
“La elevación de tontos y ruines y ordinarios, no es, como algunos creen, desdicha peculiar de los tiempos modernos” (Benito Pérez Galdós, La Corte de Carlos IV, p. 103)
© Rafael Jiménez Asensio, 20 de junio de 2021
Introducción
Trafalgar es la obra que, terminada de escribir por su autor con la proclamación el 11 de febrero de 1873 de la Primera República Española, inaugura la primera serie de los Episodios Nacionales, y que finaliza con La Batalla de los Arapiles (1812). Son apenas siete años de Historia de España, pero de enorme convulsión y ritmo acelerado. En estas entradas de síntesis prescindiré de tratar el contexto, siempre necesario para comprender el alcance de lo que se dirá. Pero ahora interesa más extraer las ideas-fuerza que sobre España, su política y su incipiente Administración van tomando cuerpo en la obra de Galdós, con una visión retrospectiva, pero aún muy presente cuando el autor escribe.
El año 1805, cuando se produjo la batalla de Trafalgar, España vivía inmersa en el Antiguo Régimen. Los destellos del despotismo ilustrado de Carlos III (más de lo primero, que se lo segundo, tal como expone Josep Fontana) se habían difuminado. La figura del “monarca-símbolo” se vino abajo con la muerte de este Rey. Carlos IV se calificó por “su imbecilidad”, y sobre Fernando VII, caracterizado por “su crueldad y bajeza” (Salvador de Madariaga), tiempo habrá de ocuparse, pues aparece o está entre bastidores en las tres primeras series de los Episodios Nacionales. El propio Salvador de Madariaga mantenía la tesis de que ya desde el siglo XVIII, “España se desgarró en dos creencias: una sin contacto con el mundo, otra sin contacto con el alma nacional”. El siglo XIX y el propio siglo XX, abundarían en esa línea. Habrá que preguntarse si hemos sido capaces de romper ese círculo vicioso. A veces da la impresión de que seguimos encadenados a los viejos fantasmas.
La idea de España en los primeros pasos del siglo XIX
En esos años en los que se despliega la primera serie, la idea de España como nación siempre en construcción inacabada era aún muy evanescente; pero la invasión francesa reforzó, en principio, el sentido de pertenencia. Aun así, ya esos débiles inicios nos advertían de que ese incipiente nacionalismo español fue, durante buena parte del siglo XIX, “políticamente débil como instrumento de cohesión social y de vertebración nacional” (Juan Pablo Fusi). España, además, era muy tributaria entonces del omnipresente poder napoleónico, y pagó muy cara su dependencia, tejida y aceptada en su día. El autor deja huella de ello en varios pasajes.
Pero, es en el episodio nacional Napoleón en Chamartín, cuando Galdós ofrece el primer gran lamento de una larga serie que se prolongará en otros episodios posteriores:
“¡Oh España, cómo se te reconoce en cualquier parte de tu Historia adonde se fije la vista! Y no hay disimulo que te encubra, ni máscara que te oculte, ni afeite que te desfigure, porque, adonde quieras que aparezcas, allí se te conoce desde cien leguas, con tu media cara de fiesta y tu media de miseria; con la una mano empuñando laureles y con la otra rascándote tu lepra”.
Una España pobre, festiva y orgullosa; siempre sometida a las malas pasiones. Ya en el arranque de Gerona, se deja testimonio del desorden político que acompañará la vida política española, esta vez en torno a la Junta Central. “Sucedía en Sevilla una cosa que no sorprenderá a mis lectores, si, como creo, son españoles, y es que allí todos querían mandar”.
