el papel constructivo del error, ni tampoco los peligros de la desinformación y de las fake news. Advierte contra el peligro de estar mal informado, cuando no se contrastan opiniones, en esta era de tribus digitales (Han) y de cámaras eco: “No hay ningún refugio de la verdad absoluta que elimine todo error, salvo en la teología y en la fe del fanático”. El dogmatismo esclerotiza la sociedad. Y las consecuencias políticas pueden ser graves.
En efecto, hace unos días pensé cerrar una ponencia sobre el futuro de las instituciones, destinada a un foro de reflexión estratégico al que fui convocado amablemente por un partido político, con una profunda reflexión de Morin (la pena es que, al cambiar de cartera, me dejé el libro en casa). Advierte este autor sobre las consecuencias de la mala política y de la política populista o demagógica que tanto nos invade, donde solo prodigan hoy en día las buenas noticias: “Las consecuencias del error de juicio o de decisión del responsable de una nación pueden ser desastrosas y mortíferas para todo el país”. Lo estamos viendo todos los días en este conflictivo globo televisado, pero también cerca de nuestros hogares en no pocos niveles de gobierno.
En fin, alejada de esa contingencia, su última lección es digna de recogerse como cierre de esta reseña: “Está en ese círculo virtuoso donde cooperan la razón abierta y la benevolencia amable”. Definitivamente, la sabiduría sigue estando, al menos en este caso, en la edad. No hay duda.