Aquella idea de España, patria incipiente nunca confirmada, retorna con fuerza en Zaragoza, donde se recoge este importante fragmento:
“Lo que no ha pasado, ni pasará, es la idea de nacionalidad que España defendía contra el derecho de conquista y la usurpación (…) El resultado es que España, despreciada injustamente en el Congreso de Viena, desacreditada con razón por sus continuas guerras civiles, sus malos gobiernos, su desorden, sus bancarrotas más o menos declaradas, sus inmorales partidos, sus extravagancias, sus toros y sus pronunciamientos, no ha visto nunca, después de 1808, puesta en duda la continuación de su nacionalidad; y aun hoy mismo (…) nadie se atreve a intentar la conquista de esta casa de locos”
Curiosa descripción que identifica al pueblo español con un manicomio. Irán apareciendo otros reflejos de tal descripción. Pausadamente, la idea de esa España singular se va forjando, pero ni siquiera en Cádiz, un episodio nacional al que Galdós rebaja inexplicablemente, aparecen ideas sustantivas en torno a la patria española, salvo las expresadas por Lord Gray, con su particular y cruda visión anglosajona del país: “España es el país de la naturaleza desnuda, de las pasiones exageradas, de los sentimientos enérgicos, del bien y del mal sueltos y libres, de los privilegios que traen las luchas, del nunca descansar”. Particular trajín del que ya nos prepara el autor para las posteriores entregas de esa montaña rusa política, marcada por la inestabilidad o la impostura, así como por subidas y bajadas enérgicas, en el que viajaba ese país llamado España.
La Política y los político entre el Antiguo Régimen y la Constitución gaditana
En esa compleja transición frustrada entre Antiguo Régimen y Estado Liberal que significaron aquellos años (1805-1812), hablar de política y, particularmente, de políticos no resulta sencillo, menos aún compararlo con la situación actual, aunque en la naturaleza humana, y también en el quehacer político, las conductas y las mentalidades se reiteran más de lo que sería de imaginar, a pesar de que hayan transcurrido más de dos siglos desde entonces.
En los primeros episodios la figura de Godoy es recurrente. Galdós no ahorra calificativos para dibujar a tan nefasto personaje. Siempre en boca de terceros, a Godoy lo describe el autor como “hombre abominable”, también de “embustero, atrevido, lascivo, tramposo y enredador” o, incluso, se le “acusaba de corrompido, dilapidador, inmoral, traficante de destinos, polígamo, enemigo de la Iglesia y, por añadidura, de querer sentarse en el trono de nuestros Reyes”. Pero ese valido lo fue todo, hasta que, como siempre pasa en política, el crédito se termina (¡qué caprichosa es la vida política y cuántas vueltas da!). Y, a partir de ese momento, hacer leña del árbol caído es una de la aficiones del pueblo español, que ya entonces se practicaba con empeño: “Hoy le escupen muchos que antes le adulaban; es que saben que va a caer, y la sombra del árbol carcomido no le gusta a la gente” (La Corte de Carlos IV).
Sin embargo, es en el Episodio El 19 de marzo y el 2 de mayo cuando la desgracia de Godoy se masca: “La turba siempre es valiente en presencia de estos ídolos indefensos, para quienes ha sonado la hora de la caída. Tienen éstos en contra suya la fatalidad de verse abandonados de improviso por los amigos tibios, por los servidores asalariados, y hasta por los que todo deben al infeliz que cae”. Como bien dice el autor: “La ingratitud, el más canalla de todos los vicios”. Y cuánto abunda por el mundo político, el de antaño y el de ahora.
Ya tempranamente Galdós advierte sobre el “poder del vulgo”, instantáneo, demoledor y, en no pocas ocasiones, injusto. Sobre esta idea volverá, aunque en los últimos episodios con más benevolencia frente a la actuación popular, fruto de su evolución ideológica. La persecución y destrucción de los bienes y enseres de Godoy le da pie a tales reflexiones. Pero más relevante es la acertada percepción galdosiana de lo que implica la entronización primero y hundimiento después cuando se está en el poder; una mirada que sigue siendo acertada (con las modulaciones lógicas del papel actual de las consecuencias electorales): “La verdad es que todas las caídas repentinas así como las elevaciones de la misma clase tienen un manubrio interior manejado por manos más expertas que las del vulgo”; que se lo pregunten a los actuales partidos y esa oligarquía o liderazgo despótico que hoy en día es dominante, por lo común, en tales estructuras.
En la persona de Palafox se describe la figura de un político-militar de cierta modernidad, que siendo consciente de sus limitaciones sabía taparlas sutilmente: “Si carecía de dotes intelectuales (…) tuvo el acierto de reconocer su incompetencia y rodeóse de hombres insignes por distintos conceptos. Éstos lo hacían todo, y Palafox quedábase tan solo con lo teatral” (Zaragoza). La política como imagen e incluso espectáculo aparecen tímidamente en esa magnífica descripción galdosiana. La teatralización de la política retornará tímidamente en Cádiz.
Los escasos e incipientes destellos de política liberal se podrían haber desplegado con mayor detenimiento por Pérez Galdós en su octavo episodio nacional, Cádiz. Sin embargo, este trascendental evento histórico tiene una presencia rebajada frente a otros que no lo fueron tanto, como resaltó en su día el profesor Jover Zamora. Aun así hay algunos escarceos de la “política parlamentaria” en la citada obra. Por ejemplo, cuando se califica a las sesiones de las Cortes como “un conjunto de predicadores (de los que) no baja de ocho a diez sermones los que se oyen por día”, en opinión de una contertulia de Gabriel y Amaranta, Flora. Los miedos derivados de la experiencia revolucionaria gala aparecen también en boca de Amaranta: “Eso de la soberanía nacional, que han inventado ahora (…) y por cierto que nadie lo entendía (…) va a traernos aquí otra revolución, como la francesa, con su guillotina y sus atrocidades”. Los políticos y “plumillas” ya formaban parte del paisaje. Así se hablaba de que “politiquillos y diaristas que infestan Cádiz”. Antes, en Gerona, habla ya “de políticos menudos”. La escasa cultura político-institucional del pueblo español, entonces mayoritariamente analfabeto, y a pesar de su innegable mejora educativa general, se ha ido heredando con el paso del tiempo.
Los debates constituyentes apenas encuentran eco en Cádiz. La llegada del siglo XIX, según el testimonio interpuesto, vino de la mano del discurso de Muñoz Torrero: “cuando la última palabra expiró en sus labios y se sentó (…) el siglo XVIII había concluido. Allí Flora escucha (“¿Acaso soy sorda?”, afirma) “que en las Cortes reside ‘la soberanía de la nación’”, añadiendo lo que también oyó: “que quedan separadas las tres potestades … (y) no sé qué terminachos ha dicho”. Argüelles es ensalzado por su fina oratoria (elegancia, soltura y ese elevado tono que nos embelesa). Aunque luego las percepciones iliberales, que también recoge, lo condenarían. Aun así, “la soberanía de la nación tardó mucho en tener casa propia” (se refiere a la sede), pero mucho más tardaría en incorporarse el constitucionalismo liberal a una cultura político-institucional que nunca entendió cabalmente, ni por unos ni por otros, que significaba realmente el principio de separación de poderes. Hasta hoy.
En aquellos tiempos del primer liberalismo anclado, nunca mejor dicho, en un istmo peninsular (Cádiz), el estrabismo político español ya estaba firmemente arraigado. La reacción tenía raíces fuertes: “La soberanía de la nación por un lado y la libertad de la imprenta por el otro, son dos obuses cargados de horrorosos proyectiles”. En fin, “desalmada grey de filósofos y ateístas”. La “pandilleja del partido absolutista” comenzaba a tomar cuerpo. El punto de vista de Lord Grey, esta vez tras una copiosa ingesta alcohólica, trasmite su punto de vista a Gabriel (el protagonista o conductor de la primera serie galdosiana de los Episodios Nacionales): “Y al son de esta música los clérigos y los abogados de las Cortes se ocupan de demoler España para levantar otra nueva. Están borrachos”. Gabriel responde con “un me parece que los borrachos son otros, milord”.
Poca política más se puede plantear en un contexto de guerra devastadora (“La gloria militar y los muertos de las batallas debieran enterrarse en una misma fosa”; Bailén). Y menos aún cuando se esta luchando contra un potentísimo país invasor y un estratega militar como fue Napoleón, que conoció bastantes sinsabores en España, incluso desde la propia derrota de Trafalgar, adoptando un modo de hacer política que aún hoy en día está presente. Lo relató muy bien uno de nuestros primeros historiadores como fue Modesto Lafuente: “La noticia del desastre de Trafalgar apesadumbró a Napoleón y le acibaró el placer de que por sus recientes triunfos estaba gozando (e) hizo que los diarios franceses hablaran poco de aquel suceso, y sacrificó al disimulo, como quien no le daba importancia ni gran trascendencia”. Pretender esconder, maquillar o disimular las derrotas, también las políticas, es algo que hoy aún se sigue haciendo. Napoleón fue maestro en muchas cosas, también en esta.
Como recoge Galdós, “la Guerra de la Independencia fue la gran academia del desorden”, pero también “fue la gran escuela del caudillaje”, donde muchos “cursaron la ciencia de la insurrección”. No en vano, “los guerrilleros constituyen nuestra esencia nacional”. En verdad, en el relato de Galdós están incubadas algunas de las tesis que mucho tiempo después formulara Carl Schmitt en su Teoría del partisano. Acotación al concepto de lo político. La descripción galdosiana es sencillamente magnífica:
“Las guerrillas no necesitan, como los ejércitos, mil prolijos melindres para organizarse. Se organizan como se disuelven: por instinto, por ley misteriosa de su inquieta y traviesa índole. Desparrámanse como el humo, al ser vencidos, y se condensan como los vapores atmosféricos, para llover sobre el enemigo cuando menos éste lo espera” (Juan Martín el Empecinado).
La Administración Pública: antesalas, covachuelistas y cesantes. Menosprecio del mérito y búsqueda del favor.
Un período tan turbulento no es propicio para que una Administración Pública se asiente. Antes de la guerra de la Independencia, la Administración era puro antiguo régimen, pero ya ofrecía los primeros destellos de lo que sería la patológica Administración del siglo XIX español, marcada por el favoritismo, las cesantías y por la patrimoniallización del poder administrativo, con muy pocas excepciones.
Es en La Corte de Carlos IV donde Galdós halla una intuitiva continuidad, como ya reconociera Alexis de Tocqueville, a quien no sabemos si leyó, entre el Antiguo Régimen y el Estado Liberal en lo que a Administración Pública respecta. No cabe duda que en los sueños del primer Gabriel estaba emular a Godoy y esperar que alguien lo subiera en el ascensor social para ir adquiriendo cotas de poder y de fortuna. El mérito no cotiza, lo fundamental es buscar el favor o el atajo. Lo describe muy bien Don Celestino: “Váyase el mérito con mil demonios; lo que conviene es tener desvergüenza para meterse en todas partes, buscar la amistad de las personas poderosas; en fin, hacer lo que los demás han hecho para subir a esos puestos en que son la admiración del mundo”. Ello enciende las ilusiones enfermizas del joven Gabriel en sus conversaciones con su amada Inés: “No te puedo decir ni cómo he de llegar a ella, ni quien me dará la mano para subir tantos escalones”. Su prototipo, como a otros muchos de la España de entonces, era el ascenso a los cielos políticos del Príncipe de la Paz, Godoy.
Alcanzar un despacho o credencial que permitiera vivir de un empleo como covachuelista era algo ansiado por una amplia nómina de la población que pululaba especialmente por la Villa y Corte. La antesala del despacho de Godoy como la de los Presidentes y Ministros ulteriores se irán llenando de pretendientes en busca de la ansiado nombramiento que les permitiera llevar una vida con una mínima holgura y huir de la pobreza y la hambruna. Ya en la Administración del Antiguo Régimen se produce la aparición de una suerte de figura de cesante avant la lettre. Lo describe en La Corte de Carlos IV, pero también, entre otros Episodios Nacionales, en El 19 de marzo y 2 de mayo (de 1808) o en Cádiz. Así, la caída de Godoy, “dejó cesantes a todos los que habían recibido destino por recomendación suya”. Las vacantes que dejó la caída de Godoy despertaron los apetitos de un destino. Lopito, aunque no sabía escribir, se lo decía muy claro a Gabriel: “Quedarán muchas plazas vacantes, con que a toos nos han de poner”. La búsqueda de un “destinillo” y la referencia a que “las antesalas están llenas de pretendientes”, ya era una “enfermedad nacional” en las postrimerías del mandato de Godoy (lo cual hace presumir un arraigo mucho más fuerte), según Galdós. Lo identifica muy bien Gabriel, cuando afirma:
“Pensando en esto vino a mi mente una idea salvadora, la que desde aquellos tiempos principiaba a ser el norte de la mitad, de la gran mayoría de españoles, es decir, de todos aquellos que no eran mayorazgos ni se sentían inclinados al claustro: la idea de adquirir una plaza en la Administración”.
Probablemente, haya un punto de cierta exageración en esa concepción galdosiana, muy condicionada por el contexto de la sociedad madrileña en el que desenvolvía su vida personal en aquellos años que escribió los diez episodios de la primera serie, donde la España de los cesantes y la búsqueda de un empleo público era una constante en determinadas capas de la población urbana; pero la Administración Pública entonces era de dimensiones muy reducidas, como se verá, aunque los pretendientes a tales destinos fueran innumerables. Tampoco había mucho más que hacer para quienes disponían de algunos estudios de bachiller o eran periodistas o abogados: soñar con un empleo en la nómina de la Administración.
El fanatismo político, también el revolucionario, que embriagaba por ejemplo a Pujitos (quien “no sabía leer, y tenía ese don particular, también español neto, que consiste en asimilarse fácilmente lo que se oye, pero exagerando o trastornando de tal manera las ideas, que las repudiaría el mismo que por primera vez las echó al mundo”), ya abonaba la idea que echará fuerte raíces de los amigos políticos, expresión que ya utiliza el primer Galdós, excusando su uso como una suerte de anacronismo, pero que encontraría un arraigo brutal en la España del siglo XIX y, particularmente, como escribió Varela Ortega (dando ese mismo título a su obra: Los amigos políticos, Alianza Editorial, 1977), en el sistema político de la Restauración.
El traslado de las Cortes a Cádiz en 1811 sí que abrió lo que en la literatura especializada y costumbrista del siglo XIX se conocerá como la funesta figura del cesante, que acompañará a la Administración española durante más de un siglo. En un florecer constante de “chismes políticos, marejada política, mar de fondo y cabildeos”, la rotación de empleados públicos tomó carta de naturaleza:
“Conocíanse asimismo los cambios de empleados y el movimiento de aquella administración que, con su enorme balumba de consejos, secretarías, contadurías, real sello, real estampilla, renovación de vales, medios, arbitrios, etc., se refugió en Cádiz después de la invasión de las Andalucías. Cádiz reventaba de oficinas y estaba atestada de legajos”.
La España del siglo XIX comenzaba a dar sus inciertos y desconcertantes pasos, tanto en la política como en la Administración. Ya aparecían las primeras expresiones políticas y periodísticas “de la gran reyerta y cachetina que en resto del siglo se había de armar entre los dos fanatismos que ha tiempo vienen luchando y lucharán por largo espacio todavía” (Cádiz). Algunos rescoldos de aquel fuego todavía quedan; pero, tal como veremos, con esas teas fanáticas aún se harán muchas hogueras, demasiadas.
(*) La presente entrada, junto con la anterior (“Las harturas del Presupuesto”), recoge algunos fragmentos, aunque retocados, de una obra que se publicará próximamente, Política y Administración en la España de Galdós. Cualquier reproducción, total o parcial, debe ser autorizada y citar expresamente la fuente de la que procede.
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